Piaget: primera infancia de los dos a los siete años (la vida afectiva)

Las transformaciones de la acción surgidas de los inicios de la
socialización no interesan sólo a la inteligencia y al pensamiento, sino
que repercuten con la misma profundidad en la vida afectiva.
Como
hemos entrevisto, existe, a partir del período preverbal, un estrecho
paralelismo entre el desarrolló de la afectividad y el de las funciones
intelectuales, ya que se trata de dos aspectos indisociables de cada
acto: en toda conducta, en efecto, los móviles y el dinamismo energético
se deben a la afectividad, mientras que las técnicas y el acoplamiento
de los medios empleados constituyen el aspecto cognoscitivo
(sensorio-motor o racional).
No existe, pues, ningún acto puramente
intelectual (intervienen sentimientos múltiples, por ejemplo, en la
resolución de un problema matemático: intereses, valores, impresiones de
armonía, etc.) y no hay tampoco actos puramente afectivos (el amor
supone la comprensión), sino que siempre y en todas partes, tanto en las
conductas relativas a los objetos como en las relativas a las personas,
ambos elementos intervienen porque uno supone al otro. Lo que hay son
espiritus que se interesan más por las personas que por las cosas o las
abstracciones y otros a la inversa, y ello es la causa de que los
primeros parezcan más sentimentales y los otros más secos, pero se trata
simplemente de otras conductas y otros sentimientos, y ambos emplean
necesariamente a la vez su inteligencia y su afectividad
. En el nivel
del desarrollo que estamos considerando ahora, las tres novedades
afectivas esenciales son el desarrollo de los sentimientos
interindividuales
(afectos, simpatías y antipatías) ligados a la
socialización de las acciones, la aparición de los sentimientos morales
intuitivos surgidos de las relaciones entre adultos y niños, y las
regulaciones de intereses y valores, relacionadas con las del
pensamiento intuitivo en general. Comencemos por este tercer aspecto,
que es el más elemental. El interés es la prolongación de las
necesidades: es la relación entre un objeto y una necesidad, ya que un
objeto es interesante en la medida en que responde a una necesidad. El interés es pues la orientación propia de todo acto de asimilación mental:
asimilar mentalmente es incorporar un objeto a la actividad del sujeto,
y esa relación de incorporación entre el objeto y el yo no es otra cosa
que el interés en el sentido más directo de la palabra ("inter~esse").
Como tal, el interés se inicia con la vida psíquica misma y desempeña en
especial un papel importantísimo en el desarrollo de la inteligencia
sensorio-motriz. Pero, con el desarrollo del pensamiento intuitivo, los
intereses se multiplican y se diferencian y, en particular, dan lugar a
una disociación progresiva entre los mecanismos energéticos que implica
el interés y los mismos valores que engendra. El interés, como es
sabido, se presenta bajo dos aspectos complementarios. Por una parte, es
un regulador de energía, como ha demostrado Claparède: su
intervención moviliza las reservas internas de fuerza, y basta que un
trabajo interese para que parezca fácil y la fatiga disminuya.
Ésta
es la razón, por ejemplo, de que los colegiales den un rendimiento
indefinidamente mejor a partir del momento en que se apela a sus
intereses y en cuanto los conocimientos propuestos corresponden a sus
necesidades. Pero, por otra parte, el interés implica un sistema de
valores, que el lenguaje corriente llama "los intereses" (por oposición a
"el interés") y que se diferencian precisamente en el curso del
desarrollo mental asignando objetivos cada vez más complejos a la
acción.
Ahora bien, dichos valores dependen de otro sistema de
regulaciones, que rige a las energías interiores sin depender
directamente de ellas, y que tiende a asegurar o restablecer el
equilibrio del yo completando sin cesar la actividad mediante la
incorporación de nuevas fuerzas o nuevos elementos exteriores. Así es
como, durante la primera infancia, se observarán intereses por las
palabras, por el dibujo, por las imágenes, los ritmos, por ciertos
ejercicios físicos, etc., etc., y todas estas realidades adquieren valor
para el sujeto a medida que aparecen sus necesidades, que, a su vez,
dependen del equilibrio mental momentáneo y sobre todo de las nuevas
incorporaciones necesarias para mantenerlo. A los intereses o valores
relativos a la actividad propia están ligados muy de cerca los
sentimientos de auto-valoración: los famosos "sentimientos de
inferioridad" o de superioridad. Todos los éxitos y todos los fracasos
de la actividad propia se inscriben en una especie de escala permanente
de valores, los éxitos para elevar las pretensiones del sujeto y los
fracasos para rebajarías con vistas a las acciones futuras. De ahí que
el individuo vaya formándose poco a poco un juicio sobre sí mismo que
puede tener grandes repercusiones en todo el desarrollo. En especial,
ciertas ansiedades son debidas a fracasos reales y sobre todo
imaginarios. Pero el sistema constituido por estos múltiples valores
condiciona especialmente las relaciones afectivas interindividuales. Así
como el pensamiento intuitivo o representativo está ligado, merced al
lenguaje y a la existencia de signos verbales, con los intercambios
intelectuales entre individuos, así también los sentimientos espontáneos
de persona a persona nacen de un intercambio cada vez más rico de
valores. Desde el momento en que la comunicación del niño con su
medio se hace posible, comenzará a desarrollarse un juego sutil de
simpatías y antipatías, que habrá de completar y diferenciar
indefinidamente los sentimientos elementales ya observados durante el
estadio anterior.
Por regla general, habrá simpatía hacia las
personas que respondan a los intereses del sujeto y que lo valoren. La
simpatía supone pues, por una parte, una valoración mutua y, por otra,
una escala común de valores que permita los intercambios. Esto es lo que
el lenguaje expresa diciendo que la gente que se quiere "se entiende",
"tiene los mismos gustos", etc. Y sobre la base de esa escala común se
efectuarán precisamente las valoraciones mutuas. Por el contrario, la
antipatía nace de la desvaloración, y ésta se debe a menudo a la
ausencia de gustos comunes o de escala común de valores- Basta observar
al niño pequeño en la elección de sus primeros camaradas o en su
reacción ante los adultos extraños a la familia para poder seguir el
desarrollo de esas valoraciones interindividuales. En cuanto al amor del
niño hacia los padres, los lazos de la sangre estarían muy lejos de
poder explicarlo sin esa comunicación intima de valoración que hace que
casi todos los valores de los pequeños dependan de la imagen de la madre
o del padre. Ahora bien, entre los valores interindividuales así
constituidos, hay algunos que merecen destacarse: son precisamente los
que el niño pequeño reserva para aquéllos que juzga superiores a él:
ciertas personas mayores y los padres. Un sentimiento particular
corresponde a esas valoraciones unilaterales: el respeto, que es un
compuesto de afecto y de temor, y es de notar que el temor marca
precisamente la desigualdad que interviene en esta relación afectiva.
Pero el respeto, como ha demostrado Bovet, es el origen de los primeros
sentimientos morales. Basta, en efecto, que los seres respetados den al
que les respeta órdenes y, sobre todo, consignas, para que éstas se
conviertan en obligatorias y engendren, por lo tanto, el sentimiento del
deber. La primera moral del niño es la de la obediencia y el primer
criterio del bien es, durante mucho tiempo, para los pequeños, la
voluntad de los padres.
Los valores morales así constituidos son,
pues, valores normativos, en el sentido de que no están ya determinados
por simples regulaciones espontáneas, a la manera de las simpatías o
antipatías, sino que, gracias al respeto, emanan de reglas propiamente
dichas. ¿Pero cabe concluir de ello que, a partir de la primera
infancia, los sentimientos interindividuales son susceptibles de
alcanzar el nivel de lo que llamaremos en adelante operaciones afectivas
por comparación con las operaciones lógicas, es decir, sistemas de
valores morales que se implican racionalmente unos en otros como es el
caso en una conciencia moral autónoma?
No parece ser así, ya que los
primeros sentimientos morales del niño siguen siendo intuitivos, a la
manera del pensamiento propio de todo este periodo del desarrollo. La
moral de la primera infancia, en efecto, no deja de ser heterónoma, es
decir, que sigue dependiendo de una voluntad exterior que es la de los
seres respetados o los padres. Es interesante, a este propósito,
analizar las valoraciones del niño en un terreno moral tan bien definido
como el de la mentira. Gracias al mecanismo del respeto unilateral, el
niño acepta y reconoce la regla de conducta que impone la veracidad
mucho antes de comprender por sí mismo el valor de la verdad y la
naturaleza de la mentira.
A través de sus hábitos de juego y de
imaginación, así como de toda la actitud espontánea de su pensamiento,
que afirma sin pruebas y asimila lo real á la actividad propia sin
preocuparse por la objetividad verdadera, el niño pequeño llega a
deformar la realidad y doblegaría a sus deseos. Y así le ocurre que
tergiversa una verdad sin sospecharlo y esto es lo que se ha llamado la
"pseudo-mentira" de los pequeños (la "Scheinlúge" de Stern). Sin
embargo, acepta la regla de veracidad y reconoce como legítimo que se le
reproche o castigue por sus mentiras. Pero, ¿cómo valora estas últimas?
En primer lugar, los pequeños afirman que mentir no tiene nada de ‘feo"
cuando uno se dirige a los amigos y que sólo la mentira dirigida a los
mayores es condenable, ya que son ellos los que la prohiben. Pero luego,
y esto es más importante, se imaginan que una mentira es tanto más fea
cuanto más la falsa afirmación se aleja de la realidad, y ello
independientemente de las intenciones en juego. Pedimos, por ejemplo, al
niño que compare dos mentiras: contar a su madre que ha tenido una
buena nota en el colegio, siendo así que no le han preguntado la
lección, o contar a su madre, después de haberlo asustado un perro, que
éste era tan grande como una vaca. Los pequeños comprenden muy bien que
la primera mentira está destinada a obtener una recompensa inmerecida,
mientras que la segunda es una simple exageración. Sin embargo, la
primera es "menos fea" porque a veces ocurre que a uno le ponen una
buena nota y, sobre todo, como la afirmación es verosímil, la madre
misma ha podido engañarse. La segunda "mentira", en cambio, es más fea y
merece un castigo más ejemplar, puesto que "no existen perros tan
grandes". Estas reacciones que parecen ser bastante generales (han sido
en especial confirmadas recientemente por un estudio realizado en la
Universidad de Lovaina) son altamente, instructivas: muestran hasta qué
punto los primeros valores morales están calcados sobre la regla
recibida, merced al respeto unilateral, y lo que es más, sobre esta
regla tomada al pie de la letra, pero no comprendía.
Para que los
mismos valores se organicen en un sistema a la vez coherente y general,
será preciso que los sentimientos morales adquieran cierta autonomía y,
para ello, que el respeto deje de ser unilateral para convertirse en
mutuo: es precisamente el desarrollo de dicho sentimiento entre
compañeros o iguales el que hará que la mentira a un amigo sea sentida
como tan "fea" o incluso más que la del niño al adulto. En resumen, intereses,
auto-valoraciones, valores interindividuales espontáneos y valores
morales intuitivos, he aquí, a lo que parece, las principales
cristalizaciones de la vida afectiva propia de este nivel del
desarrollo.