Poder disciplinario y educación: Aproximación histórica a la transformación de los métodos escolares disciplinarios y al sujeto escolar

Poder disciplinario y educación: aproximación foucaultiana desde la Psicología Social

Autora: María de la Villa Moral Jiménez- Universidad de Oviedo

* Aproximación histórica a la transformación de los métodos escolares disciplinarios y al sujeto escolar

La recontextualización de los dispositivos objeto de análisis ha de basarse en un intento de aproximarnos a las mutaciones experimentadas con el tiempo, fundamentalmente contraponiendo aquellas propias de la herencia ilustrada con las actuales tecnologías disciplinarias y postdisciplinarias. Puesto que la educación obligatoria y la propia infancia y adolescencia son fenómenos socioconstruidos vinculados a las condiciones de mediados del siglo XVIII (Ilustración y segunda revolución industrial) conviene rastrear sus antecedentes hasta tales condiciones, dada la conveniencia de historizar como método genealógico en una aproximación foucaultiana como la propuesta.

En las sociedades arcaicas la calificada por Victor Alba (1975) como juventud inexistente no disfrutó de unas especiales condiciones que le otorgasen entidad. En cambio, la evolución del concepto de joven a lo largo de la Antigüedad clásica experimentó un hito importante hacia su desarrollo como tal, ya que para ciudadanos libres hay un período de iniciación relativamente breve. En el ámbito de la educación hay que aludir a la efebía ateniense y, propiamente a la paideia (véase Pélékidis, 1962). La historia social de la juventud en la cultura de las ciudades Estado adopta un nuevo cariz. La necesaria educación del ciudadano independiente, requiere que se disponga de una cierta fase de la vida en la que se pueda llevar a cabo esa instrucción. La educación de la juventud (paideia) se convirtió en palabras de Klaus Allerbeck y Leopold Rosenmayr (1979), en símbolo y concepto de una cultura sin más. Esto es: «Quien permanecía en la dialéctica, la amistad y el eros de la escuela filosófica pertenecía, pues, a la ‘juventud’.

De esta manera, el concepto específico de una fase de la vida se equiparaba con una determinada función cultural» (p. 160). La asignación de esta función cultural a la juventud de la época supuso el depositar en ella la necesidad de cultivarse y de reformar la sociedad.

La educación integral (cuerpo y alma) que se impartía a través de la paideia ateniense se amplía en los estados romanos. Como comenta el citado Alba (1975), cuando los niños de ciertas clases se separaban del vínculo de la madre y su intento de instrucción (en las clases populares) o del pedagogo (entre los ricos), iban a un lugar donde se les instruía (lo que podríamos denominar escuela), siendo de carácter privado hasta alrededor del siglo V de nuestra era.

Durante la época del joven esperanzado del cristianismo primitivo se tendió a repolitizar y remilitarizar a la juventud romana. Los habitantes de pequeñas comunidades seguían siendo auténticos jóvenes precoces que adoptaban responsabilidades adultas. Encontraban en el trabajo un mínimo significado a su existencia, sin embargo, los jóvenes privilegiados recibían una larga educación y eran instruidos con el fin de ocupar el puesto desempeñado por sus padres (burócratas del imperio, mercader o rentista, entre otros).

Las agencias de poder en el mundo medieval se aceptan que eran, al menos, tres instituciones las que condicionaban, bajo la acción de imperativos formalizados, el fenómeno de la juventud. Esto es, la caballería y la condición de escudero; el gremio y, finalmente, la evolución de la educación con la incorporación de las universidades. Muchos humanistas de la época, entre ellos Lluís Vives (14921540), escribieron sobre la educación aportando propuestas de formación humanista del hombre basadas en la exigencia de sustitución de la vieja pedagogía por otra cuyo vasto programa de reforma expuso Vives en De tradentis disciplinis (1531, edición 1984). Los mecanismos de control y salvaguardia de las costumbres se concentraban en la impartición de una educación que era un reflejo, a la vez que reforzaba el distanciamiento, de profundas diferencias interclase.

Así, en la Edad Media europea surgió una juventud socialmente estratificada en la que tenían cabida jóvenes aristócratas, artesanos y estudiantes.

El apprentissage en el mundo medieval europeo desempeñó, durante siglos, un papel de inserción sociolaboral para la juventud masculina. Con frecuencia, este aprendizajeinstrucción en las diversas artes propias de los artesanos y gremios se debía llevarse a cabo en una casa ajena. Este aprendizaje tenía ciertas peculiaridades por el estatus del «iniciado» ya que la transmisión de conocimientos se realizaba mediante la participación, en calidad de sirvientes, en la vida de los adultos.

Con posterioridad, el asentamiento definitivo de los mecanismos de control y represión a través de la escuela parecen localizarse, con renovados intentos ejemplificantes, en los albores de la Edad Moderna.

A partir del siglo XV, a través de los procesos de escolarización, se inició para los jóvenes varones ubicados entre la aristocracia y el artesanado un evidente cambio. Según la interpretación de Ernest Horowitz (1996), quien ha llevado a cabo un estudio de la juventud judía en la Europa de los siglos XIV y siguientes, se hacen denodados esfuerzos por imponer (represivamente) a los pobres los hábitos educativos de los pudientes. Recoge el autor lo dispuesto en los estatutos de Cracovia (1595). En ellos se reflejan profundas diferencias entre clases y géneros, así mientras las hijas de los pobres se las invita a servir a partir de los diez años, a los hijos varones se les ofrece ayuda económica para garantizar su educación hasta la edad de trece años, en la que los padres han de enviarlos fuera de la ciudad.

Asimismo, la disciplina como garante del mantenimiento del orden establecido era una de las mayores preocupaciones de la comunidad. Se recoge cómo «cada profesor debía vigilar que sus pupilos no vagasen por las calles (‘pues nuestra generación está muy vigilada’) y se instituyó el cargo de agente de orden, cuya responsabilidad era ‘golpear y azotar a aquellos jóvenes’ que no acudieran a la escuela y ‘alejarles del mercado y de las calles'» (Horowitz, 1996, pp. 126127).

Evidentemente, la imposición más generalizada de los hábitos educativos, así como la posterior ampliación del período de instrucción ya en la Edad Moderna, según las propias palabras de Horowitz (1996, pp. 126) «estaban relacionados no sólo con el suministro de conocimientos, sino con la instauración de un mecanismo de control social».

En fin, durante este período cercano a la Era Moderna recobran un renovado sentido intentos inoculadores de la visión dominante, mediatizados por la acción de disciplinamientos mediante los que se naturaliza el poder que se desgrana y reconstituye en nuevas prácticas uniformizantes que empieza a contar con un aliado cuyo poder se extiende a más colectivos y más tempranamente que cualquier otro, la escuela. El engaño deviene en autoengaño. Se objetiva en un sistema de ideas que se impone impersonalmente, al mismo tiempo que se subjetiva, de ahí su mayor capacidad de ser aprehendido.

Nuevos ejercicios de aprendizaje represivo y represión instructora se hacen evidentes, velándose, en prácticas de instrucción, más que propiamente de aprendizaje/enseñanza que se vinculan a adultos precoces obligados a desempeñar ese rol. En efecto, la concientización, como ejercicio de toma de conciencia refleja y de uno mismo, máxime si es promovida con la intención de concentrarla en aspectos de la vida cotidiana de cada cual o de reubicar ésta en derredor de aquélla, resulta ser un ejercicio eficaz de inoculación y asunción de realidades convenidas.

Durante la Era Moderna se asiste al cuasi nacimiento de la noción moderna de juventud como moratoria, únicamente en ciertas clases, cuyo germen había comenzado a implantarse en los vestigios del siglo XV.

La interpretación de Norman Schindler (1996) acerca de los rituales de la cultura juvenil en los albores de la era moderna y de esos guardianes del desorden a los que aludiremos como gusta el autor de calificarlos, pasa indefectiblemente, por el análisis de las condiciones sociales que modifican el criterio cronológico de adscripción a la condición de adulto. En este momento de la historia, se atisba una formación prolongada, más liberada de imperativos económicos que en fechas precedentes. Los jóvenes dotados y los frustrados de las revoluciones burguesas, tal y como los califica Alba (1975), viven en una época de mejora significativa de las condiciones de vida, y a una prolongación de la juventud (varones en edad de casarse); si bien la juventud tuvo en las revoluciones de los siglos XVII y XVIII un cierto papel, no logró el reconocimiento de sus existencia como tal juventud. «Los jóvenes fueron, pues, en esos acontecimientos, revolucionarios sin revolución» (Alba, 1975, p. 106).

En los albores de la Era Moderna la condición social de joven, entendida como conciencia generalizada de serlo y de ejercer de ello, todavía no existía. Legalmente esto se refleja en que no se crearon medidas especiales, ni para atender a las presuntas reivindicaciones de los jóvenes que no existían como tales ni en formas de demandas que recogiesen el sentir de colectivo alguno ni como actuaciones coordinadas ni para regular posibles desviaciones colectivas, aunque sí individuales. Más bien, fue en la legislación en materia educativa donde se innovó con respecto a siglos precedentes.

La prolongación de la obligatoriedad de la enseñanza, asociado ello a mecanismos de control y cambio social, comienza a extenderse a un colectivo más amplio de jóvenes. En efecto, la educación experimentó significativos cambios en los albores de la era Moderna y, sobre todo, en los siglos posteriores. La juventud preocupa como material y objeto de enseñanza, más que por su condición, aparte de otra, con necesidades, demandas, espacio social, etc., en sí mismo. Con Locke y, posteriormente, en Rousseau se manifiesta el nacimiento del cuerpo y de la persona física del niño, que ya no era considerado como una burda copia del adulto. Asimismo, en materia de educación resultan interesantes las consignas del Abate Galiani (17281787)

o las aportaciones de Emile Durkheim (véase Durkheim, 1969). La educación se convierte en la conceptualización de Durkheim en un proceso heterónomo de creación social del sujeto, donde mediante la imposición y la coacción, la disciplina, se socializa al sujeto escolar y se mantiene el orden social. Los individuos son ejercitados en el mantenimiento de lo establecido y se les forma como sujetos que han de obedecer. Máxime durante los primeros años de instrucción (niños y adolescentes) hay que ejercer un control más estricto e inmediato sobre los alumnos, el cual se flexibiliza ante jóvenes educandos (ya «domesticados») a los que se les ha de posibilitar un aprendizaje más directo de la vida.

Veremos cómo al final de la Ilustración la fe en la Verdad, el Conocimiento, el progreso y en la propia sociedad se resquebraja por completo.

La sujeción perfecta del joven, como alumno, bajo la apariencia de un ejercicio activo de libertad, durante estos siglos, alcanza un perfeccionamiento sutil que culminará con el nacimiento de una cuasigeneralización de la enseñanza obligatoria. La doble política educativa instructora de los pobres y mediante la cual se ejercía la contratación de vigilantes a fin de mantener a los jóvenes alejados de las calles, también se encuentra, según el análisis del citado Horowitz (1996), en Verona a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII. Se asiste a una prolongación de la obligatoriedad de la educación de los trece a los dieciséis años, «de modo que ‘pudieran criarse junto a su maestro durante la flor de la juventud’, y cualquiera que contratase a un criado o aprendiz de dieciséis era duramente castigado» (Horowitz, 1996, p. 127). Asimismo, como comenta el autor, en otras comunidades judías italianas el período de instrucción obligatoria también se amplía. Por ejemplo, en Pisa en el año 1638 se estipula que concluirá a los quince años. Durante la primera década del siglo XVIII los pobres de Mantua eran obligados a enviar a sus hijos a la escuela hasta esa misma edad, y la prohibición de contratar los servicios de los alumnos menores de catorce se extiende por toda la comunidad. Casi un siglo después, hacia 1740, la comunidad prohibía el empleo de jóvenes menores de dieciocho. Años después (en 1767) se decretó la prohibición de abandonar la escuela antes de esa edad a aquellos alumnos que recibieran subsidios de la comunidad. Finalmente, los estatutos de la escuela Talmud Torá de la comunidad de Ferrara, en ese mismo año, también conminan a los jóvenes a la misma prerrogativa hasta que cumplan los dieciocho años (Horowitz, 1996). Asistimos, pues, a la construcción social de la escolarización prolongada.

En los albores de la era contemporánea, con el industrialismo, la prolongación de la enseñanza obligatoria, la extensión de los procesos formativos a distintos niveles de edad, la división jerárquica del trabajo, el Sturm und Drang (tempestad e ímpetu) como crisis socioafectivas de la adolescencia, el interés literario por las características definitorias y el significado de la exacerbada confusión adolescente o la necesidad socieconómica que impulsa una prolongada preparación, como principales factores determinantes, coadyuvaron en la conformaron de la adolescencia y de la juventud, como condiciones psicosociológicas, cultural e históricamente determinadas, tal y como se las entiende hoy.

Durante los vestigios del siglo XVIII y del XIX se va gestando un híbrido con singularidad propia, un vástago de la cultura dominante, una condición existencial que tomaba conciencia de serlo, el reconocimiento de un ethos, la asunción de una categoría de ser, en suma, con precedentes en otras edades de la historia, pero con una identidad particular. Es el momento de la contradicción, la ambivalencia, el desorden también interior en forma de crisis, representado en el Émile de Rousseau; pero también es el momento de la forja del joven en el pueblo, del semblante juvenil de la milicia o del niño del tambor del cuento de Chénier, acaso de la sustitución de jóvenes acomodados por coetáneos pobres cuya sangre brotaba en las guerras napoleónicas, tal como se quejaban los revolucionarios de Dijon (recogidos por Forrest, 1988) o de la escuela de armas para jóvenes propuesta por Bernard Barère, de los castigos corporales de las Public Schools inglesas o de los Gimnáziye rusos, de la juventud obrera: del taller a la fábrica, etc.

Con la Ilustración y el posterior Romanticismo los textos literarios y filosóficos apelaban a la imagen del hombre joven depositando en ella una esperanza redentora. La tensión entre la conquista de una identidad colectiva y, por ende, personal, de los jóvenes y la intervención reguladora de los medios de los que se valía el Estado llevó a crear zonas de reclusión y a buscar agentes de poder que satisficieran las intenciones represivas de las mismas, de un modo velado y familiar. El revelador análisis del maestro Foucault en Vigilar y Castigar (1976) así lo manifiesta. En el caso de los condenados se les sometía a un poder sancionador, ejemplarizante para el resto, mientras que se aplicaba a los jóvenes era un poder disciplinante, aunque también represivo. Algunos de los primeros escenarios de la infancia y pubescencia (actual) fueron hospitales, casas de misericordia, prisiones, reformatorios y, sobremanera, escuelas en las que se instruía más que se educaba. A veces resulta ser el ignorante más libre que el instruido (léase aleccionado). Además, se practican medios del buen encauzamiento que, en el ámbito académico, radican en instrumentos simples que se convierten en ejercicio de poder, en voluntad del saber (véase Foucault, 1979). Tanto el sujeto que conoce como los propios objetos cognoscibles y, propiamente las modalidades de conocimiento, son efectos de esas implicaciones del poder/saber y de sus transformaciones históricas.

Confluyendo con estos ambientes culturales elitistas la segunda enseñanza de un sector de jóvenes se adopta como una nueva forma de instrucción social. La educación primaria al por mayor como sustitutivo de la educación individual, como hemos visto en el análisis de la Era Moderna va generalizándose, si bien es la ampliación de la enseñanza la que cobra un renovado sentido en estos siglos. Precisamente, en su análisis de la segunda enseñanza en Europa Jean Claude Caron (1996) alude a cómo el siglo transcurrido entre 1780 y 1880 fue esencial en lo que respecta al asentamiento de la misma. El alumno (y no el aprendiz) en el sentido moderno de la palabra pertenece a una élite (clase social privilegiada) y a un género particulares (varones). Según el autor, la pujante burguesía se interesa por el engrose de las aulas de los colegios religiosos, a la par que parlamentarios o filósofos definían las bases de una educación nacional. La juventud pasó a ser la apuesta política y social, tal y como de nuevo expresa Caron (1996) quien recoge las palabras de Roger Ducos ante la Convención en 1792: «Crear una generación nueva mediante una educación uniforme». La interpretación del mencionado autor es acertada: «Los dirigentes de cada uno de los Estados, favorables o no a la Revolución, comprendieron que al ir naciendo la opinión pública era preciso tener gobernadas a las jóvenes generaciones» (Caron, 1996, p. 174).

Para diversos estados europeos la educación secundaria de los jóvenes se convierte en una asignatura pendiente. Cuanto antes y durante más tiempo se instruya más permanecerá su impronta, como modo de acostumbramiento amparado en el poder de la tradición, de la que no se duda y de la que resulta difícil averiguar dónde acaba su influencia.

La educación unidireccional seguía imponiéndose. En palabras de Jules Michelet: «El suplicio de las clases en la enseñanza actual es la pasividad, la inercia, el silencio al que se ve condenado el muchacho. Recibir siempre, sin dar nunca… ¡eso es lo contrario de la vida!» (citado por Caron, 1996, p. 181). Mediante el disciplinamiento se favorecía la interiorización, al menos, en un principio, de las formas correctas de manifestarse ante los otros, ya que la atención prestada al contenido mismo, en ocasiones se veía supeditada, si no abiertamente invadida, por la necesaria concentración para coordinar la postura adecuada. Según el análisis de Caron (1996) la sanción constituía algo así como su complemento en el sistema educativo. Los castigos corporales, vigentes en toda Europa hasta el siglo XVIII, acabaron por caer en desuso a finales del Antiguo Régimen hasta que fueron oficialmente abolidos, en Francia, en 1803. Pero en las Public schools inglesas y en los Gimnáziye rusos, se utilizaban corrientemente las varas. Comenta el autor como el uso de la férula aplicada por el «corrector», aún era motivo de temor entre los colegiales del siglo XIX. Aquélla fue reemplazada por castigos no físico, sino generadores de un importante daño psicológico. Esto es, prohibiciones tales como las de recibir la visita de los padres); privaciones de comida (hasta 1809) de permiso de salida, de recreo, e incluso de privación de una parte de las vacaciones o por penitencias más simbólicas tales como el porte de un hábito de sayal; una mesa de penitencia para las comidas, un banco de la pereza o el manido envío a un rincón de rodillas y con los brazos en cruz, como variante clerical (véase Caron, 1996, p. 201). Tal y como se concluye en el análisis de Caron (1996, p. 231): «En resumidas cuentas, el hecho de que la segunda enseñanza se convirtiera en un reto nacional en el siglo XIX no se debió tanto a la promoción social que brindaba, sino mucho más a su función de agente educador, formador de una juventud enfrentada desde la adolescencia con el sistema de valores que tendría que aplicar, reproducir y defender en el transcurso de su vida».

En definitiva, durante los siglos XVIII y XIX se asiste a la instalación definitiva de la escuela como poder legitimado de control y a la ampliación en el tiempo de su poder de acción. El empleo de dispositivos disciplinares se fue modernizando y adquiriendo una sutileza tal que podría llegar a pasar prácticamente desapercibido, con lo cual su poder de inoculación era aún mayor. Como mecanismo disciplinante, represor y de contención ejemplarizante de posibles desvíos, estos métodos cumplen un papel de vigilancia y castigo hasta convertirse en autocontrol y autoconciencia.

A través de la escuela como microcosmos se intentó acceder al naciente universo juvenil con la intención aleccionadora de favorecer la reproducción del sistema dominante. Sus métodos, la instrumentalización de las búsquedas sugeridas, las eficaces formas de institucionalización de sus necesidades y los deseos de conquista de lo personal y de adoctrinamiento de lo colectivo asociados a intentos de hacer propios valores convenidos coadyuvaron en el sentido de ir familiarizándolos con sus dispositivos de poder/saber, sus simbolismos, y lo fáctico del sistema de poder que había de perpetuarse.

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