Poder disciplinario y educación: aproximación foucaultiana desde la Psicología Social

Poder disciplinario y educación: aproximación foucaultiana desde la Psicología Social

Autora: María de la Villa Moral Jiménez- Universidad de Oviedo

Resumen

La escuela sigue siendo una institución moderna, heredera del patrimonio ilustrado, en unas condiciones postmodernas como las actuales. En tales circunstancias, analizamos los poderes/saberes y los regímenes de verdad vinculados a ellos que los producen y mantienen, de acuerdo a una aproximación de análisis foucaultiana. Sostenemos que el poder de la escuela radica en buena parte en la fuerza de la costumbre, en virtud de la cual se normalizan sus métodos disciplinarios, sancionadores, de instrucción o correctores. El proyecto educacional moderno se sirve de métodos disciplinares y postdisciplinares que persiguen la autodisciplina y la autorregulación, sus procesos instruccionales fomentan el aprendizaje individualista y sus tecnologías configuran subjetividades competitivas, flexibles y autónomas mediante dispositivos prácticos de poder/saber como respuesta a las exigencias neoliberales.

De acuerdo a un análisis crítico desde la Psicología Social de la Educación, proponemos un acercamiento comprehensivo a la educación y sus poderes vinculados a procesos de enculturación, aprendizaje, instrucción y escolarización. Evidenciamos la necesidad de repensar la educación contemporánea y, para ello, nos servimos de la pedagogía radical crítica y de los análisis posestructuralistas, como algunas de las estrategias de acción.

Palabras clave: Escuela; Psicología Social de la Educación; Foucault; Poder

«Dondequiera que encuentro una criatura viviente, hallo ansia de poder»

(Friedrich Nietzsche)

Introducción: La educación como poder naturalizado

La representación social del poder, diluido en contactos interpersonales a modo foucaultiano, se nos desvela en cada contacto. La realidad del poder y el poder de la realidad, así como la sutil representación de ambos, actúan impregnando nuestra interioridad y reforzando el proceso de acostumbramiento/adoctrinaje. Los determinismos sociales, revestidos de un halo de revelación, se manifiestan a nivel de indicadores simbólicos que no sólo designan realidades, sino que las crean. De lo anterior colegimos que quien ostenta el poder del discurso lingüístico y se sirve de dispositivos prácticos de poder/saber maneja también su representación, y nos sentimos inducidos a su acatamiento acrítico, una vez interiorizado. La naturalización de las imposiciones del poder es un mecanismo de subterfugio e inoculación ya que lo «natural» (socialmente establecido) goza de los privilegios que le concede su verdad revelada. De modo análogo a como la verdad está en nosotros, no viene de fuera (Robert Browning), también el poder está conviviendo con nosotros, está en nosotros, como se desprende de los análisis del maestro Michel Foucault (1977, 1980, 1986).

El poder no se irradia desde un estamento particular, sino que las relaciones humanas son relaciones de poder, así como controla nuestras vidas con la fuerza de la costumbre propia de las arbitrariedades convenidas. Se diluye y avanza, capilarizándose, de modo que se hace imperceptible, pero de eficaz transmisión por todo el sistema. Hay que intentar descubrir en cualquier organización humana véase el caso particular de la escuela, las formas de inoculación del poder que se depositan en intercambios y que superan la distinción dicotómica que se presupone cuando se alude al mando y la obediencia, a la disciplina o el descontrol, a la conformidad o la sanción, a la docilidad del acostumbramiento o la acción represiva, como formas alternativas de resolución de los posibles conflictos o de interiorización/rechazo de los discursos dominantes. Este tipo de arbitrariedad discursiva mediante la que se dicotomiza la complejidad inherente al objeto y sujeto del poder no hace sino tergiversar, reificándolos, el carácter contradictorio y múltiple de los intentos de dominación y de lucha. Y es que esas manifestaciones de poder/saber son, a un tiempo, ambas cosas de acuerdo a un planteamiento foucaultiano.

Ciertamente, la cuestión del poder no se puede reducir al de la soberanía, la trasciende al existir relaciones de autoridad que no son proyección directa del poder soberano, sino más bien condicionantes que posibilitan su funcionamiento de ese poder, a modo de sustrato sobre el cual se afianza. Véase el caso de esa microfísica del poder (Foucault, 1979) que se ejerce y capilariza entre alumno y maestro, pero también ha de tenerse en cuenta la superación del carácter reticular de poder más allá de racionalidades de gobierno que al final de su recorrido tendrá repercusión política en lo social, a pesar de su intento de una noción apolítica del poder. Más aún se propone una exégesis sobre el poder en todos sus planos y en especial en lo psicológico y simbólico.

Entre profesor y alumno hay una retroalimentación constante de poderes que son mucho más que señas identificativas de la posición del saber (profesorado) sobre un agente (alumnado) como cuerpo de institución al que se debe educar. Nos dice Foucault (1977) que el poder penetra en los cuerpos, de quien sabe y de quien aprende: «…entre un maestro y su alumno entre el que sabe y el que no sabe, pasan relaciones de poder que no son la proyección pura y simple del gran poder del soberano sobre los individuos; son más bien el suelo movedizo y concreto sobre el que ese poder se incardina, las condiciones de la posibilidad de su funcionamiento» (citado por Martínez, 1995, p. 157).

El éxito del poder radica en su propia naturaleza (socioconstruida, no revelada), en las artimañas que lo disimulan, más que en el producto del proceso de enmascaramiento en sí. Los regímenes de verdad están vinculados a los sistemas de poder que los producen y mantienen, los inducen y extienden, de acuerdo con Foucault (1980). A través de cuerpos dóciles se recrean métodos y mecanismos de acción disciplinaria en los que el sometimiento se corporeiza en forma de asunción y ejercicio activo de poder.

Si el poder penetra en los cuerpos, a modo foucaultiano, no lo hace abruptamente, sino con suma cautela con el fin de evitar cualquier reacción de rechazo y autoafirmación de una libertad restringida.

Asimismo, a través de tecnologías del sí mismo que promueven la autorresponsabilidad, la optimización de las capacidades autocreativas y expresivas, se hace uso de una libertad coadyuvada de la que se sirven las sociedades postmodernas y neoliberales. En este sentido poder y libertad, términos contradictorios o, puede que paralelos velado a conciencia el primero, necesidad creada el segundo, se confunden, perdiéndose el analista en definiciones que enmascaran su esencia. Conseguir la libertad del hombre sólo se podrá enunciar a través de un desenmascaramiento de los procesos de poder. La vinculación en Foucault entre ontología del presente y libertad (véase Foucault, 1986, 1990) nos permite tomar conciencia de que nuestra libertad no es un algo dado, conceptualizable, sino que ha de ser interpretada como construcción e incluso como desafío, de modo que la creación de mayor libertad “no puede venir más que del ataque, no a los efectos, sino a las raíces mismas de la racionalidad” (Foucault, 1990, p. 149).

En el ámbito académico, personajes y ambientes, alumnos y escuela con sus poderes, deberes, libertades, encubrimientos, discursos, normas, controles y costumbres se interrelacionan componiendo productos que se nos representan como lo acostumbrado, lo «natural». El poder de la escuela radica en buena medida en sus propios dispositivos de poder/saber, sus métodos disciplinarios, sancionadores, de instrucción o correctores (con sutiles diferencias entre todos ellos). Tales dispositivos y tecnologías del sí mismo normalizan, haciéndose propios modos pautados de reproducir ciertas legitimidades convenidas socialmente y encauzan a conveniencia supuestas desviaciones críticas, juzgadas como tales, instrumentalizándolas hacia fines acordes con la institución. El éxito de su poder como agente socializante, en buena medida, radica en su propia raigambre social modulada por factores históricos y culturales, como sistemas de referencias que, al fin y al cabo, son. Toda esta naturaleza socioculturalmente construida cuenta con la aprobación social y el convencimiento de la bondad de sus formas, así como el no apercibimiento del anacronismo de alguno de sus procedimientos, fines y contenidos. Interiorizados ciertos fines instrumentales, métodos y formas vemos, interpretamos, actuamos, e incluso criticamos la institución, desde los presupuestos que nos han sido inoculados. De ese modo, presentamos ante los demás aquello que es natural para nosotros. Acaso debamos convenir con George Spindler (1982) en que es necesario mirar a través del ojo del extranjero mediante el que se vuelven visibles ciertos aspectos no perceptibles para un observador perteneciente a la cultura observada. Resulta difícil, pues, todos, en mayor o menor medida, somos agentes escolarizados que interpretamos desde un posicionamiento particular aquello que vemos.

Educación, socialización, enculturación, aprendizaje, instrucción o escolarización, entre otros muchos términos (fenómenos), son modos de perpetuación de los poderes «naturales», siendo todo poder, más que una revelación, una (im)posición adoptada como cuasinatural. Además, en función de la interpretación del observador de una misma situación, como ha quedado de manifiesto en múltiples oportunidades, se está condicionado para adoptar una postura u otra, un enjuiciamiento particular de la misma realidad (aunque para cada perceptor sólo caben las interpretaciones). Baste recordar a este respecto cómo, ante idéntica manifestación del poder «natural» del progreso y el conocimiento, allí donde Voltaire pensaba que la humanidad progresaba de manera unilineal y acumulativa, aproximándose más los ignorantes al ámbito de la naturaleza que al propio de la civilizada cultura, Rousseau sólo veía corrupción y decadencia en ese poder «natural» del hombre civilizado (léase adoctrinado) y abogaba por el acercamiento (ciertamente ingenuo) a ese hombre salvaje, desprovisto de poderes socialmente construidos y alentados.

Que la escuela es un universo de socialización, aparte de un escenario vital donde se enseña lo que el alumnado debe interiorizar, es un hecho incuestionable. Con cada ejercicio, técnica, problema o praxis, de acuerdo con Ana Vásquez e Isabel Martínez (1996), el alumno está aprendiendo a moverse en un espacio restringido, a permanecer sentado durante largo tiempo, o a no desesperar cuando no entiende; adquieren, asimismo, competencias sociales para evaluar lo que quieren decir las palabras de los adultos e iguales, así como aprendizajes de manejos de situaciones que se suceden durante varias horas al día, se aprende a hablar y callar cuando es debido, etc. De este modo, en la escuela no sólo se acumulan conocimientos, la mayoría de los cuales no se vinculan estrictamente a la curiosidad epistémica, sino que se ejercen labores de socialización siendo uno de los agentes por excelencia con un poder fáctico, instrumental y socioemocional, que, a través de las praxis educativa se interioriza con lo que tendemos a convencernos de que no se ejerce poder en el sentido estricto de imposición, sino que sus prescripciones, prerrogativas, fines y mecanismos no son más que un posicionamiento «natural» que adoptamos libremente. Como expuso Giroux (1994, p. 220), cuando se reemplaza el concepto dominación por el de liderazgo hegemónico, de acuerdo con la sugerencia de Gramsci, se alude a cómo el consentimiento se organiza como parte de un proceso pedagógico activo en el terreno de la vida cotidiana.

El discurso de la escuela es un decir legitimador de los saberes parciales y un hacedor de conductas que se autoimponen mediante la práctica. Precisamente, el lenguaje se dirige hacia contenidos que le son previos, pero que se asumen como naturalmente dados. La palabra va investida de poder y el poder se reviste de discursos. Definido como una potencialidad que hay que desarrollar, la primacía individual del poder «interno» se vehicula en unas necesidades de autoafirmación cuya raigambre es de naturaleza claramente social. En la escuela las formas de conocimiento y los métodos disciplinarios y de acción inoculadores de «verdades» asumidas son lo acostumbrado. El poder de acción de la escuela lleva siglos de ventaja a cualquier cuestionamiento. Somos educandos y defensores de las prácticas, discursos, poderes y controles naturales de la escuela y de la educación.

Como conocedora de su oficio, depositamos en la escuela el moldeamiento de los saberes/poderes y de los individuos porque presuponemos que goza de un poder natural para transformar al no enculturizado en cultivado, al ignorante en docto, al desviado en normalizado o al intratable en sociable. Semejante ritualismo educativo actúa como acción litúrgica y lleva a expresar simbólicamente una necesidad socioconstruida, hecha tal, individual y social.

En consecuencia, un discurso y una práctica educativa como la descrita, que enmascara sus poderes legitimados por la herencia iluminista bajo ritualizaciones mediante las que se independizan de su contexto natural para convertirse en artefactos sociales y que se sirve últimamente de tecnologías postdiciplinarias, se ha ido extendiendo, entretejiéndose en las redes de lo personal y lo colectivo. En nuestra opinión, desideologizar el discurso, despolitizar la institución, desenmascarar los métodos, desinstitucionalizar las relaciones, desentrañar los mecanismos de acción de las formalidades y deslegitimar los métodos tanto intrusivos como sutiles de disciplinamiento, todo ello está sometido a la mediación pedagógica del poder, el mismo poder que los ideologiza, politiza, enmascara, institucionaliza, manipula y legitima.

Los poderes/saberes de la escuela a lo largo de la historia

Aproximación histórica a la transformación de los métodos escolares disciplinarios y al sujeto escolar

La escuela actual como institución moderna en condiciones postmodernas: métodos disciplinares y postdisciplinares

– A modo de reflexión final

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