Poder disciplinario y educación: La escuela actual como institución moderna en condiciones postmodernas

Poder disciplinario y educación: aproximación foucaultiana desde la Psicología Social

Autora: María de la Villa Moral Jiménez- Universidad de Oviedo

* La escuela actual como institución moderna en condiciones postmodernas: métodos disciplinares y postdisciplinares

Las escuelas actuales son un síntoma del aparente malestar de la modernidad, así como reflejo de los envites de la condición postmoderna y postindustrial. Bajo la apariencia, a modo de parafernalia protectora de su identidad, con la que cubren sus deficiencias, se esconde el descreimiento de los propios conocimientos transmitidos y de las funciones ilustradas de la educación. Estas instituciones, instancias legitimadas de transmisión de poderes/saberes, diluidos en aceptaciones acríticas de principios, fines y procedimientos obsoletos, deberían someterse a una reconstrucción ya que sus cimientos modernistas (Verdad, Razón, Conocimiento, esfuerzo, disciplina, preparación para la vida e inserción socioprofesional, etc.) se tambalean en la «tierra» movediza de la condición postmoderna. Las escuelas son un signo inequívoco mediante el que, subrepticiamente, se reflejan/proyectan las ambivalencias, dudas, contradicciones, relativizaciones e incertidumbres que dominan en la sociedad contemporánea. A pesar de intentos de acompasar ambos ritmos de cambios, en algunos aspectos se va agrandando el hiato entre aquellas macrotendencias que conlleva la instalación de una condición postindustrial y globalizante (véase Almirón, 2002; Beck, 1998, 1999; Biersteker, 2000; Bilbao, 1997; Eagleton, 1996; Elbaz y Helly, 2002; Giddens, 2000; Held, 1999; Luttwak, 2000; Oraisón, 2005; Ritzer, 1996, 2000; Stiglitz, 2002) y la rigidez de las jerarquías institucionalizadas, la normalización, el trabajo individualizado, la competición como máxima, el descrédito de la cooperación, la progresiva insatisfacción institucional de los alumnos y el malestar docente, o los desajustes entre cualificación académica y desempeño laboral, entre otros síntomas de la educación contemporánea. Evidentemente, los cambios experimentados en la institución educativa van a un ritmo más enlentecido porque requieren no sólo de un mayor consenso entre agencias socializadoras e institucionales, sino de la superación de la propia tradición educativa que es parte consustancial de sus praxis, funciones, fines e intereses. En cambios, en otros órdenes, en muy pocas décadas se suceden cambios a múltiples niveles (sociales, económicos, tecnológicos, etc.) que dan sensación de cambios entrópicos y vertiginosos. La tradición de la escuela, como instancia socializadora por naturaleza, es una fuerza poderosa que a la par que resiste los cuestionamientos propios de la condición postmoderna y postindustrial, trata de amoldarse a sus exigencias de competencia, flexibilización, polivalencia, autonomía, etc. Símbolo, reflejo y síntoma de un malestar apremiante asociado a las condiciones de la sociedad postmoderna y al mercado de la era postindustrial (véase globalización, superespecialización, movilidad, sociedad mediática, etc.), este estado de incertidumbre se traslada al ámbito educativo con la coexistencia del mantenimiento de unos dispositivos disciplinarios (observación jerárquica, disciplina, normas, exámenes, adoctrinamiento, etc.) y de unas tecnologías postdisciplinarias con mecanismos de control flexible que configuran subjetividades a las que se insta a responder a las nuevas condiciones postmodernas y neoliberales.

A pesar de los cambios, las reminiscencias de un pasado moderno entorpecen la instalación de unas transformaciones de base asociadas al poder de las puestas en entredicho y el redescubrimiento de la pluralidad a múltiples niveles (personal, cultural, ideológico, etc.). En cambio, en la escuela la fuerza de la costumbre entorpece cambios esenciales que, como mecanismo no sólo adaptativo sino de transformación de las condiciones en las que están siendo socializados los jóvenes, resultan ser una demanda razonable y una exigencia que debería verse satisfecha. Sin embargo, se esgrimen como supuestas razones para justificar los vestigios, aún fuertes, de la escuela iluminista el (omni)potente poder de la razón que es insidioso, a pesar de su benignidad sólo aparente. La escuela, como institución moderna se ha justificado desde el poder de la tradición, inoculado durante generaciones en todos nosotros, que hace de la selección arbitraria de sucesos históricos, conocimientos, hábitos, etc., la transmisión del dominio a algo concreto.

Además, se debe permitir la reconstitución del sujeto, mediante la integración y cuestionamiento reflexivo del aprendizaje académico y de la diversidad de la cultura pública, tal y como, retomando las reflexiones de Angel Pérez Gómez (1997, p. 63), queda suficientemente explicitado: «El desarrollo de la subjetivación como objetivo prioritario de la escuela postmoderna no significa la sustitución de la cultura experiencial, arraigada en la cultura de masas de la condición postmoderna, cargada presumiblemente de errores y tendencias contradictorias, por la cultura privilegiada y culta de los intelectuales, ni siquiera su yuxtaposición académica. Supone, a mi entender, sumergirse sin complejos elitistas en las peculiaridades y determinaciones de la cultura de masas asimilada y reelaborada por el individuo, para provocar su contraste, la reflexión del sujeto sobre sí mismo y facilitar su reconstrucción creadora. Que la cultura pública privilegiada se utilice ahora como la mejor herramienta para ampliar los horizontes reducidos del pensar, sentir y actuar y estimular el contraste es bien diferente de proponerla como el objetivo y fin de la escuela postmoderna».

La educación y la crisis de la modernidad, en los términos expuestos por Lluís Duch, (1997), es una conexión propuesta que bien podría intercambiarse con otra asociación conceptual, la relativa a la crisis de la educación y la modernidad. Ambas crisis se interrelacionan ya que las condiciones de la educación y la de la sociedad están insertas en unas particulares coordenadas que definen el estado actual de la situación después de la modernidad con puntos de interconexión y evidentes discrepancias. Así, mediante la búsqueda de nuevas filosofías de la educación se va aludiendo a la necesidad de proceder a desarrollar una educación integral del alumno en la cultura desintegrada de la postmodernidad. A la escuela como institución se le demanda que prepare según principios modernos a alumnos que no lo son: «La escuela es moderna, los alumnos son premodernos [de acuerdo con Finkielkraut, 1987]. Los currículos escolares, los proyectos educativos de cada centro, las leyes de educación… necesitan para sobrevivir puntos de referencia, y en cualquiera de ellos hace su aparición la razón moderna» (Colom y Mèlich, 1994, p. 59). La sinrazón moderna intenta ser ocultada por la razón de ser de la educación en una institución, la escuela, que pese a diseños curriculares varios, mejora de las instalaciones e incorporación de tecnologías continúa creyendo en su función académica (o academicista) tradicional pretendiendo formar a un alumno ilustrado en unas condiciones postmodernas (véase Ovejero, 2004).

El fenómeno escuela, como artefacto real, ha sido abordado de muy distintas maneras y desde diferentes puntos de vista (filosófico, ideológico, social, político, etc.) desvelándose parcialmente alguna de sus funciones ocultas [véase La cara oculta de la escuela (FernándezEnguita, 1990)]. Exhibe un rostro paradójico que se compone de una fachada cargada de parafernalia y ceremonia, bajo cuyo enmascaramiento se ocultan sus auténticos mecanismos de acción y poder inoculador en forma de autogobierno. Dominarse, he ahí una de las funciones veladas. En efecto, los individuos se ven inducidos a juzgarse con vistas a una cierta (trans)formación de sí, de acuerdo con Jorge Larrosa (1995, p. 325), tratándose de que lo que hoy es dominante se impone sobre lo que somos, el verse, el narrarse, el dominarse:

«Al decirse uno se tranquiliza. Y al aprender a decirse en la temporalidad de una historia, al narrarse, uno aprende a reducir la indeterminación de los acontecimientos, de los azares, de las dispersiones». De acuerdo a esta perspectiva de análisis, escuela, poder y subjetivación se interrelacionan con un evidente cambio de categorías espaciotemporales: del individualismo al narcisismo, según Julia Varela (1995). En nuestra opinión, se insta, más bien, a un falso narcisismo ya que no consiste este estado inducido en una admiración preferente hacia sí mismo, sino en una introyección de los objetos del mundo exterior como mecanismo de control externo en forma de dominio de sí.

La tradición de la condición de la modernidad parece irse desgastando de tanto cuestionamiento, relativización y sospecha del pensamiento tradicional, así como la puesta en tela de juicio el concepto mismo de significado y representación y cómo se manifiesta en la sociedad postmoderna tanta tendencia a la globalización, al poder de lo efímero, al hedonismo exacerbado, a la movilidad laboral o el poder de las tecnologías. Siendo el movimiento postmoderno demasiado amplio, heterogéneo y confuso como para poder entenderlo en todas sus dimensiones incluso para poder definirlo con precisión, probablemente aún nos falta la suficiente perspectiva temporal como para aprehenderlo y juzgarlo adecuada y colectivamente. Caen en descrédito diversos supuestos acerca del saber y la verdad objetivos, así como acerca de la transmisión (supuestamente) aséptica de los mismos, y, aunque el desgaste de la escuela como institución de control se evidencia, metafóricamente, en su fachada ceremonial, la institución tiende a resistirse a superar ciertas metodologías de trabajo individualistas y competitivas en favor de otras más cooperativas (véase Ovejero, 1990a), como ejemplo de una praxis psicopedagógica en la que se descuidan aspectos psicosociales de gran significación (potenciación de las relaciones horizontales, implicación activa mutua en el aprendizaje, apoyo y cohesión grupal, etc.).

Baste recordar que las ideas de progreso a través de la razón, el desarrollo de la libertad individual mediante la educación, la generalización de la enseñanza como una acción benefactora, la adquisición de autonomía mediante el saber, la preparación para el trabajo e incluso para la vida, en fin, el progreso individual y social forman parte del proyecto educacional moderno.

Como apunta a este respecto Tomaz da Silva (1997, p. 273): «La educación escolarizada y pública sintetiza, en cierta forma, las ideas y los ideales de la modernidad y del iluminismo. Corporifica las ideas de progreso constante a través de la razón y de la ciencia, de creencia en las potencialidades del desarrollo de un sujeto autónomo y libre, de universalismo, de emancipación y liberación política y social, de autonomía y libertad, de ampliación del espacio público a través de la ciudadanía, de la progresiva desaparición de privilegios hereditarios, de movilidad social».

En efecto, ciertos ideales han sido legitimados a través del tiempo que llevan instalándose, si bien, en un momento en que a través de la condición postmoderna en el pensamiento y en lo social se suceden cuestionamientos de grandes metanarrativas, sospechas ante los discursos, debilitamiento de creencias, reasunción de ciertos códigos, etc., los ideales modernos caen en descrédito. Precisamente, el rechazo de una razón universal como fundamento de las cuestiones humanas es una de las prioridades del pensamiento postestructural y de su aplicación al ámbito educativo (Ogiba, 1997).

Como hemos comentado en otras oportunidades, sostenemos que la escuela sigue siendo una institución moderna, agente de poder/saber, en una sociedad postmoderna (Moral, 2000, 2003; Moral y Ovejero, 2000, 2005; Ovejero, 1995, 2000, 2002, 2004). Sus métodos disciplinares y de instrucción persiguen el fin último de la autodisciplina, la normalización de los cuerpos «dóciles y útiles». Su transmisión de conocimientos lleva implícito el poder de convencernos de su verdad. Por otra parte, mediante las tecnologías del sí mismo se persigue producir sujetos con autocontrol, autoregulados y autoresponsables, lo cual representa la acción de dispositivos flexibles postdisciplinares de mayor acción insidiosa y sutil. Baste como ejemplificación, el hecho de que el fomento del aprendizaje individualista en detrimento de la cooperación nos hace seres responsables de nuestro rendimiento (se personaliza el fracaso, mientras que el éxito parece deberse a los propios principios de enseñanza, como en una suerte de sesgo de autoservicio de la institución). Sus jerarquías rígidas se imponen, interiorizándose, como signo inequívoco de la estratificación y el poder. La utilización interesada de determinados procedimientos disciplinares y postdisciplinares nos lleva a la adhesión desde la creencia de la autonomía y la competencia. Aún así, ha de evidenciarse la cronicidad de un sistema que, sin embargo, se fortalece en la agonía con cada adhesión acrítica.

Como esferas que se entrecruzan y se construyen sobre la base de otro, manifestándose en los intersticios de los contactos, escuela, sociedad y cultura se reconstituyen mutuamente. En este sentido, se podría apelar a la opinión de un autor como Eric Hirsch (1987) quien alude a cómo ciertas instituciones como la escuela funcionan como lugares de producción cultural, así como sirven para inmovilizar ciertas versiones de la historia, y cómo se niega su propia complicidad en la reproducción de diversas formas de desigualdad, dominación y opresión (recogido por Giroux, 1994, pp. 269). La heterogeneidad de los alumnos como agentes individuales tiende a homogeneizarse bajo la acción socializadora (léase aleccionamiento) hacia la necesaria consecución de una identidad convencional (ser alumno), bajo la acción de multitud de fines instrumentales coordinados, de mecanismos de acción particulares, de procedimientos reglados, de acciones disciplinarias, de poderes encubiertos en fin, que conforman una entidad homogeneizante que conjuga multitud de potencialidades divergentes (alumnos como entidades plurales) bajo la acción de un intento de convergencia interesada de individuos adaptados en condiciones un tanto desadaptativas (hedónicas, consumistas, competitivas, etc.). La pregunta es simple, aunque difícil de responder, cómo conjugar unos fines precisos con unos métodos disciplinarios y unas tecnologías postdisciplinares y unos contenidos reglados con esa pluralidad de agentes humanos. Se tiende a la aceptación acrítica de los poderes/saberes inoculados e incluso la crítica al sistema estaría viciada por la propia identificación con sus dispositivos y tecnologías de penetración del poder/saber.

Desde posicionamientos críticos han de cuestionarse los modos en que se está produciendo el actual intento de acercamiento entre educación y sociedad, el cual está derivando en desregulaciones varias (precarización, mercantilización del sistema educativo, conflicto, descentralización, etc.). En las condiciones actuales, se trata de superar la consideración de la escuela como único centro del Saber, agente de la formación personal y constructora de valores por excelencia, promotora de la igualdad y de una sociedad más pacífica y lugar de preparación para el trabajo. Sin embargo, la sociedad postmoderna y postindustrial continúa sirviéndose de la escuela para lograr la intensificación de las tecnologías de gobierno neoliberal. En esas Escuelas eficaces (véase Reynolds et al., 1997) ha de replantearse el significado actual de eficacia. La escuela se sirve de una pedagogización de la niñez escolarizada y a ciertas edades de un reclutamiento forzoso, de modo que como institución moderna convierte en sujetos de instrucción a unos individuos que ya son definidos desde otras coordenadas. Asimismo, en ese intento de convergencia entre educación y sociedad se potencia la autonomía, la autorresponsabilidad, el uso de la libertad individual, la flexibilidad, el autocontrol, la competencia, etc., en suma, la optimización adaptativa de unos recursos personales a un sistema social y laboral en crisis, la incorporación a una sociedad fragmentada como ciudadanos o la adaptación al mercado como trabajadores y/o consumistas.

En tales circunstancias, repensar críticamente la educación y sus funciones y procedimientos se convierte en una tarea inexcusable que en el contexto español plantean autores como Mariano Fernández Enguita (1990, 2001, 2005) o José Gimeno Sacristán (2003, 2005, 2006).

Las transformaciones en los dispositivos prácticos de poder/saber (lo que se hace y lo que se dice) en las sociedades actuales (postmodernas, neoliberales, de consumo, postindustriales, globalizadas, etc.) se evidencian mediante referencias a la pluralidad de tecnologías postdisciplinarias o neoliberales que promueven el autogobierno, la competencia, la optimización de los recursos, la competitividad, la polivancia, la autonomía y la autoresponsabilidad, como habilidades que randomizan los intereses de poder/saber de los que se sirve la sociedad contemporánea. Bate poner como ejemplo la aplicación de las nuevas tecnologías al aula. Desde un posicionamiento crítico se propone que los poderes de construcción de realidades, discursos, significados, valores, hechos, etc., de los medios y de las nuevas tecnologías aplicados al aula (véase Crook, 1998; Gismera, 1996; Ovejero, 1990b; Tiffin y Rajasingham, 1997) se encubren bajo una apariencia engañosa (asepsia del discurso, singularidad del contacto mediático, supuesto acceso no restringido, etc.). El aula como ágora electrónica representa una nueva manifestación del poder de acción inoculante de dispositivos postdisciplinares varios bajo una apariencia renovada. Autores como Mariano Fernández Enguita (1997, 2001) sostienen que mediante la implementación de nuevas tecnologías al ámbito educativo se ofrece un cambio en la imagen externa de la escuela que, a modo de lavado de cara, se recubre de artefactos (en un doble sentido relativo a aparatos y artificios). En esta misma línea, la introducción de la nuevas tecnologías al aula podría representar una renovación externa en condiciones de crisis de la herencia iluminista de la educación en la sociedad globalizada (Ovejero, 2002, 2004). Se enmascaran voluntades de poder y control de un modo sutil, mediante tecnologías postdisciplinarias, implicando a los alumnos y a la comunidad en un ejercicio de corresponsabilidad bajo la forma de acción y seducción globalizadora y como efecto perverso se persigue una hibernación actitudinal (Reig, 1995). Precisamente, en la encrucijada del poder y del saber es donde situó Tomás Ibáñez (1990) las nuevas tecnologías, aludiendo a la (re)emergencia de un nuevo tipo de hombre el homo informáticussometido a un proceso de ósmosis que regula las interacciones y que ejerce efectos moduladores sobre las relaciones interpersonales.

Dadas las sempiternas crisis anunciadas, se ha de potenciar la necesidad de contemplar la adopción de diversas propuestas que evalúen el estado actual de la cuestión y que se acompañen de medidas de intervención y ajuste. La educación como proceso contribuye a reconstruir tanto el pensamiento como propende a acumular conocimientos (unos inermes, otros válidos) como potenciales instrumentos para la consecución de diversos fines.

Proceder a implementar una visión etnográfica para la crítica de la visión instrumental de la enseñanza es una propuesta no desdeñable (véase Woods, 1990 y Vásquez y Mártínez, 1996) que autores como Ángel Díaz de Rada (1996) en Los Primeros de clase y los últimos románticos intentan desarrollar partiendo de que la escuela es un contexto complejo instalado en una realidad social sobredeterminada y multifacética. Las dudas se manifiestan en forma de preguntas: «… ¿qué experiencias escolares produce y reproduce una institución obsesivamente centrada en los procesos instrumentales de la docencia y la evaluación de rendimientos? ¿Qué contradicciones y paradojas despierta esta obsesión? ¿Qué contrastes pueden documentarse cuando se presta atención a instituciones que se plantean sobre otras estructuras de sentido? ¿En qué condiciones existen estas diversas instituciones?» (Díaz de Rada, 1996, pp. 4950).

La consideración de la escuela como una institución eminentemente instrumental, con medios y fines en los que somos socializados y alentados para la consecución de ciertos intereses proyectados desde ese estamento, se comparte como algo natural tanto desde la herencia del discurso ilustrado que la apoya como desde instancias neoliberales que se sirven de tecnologías postdisciplinarias.

En los últimos años se va cuestionando la posición heredada, es decir, la concepción tradicional de la educación como institución de transmisión del Saber, Academia del Conocimiento, centro de la Razón y otras ideas iluministas contra las que se van aportando críticas, ya sea desde una concepción relativista del conocimiento o desde una pedagogía crítica (Giroux, 1993, 1994, 1997) por poner tan sólo dos ejemplos. Una breve referencia a esta última nos serviría para aludir al interés por el desarrollo de una noción de pedagogía capaz de cuestionar las formas dominantes de producción simbólica. El lenguaje de la pedagogía crítica propone construir las escuelas como esferas públicas democráticas. Los educadores necesitan ser (re)convertidos en intelectuales transformativos que enseñen y practiquen el conocimiento, los hábitos y las destrezas de la ciudadanía crítica, trabajadores dedicados a la producción de ideologías y prácticas sociales, de acuerdo con Giroux (1997). Además, según éste, sólo es posible analizar una pedagogía crítica desde dentro de la especificidad histórica y cultural del espacio, el tiempo, el lugar y el contexto, ya que surge del interior de tareas estratégicas y prácticas reconducidas por imperativos históricos y éticos, más que sobre un trasfondo de universales psicológicos, sociológicos o antropológicos.

La fe en el carácter de la educación para determinar las relaciones políticas y sociales que profesa el movimiento de la pedagogía crítica es, al fin y al cabo, fe creencia sustentada en la crítica de la desviación de los objetivos y posibilidades emancipadoras de la enseñanza como práctica de lucha y transformación (aunque algunos sostendrán que la pedagogía crítica descuida las prácticas docentes, siendo sólo una propuesta teórica, véase Jennifer M. Gore, 1993). La condición postmoderna parece prestarse al desarrollo de este tipo de «práctica» mediante la crítica y los cuestionamientos. En palabras de Giroux (1997, p. 162): «El posmodernismo radicaliza las posibilidades emancipadoras de la enseñanza y el aprendizaje como parte de una lucha más amplia por la vida pública democrática y la ciudadanía crítica. Y lo hace negando formas de conocimiento y pedagogía envueltas en el discurso legítimador de lo sagrado y lo sacerdotal; rechazando la razón universal como fundamento de los asuntos humanos; sosteniendo que todas las narrativas son parciales; y realizando una lectura crítica de todos los textos científicos, culturales y sociales como construcciones históricas y políticas».

En fin, de acuerdo con Henry Giroux y Peter McLaren (1994), de una manera u otra, la escuela es intrínsecamente política. Y lo es en muchos aspectos, pero fundamentalmente porque sus principales funciones (enseñar, socializar y seleccionar) son políticas en esencia. Si aceptamos que las escuelas han de ocuparse de las formas de vida y ser algo más que lugares de instrucción y de poder/saber tanto disciplinario como postdisciplinario serán escenarios y agencias socializadoras y potencialmente transformadoras de la sociedad, fuente de movilidad social y promotoras de cambios.

Nuestra propuesta crítica radica en utilizar la dimensión política de la escuela para potenciar su poder de transformación social. Demandamos el desarrollo de una visión discursiva y socioconstruccionista de las realidades educativas, con renovados intereses y compromisos liberadores y emancipatorios explícitos.