Presentación crítica, reducida a manera de apéndice, del método de una ciencia de la personalidad y de su alcance en el estudio de las psicosis

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VII. Presentación crítica, reducida a manera de apéndice, del método de una ciencia de la personalidad y de su alcance en el estudio de las psicosis

En esta parte de nuestro trabajo habíamos tenido la intención de ofrecer, con un mínimo de comentarios, algunos extractos demostrativos del material clínico relativamente considerable (cuarenta observaciones) en que se sostiene nuestra síntesis. Los límites de tiempo y de volumen que se nos imponen nos hacen reservar tal presentación para publicaciones ulteriores. Este aplazamiento, sin embargo, no nos causa ningún escrúpulo.

En efecto, si el valor de nuestra tesis consiste en estar alimentada de la meditación de los hechos y en asediarlos sobre un plano todo lo concreto que lo permite la objetivación clínica, estos hechos mismos, y las determinaciones de la psicosis sacados por ellos de la sombra, no nos son revelados sino a partir de un punto de vista, y este punto de vista, aunque más libre de hipótesis que el de nuestros predecesores, no por eso deja de ser un punto de vista doctrinal.

Por esa razón lo afirmamos aquí abiertamente: nuestra tesis es ante todo una tesis de doctrina. Es esta doctrina la que determina no sólo el sentido de los hechos que presentamos, sino también su relieve. De los hechos iluminados por ella, no hemos podido hacer otra cosa que dar el tipo. Lejos de nosotros pretender haber dado la suma. Para semejante tarea no puede bastarse un solo investigador, pero esta obra no podría ser proseguida sin la doctrina que le es fundamental.

Así, pues, lo que nos importa ante todo es fijar la naturaleza y el alcance de esta doctrina, así como su valor científico y su valor metodológico.

No insistiremos más en nuestra critica de las hipótesis que han servido hasta aquí en el estudio de las psicosis paranoicas. Su carácter unilateral está suficientemente demostrado por la presentación histórica que hemos ofrecido en nuestra parte i. Su inutilidad, además, ha quedado suficientemente en evidencia por el hecho de que, en nuestras propias investigaciones, hayamos podido prescindir de ellas por completo. Lo único que aquí queremos hacer es subrayar con un último trazo su alcance esterilizante.

¿Que la psicosis está determinada por una «constitución» Con esto queda dicho todo: nuestros delirantes son paranoicos «innatos». Para convencernos de ello, nos contentaremos con algunos rasgos particulares que detectaremos en el carácter manifestado por el sujeto en la época anterior a la psicosis. Por lo demás, estamos tan seguros de nuestra concepción, que atrevidamente supondremos la existencia de esos rasgos, incluso cuando no haya nada que nos la afirme. En efecto, ¿para qué ponerse a interrogar tan detalladamente los hechos, allí donde ya está bien entendida la causa de su naturaleza íntima, o sea el carácter «innato» de su determinismo? La única cuestión interesante es la de saber en qué momento se impone el internamiento de estos sujetos. Es verdad que semejante problema podrá ponemos en algunos aprietos, pero nos zafaremos siempre de ellos mediante la intuición y el tacto.

¿Que la psicosis, por el contrario, es una enfermedad orgánica? Esta vez tenemos en la mano la causa del mal; a decir verdad, no la tenemos todavía en la mano, pero la vamos a tener, puesto que, sea lo que sea, microbio, virus, tóxico o neoplasia, se trata de un agente que puede tener cabida en el microscopio o en la probeta. Es verdad que la naturaleza de este agente sigue siendo bastante incierta y que, cosa aún más extraña, nadie ha podido todavía captar la menor huella de las lesiones que podrían ser indicio de su presencia, pero ¿acaso no se impone reconocer su acción en los trastornos manifestados por el enfermo? Es el argumento mismo del reloj y el relojero, principio de las fes sólidas. Deberemos admitir, por lo demás, que este agente tiene la extraordinaria sutileza de estar «moliendo» al sujeto con los estribillos auto-acusadores de su conciencia, y que llega a veces a la sutileza aún más extraordinaria de no actuar sobre esas teclas sino cuando el sujeto, agarrado de alguna manera bajo la acción de sus semejantes, está en medida de imputarles a ellos dichas formulaciones. Es verdad que una lesión orgánica de efectos tan sutiles nos deja desconcertados y desarmados, y el alienista, en consecuencia, no tendrá otra preocupación que la de certificar la enfermedad en las formas. Y si la Pobreza de esta intervención humilla su consciencia médica, le dará en cambio ciertas compensaciones en el plano especulativo, haciendo suyas (!aquí Helvecio y d’Holbach, Cabanis y Tamburíni, sombras de los grandes materialistas!) las perogrulladas, vaciadas de toda virtud heurística, de la organogénesis de lo mental .

En cuanto a nosotros, lo que creemos es que, si hemos podido dar aquí algún carácter concreto al cuadro de un tipo clínico, es en la medida misma en que hemos abandonado esas hipótesis, las cuales, dado caso que dejen sobrevivir el espíritu de investigación, enmascaran los hechos o los deforman, y hacen que queden no reconocidos los más sencillos de comprender.

Cuando decimos comprender, lo que queremos indicar es que tratamos de dar su sentido humano a las conductas que observamos en nuestros enfermos y a los fenómenos mentales que ellos nos presentan. Ciertamente, es éste un método de análisis lo bastante tentador en sí mismo para no presentar graves peligros de ilusiones. Pero sépase bien que, si el método hace uso de relaciones significativas, fundadas en el asentamiento de la comunidad humana, su aplicación a la determinación de un hecho dado puede estar regida por criterios puramente objetivos, aptos para protegerla de toda contaminación con las ilusiones, detectadas a su vez, de la proyección afectiva.

Sería vano negar el derecho de ciudadanía a semejantes investigaciones (aunque se haga en nombre de los principios heurísticos más sólidos), cuando están pidiendo ser aplicadas a unos terrenos en que toda tentativa propiamente explicativa se ve reducida a invocar las cualidades escolásticas de la constitución o los agentes mi. ticos del automatismo mental. Más vano aún sería desdeñarlas, cuando esas relaciones comprensivas brotan claramente de los hechos mismos.

Por lo demás, ¿quién merece más el reproche de estar cayendo en la «psicología»?

¿Es el observador deseoso de comprensión, que no aprecia los trastornos mentales subjetivos, más o menos vehementemente acusados por el enfermo, sino en función de todo el comportamiento objetivo del cual no son más que epifenómenos?

¿No lo es más bien el que se califica a si mismo de «organicista»? Lo que vemos, en efecto, es que éste trata las alucinaciones, los trastornos «sutiles» de los «sentimientos intelectuales?, las autorrepresentaciones aperceptivas y las interpretaciones mismas, como si se tratara de fenómenos independientes de la conducta y de la consciencia del sujeto que los experimenta, y que de todos estos acontecimientos hace objetos en sí. Y si a tales delitos les supone el cuerpo de alguna lesión (puramente mítica, por cierto), sin duda este doctrinario creerá haber demostrado así la inanidad de la «psicología» pero de hecho está erigiendo en ídolos los conceptos de la psicología. Las abstracciones del análisis se convierten para él en realidades concretas. Por lo demás, su desprecio de toda ideología lo dejará para siempre en la ignorancia de su extraño error, demostrando ser una actitud bastante propia para garantizar su tranquilidad.

En cuanto a nosotros, no vamos a tener miedo de confiamos a ciertas relaciones de comprensión si éstas nos permiten captar un fenómeno mental como la psicosis paranoica, que se presenta como un todo, positivo y organizado, y no como una sucesión de fenómenos mentales elementales, surgidos de trastornos disociativos.

Tomaremos en primer lugar todas las garantías de una observación objetiva exigiendo, para reconocer esas relaciones de comprensión en un comportamiento dado, señales muy exteriorizadas, muy típicas, muy globales. No vacilaremos en hacer tan objetivos esos signos, que su esquema pueda llegar a confundirse con los esquemas mismos que se aplican al estudio del comportamiento animal.

El deseo, por ejemplo, lo definiremos como cierto cielo de comportamiento. Se caracteriza por ciertas oscilaciones orgánicas generales, llamadas afectivas, por una agitación motriz que, según los casos, está más o menos dirigida, y, finalmente, por ciertos fantasmas cuya intencionalidad objetiva será, según los casos, más o menos adecuada; cuando una experiencia vital dada, activa o sufrida, ha determinado el equilibrio afectivo, el descanso motor y la disipación de los fantasmas representativos, decimos por definición que el deseo ha sido satisfecho y que esta experiencia era el fin y el objeto del deseo. Poco nos importa que los fantasmas hayan quedado conformes o no a la imagen de este objeto o, dicho de otro modo, que el deseo haya sido consciente o inconsciente. El concepto mismo de inconsciente responde a esta determinación pura. mente objetiva del fin del deseo.

Es una clave comprensiva como ésa la que hemos aplicado al caso de la enferma Aimée, y la que, más que cualquier otra concepción teórica, nos ha parecido responder a la realidad del fenómeno de la psicosis, el cual debe ser entendido como la psicosis tomada en su totalidad, y no en tal o cual de los accidentes que de ella puedan abstraerse.

En efecto, la psicosis de nuestra enferma se presenta esencialmente como un ciclo de comportamiento; inexplicables si se los toma uno a uno, todos los episodios de su desarrollo se ordenan naturalmente con referencia a ese ciclo. Fuerza nos ha sido admitir que este ciclo y sus epifenómenos se organizan de hecho según la definición objetiva que acabamos de dar del deseo y de la satisfacción del deseo. Hemos visto cómo esta satisfacción, en la que se reconoce el fin del deseo, está condicionada por una experiencia muy compleja, si, pero esencialmente social en su origen, su ejercicio y su sentido. En esta experiencia, el factor determinante del fin del ciclo ha sido, según nosotros, aquello que fue sufrido por el sujeto, es decir la sanción del acontecimiento, y la índole específicamente social de ese factor no permite designarlo con otro término que el de castigo.

Así, pues, nuestras premisas metódicas nos imponían la necesidad de reconocer en la experiencia del castigo el objeto mismo de la tendencia manifestada en todo el cielo. Como, por lo demás, la existencia de tal tendencia y de tales ciclos significativos está demostrada en psicología humana por gran número de hechos, hemos concebido nuestro caso como una psicosis de autocastigo.

Al permitir revelar en el comportamiento del sujeto semejantes tendencias concretas, nuestro punto de vista no sólo da razón de los fenómenos de la psicosis de manera mucho más completa y rigurosa que las doctrinas clásicas, sino que, además, muestra su verdad por el hecho de estar dando una concepción, mucho más satisfactoria que esas doctrinas mismas, de aquella parte de realidad en que están sostenidos dichos fenómenos.

En efecto, allí donde las doctrinas del automatismo mental, fundadas esencialmente en el estudio de los fenómenos llamados elementales, fracasan notoriamente y sin remedio, a saber, en la concepción de los más enigmáticos de esos fenómenos, y particularísimamente del síntoma interpretación nuestro punto de vista permite, por el contrarío, dar una concepción coherente del papel que en ellos representan los factores orgánicos, ya sea a través de un oscurecimiento fisiológico de la consciencia (estados oniroides), ya en forma de una inmovilización de la energía psíquica, ligada a las tendencias concretas que notamos en el comportamiento (estados psicasténicos).

Por otra parte, allí donde las doctrinas de la constitución psicopática tropiezan, a saber, cuando se ven obligadas a dar razón de las diversidades caracterológicas manifiestas que revelan los antecedentes de la psicosis paranoica, nuestro punto de vista explica racionalmente este polimorfismo por una variación de intensidad de las tendencias concretas que la determinan. En efecto, la simple noción de un desplazamiento, que puede ser ínfimo, en la economía de la tendencia ‘autopunitiva, permite concebir que determinados casos, cuya contigüidad genética está demostrada por mil afinidades semiológicas, se manifiesten unas veces a través de rasgos del carácter llamado paranoico y los síntomas de una psicosis de reivindicación, y otras veces a través de un carácter psicasténico y una psicosis de autocastigo. Demostraremos esto claramente mediante un ejemplo.

Reconocer en los síntomas mórbidos uno o varios ciclos de comportamiento que, por anómalos que sean, manifiestan una tendencia concreta que se puede definir en relaciones de comprensión: tal es el punto de vista que aportamos para el estudio de las psicosis.

Ya antes, en nuestra definición de los fenómenos que llamamos fenómenos de la personalidad, hemos presentado los marcos más generales de estas relaciones de comprensión.

En efecto, lo que allí hacemos es definir un orden de fenómenos por su esencia humanamente comprensible, es decir por un carácter social, cuya existencia de hecho se explica por la génesis, social a su vez (leyes mentales de la participación). Sin embargo, estos fenómenos tienen por una parte el valor de estructuras fenomeno-lógicamente dadas (momentos típicos del desarrollo histórico y de la dialéctica de las intenciones) y dependen, por otra parte, de una especificidad sólo individual (momentos únicos de la historia y de la intención individuales). Estos tres polos, lo individual, lo estructural y lo social, son los tres puntos desde los cuales se puede ver el fenómeno de la personalidad.

El punto de vista de lo individual, en el fenómeno de la personalidad, es el más llamativo para la intuición; es él el que predomina en el uso de la lengua; pero es, por definición, científicamente inutilizable.

El punto de vista de lo estructural en el fenómeno de la personalidad nos lleva de golpe a la consideración metafísica de las esencias, o en todo caso a la Aufhaltung fenomenológica del método husserliano. En si mismo, es extraño al determinismo existencial que define toda ciencia.

De una confusión bastarda de estos dos primeros puntos de vista, el uno y el otro excluidos por las condiciones mismas de la ciencia, es de donde ha nacido la doctrina de las constituciones psicopatológicas. Así, pues, en el plano de los hechos esta doctrina estaba destinada a agotarse en ese verbalismo puro que ha podido echarse en cara a las especulaciones escolásticas más vacías.

El punto de vista de lo social en el fenómeno de la personalidad nos ofrece, por el contrario, un doble asidero científico: en las estructuras mentales de comprensión que engendra de hecho, ofrece una armazón conceptual comunicable; en las interacciones fenoménicas que presenta, ofrece hechos que tienen todas las propiedades de lo cuantificable, puesto que son movedizos, medibles, extensivos. Esas son dos condiciones esenciales para toda ciencia, y por lo tanto para toda ciencia de la personalidad.

Por eso, al definir la personalidad, hemos cargado todo el acento sobre el punto de vista, de lo social; es éste, en efecto, el que estamos expresando en las tres funciones que reconocemos en la personalidad, bajo los atributos de la comprensibilidad del desarrollo, del idealismo de la concepción de si mismo, y por último como la función misma de tensión social de la personalidad, en la que los dos primeros atributos del fenómeno se engendran de hecho por las leyes mentales de la participación.

Pero, inversamente, por el camino de estas relaciones de comprensión, es lo individual mismo y lo estructural la meta de nuestro empeño, y para llegar a ella nos esforzamos en precisar lo más posible lo concreto absoluto.

Para tender el fundamento de esa ciencia de los hechos concretos de la psicología disponemos, según acabamos de decir, de una armazón conceptual y de un orden específico de fenómenos medibles. Nos falta todavía una condición, sin la cual no podemos fundar ninguna ciencia que tenga semejante objeto, sino sólo entregamos a una especie de lectura puramente simbólica de estos hechos. Nos referimos a la condición de un determinismo que sea específico de estos fenómenos.

Es aquí, y aquí únicamente, donde hacemos una hipótesis. (Y, por lo demás, si hemos rechazado las de las doctrinas clásicas, no por ello nos hemos comprometido nunca a no forjar algunas por nuestra cuenta.) Esta hipótesis consiste en decir que existe un determinismo que es especifico del orden definido en los fenómenos por las relaciones de comprensibilidad humana. A este determinismo lo hemos calificado de psicógeno. Nuestra hipótesis merece el titulo de postulado; es en efecto indemostrable, y pide un asentimiento arbitrario, pero es, punto por punto, homóloga de los postulados que fundan en derecho toda ciencia y definen para cada una a la vez su objeto, su método y su autonomía.

Según lo hemos mostrado, cada investigador se sirve de este postulado desde el momento en que estudia los fenómenos concretos de la psicología humana; es un hecho que el médico, el experto, el psiquiatra, a sabiendas o no, se refieren a él constantemente. Si este postulado expresara un error y no hubiera determinismo psicógeno, sería inútil hablar de otra manera que por figuras poéticas acerca del comportamiento del hombre, y por consiguiente acerca de esos fenómenos psicopatológicos que no son otra cosa que atipias de dicho comportamiento.

Pero el ingenio humano ha pasado ya más allá, y, gracias a la -utilización de diversas maquinarias, designadas con los títulos de psicoanálisis, de psicología concreta, de Indívídualpsychologie y de caracterología (en el alcance que a esta última disciplina le da Klages), ha asentado ya sus puntos de esbozo una ciencia que no es otra cosa que la parte propiamente humana de la psicología: nosotros la llamamos ciencia de la personalidad.

Esta ciencia, según nuestra definición de la personalidad, tiene por objeto el estudio genético de las funciones intencionales, en las que se integran las relaciones humanas de orden social.

Es una ciencia positiva. Como tal, no abarca todo el estudio de los fenómenos de la personalidad, puesto que -según lo hemos puesto muy de relieve en el proceso dialéctico mediante el cual hemos definido su objeto- existe acerca de estos fenómenos un punto de vista, estructural y formal, que se le escapa. Este punto de vista constituye el objeto de una ciencia no positiva, sino gnoseológica, a la que se puede dar el nombre de fenomenología de la personalidad. Cabe decir que ésta es el complemento filosófico de la ciencia positiva, complemento tanto más útil cuanto que quienes ignoran su dominio se exponen a introducir graves confusiones metódicas en estas materias delicadas. (Más adelante señalaremos un ejemplo de ello.)

Habiendo quedado así definida la ciencia de la personalidad, se puede ver claramente la naturaleza de nuestra tesis. Nuestra tesis consiste en la siguiente afirmación doctrinal: los fenómenos mórbidos situados por la psicopatología dentro del marco de la psicosis dependen de los métodos de estudio propios de los fenómenos de la personalidad.

Tratemos ahora de hacer ver el alcance de esta afirmación.

Hemos podido mostrar una aplicación notable de ella mediante el estudio de un caso de psicosis. No vamos a seguir insistiendo aquí en la descripción clínica y en la concepción teórica que ya hemos dado del tipo de la paranoia de autocastigo. En opinión nuestra, su valor consiste en el hecho de que, tanto en el estudio de los síntomas como en el de las causas de la psicosis, a lo que nos estamos refiriendo es a lo concreto, en una medida muy superior a las descripciones y teorías anteriores, y en la medida misma en que hemos aplicado el método definido por nosotros como comprensivo. En qué medida hemos conseguido eso en efecto, es algo de lo que cada cual juzgará remitiéndose a nuestra presentación misma, particularmente al cap. 4 de nuestra parte ir.

Lo que aquí queremos poner de relieve no es la fecundidad de este método—que, por lo demás, no puede ser puesto en tela de juicio por el trabajo de un solo investigador-, sino, de manera inversa, aquello que nuestro estudio de un caso, según un progreso que debe ir siendo asegurado por cada investigación nueva, aporta al método mismo como confirmación de sus premisas, y como conjunto de datos nuevos para la prosecución de su aplicación.

El tipo clínico de nuestro caso se revela de tal manera favorable para esa confirmación de las premisas del método, que sin duda ello se debe al hecho de que allí el problema de las relaciones de la psicosis con la personalidad llega a constituir un verdadero punto geométrico.

La psicosis paranoica de autocastigo, en efecto, no revela únicamente su valor de fenómeno de personalidad por su desarrollo coherente con la historia vívida del sujeto (véase el cap. 3 de la parte ir), su carácter de manifestación a la vez consciente (delirio) e inconsciente (tendencia autopunitiva) del ideal del yo, y su dependencia de las tensiones psíquicas propias de las relaciones sociales (tensiones traducidas inmediatamente tanto en los síntomas y contenidos del delirio como en su etiología y en su resultado reaccional).

La psicosis de nuestro caso muestra además, en su alcance integral, los caracteres más delicados que nuestra definición le reconoce a un fenómeno de la personalidad, a saber:

1] Su significación humanamente comprensible, comprobada en la dependencia exhaustiva que demuestran, tanto en su evolución como en su contenido, los síntomas mentales de la psicosis respecto de las vivencias de la enferma.

2] Sus virtualidades de progreso dialéctico, que se manifiestan en buen número de rasgos de la progresión delirante, pero al máximo en la curación del delirio, que tiene aquí el valor de toda catarsis con manifestaciones conceptuales. Esta curación, en efecto, representa para la paciente nada menos que el haberse liberado de una concepción de si misma y del mundo, cuya ilusión consistía en determinadas pulsiones afectivas no reconocidas por ella, y esta liberación se lleva a cabo en un choque con la realidad. Ciertamente, a diferencia de las catarsis ascéticas, propedéuticas o terapéuticas, esta catarsis espontánea no se produce en una entera toma de conciencia de la realidad; no obstante, su alcance de resolución conceptual basta para asegurarle, cuando menos en forma principal, el valor de un progreso dialéctico.

3] Su apertura a la participación social. Se ha podido ver, en efecto, que justamente por la vía de sus trastornos afectivos y mentales es como la enferma ha sabido tomar contacto con las ideas, los personajes y los acontecimientos de su tiempo (un contacto mucho más íntimo y amplio a la vez de lo que hubiera hecho esperar su situación social). Las concepciones mismas de la psicosis, cualquiera que sea el descrédito que les cause su motivación radicalmente individual (pues no consiste en otra cosa la acción del delirio), traducen curiosamente, sin embargo, ciertas formas, propias de nuestra civilización, de la participación social. Es, en efecto, nada menos que un papel de esa índole el que es asumido, para con las masas humanas características de esta civilización nuestra, por la imagen de la vedette, así la del periódico como la de la pantalla. No es aquí el lugar para juzgar si semejantes imágenes pueden satisfacer las necesidades de éxtasis espectacular y de comunión moral propias de la personalidad humana, y ser buenos sustitutos de los ritos orgiásticos o universalistas, religiosos o puramente sociales, que hasta determinado momento los han expresado. No es tampoco aquí el lugar para examinar si el prestigio de estas imágenes, a pesar de su alcance puramente cuantitativo, no estará vinculado con el carácter particularmente abstracto e inhumano del trabajo urbano e industrial, ya sea el del obrero atado a su cadena, ya el del contador o el de la empleada de correos. Ciertamente, es difícil no sentir qué desorden psíquico colectivo tiene que resultar para el hombre del hecho de haber sido separado violentamente de las satisfacciones vitales que desde los tiempos más remotos había encontrado en su trabajo de agricultor o de artesano, actividades que están profundamente ordenadas por un simbolismo nutritivo y sexual.

De cualquier modo, es evidente que el tema principal del delirio de nuestra enferma no es otra cosa que esa imagen que designamos como una forma moderna de la participación social, a saber la de vedette del teatro o del libro (de haber sido hombre el sujeto, la imagen hubiera sido la del astro del deporte o de la exploración). La situación vital de nuestra enferma, campesina desarraigada, nos hace concebir que una imagen como ésa haya podido servir de motivo común a su ideal y a su odio.

Un punto particular, que razones de discreción nos han obligado a no desarrollar, vendría a demostrar todavía más esta apertura a la participación social que nosotros caracterizamos en esta psicosis: nos referimos al crédito que en ciertos medios se ha concedido a las imputaciones de nuestra enferma contra sus principales perseguidores, principalmente en cuanto a la divulgación literaria de su vida. No es inconcebible que en una época menos escéptica que la nuestra, en un ambiente social de fanatismo moralizante por ejemplo, nuestra enferma hubiera podido pasar por una especie de Charlotte. Corday.

De esta manera encontramos, para determinado tipo cuando menos, varias confirmaciones mayores a nuestra asimilación doctrinal de la psicosis a un fenómeno de la personalidad. Examinemos ahorra el alcance de nuestro estudio para el porvenir del método.

Este alcance consiste en gran parte en la concurrencia que se manifiesta entre los datos de nuestra observación y los de las investigaciones psicoanalíticas. Así, en efecto, como una concurrencia impuesta por los hechos, es como hay que considerar la ayuda que al parecer hemos sacado de los datos del psicoanálisis.

Pero si hacemos constar esta concurrencia de los hechos, es sólo a causa de la exigencia de nuestro propio método, a saber, la ley que nos imponía reunir una información tan exhaustiva como fuera posible acerca de la vida de la enferma. Dada esa exigencia, se nos han impuesto por su sola evidencia estos tres órdenes de hechos, descuidados hasta ahora en el estudio de las psicosis:

1] La preeminencia, en la semiología concreta de la personalidad de la enferma durante la época previa a la psicosis, de las anomalías del comportamiento tocantes a la esfera sexual; preeminencia manifestada por el apragmatismo de las relaciones familiares, de las relaciones amorosas heterosexuales y de las relaciones conyugales y maternales; señales de inversión psíquica; donjuanismo, platonismo, etc.

2] La preminencia, en el determinismo etiológico de la psico-sis, de cierto conflicto; preminencia que se señala tanto en la evolución del delirio (simetría de la evolución del conflicto y del delirio) como en su estructura misma (manifestación simbólica del conflicto).

3] La preminencia, en el valor patogénico de este conflicto, de su vinculación directa con la historia afectiva infantil de la enferma, en cuanto que se trata de un conflicto con su hermana; preeminencia que se revela tanto por el desconocimiento sistemático del conflicto en la realidad, como por la ausencia electiva, en el análisis lógico» tan claro y completo que de él da el delirio, de ese único rasgo, que lo convierte en un conflicto fraternal.

En la triple preminencia de estos datos no reconocidos hasta ahorra en la psicosis -a saber, el de las anomalías del comportamiento sexual, el del papel electivo de ciertos conflictos y el de su vinculación con la historia infantil- no podemos menos de reconocer los descubrimientos del psicoanálisis acerca del papel primordial que la sexualidad y la historia infantiles tienen desde el punto de vista de la psicopatología.

De esa manera es como se presenta nuestra posición con respecto a los datos de observación del psicoanálisis; nos parece esencial definirla igualmente en relación con los otros dos órdenes de datos del psicoanálisis: los datos de técnica y los datos de doctrina.

La técnica del psicoanálisis, según es sabido, tuvo su nacimiento en el estudio, de los síntomas de las neurosis y se expresa en gran parte en una semántica del comportamiento y de los fantasmas representativos. Esta semántica saca su valor de los datos inmediatos de la experiencia catártica a la que está integrada, o de una referencia a tales datos, pero sus interpretaciones se presentan con mucha frecuencia envueltas en un simbolismo bastante complejo y lejano. Esto basta para establecer que nuestro método, fundado en las relaciones de comprensión inmediatamente captables en los fenómenos, se abstiene en principio de utilizar dichas relaciones simbólicas. Por lo demás, prescinde de esa utilización con tanto mayor facilidad en la interpretación de las psicosis, cuanto que los síntomas de éstas, según hemos mostrado, no dejan nada que desear desde el punto de vista de su claridad significativa.

El único dato de la técnica psicoanalítica que hemos tenido directamente en cuenta es el valor significativo que hemos concedido a las resistencias de la personalidad de la paciente, o sea, particularmente, a sus sistemáticos desconocimientos y denegaciones. Pero se trata aquí de una reacción psicológica cuyo alcance, si bien ha sido utilizado de manera muy brillante por el psicoanálisis, no ha dejado de ser reconocido desde épocas muy anteriores a la aparición de esta ciencia. Por lo demás, el valor critico de las resistencias de la personalidad ha sido planteado por nosotros como uno de los puntos fundamentales de nuestro estudio dialéctico de su fenomenología. Basta remitir a ese punto al lector para hacer ver el valor que le concedemos.

Queda la cuestión de los préstamos que hemos tomado, o que podríamos haber tomado, de la doctrina propia del psicoanálisis.

Si se hace un examen serio, estos préstamos se reducen a dos postulados dogmáticos que tienen el valor de conceptos sumamente generales, a saber:

1] Que existe cierta tipícidad del desarrollo de la personalidad, es decir, cierta coherencia típica entre su génesis y su estructura.

2] Que existe cierta equivalencia o común medida entre los diversos fenómenos de la personalidad, equivalencia que se expresa en el uso común del término -impreciso, pero impuesto por las necesidades del pensamiento- «energía psíquica».

Estos dos postulados, como luego habremos de recalcar, son idénticos a los postulados cuyo valor fundamental para la ciencia de la personalidad ya hemos establecido, y se imponen, de manera más o menos implícita, a todos los psicólogos que se ocupan de la conducta humana concreta, a causa de su necesariedad epistemológica. Pero, en vista de la poca realidad captada hasta ahora por la ciencia naciente de la personalidad, estos postulados no parecen ofrecer sino muy poca presa al pensamiento, sobre todo desde el punto de vista de las inteligencias que se han formado exclusivamente en las representaciones de la clínica, y cuya reflexión no puede, a causa de ello, prescindir de imágenes intuitivas. Es en este sentido, pero en este sentido únicamente, como hablamos de préstamos que hemos hecho del psicoanálisis. Su doctrina, en efecto, da a esos. postulados una forma intuitivamente más captable al materializarlos, es decir:

1] al dar a la noción de energía psíquica el contenido del instinto sexual o de la entidad de la libido, entidad, por otra parte, acerca de la cual hemos mostrado en qué sentido sumamente amplio hay que entenderla;

2] al dar, de la estructura de la libido en los diferentes estadios del desarrollo de la personalidad, una descripción cuyo carácter es igualmente muy general (cosa que es preciso no desconocer), pero que sirve para precisar ciertos rasgos reconocidos de dicha estructura. Gracias a esta descripción podemos, en el ejemplo de nuestro caso, referir inmediatamente la anomalía genética de la intención autopunitiva a un estadio de organización de la libido descrito por la doctrina como una erotización correlativa del órgano anal, de la tendencia sádica y del objeto fraterno según una elección homosexual.

Pero tales datos, según se ha visto, nos han sido aportados directamente por el examen de los hechos. Lo que en el reconocimiento de estos hechos le debemos al psicoanálisis se limita a su confirmación por los datos adquiridos en el estudio de las neurosis y por las correlaciones teóricas establecidas sobre esos datos.

Pero hay que decir, por otra parte, que nuestra investigación de las psicosis toma el problema en el punto al que el psicoanálisis ha llegado en nuestros días.

La noción misma de fijación narcisista, en la cual funda el psicoanálisis su doctrina de las psicosis, sigue siendo muy insuficiente, como bien lo manifiesta la confusión de los debates permanentes sobre la distinción entre el narcisismo y el autoerotismo primordial, sobre la naturaleza de la libido asignada al yo (dado que el yo se define por su oposición al ello, ¿de dónde emana la libido narcisista: del yo o del ello?), sobre la naturaleza misma de ese yo, tal como lo define la doctrina (se le identifica con la consciencia perceptiva, Wahrnehmung-Bewusstsein, y con las funciones preconscientes, pero es también en parte inconsciente en el sentido propio de la doctrina),6 sobre el valor económico mismo de los síntomas en que de manera más sólida se funda la teoría del narcisismo (síntomas de despersonalización, ideas hipocondríacas: ¿se trata aquí de hechos de sobrefijación o de desfijacíón libidinal? Es ésta una cuestión sobre la cual las opiniones difieren de todo a todo).

La concepción del narcisismo descansa sobre interpretaciones de síntomas, cuya audacia y cuyo valor incontestablemente exaltante para las investigaciones podrán ser reconocidos si tomamos en cuenta no sólo el campo de las psicosis en que esas interpretaciones se ejercieron, sino también la época prematura en que se produjeron. Se sabe, en efecto, que las primeras bases de esta concepción fueron echadas en un estudio de Abraham sobre la demencia precoz fechado en 1908. Seguramente, la concepción del narcisismo saca su verdad del hecho de estar fundada en la significación evidentísima -incluso desde el punto de vista que es el nuestro- de ciertos síntomas, como por ejemplo el de la «pérdida de los objetos» (Obíektverlust), tal como se la encuentra bajo formas un tanto diferentes en la hebefrenocatatonia y en la melancolía. Pero el carácter malformado de esta concepción se señala bien en el estancamiento de su elaboración y en la demasiada elasticidad de su aplicación.

Hay que reconocer, en efecto, que la teoría relaciona con ese estadio narcisista de la organización libidinal todo el terreno de las psicosis, sin distinción asegurada, desde la paranoia y la paranoidia hasta la esquizofrenia, pasando por la psicosis maniaco-depresiva. De hecho, el narcisismo se presenta en la economía de la doctrina psicoanalítica como una terra íncognita que los medios de investigación emanados del estudio de las neurosis han permitido delimitar en cuanto a sus fronteras, pero que en su interior sigue siendo mítica y desconocida.

En cuanto a nosotros, lo que pretendemos es llevar más adelante el estudio de este terreno, siguiendo una doctrina cuyas premisas ya hemos definido, y mediante el método científico común, es decir, fundándonos en la observación de los hechos y en los postulados epistemológicos que, en toda ciencia, confieren su valor a las correlaciones observadas.

Dado que estas premisas descansan esencialmente en la comprensibilidad del comportamiento humano, y que este método nos prescribe ir de lo conocido a lo desconocido, partiremos de las psicosis que son más accesibles a la comprensión para luego ir penetrando, en virtud de la progresión sistemática de nuestro método, en las psicosis que lo son menos, y que son calificadas (con un titulo que refleja ya ese criterio) como psicosis discordantes.

No nos ayudaremos, para esta investigación, más que de uno de los postulados fundamentales que hemos expuesto en páginas anteriores, a saber, que existe cierta coherencia natural entre los diversos elementos que va a revelarnos nuestro análisis de la personalidad en las psicosis: esta coherencia define estructuras, y no puede concebirse sin alguna relación con su génesis.

En cuanto a estos elementos, su importancia relativa en la psicosis se irá revelando en el progreso mismo de las investigaciones. Sobre la base de nuestro estudio los hemos agrupado ya bajo tres rúbricas de importancia primordial (véase el parágrafo ni. B del cap. 4 de nuestra parte n), a saber:

1] las situaciones de la historia infantil del sujeto;

2] las estructuras conceptuales reveladas por su delirio;

3] las pulsiones y las intenciones traducidas por su comportamiento social.

Hay, sin embargo, un punto de la teoría psicoanalítica que nos parece particularmente importante para nuestra doctrina y que, en opinión nuestra, se integra a ella de manera inmediata. Es precisamente la concepción que esa doctrina ofrece de la génesis de las funciones de autocastigo o, según la terminología freudiana, del Super-Ego.

En un estudio notable, cuya repercusión enorme, tanto en el interior como en el exterior de su escuela, no está cerca de agotarse, definió Freud la diferenciación fundamental, en el psiquismo, de las funciones del Yo y del Ello. Se puede ver en esto la virtud del método freudiano, tan profundamente comprensivo en el sentido en que venimos empleando este término. Digamos sin embargo que, a nuestro parecer, la oposición freudiana del Yo y del Ello adolece de una de esas confusiones, cuyo peligro hemos subrayado páginas atrás, entre las definiciones positivas y las definiciones gnoseológicas que pueden darse de los fenómenos de la personalidad. En otras palabras, la concepción freudiana del Yo peca, en opinión nuestra, de una insuficiente distinción entre las tendencias concretas Por las cuales se manifiesta ese Yo, y que sólo en cuanto tales se remontan a una génesis concreta, y la definición abstracta del Yo como sujeto del conocimiento. Basta, en efecto, remitirse al estudio de Freud para comprobar que él hace de la «consciencia-percepción» (Wahrnehmung-Bewusstsein) el «núcleo mismo» del Yo, pero que, con todo, no se cree obligado a diferenciar el Yo por una génesis distinta de la génesis tópica. El Yo, según eso, no es más que la «superficie»- del Ello y no se engendra sino por contacto con el mundo exterior; no obstante, Freud invoca en su génesis la virtud de un principio de realidad, que evidentemente se opone al principio del placer, por el cual son reguladas las pulsiones del Ello humano, como de toda vida. Ahora bien, este principio de realidad no es de ninguna manera separable del principio del placer, si no comporta cuando menos la raíz de un principio de objetividad. Dicho en otras palabras, este principio de realidad no se distingue del principio del placer más que en un plano gnoseológico, y, en cuanto tal, es ¡legitimo hacerlo intervenir en la génesis del Yo, puesto que implica al Yo mismo en cuanto sujeto del conocimiento.

Sería erróneo imputar estas proposiciones críticas a alguna falta de reconocimiento del inmenso genio del maestro del psicoanálisis. No figuran aquí más que para poner más de relieve el valor positivo de su doctrina acerca de la génesis del Super-Ego.

Freud sitúa la génesis de este Super-Ego o Ideal del Yo (über-Ich, Ich-Ideal) en un momento evolutivo posterior a la diferenciación del Yo. Debemos entender que en ese momento el Yo y, por implicación, el mundo exterior están ya diferenciados «en la superficie» del Ello, o sea de la suma de las pulsiones ciegas en que se manifiesta la vida durante la época en que, en su adherencia primordial al mundo, no se conoce aún a si misma como distinta de él.

Freud concibe este Super-Ego como la reincorporación (término aquí justificado, pese a su extrañeza aparente en el estudio de fenómenos psíquicos), como la reincorporación al Yo, dice él, de una parte del mundo exterior. Esta reincorporación se refiere a los objetos cuyo valor personal, desde el punto de vista genético social en que nosotros mismos estamos definiendo este término, es el mayor de todos: se refiere en efecto a esos objetos que resumen en sí todas las constricciones que la sociedad ejerce sobre el sujeto, o sea los padres y sus sustitutos. Por lo menos, es a este titulo como son reintegrados en ese momento en la estructura individual según una identificación secundaria del Yo, cuya diferencia genética radical respecto de la identificación primaria del «Edipo» tiene Freud buen cuidado de señalarnos.

¿Cómo explicar esa reintegración? Por una finalidad puramente económica, es decir, enteramente sometida al principio del placer. Esta identificación se hace totalmente en beneficio del Ello, y le resulta doblemente conveniente: en primer lugar, el Ello encuentra en tal reintegración una compensación parcial a la pérdida, que le va siendo infligida de manera cada vez más ruda, de los objetos parentales en que estaban fijadas sus primeras pulsiones libidinales; y por otra parte, en la medida misma en que esta identificación sustituye a las constricciones represivas al reproducir su instancia en el sujeto mismo, el Ello siente aliviarse la dureza de esas constricciones. As¡, pues, el fenómeno esencial es el de una introyección libidinal en el sujeto, lo cual le permite a Freud definir todo el proceso con el término de narcisismo secundario -término sobre cuyo alcance hemos llamado la atención en el momento en que hacía falta.

Podemos observar que el sujeto queda aliviado de la tiranía de los objetos exteriores en la medida en que se realiza esta introyección narcisista, pero también, por otra parte, que debido a esa introyección misma el sujeto reproduce esos objetos y les obedece.

¿No ilumina semejante proceso, y de manera concluyente, la génesis económica de las funciones llamadas intencionales? Vemos aquí, en efecto, cómo éstas tienen su nacimiento en tensiones energéticas creadas por la represión social de las pulsiones orgánicas inasimilables a la vida del grupo. Al mismo tiempo, demuestran su equivalencia energética con esas pulsiones reprimidas, puesto que unas y otras dependen de un principio evolutivo de economía que no es otro que la definición objetiva del principio del placer.

Por lo que toca a la función de autocastigo, este proceso tiene para nosotros la calidad de una certidumbre. Mil hechos de la psicología infantil y de la psicopatología del adulto nos están confirmando su solidez. Es inmediatamente comprensible.

En qué medida todas las funciones intencionales del Yo y las primeras definiciones objetables mismas se engendran de una manera análoga, es cosa cuyo conocimiento no podrá llegar a nosotros sino por las vías de investigaciones venideras, entre las cuales parece que el estudio de las psicosis llamadas discordantes nos da esperanzas mayores.

Lo único que podemos afirmar es que la génesis de la función de autocastigo nos revela con claridad la estructura concreta, de índole imitativa, de uno de los fundamentos vitales del conocimiento. Por otra parte, el determinismo social de esta génesis adquiere un alcance muy general debido al antropomorfismo primordial de todo conocimiento, fenómeno reconocido tanto en el niño como en el «primitivo». Digamos, para que esto quede expresado más rigurosamente de acuerdo con nuestra terminología, que se plantea la cuestión de si todo conocimiento no será por principio de cuentas conocimiento de una persona antes de ser conocimiento de un objeto, y de si la noción misma de objeto no es en la humanidad una adquisición secundaria.

Independientemente de lo que valgan tales conclusiones teóricas, esta presentación de las doctrinas freudianas sobre el Yo y el Super-Ego hace resaltar muy bien la accesibilidad científica de toda investigación sobre una tendencia concreta, la tendencia autopunitiva por ejemplo, oponiéndola a la confusión engendrada por toda tentativa de resolver genéticamente un problema de orden gnoseológico, como lo es el del Yo, si se le considera como sede de la percepción consciente, es decir, como sujeto del conocimiento.

Hemos visto, por otra parte, cómo en el estudio genético y estructural de estas tendencias concretas se nos han impuesto unas nociones de equivalencia energética que no pueden menos de ser fecundas. Además, tales nociones se introducen por sí mismas en toda investigación psicológica, a condición de que ésta apunte a los fenómenos concretos.

Basta, en efecto, hojear los estudios de cualquiera de los investigadores que trabajan en este terreno para comprobar que el uso que en ellos se hace de estas nociones desborda,, con mucho, del alcance de la metáfora. Sin esta utilización del concepto energético, por ejemplo, la concepción kretschmeriana de los caracteres sería ininteligible. Este concepto es el único que da un sentido a ciertas nociones que, en los escritos de Kretschmer, tienen un alcance ya precisado antes por nosotros, como la de conducción y la de retención psíquica, la de actividad intrapsíquica, etc. Es el único que permite comprender, de manera muy especial, la concepción dada por Kretschmer del carácter sensitivo, y aquello que la diferencia de la de Janet acerca de la psicastenia, a saber: que el. desarrollo sensitivo del carácter comporta no una pura degradación de la energía psíquica, sino una introyección de esta energía, y que esta energía, al quedar inmovilizada, es susceptible de descargarse eventualmente en una «eficacia social a veces atípica, es verdad, pero demostrada por la clínica.

No podemos extendernos acerca de la presencia del concepto energético en toda comprensión manifestada del comportamiento; nos sería fácil revelarla bajo mil formas, tanto en las fijaciones libidinales de la doctrina freudiana como en las diversas concepciones sobre la esquizoidia o la introversión, que han brotado de la escuela de Zurich.

Ello se debe a que la introducción de estos conceptos energéticos no depende de los hechos, sino de las necesidades mismas del espíritu. Las investigaciones epistemológicas más recientes han demostrado de manera sobreabundante que es imposible pensar científicamente, e incluso pensar pura y simplemente, sin implicar de alguna manera los dos principios fundamentales de una cierta constancia y también de una cierta degradación de una entidad, la cual desempeña un papel sustancial en relación con el fenómeno. Esta entidad encuentra en la noción de energía su expresión más neutra y la que se emplea de manera más común. Por nuestra parte, destaquemos en ella, de paso, el aura que parece conservar de la génesis de una intencionalidad primitivamente social­génesis que hay que atribuirle como a tantas otras formas de las estructuras conceptuales.

Sin embargo, en su alcance gnoseológico, tanto el principio de conservación de la energía como el principio de la degradación de la energía, según se ha demostrad o~15 no son, en último análisis, otra cosa que las afirmaciones emanadas de la función identificadora del espíritu por una parte, y por otra parte de la irreductible diversidad del fenómeno, es decir, de los fundamentos fenomenológicos más generales del conocimiento, En cuanto tales, no tienen nada que ver con una génesis de hecho.

Así, pues, se ve al mismo tiempo lo que las premisas de nuestra doctrina deben a la doctrina freudiana, y lo que procede simplemente de los fundamentos mismos de toda ciencia.

Se puede ver, en particular, que estos postulados energéticos del desarrollo y de la equivalencia de los fenómenos de la personalidad, en los cuales se mostró durante un instante lo más sustancioso de nuestra deuda con el psicoanálisis, no son más que una expresión de las bases epistemológicas sin las cuales seria vano hablar de ciencia de tales fenómenos, bases que ya hemos puesto en evidencia bajo otras formas.

Recordemos, en efecto, por una parte la definición que hemos dado del objeto de esta ciencia, o sea, en forma resumida, «como desarrollo de las funciones intencionales vinculadas en el hombre con las tensiones propias de sus relaciones sociales», y por otra parte el postulado de determinismo existencial sin el cual no hay ciencia. Se puede ver que basta, a partir de este postulado, elevar al índice de la realidad la fórmula definitiva de los fenómenos de la personalidad, para que ésta se trasforme en la doble noción de un desarrollo existencial, o sea irreversible, de esos fenómenos, y de una equivalencia igualmente existencial entre las funciones intencionales y las tensiones sociales de la personalidad, o sea entre una cierta energía respectivamente invertida y gastada en esos dos órdenes de funciones.

Habiendo quedado así determinadas las direcciones metódicas que imponen nuestras primeras indagaciones, tratemos ahora de indicar las vías de su aplicación más inmediata a los hechos conexos del estudio de las psicosis.

Ya hemos dicho que la paranoia de autocastigo, variedad por nosotros definida de la paranoia, ocupa en la solución del problema de las psicosis, a nuestro parecer, una situación excepcionalmente favorecida. Así es, en efecto, debido a que la integración de la función de autocastigo se lleva a cabo, en estos sujetos, en el momento de la fijación genética que es la causa especifica de la enfermedad; en consecuencia, puede decirse que en ese momento ha quedado formada la personalidad en sus funciones cardinales. Es entonces, en efecto, cuando queda terminada la repartición fundamental de las funciones intencionales subjetivas y de las tensiones sociales.

Esta variedad de psicosis paranoica no es, sin embargo, la única que responde a tales condiciones. En efecto, es preciso colocar inmediatamente a su lado otra forma de la psicosis paranoica, cuya situación nosológica, desde hace más o menos treinta años, ha sido objeto permanente de las discusiones de los teóricos, a saber, la psicosis paranoica de reivindicación.

Está fuera de duda que esta psicosis no es ni más ni menos psicógena que las demás psicosis paranoicas -como muy bien lo muestran las vacilaciones manifestadas por Kraepelin en sus propias discriminaciones sobre este punto-, y que respecto del conjunto de esas psicosis presenta mil afinidades de terreno, de causas y de síntomas. Pero no es menos verdadero que difiere netamente de ellas en todos esos mismos planos.

Nuestro método nos permite precisar la ambigüedad nosológica de esta psicosis, y mostrar cómo su raíz verdadera está en una orientación económica diferente de la misma tendencia autopunitiva que hemos promovido al rango’ de factor determinante de la variedad por nosotros descrita.

Para demostrarlo, nos es forzoso entreabrir durante un instante nuestras carpetas.

Tomamos, al azar, el expediente de una reivindicadora típica, internada por tentativa de asesinato contra su marido. El conflicto con el marido tiene como tema aparente un litigio jurídico acerca de una atribución de adquisición. Este pleito ha llevado a nuestra enferma a nada menos que dispararle a su marido una bala de revólver, que por fortuna no le ha herido más que ligeramente, en el cuelo. Esta enferma, que siguió mostrándose sumamente querulante y esténica, fue internada en el servicio del doctor Petit, gracias al cual la hemos observado nosotros durante largo tiempo.

El certificado de internamiento fue redactado por el experto psiquiatra que, debido al interés que ha sabido provocar en tomo a la concepción del delirio pasional, puede ser considerado como el especialista en la materia. Este certificado está escrito en no menos de 390 palabras, extensión que adquiere todo su valor si se toma en cuenta la extrema densidad del estilo. Por supuesto, su redactor está lejos de atenerse a las concepciones delirantes y a los hechos que bastan para motivar el internamiento. Analiza, por el contrario, no sin cierta complacencia, todos los paralogismos de la reivindicaciones pasional; no nos ahorra ninguno de los detalles materiales del conflicto, por ejemplo un loro que sirvió de pretexto para la cita fatal, a pesar de que la importancia de ese loro es bastante discutible.

En semejante descripción, que tiene un alcance evidentemente doctrinal, no faltan más que dos cosas, que son, por desgracia, los dos puntos esenciales para la comprensión de la psicosis, a saber: el trauma determinante y la tendencia concreta que constituye su estructura especifica. Completémoslos:

1] Está demostrado sobreabundantemente que lo que determinó de manera efectiva el delirio fue un trauma afectivo. Este trauma no es otro que la muerte de la hija de la enferma, muerte causada por una enfermedad de Pott cervical, a la cual ni la madre ni el padre supieron prestar atención a tiempo.

En efecto, la imputación al padre de la responsabilidad de esta muerte se halla en el fondo de la estenia desplegada en la reivindicación contra él. Esta imputación se expresa abiertamente en mil declaraciones orales y escritas de la enferma, y hasta en este detalle, asombroso de simbolismo, que la enferma hace brotar de sus intenciones cargadas de odio, cuando nos dice de su acto: «He herido a mi marido en el cuello, ¡justo en el lugar del mal de que murió mi pobre hija!»

Evidente en la estructura de la psicosis, la determinación por el trauma afectivo no lo es menos en su estallido, como lo testimonia la indiferencia total que la enferma había manifestado hasta el momento sobre esos mismos puntos de interés material que luego la llevaron a tal paroxismo de pasión.

La especificidad patogénica de este trauma se explica, según las más rigurosas previsiones de nuestra doctrina, remontándonos a la historia infantil de la enferma. Apegada afectivamente a una madre sumamente imperiosa, avara, moralizante, nuestra enferma, por otra parte, desempeñaba para con una hermana menor el papel de la madre que castiga y reprueba. La historia revela que, bajo el peso del oprobio que nuestra enferma creyó necesario acumular sobre la hermanita con ocasión de unos amoríos comunes y corrientes, ésta se suicidó. Es un episodio de la juventud de la enferma que ésta refiere con precisión, pero se ha mantenido y se sigue manteniendo en un desconocimiento completo de su responsabilidad.

Nos parece inútil, al final de nuestro trabajo, subrayar la relación evidente que se manifiesta entre ese desconocimiento, inveterado en la enferma, y la proyección -que ella ha sabido realizar de un solo golpe- del sentimiento de culpabilidad puesto en movimiento por la muerte de su hija, sobre el objeto situado de manera más inmediata a su alcance, o sea sobre su marido.

Semejante comportamiento, muy distinto del de la enferma Aimée, se debe probablemente a una sola cosa: el azar de la situación infantil, que hizo de nuestra futura querulante la mayor de dos hermanas y no la menor, poniéndola así en posición de castigadora y no de castigada.

Así, en ella, la integración intencional de las constricciones punitivas se realizó en beneficio de su energía tensional social, por la posibilidad que tenía de trasferir inmediatamente la presión de esta energía sobre el objeto más cercano. Y es ésta, en consecuencia, la conducta que no ha dejado de reproducir desde entonces, actualmente frente a su marido, y probablemente, antes, frente a su hija misma.

2] Cualquiera que sea el interés de la génesis afectiva que describimos, ésta seria discutible si no se tradujera claramente en la estructura actual de la pasión. Ahora bien, entre todos los «postulados» pasionales que nuestro especialista se complace en destacar en esa enferma, uno solo falta, pero es el esencial, a saber, su intención punitiva en relación con el marido.

Nosotros hemos trabajado largamente con la enferma, y el carácter absolutamente predominante de esta intención se nos ha mostrado con una evidencia abrumadora.

Pero, para que, no vaya a sospecharse que estamos maniobrando la psicología de la enferma acomodándola a nuestras intenciones propias, no aportaremos sobre este punto ningún otro testimonio que el extracto de una carta que ella le escribió al doctor Petit, y de la cual podemos demostrar que se escribió antes de iniciarse nuestra observación personal de la enferma. He aquí ese extracto:
27 de junio de 1928.

Señor Doctor,

Voy a decirle aquí de qué manera quiero castigar a mi marido en sus principales defectos, pues lo repito la muerte no es un castigo.

1. La codicia. Obligándolo a darme lo que quiere robarme.

2. La cobardía. El miedo que tendrá de ahora en adelante de que renueve mi gesto. No voy a tener necesidad de renovarlo, y además ni siquiera tengo intenciones de hacerlo, pero para que su cobardía sea castigada, es bueno hacer que no quede tranquilo por ese lado, pues sabe que yo soy esclava de la. palabra dada.

3 La pereza. Mi salida de casa lo ha obligado a tomarse un poco más de trabajos.

4. El egoísmo. Abandonándolo como lo he hecho, yo que lo mimaba como a un niño chiquito.

5. La vanidad. £1 que no quiere divorciarse, en parte por la opinión pública, tendrá esa humillación a pesar de todos sus esfuerzos.

6. La falsedad. Con sus palabras se esfuerza en dar la impresión de que es un buen marido. Se ha desenmascarado al hacerme detener tan despiadadamente, eso a pesar de lo ligero de su herida, e influyendo con sus palabras sobre los doctores de la Comisaría, para hacerles, creer en mi enajenación mental.

7. El vicio,, Yo me sustraje a su vicio en primer lugar; luego, en tiempos posteriores, me negué enteramente, de tanto que lo despreciaba.

S. El mal corazón. Tomando la firme resolución de abandonarlo, incluso cuando esté en la desgracia, cosa que yo no habría querido nunca hacer por caridad. Esta resolución ha sido tomada después de su venida a Ville-Evrard. ¡A pesar del penoso espectáculo que ofrece a los profanos un manicomio, él me ha condenado a vivir aquí Y eso, estando bien convencido de mi lucidez. Ha cometido esta infamia por maldad, por codicia, por vanidad y para vengarse de que yo ya no quiero seguir siendo su cosa, a ese grado desprecio su persona. Si esta infamia fuera castigable por los Tribunales, ¡él ciertamente no la habría. cometido Es demasiado cobarde y demasiado inteligente para correr los riesgos del castigo de la justicia de los hombres. Como él no cree en la justicia divina, no hay nada que frene sus malos instintos; por eso en mi escrupuloso espíritu de justicia, yo creo que es deber mío castigarlo con los medios que tengo a mi disposición.

Convencida de mi muerte próxima, he querido matarlo, en primer lugar para. que el dinero que yo gané penosamente, con el objeto de constituir una dote para mi querida hijita, no sea dilapidado en el libertinaje. Yo quería que sirviera, como había quedado convenido después de su muerte, para atender a niños afectados de la enfermedad de Pott, de la cual murió ella. Además, según lo he sabido por la policía privada a la que le he encargado seguir a mi marido a fin de que lo agarren en falta, ¡él pasa de una muchacha a otra¡ ¡sin el menor escrúpulo de hacerles correr el riesgo de contaminarlas! Yo he creído que era justo y caritativo suprimir a un ser maléfico.

A pesar de que mi marido haya destruido mi fe en Dios, tengo la impresión de que Él no es tal vez ajeno, en primer lugar a la ligera herida que le hice a mi marido, eso justamente en el lugar de la enfermedad de Pott de mi pobre hijita, cuando yo me presenté ante él con la firme intención de no hacer el gesto que hice, no sintiéndome con las fuerzas necesarias para lograrlo, gesto que provocó él mismo con la extremada maldad de que ha dado pruebas. En segundo lugar, por la reacción, que ha sido sumamente saludable para mi pensamiento. El sentimiento de haber hecho mi -deber me ha dado tal serenidad de alma que he encontrado la fuerza moral de soportar estoicamente todas las cosas penosas que he padecido desde entonces.

Nos parece que un caso como éste hace evidente que la paranoia de reivindicación representa el envés, si así se puede decir, de la paranoia de autocastigo. Para expresamos correctamente, digamos que su estructura está dominada por la misma intención punitiva, es decir, por una pulsión agresiva socializada, pero que su economía energética está invertida, debido esto únicamente a las contingencias de la historia afectiva.

Se puede así concebir de qué manera una tendencia concreta, tan cercana de la que hemos visto manifestarse en nuestro caso fundamental, ha producido en esa otra enferma manifestaciones de la personalidad totalmente opuestas a las de dicho caso, a saber:

Al Un carácter no ya psicasténico, sino propiamente paranoico, término que aquí empleamos en el sentido que le da el uso vulgar de querulancía agresiva. En esta acepción, en efecto, está justificado por toda la conducta anterior de la enferma (doscientos procesos con sus inquilinas). Digamos de paso que el uso vulgar del término paranoico», como designación de ese rasgo especial del carácter, nos parece infinitamente más valedero que la definición oficial de la constitución paranoica. La imposibilidad de encontrar nunca una aplicación clínica rigurosa de esta definición debe consistir, en efecto, en algún vicio radical de semejante concepción, y nos la hace considerar -digámoslo al final de nuestro libro- como absolutamente mítica. Demos de ello una última prueba haciendo constar una vez más que en esta enferma se echan de menos los cuatro rasgos fundamentales de la famosa constitución, a saber:

1] el rasgo de la sobrestímación de sí mismo: hemos tenido, en efecto, en mil expresiones escritas y habladas, pruebas manifiestas de un sentimiento de inferioridad perpetuamente en carne viva;

2] el rasgo de la desconfianza: antes de su reacción delirante, la enferma no había desconfiado en modo alguno de las operaciones (bastante sospechosas en efecto) del marido para con ella;

3] y 4] la falsedad de juicio y finalmente la inadaptabilidad social imputadas a los «paranoicos»: pues es un hecho que la enferma decuplicó el rendimiento de una casa de citas adquirida por el marido y que constituyó precisamente el objeto del litigio con él.

B] La misma diferencia de economía en la estructura concreta de la personalidad explica en la psicosis de nuestra enferma estos dos rasgos relativos: una reacción agresiva más eficaz y más precoz, y un delirio mucho menos lujuriante que en la psicosis de nuestro caso Aimée.

En esa correlación se manifiesta, una vez más, que el delirio es el equivalente intencional de una pulsión agresiva insuficientemente socializada.

El desconocimiento de esta noción de la tendencia concreta, subyacente al fenómeno intencional que es el delirio, es lo que echa a perder las más hermosas investigaciones sobre las estructuras pasionales anómalas, lo mismo que sobre todos los «mecanismos» delirantes que se pretende concebir como objetos en sí.

Mientras no se investiguen estas tendencias concretas, en efecto, seguirán siendo mal conocidos unos hechos tan patentes como el platonismo revelado por la conducta toda del erotómano, o el interés homosexual que manifiesta por el rival, tanto en su conducta como en sus fantasmas imaginativos, el delirante celoso. Y de esa manera seguirá desconociéndose radicalmente la diferencia profunda que separa la erotomanía y el delirio de celos de toda pasión amorosa normal.

Sabemos, por lo demás, que estos delirios se originan en patogenias muy diversas, y que no pueden ser definidos ni exclusivamente por su contenido ni exclusivamente por la consideración de aquello que Dupré, refiriéndose precisamente a ellos, llamaba su «mecanismo». Los trabajos serios sobre el delirio de celos han demostrado que hay que buscar en otro lado las señales de su alcance clínico verdadero: por ejemplo, las discriminaciones clínicas capitales que, de 1910 para acá, ha aportado Jaspers para el conocimiento del delirio paranoico de celos. Recordemos que estas discriminaciones nos enseñan a distinguir esencialmente el delirio que se manifiesta como desarrollo de una personalidad, y el que se presenta como un proceso psíquico irruptivo, que trastorna y recompone la personalidad.

Hagamos constar aquí que en el trabajo de Jaspers es donde hemos encontrado el primer modelo, de la utilización analítica de esas relaciones de comprensión con las cuales hemos constituido el fundamento de nuestro método y de nuestra doctrina.

Observemos que la oposición clínica establecida en ese trabajo manifiesta claramente la fecundidad de este método en la investigación de los factores orgánicos mismos.

En efecto, sólo el examen de la continuidad genética y estructural de la personalidad nos manifestará en qué casos de delirio se trata de un proceso psíquico y no de un desarrollo, es decir, en qué casos se debe reconocer en el delirio la manifestación intencional de una pulsión que no es de origen infantil, sino de adquisición reciente y exógena, constituyendo así una entidad cuya existencia nos hacen concebir en efecto ciertas afecciones, como la encefalitis letárgica, al demostramos el fenómeno primitivo que está en su raíz.

Pero si aportamos, según se habrá visto, apoyos a la investigación del papel de los factores orgánicos en la psicosis, es gracias a una doctrina que ofrece una concepción racional de ese papel, la única concepción capaz de fundar una observación justa. Esto quiere decir que difiere radicalmente de la doctrina clásica del paralelismo psico-neurológico, remozada con el nombre de «automatismo mental».

Este «paralelismo», que supone que toda representación es producida por una reacción neuronal no identificada, arruina radicalmente toda objetividad. Basta leer el libro de Taine sobre Vin-telligence, que lleva esta doctrina a su presentación más coherente, para convencerse de que no permite en modo alguno concebir en qué difieren, por ejemplo, la percepción y la alucinación. De ahí que Taine induzca lógicamente una definición de la percepción como «alucinación verdadera», lo cual es la definición misma del milagro perpetuo.

Esto se debe a que el señor Taine concebía las consecuencias de su doctrina. Pero sus epígonos, nuestros contemporáneos, no se sienten embarazados siquiera por tales consideraciones. Las ignoran tranquilamente. Desconociendo el alcance heurístico de los preceptos de sus antecesores, los trasforman en las frases sin contenido de una rutina intelectual y creen que, en la observación de los fenómenos, es posible sustituir los principios de objetividad por unas cuantas afirmaciones gratuitas acerca de su materialidad.

Digamos, para su gobierno, que el mecanismo fisiológico de todo conocimiento debe ser considerado así: el cerebro registra los movimientos del cuerpo propio, al igual que las impresiones del medio. Además, estos movimientos del cuerpo propio manifiestan no una simple pulsión, sino un comportamiento complejo de alcance diferido, es decir, una intención: pues bien, el cerebro registra igualmente estos procesos intencionales, y representa con respecto a ellos su papel de almacén mnésico. Pero lo que el cerebro almacena son estructuras de comportamiento, y no imágenes, las cuales no están localizadas en ningún lugar, sino en la sensación misma que les da toda su materia.

En otras palabras, la personalidad no es «paralela» a los procesos neuráxicos, ni siquiera al solo conjunto de los procesos somáticos del individuo: lo es a la totalidad constituida por el individuo y por su medio propio.

Semejante concepción del «paralelismo» debe ser reconocida, por lo demás, como la única digna de tal nombre, si no se olvida que es ésa su forma primitiva, y que tuvo su primera expresión en la doctrina spinozíana. Por lo tanto, los errores que varias veces hemos denunciado bajo este nombre no se deben más que al uso degenerado que indebidamente han hecho de él ciertos epígonos sin virtud.

Esa concepción legitima del paralelismo es la única que permite dar a la intencionalidad del conocimiento aquel fundamento en lo real que sería absurdo verle negar en nombre de la ciencia. Es la única que permite dar razón a la vez del conocimiento verdadero y del conocimiento delirante.

En efecto, el conocimiento verdadero se define en ella por una objetividad de la cual, por lo demás, no está ausente el criterio del asentimiento social propio de cada grupo.

Por lo que se refiere, en cambio, al conocimiento delirante, esta concepción permite dar de él la fórmula más general, si se define el delirio como la expresión, bajo las formas del lenguaje forjadas para las relaciones comprensibles de un grupo, de tendencias concretas cuyo insuficiente conformismo a las necesidades del grupo es desconocido por el sujeto.

Esta última definición del delirio permite concebir, por una parte, las afinidades observadas por los psicólogos entre las formas del pensamiento delirante y las formas primitivas del pensamiento, y por otra parte la diferencia radical que las. separa por el solo hecho de que las unas están en armonía con las concepciones del grupo y las otras no.

No es inútil plantear así estos problemas sobre el plano de rigor gnoseológico que les conviene. Hay, en efecto, en el estudio de los síntomas mentales de la psicosis, una excesiva tendencia a olvidar que éstos son fenómenos del conocimiento, y que, en cuanto tales, no pueden ser objetivados sobre el mismo plano que los síntomas físicos: mientras que éstos, en efecto, son directamente objetivados por el proceso del conocimiento, el fenómeno mismo del conocimiento no puede ser objetivado sino indirectamente por sus causas o por sus efectos, que revelan su carácter ilusorio o bien fundado.

Así pues, los síntomas mentales no tienen valor positivo más que según la medida en que son paralelos a tal o cual tendencia concreta, es decir, a tal o cual comportamiento de la unidad viviente con respecto a un objeto dado.

Al llamar «concreta» a esta tendencia, queremos decir que en ella encontramos un síntoma físico, es decir un objeto comparable con los síntomas de que usa la medicina general, con una ictericia o con una algia por ejemplo.

Que no quepa duda: quienes no llevan a cabo estas precisiones necesarias, que son -en eso estamos de acuerdo- de orden metafísico, están haciendo a su vez, sin darse cuenta, metafísica, pero de la mala, al atribuir constantemente a tal o cual fenómeno mental, definido exclusivamente por su estructura conceptual -Como la pasión, la interpretación, el fantasma imaginativo, el sentimiento de xenopatía-, el alcance de un síntoma objetivo siempre equivalente a si mismo. Se trata de un error de principio: lo único que puede tener semejante alcance es la tendencia concreta, o sea la que da a estos fenómenos su contenido intencional.

Sólo estas tendencias concretas, fundamentales de los síntomas intencionales de una psicosis, confieren a cada uno de estos síntomas y a la psicosis misma su auténtico alcance.

Es de ese modo como hemos podido fundar un tipo de psicosis paranoica sobre la tendencia autopunitiva, y reconocerle, como lo hemos demostrado en páginas anteriores, el pleno valor de un fenómeno de la personalidad. Otro tanto habría que decir de la psicosis de reivindicación, que de buena gana agruparíamos junto con la precedente con el titulo de psicosis del Super-Ego.

En cuanto a la determinación de la autonomía, la significación pronostica y patogénica, el grado de responsabilidad social de cualquier otra forma de psicosis paranoica, nos guardaremos igualmente de utilizar criterios tomados de puras formas sintomáticas -como el delirio de interpretación, por ejemplo-, o tomados exclusivamente de los contenidos -como la erotomanía o el delirio de celos.

Digámoslo una vez más: el ciclo de comportamiento revelado por la psicosis es lo esencial. En cualquier caso en que se manifieste semejante cielo, de manera plenamente comprensible y coherente con la personalidad anterior del sujeto, bajo formas distintas de la que ha quedado descrita por nosotros, otras formas psicógenas de la psicosis paranoica podrán ser individualizadas legítimamente.

Pero es evidente que a medida que las investigaciones vayan progresando hacia formas más discordantes de la psicosis, pasando de las formas paranoicas a las formas paranoides, la comprensibilidad y la coherencia conceptual de la psicosis, así como su comunicabilidad social, se irán mostrando cada vez más reducidas y difíciles de captar, pese a los medios de interpretación comparativa que hayan dado los estudios previos sobre las formas más accesibles.

Es preciso, sin embargo, no prejuzgar demasiado de prisa en cuanto al punto en que el método deja de funcionar. Importa, en efecto, no olvidar que investigaciones hechas según un método vecino, aunque menos rigurosamente definido, han sido aplicadas incluso a las formas avanzadas de la demencia precoz, y han revelado en ellas, por lo que se refiere al carácter comprensible de los contenidos y a su determinación por las experiencias afectivas del sujeto, datos de una evidencia notable. Todos los elogios serían insuficientes para rendir un homenaje lo bastante profundo al genio de Bleuler, por el método, tan flexible, que ha permitido analizar en la esquizofrenia por una parte los fenómenos de déficit, dependientes probablemente de una disociación de los mecanismos neurológicos, y por otra los fenómenos de comportamiento, dependientes de una anomalía de los dinamismos reaccionales.

En todo caso, nuestro método es el único que en cada caso permitirá determinar bajo una forma irreductible los factores no psicógenos de la psicosis. Hablaremos entonces, según los casos, de factores hereditarios, congénitos u orgánicos adquiridos; será con conocimiento de causa, y refiriéndonos a elementos simples, no a complejos de síntomas de valor heterogéneo.

Pero, por otra parte, muchos de esos factores, presentados por la doctrina de las constituciones como elementos irreductibles y que parecen forjados de manera tan artificial, aparecerán, a medida que vayan progresando estas investigaciones, como representantes de un momento evolutivo o de un estadio de organización comprensible de las pulsiones vitales del individuo. Siendo esto así,

convendrá considerar los comportamientos fundados sobre esas pulsiones como psicógenos, en cuanto que de lo que va a tratarse es de reacciones socializadas del individuo, y, por el contrario, como orgánica o constitucionalmente determinados, en la medida en que tales comportamientos van a ser independientes de las influencias condicionales del medio, y particularmente del medio social. Hay aquí una zona de fenómenos en la que se lleva a cabo la juntura del plano vital individual y del plano social personal; en ella cabe hacer entrar ya, en opinión nuestra, las anomalías pulsionales e intencionales cuyo origen sea descubierto por el estudio de las psicosis en una organización de las tendencias e instintos del individuo, anterior a la constitución de los mecanismos de autocastigo. A ello se debe que propongamos, para esas anomalías más regresivas, el titulo provisional de anomalías prepersonales, titulo destinado a precisar que no responden sino incompletamente a la definición de un fenómeno de la personalidad, pero que están relacionados con ella como elementos arcaicos de su génesis y de su estructura.

Sólo a partir de estos datos podrá establecerse para el conjunto del campo de las psicosis una semiología de valor concreto, es decir, que esté fundada en una posología natural y tenga un auténtico valor pronóstico. Un progreso como éste nos aportará una etiología y por lo tanto una profilaxia racionales, así como una apreciación de naturaleza menos puramente empírica de la responsabilidad social.

Indiquemos que, en opinión nuestra, las bases de nuestro método resultan ser particularmente aptas para la solución de problemas semiológicos y patogénicos como el de la naturaleza del delirio hipocondríaco. La concepción freudiana de las fijaciones libidinales narcisistas, a pesar de sus imprecisiones, nos parece estar mucho más cerca de la realidad que la explicación por esas cenestopatías imposibles de probar.

El alcance económico de las manifestaciones de hiperestenia y de depresión deberá igualmente estudiarse de cerca desde el punto de vista especial de los fenómenos de la personalidad, y en cuanto a ese terreno contamos con aportar datos que en la presente tesis hemos mantenido completamente en reserva.

Llamemos la atención sobre la extraordinaria importancia de los marcos nosológicos normalmente constituidos, es decir, que se fundan en el concepto de entidad mórbida y no en el concepto inasible y perezoso del síndrome.

Esos marcos son los únicos que permiten dar a dos síndromes, semejantes en apariencia, su pronóstico respectivo. Son los que permiten, por ejemplo, fundar la oposición manifiesta del peligro reaccional eficaz e inmediato que puede representar determinada psicosis paranoica de autocastigo, con respecto a la gran benignidad social de determinado delirio de persecución, idéntico sin embargo al primero en toda su semiología. La razón es que este último representará, en efecto, una forma de curación de una psicosis con manifestaciones primitivas y predominantes de hipocondría y con una estructura «personal» mucho más arcaica: estamos aquí aludiendo a un tipo cuya descripción nos proponemos elaborar de acuerdo con varios casos que hemos observado.

Sólo en función de esos cuadros naturales, y de las anomalías regresivas a las cuales se refieren, tomará el estudio de las estructuras conceptuales del delirio su alcance clínico y pronóstico. No será menos su valor en cuanto a los problemas filosóficos a que hemos aludido, y que son el de las estructuras prelógicas del conocimiento, el del valor de la imaginación creadora en la psicosis y el de las relaciones de la psicosis con el genio.

Este estudio de las estructuras conceptuales debe, además, dar puntos de vista nuevos sobre el problema, falsamente resuelto a nuestro entender, del contagio mental. Hemos dejado constancia, en efecto, de que, para la mayor parte de los casos de delirio a dúa, nosotros rechazamos toda «inducción’ fundada en la pretendida debilidad mental de uno de los dos; y podremos aportar hechos de inducción de delirante a delirante, cuya rareza misma impone una explicación de índole muy distinta.

Por último, digamos que la relación de las reacciones delictuosas o criminales con la psicosis no podrá elucidarse sino sobre las bases de un estudio genético y estructural de la psicosis como el que proponemos. En muchos casos es evidente que la atribución teórica de una irresponsabilidad completa a todos los actos que pueden ser cometidos por un delirante, resulta poco satisfactoria para la inteligencia.

En ese terreno, en efecto, suele recurrirse a criterios empíricos de intuición y de «sentido común» que, por bien fundados que estén a menudo, en los casos difíciles pueden prestarse a discusiones espinosas. En estos casos, una solución científica no podría ser aportada más que por un estudio comparativo de la motivación del acto y de la estructura delirante. Ahora bien, falta todavía un estudio suficiente de estas estructuras en los diferentes tipos de delirio.

No nos alargaremos tampoco en cuanto a los caminos de investigación que se abren hacia el futuro.

Concluiremos ahora nuestro trabajo con la proposición spinoziana que le sirve de epígrafe.

Si recordamos el sentido que en Spinoza tiene el término esencia, a saber, la suma de las relaciones conceptualmente definidas de una entidad, y el sentido de determinismo afectivo que le da al término afecto, no podremos menos de sentimos impresionados por la congruencia de esta fórmula con el fondo de nuestra tesis. Digamos, pues, para expresar la inspiración misma de nuestra investigación, que «un afecto cualquiera de un individuo dado muestra con el afecto de otro tanta más discordancia, cuanto más difiere la esencia del uno de la esencia del otro» (Etica, 111, 57).

Lo que con eso queremos decir es que los conflictos determinantes, los síntomas intencionales y las reacciones pulsionales de una psicosis están en discordancia con las relaciones de comprensión, las cuales definen el desarrollo, las estructuras conceptuales y las tensiones sociales de la personalidad normal, según una medida determinada por la historia de los «afectos» del sujeto.