Primera división: Analitica transcendental contin.8

 Primera división: Analitica transcendental contin.8

Así por ejemplo, la aprehensión de lo múltiple en el fenómeno de una casa, que está ante mí, es sucesiva. La cuestión es ahora si lo múltiple de esa casa es también en sí sucesivo, cosa que nadie seguramente concederá. Pero en cuanto elevo mi concepto de objeto hasta su significación transcendental, la casa ya no es una cosa en sí misma, sino sólo un fenómeno, es decir, una representación cuyo objeto transcendental es desconocido. ¿Qué entiendo pues por esta pregunta de cómo lo múltiple en el fenómeno mismo (que no es nada en sí mismo) puede 92 Los dos apartes anteriores, desde el comienzo de la prueba hasta aquí, fueron añadidos en la segunda edición. (N. del T.) estar enlazado? Aquí, lo que está en la aprehensión sucesiva es considerado como representación; y el fenómeno, que me es dado, aun cuando no es más que un conjunto de esas representaciones, es considerado como el objeto de ellas, con el cual debe concordar mi concepto, que yo saco de las representaciones de la aprehensión. Pronto se ve que, como la verdad es la concordancia del conocimiento con el objeto, sólo cabe preguntar aquí por las condiciones formales de la verdad empírica, y el fenómeno, contrapuesto a las representaciones de la aprehensión, no puede ser representado como objeto de éstas, distinto sin embargo de ellas, más que si esta aprehensión está sometida a una regla que la distingue de toda otra aprehensión y hace necesaria una especie de enlace de lo múltiple. Lo que, en el fenómeno, contiene la condición de esa regla necesaria de la aprehensión, es el objeto. Continuemos empero con nuestro tema. Que algo sucede, es decir, que algo, o un estado, que antes no era, adviene, no puede percibirse empíricamente, como no preceda un fenómeno que no contenga en sí ese estado; pues una realidad consecutiva a un tiempo vacío y por lo tanto un nacimiento no precedido por un estado de cosas anterior, no puede ser aprehendido, como no puede tampoco serlo el tiempo vacío. Toda aprehensión de un suceso es pues una percepción que sigue a otra. Pero, como en toda síntesis de la aprehensión está esto constituido como he mostrado antes en el fenómeno de una casa, resulta que no se distingue por ese medio una de otra. Mas advierto también que, si en un fenómeno, que contiene un suceso, llamo A al estado precedente de la percepción y B al siguiente, en la aprehensión el estado B sólo puede seguir a A y la percepción A no puede seguir, sino sólo preceder a B. Sea por ejemplo un barco que desciende el curso de un río. Mi percepción de su posición más baja sigue a la percepción de su posición más alta y es imposible que en la aprehensión de este fenómeno sea el barco percibido primero más abajo y luego más arriba: en la corriente. Así pues, el orden en la sucesión de las percepciones en la aprehensión es aquí determinado y ésta se halla enlazada con ese orden. En el ejemplo anterior de la casa, podían mis percepciones en la aprehensión comenzar por el tejado y terminar en el suelo; pero también podían comenzar abajo y terminar arriba y del mismo modo podía aprehender lo múltiple de la intuición empírica de izquierda a derecha o de derecha a izquierda. En la serie de estas percepciones, no había pues ningún orden determinado, que hiciera necesario empezar la aprehensión por un sitio, para enlazar empíricamente lo múltiple. En cambio, esta regla se encuentra siempre en la percepción de lo que sucede, y hace que el orden de las percepciones consecutivas (en la aprehensión de ese fenómeno) sea necesario. Así pues, en nuestro caso, tendré que deducir la sucesión subjetiva de la aprehensión, de la sucesión objetiva de los fenómenos; porque si no, aquella es totalmente indeterminada y no distingue a un fenómeno de otro. Aquella, por sí sola, no demuestra nada acerca del enlace de lo múltiple en el objeto, porque es totalmente caprichosa. Ésta, pues, consistirá en el orden de lo múltiple del fenómeno, según el cual la aprehensión de lo uno (lo que sucede) sigue según una regla a la aprehensión de lo otro (lo que antecede). Sólo por esto estoy autorizado a decir del fenómeno mismo, y no solamente de mi aprehensión, que en él se encuentra una sucesión; lo cual significa que yo no puedo disponer mi aprehensión sino precisamente según esa sucesión. Así pues, según esta regla, lo que precede en general a un suceso, debe contener la condición, de una regla según la cual siempre y necesariamente sigue ese suceso; pero, recíprocamente, no puedo retroceder del suceso y determinar (mediante aprehensión) lo que precede. Pues del momento siguiente no retrocede ningún fenómeno hacia el momento anterior; pero sí se refiere a algún momento anterior; en cambio el tránsito de un tiempo dado al tiempo determinado siguiente es necesario. Por eso, puesto que lo que sigue es algo, debo necesariamente referirlo en general a alguna otra cosa, que anteceda, y a la cual siga necesariamente, esto es, según una regla; de tal suerte que el suceso, como condicionado, indica con seguridad alguna condición, la cual determina el suceso. Supongamos que a un suceso no le preceda ninguna cosa, a la cual el suceso deba seguir según una regla; entonces toda sucesión de la percepción estaría meramente en la aprehensión, es decir, sería meramente subjetiva, pero no quedaría determinado de esa manera qué debe ser lo antecedente y qué lo siguiente de las percepciones. De este modo sólo tendríamos un juego de representaciones, que no se referiría a ningún objeto, es decir, que por medio de nuestra percepción no se distinguiría un fenómeno de otro, según la relación de tiempo, porque la sucesión en el acto de aprehender es en todas partes idéntica y nada habría en el fenómeno que la determinase de modo que quedara como objetivamente necesaria. Por lo tanto, no diré que en el fenómeno se suceden dos estados, sino sólo que una aprehensión sigue a la otra; lo cual es algo meramente subjetivo y no determina objeto alguno y por lo tanto no puede valer por conocimiento de algún objeto (ni siquiera en el fenómeno). Cuando conocemos, pues, que algo sucede, suponemos siempre que alguna cosa antecede, a la cual el suceso sigue según una regla. Pues sin esto, no diría yo que el objeto sigue; porque la mera secuencia en mi aprehensión, si no está determinada por una regla, con relación a un antecedente, no legitima una secuencia en el objeto. Así, pues, cuando mi síntesis subjetiva (de la aprehensión) la convierto en objetiva, ocurre ello siempre con referencia a una regla, según la cual, los fenómenos son determinados en su secuencia, es decir, tal como ocurren, por el estado anterior; sólo bajo esta suposición es posible la experiencia de algo que sucede. Ciertamente todo esto parece contradecir cuantas observaciones han sido hechas acerca de la marcha que sigue nuestro uso del entendimiento. Según esas observaciones, las secuencias coincidentes (percibidas y comparadas por nosotros) de muchos sucesos a fenómenos antecedentes, son las que nos conducen a descubrir una regla, según la cual, ciertos sucesos siguen siempre a ciertos fenómenos; y así tenemos ocasión de hacernos el concepto de causa. Así asentado, este concepto sería meramente empírico, y la regla que proporciona de que todo cuanto ocurre tiene una causa, sería tan contingente como la experiencia misma; su universalidad y necesidad serían entonces simplemente imaginadas y carecerían de verdadera validez universal, porque estarían fundadas no a priori, sino sólo sobre inducción. Pero ocurre aquí lo mismo que con otras representaciones puras a priori (v. g. espacio y tiempo), que si podemos extraerlas de la experiencia como conceptos claros, es sólo porque las hemos puesto en la experiencia y por medio de ellas hemos producido la experiencia. Cierto es que la claridad lógica de esa representación de una regla que determina la serie de los sucesos, como concepto de causa, sólo es posible si en la experiencia hemos hecho uso de ella; pero una referencia a la misma, como condición de la unidad sintética de los fenómenos en el tiempo, ha sido, sin embargo, el fundamento de la experiencia misma y, por tanto, hubo de precederle a priori. Se trata, pues, de mostrar, en el ejemplo que nunca en la experiencia atribuiríamos al objeto la sucesión (de un acontecimiento cuando algo ocurre que no existía antes), distinguiéndola de lo subjetivo de nuestra aprehensión, si no fuera porque una regla fundamental nos obliga a observar ese orden de percepciones, mejor que otro; e incluso que esa obligación es propiamente la que hace posible la representación de una sucesión en el objeto. Tenemos representaciones en nosotros, de las cuales podemos también adquirir conciencia. Esta conciencia, empero puede extenderse cuanto quiera y ser todo lo exacta o puntual que se quiera; siempre seguirán siendo representaciones, es decir, determinaciones internas de nuestro espíritu en esta o aquella relación de tiempo. Ahora bien, ¿cómo es que atribuimos un objeto a esas representaciones, que, además de su realidad subjetiva, como modificaciones, les conferimos no sé qué otra realidad objetiva? La significación objetiva no puede consistir en la referencia a otra representación (de aquello que se quería nombrar del objeto); pues entonces renuévase la pregunta: ¿cómo esta representación, a su vez, sale de sí misma y obtiene significación objetiva sobre la subjetiva que le es propia, como determinación del estado del espíritu? Si investigamos qué nueva propiedad proporciona a nuestras representaciones la referencia a un objeto y cuál es la dignidad que estas así reciben, hallamos que esa referencia se limita a hacer necesario el enlace de las representaciones, de una cierta manera, y a someterlo a una regla; y recíprocamente, sólo porque un cierto orden en la relación temporal de nuestras representaciones es necesario, sobreviéneles significación objetiva. En la síntesis de los fenómenos, lo múltiple de las representaciones se sucede siempre uno a otro. Por medio de esta sucesión no es representado ningún objeto, porque mediante esta sucesión, común a todas las aprehensiones, ninguna cosa es distinguida de otra. Pero tan pronto como percibo, o presupongo, que en esta sucesión hay una referencia al estado anterior, al cual sigue la representación, según una regla, entonces se me representa algo como un suceso o como algo que ocurre; es decir, conozco un objeto que debo situar en cierto lugar determinado del tiempo, que no puede ser otro, según el estado precedente. Cuando yo percibo, pues, que algo sucede, en esa representación está contenido que algo antecede, pues precisamente con referencia a este algo recibe el fenómeno su relación de tiempo, que consiste en existir después de un tiempo anterior en que no era. Pero su momento determinado, en esa relación, no lo puede recibir más que suponiendo en el tiempo anterior algo, a lo cual sigue siempre, es decir, según una regla; de donde se deduce: primero, que yo no puedo invertir la serie y hacer que lo que sucede preceda a lo que sigue, y segundo, que cuando el estado que precede está puesto, síguele necesaria e inevitablemente aquel determinado suceso. Por eso ocurre que se produce un orden en nuestras representaciones, en el cual lo presente (en cuanto ha llegado a ser) da indicación de algún estado antecedente, como un correlato -aunque todavía indeterminado- de este acontecimiento que es dado; correlato que se refiere a este acontecimiento determinado, como su consecuencia, y lo enlaza necesariamente consigo en la serie del tiempo. Ahora bien, si es una ley necesaria de nuestra sensibilidad y, por lo tanto, una condición formal de todas las percepciones, que el tiempo anterior determine necesariamente el siguiente (ya que no puedo llegar al siguiente más que por el antecedente), también es imprescindible ley de la representación empírica de la serie temporal, que los fenómenos del tiempo pasado determinen toda existencia en el siguiente y que no existan fenómenos, como sucesos, más que si otros fenómenos determinan su existencia en el tiempo, es decir, la fijan según una regla. Pues sólo en los fenómenos podemos conocer empíricamente esa continuidad en la conexión de los tiempos. Para toda experiencia y su posibilidad, hace falta entendimiento; y lo primero que éste hace no es aclarar la representación de los objetos, sino hacer posible la representación de un objeto en general. Ahora bien, esto ocurre porque el entendimiento traslada el orden temporal a los fenómenos y su existencia, reconociendo a cada uno de ellos, con el carácter de consecuencia, un lugar determinado a priori en el tiempo, con respecto a los fenómenos antecedentes; sin lo cual, el fenómeno no concordaría con el tiempo mismo que determina a priori su lugar a todas sus partes. Esta determinación del lugar, no puede sacarse de la relación de los fenómenos con el tiempo absoluto (pues éste no es objeto de percepción), sino al revés, los fenómenos deben determinar ellos mismos, unos por otros, sus lugares en el tiempo y hacerlos necesarios en el orden del tiempo, es decir, que lo que sigue o sucede debe seguir a lo que estaba contenido en el estado anterior, según una regla universal; de donde resulta una serie de fenómenos que, por medio del entendimiento, produce y hace necesarios, en la serie de las posibles percepciones, el mismo orden y la misma constante conexión que se encuentra a priori en la forma de la intuición interna (el tiempo), en donde todas las percepciones han de tener su lugar. Así, pues, la percepción de que algo sucede, pertenece a una experiencia posible, que se hace real cuando yo considero el fenómeno como determinado, según su lugar en el tiempo, y, por lo tanto, como un objeto, que puede ser hallado siempre, siguiendo una regla en la conexión de las percepciones. Esta regla, empero, para determinar algo en la sucesión del tiempo es: que en aquello que antecede se encuentra la condición según la cual sigue siempre (es decir, necesariamente) el suceso. Así, pues, el principio de razón suficiente es el fundamento de la experiencia posible, o sea del conocimiento objetivo de los fenómenos, respecto de las relaciones de los mismos en la serie sucesiva del tiempo. La demostración de esta proposición descansa exclusivamente en los siguientes puntos: A todo conocimiento empírico pertenece la síntesis de lo múltiple por medio de la imaginación, que es siempre sucesiva; es decir, las representaciones se siguen en ella siempre unas a otras. Pero la sucesión, en la imaginación, no está determinada según su orden (según lo que debe preceder y seguir) y la serie de las representaciones sucesivas puede recorrerse lo mismo hacia adelante que hacia atrás. Pero si esa síntesis es una síntesis de la aprehensión (de lo múltiple de un fenómeno dado), entonces el orden está determinado en el objeto o, hablando más exactamente, hay ahí un orden de las síntesis sucesivas, que determina un objeto y según ese orden algo debe necesariamente preceder y, puesto este algo, otra cosa debe necesariamente seguir. Si pues mi percepción ha de contener el conocimiento de un suceso, en el que algo realmente sucede, deberá ser un juicio empírico, en el cual se piense que la sucesión es determinada, es decir, que supone otro fenómeno, según el tiempo, fenómeno al que sigue necesariamente, o según una regla. En el caso contrario, si yo pusiera lo antecedente y no siguiera a ello necesariamente el entonces debería considerarlo como juego subjetivo de mis imaginaciones y, si a pesar de todo me representase algo objetivo, llamarlo mero sueño. Así, esa relación de los fenómenos (como percepciones posibles), por la cual lo siguiente (lo que sucede) es determinado según el tiempo, en su existencia, necesariamente y según una regla, por algo antecedente, esto es, la relación de causa a efecto, es la condición de la validez objetiva de nuestros juicios empíricos, en lo que atañe a la serie de las percepciones; es condición pues de la verdad empírica de esas percepciones y, por lo tanto, de la experiencia. El principio de relación causal en la serie de los fenómenos vale pues, antes de todos los objetos de la experiencia (bajo las condiciones de la sucesión), porque ese principio mismo es el fundamento de la posibilidad de semejante experiencia. Mas aquí surge ahora otra duda, que es preciso solventar. El principio del enlace causal entre los fenómenos queda limitado, en nuestra fórmula, a la serie sucesiva de los mismos; pero usándolo se encuentra que también es aplicable a fenómenos que se acompañan y que la causa y el efecto pueden ser simultáneos. Así, por ejemplo, hay en la habitación calor, que no se encuentra al aire libre. Busco la causa de esto y encuentro una chimenea encendida. Ahora bien ésta, considerada como causa, es simultánea con su efecto, el calor en la habitación. No hay pues aquí serie sucesiva de tiempo entre la causa y el efecto, sino que ambos son simultáneos y sin embargo vale la ley. La mayor parte de las causas eficientes, en la naturaleza, son simultáneas con sus efectos; y la sucesión, en el tiempo, de estos últimos es ocasionada solamente porque la causa no puede operar todo su efecto en un instante. Pero el momento en que el efecto surge, es siempre simultáneo con la causalidad de su causa, porque si esta hubiera cesado de existir un momento antes, aquél no hubiera surgido. Hay que advertir aquí que se trata del orden del tiempo y no de su curso; la relación permanece, aunque ningún tiempo haya transcurrido. El tiempo entre la causalidad de la causa y su inmediato efecto puede ser instantáneo (pueden ser ambos simultáneos); pero la relación de la una al otro sigue siendo, sin embargo, siempre determinable según el tiempo. Si veo una bola que descansa sobre un cojín produciendo un hoyito en él, y la considero como causa, esta es simultánea con su efecto. Pero yo los distingo, sin embargo, por la relación temporal del enlace dinámico de ambos. Pues si pongo la bola sobre el cojín, sigue a esto el hoyito en la superficie que antes era plana; pero si el cojín tiene un hoyito (no sé cómo) no por eso sigue a esto una bolita de plomo. Así pues, la sucesión temporal es en todo caso el único criterio empírico del efecto, con respecto a la causalidad de la causa, que antecede. El vaso es la causa de que suba el agua sobre su superficie horizontal, aunque ambos fenómenos son simultáneos. Pues tan pronto como recojo el agua en el vaso, sacándola de un recipiente mayor, sigue algo que es la alteración del estado horizontal, que allí tenía, en un estado cóncavo que toma en el vaso. Esta causalidad conduce al concepto de acción, este al concepto de fuerza y, así, al concepto de substancia. Como no quisiera mezclar mi propósito crítico, que se refiere solamente a las fuentes del conocimiento sintético a priori, con análisis que convienen sólo para la explicación (no para la ampliación de los conceptos, dejo para un futuro sistema de la razón pura la exposición minuciosa de los mismos, aun cuando semejantes análisis se encuentran en gran número ya en los conocidos libros de enseñanza de esta especie. Sin embargo, el criterio empírico de una substancia, por cuanto esta parece manifestarse no en la permanencia del fenómeno, sino mejor y más fácilmente en la acción, es cosa que no puedo dejar sin considerar. Donde hay acción y, por consiguiente, actividad y fuerza, hay también substancia, y sólo en ésta debe buscarse el asiento de esa fructífera fuente de los fenómenos. Esto está muy bien dicho; pero si se ha de explicar claramente lo que se entiende por substancia y si se quiere, al hacerlo, evitar el círculo vicioso, no es la respuesta tan fácil. ¿Cómo va a concluirse de la acción inmediatamente la permanencia del agente, cosa sin embargo que constituye un carácter distintivo tan esencial y propio de la substancia (phaenomenon,)? Sólo considerando lo que hemos dicho anteriormente, pierde su dificultad la solución de la cuestión, que sería insoluble siguiendo la manera común (que procede sólo analíticamente con los conceptos). Acción significa la relación del sujeto de la causalidad con el efecto. Ahora bien, todo el efecto consiste en lo que sucede, por lo tanto en lo mudable que el tiempo señala, según la sucesión. Así pues el último sujeto de ese mudable es lo permanente, como substrato de todo lo que cambia, es decir, la substancia. Pues según el principio de causalidad, son las acciones siempre el primer fundamento de todo cambio de los fenómenos y por tanto no pueden estar en un sujeto que cambie, porque de estar en él, exigiríanse otras acciones y otro sujeto que determinase ese cambio. En virtud de esto, la acción demuestra, como criterio empírico suficiente, la substancialidad, sin que yo haya tenido que empezar por buscar la permanencia, mediante percepciones comparadas; por este camino no hubiera además podido encontrarse con la minuciosidad que se exige para la magnitud y estricta universalidad del concepto. Pues que el primer sujeto de la causalidad de todo nacer y morir no puede a su vez (en el campo de los fenómenos) nacer y morir, es una conclusión segura, que conduce a la necesidad empírica y permanencia en la existencia, por lo tanto, al concepto de una substancia como fenómeno. Cuando algo sucede, el mero nacer, sin referencia a lo que nace, es ya en sí mismo un objeto de la investigación. El tránsito del no ser de un estado a ese estado, suponiendo que éste no encierre ninguna cualidad en el fenómeno, requiere ya por sí sólo ser investigado. Este nacer toca, como se demostró en el número A, no a la substancia (pues ésta no nace) sino a su estado. Es pues sólo alteración y no se origina de la nada. Cuando este origen de la nada es considerado como efecto de una causa extraña, llámase creación, la cual no puede admitirse como suceso entre los fenómenos, ya que su sola posibilidad suprimiría la unidad de la experiencia, aun cuando, si considero todas las cosas no como fenómenos, sino como cosas en sí y como objetos del mero entendimiento, pueden, aun siendo substancias, ser sin embargo consideradas como dependientes, según su existencia, de una causa extraña; pero esto traería consigo unas significaciones muy diferentes de las palabras y no se aplicaría a los fenómenos, como objetos posibles de la experiencia. De cómo, en general, algo pueda ser alterado; de cómo sea posible que a un estado en un punto del tiempo pueda seguir otro estado contrario en otro punto del tiempo, no tenemos a priori el más mínimo concepto. Para tenerlo, es menester el conocimiento de fuerzas reales, conocimiento que no puede ser dado más que empíricamente, v. g. el de las fuerzas motrices, o, lo que es lo mismo, de ciertos fenómenos sucesivos (como movimientos) que manifiestan esas fuerzas. Pero la forma de todo cambio, la condición bajo la cual tan sólo este cambio puede realizarse como un nacer de otro estado (sea cualquiera el contenido del cambio, es decir, el estado que es cambiado), y, por lo tanto, la sucesión de los estados mismos (lo sucedido) puede ser considerada a priori según la ley de la causalidad y las condiciones del tiempo93. Cuando una substancia pasa de un estado a a otro b, el momento del segundo es distinto del momento del primer estado y sigue a éste. De igual manera, el segundo estado, como realidad (en el fenómeno), es distinto del primero, en que no había esta realidad, del mismo modo que b es distinto de cero; es decir, que aunque el estado b no se distinguiera del estado a más que por la magnitud, el cambio es, siempre un nacer de b-a, el cual no existía en el anterior estado y con respecto al cual el anterior estado es igual a 0. 93 Adviértase bien que no hablo del cambio de ciertas relaciones en general, sino del cambio de estado. Por eso, cuando un cuerpo se mueve con movimiento uniforme, no altera en nada su estado (de movimiento); pero sí, cuando su movimiento aumenta o disminuye. Se pregunta, pues, cómo una cosa pasa de un estado = a a otro = b. Entre dos momentos siempre hay un tiempo y entre dos estados en esos momentos hay una diferencia que posee una magnitud (pues todas las partes de los fenómenos son, a su vez, siempre magnitudes). Así, pues, todo tránsito de un estado a otro, sucede en el tiempo que está contenido entre dos momentos, el primero de los cuales, determina el estado de donde sale la cosa, y el segundo, el estado a que llega. Ambos, pues, son límites del tiempo de un cambio y, por tanto, del estado intermedio entre los dos estados, y, como tales, forman parte del cambio total. Ahora bien, todo cambio tiene una causa que muestra su causalidad en todo el tiempo en que se realiza aquél. Así, pues, esa causa no produce el cambio súbitamente (de una vez o en un momento) sino en un tiempo, de suerte que así como el tiempo aumenta desde el momento inicial a hasta la terminación en b, también la magnitud de la realidad (b-a) es engendrada por todos los pequeños grados contenidos entre el primero y el último. Todo cambio, pues, es sólo posible por una continua acción de la causalidad, la cual, en cuanto es uniforme, llámase momento. El cambio no consiste en estos momentos, sino que es causado por ellos como su efecto. Ésta es la ley de la continuidad de todo cambio, cuyo fundamento es éste: que ni el tiempo ni el fenómeno en el tiempo consisten en partes mínimas y que, sin embargo, el estado de la cosa en su cambio, pasa por todas esas partes, como elementos, hasta su segundo estado. No hay ninguna diferencia de lo real en el fenómeno, como tampoco hay diferencia en la magnitud de los tiempos, que sea la diferencia mínima, y así, el nuevo estado de la realidad, se produce sobre el primero, en que no se hallaba, pasando por todos los infinitos grados de la misma, cuyas diferencias son en todos más pequeñas que la que media entre 0 y a. No nos importa aquí saber la utilidad que esta proposición tenga en la investigación de la naturaleza. Pero ¿cómo una proposición como ésta, que parece ampliar nuestro conocimiento de la naturaleza, es totalmente a priori? Esto exige ser examinado, aun cuando a primera vista se advierte que esa proposición es real y exacta y podrá creerse superflua la cuestión de cómo ha sido posible.