Psicología y Derechos Humanos: El sentido del juicio a las Juntas militares, a treinta años de su realización – PERSPECTIVAS

Psicología y Derechos Humanos

PERSPECTIVAS: El sentido del juicio a las Juntas militares, a treinta años de su realización

LUIS ACEBAL 

Tres décadas han pasado ya desde la realización del juicio a los mandos militares que dirigieron y llevaron a cabo la política represiva más cruel que, hasta ese momento, había soportado la Argentina.

No había antecedentes en el mundo de que el poder civil, en nuestro caso, consagrado democráticamente en las urnas tras la derrota post Malvinas y la consiguiente retirada del poder militar, enjuiciara a los responsables de la represión llevada adelante desde el corazón mismo del estado nacional.

Sin duda, fueron días históricos, signados por la presión, las amenazas y la convicción de que la realización del juicio era la salida democrática ineludible que no podía permitirse vacilaciones o demoras.

En los tiempos vertiginosos que recorren la historia argentina, treinta años parecen tal vez suficientes para olvidar, o amortiguar la importancia trascendente de ese hecho que hoy queremos analizar brevemente.

Y nos parece necesario enmarcar nuestro pequeño análisis en los días previos a la sustanciación del llamado juicio a las Juntas. Con un poder militar intacto, que se había replegado, entregado el gobierno y parte, no todo del poder que ejercía, y una opinión pública estremecida y sacudida por las revelaciones sobre el destino y la muerte sufrida por miles y miles de compatriotas. A esto hay que agregarle la emergencia y fortaleza cada vez más creciente de los organismos de Derechos Humanos y un estado de movilización y debate ciudadano con pocos antecedentes.

En un país acostumbrado a los golpes de estado y las interrupciones más o menos constitucionales de los períodos presidenciales, la marca distintiva del gobierno militar del periodo 1976/1983 se había constituido en conformarse no sólo como la más violenta y brutal práctica represiva conocida.

A la vez, había sido la más sistemática, planeada y eficaz agresión no solo contra el tejido social que constituía el colectivo nacional, sino contra los psiquismos individuales de cada uno de los ciudadanos, a quienes se busco desorientar, aterrar y dirigir con una eficacia probada.

La ruptura del lazo social, el buscado incremento de las conductas paranoicas individuales, la diseminación del terror, la supresión de las identidades y la represión inmotivada fueron las características de esa época, y sus consecuencias fueron y han sido transmitidas durante mucho tiempo.

Los miles y miles de víctimas de lo que entonces empezó a conocerse como terrorismo de Estado, junto a una opinión pública expectante, acompañaron la idea y la realización de enjuiciar a los máximos responsables militares de esa política.

Frente a los números que por ese entonces intentaban dimensionar la magnitud de la tragedia: 30.000 desaparecidos, miles de exiliados, y las nuevas palabras que la cultura acuñaba para rodear conceptos hasta entonces desconocidos, como detenido-desaparecido, exilio interior, etc. ¿Cuál era la validez del juicio?

¿Por qué despertaba entonces la adhesión que efectivamente logró, y por que treinta años después, conviene acercarse a ese fenómeno irrepetible?

La respuesta es fundante para entender como un estado democrático opera en relación a las víctimas.

Y si bien desde planteos ideológicamente radicalizados siempre se intenta minimizar la importancia del juicio, esta no resultó, bajo ningún punto de vista, ni banal ni intrascendente.

Porque la pregunta sobre cómo se puede resarcir a la víctima de un delito, si bien el caso citado tiene las dificultades propias del abordaje de un delito cometido desde las propias estructuras estatales, puede trasladarse a la cuestión sobre cómo actuar con quién ha sufrido un perjuicio al realizarse la comisión de un delito.

Y la ciencia victimológica, con escasas cuatro décadas de aparición, puede aportar datos sobre este tema.

A la pregunta sobre que puede esperar una víctima, es necesario responder haciendo antes algunas consideraciones previas sobre el mismo origen del delito. Si bien el caso del terrorismo de estado tiene una especificidad y una densidad propia y característica, el delito parece constituir una parte fundante de la sociedad, con la cual debemos convivir sin naturalizar su existencia.

Probado entonces que la políticas criminales exitosas son aquellas que bajan la tasa delictual, puesto que su eliminación es un imposible, al haber delito necesariamente habrá victimas.

La víctima en tanto tal, sufre un doble perjuicio. En lo individual ve atacada su estructura psíquica al ser objeto de un daño impensado y repentino, de cuyas secuelas deberá reponerse. Y como integrante de un colectivo social más amplio, ve afectada la relación contractual que la une a la sociedad misma.

Y este perjuicio doble, por otra parte se articula necesariamente, ya que mientras más rápido se pongan en función y se muestren eficaces los mecanismos punitivos del estado para reparar el daño causado a la víctima por su agresor, más rápidas y mejores condiciones objetivas se manifiestan para así poder trabajar intrapsiquicamente en las consecuencias del daño causado.

Siguiendo a Sigmund Freud, podemos afirmar que la vida en sociedad y la constitución misma de los aparatos legales del estado son un enorme esfuerzo cultural de la especie humana para poner un límite a los verdaderos deseos que la impulsa, que no son otros que la destrucción del semejante. 

Los dispositivos legales-punitivos se conforman mediante una renuncia pulsional que delega en una construcción artificial del hombre la necesaria reparación del daño causado por quien ha desafiado la legalidad vigente y por ende, debe ser de alguna manera castigado.

El largo camino desarrollado por las ciencias penales y el estudio criminológico ha desandado la idea de la pena de muerte, los castigos corporales y ha dejado casi como única alternativa la privación de la libertad como forma de penalización.

Sin tomar partido por este hecho, el juicio de quien afectó los derechos individuales de otra persona (víctima) y la condena sub siguiente, si esta correspondiera, se tornan así en, prácticamente, la única retribución percibida, que se efectúa en el plano simbólico, para quien ha sido afectado por la comisión del delito.

Ahora bien, es sabido que la dictadura militar actuó no utilizando toda la pesada maquinaria estatal para efectuar su cometido. A cambio de ello, prefirió disimular su accionar y disfrazarlo al tiempo que lo negaba.

Viviendo la cruel paradoja de quienes se presumía debían defender al ciudadano lo atacaban y mataban, al tiempo que negaban esta acción, el ciudadano quedaba aislado y confrontado a la violencia tanto de la mentira que se le intentaba hacer pasar por verdadera como al desamparo en que quedaba frente a la violencia que lo golpeaba.

De allí que la restauración democrática haya traído el alivio de un funcionamiento diferenciado de la justicia, volviendo a ser ella pensada como uno de los tres poderes de la república y no como parte integrante y fundamental del desamparo y la complicidad frente a la violencia reinante.

Si el normal funcionamiento del poder judicial es un requisito indispensable para la salud republicana, al mismo tiempo lo es para que las víctimas del delito reciban de una manera más o menos ordenada la retribución en el plano simbólico que reparara, al menos parcialmente, el daño ocasionado.

La enorme importancia que a treinta años de su efectivización adquiere el juicio a las juntas está dado justamente en que como pocas veces, la sociedad sintió que pese a haber sido brutalmente castigada, atacada con una violencia desconocida hasta ese momento e intentado ser llevada al aislamiento y la soledad, la retribución simbólica representada por la frase “juicio y castigo” venía a reparar esa inmensa herida del cuerpo social abierta por el terrorismo de estado.

Treinta años después, y al parecer afortunadamente dejadas atrás las épocas de la brutalidad de los tiranos ¿hay una mejora en cuento al tratamiento de las víctimas?

Y si bien la respuesta es larga, compleja y tiene varios y sustanciales puntos que pueden permitir una respuesta favorable, el telón de fondo sobre el que se formula esta pregunta al parecer permanece inmutable.

Cuando el estado declina su poder punitivo alegando para esto pretextos ideológicos, no solo es esperable la emergencia de la violencia social como muestra sintomática de la emergencia de lo pulsional reprimido. También se condena al olvido a las víctimas del delito, negándoles su retribución simbólica y obligándolas a realizar un trabajo psíquico mucho más arduo y doloroso.

FUENTE:

Intersecciones Psi – Revista Electrónica de la-Facultad de Psicología de la UBA (Año 5 – Número 15 – Junio de 2015)