Psicología Evolutiva: Educación sexual (6 a 12 años). Hablar sobre la sexualidad

La educación sexual de niñas y niños de 6 a 12 años
(Autoras: Graciela Hernández Morales, Concepción Jaramillo Guijarro)

5- Hablar sobre la sexualidad.

Deseos y ensoñaciones:

Las niñas y los niños conforman su visión de la sexualidad a partir de imágenes e ideas que no siempre concuerdan con lo real. Imaginemos a un grupo de niños que, en el patio de su colegio, gritan los nombres de diversas técnicas sexuales que han oído nombrar. Con esta manera de actuar, ellos pretenden llamar la atención y dar a entender que saben mucho sobre sexualidad. De este modo, muestran al mundo un ideal de disfrute y placer empobrecido que, si lo interiorizan como si fuera el mejor horizonte posible, les llevará a vivir experiencias desagradables o vacías cuando, en realidad, querrán sentir algo extraordinario.
Y, de este modo, caen en una especie de trampa que pone coto a su deseo de nombrar y satisfacer su propia curiosidad hacia lo que hacen dos personas adultas cuando juntan sus cuerpos en la intimidad. En una clase con niñas y niños de 11 y 12 años, la maestra les dio la oportunidad de preguntar todo aquello que quisieran sobre sexualidad. En medio de esta reflexión, uno de los chicos más mayores, tomó la palabra para decir que él no necesitaba hablar de sexualidad, le bastaba pagar a una prostituta para saberlo todo. El chico esperaba una bronca por su provocación, pero la maestra simplemente le dijo: ¿Es esa la sexualidad que quieres vivir? Él se quedó pensativo, sin saber qué decir.
En esta visión tecnicista de la sexualidad, las prácticas coitales tienen especial relevancia.
De hecho, es habitual pensar que relación sexual y coito son sinónimos. Por ejemplo, ¿qué se nos pregunta realmente cuando alguien manifiesta curiosidad por la primera vez que hemos tenido una relación sexual? En el fondo, tanto si esta pregunta nos la hace un médico o una amiga, suele hacer referencia a la primera relación coital que hayamos tenido. A veces, se asimila el coito a una relación sexual completa, como si a las otras maneras de vivir la sexualidad les faltara algo.
Esta idea lleva a muchas niñas y niños a sentir que no tienen sexualidad sólo porque no practican el coito, que la sexualidad es algo que empieza a formar parte de un ser humano a partir de los 16, 18 ó 20 años. Les lleva, además, a interiorizar una serie de ideas equivocadas. Piensan, por ejemplo, que es difícil vivir una sexualidad adulta, placentera, sana y completa sin coito. O también, que el orgasmo se alcanza a través del coito, minusvalorando otras formas de llegar a sentirlo, y ocultando que las mujeres tienen un clítoris y, por tanto, una respuesta sexual diferente. O, finalmente, pueden sentir que una relación sexual entre dos hombres, y más aún entre dos mujeres, es una relación incompleta, sin sentido.
Asimismo, tal como ven en muchas películas y en diferentes cuentos, es común que niñas y
niños interioricen la idea de que los sentimientos amorosos garantizan un intercambio fluido y sin aristas. Aprenden que no es necesario expresar los miedos, los gustos, los deseos y las necesidades ni descubrir la sensibilidad del otro o de la otra para hacer posible una buena relación y, por tanto también, una buena relación sexual. De modo que, si sus primeras relaciones amorosas y sexuales no fluyen con la armonía con la que se lo habían imaginado, interpreten este hecho como signo ineludible de falta de amor, y no simplemente como necesidad de conocerse mejor.
Del mismo modo, es común que crean que la belleza o determinados atributos del cuerpo de
una mujer garantizan una buena relación sexual, o también, que los chicos que no se sienten irresistiblemente atraídos por este tipo de mujeres son “maricas” y no simplemente más libres.
Por otra parte, suelen pensar que es posible saber todo sobre la sexualidad, como si ésta fuera un compendio de contenidos que se aprenden y asimilan de una vez para siempre. Sin embargo, la sexualidad nunca termina de aprenderse porque va tomando diferentes formas y matices a lo largo de cada vida y, en este sentido, sus posibilidades son infinitas. La madurez no es saberlo todo, sino adquirir la capacidad para escuchar y escucharnos, hacer y disfrutar como queremos y sentimos, sin hacer ni hacernos daño.
Todas estas ideas, junto a otras muchas que iremos desgranando a lo largo de este texto,
dan lugar a que muchas niñas y niños planteen, más que deseos, ensoñaciones. O sea, que formulen un ideal de sexualidad desconectado de sus propias vivencias, de lo que les dice su propia piel. Por ejemplo, son ideas que pueden hacen que una chica ‘se obligue’ a tener un coito con su novio sin sentir que es eso realmente lo que quiere, sin respetar a su cuerpo y a sus emociones que aún no están preparados para este tipo de prácticas, sin ni siquiera preguntarse por sus propios deseos.
Por eso, es muy importante que tengan en su educador o educadora, a alguien con quien expresarse cómo son, qué sienten y qué les pasa realmente, a alguien con disposición para contarles también cómo es, qué siente y qué le pasa. Entrar en contacto con lo que nos ocurre de verdad es un buen comienzo para poder comprender que lo real es precisamente eso y no eso otro que ven en el cine o que oyen en el patio del colegio.

Crear un clima de confianza:

Para expresar libremente sentimientos, percepciones o deseos, hace falta que exista un clima de confianza, un lugar y una relación donde una o uno se sienta bien. Cuando los niños y las niñas tienen la seguridad de que se les va a tomar en serio, saben que lo que cuenten no va a ser utilizado para controlarles o amenazarles o que lo que dicen no va a ser sentenciado o ridiculizado, entonces es más fácil que se sientan a gusto, se abran y empiecen a confiar sus cosas a la persona adulta que esté a su lado.
No es lo mismo, por ejemplo, reírse, enfadarse o ridiculizar a una niña de 8 años cuando nos dice que le gusta alguien de su clase, que escucharla atentamente, tomarse en serio lo que siente y contarle cosas que nos pasaban cuando teníamos su edad. Con la primera reacción es probable que esta niña no nos vuelva a hablar de sus sentimientos amorosos mientras que, con la segunda, las posibilidades de que nos siga contando lo que le ocurre son más altas.
No es extraño que expresen lo que les preocupa sobre la atracción, el amor o determinados
cambios de su propio cuerpo, con cierto temor o vergüenza. Es como si estuvieran pensando ‘¡a ver qué me van a decir ahora que he soltado esto que llevaba dentro!’.
Las niñas y los niños necesitan compartir sus inquietudes con personas adultas de confianza, pero necesitan también sentir que se respeta su intimidad. Todo el mundo necesita tener su propio espacio, sus secretos, su intimidad. Esto es lo que hace que algunas criaturas se muestren airadas cuando sus mayores indagan demasiado en sus cosas. Una niña le dice a su madre: ‘¿es que te estoy preguntando todo el día cómo te va en tu trabajo?’
No es lo mismo el silencio que la mudez. El silencio tiene que ver con el deseo de no compartir alguna experiencia o de dejarla reposar hasta encontrar las palabras adecuadas. La mudez, en cambio, tiene que ver con el miedo a decir, con el temor a que lo que les inquieta sea mal acogido.
Crear un clima de confianza facilita que nos cuenten aquello que necesiten contar sin miedo.
Una cosa es acompañar, estar cerca y conocer qué le pasa a cada criatura, y otra bien diferente es atosigarla, vigilarla y controlarla.

Atender la singularidad:

Las criaturas distinguen bien cuando una persona adulta se interesa realmente por lo que ellas son y sienten a la hora de tratarlas o incluso de ponerles límites. Por ejemplo, un niño siente claramente que no es igual la actitud de un tío que le echa una bronca por mirar con interés y ansiedad a una mujer desnuda en una revista, que la de su padre que se acerca a él, escucha sus sensaciones, le habla sobre la atracción que todas y todos sentimos alguna vez hacia otras personas y le explica la necesidad de abordar ese sentimiento sin tratar a las mujeres como objetos ni haciéndose daño a sí mismos.
Cada criatura es única, no hay una única manera correcta de ser y, por eso mismo, no se puede hablar de fórmulas universales para educar la sexualidad. Por ejemplo, con 11 años, hay niñas que aún están jugando con muñecas mientras que otras están más pendientes de la seducción o de los juegos amorosos; algunas tienen aún cuerpos de niñas mientras que otras parecen casi adultas; a algunas les gusta hacer deporte mientras que otras prefieren un buen baño de sol, etc. Con la incorporación de niñas y niños de otros países en las escuelas y en los barrios, esta disparidad es aún mayor.
Es importante educarles para que no tengan miedo de expresar su diferencia y de relacionarse con la diferencia de las y los demás. Una buena manera de iniciar esta tarea es interesándonos por su singularidad y mostrando abiertamente la nuestra. Esto no siempre es fácil porque, mostrarnos tal como somos o tal como vamos siendo, implica riesgo. Nunca sabemos a ciencia cierta cómo nuestras palabras, nuestros gestos o nuestros deseos repercutirán en el otro o en la otra. Pero es un riesgo que vale la pena, porque posibilitan relaciones reales en las que, al poner en juego lo que realmente somos, somos más libres.

Estimular, proponer e informar:

Hay una pregunta que suele estar presente en la cabeza de muchas personas que educan a
niñas y niños: ¿Tenemos que esperar a que nos pregunten y muestren curiosidad por la sexualidad, o es mejor hablar de ella antes de que manifiesten interés por la misma? Habrá momentos para estimular y proponer y otros para responder a sus preguntas.
A veces, la opción de no hablar de sexualidad hasta que muestren un gran interés, lleva a la niña o al niño a sentir que a la persona adulta que les acompaña no le gusta hablar de estas cuestiones y, por tanto, dejan de preguntar o expresar su curiosidad, en una especie de círculo vicioso.
De este modo, cuando sus mayores logran saber algo sobre alguna de sus inquietudes, él o ella ya la habrán planteado en otros lugares, obteniendo respuestas que podrán ser estimulantes, pero también confusas o negativas.
Con 7 u 8 años, ya han descubierto que a determinadas palabras les rodea un misterio difícil de desentrañar, prestan una especial atención cuando oyen las palabras sexo o sexualidad porque quieren entender ese enigma. Pero, con frecuencia, cuando hacen algún comentario o piden que se les aclare alguna cuestión, presencian risas nerviosas, evasivas o silencios. Estas reacciones hacen que sus muestras de curiosidad dejen de ser espontáneas y se mezclen con un poco de miedo o precaución: se acercan, tantean, vuelven a alejarse. Por ejemplo, un niño pregunta algo relacionado con la sexualidad a su madre, pero cuando ésta le responde, él se comporta como si realmente no le interesara.
Los niños y las niñas captan cuando a una persona adulta no le resulta fácil abordar cuestiones relacionadas con el cuerpo, el amor o el placer. A veces, prefieren no preguntar para no crear una situación que genere tensión en su madre o en su maestro. Contarles nuestro pudor, miedo o vergüenza es un buen modo de mantener viva la comunicación, es posibilitar un intercambio real, poniendo en la mesa lo que realmente somos, y dando la posibilidad para que ella o él también expresen sus dificultades para hablar de sus inquietudes.
Una madre fue a la pediatra con su hija de 9 años. La doctora le preguntó si ya había hablado con claridad de sexualidad con la niña. La madre le comentó que le había hablado de cómo se tienen los hijos y las hijas, de la regla y otras cuestiones por el estilo. Entonces, la pediatra preguntó a la niña: ‘¿a ti te parece que tu madre habla bastante sobre todo esto contigo?’ Y la niña contestó que no. Esta niña había ido retrayéndose a la hora de compartir sus dudas, reflexiones, sentimientos porque, en realidad, no sentía que su madre estuviera cómoda cuando mantenían una conversación sobre sexualidad. La madre fue capaz de explicar a su hija por qué se sentía así y este fue el hilo del que tiraron para empezar a hablar sobre estas cuestiones.
No es necesario esperar a que tengan una gran madurez para hablar sobre sexualidad. Ocurre
más bien al contrario, proponerles determinados temas de conversación, hace que maduren, crezcan, se estimulen. Dar información sexual no es adelantarse a los acontecimientos ni estimular una sexualidad que no sea acorde a su edad. Es permitir que comprendan qué les pasa a sus cuerpos, que lo vivan con salud, creatividad y alegría, y que den nombre a sus sensaciones y deseos.
Siempre va a ser mejor que tengan información y conocimientos adecuados a que sacien su
curiosidad con lo que descubren en cualquier lugar. Pero dar información no es algo que se haga de una vez para siempre, con una simple charla. Es probable que tengamos que repetir y volver a repetir si queremos que la niña o el niño integren lo que le explicamos y sepan relacionarlo con su vivencia cotidiana, sobre todo si esta información choca con las ideas distorsionadas que aprenden en otros lugares. Si nos resulta difícil hacerlo en primera persona, siempre podemos buscar lugares y personas que sí lo puedan hacer de forma adecuada.
Anticiparnos a sus propias preguntas, siempre en su justa medida, es un modo de abonar el
terreno para que sientan que pueden compartir lo que quieran. Lo mismo ocurre cuando nos tomamos en serio sus preguntas. Las respuestas cercanas, directas, claras y concretas alimentan su curiosidad, su interés por seguir indagando sobre todo aquello que les rodea.
Una tutora de cuarto de secundaria preguntó a su alumnado sobre qué quería hablar a lo largo del curso. La gran mayoría respondió: ‘de cualquier cosa, menos de drogas o sexualidad’. ¿Qué ha pasado para que dejaran de interesarse por la sexualidad? Probablemente un poco de cada cosa de las que hemos ido desgranando en este capítulo. Quizás, también, las y los adultos que les han hablado de sexualidad, han puesto el acento de su reflexión en los riesgos y no en la sexualidad en sí misma, o han tratado la sexualidad como una cuestión biológica o técnica sin ahondar en reflexiones, vivencias y preocupaciones reales del alumnado. En fin, estos chicos y chicas han sentido que se les ha hablado de otra cosa diferente de la que les interesaba.

Escuchar:

Decimos que una persona está en su centro cuando es capaz de reconocer qué quiere y qué no quiere, qué le gusta y qué no le gusta, y sabe dar valor a todo esto que le sucede en sus relaciones.
Estar en su centro no es lo mismo que encerrarse en sí o entrar en una lógica egoísta. Es simplemente tener la posibilidad de relacionarse con las otras personas sin negar su cuerpo, sus deseos o sus sentimientos. Aprender a encontrar su propio centro es uno de los fundamentos de una sexualidad libre y sana.
Sin embargo, es tanta la presión que viven las niñas y los niños para que sientan y sean de una determinada manera que no es extraño que en un momento determinado de sus vidas dejen de saber qué quieren o qué les gusta, reproduciendo lo que les han dicho que deben querer y sentir. Y esto no es muy diferente a lo que nos ha pasado a la mayoría de las personas adultas.
Es habitual que digan ‘no sé’ cuando se les pregunta por sus sentimientos en una situación
determinada. A veces, esta respuesta nos da cuenta de su confusión, mientras que otras veces responde a un cierto miedo a decir abiertamente lo que realmente les pasa por si les decimos que no está bien sentir o ser así.
En una clase de 6º de Primaria, algunos niños hablan del cuerpo femenino como si fuera simplemente un objeto a invadir. Las niñas se callan y no responden. La educadora siente rabia ante ese silencio y dice: ‘Pero bueno, ¿las chicas, qué pensáis? Tenéis que hablar, porque si no…’ Pero, las chicas siguen en silencio, y ese silencio, tras la intervención de la educadora, se vuelve más tenso aún.
La educadora, marcada por su propia historia, interpreta este silencio femenino como sumisión y aceptación de lo que estos chicos dicen y, por ello, les propone una respuesta contundente para ‘poner las cosas en su sitio’. O sea, les dice lo que tienen que hacer sin indagar bien en lo que ellas realmente sienten y quieren, sin escucharlas.
Estas niñas no se habían callado por sumisión a los niños, tal como probablemente ocurre en
otras situaciones. En este caso, ellas querían hablar de sus propias experiencias e inquietudes en relación a la sexualidad en vez de contestar a estos niños, querían que, por una vez, se les diera protagonismo por sí mismas, no a través de cómo ellos las tratan.
Hay que hilar fino para escuchar y atender bien lo que realmente sucede a cada niña y a cada niño. Si esta educadora quiere que las niñas no vivan sus relaciones amorosas ‘descentradas’, poniendo el centro de sí mismas en otras personas, olvidándose de lo que realmente desean, tendrá que empezar a ayudarlas a reconocer en cada contexto y situación su propio deseo: qué les gusta, qué quieren, etc.
Los niños, en general, parecen más seguros. Pero, muchos de ellos, con esta actitud no hacen más que reproducir un modelo marcado por otros que a menudo tampoco se corresponde con lo que sienten y viven. De hecho, muchos ni siquiera saben qué desean porque les faltan referentes, imágenes o palabras para poder decírselo a sí mismos y a las demás personas.
La escucha es fundamental para romper este círculo vicioso. Escuchar es estar en disposición de entender de verdad qué vive, qué le pasa y qué desea la niña o el niño. Esto supone dedicarles tiempo para que puedan expresar, por ejemplo, los celos que sienten hacia el novio de su madre, el miedo a que su mejor amiga no les preste la suficiente atención el día de su cumpleaños, o su tristeza por creer que no gustan. Es también dar tiempo para que puedan expresar y podamos entender qué es realmente lo que quieren saber cuando nos hacen determinadas preguntas, qué les mueve a cuestionarse determinadas cosas, qué inquietud o preocupación tienen.
La escucha implica una actitud de apertura y aceptación. Por ejemplo, si a un niño que nos
cuenta que tiene celos del novio de su madre, le decimos que no tiene por qué sentir eso, ya que su madre siempre lo querrá igual, este niño dejará de hablar sobre ese sentimiento porque habrá percibido que no aceptamos lo que él siente. Esto no significa que no debamos decirle que su madre lo querrá de todos modos, sino que es mejor decírselo en un momento más adecuado, después de que él haya podido entender y profundizar en lo que le pasa.
Una madre solía desnudarse delante de su hija en casa. A su hija le gustaba verla así. Pero un día fueron juntas a la playa donde la madre decidió hacer top-less. La niña, al ver a la madre, se ruborizó, no quería que ella mostrara sus pechos en público. La madre, al darse cuenta, se volvió a poner el sujetador. Al pasar el rato, la niña se relajó y dijo a la madre que no le importaba que se lo quitara. Esta mujer supo aceptar lo que vivía su hija sin juzgarla y, de este modo, la niña pudo vivir bien su proceso.
Escuchar es la única manera que tenemos para enseñarles a escucharse y a no tener miedo o
vergüenza de sí, de lo que tienen dentro. No se trata sólo de escuchar sus palabras, sino también sus gestos o sus juegos. La escucha y la empatía les ayuda a desatascar sentimientos, entender qué les pasa y encontrar la manera de situarse ante las situaciones difíciles sin imponerse pero sin negar lo que realmente sienten.
Una niña de 11 años ve una escena en televisión en la que una pareja se besa. Su madre está
delante y, para disimular la tensión que esa escena le genera, empieza a hablar de otras cosas. La madre ni se ríe de la situación ni le dice que no tiene por qué sentirse así. Simplemente deja pasar el tiempo, hasta que encuentra un momento en el que ambas están especialmente a gusto para contarle el pudor y la vergüenza que ha sentido a lo largo de su vida cuando ha visto escenas de amor.
De esta manera, le hará saber a la niña que entiende lo que siente y le dará la oportunidad de que hable de lo que le pasó ese día si ese es su deseo.
Escuchar es un proceso que no se da de una vez para siempre. Los niños y las niñas cambian
constantemente, viven nuevas experiencias y sensaciones. Por ejemplo, una madre cuenta que su hijo, con 7 años, no sentía ningún interés por conocer a las niñas ni por jugar con ellas. A esta mujer le costó un tiempo aceptar ese desinterés por parte de su hijo y, cuando ya lo tenía asumido, él le dijo que le gustaba mucho una niña de su clase.

Dar palabras:

En la escucha es fundamental entender qué significados dan a las palabras que usan. Qué nos
quiere decir, por ejemplo, una niña de 10 años cuando dice ‘Pedro es mi novio’. Probablemente esté dando a la palabra ‘novio’ unos significados diferentes a los usados por las personas adultas, esté haciendo referencia al juego que ella juega con Pedro, un juego que le permite ensayar e imaginar qué es una pareja.
Cuando dicen palabras o expresiones que han escuchado de sus mayores, es necesario ayudarles a incorporarlas a su propio lenguaje de un modo claro, sin confusiones. Por ejemplo: si una niña dice que su hermana está en la edad del pavo, preguntarle ‘¿qué es eso de la edad del pavo?’ es un modo de ayudarla a decir realmente lo que quiere decir.
En este proceso, es importante también regalarles palabras. Son esenciales todas aquellas que les sirven para nombrar el conjunto de su cuerpo, sin tener que echar mano de palabras que ocultan, ridiculizan o hacen ostentación de la genitalidad humana. En un juego de contacto, una niña llora y se queja de que le habían tocado “sus partes”. La educadora le pregunta: ‘¿te refieres a la vulva?’. El conjunto de la clase se siente aliviada: ¡tienen una palabra para nombrar lo que quieren nombrar!
Asimismo, necesitan palabras para expresar sus ideas y sentimientos. Esto les permite también preocuparse por niños y niñas de su misma edad y abordar los conflictos que puedan surgir. Una niña dice a su maestra que ha visto a un niño peleándose con otro. Al escuchar esto, el niño en cuestión dice: ‘no te preocupes porque ya lo hemos solucionado’. Y la maestra le pregunta: ‘¿lo habéis solucionado bien, estáis los dos a gusto, habéis hablado? y él dice que sí. Con estas preguntas, la maestra ayuda a este niño a poner palabras a lo que ha vivido. Y, del mismo modo, a hacerse con palabras que le podrán ayudar a expresar lo que siente o lo que le ocurre en otras ocasiones.
Un niño, cuando tenía 8 años, al ver una película de amor decía a su padre ‘van hacer el amor, ¡qué rollo!’ y, cuando la pareja protagonista se besaba decía: ‘¡Míralo, te lo dije!’. Para este niño besar y ‘hacer el amor’ eran sinónimos. Más tarde, con 9 y 10 años, empezó a usar otra palabra: ‘follar’. De algún modo, él sabía que esa palabra remite a algo más duro que ‘hacer el amor’ o besarse.
De hecho, algunas veces, acompañó el sonido de esta palabra con determinados gestos en la
almohada. Es más, este niño, como otros muchos, ha relacionado su masculinidad y el hacerse mayor con lo que rodea la palabra ‘follar’. Y todo esto lo ha ido aprendiendo por imitación y, por eso, probablemente no termina de comprender que, cuando se expresa así, hace referencia a encuentros sexuales en los que no se tienen en cuenta los sentimientos y necesidades de la otra persona.
Entender el sentido y el significado de cada palabra que usan, les da una mayor capacidad para imaginar y nombrar lo que quieren realmente vivir y no quedarse en simples ensoñaciones. Se trata de partir de sus palabras, de sus vivencias y de sus inquietudes para estructurar la información y organizar su conocimiento.

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