Psicología y Pedagogía, Jean Piaget. Génesis de los nuevos métodos

Psicología y Pedagogía, Jean Piaget.

CAPÍTULO IX 

LA GÉNESIS DE LOS NUEVOS MÉTODOS

LOS PRECURSORES 

Si los nuevos métodos de educación se definieran por la real actividad que postulan en el niño y por el carácter recíproco de la relación que establecen entre los sujetos a educar y la sociedad a que están destinados, nada habría menos nuevo que tales sistemas. Casi todos los grandes teóricos de la historia de la pedagogía han entrevisto uno u otro de los múltiples aspectos de nuestras concepciones. 

Que la mayéutica de Sócrates es una llamada a la actividad del alumno más que a su docilidad es evidente, como también lo es que la reacción de Rabelais y de Montailne contra la educación verbal y la disciplina inhumana del XVI ha conducido a finas intuiciones psicológicas: papel real del interés, observación indispensable de la naturaleza, necesidad de una iniciación en la vida práctica, oposición entre la comprensión personal y la memoria (“Saber de memoria no es saber”), etc. Sin embargo, como demostró Claparède en un conocido articulo de la Revue de métaphysique et de morale (mayo de 1912), estas observaciones, y lo mismo las de Fénelon, Locke y otros, sólo son fragmentarias; por el contrario, en Rousseau encontramos una concepción de conjunto cuyo valor sorprende hoy tanto más cuanto que no ha sido inspirada por ninguna experiencia científica y su contexto filosófico ha impedido a menudo juzgarla objetivamente. 

Precisamente a causa de sus convicciones sobre la excelencia de la naturaleza y la perversión de la sociedad, Rousseau llegó, por esta imprevisible vía, a la idea de que el niño es quizás útil en cuanto que natural, y que el desarrollo mental esté quizá regulado por leyes constantes. Por tanto, la educación debería utilizar este mecanismo en lugar de poner impedimentos a su desarrollo. De aquí se deriva una pedagogía precisa en la agudeza del detalle; en ella puede verse una anticipación genial de los “métodos nuevos” de educación o una simple quimera, según que se desprecien los apriorismos filosóficos de Rousseau o que, accediendo a su deseo, se les considere como necesariamente ligados a sus tesis sociológicas. 

De hecho, al leer el Emilio es imposible hacer abstracción completa de la metafísica roussoniana; en esto Rousseau es un precursor un tanto comprometedor. Pero justamente esta observación nos hace comprender la verdadera novedad de los métodos del siglo XX en oposición a los sistemas de los teóricos clásicos. Sin duda, Rousseau ha entrevisto que “cada edad tiene sus recursos”, que “el niño tiene sus formas propias de ver, pensar y sentir”; sin duda también ha demostrado elocuentemente que no se aprende nada si no es mediante una conquista activa y que el alumno debe reinventar la ciencia en lugar de repetirla mediante fórmulas verbales; también ha sido él quien ha dado este consejo por el que pueden perdonársele muchas otras cosas: “Empezad por estudiar a vuestros alumnos, porque seguramente no les conocéis lo suficiente”. Sin embargo, esta intuición continua de la realidad del desarrollo mental no es todavía en Rousseau más que una creencia sociológica, o sea un instrumento polémico; si él mismo hubiera estudiado las leyes de la maduración psicológica cuya existencia postula incesantemente, no hubiera disociado la evolución individual del medio social. En Rousseau están ya las nociones de la significación funcional de la infancia, de las etapas del desarrollo intelectual y moral, del interés y de la actividad real, pero estas nociones no han inspirado realmente “métodos nuevos” más que a partir del momento en que se las ha replanteado en el plano de la observación objetiva y de la experiencia por autores más preocupados por la verdad serena y el control sistemático. 

Entre los continuadores de Rousseau al menos dos han llevado a la realidad algunas dé sus ideas en el campo de la escuela misma. A este respecto pueden ser considerados como los verdaderos precursores de los métodos nuevos. Se trata de Pestalozzi (1746-1827), discípulo de Rousseau, y Froebel (1782-1852), discípulo de Pestalozzi. 

Los visitantes del Instituto de Yverdon se sorprenden ante la actividad espontánea de los alumnos, el carácter de los maestros (antes compañeros entrañables de mayor edad que jefes), el espíritu experimental de la escuela en la que se anotan diariamente observaciones sobre los progresos del desarrollo psicológico de los alumnos y sobre el éxito o fracaso de las técnicas pedagógicas empleadas. Precisamente por este mismo espíritu, Pestalozzi corrige de entrada a Rousseau en un punto capital: la escuela es una verdadera sociedad en la que el sentido de las responsabilidades y las normas de cooperación son suficientes para educar a los niños sin que haya necesidad de aislar al alumno en un individualismo para evitar las contrariedades nocivas o los peligros que implica la emulación. Es más, el factor social interviene en el plano de la educación tanto como en el aspecto moral: como Bell y Lancaster, Pestalozzi había organizado una especie de enseñanza mutua de manera que los escolares se ayudaran unos a otros en sus investigaciones. 

Pero si el espíritu de la escuela activa antes de su formulación inspiraba de esta manera los métodos de Pestalozzi, las diferencias entre los detalles de sus concepciones y los modernos procedimientos de la nueva educación no son menos sorprendentes; lo que faltaba al roussonianismo para engendrar una pedagogía científica era una psicología del desarrollo mental. Es cierto que Rousseau repetía que el niño es diferente del adulto y que cada edad tiene sus características propias; su creencia en la constancia de las leyes de la evolución psíquica era incluso tan grande que ha inspirado su famosa fórmula de la educación negativa o de la inútil intervención del maestro; pero ¿qué son para Rousseau los caracteres especiales de la infancia y las leyes del desarrollo? Aparte de sus observaciones penetrantes sobre la utilidad del ejercicio y de la investigación por tanteos y sobre la necesidad biológica de la infancia, las diferencias que establece entre ésta y la edad adulta son de orden esencialmente negativo: el niño ignora la razón, el sentimiento del deber, etc. Así, las etapas de la evolución mental que ha establecido (se ha querido ver en ellas una analogía con las modernas teorías de los estadios) consisten simplemente en fijar, no sin arbitrariedad, la fecha de aparición de las principales funciones o de las manifestaciones más importantes de la vida del espíritu: a tal edad la necesidad, a tal otra el interés, a tal otra la razón. Por tanto, nada de una embriología real de la inteligencia y la consciencia que muestre cómo las funciones se transforman cualitativamente en el curso del dinamismo continuo de su elaboración. También Pestalozzi, que como todo el mundo advertía los gérmenes de la razón y los sentimientos morales desde las más tempranas edades (aparte de las ideas fecundas sobre el interés, el ejercicio y la actividad), cayó en las corrientes nociones del niño que contiene en sí mismo todo el adulto y del preforrnismo mental. De aquí que junto a sorprendentes realizaciones en el sentido de la escuela activa contemporánea, los institutos de Pestalozzi presenten tantas características desusadas. Por ejemplo, Pestalozzi estaba convencido de la necesidad de proceder de lo simple a lo complejo en todas las ramas de la enseñanza; pero cualquiera sabe actualmente que la noción de lo simple es relativa para ciertas mentalidades adultas y que el niño comienza por lo global e indiferenciado. De una manera general, Pestalozzi estaba afectado por un cierto formalismo sistemático que se señalaba en sus horarios, en la clasificación de las materias a enseñar, en sus ejercicios de gimnasia intelectual, en su manía por las demostraciones; este abuso muestra bastante bien lo poco que tenía en cuenta,. en los detalles, el desarrollo real del espíritu. 

Con Froebel (1782-1152), el contraste entre la idea de actividad y sus realizaciones es quizás aún más grande. Por una parte, el ideal rousseauniano de una zambullida espontánea del niño en la libertad, entre las cosas y no entre los libros, en la acción y la manipulación motora y especialmente en el medio de una atmósfera serena, sin coacción ni fealdad; pero, por otra parte, ninguna noción positiva sobre el desarrollo mental mismo. Si bien ha comprendido por intuición la significación funcional del juego y especialmente del ejercicio sensomotor, Froebel cree, en cambio, en una etapa sensorial de la evolución individual: como si la percepción no fuera un producto, ya muy complejo, de la inteligencia práctica y la educación de los sentidos a situar en una activación de toda la inteligencia. 

Es más: el material preparado por Froebel – las famosas siete series de ejercicios -, aun constituyendo un evidente progreso en el sentido de la actividad, falsea de golpe la noción misma de esta actividad al impedir la creación verdadera y reemplazar la investigación concreta ligada a las necesidades reales de la vida del niño, por un formalismo de trabajo manual. 

De una manera general, se ve que si el ideal de actividad y los principios de los nuevos métodos de educación pueden ser rastreados sin dificultad en los grandes clásicos de la pedagogía, una diferencia esencial les separa de nosotros. A pesar de su conocimiento intuitivo o práctico de la infancia no han constituido la psicología necesaria para la elaboración de las técnicas educativas realmente adaptadas a las leyes del desarrollo mental. Los métodos nuevos sólo se han construido verdaderamente con la elaboración de una psicología o una psicosociología sistemática de la infancia; la aparición de los métodos nuevos data, por tanto, de la aparición de esta última. 

No obstante, queda todavía una reserva por señalar. Durante el siglo XIX algunos sistemas pedagógicos se han basado en la psicología sin que por ello resultase lo que hoy llamamos “métodos nuevos”. Sería inútil intentar en esta exposición ser completos y discutir en particular las ideas de Spencer; pero parece indispensable mencionar a Herbart. Puesto que este ha proporcionado el inoportuno modelo de una pedagogía inspirada en una psicología aún no genética, la discusión de su obra servirá para mostrar lo que los recientes trabajos sobre la psicología del niño han aportado de nuevo a la pedagogía. 

Sin duda, por vez primera en la historia de las ideas pedagógicas, Herbart (1776-1841), ha intentado de una manera completamente lúcida ajustar las técnicas educativas a las leyes de la psicología. Todo el mundo conoce los sabios preceptos que ha transmitido a generaciones de maestros y la disposición sistemática de fórmulas prácticas que ha sabido codificar para mayor gozo de los doctrinarios. Según él, la vida psíquica entera consiste en una especie de mecanismo de representaciones que suprime la inteligencia en tanto que actividad en provecho de una estática y una dinámica de las ideas como tales y que en último grado depende de la tendencia del alma a la autoconservación; en base a eso, el problema pedagógico esencial es saber cómo presentar las materias para que sean asimiladas y retenidas: el proceso de la percepción que permite encauzar lo desconocido a lo conocido proporciona la clave del sistema; si Herbart subráyala necesidad de tener en cuenta períodos de desarrollo, individualidad de los alumnos o, especialmente, el interés – factor éste decisivo en los métodos actuales -, es sólo en función del mecanismo de las representaciones: él interés es el resultado de la percepción; las fases de edad y los tipos individuales constituyen sus diferentes modalidades. 

Ahora bien, ¿ha transformado Herbart la escuela? No: ninguna institución comparable a las clases de Montessori, a las escuelas de Decroly, etc., puede tener sus bases en Herbart. ¿Por qué? Porque su psicología es esencialmente una doctrina de la receptividad y de los elementos de conservación que tiene el espíritu. Herbart no ha sabido elaborar una teoría de la actividad que concilie el punto de vista biológico del desarrollo con el análisis de la construcción continua que es la inteligencia. 

MÉTODOS NUEVOS Y PSICOLOGÍA

Estamos ya, por tanto, en disposición de situar y explicar la aparición de los nuevos métodos de la educación propios de la época contemporánea. Todo el mundo ha exigido siempre adaptar la escuela al niño. Añadir que el niño está dotado de una verdadera actividad y que la educación no puede tener éxito sin utilizarla y prolongarla realmente, se ha repetido desde Rousseau y esta fórmula hubiera hecho de él el Copérnico de la pedagogía si hubiera precisado en qué consiste el carácter activo de la infancia. Proporcionar una interpretación positiva del desarrollo mental y de la actividad psíquica tal ha sido el papel reservado a la psicología de este siglo y a la pedagogía que se deriva de ella. 

No obstante, hay que aclarar esto. La pedagogía moderna no ha salido en absoluto de la psicología del niño a la manera como los progresos de la técnica industrial han salido, paso a paso, de los descubrimientos de las ciencias exactas. Antes bien, son el espíritu general de las investigaciones pedagógicas, y frecuentemente los mismos métodos de observación, los que al pasar del campo de la ciencia pura al de la experimentación escolar han vivificado la pedagogía. Si Dewey, Claparide y Decroly, fundadores de escuelas e inventores de técnicas educativas precisas, son grandes nombres en el campo de la psicología, la doctora Montessori se ha limitado a serios estudios antropológicos y médico-psicológicos sobre los niños anormales, así como a una iniciación a la psicología experimental, y Kerchensteiner sólo se ha acercado a la psicología en pleno desarrollo de su larga carrera. Sin embargo, sea cual sea el ligamen que existe en los principales investigadores entre la psicología del niño y sus ideas pedagógicas fundamentales, es indudable que la gran corriente de la psicología genética moderna está en el origen de los nuevos métodos. 

Efectivamente, un radical cambio de punto de visto opone la psicología contemporánea a la del siglo XIX. 

Insistiendo ante todo sobre las funciones de receptividad y conservación, esta última ha intentado explicar el conjunto de la vida del espíritu mediante elementos esencialmente estáticos. En su forma primitiva y en sus ensayos de investigación científica ha sido mecanicista: el asociacionismo en todos sus aspectos, y principalmente en sus pretensiones evolucionistas y genéticas, ha intentado reducir la actividad intelectual a combinaciones de átomos psíquicos inertes (sensaciones e imágenes) y encontrar el modelo de las operaciones del espíritu en relaciones propiamente pasivas (hábitos y asociaciones). En su forma filosófica apenas ha hecho más y se ha limitado a concebir facultades ya constituidas para suplir la carencia de las explicaciones empiristas. Únicamente Maine de Biran merece un lugar aparte, pero su fracaso y el hecho de que sólo hoy se le haya descubierto verdaderamente confirman de manera precisa este juicio de conjunto. 

En cambio, la psicología del siglo XX ha sido, de entrada y en todos los frentes, una afirmación y un análisis de la actividad, Véase Willíam james, Dewey y Baldwin, en los Estados Unidos, Bergson en Francia Binet después de La psychologie de intelligence y Pierre Janet después de Vautomatisme; véase Flournoy y Claparède en Suiza, la escuela de Würzburg en Alemania: por todas partes la idea de que la vida del espíritu es una realidad dinámica, la inteligencia una actividad real y constructiva, la voluntad y la personalidad creaciones continuas e irreductibles. Brevemente, en el terreno propio de la observación científica y mediante la reacción de la misma experiencia contra un mecanismo simplista, hay el esfuerzo general para conquistar una visión más justa de esta verdadera construcción que es el desarrollo del espíritu; esfuerzo que se hace mediante métodos tanto cualitativos como cuantitativos. 

CÓMO HAN NACIDO LOS MÉTODOS NUEVOS

En este ambiente han nacido los nuevos métodos educativos. No han sido en absoluto la obra de una persona aislada que por su deducción hubiera sacado de tal investigación especial una teoría psicopedagógica del desarrollo del niño. Se han impuesto simultáneamente en distintos frentes. 

El cambio general de las ideas sobre la personalidad humana ha obligado a los espíritus abiertos a considerar la infancia de una manera muy diferente: ya no a causa de opiniones preconcebidas sobre la bondad del hombre y la inocencia de la naturaleza (como era el caso de Rousseau), sino a causa del hecho, nuevo en la historia, de que la ciencia y más generalmente los hombres honestos estaban al fin provistos de un método y un sistema de nociones aptas para dar cuenta del desarrollo de la consciencia y – particularmente del desarrollo del alma infantil. Sólo entonces esta verdadera actividad que todos los grandes innovadores de la pedagoga hablan soñado introducir en la escuela y dejar extenderse entre los alumnos según el proceso interno de su crecimiento físico, se ha convertido en un concepto inteligible y una realidad susceptible de ser analizada objetivamente: los nuevos métodos se han construido así al mismo tiempo que la psicología del niño y en solidaridad estrecha con sus progresos. Esto es fácil de demostrar. 

En los Estados Unidos la reacción contra el estatismo del siglo XIX se ha señalado de dos maneras. Por una parte los estudios de los pragmatistas han sacado a la luz el papel de la acción en la construcción de todas las operaciones mentales y especialmente del pensamiento; por otra parte, la ciencia del desarrollo mental o psicológico genético ha alcanzado una considerable amplitud sobre todo con Stanley Hall y J.M. Baldwin. Estas dos corrientes confluyen precisamente en John Dewey, que ya en 1896 creaba una escuela experimental donde el trabajo de los alumnos se centraba en los intereses o necesidades característicos de cada edad. 

En la misma época, sobre todo a través de la influencia del antropólogo Joseph Sergi que trataba de renovar la pedagogía por el estudio del niño, María Montessori, encargada en Italia de la educación de niños atrasados, se lanzaba al análisis de estos anormales y descubría que sus casos eran de orden más psicológico que médico; al mismo tiempo se encontraba en presencia de las cuestiones esenciales del desarrollo intelectual y de la pedagogía de los niños pequeños. Generalizando con una maestría incomparable, Montessori aplicó inmediatamente a los niños normales lo que le enseñaban los débiles: durante los estadios inferiores el niño aprende más por la acción que por el pensamiento; un material conveniente que sirva para alimentar la acción conduce más rápidamente al conocimiento que los mejores libros y que el mismo lenguaje. De esta manera, las atinadas observaciones de una ayudante de psiquiatría sobre el mecanismo mental de los niños atrasados fueron el punto de partida de un método general cuyas repercusiones en el mundo entero han sido incalculables. 

Otro médico igualmente informado sobre problemas pedagógicos estudiaba en la misma época en Bruselas los niños anormales y sacaba también de sus estudios toda una pedagogía. En efecto, del análisis psíquico de los retrasados Decroly obtuvo su célebre método global para el aprendizaje de la lectura, el cálculo, etc., y su doctrina general de los centros de interés y, de trabajo activo. Nada hay más interesante que ese sincronismo de los descubrimientos de Dewey, Montessori y Decroly; muestra de qué manera las ideas del trabajo fundado en el interés y la actividad que preparan el pensamiento estaban en germen en toda la psicología (la psicología biológica sobre todo) del fin del siglo XIX. 

Ciertamente, si las cosas son más complejas, no por ello son menos claras desde el punto de vista de la influencia de las ideas psicológicas. En los países alemanes, la escuela activa se ha insertado sobre una multitud de instituciones de preparación profesional que acostumbraban los espíritus a la utilización del trabajo manual y la investigación práctica como complementos indispensables de la enseñanza teórica. Pero ¿cómo se ha pasado de esta fase que no tiene parentesco directo con la escuela activa al período decisivo durante el cual se sitúa en el centro de la educación la actividad libre? Es evidente que el trabajo manual por si mismo no tiene nada de activo si no está inspirado en la búsqueda espontánea de los alumnos y no bajo la única dirección del maestro; también es evidente que incluso entre los niños pequeños, la actividad – en el sentido de esfuerzo fundado sobre el interés puede ser tanto reflexiva y puramente gnóstica como práctica y manual. El uso de los trabajos manuales ha facilitado así en Alemania el descubrimiento de métodos activos, pero está lejos de explicar ese descubrimiento. 

El paso se ha operado sobre todo en Kerchensteiner, joven profesor de ciencias que en 1895 se dedicó a la reflexión pedagógica para reorganizar las escuelas de Munich. Mediante la utilización del conjunto de los trabajos de la psicología alemana y sobre todo de la psicología del niño (él mismo publicó en 1906 los resultados de una amplia encuesta sobre el dibujo que realizó personalmente sobre miles de escolares bávaros) llegó a su idea central: la escuela tiene la finalidad de desarrollar la espontaneidad del alumno. Es la idea de la Arbeitschule que P. Bovet ha traducido por “escuela activa”. Además, si se lee a Merman, Lavy, Mesmer, uno acabará de convencerse de que en Alemania, como en otros países, los métodos nuevos se han desarrollado en estrecha conexión con la psicología; las investigaciones sobre el desarrollo del niño, los estudios sobre la voluntad y el acto del pensamiento, los análisis de la percepción, todo ha sido utilizado por los innovadores alemanes. 

Ha sido en Suiza, sin embargo, donde la famosa teoría de Karl Groos – el juego es un ejercicio preparatorio; por tanto presenta una significación funcional – ha encontrado su primera aplicación pedagógica. Efectivamente, se debe a Claparède, que en sus primeros trabajos había reaccionado contra el asociacionismo y defendido un punto de vista dinámico y funcional, haber comprendido la importancia de la teoría de Groos para la educación. De aquí derivan los métodos de enseñanza y los juegos educativos desarrollados en la Maison des Petits de Ginebra, así como el movimiento dirigido por él – antes y después de la creación del Instituto J. J. Rousseau- en favor de un estudio simultáneo de la infancia y las técnicas educativas: discat a puero magister, tal era la divisa de la institución que fundó con P. Bovet. 

Estas breves indicaciones no podrían terminarse sin recordar la gran importancia que tuvo en los comienzos de siglo uno de los más originales psicólogos de la infancia: Alfred Binet. Si no ha desencadenado en la misma Francia un movimiento pedagógico localizado y característico (quizás porque él nunca quiso enseñar), sus investigaciones han tenido una gran repercusión directa e indirecta. Particularmente su realización práctica de los tests ha provocado innumerables trabajos sobre la medida del desarrollo mental y las aptitudes individuales; si los tests no han dado de si todo lo que se esperaba de ellos, en cambio, los problemas que han suscitado superaron en interés lo que podía preverse al comienzo de su empleo: o un día se encontrarán buenos tests, o los pasará a la historia como el tipo de error fecundo. Además, teoría de la inteligencia y su libro Les ídées modernes sur les enfants, Bínet ha prestado muchos otros atrás servicios a la nueva educación. 

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