Psicología y Pedagogía, Jean Piaget. Principios de educación y datos psicológicos

Psicología y Pedagogía, Jean Piaget.

CAPÍTULO X 

PRINCIPIOS DE EDUCACIÓN Y DATOS PSICOLÓGICOS

Educar es adaptar el individuo al medio social ambiente; pero los nuevos métodos tratan de favorecer esta adaptación utilizando las tendencias propias de la infancia, así como la actividad espontánea inherente al desarrollo mental, y ello con la idea de que servirá para el enriquecimiento de la sociedad. Por tanto, los procedimientos y aplicaciones de la nueva educación sólo pueden ser comprendidos si se realiza con cuidado el análisis detallado de sus principios y se controla su valor psicológico al menos en cuatro puntos: la significación de la infancia, la estructura del pensamiento del niño, las leyes del desarrollo y el mecanismo de la vida social infantil. 

La escuela tradicional impone al alumno su trabajo: le “hace trabajar”. En este trabajo el niño puede, sin duda, poner mayor o menor interés y esfuerzo personal y, en la medida en que el maestro es buen pedagogo, la colaboración entre sus alumnos y él deja un apreciable margen de verdadera actividad. Pero, en la lógica del sistema, la actividad intelectual y moral del alumno permanece heterónima al estar ligada a la autoridad continua del maestro, por lo demás susceptible de seguir siendo inconsciente o de ser aceptada de buen grado. Esto no significa, como muy bien ha dicho Claparéde, que la educación activa exija que los niños hagan todo lo que quieran; are clama especialmente que los niños quieran todo lo que hacen; que hagan, no que les hagan hacer “ (L’éducation functionnelle, pág. 252). La necesidad, el interés que resulta de la necesidad, “es éste el factor que hará de una reacción un verdadero acto” (pág. 195). Por tanto, la ley del interés es “el pivote único en tomo al cual debe girar todo el sistema” (pág. 197). 

Una concepción tal implica una noción precisa de la significación de la infancia y de sus actividades, pues al repetir con Dewey y Claparède que el trabajo obligado es una anomalía antipsicológica nos exponemos a que parezca una simple reproducción de lo que frecuentemente han afirmado los clásicos; por otra parte, al atribuir al niño la posibilidad de un trabajo personal duradero se está postulando precisamente lo que se trata de demostrar. El problema central de la nueva educación es éste ¿Tiene el niño capacidad para una actividad que es característica de las más altas conductas del adulto: la investigación continuada surgida de una necesidad espontánea? 

Una decisiva observación de Claparède nos ayudará a proyectar alguna luz sobre esta discusión. Si se diferencian la estructura del pensamiento y las operaciones psíquicas (es decir, lo que desde el punto de vista psicológico corresponde a los órganos y a la anatomía del organismo y su funcionamiento (es decir, lo que corresponde a las relaciones funcionales estudiadas por la fisiología), puede decirse que la pedagogía tradicional atribula al niño una estructura mental idéntica a la del adulto, pero un funcionamiento diferente: “vela de buena gana al niño… capacitado, por ejemplo, para captar todo lo que es lógicamente evidente o para comprender la profundidad de ciertas reglas morales; pero al mismo tiempo le consideraba como funcionalmente diferente del adulto en el sentido de que mientras el adulto tiene necesidad de una razón, un móvil para obrar, el niño sería capaz de obrar sin motivo, de adquirir de encargo los conocimientos más dispares, de hacer cualquier trabajo simplemente porque se le exige en la escuela, pero sin que ese trabajo responda a ninguna necesidad propia del niño, de su vida de niño” (L’éducatíon fonctionnelle, págs. 246-247). 

La verdad es precisamente lo contrarío: las estructuras intelectuales y morales del niño no son las nuestras; por eso los nuevos métodos de educación se esfuerzan en presentar a los niños de diferentes edades las materias de enseñanza en formas asimilables a su estructura y a las diferentes fases de su desarrollo. Sin embargo, en cuanto a la reacción funcional, el niño es idéntico al adulto; como este último, es un ser activo cuya acción, regida por la ley del interés o la necesidad, sólo alcanza su pleno rendimiento si se suscitan los móviles autónomos de esta actividad. Lo mismo que el renacuajo ya respira pero con órganos distintos de los de la rana, así el niño obra como el adulto, pero con una mentalidad cuya estructura varía según las etapas de desarrollo. 

Por tanto ¿qué es la infancia? Y ¿cómo ajustar las técnicas educativas a seres tan parecidos y a la vez tan diferentes de nosotros? Para los teóricos de la nueva escuela la infancia no es un mal necesario; es una etapa biológicamente útil cuya significación es la de una adaptación progresiva al medio físico y social. 

La adaptación es un equilibrio – equilibrio cuya conquista dura toda la infancia y la adolescencia y define la estructuración propia de estos períodos de existencia- entre dos mecanismos indisociables: la asimilación y la acomodación. Se dice, por ejemplo, que un organismo está adaptado cuando puede conservar su estructura asimilando los alimentos conseguidos en el medio exterior y al mismo tiempo acomodar esta estructura a las diversas particularidades de ese medio: la adaptación biológica, por tanto, es un equilibrio entre la asimilación del medio al organismo y de éste a aquél. Igualmente puede decirse que el pensamiento está adaptado a una realidad particular cuando ha conseguido asimilar a sus propios marcos esta realidad acomodándose a las circunstancias nuevas presentadas por ella: la adaptación intelectual es, por tanto, una posición de equilibrio entre la asimilación de la experiencia a las estructuras deductivas y la acomodación de estas estructuras a los datos de la experiencia. En términos generales, la adaptación supone una interacción entre el sujeto y el objeto de forma tal que el primero puede hacerse con el segundo teniendo en cuenta sus particularidades; y la adaptación será tanto más precisa cuanto más diferenciadas y complementarias sean la asimilación y la acomodación. 

En consecuencia, lo propio de la infancia consiste precisamente en tener que encontrar este equilibrio mediante una serie de ejercicios o conductas sui generís, mediante una actividad estructuradora, continua, partiendo de un estado de indiferenciación caótica entre sujeto y objeto. En efecto, en el punto de partida de su evolución mental, el niño es arrastrado en sentidos contrarios por dos tendencias aún no armonizadas entre ellas y que siguen siendo relativamente indiferenciadas en la medida en que no han encontrado el equilibrio que las relaciona entre sí. Por una parte, el niño está obligado a acomodar sus órganos sensomotores o intelectuales a la realidad exterior, a las particularidades de las cosas de las que tiene que aprender todo. Y esta continua acomodación que se prolonga en imitación cuando los movimientos del sujeto se dirigen suficientemente a los caracteres del objeto- constituye una primera necesidad de su acción. Pero, por otra parte -y en general esto se ha comprendido peor, salvo precisamente entre los técnicos y teóricos de la escuela nueva -, para acomodar su actividad a las propiedades de las cosas, el niño necesita asimilarlas en su acción e incorporárselas verdaderamente. Al comienzo de la vida mental los objetos sólo tienen interés en la medida en que constituyen alimentos para la propia actividad, y esta continua asimilación del mundo exterior al yo, aunque antitético en su dirección a la acomodación misma, está tan confundida con ella durante los primeros estadios que el niño empieza por no establecer ninguna frontera clara entre su actividad y la realidad exterior, entre el sujeto y el objeto. 

Por teóricas que puedan parecer, estas consideraciones son fundamentales para la escuela. En efecto, la asimilación en su forma más, pura, es decir, en tanto que no está aún equilibrada con la acomodación a lo real, es precisamente el juego; y el juego, que es una de las actividades infantiles más características, ha encontrado precisamente en las técnicas nuevas de educación de los niños pequeños una utilización que sería inexplicable si no se precisa la significación de esta función en relación al conjunto de la vida mental y la adaptación intelectual. 

EL JUEGO 

El juego es un caso típico de conducta despreciada por la escuela tradicional porque parecía desprovisto de significación funcional. Para la pedagogía corriente el juego es tan sólo un descanso o la exteriorización abreviada de energía superflua. Sin embargo, este punto de vista simplista no explica la importancia que los niños pequeños atribuyen a sus juegos, ni tampoco la forma constante que revisten los juegos de los niños, su simbolismo o ficción, por ejemplo. 

Después de haber estudiado, los juegos de los animales, Karl Groos ha llegado a una concepción muy diferente según la cual el juego es un ejercicio preparatorio, útil para el desarrollo físico del organismo. Así como los juegos de los animales constituyen una ejercitación de instintos precisos como los instintos de combate o de caza, el niño que juega desarrolla sus percepciones, su inteligencia, sus tendencias a la experimentación, sus instintos sociales, etc. Por eso el juego es una palanca del aprendizaje tan potente en los niños, hasta el punto de que siempre que se ha conseguido transformar en juego la iniciación a la lectura, el cálculo o la ortografía, se ha visto a los niños apasionarse por estas ocupaciones que ordinariamente se presentan como desagradables. 

Sin embargo, la interpretación de Karl Groos, que sigue siendo una simple descripción funcional, sólo adquiere su plena significación en la medida en que se apoya en la noción de asimilación. Por ejemplo, durante el primer año, al margen de las conductas de adaptación propiamente dichas en el curso de las cuales el niño trata de coger lo que ve balanceándose, sacudiéndose, frotando, etc., es fácil observar comportamientos de simple ejercitación caracterizados por el hecho de que los objetos no tienen ningún interés por sí mismos, pero son asimilados a las mismas formas de actividad propia como simples alimentos funcionales; en tales casos, en los que debe buscarse el punto de partida del juego, las conductas se desarrollan por su funcionamiento – conforme a la ley general de la asimilación funcional – y los objetos a que llevan no tienen para el niño otra significación que la de servir para este ejercicio. En su origen sensomotor, el juego es sólo una pura asimilación de lo real al yo, en el doble sentido del término: en el sentido biológico de asimilación funcional – lo que explica por qué los juegos de ejercitación desarrollan realmente los órganos y las conductas – y en el sentido psicológico de una incorporación de las cosas a la propia actividad. 

En cuanto a los juegos superiores o juegos simbólicos de imaginación, Karl Groos se ha equivocado sin duda al explicarlos, pues la ficción desborda con mucho en el niño la simple preejercitación de los instintos particulares. El juego con muñecas no sirve sólo para desarrollar el instinto maternal, sino para representar simbólicamente, y en consecuencia revivir transformándolas según las necesidades, el conjunto de las realidades vividas por el niño y aún no asimiladas. A este respecto, el juego simbólico se explica también por la asimilación de lo real al yo: es el pensamiento individual en su forma más pura; en su contenido, es expansión del yo y realización de los deseos en oposición al pensamiento racional socializado que adapta el yo a lo real y expresa las verdades comunes; en su estructura el juego simbólico es al individuo lo que el signo verbal es a la sociedad. 

Por tanto, el juego en sus dos formas esenciales de ejercicio sensomotor y simbolismo es una asimilación de lo real a la actividad propia que proporciona a ésta su alimento necesario y transforma lo real en función de las múltiples necesidades del yo. Por ello los métodos de educación activa de los niños exigen todos que se proporcione a los pequeños un material para que jugando con él puedan llegar a asimilar las realidades intelectuales que, sin ello, siguen siendo externas a la inteligencia infantil. 

Pero aunque la asimilación es necesaria para la adaptación sólo constituye un aspecto de ella la adaptación completa que debe realizar el niño consiste en una síntesis progresiva de la asimilación con la acomodación. Debido a ello y mediante su propia evolución interna, los juegos de los niños se transforman poco a poco en construcciones adaptadas que exigen siempre más trabajo efectivo, hasta el pienso de que en las pequeñas clases de una escuela activa se observan todas las transiciones espontaneas entre el juego y el trabajo. Con todo, desde los primeros meses de la existencia, la síntesis de asimilación y acomodación se opera gracias a la misma inteligencia cuya obra unificadora aumenta con la edad y cuya actividad real conviene subrayar, ya que sobre esta noción está fundada la nueva educación.

LA INTELIGENCIA

La psicología clásica concebía la inteligencia bien como una facultad dada de una vez para siempre y susceptible de conocer lo real, bien como un sistema de asociaciones mecánicamente adquiridas bajo la presión, de las cosas. De aquí, como ya hemos señalado antes, la importancia que la pedagoga antigua concedía a la receptividad y al bagaje memorístico. Hoy, por el contrario, la psicología más experimental reconoce la existencia de una inteligencia que está por encima de las asociaciones y le atribuye una verdadera actividad y no exclusivamente la facultad de saber. 

Para unos, esta actividad consiste en ensayos y errores, primero prácticos y exteriores y que después se interiorizan en la forma de una construcción mental de hipótesis y de una investigación dirigida por las mismas representaciones (Claparède). Para otros, implica una reorganización continua del campo de las percepciones y una estructuración creadora (Kohler, etcétera). Pero unos y otros están de acuerdo en admitir que la inteligencia empieza por ser practicado sensomotora para interiorizarse después, poco a poco, en pensamiento propiamente dicho; y también están de acuerdo en reconocer que su actividad es una continua construcción. 

El estudio del nacimiento de la inteligencia durante el primer ano parece indicar que el funcionamiento intelectual no procede por tanteos ni tampoco por una estructuración puramente endógena, sino mediante una actividad estructurante que implica formas elaboradas por el sujeto a la vez que un ajuste perpetuo de esas formas a los datos de la experiencia. Dicho de otra manera: la inteligencia es la adaptación por excelencia, el equilibrio entre una asimilación continua de las cosas a la propia actividad y la acomodación de esos esquemas asimiladores a lo precisamente por esto, en el plano de la inteligencia práctica, el niño sólo comprende los fenómenos (por ejemplo, las relaciones especiales, causases, etc.) asimilándolos a su actividad motriz, pero al mismo tiempo acomoda esos esquemas de asimilación a los detalles de los hechos exteriores. Igualmente, los estratos inferiores del pensamiento del niño muestran una constante asimilación de las cosas a la acción del sujeto, junto a una, acomodación no menos sistemática de estos esquemas a la experiencia. Después, a medida que la asimilación va progresivamente combinándose con la acomodación, la primera se reduce a la actividad deductivo, la segunda a la experimentación, y la unión de ambas se convierte en la relación indisociable entre deducción y experiencia, relación que caracteriza a la razón. 

Así concebida, la inteligencia infantil no puede ser tratada por métodos pedagógicos de pura receptividad. Toda inteligencia es una adaptación; toda adaptación implica una asimilación de las cosas al espíritu, lo mismo que el proceso complementario de acomodación. Por tanto, todo trabajo de la inteligencia descansa sobre un interés. 

El interés no es otra cosa, en efecto, que el aspecto dinámico de la asimilación. Como profundamente ha mostrado Dewey, el verdadero interés aparece cuando el yo se identifica con una idea o un objeto, cuando encuentra en ellos un medio de expresión y se le convierten en el alimento necesario para su actividad, Cuando la escuela activa pide que el esfuerzo del alumno salga del mismo alumno y no le sea impuesto; y cuando exige que su inteligencia trabaje realmente sin recibir los conocimientos ya preparados desde fuera, reclama por tanto, simplemente, que se respeten las leyes de toda inteligencia. En efecto, tampoco en el adulto el intelecto puede funcionar y dar ocasión a un esfuerzo ¿e la personalidad entera si su objeto no es asimilado a ésta en vez de quedar externo a ella. Con mayor razón en el niño, puesto que en él la asimilación al menos no está de golpe equilibrada con la acomodación a las cosas y necesita un ejercicio lúdico continuo al margen de la adaptación propiamente dicha. 

La ley del interés que domina todavía el funcionamiento intelectual del adulto es válida a fortiori en el niño, cuyos intereses no están en absoluto coordinados y unificados, lo que excluye en él, mas aun que en el caso de los adultos, la posibilidad de un trabajo heterónomo del espíritu. De aquí lo que Claparède llama la ley de autonomía funcional: “En cada momento de su desarrollo un ser animal constituye una unidad funcional, es decir, sus capacidades de reacción están ajustadas a sus necesidades” (L’éducation – fonctionnelle). 

Antes hemos visto que si el funcionamiento -del espíritu es el mismo a todos los niveles, en cambio las estructuras mentales son susceptibles de variar. Tanto en las realidades psíquicas como en los organismos las grandes funciones son constantes, pero pueden ser ejercidas por órganos diferentes. Por tanto, si la nueva educación quiere que se trate al niño como ser autónomo desde el punto de vista de las condiciones funcionales de su trabajo, reclama, por el contrario, que se tenga en cuenta su mentalidad desde el punto de vista estructural. En esto reside la segunda originalidad notable. 

Efectivamente, la educación tradicional ha tratado siempre al niño como adulto pequeño, ser que razona y siente como nosotros, pero desprovisto, simplemente, de conocimientos y experiencia. De esta manera, al no ser él niño más que un adulto ignorante, la tarea del educador no era tanto formar el pensamiento como amueblarlo; se consideraba que las materias proporcionadas desde fuera bastaban como ejercicio. Desde que se parte de la hipótesis de las variaciones estructurales, el problema es muy distinto. Si el pensamiento del niño es cualitativamente diferente del nuestro, el fin principal de la educación es formar la razón intelectual y moral; como no se puede modelar desde fuera, el problema es encontrar el medio y los métodos más convenientes para ayudar al niño a construirla por si mismo, es decir, a alcanzar en el plano intelectual la coherencia y la objetividad y en el plano moral la reciprocidad. 

Por tanto, para la escuela nueva tiene una importancia fundamental saber cuál es la estructura del pensamiento del niño y cuáles son las relaciones entre la mentalidad infantil y la del adulto. Todos los creadores de la escuela activa, a propósito de tal o cual punto particular de la psicología del niño, han tenido la intuición global o el conocimiento preciso de las diferencias estructurales entre la infancia y el estado adulto. Ya Rousseau afirmaba que cada edad tiene sus maneras de pensar; pero esta noción sólo se ha hecho positiva con la psicología del siglo XX, gracias a sus trabajos sobre el niño y en parte a las concepciones de la psicología y la sociología comparadas. Así, en los Estados Unidos, como consecuencia de las investigaciones de Stanley Hall y sus colaboradores por una parte y los colaboradores de Dewey por otra (entre otros I. King), un profundo teórico, J. M. Baldwin, ha establecido (de una manera desgraciadamente muy poco experimental) el programa de una “Lógica genética”; la idea sola de una tal disciplina está ya llena de significado porque muestra hasta qué punto nos hemos acostumbrado a pensar que la razón evoluciona en su estructura misma y se construye realmente durante la infancia, contrariamente a lo que creían positivistas y racionalistas en el siglo XIX. En Europa, han conducido a ideas análogas los trabajos de Decroly y Claparède sobre las percepciones de los niños, de Stern sobre el lenguaje infantil, de K. Groos sobre el juego, sin hablar de las hipótesis derivadas de los famosos estudios sobre la mentalidad primitiva y los análisis Freudianos sobre el pensamiento simbólico. Nos parece necesario dedicar algunas líneas a este problema porque condiciona el juicio que deba emitirse sobre los nuevos métodos educativos.

LÓGICA DEL ADULTO, LÓGICA DEL NIÑO

El problema de la lógica del niño es crucial en lo que concierne a la educación intelectual. 

Si el niño razona igual que nosotros, la escuela tradicional está justificada al presentarle las materias de enseñanza como si se tratara de conferencias para adultos; pero basta con analizar de edad en edad los resultados de las lecciones de aritmética o geometría en la escuela primaria para darse cuenta de golpe del enorme hiato existente entre una teoría adulta, elemental incluso, y la comprensión de los niños por debajo de los 11-12 años. 

Hay que subrayar una primera diferencia que por sí sola justificaría los esfuerzo de la escuela activa: las relaciones entre la inteligencia gnóstica o reflexiva y la inteligencia práctica o sensomotora. A un nivel suficientemente elevado del desarrollo mental, la práctica aparece como una aplicación de la teoría. De esta manera, después de largo tiempo, la industria ha superado la fase del empirismo para beneficiarse continuamente de las aplicaciones de la ciencia. Igualmente en el individuo normal, la solución de un problema de inteligencia práctica viene dada por representaciones teóricas claras o por un tanteo empírico en el que, sin embargo, no es difícil encontrar conocimientos anteriores reflexivos. Por ello, la enseñanza tradicional tiene el prejuicio de los principios teóricos: por ejemplo, se aprende la gramática antes de practicarla hablando, se aprenden las reglas del cálculo antes de resolver problemas, etc. 

Ahora bien, comí anterioridad al lenguaje, y en consecuencia a todo pensamiento conceptual y reflexivo, se desarrolla en el bebé una inteligencia sensomotora o práctica que lleva muy lejos la, conquista de las cosas, hasta el punto de que construye por sí misma lo esencial del espacio y del objeto, de la causalidad y el tiempo; abreviando: organiza ya en el plano de la acción todo un universo sólido y coherente ( J. Piaget, La naissance de l’intelligence chez l’enfant y La construction du réel chez l’renfant). Todavía en la edad escolar se encuentra en el niño una inteligencia práctica que sirve como subestructura a la inteligencia conceptual y cuyos mecanismos parecen independientes de esta última y enteramente originales (André Rey, L’intelligence pratique chez l’enfant). 

Aun cuando las relaciones entre estos dos tipos de inteligencia todavía están mal desbrozadas en sus detalles, puede decirse, sin embargo, con certeza, que la inteligencia práctica precede en los niños pequeños a la inteligencia reflexiva y que ésta consiste en buena parte en una toma de consciencia de los resultados de aquélla. Al menos puede afirmarse que la inteligencia reflexiva, en su plano propio, que es el de los signos o conceptos, sólo llega a crear algo nuevo a condición de fundar sus construcciones sobre la base organizada por la inteligencia práctica. 

Por ejemplo, en el terreno de la física espontánea del niño, éste llega a prever los fenómenos mucho antes de saberlos explicar (la legalidad surgida de la inteligencia práctica precede a la causalidad que necesita la deducción reflexiva), pero la explicación justa consiste en una toma progresiva de consciencia sobre los motivos que han guiado la previsión (J. Piaget, La causalité physique chez l’enfant). 

Queda claro, resumiendo, que la adaptación práctica en el niño pequeño, lejos de ser una aplicación del conocimiento conceptual, constituye, por el contrario, la primera etapa del conocimiento mismo y la condición necesaria para todo conocimiento reflexivo ulterior. 

A esto se debe que los métodos activos de educación tengan más éxito que los otros en la enseñanza de disciplinas abstractas como la aritmética y la geometría: cuando el niño ha manipulado, por así decirlo, números o superficies antes de conocerlas mediante el pensamiento, la ulterior noción que adquiere de ellas consiste verdaderamente en una toma de consciencia de esquemas activos ya familiares y no como en los métodos ordinarios, en un concepto verbal acompañado de ejercicios formales y sin interés ni subestructura experimental anterior. La inteligencia práctica es, pues, uno de los datos psicológicos esenciales sobre los que reposa la educación activa. No obstante, para evitar cualquier equivoco, hay que señalar de pasada que el término “activo” esta tomado aquí en un sentido muy diferente. Como ha dicho Claparède (L’éducation fonctionnelle, pág. 205), el término actividad, es ambiguo y puede tomarse en el sentido funcional de una conducta fundada en el interés o en el sentido de efectuación que designa una operación exterior y motriz. Ahora bien, sólo la primera de estas dos actividades caracteriza la escuela activa en todos sus grados (en el primer sentido, se puede ser activo en el puro pensar), mientras que la segunda actividad es especialmente indispensable para los niños pequeños y su importancia disminuye con la edad. 

No obstante, la inversión de las relaciones entre la inteligencia práctica o sensomotora y la inteligencia reflexiva está lejos de ser la única diferencia estructural que opone nuestro pensamiento al del niño. En el plano propiamente conceptual hay que señalar en el niño particularidades notables igualmente de gran importancia desde el punto de vista de la práctica docente. Estas particularidades tienen que ver al menos con tres aspectos esenciales de la estructura ‘ lógica del pensamiento: los principios formales, la estructura de las clases o conceptos y la estructura de las relaciones. 

En lo que respecta a este punto hay una verdad de observación de la que conviene partir. El niño antes de los 10-11 años apenas está capacitado para el razonamiento formal, es decir, para deducciones sobre datos simplemente asumidos y no sobre verdades observadas (J. Piaget, Le jugement et le raisonnement chez l´enfant). 

Por ejemplo, una de las dificultades de problemas corrientes de matemáticas en los niños pequeños es atenerse a los términos del problema en lugar de recurrir a recuerdos concretos de la experiencia individual. De una manera general, el niño antes de los 10 años está imposibilitado para comprender la naturaleza hipotético-deductiva y no empírica de la verdad matemática en este punto hay que sorprenderse de que la pedagogía clásica imponga a los escolares una forma de razonar que los griegos han conquistado en una gran lucha después de siglos de aritmética y geometría empíricas. Por otra parte, los análisis que el autor ha podido realizar sobre ciertos razonamientos simplemente verbales muestran igualmente la dificultad del razonamiento formal antes de los 10-11 años. Teniendo esto en cuenta, puede preguntarse si el niño posee como nosotros los principios de identidad, no-contradicción, deducción, etc., y plantearse a su vez los mismos problemas que Lévi-Bruhl a propósito de los incivilizados. 

La respuesta debe tener en cuenta, me parece, la distinción ya mencionada entre funciones y estructuras. Indudablemente, desde el punto de vista de la función, el niño busca ya la coherencia; es el caso de todo pensamiento, y el suyo obedece a las mismas leyes funcionales que el nuestro. Pero el niño se contenta con formas de coherencia distintas de las nuestras – si se trata de los conceptos bien definidos necesarios para está estructura especial que es la coherencia formal del pensamiento – y puede decirse que no llega a ellas de golpe. Frecuentemente razona de una manera que para nosotros es contradictoria. 

Lo anterior nos conduce al sistema de las clases o conceptos infantiles. El uso casi exclusivo que hace del lenguaje la educación tradicional en la acción que ejerce sobre el alumno, implica que el niño elabora sus conceptos de la misma manera que nosotros y que de esta forma se establece una correspondencia palabra por palabra entre las nociones del maestro y las del escolar. Ahora bien, el verbalismo, esta triste realidad escolar proliferación de pseudonociones aferradas a palabras sin significaciones reales -, pone bastante en claro que este mecanismo no opera sin dificultades y explica una de las reacciones fundamentales de la escuela activa contra la escuela receptiva. 

El asunto es fácil de comprender. Los conceptos adultos codificados en el lenguaje intelectual y arreglados por profesionales de la exposición oral y la discusión constituyen instrumentos mentales que sirven esencialmente, por una parte, para sistematizar los conocimientos ya adquiridos y, por otra, para facilitar la comunicación y el intercambio entre los individuos. Ahora bien, en el niño la inteligencia práctica domina todavía ampliamente sobre la inteligencia gnóstica; la búsqueda supera al saber elaborado y, sobre todo, el esfuerzo del pensamiento sigue siendo durante largo tiempo incomunicable y menos socializado que en el adulto. Por tanto, el concepto infantil en su punto de partida participa del esquema sensomotor y durante años queda dominado por la, asimilación de lo real al yo más que por las reglas discursivas del pensamiento socializado. En consecuencia, procede mucho más por asimilación sincrética que por generalización lógica. Si antes de los 10-11 años se intenta someter a los niños a experiencias relativas a estas operaciones constitutivas de los conceptos que los lógicos han llamado suma y multiplicación lógicas, se constata una dificultad sistemática para aplicarlas. Por otra parte, el análisis de la comprensión verbal del niño muestra los mismos procesos de fusión global y sincrética que Decroly y Claparède habían observado en el plano de la percepción. Más brevemente, el niño ignora durante largo tiempo los sistemas jerarquizados de conceptos bien delimitados, las inclusiones y las disyunciones cabales; por tanto, no llega de golpe a la coherencia formal y razona gracias a esa especie de deducción mal regulada y sin generalidad ni necesidad verdaderas que W. Stern llama transducción. 

La diferencia entre el pensamiento del niño y la razón elaborada es aún más visible en lo que se refiere a lo que los lógicos han llamado lógica de relaciones. 

Al lado de los juicios predicativos se sabe que existen juicios que comprenden entre ellos términos no incluidos uno en el otro; este sistema de relaciones es más fundamental que el de los conceptos: el primero sirve para constituir el segundo. 

Ahora bien, en el orden genético, las relaciones aparecen como primitivas en el niño; operan desde el plano sensomotor, pero su manejo en el plano de la inteligencia refleja se hace difícil durante largo tiempo: en efecto, el pensamiento individual empieza por juzgar sobre las cosas desde el punto de vista propio – y considera como absolutos caracteres que luego reconocerá como relativos. Si se pregunta a niños pequeños cuál es el más pesado de tres botes de aspecto idéntico de los cuales el primero es más ligero que el segundo y. más pesado que el tercero, a menudo razonan como sigue: los dos primeros son ligeros, el primero y el tercero son pesados; por tanto, el tercero es el más pesado y el segundo el más ligero. 

El pensamiento del niño funciona como el nuestro presenta las mismas funciones especiales de coherencia, clasificación, explicación y relaciones, etc. Pero las estructuras lógicas particulares que rehacen las funciones son susceptibles de desarrollo y variación. De aquí que técnicos y teóricos de la nueva escuela se hayan visto obligados a considerar necesario presentar al niño las materias de enseñanza de acuerdo con reglas muy diferentes a aquellas que nuestro espíritu discursivo y analítico atribuye el monopolio de la claridad y la simplicidad. De esto encontramos numerosos ejemplos, especialmente en el método de Deeroly, fundado en las nociones de globalización o sincretismo.

LAS ETAPAS DEL DESARROLLO INTELECTUAL

El problema fundamental que aquí se plantea es, el de los mecanismos de desarrollo del espíritu. Supongamos que las variaciones estructurales del pensamiento del niño están determinadas desde dentro de acuerdo con un orden rígido de sucesión y una cronología constante por la cual cada etapa empieza en su momento y ocupa un período preciso en la vida del niño; supongamos, en una palabra, que la evolución del pensamiento individual es comparable a una embriología regulada hereditariamente, las consecuencias de estos supuestos serían incalculables para la educación: el maestro perderla el tiempo y la paciencia al querer acelerar el desarrollo de sus alumnos, el problema radicarla simplemente en encontrar los conocimientos que corresponden a cada etapa y presentarlos de manera asimilable para la estructura mental del nivel considerado. 

Inversamente, si el desarrollo de la razón dependiera únicamente de la experiencia individual y las influencias del medio físico y social, la escuela, teniendo en cuenta la estructura de la consciencia primitiva, podría perfectamente acelerar la evolución hasta el punto de quemar etapas e identificar lo más rápidamente posible al niño con el adulto. 

En lo que concierne al mecanismo del desarrollo, se han sostenido las más diversas opiniones, que si no han dado lugar a aplicaciones pedagógicas duraderas es precisamente porque la vida escolar representa una experiencia sistemática que permite estudiar la influencia del medio sobre el crecimiento psíquico y en consecuencia descartar las interpretaciones demasiado aventuradas.

Por ejemplo, se ha concebido el desarrollo psíquico del niño como una marcha progresiva en una serie de períodos determinados hereditariamente y que corresponden a las etapas de la historia de la humanidad. Así Stanley Hall, bajo la influencia de las ideas biológicas extendidas a fines del siglo XIX pretendido paralelismo onto-filogenético o hipótesis de la herencia de los caracteres adquiridos -, ha interpretado la evolución de los juegos en el niño como una recapitulación regular de actividades ancestrales. Esta teoría ha influido en algunos pedagogos sin dar lugar a ninguna aplicación seria; de ella no queda nada, ni siquiera desde el punto de vista psicológico, e investigaciones recientemente realizadas en los Estados Unidos sobre la sucesión de los juegos en función de la edad han mostrado que los niños americanos se preocupan muy poco de las actividades ancestrales y se inspiran cada vez más en espectáculos que ofrece el medio contemporáneo (Mrs. Curti, Child psychology). 

Por el contrario, la idea de que en el desarrollo intelectual interviene una parte notable de maduración interna, independientemente del medio exterior, gana terreno. Son necesarios largos ejercicios para aprender a andar antes de la madurez de los centros interesados, pero si se prohibe al bebé todo intento antes de este momento óptimo adquirirá la facultad de andar casi instantáneamente. Igualmente, las investigaciones de Gesell sobre los gemelos y los trabajos de Ch. Bühler sobre los niños albaneses vendados hasta el día en que superan esta etapa, una vez desembarazados de los vendajes que les aprisionan, muestran que en las adquisiciones en apariencia más influidas por la experiencia individual y el medio exterior juega un papel fundamental la maduración del sistema nervioso. De aquí que Ch. Bühler llegue hasta admitir que las etapas del desarrollo mental que ella ha establecido constituyen fases necesarias y corresponden a edades constantes. En cualquier caso no es, ahora el momento de mostrar la exageración de una concepción tal, tanto más cuanto que, por lo que nosotros conocemos, no ha dado lugar a aplicaciones pedagógicas sistemáticas. 

Por otra parte, existen concepciones que afirman que el desarrollo intelectual del niño se debe únicamente a la experiencia. Según Mrs. Isaacs (The intellectual growth of young children), a este respecto digna heredera del empirismo inglés, la estructura mental hereditaria del niño le conduce simplemente a registrar las lecciones de la realidad; o mejor – pues incluso el empirismo cree hoy en una actividad del espíritu – el niño es lanzado por sus propias tendencias a organizar incesantemente experiencias y sacar de ellas resultados para ulteriores intentos. 

No es este el lugar para hacer ver cómo, desde un punto de vista psicológico, un empirismo tal implica a pesar de todo la noción de una estructura asimiladora que evoluciona con la edad. Nos limitaremos a señalar que en sus aplicaciones pedagógicas esta doctrina conduce a un optimismo tan grande como si el desarrollo estuviera enteramente determinado por factores de maduración interna. En efecto, en la pequeña escuela de Maltíng House, en Cambridge, Mrs. Isaacs v sus colaboradores se abstenían rigurosamente de toda intervención adulta, con la idea de que es precisamente la enseñanza v sus torpezas lo que impide a los niños trabajar; pero les ofrecían un verdadero equipo de laboratorio para dejarles organizar por si mismos sus experimentos. Los niños de 3 a 8 años teman a su disposición el mayor número posible de materias primas e instrumentos: probetas, cristalizadores, mecheros Bunsen, etc., sin hablar de los instrumentos de historia natural. El resultado no está falto de interés; desde muy pequeños, los niños no se quedaban inactivos en este medio propio para la investigación y se dedicaban a toda clase de manipulaciones que les interesaban apasionadamente; realmente aprendían a observar y a razonar observando, individualmente y en común. 

Sin embargo, la impresión que el autor tuvo al visitar esta sorprendente escuela experimental fue doble. Por una parte, ni siquiera estas circunstancias excepcionalmente favorables eran suficientes para borrar los diferentes trazos de la estructura mental del niño y se limitaban a acelerar su evolución. Por otra, quizá no hubiera sido nocivo para los alumnos una cierta sistematización por parte de los adultos. En todo caso, para sacar una conclusión definitiva hubiera sido necesario continuar el experimento hasta el final de los estudios secundarios; pero es muy posible que el resultado hubiera puesto de manifiesto más de lo que deseaban estos pedagogos: la necesidad de una actividad racional, deductiva, para dar un sentido a la experiencia científica, y la necesidad, para construir esta razón en el niño, de una estructura social que englobe no solamente la cooperación entre niños, sino también la cooperación con el adulto. 

En cuanto a los nuevos métodos de educación que han tenido un éxito duradero y que, sin duda, constituyen el punto de partida de la escuela activa de mañana se inspiran todos en una doctrina del justo medio al dejar una parte a la maduración estructural y dedicando otra a las influencias de la experiencia y del medio social y físico. Contrariamente a la escuela tradicional, que niega el primero de estos factores identificando de entrada al niño con el adulto, los métodos tienen en cuenta las etapas de desarrollo, pero, contrariamente a las teorías fundadas en la noción de una maduración puramente hereditaria, creen en la posibilidad de operar sobre esta evolución.

EL VALOR DE LAS ETAPAS EN PEDAGOGÍA

¿Cómo interpretar, por tanto, desde el punto de vista de la escuela, las leyes y las etapas del desarrollo intelectual? Elegiremos como ejemplo el de la causalidad en el niño (Piaget, La représentation du monde chez l´enfant y La causalité physique chez l´enfant). 

Cuando se pregunta a niños de diferentes edades sobre los principales fenómenos naturales que les interesan espontáneamente, se obtienen respuestas muy diferentes según el nivel de los sujetos interrogados. En los niños pequeños se encuentran toda clase de concepciones cuya importancia disminuye considerablemente con la edad: las cosas están dotadas de vida e intencionalidad, tienen capacidad para moverse por su cuenta y esos movimientos están destinados a la vez a asegurar la armonía del mundo y a servir al hombre. En los mayores ya no se encuentran apenas más representaciones que las del orden de la causalidad adulta, salvo algunos rasgos de las etapas anteriores. Entre los niños de 8 a 11 años se encuentran, por el contrario, numerosas formas de explicaciones intermedias entre el animismo artificialista de los pequeños y el de los mayores; se trata del caso particular, de un dinamismo sistemático, algunas de cuyas manifestaciones recuerdan la física de Aristóteles y la primitiva del niño preparando las relaciones más racionales. 

Esta de las respuestas pone de manifiesto, al Parecer, una transformación estructural del pensamiento con la edad. Ciertamente, no se han encontrado en todos los medios las mismas respuestas y esta misma fluctuación de las respuestas debe retenerse cuidado para la interpretación final del proceso. Pero si se compara en conjunto las reacciones de los pequeños con las de los grandes es imposible no admitir una maduración; la causalidad científica no es innata, se construye poco a poco y esta construcción supone tanto una corrección del egocentrismo inicial del pensamiento (de la asimilación al yo de que hablábamos antes) como una adaptación del espíritu a las cosas. 

En cualquier caso de aquí a admitir la existencia de etapas rígidas caracterizadas por límites de edad constantes y por un contenido permanente del pensamiento hay diferencias. 

En primer término, las edades características que se obtienen, incluso examinando un gran número de niños, sólo son medias; su sucesión, aunque real globalmente, no excluye los encabalgamientos ni las regresiones individuales momentáneas. Después, existen toda clase de desfases cuando se pasa de una prueba especial a otra: un niño que pertenece a una etapa determinada en lo que concierne a una cuestión particular de causalidad puede ser muy bien de una etapa más avanzada en lo referente a una cuestión próxima de causalidad. Lo mismo que en la ciencia una concepción nueva puede aparecer en un dominio cualquiera sin penetrar durante años en las otras disciplinas, una conducta individual o una noción reciente no se generaliza de golpe, y cada problema implica dificultades propias. Estos desfases en extensión, si uno puede expresarse así, excluyen probablemente la posibilidad de establecer etapas generales, salvo durante los dos o tres primeros años de existencia. 

En tercer lugar hay, por así decirlo, desfases de comprensión: una misma noción puede aparecer en el plano sensomotor o práctico mucho antes de ser objeto de una toma de consciencia o una reflexión (como lo hemos visto más arriba al tratar de la lógica de relaciones); esta ausencia de sincronismo entre los diferentes planos de la acción y el pensamiento complica aún más el cuadro de las etapas. Finalmente, y de manera particular (nunca se insistirá demasiado sobre este punto), cada etapa de desarrollo viene caracterizada mucho menos por un contenido fijo del pensamiento que por una cierta posibilidad, una cierta actividad potencial susceptible de conducir a uno u otro resultado según el medio en que vive el niño. 

Tocamos aquí una cuestión capital tanto para la psicología del niño en general como para la nueva educación y la psicopedagogía; suscita dificultades análogas a las de la biología genética. 

Se sabe que numerosos problemas de la herencia permanecen tan embrollados que no se ha distinguido, entre las variaciones animales y vegetales, los genotipos o variaciones endógenas hereditarias y los fenotipos o variaciones no hereditarias relativas al medio. Ahora bien, sólo se miden directamente los fenotipos, ya que un organismo vive siempre en un cierto medio y el genotipo no es más que el elemento invariable común a todos los fenotipos de la misma raza pura. Pero este elemento invariable, aunque suponiendo una abstracción de la inteligencia, es lo que hace comprender el mecanismo mismo de la variación. Paralelamente en psicología: el pensamiento del niño (por otra parte, no más que el del adulto) no puede ser captado nunca en sí mismo e independientemente del medio. 

El niño de una cierta etapa proporcionará un trabajo diferente y dará respuestas variables a preguntas análogas según su medio familiar o escolar, según la persona que le interrogue, etc. De esta manera, en las experiencias sólo se obtendrán una especie de fenotipos mentales y siempre será abusivo considerar una u otra reacción como una característica absoluta, como el contenido permanente de una etapa considerada. Pero al comparar las respuestas proporcionadas por niños del mismo nivel en medios variables con las respuestas dadas por sujetos de otros niveles en los mismos medios nos damos cuenta, no obstante, de que pueden determinarse trazos comunes y que estos caracteres generales son precisamente el índice de la actividad potencial que diferencia unas etapas con relación a otras. 

Sin que pueda fijarse actualmente con certeza el imite entre lo que proviene de la maduración estructural del espíritu y lo que emana de la experiencia del niño o de las influencias de su medio físico y social, al parecer se puede admitir que ambos factores intervienen continuamente y que el desarrollo es debido a su incesante interacción. Desde el punto de vista de la escuela, esto significa por una parte que hay que reconocer la existencia de una evolución mental; que todo alimento intelectual no es bueno indiferentemente para todas las edades; que deben tenerse en cuenta los intereses y necesidades de cada periodo. Esto significa también, por otra parte, que el medio puede jugar un papel decisivo en el desarrollo del espíritu; que la evolución de las etapas no está determinada de una vez para siempre en lo que se refiere a las edades y a los contenidos del pensamiento; que, por tanto, los métodos sanos pueden aumentar el rendimiento de los alumnos e incluso acelerar su crecimiento espiritual sin perjudicar su solidez.

LA VIDA SOCIAL DEL NIÑO

La cuestión de la influencia del medio en el desarrollo y el hecho de que las reacciones características de las diversas etapas son siempre relativas a un cierto ambiente, así como la maduración misma del espíritu, nos llevan a examinar, al término de esta breve exposición, el problema psicopedagógico de las relaciones sociales propias de la infancia. Es uno de los puntos en que la escuela nueva y la escuela tradicional se oponen de la forma más significativa. 

La escuela tradicional no conoce apenas más que un tipo de relaciones sociales: la acción del maestro sobre el alumno. Sin duda, los niños de una misma clase constituyen un verdadero grupo, cualesquiera que sean los métodos aplicados en el trabajo, y la escuela ha aprobado siempre la camaradería y las reglas de solidaridad y justicia que se establecen en una sociedad como ésta. Pero aparte de las horas reservadas a los deportes y al juego, la vida social entre niños no es utilizada en la misma clase; los ejercicios falsamente llamados colectivos sólo son en realidad una yuxtaposición de los trabajos individuales ejecutados en un mismo local. Al estar el maestro revestido de la autoridad intelectual y moral y deberle obediencia el alumno, esta relación social pertenece de la manera más típica a lo que los sociólogos llaman coacción, entendiéndose que su carácter coercitivo aparece solamente en el caso de no sumisión y que en su funcionamiento normal esta coacción puede ser ligera y fácilmente aceptada por el escolar. 

Por el contrario, los nuevos métodos de educación han reservado de entrada un lugar esencial a la vida social entre niños. Desde los primeros ensayos de Dewey y Decroly, los alumnos han tenido libertad para trabajar entre ellos y colaborar en la búsqueda intelectual, así como en el establecimiento de una disciplina moral; el trabajo por equipos y el self government se han hecho esenciales en la práctica de la escuela activa. Tiene importancia discutir los problemas que implica esta vida social infantil. 

Desde el punto de vista del comportamiento hereditario, es decir, de los instintos sociales o de la sociedad que Durkheim llamaba interior a los individuos en cuanto que ligada a la constitución psicobiológica del organismo, el niño es social casi desde el primer día. Desde el segundo mes sonríe a las personas y busca el contacto con los demás; se sabe lo exigentes que son ya los bebés en este punto y cómo necesitan compañía si no se les habitúa a horas bien reguladas de actividad solitaria. Pero al lado de las tendencias sociales interiores hay la sociedad exterior a los individuos, es decir, el conjunto de las relaciones que se establecen entre ellos desde fuera: el lenguaje, los intercambios intelectuales, las acciones morales, jurídicas; en una palabra, todo lo que se transmite de generación en generación y constituye lo esencial de la sociedad humana en oposición a las sociedades animales fundadas sobre el instinto. 

Ahora bien, desde este punto de vista el niño tiene que aprenderlo todo, aun cuando esté provisto de entrada de tendencias a la simpatía y la imitación. En efecto, parte de un estado puramente individual – el de los primeros meses de existencia durante los cuales no es posible ningún intercambio con los demás – para llegar a una socialización progresiva que jamás queda terminada. Al comienzo no conoce reglas ni signos y mediante una adaptación gradual que va realizándose por asimilación de los otros a sí mismo y por adaptación del yo al otro, debe conquistar dos propiedades esenciales de la sociedad exterior: la mutua comprensión fundada en la palabra v la disciplina común basada en normas de reciprocidad. 

Desde este punto de vista (pero sólo desde este punto de vista de la sociedad exterior) puede decirse que el niño procede de un estado inicial de egocentrismo inconsciente correlativo a su indiferenciación del grupo. 

En efecto, por una parte los niños pequeños (desde la segunda mitad del primer año) no solamente buscan el contacto con los demás, sino que les imitan continuamente y a este respecto dan prueba de una sugestionabilidad máxima; así se presenta en el plano social ese aspecto de la adaptación que más arriba llamábamos acomodación y cuyo equivalente para el universo físico es la sumisión fenoménica a los aspectos exteriores de la experiencia. Pero, por otra parte, y como consecuencia de lo anterior, el niño asimila continuamente los otros a él, es decir, que al permanecer en la superficie de su conducta y de sus móviles, sólo comprende a los otros reduciéndolos a su propio punto de vista y proyectando en ellos sus pensamientos y deseos. En tanto que no ha conquistado los instrumentos sociales de intercambio o comprensión mutuas y la disciplina que somete el yo a las reglas de la reciprocidad, el niño evidentemente no puede creerse más que el centro del mundo social y del mundo físico y juzgarlo todo por asimilación egocéntrico a sí mismo. Por el contrario, a medida que comprende a otro de la misma manera que a sí mismo y plega sus voluntades y su pensamiento a reglas lo suficientemente coherentes como para permitir una tan difícil objetividad, consigue salir de sí mismo y a la vez tomar consciencia de sí, es decir, situarse fuera entre los otros descubriendo a la vez su propia personalidad y la de los demás. 

En resumen, la evolución social del niño procede del egocentrismo a la reciprocidad, de la asimilación al yo inconsciente de sí mismo a la comprensión mutua constitutiva de la personalidad, de la indiferenciación caótica en el grupo a la diferenciación fundada en la organización disciplinada.

LOS EFECTOS DEL EGOCENTRISMO INICIAL

Examinemos en primer lugar los efectos del egocentrismo inicial. Estos efectos se señalan, en primer término, en el comportamiento de los niños pequeños. 

En los juegos o en las escuelas donde los niños son libres de trabajar individualmente o en común, los pequeños presentan una conducta muy característica. Les gusta estar juntos y frecuentemente buscan grupos de dos o tres, pero incluso entonces en general no tratan de coordinar sus esfuerzos: cada uno obra por su cuenta con o sin asimilación mutua. 

Por ejemplo, todavía a los 5-6 años, en un juego colectivo como el de las canicas, cada cual aplica las reglas a su manera y todo el mundo gana a la vez. En los juegos simbólicos, en las construcciones, se observa la misma mezcla de contacto, grosera imitación y actitud de reserva inconsciente. A ello se debe el fracaso de los métodos de trabajo por equipos en los niños pequeños. 

En tales situaciones el lenguaje del niño es también francamente significativo. En la Maison des Petits de Ginebra hemos observado en niños pequeños de 3 a 6 años una gran proporción de monólogos colectivos durante los cuales cada uno habla para si sin escuchar realmente a los otros (Piaget, Le langage et la pensée chez l’enfant). En otros medios se ha encontrado frecuencias más débiles de este lenguaje egocéntrico e incluso una ausencia relativa de estas manifestaciones (Delacroix, Le langage de I’enfant). Pero nos parece evidente que los soliloquios de los pequeños o el monólogo colectivo constituyen el tipo mismo de las características fenotipicas de una etapa, es decir, relativas no solamente al niño, sino también al medio en el que obra. Efectivamente, por una parte estos fenómenos se observan sólo en niños por debajo de los 7-8 años y no en los mayores, lo que muestra con bastante claridad que se trata de un carácter propio de las etapas inferiores. Por otra parte, este carácter sólo se manifiesta en ciertos medios; puede reducirse o desarrollarse según el ambiente escolar o familiar, es decir, según la acción ejercida por él no obstante, el egocentrismo es digno de atención y constituye un fenómeno de importancia general desde el punto de vista intelectual. Ya hemos visto que es la continua asimilación del universo a la actividad individual lo que explica el juego. 

El juego simbólico, en particular, seria incomprensible sin la asimilación de lo real al pensamiento que a veces da cuenta de la satisfacción de los deseos propios de la imaginación lúdica y la estructura simbólica del juego, en oposición a la estructura concepcional y verbal del pensamiento socializado. Así, pues, el juego es el tipo más característico del pensamiento egocéntrico, aquel para el cual el universo exterior no tiene ya importancia objetiva, sino que es plegable a los intereses del yo y sirve simplemente de instrumento para su despliegue. Ahora bien, si el juego simbólico no es más que el pensamiento individual en pos de su libre satisfacción mediante asimilación de las cosas a la actividad propia, el egocentrismo se manifiesta también en la adaptación. Esto es, por otra parte, natural, va que la adaptación es un equilibrio entre asimilación y acomodación y este equilibrio implica una larga estructuración antes de que sus dos procesos puedan convertirse en complementarios. 

Así es que los dos aspectos de la lógica del niño que indicábamos más arriba como características de la estructura mental de los primeros estadios del desarrollo son estrechamente solidarios del egocentrismo. Si el niño encuentra tantas dificultades para utilizar las relaciones en el plano del pensamiento, mientras que su actividad sensomotora está ya adaptada a las relaciones entre las cosas, se debe a que la relatividad implica la reciprocidad de las perspectivas; se debe también a que antes de haber habituado su espíritu a esta reciprocidad, gracias a los intercambios individuales y la cooperación, el individuo permanece prisionero de su propio punto de vista al que considera de forma natural como absoluto. Por otra parte, si al niño le cuesta tanto trabajo construir verdaderos conceptos y utilizar las operaciones de la lógica de clases se debe a que la discusión y las necesidades discursivas del intercambio intelectual son indispensables para educar el espíritu de análisis y llevar al espíritu a reconocer el valor de definiciones fijadas y concepciones claras. De una manera general, las reglas formales de la lógica constituyen una moral del pensamiento que únicamente la cooperación y el respeto por la verdad, que la cooperación implica, permiten construir.

LOS PROCESOS DE LA SOCIALIZACIÓN

En consecuencia, en todos los terrenos – y esto es aún más fácil de establecer desde el punto de vista moral que desde el punto de vista intelectual – el niño sigue siendo egocéntrico en la medida en que está adaptado a las realidades sociales externas. Este egocentrismo constituye uno de los aspectos de cada una de sus estructuras mentales. De aquí surge la pregunta: ¿cómo se adaptará el niño a la vida social, o mejor, cuáles son los procesos de la socialización? 

En este punto hay que señalar la originalidad de los nuevos métodos educativos. La escuela tradicional reducía toda socialización moral o intelectual a un mecanismo de autoridad. Por el contrario, la escuela activa, en casi todas sus realizaciones, distingue claramente dos procesos muy diferentes en los resultados y cuya complementariedad sólo se llega a realizar con mucho tacto y cuidado: la autoridad del adulto y la cooperación de los niños entre sí. 

La exigencia del adulto tiene resultados tanto más importantes cuanto que responde a tendencias muy profundas de la mentalidad infantil. 

En efecto, el niño experimenta por el adulto en general, y en primer lugar por sus padres, ese sentimiento esencial hecho de miedo y afecto mezclados que es el respeto; el respeto, como ha mostrado P. Bovet (“Les conditíons de I’obligation de conscience”, Année psyclzologique, 1912), no deriva de la ley en tanto que tal, como pensaba Kant, ni del grupo social encamado en los individuos, como quería Durkheim sino que constituye un hecho primario en las relaciones efectivas entre el niño pequeño y los adultos que le rodean y a la vez explica la obediencia del niño y la construcción de reglas imperativas. En efecto, en la medida en que una persona es respetada por el niño, las órdenes y las consignas que da son sentidas como obligatorias. La génesis del sentimiento del deber se explica así por el respeto y no a la inversa, lo que muestra bastante claramente la significación esencial de la acción del adulto sobre el niño. 

Pero si desde el punto de vista del desarrollo el adulto es la fuente de toda verdad y de toda moralidad, esta situación tiene sus peligros. Por ejemplo, desde el punto de vista intelectual: el prestigio que posee a los ojos del niño hace que éste acepte sin más todas las afirmaciones que emanan del maestro y que su autoridad le dispense de la reflexión. Como la actitud egocéntrico lanza precisamente al espíritu a la afirmación sin control, el respeto al adulto conduce frecuentemente a consolidar el egocentrismo en lugar de corregirlo, reemplazando sin más la creencia individual por una creencia fundada en la autoridad pero sin conducir a la reflexión y discusión crítica que constituyen la razón y que únicamente la cooperación y el verdadero intercambio pueden desarrollar. Desde el punto de vista moral el peligro es el mismo; al verbalismo de la sumisión intelectual corresponde una especie de realismo moral: el bien y el mal se conciben simplemente como lo que es o no conforme a la regla adulta. Esta moral esencialmente heterónoma de la obediencia conduce a toda clase de deformaciones. Incapaz de conducir al niño a la autonomía de la consciencia personal, que constituye la moral del bien en oposición a la del deber puro, fracasa al preparar al niño para los valores esenciales de la sociedad contemporánea. 

De aquí los esfuerzos de la nueva pedagogía por sustituir las insuficiencias de la disciplina impuesta desde fuera por una disciplina interior fundada en la vida social de los mismos niños. 

Los niños, en sus propias sociedades, y en particular en sus juegos, son capaces de imponerse reglas que respetan a menudo con más consciencia y convicción que algunas consignas dictadas por adultos. Todo el mundo sabe, además, que al margen de la escuela y de una manera más o menos clandestina, o en la misma clase y en oposición a veces con el maestro, existe todo un sistema de ayuda mutua fundada en una especial solidaridad y en un sentimiento sui generis de la justicia. Los nuevos métodos tienden todos a utilizar estas fuerzas colectivas en lugar de despreciarlas o dejarlas transformarse en potencias hostiles. 

A este respecto la cooperación de los niños entre sí presenta una importancia tan grande como la acción de los adultos. Desde el punto de vista intelectual la cooperación es más apta para favorecer el intercambio real del pensamiento y la discusión, es decir, todas las conductas susceptibles de educar el espíritu crítico, la objetividad y la reflexión discursiva. Desde el punto de vista moral, conduce a un real ejercicio de los principios de la conducta y no solamente a una sumisión exterior. Dicho de otra manera: la vida social al penetrar en clase por la colaboración efectiva de los alumnos y la disciplina autónoma del grupo implica el ideal mismo de la actividad que antes hemos descrito como característica de la nueva escuela: es la moral en acción, como el trabajo “activo” es la inteligencia en acto. Además, la cooperación conduce a un conjunto de valores especiales como el de la justicia fundada en la igualdad y el de la solidaridad “orgánica”. 

Salvo en casos extremos, desde luego, los métodos nuevos de educación no tienden a eliminar la acción social del maestro, sino a conciliar la cooperación entre niños con el respeto al adulto y reducir en la medida de lo posible la coacción de este último para transformarla en cooperación superior.

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