SIMPOSIUM SOBRE ANÁLISIS INFANTIL (1927) II

SIMPOSIUM SOBRE ANÁLISIS INFANTIL  (1927)

En su cuarto capítulo Anna Freud llega a una serie de conclusiones que me parecen poner de manifiesto este círculo vicioso, esta vez de manera especialmente clara. He explicado en otro lugar que el término «circulo vicioso» significa que a partir de ciertas premisas se extraen conclusiones que son luego utilizadas para confirmar estas mismas premisas. Citaría como ejemplo de una de las conclusiones que me parecen erróneas, la declaración de Anna Freud de que en el análisis de niños es imposible vencer el obstáculo del imperfecto dominio del lenguaje del niño. Es cierto que hace una reserva: «Hasta donde alcanza mi experiencia hasta ahora, con la técnica que he descrito». Pero la siguiente frase contiene una explicación de naturaleza teórica general. Dice que lo que descubrimos acerca de la temprana infancia cuando analizamos adultos «se revela por estos métodos de asociación libre e interpretación de las reacciones transferenciales, o sea por aquellos medios que fracasan en el análisis de niños». En varios pasajes de su libro Anna Freud pone énfasis en la idea de que el análisis de niños, al adaptarse a la mente del niño debe alterar sus métodos. Pero basa sus dudas acerca de la técnica que yo he desarrollado en una serie de consideraciones teóricas, sin haberlas sometido a prueba en la práctica. Pero he comprobado por la aplicación práctica que esta técnica nos ayuda a obtener las asociaciones de los niños con mayor abundancia aun que las que obtenemos en el análisis de adultos, y penetrar así mucho más profundamente que en ellos.
Por lo que mi experiencia me ha enseñado entonces, sólo puedo combatir enfáticamente la declaración de Anna Freud de que los dos métodos utilizados en el análisis de adultos (o sea, la asociación libre y la interpretación de las reacciones transferenciales), con el objeto de investigar la temprana infancia del paciente, fracasan al analizar niños. Estoy incluso convencida de que incumbe especialmente al análisis de niños, en particular el de niños bastante pequeños, proporcionar valiosas contribuciones a nuestra teoría, precisamente porque en los niños el análisis puede ir mucho mas profundo y puede por lo tanto traer a luz detalles que no aparecen tan claramente en el caso de los adultos.
Anna Freud compara la situación de un analista de niños con la de un etnólogo «que por el contacto con un pueblo primitivo trata de adquirir información acerca de los tiempos prehistóricos más fácilmente que si estudiara las razas civilizadas» (pág. 66). Esto me parece nuevamente una declaración teórica que contradice la experiencia práctica. Si el análisis de niños pequeños, igual que el de niños más grandes, es llevado lo suficientemente lejos, brinda un panorama muy claro de la enorme complejidad del desarrollo que encontramos aun en niños muy pequeños y muestra que niños de, digamos, tres años, precisamente por el hecho de ser hasta tal punto productos de la civilización, han pasado y pasan por serios conflictos. Ateniéndome al ejemplo de Anna Freud, diría que precisamente desde el punto de vista de la investigación un analista de niños se encuentra en una afortunada situación que nunca se le presenta a un etnólogo, a saber, la de encontrar la gente civilizada en asociación estrecha con la gente primitiva, y a consecuencia de esta extraña asociación, la de recibir las más valiosas informaciones sobre los primeros y los últimos períodos.
Trataré ahora con mayor detalle los conceptos de Anna Freud sobre el superyó del niño. En el capítulo IV de su libro hay algunas proposiciones que tienen especial significado, tanto por la importancia de la cuestión teórica a que se refieren como por las amplias conclusiones que Anna Freud extrae de ellas.
El análisis profundo de niños, y en particular de niños pequeños, me ha llevado a formar un cuadro del superyó en la temprana infancia muy distinto al cuadro pintado por Anna Freud, principalmente como resultado de conclusiones teóricas. Es verdad que el yo de los niños no es comparable al de los adultos. El superyó, por otra parte, se aproxima estrechamente al del adulto y no está influido radicalmente por el desarrollo posterior como lo está el yo. La dependencia del niño de los objetos externos es naturalmente mayor que la de los adultos y este hecho produce resultados incontestables, pero que creo que Anna Freud sobreestima demasiado y por lo tanto no interpreta correctamente. Porque estos objetos externos no son por cierto idénticos al superyó ya desarrollado del niño, aun cuando una vez hayan contribuido a su desarrollo. Sólo de esta manera podemos explicar el hecho asombroso de que en niños de tres, cuatro o cinco años, descubramos un superyó de una severidad que se encuentra en la más tajante contradicción con los objetos de amor reales, los padres. Quisiera mencionar el caso de un niño de cuatro años cuyos padres no sólo nunca lo castigaron ni amenazaron sino que en realidad son extraordinariamente cariñosos y buenos. El conflicto entre el yo y el superyó en este caso (que sólo tomo como un ejemplo entre muchos) muestra que el superyó es de una fantástica severidad. Basado en la conocida fórmula que prevalece en d inconsciente, el niño espera en razón de sus propios impulsos canibalísticos y sádicos, castigos tales como castración, ser cortado en pedazos, devorado etc., y vive perpetuamente aterrado por ello. El contraste entre su tierna y cariñosa madre y el castigo con que lo amenaza su propio superyó es realmente grotesco, y es una ilustración del hecho de que no debernos de ningún modo identificar los objetos reales con aquellos que el niño introyecta.
Sabemos que la formación del superyó tiene lugar sobre la base de varias identificaciones. Mis resultados muestran que este proceso, que termina con el período del complejo de Edipo, o sea con el comienzo del período de latencia, comienza a una edad muy temprana. Basando mis observaciones en mis descubrimientos en el análisis de niños muy pequeños, indiqué en mi último artículo que el complejo de Edipo se forma por la frustración sufrida con el destete, es decir, al final del primer año de vida o al comienzo del segundo. Pero parejamente con esto vernos los comienzos de la formación del superyó. Los análisis de niños mayores y de niños muy pequeños brindan un panorama claro de los diversos elementos a partir de los cuales se desarrolla el superyó y los diferentes estratos donde tiene lugar el desarrollo. Vemos cuántos escalones tiene esta evolución antes de terminar con el comienzo del período de latencia. Se trata realmente de terminación, porque contrariamente a Anna Freud, estoy llevada a creer por el análisis de niños que su superyó es un producto sumamente resistente, inalterable en su núcleo, y que no es esencialmente diferente del de los adultos. La única diferencia es que el yo mas maduro de los adultos está más capacitado para llegar a un acuerdo con el superyó. Pero esto a menudo sólo es aparentemente lo que pasa. Además los adultos pueden defenderse mejor de las autoridades que representan al superyó en el mundo exterior; inevitablemente los niños dependen más de éstas. Pero esto no implica, como concluye Anna Freud, que el superyó del niño sea «aún demasiado inmaduro, demasiado dependiente de su objeto, para controlar espontáneamente las exigencias de los instintos, cuando el análisis lo ha desembarazado de la neurosis». Aun en los niños estos objetos -los padres- no son idénticos al superyó. Su influencia sobre el superyó del niño es enteramente análoga a la que podemos comprobar que está en juego en los adultos cuando la vida los coloca en situaciones algo similares, por ejemplo, en una posición de particular dependencia. La influencia de temidas autoridades en los exámenes, de los oficiales en el servicio militar, etc., es comparable con el efecto que Anna Freud percibe en las «constantes correlaciones en los niños entre el superyó y los objetos amorosos, que pueden ser comparadas con las de dos vasos comunicantes». Presionados por situaciones de la vida como las que mencioné u otras similares, los adultos, como los niños, reaccionan con un incremento en sus dificultades. Esto sucede porque se reactivan o refuerzan viejos conflictos por la dureza de la realidad, y aquí juega un papel predominante la actuación intensificada del superyó. Ahora bien, éste es exactamente el mimo proceso que al que se refiere Anna Freud, a saber, la influencia de objetos aún actualmente presentes en el superyó (del niño). Es verdad que las buenas y malas influencias sobre el carácter y todas las otras relaciones contingentes de la niñez ejercen mayor presión sobre los niños que la que sufren los adultos. Sin embargo, también en los adultos esto es indudablemente importante .    Anna Freud cita un ejemplo (Págs. 70-7l) que le parece ilustrar particularmente bien la debilidad y la dependencia de las exigencias del ideal del yo en los niños. En el período de la vida que precede inmediatamente a la pubertad, un niño que tenía un impulso incontrolable a robar descubrió que el agente principal que lo influía era su temor al padre. Anna Freud toma esto como prueba de que aquí el padre, que realmente existía, podía todavía ser reemplazado por el superyó.    Ahora bien, creo que con bastante frecuencia podemos encontrar los adultos desarrollos similares del superyó. Hay muchas personas que (a menudo durante toda su vida) en última instancia controlan sus instintos asociales únicamente por miedo a un «padre» con una apariencia algo distinta: la policía, la ley, el desprestigio, etc. Lo mismo es también cierto en lo que respecta a la «doble moralidad» que Anna Freud observa en los niños. No son sólo los niños quienes tienen un código moral parad mundo de los adultos y otro para ellos mismos y sus camaradas. Muchos adultos se comportan exactamente del mismo modo y adoptan una actitud cuando están solos o con sus iguales, y otra para superiores y extraños. Creo que una razón de la diferencia de opinión entre Anna Freud y yo es la siguiente. Entiendo por superyó (y en esto estoy completamente de acuerdo con lo que Freud nos enseñó sobre su desarrollo), la facultad que resulta de la evolución edípica a través de la introyección de los objetos edípicos, y que, con la declinación del complejo de Edipo, asume una forma duradera e inalterable. Como ya lo he explicado, esta facultad, durante su evolución y más aun cuando ya está completamente formada, difiere fundamentalmente de aquellos objetos que realmente iniciaron su desarrollo. Por supuesto que los niños (pero también los adultos) establecerán toda clase de ideales del yo, instalando diversos «superyoes» pero esto tiene seguramente lugar en los estratos más superficiales y está determinado en el fondo por aquel superyó firmemente arraigado en el niño y cuya naturaleza es inmutable. El superyó que Anna Freud cree funciona todavía en la persona de los padres no es idéntico a este superyó interno en el verdadero sentido, aunque no discuto su influencia en él. Si queremos penetrar en el verdadero superyó, reducir su poder de actuación e influirlo, nuestro único recurso para hacerlo es el análisis. Pero con esto quiero decir un análisis que investigue todo el desarrollo del complejo de Edipo y la estructura del superyó.
Volvamos al ejemplo de Anna Freud que he mencionado anteriormente. En el niño cuya mejor arma contra el asalto de sus instintos era su temor al padre, nos encontramos con un superyó indudablemente inmaduro. Preferiría no llamar a semejante superyó típicamente «infantil». Tomando otro ejemplo: el niño de cuatro años cuyos sufrimientos por la presión de un superyó castrador y canibalístico, en absoluto contraste con sus buenos y cariñosos padres, seguramente no tiene este único superyó. Descubrí en él identificaciones que correspondían más estrechamente a sus verdaderos padres, aunque de ninguna manera eran idénticas a ellos. El niño llamaba a estas figuras, que aparecían como buenas y protectoras y dispuestas a perdonar, su «papá y mamá hadas», y cuando su actitud hacia mí era positiva, me adjudicaba en el análisis el rol de la «mamá-hada» a quien se podía confesar todo. Otras veces -siempre que reaparecía la transferencia negativa- yo jugaba el rol de la madre mala de la que esperaba todo lo malo que fantaseaba. Cuando yo era la mamá-hada, era capaz de satisfacer los pedidos más extraordinarios y de gratificar deseos que no tenían ninguna posibilidad de ser colmados en la realidad. Yo debía ayudarlo trayéndole como regalo, a la noche, un objeto que representaba el pene del padre, y éste debía ser cortado y comido. El que él y ella mataran a su padre era uno de los deseos que la «mamá-hada» debía gratificar. Cuando yo era el «papá mágico», debíamos hacer lo mismo a su madre, y cuando él mismo tomaba el rol del padre, y yo representaba el del hijo, no sólo me permitía el coito con su madre sino que me daba informaciones acerca de éste, me animaba a hacerlo, y también me mostraba cómo podía realizarse el coito fantaseado con la madre por padre e hijo simultáneamente. Toda una serie de las más variadas identificaciones, opuestas entre si, originadas en estratos y  períodos muy diferentes, fundamentalmente distintos de los objetos reales, tuvieron como resultado en este niño un superyó que realmente daba la impresión de ser normal y haber evolucionado bien. Una razón más para seleccionar este caso entre otros muchos análogos es que se trata de un niño que se podría llamar perfectamente normal y que estaba en tratamiento analítico sólo por razones profilácticas. Sólo después de un tiempo de análisis y cuando el complejo de Edipo fue explorado en profundidad, pude reconocer la estructura completa y diferentes partes del superyó del niño. Mostró las reacciones de un sentimiento de culpa con una ética de nivel realmente elevado. Condenaba todo lo que consideraba malo o feo de un modo que aunque apropiado para el yo de un niño, era análogo al funcionamiento del superyó de un adulto con un alto nivel ético.
La evolución del superyó del niño, aunque no menos que la del adulto, depende de varios factores que no necesitarnos tratar aquí con mayor detalle. Si por alguna razón esta evolución no se ha realizado totalmente y las identificaciones no son totalmente afortunadas, entonces la angustia, a partir de la cual se originó toda la formación del superyó, tendrá preponderancia en su funcionamiento.
Creo que el caso citado por Anna Freud no prueba otra cosa sino que tales desarrollos del superyó existen. No creo que muestre que éste es un caso de desarrollo específicamente infantil, ya que nos encontramos con el mismo fenómeno en aquellos adultos cuyo superyó no está desarrollado. Por eso creo que las conclusiones que Anna Freud extrae de este caso son erróneas.
Lo que Anna Freud dice con respecto a esto me da la impresión de que ella cree que el desarrollo del superyó, con formaciones reactivas y recuerdos encubridores, tiene lugar en alto grado durante el período de latencia. Mi conocimiento analítico de niños pequeños me obliga a diferir de ella en forma absoluta en este punto.
Mi observación me ha enseñado que todos estos mecanismos están ya establecidos cuando surge el complejo de Edipo, y son activados por éste. Cuando el complejo de Edipo ha declinado, ya realizaron su tarea fundamental; los desarrollos y reacciones subsiguientes son más bien la superestructura de un sustrato que ha tomado una forma fija y persiste inmodificado. Algunas veces y en ciertas circunstancias, las formaciones reactivas están acentuadas, y, nuevamente, cuando la presión extrema es más poderosa, el superyó opera con mayor fuerza.
Estos fenómenos, no obstante, no son privativos de la niñez. Lo que Anna Freud considera como una ampliación adicional del superyó y como formaciones reactivas en el período de latencia y en el período inmediatamente anterior a la pubertad, es simplemente una adaptación aparente y superficial a las presiones y exigencias del mundo exterior, y no tiene nada que ver con el verdadero desarrollo del superyó. A medida que crecen, los niños (como los adultos) aprenden a manejar el «doble código moral» más hábilmente que los niños pequeños, que todavía son menos convencionales y más honestos.
Pasemos ahora a las deducciones de la autora a partir de sus proposiciones sobre la naturaleza dependiente del superyó de los niños y su doble código moral en relación con los sentimientos de vergüenza y desagrado.
En las páginas 73-75 de su libro, Anna Freud sostiene que los niños difieren de los adultos en este aspecto: cuando las tendencias instintivas del niño se han hecho conscientes no se puede esperar que el superyó asuma por si mismo la total responsabilidad de su dirección. Piensa que los niños, dejados solos en esto, sólo pueden descubrir «un único sendero corto y adecuado, saber, el que conduce a la gratificación directa». Anna Freud no acepta -y da buenas razones para su actitud- que la decisión sobre cómo deben ser empleadas las fuerzas instintivas liberadas de la represión deba corresponder a las personas responsables de la educación del niño. Considera por lo tanto que lo único que debe hacerse es que «el analista guíe al niño en este aspecto tan importante». Da un ejemplo para ilustrar la necesidad de intervención educacional por parte del analista. Veamos lo que dice. Si mis objeciones a sus proposiciones teóricas son válidas, deberán soportar la prueba de un ejemplo práctico.
El caso en cuestión es uno que Anna Freud discute en varios pasajes de su libro: el de una niña de seis años que sufría de neurosis obsesiva. Esta niña, que antes del tratamiento manifestaba inhibiciones y síntomas obsesivos, se tornó en ese momento desobediente y falta de límites. Anna Freud infirió que en ese punto hubiera debido intervenir con el rol de educadora. Creyó reconocer que el hecho de que el niño gratificara sus impulsos anales fuera del análisis una vez libres de la represión, indicaba que ella había incurrido en un error y había confiado demasiado en la fuerza del ideal del yo del niño. Pensó que este superyó aún insuficientemente establecido hubiera necesitado una influencia educativa temporaria por parte del analista, y por lo tanto, en este punto no era capaz de controlar los impulsos del niño sin ayuda.
Creo que sería bueno que yo también seleccionara una ilustración para sustentar mi opinión, opuesta a la de Anna Freud. El caso que citaré fue muy grave: el de una niña de seis años que en el comienzo del análisis sufría de una neurosis obsesiva .     Erna, cuya conducta en el hogar era intolerable y que manifestaba marcadas tendencias asociales en todas sus relaciones, sufría de frecuente insomnio, de excesivo onanismo obsesivo, inhibición completa para el aprendizaje, profundas depresiones, ideas obsesivas y varios otros síntomas graves. Fue tratada analíticamente durante dos años, y es evidente que la curación fue su resultado, porque desde hace más de un año ha estado en un colegio que por principio sólo toma «niños normales» y que está enfrentando allí la prueba de la vida. Como es de suponer, en un caso tan grave de neurosis obsesiva la niña sufría de inhibiciones excesivas y profundos remordimientos. Manifestaba el característico viraje de la personalidad de «ángel a demonio», de «princesa buena a malvada», etc. En ella, también, el análisis liberó tanto enormes cantidades de afecto como impulsos sádicos anales. Durante las sesiones analíticas tenían lugar extraordinarias descargas: rabietas que se desahogaban en los objetos de mi cuarto, tales cono almohadones, etc., ensuciaba y destrozaba juguetes, manchaba papel con agua, plastilina, lápices y demás. En todo esto la niña daba la impresión de estar considerablemente liberada de inhibiciones y parecía extraer un placer notable de esta conducta a menudo bastante salvaje. Pero descubrí que no se trataba simplemente de un caso de gratificación desinhibida de sus fijaciones anales, sino que otros factores jugaban un rol decisivo.
De ninguna manera era tan «feliz» como se hubiera podido pensar a primera instancia, y como los que rodeaban al niño hubieran pensado que sería en el caso citado por Anna Freud. Lo que en gran parte se encontraba debajo de su «falta de freno» era angustia y también la necesidad de castigo que la impelían a repetir su comportamiento. En éste, también, habla una evidencia clara de todo el odio y el desafío que databa del período en que se le había enseñado hábitos de limpieza. La situación cambió completamente cuando analizamos estas fijaciones tempranas, sus conexiones con la evolución del complejo de Edipo, y el sentimiento de culpa asociado a éste.
En estos períodos en los que se liberaban con tanta fuerza impulsos sádico-anales, Erna manifestaba una inclinación temporaria a descargarlos y gratificarlos fuera del análisis. Llegué a la misma conclusión que Anna Freud: que el analista debía haberse equivocado. Sólo que -y ésta es probablemente una de las diferencias más sobresalientes y fundamentales entre nuestras opiniones- yo inferí que había fracasado de alguna manera por el lado analítico y no por el educacional Quiero decir que me di cuenta de que había fracasado en resolver completamente las resistencias durante la sesión analítica y en liberar totalmente la transferencia negativa. En este y en todos los otros casos encontré que si queremos capacitar a los niños para controlar mejor sus impulsos sin que se agoten en una laboriosa lucha contra ellos, la evolución edípica debe ser desnudada analíticamente tan completamente como sea posible, y los sentimientos de odio y culpa que resultan de esta evolución deben ser investigados hasta sus mismos comienzos . Ahora bien, si tratamos de ver hasta qué punto Anna Freud encontró necesario reemplazar las medidas analíticas por medidas educativas encontramos que la pequeña paciente misma nos da una información exacta. Después de que Anna Freud le hubo demostrado claramente (pág. 41) que la gente sólo podía portarse tan mal con quienes odiaba, la niña preguntó «por qué habría ella de tener ese sentimiento de odio por su madre a quien ella suponía que quería mucho». Esta pregunta tenía una buena justificación y muestra esa buena comprensión de la esencia del análisis que a menudo encontramos en pacientes de cierto tipo obsesivo, incluso muy pequeños. La pregunta señala el camino que hubiera debido tornar el análisis: hubiera debido penetrar más profundamente. Anna Freud, sin embargo, no tomó este canino, ya que leemos:
«Aquí rehusé decirle nada más, ya que también yo había llegado al fin de lo que sabía». La pequeña paciente trató entonces ella misma de ayudar a encontrar la forma que la podría conducir más lejos. Repitió un sueño que ya había mencionado y cuyo significado era un reproche contra su madre porque ésta salía precisamente cuando la niña más la necesitaba. Algunos días después trajo otro sueño que indicaba claramente celos de sus hermanos y hermanas menores.