Segunda división: Dialéctica transcendental

Segunda división: Dialéctica transcendental

– I – De la ilusión transcendental Más arriba hemos llamado a la dialéctica, en general, una lógica de la apariencia o ilusión. Esto no significa que sea una doctrina de la verosimilitud; pues la verosimilitud es verdad, bien que conocida por fundamentos insuficientes, verdad cuyo conocimiento, por tanto, aunque defectuoso, no por eso es engañador. No debe pues estar separada de la parte analítica de la lógica. Menos aún deben considerarse como términos idénticos fenómeno e ilusión. Pues verdad o ilusión no hay en el objeto por cuanto es intuido, sino en el juicio sobre el mismo, por cuanto es pensado. Puede pues decirse justamente, que los sentidos no yerran; mas no porque siempre juzguen exactamente, sino porque no juzgan. Por eso la verdad, como el error, y por ende la ilusión, como seducción a este último, están sólo en el juicio, es decir, en la relación del objeto con nuestro entendimiento. En un conocimiento que concuerde completamente con las leyes del entendimiento, no hay error. En una representación de los sentidos, no hay tampoco error (pues no contiene ningún juicio). Ninguna fuerza de la naturaleza puede apartarse por sí misma de sus propias leyes. Por eso, ni el entendimiento por sí solo (sin influjo de otra causa), ni los sentidos por sí solos errarían; el primero, porque cuando es activo, según sus solas leyes, el efecto (el juicio) debe necesariamente concordar con esas leyes. En la concordancia con las leyes del entendimiento consiste, empero, lo formal de toda verdad. En los sentidos no hay juicio, ni verdadero ni falso. Mas como fuera de estas dos fuentes de conocimiento no tenemos ninguna, se sigue que el error es producido simplemente por el inadvertido influjo de la sensibilidad sobre el entendimiento; por donde sucede que los fundamentos subjetivos del juicio se mezclan con los objetivos

y hacen que éstos se desvíen de su determinación121, así como un cuerpo en movimiento conservaría ciertamente por sí mismo la línea recta, en una dirección, pero si otra fuerza influye en él al mismo tiempo en otra dirección, ese movimiento se torna curvilíneo. Para distinguir entre la acción propia del entendimiento y la fuerza que se inmiscuye, será pues necesario considerar el juicio erróneo como la diagonal de dos fuerzas, que determinan el juicio en dos direcciones distintas y que, por decirlo así, encierran un ángulo; y habrá que resolver ese efecto compuesto en los simples del entendimiento y de la sensibilidad, cosa que, en los juicios puros a priori debe hacerse por medio de la reflexión trascendental, por medio de la cual (como se ha mostrado) a cada representación le es asignado su lugar, en la facultad de conocer que le corresponde, y por ende, queda destruido el influjo de éstas en aquellas. Nuestro asunto no es aquí el de tratar de la ilusión empírica (v. g. de la óptica) que se produce en el uso empírico de reglas del entendimiento -que por lo demás son exactas- ilusión por la cual el juicio es seducido por influjo de la imaginación; sino que hemos de tratar tan sólo de la ilusión transcendental, que penetra en principios, cuyo uso no es ni siquiera establecido en la experiencia, caso en el cual tendríamos al menos una piedra de toque de su exactitud, sino que nos conduce, contra todos los avisos de la crítica, allende el uso empírico de las categorías y nos entretiene con el espejismo de una amplificación del entendimiento puro. Vamos a llamar inmanentes los principios, cuya aplicación se contiene del todo en los límites de la experiencia posible; y transcendentes, los principios destinados a pasar por encima de esos límites. Entre estos últimos, empero, no cuento el uso transcendental o mal uso de las categorías, el cual es sólo una falta del Juicio, insuficientemente frenado por la crítica, y no bastante atento a los límites del territorio en el cual tan sólo le es permitido moverse al entendimiento puro. Sólo considero transcendentes ciertos principios reales que nos piden que echemos abajo los cercados todos y pasemos a otro territorio, completamente nuevo, en donde ninguna demarcación es conocida. Por lo tanto, no es lo mismo transcendental que transcendente. Los principios del entendimiento puro, expuestos más arriba, sólo deben tener uso empírico y no transcendental, es decir, que exceda a los límites de la experiencia. El principio, empero, que suprime esas limitaciones y aun nos ordena franquearlas, se llama transcendente. Si nuestra crítica puede llegar a descubrir la ilusión de esos pretendidos principios, entonces esos principios del mero 121 La sensibilidad, sometida al entendimiento como objeto al cual éste aplica su función, es la fuente de conocimientos reales. Pero la sensibilidad, en cuanto influye en la acción misma del entendimiento y la determina a juzgar, es fuente del error.

uso empírico, podrán llamarse principios inmanentes del entendimiento puro, por oposición a los otros. La ilusión lógica que consiste en la mera imitación de la forma de la razón (la ilusión de los raciocinios falaces) se origina simplemente en una falta de atención a la regla lógica. Tan pronto, pues, como esta atención se agudiza sobre el caso presente, desaparece dicha ilusión por completo. Pero, en cambio, la ilusión transcendental no cesa, sin embargo, aun después de descubierta y de conocida claramente su vanidad, por medio de la crítica transcendental (v. g. la ilusión en la proposición: «el mundo debe tener un comienzo, según el tiempo».) La causa de esto, es que en nuestra razón (considerada subjetivamente, como una facultad humana de conocer) hay reglas fundamentales y máximas de su uso, que tienen la autoridad de principios objetivos, por donde sucede que la necesidad subjetiva de un cierto enlace de nuestros conceptos, para el entendimiento, es tomada por una necesidad objetiva de la determinación de las cosas en sí mismas. Esta es una ilusión que no puede evitarse, como tampoco podemos evitar que la mar nos parezca más alta en medio de su extensión, que en la playa, porque allí la vemos a través de rayos de luz más altos que aquí; como el astrónomo no puede evitar que la luna le parezca más grande a su salida, aun cuando no se deja engañar por esta ilusión. La Dialéctica transcendental se contentará, pues, con descubrir la ilusión de los juicios, transcendentales e impedir al mismo tiempo, que esta ilusión engañe. Pero que (como la ilusión lógica) desaparezca y deje de ser ilusión, esto nunca lo podrá conseguir. Pues se trata de una ilusión natural, e inevitable, que descansa en principios subjetivos y los usa como objetivos. En cambio, la dialéctica lógica, en la resolución de los sofismas, sólo tiene que ocuparse de una falta en la aplicación de los principios, o de una ilusión artificiosa en la imitación de los mismos. Hay, pues, una dialéctica natural e inevitable de la razón pura; no una dialéctica, en que por acaso se enredan los inexpertos, por falta de conocimientos, o que un sofista entreteje para confusión de gentes razonables, sino una dialéctica que es irremediablemente inherente a la razón humana y que, aun después de descubierto su espejismo, no cesa, sin embargo, de engañar y de empujar la razón, sin descanso, a momentáneos errores, que necesitan de continuo, ser remediados.

– II – De la razón pura como asiento de la ilusión trascendental – A – De la razón en general Todo nuestro conocimiento empieza por los sentidos; de aquí pasa al entendimiento, y termina en la razón. Sobre ésta no hay nada más alto en nosotros para elaborar la materia de la intuición y ponerla bajo la suprema unidad del pensamiento. Debiendo dar ahora una definición de esta suprema facultad de conocer, me encuentro en alguna perplejidad. De ella, como del entendimiento, hay un uso meramente formal, es decir lógico, cuando la razón hace abstracción de todo contenido del conocimiento. Pero también hay un uso real, por cuanto la razón contiene el origen de ciertos conceptos y principios, que no toma ni de los sentidos ni del entendimiento. La primera de estas dos facultades ha sido desde hace tiempo definida por los lógicos como la facultad de concluir mediatamente (a diferencia de las conclusiones o inferencias inmediatas, consequentiis immediatis). Pero la segunda, que produce ella misma conceptos, no es de ese modo conocida. Mas como aquí se produce una división de la razón en facultad lógica y facultad transcendental, hay que buscar un concepto superior de esta fuente de conocimiento, que comprenda ambos conceptos. Podemos, empero, esperar, por analogía con los conceptos del entendimiento, que el concepto lógico nos dará al mismo tiempo la clave para el transcendental, y que la tabla de las funciones del primero nos proporcionará al mismo tiempo la clasificación de los conceptos de la razón. En la primera parte de nuestra lógica transcendental, hemos definido el entendimiento como la facultad de las reglas. Aquí distinguiremos la razón, del entendimiento, llamándola facultad de los principios. La expresión de principio es ambigua y significa comúnmente sólo un conocimiento que puede ser usado como principio, aún cuando en sí mismo y según su propio origen no sea un principium. Toda proposición general, incluso que sea tomada de la experiencia, (por inducción) puede servir de mayor en un raciocinio; pero no por eso es un principium. Los axiomas matemáticos (v. g. entre dos puntos sólo puede haber una recta) son incluso conocimientos universales a priori, y por eso, relativamente a los casos que puedan subsumirse en ellos, son llamados con razón principios. Mas no por

eso puedo decir que conozco esa propiedad de la línea recta, en general y en sí, por principios, sino sólo en la intuición pura. Por eso llamaría yo conocimientos por principios aquellos en los cuales conozco por conceptos lo particular en lo general. Así todo raciocinio es una forma de deducir de un principio un conocimiento. Pues la mayor da siempre un concepto, que hace que todo lo que es subsumido bajo la condición del mismo, sea conocido por él según un principio. Ahora bien, como todo conocimiento general, puede servir de mayor en un raciocinio, y el entendimiento ofrece a priori estas proposiciones universales, pueden éstas, en consideración de su posible uso, llamarse principios. Pero consideremos esos principios del entendimiento puro, en sí mismos, según su origen. En modo alguno son conocimientos por conceptos. Pues ni siquiera serían posibles a priori, si no acudiéramos a la intuición pura (en la matemática) o a las condiciones de una experiencia posible en general. Que todo cuanto ocurre tiene una causa, no puede inferirse del concepto de lo que ocurre en general; más bien muestra el principio cómo sólo de aquello que ocurre se puede obtener un concepto empírico y determinado. El entendimiento no puede por tanto proporcionar conocimientos sintéticos por conceptos y éstos propiamente son los que yo llamo absolutamente principios; mientras que las proposiciones universales pueden llamarse sólo comparativamente principios. Es un antiguo deseo que acaso alguna vez, no sabemos cuando, recibirá satisfacción, el de buscar en lugar de la infinita multiplicidad de las leyes civiles, sus principios; pues sólo en esto puede consistir el secreto para simplificar, como se suele decir, la legislación. Pero las leyes son aquí también solo limitaciones de nuestra libertad a las condiciones bajo las cuales ésta concuerda universalmente consigo misma; por tanto se refieren a algo que es por completo nuestra propia obra, y de lo cual nosotros podemos ser la causa, por medio de esos conceptos mismos. Mas preguntar cómo los objetos en sí mismos, cómo la naturaleza de las cosas se halla bajo principios y debe ser determinada por meros conceptos, es, si no algo imposible, al menos muy extraño en su exigencia. Pero sea lo que quiera de esto (sobre ello nos queda todavía mucho que investigar) se ve por lo menos que el conocimiento por principios (en sí mismo) es muy otra cosa que el mero conocimiento del entendimiento, que puede sin duda preceder a otros conocimientos, en la forma de un principio, pero que en sí mismo (en cuanto es sintético) no descansa en el mero pensar, ni contiene un universal según conceptos. Si el entendimiento es una facultad de la unidad de los fenómenos por medio de las reglas, la razón es la facultad de la unidad de las reglas del entendimiento bajo principios. Nunca, pues, se refiere directamente a la

experiencia o a algún objeto, sino al entendimiento, para dar a los múltiples conocimientos de éste unidad a priori por conceptos, la cual puede llamarse unidad de razón, y es de muy otra especie que la que el entendimiento puede producir. Tal es el concepto general de la facultad de la razón, por cuanto ha podido hacerse concebible, dada la carencia total de ejemplos (que más tarde en la continuación habrán de presentarse). – B – Del uso lógico de la razón Distínguese entre lo inmediatamente conocido y lo inferido. En una figura limitada por tres rectas, hay tres ángulos; esto es conocido inmediatamente. La suma de esos tres ángulos es igual a dos rectos, esto es inferido. Como necesitamos constantemente la inferencia y estamos acostumbrados a ella, no notamos al pronto esta distinción; y muchas veces, como en las llamadas ilusiones de los sentidos, creemos percibir inmediatamente lo que sólo ha sido inferido. En toda inferencia hay una proposición, que está a la base, y otra que sale de ésta, y es la conclusión; y por último hay la consecuencia por la cual la verdad de la conclusión está necesariamente ligada con la verdad de la primera proposición. Si el juicio concluso está contenido en el primero de tal suerte, que, sin la mediación de un tercero, puede deducirse de él, llámase, entonces la conclusión inmediata (consequentia inmediata); yo lo llamaría más bien conclusión del entendimiento. Pero sí, además del conocimiento puesto a la base, es necesario otro juicio, para producir la conclusión, llámase entonces a esta conclusión raciocinio (conclusión de la razón). En la proposición: «todos los hombres son mortales» están las proposiciones: «Algunos hombres son mortales», «algunos mortales son hombres», «nada que sea inmortal, es hombre»; y éstas son, pues, consecuencias inmediatas de la primera. En cambio la proposición: «todos los sabios son mortales» no está inclusa en el juicio puesto a la base (pues el concepto de sabio no está en éste) y no puede ser obtenida más que por medio de un juicio intermedio. En todo raciocinio, pienso primero una regla (major) por medio del entendimiento. Segundo: subsumo un conocimiento bajo la condición de una regla (minor), por medio del Juicio. Por último, determino mi conocimiento mediante el predicado de la regla (conclusio), por tanto a priori, por medio de la razón. Así pues, la relación que la mayor, como regla, representa entre un

conocimiento y su condición, constituye las diferentes especies de raciocinio. Son pues precisamente tres, como los juicios todos en general, por cuanto se distinguen por el modo como expresan la relación del conocimiento en el entendimiento, a saber: raciocinios categóricos, hipotéticos y disyuntivos. Si, como suele ocurrir, la conclusión es presentada como un juicio, para saber si se deduce de otros juicios ya dados, por los cuales se piensa un objeto distinto, busco en el entendimiento si la aserción de esa conclusión se halla en el mismo bajo ciertas condiciones, según una regla general. Si encuentro esa condición y el objeto de la conclusión se deja subsumir bajo la condición dada, entonces es la conclusión inferida de la regla, que vale también para otros objetos del conocimiento. Se ve por esto que la razón en los raciocinios trata de reducir la gran multiplicidad del conocimiento del entendimiento al mínimo número de principios (condiciones generales) y por ende quiere realizar la unidad suprema del entendimiento. – C – Del uso puro de la razón ¿Puede aislarse la razón? Y, una vez aislada, ¿sigue siendo la razón fuente de conceptos y juicios, que sólo en ella se originan y con los cuales ella se refiere a objetos? ¿O es simplemente una facultad subalterna, que da a conocimientos dados cierta forma, llamada lógica, por donde los conocimientos del entendimiento se subordinan unos a otros, las reglas inferiores a otras superiores (cuya condición comprende en su esfera la condición de aquellas) hasta donde ello pueda llevarse a cabo, por comparación de las mismas? Ésta es la cuestión que va a ocuparnos por ahora. En realidad, la multiplicidad de las reglas y la unidad de los principios es una exigencia de la razón, para poner el entendimiento en concordancia universal consigo mismo, del mismo modo que el entendimiento reduce lo múltiple de la intuición a conceptos, y por tanto lo enlaza. Pero semejante principio no prescribe ninguna ley a los objetos, ni contiene el fundamento de la posibilidad de conocerlos y determinarlos como tales en general, sino que es simplemente una ley subjetiva de economía, aplicada a las provisiones de nuestro entendimiento y que consiste en reducir, por comparación de sus conceptos, el uso general de los mismos al mínimo número posible, sin que por ello sea lícito exigir de los objetos mismos esa concordancia, que ayuda a la comodidad y a la extensión de nuestro entendimiento, ni dar a esas

máximas al mismo tiempo validez objetiva. En una palabra, la cuestión es: si la razón en sí, es decir, la razón pura a priori, contiene principios sintéticos y reglas y en que puedan consistir esos principios. El proceder formal y lógico de la razón, en los raciocinios, nos da ya suficiente indicación del fundamento sobre el cual descansará el principio transcendental de la razón, en el conocimiento sintético por razón pura. Primero. El raciocinio no se refiere a intuiciones para reducirlas bajo reglas (como hace el entendimiento con sus categorías) sino a conceptos y juicios. Si bien, pues, la razón pura se refiere también a objetos, no tiene, sin embargo, referencia inmediata a éstos y a su intuición, sino sólo al entendimiento y sus juicios, que son los que aplican los sentidos y la intuición, para determinar su objeto. La unidad de la razón no es, pues, la unidad de una experiencia posible, sino que es esencialmente distinta de ésta. Ésta es unidad del entendimiento. Que todo lo que ocurre tiene una causa, no es un principio conocido y prescrito por la razón. Hace posible la unidad de la experiencia y nada toma de la razón, la cual, sin esa referencia a la experiencia posible, no hubiera podido, por meros conceptos, prescribir semejante unidad sintética. Segundo. La razón en su uso lógico bus ca la condición general de su juicio (de la conclusión) y el raciocinio mismo no es otra cosa que un juicio mediante la subsunción de su condición bajo una regla (mayor). Ahora bien, como esa regla a su vez está sometida a la operación de la razón, y por ende, hay que buscar la condición de la condición (por medio de un prosilogismo) cuantas veces sea ello posible, se advierte bien que el principio peculiar de la razón en general (en el uso lógico) es: para el conocimiento condicionado del entendimiento, hallar lo incondicionado, con que se completa la unidad del mismo. Esta máxima lógica, empero, no puede llegar a ser un principio de la razón pura, más que si se admite que, cuando lo condicionado es dado, también la serie total de las condiciones, subordinadas unas a otras -serie que es ella misma por tanto incondicionada- está dada, es decir, está contenida en el objeto y su enlace. Semejante principio de la razón pura es manifiestamente sintético; pues lo condicionado, aunque se refiere analíticamente a alguna condición, no se refiere, empero, a lo incondicionado. De ese principio deben salir también diversas proposiciones sintéticas, ignoradas por el entendimiento puro, que sólo tiene que ocuparse de objetos de una experiencia posible, cuyo conocimiento y cuya síntesis es siempre condicionada. Pero lo incondicionado, si realmente se verifica, puede ser considerado en particular según todas las determinaciones que lo distinguen de todo condicionado y debe por ello dar materia para varias proposiciones sintéticas a priori.

Los principios que se originan en este principio supremo de la razón pura serán, empero, respecto de todos los fenómenos, transcendentes, es decir: que nunca podrá hacerse de ellos un uso empírico, que sea adecuado a aquel principio supremo. Se distinguirá, pues, por completo de todos los principios del entendimiento (cuyo uso es enteramente inmanente, puesto que no tienen otro tema que la posibilidad de la experiencia). Ahora bien; ese principio de que la serie de las condiciones (en la síntesis de los fenómenos o del pensamiento de las cosas en general) se extiende hasta lo incondicionado, ¿tiene o no realidad objetiva? ¿Qué consecuencias nacen de él para el uso empírico del entendimiento? ¿No será mejor decir que no existe ninguna proposición semejante, objetivamente valedera, de la razón, sino sólo un precepto meramente lógico, el de irse acercando, en la ascensión, por condiciones siempre más altas, a la integridad de éstas, llevando así nuestros conocimientos a la unidad de razón más alta posible para nosotros? ¿No ha sido esta exigencia de la razón considerada por una mala inteligencia como un principio transcendental de la razón pura, principio que postula en los objetos mismos, con excesiva precipitación, esa ilimitada integridad de la serie de las condiciones, sin tener en cuenta las equivocaciones y las ilusiones que en este caso se insinúan en los raciocinios, cuya mayor ha sido tomada de la razón pura (mayor, que es más bien acaso petición que postulado) y que desde la experiencia van ascendiendo hacia sus condiciones? Éste será el asunto de Dialéctica transcendental, que vamos a desenvolver ahora desde sus fuentes, hondamente ocultas en la razón humana. La dividiremos en dos partes principales. La primera tratará de los conceptos transcendentes de la razón pura, la segunda de los raciocinios transcendentes y dialécticos.

Dialéctica transcendental Libro primero De los conceptos de la razón pura Sea lo que quiera de la posibilidad de los conceptos por razón pura, éstos no son obtenidos por mera reflexión sino por conclusión. Los conceptos del entendimiento son también pensados a priori, antes de la experiencia y para ésta; pero no contienen nada más que la unidad de la reflexión sobre los fenómenos, por cuanto éstos deben pertenecer necesariamente a una posible conciencia empírica. Sólo por esos conceptos del entendimiento es posible el conocimiento y la determinación de un objeto. Son pues los que proporcionan el material para las conclusiones y antes que ellos no hay conceptos a priori de objetos, de los cuales ellos pudieran ser inferidos. En cambio su realidad objetiva se funda solamente en que, como constituyen la forma intelectual de toda experiencia, su aplicación debe poder siempre demostrarse en la experiencia. Pero la denominación de concepto de razón muestra ya de antemano que este no quiere dejarse encerrar en la experiencia, porque se refiere a un conocimiento, del cual todo conocimiento empírico es sólo una parte (acaso el todo de la experiencia posible o de su síntesis empírica) y si bien ninguna experiencia real alcanza nunca a aquel conocimiento, sin embargo siempre pertenece a él. Los conceptos de la razón sirven para concebir, como los conceptos del entendimiento sirven para entender (las percepciones). Si contienen lo incondicionado, refiérense a algo bajo lo cual se halla comprendida toda experiencia, pero que no puede ello mismo ser nunca objeto de experiencia; algo, hacia lo cual la razón, con sus conclusiones sacadas de la experiencia, conduce, y según lo cual mide y aprecia el grado de su uso empírico, pero sin constituir jamás un miembro de la síntesis empírica. Si esos conceptos, prescindiendo de esto, tienen validez objetiva, pueden llamarse conceptus ratiocinati (conceptos rectamente inferidos) si no, son al menos obtenidos capciosamente por una aparente conclusión y puede llamarse conceptus ratiocinantes (conceptos sofísticos). Mas como esto no

puede decidirse hasta el capítulo que trate de las conclusiones dialécticas de la razón pura, podemos no ocuparnos de ellos todavía, y vamos por de pronto a dar a los conceptos de la razón pura un nuevo nombre, como hicimos con los conceptos puros del entendimiento, al llamarlos categorías. Y será este nombre el de ideas transcendentales. Ahora explicaremos y justificaremos esta denominación. PRIMERA SECCIÓN De las ideas en general A pesar de la gran riqueza de nuestra lengua, el pensador se encuentra a menudo falto de expresiones que convengan exactamente a su concepto y no puede por tanto hacerse entender bien ni de otros ni aun de sí mismo. Forjar palabras nuevas es una pretensión de legislar sobre la lengua, que rara vez acierta; y antes de acudir a este medio desesperado, es prudente buscar términos en un idioma muerto y sabio, pues acaso se halle en él ese concepto con su adecuada expresión; y aunque la vieja usanza de dicha palabra se haya hecho algo indecisa, por descuido de los autores del vocablo, siempre es mejor fortalecer la significación que le era propia (aunque siga siendo dudoso si allá entonces se le dio este sentido precisamente) que echar a perder lo que se escribe, haciéndolo incomprensible. Por eso, cuando para cierto concepto no se encuentra más que una palabra, la cual, en un sentido ya usado corresponde exactamente a este concepto, cuya distinción de otros conceptos afines es de gran importancia, entonces es prudente no abusar de ella y no emplearla como sinónimo de otras, por variar sino conservarle cuidadosamente su peculiar significación; pues de otro modo fácilmente ocurre que no ocupando la expresión particularmente la atención, y perdiéndose en el montón de otros términos de muy distinto significado, piérdese también el pensamiento que hubiera debido salvaguardar. Platón hizo uso de la expresión idea, de tal suerte que se ve bien que entendía por idea algo que no sólo no es nunca sacado de los sentidos, sino que excede con mucho los conceptos del entendimiento, de que se ocupó Aristóteles, puesto que en la experiencia nunca se halla algo congruente con la idea. Las ideas son para Platón prototipos de las cosas mismas y no sólo claves de experiencias posibles, como las categorías. Según su opinión, son oriundas de la razón suprema, de la cual han pasado a la razón humana; ésta

no las encuentra ya en su primitivo estado, sino que, con trabajo, ha de evocar de nuevo, por el recuerdo (que se llama filosofía) las viejas ideas, ahora muy obscurecidas. No voy a meterme en investigaciones literarias para decidir el sentido que el sublime filósofo diera a su expresión. Solo haré observar que no es nada extraordinario, ni en la conversación común, ni en los escritos, el entender a un autor por el cotejo de los pensamientos que exterioriza sobre su objeto, mejor que él mismo se entendió. En efecto el autor puede no haber determinado bastante su concepto, hablando o aun pensando a veces en contra de su propio propósito. Platón advirtió muy bien que nuestra facultad de conocer siente una necesidad mucho más elevada que la de sólo deletrear fenómenos, según la unidad sintética, para poderlos leer como experiencia; y que nuestra razón se encumbra naturalmente hasta conocimientos que van tan lejos, que cualquier objeto que la experiencia pueda ofrecer, nunca puede congruir con ellos; pero que no por eso dejan de tener su realidad y no son meras ficciones. Platón halló sus ideas de preferencia en todo lo que es práctico122, es decir, en lo que se basa sobre la libertad, la cual a su vez se halla bajo conocimientos que son un producto característico de la razón. El que quisiera tomar de la experiencia los conceptos de la virtud; el que quisiera convertir en modelo y fuente del conocimiento lo que en todo caso sólo puede servir de ejemplo para una imperfecta explicación (cosa que muchos han hecho realmente) haría de la virtud algo absurdo y ambiguo, mudable según tiempo y circunstancias, inutilizable para regla alguna. En cambio todos tenemos la convicción de que, si alguien nos es presentado como modelo de virtud, el verdadero original se halla sin embargo en nuestra propia cabeza y con él comparamos ese supuesto modelo, y según esa comparación lo apreciamos. Tal es en efecto la idea de la virtud, respecto de la cual todos los objetos posibles de la experiencia sirven, sí, de ejemplos (que prueban que, puede hacerse, en cierto grado, lo que ordena el concepto de la razón pero no de prototipos. El hecho de que nunca un hombre pueda obrar adecuadamente a lo que contiene la idea pura de la virtud, no demuestra que este pensamiento sea quimérico. Pues todo juicio sobre el valor o no valor moral es posible exclusivamente por esa idea; por lo tanto sirve necesariamente esa idea de base a toda aproximación a la perfección moral, por mucho que puedan 122 Cierto que extendió su concepto también a los conocimientos especulativos, si son puros y dados claramente a priori, e incluso hasta a la matemática, aunque ésta no encuentra su objeto más que en la experiencia posible. En esto no puedo seguirlo, como tampoco en la deducción mística de esas ideas o en las exageraciones, por las cuales las hypostasió, por decirlo así; aun cuando el elevado lenguaje de que hizo uso en este campo, admite muy bien una interpretación más suave y acomodada a la naturaleza de las cosas.

tenernos alejados de ella los obstáculos (que no hemos de determinar en su grado) de la naturaleza humana. La República de Platón se ha hecho proverbial como ejemplo contundente de perfección ensoñada, que no puede tener asiento más que en el cerebro del pensador ocioso; y Brucker encuentra ridículo que el filósofo sostenga que nunca regirá bien un príncipe, si no participa de las ideas. Pero mejor fuera proseguir este pensamiento y ponerlo en nueva luz (ya que el gran filósofo nos ha dejado desamparados) por medio de un nuevo esfuerzo, antes que arrinconarlo como inútil, bajo el miserable y nocivo pretexto de que no puede llevarse a cabo. Una constitución de la máxima libertad humana, según leyes, que hagan que la libertad de cada cual pueda coexistir con la de los demás (no de la máxima felicidad, pues esa seguirá ya de suyo) es al menos una idea necesaria, que hay que poner a la base, no sólo del primer bosquejo de una constitución política, sino de todas las leyes. Y en esto hay que hacer abstracción, desde un principio, de los obstáculos actuales, que acaso no provengan inevitablemente de la naturaleza humana, sino más bien del menosprecio de las ideas auténticas en la legislación. Pues nada puede haber más dañoso e indigno de un filósofo, que la plebeya apelación a una supuesta experiencia contradictoria, que no existiría, si se hubieran establecido a tiempo esas instituciones, según las ideas, y sí conceptos groseros, precisamente por haber sido tomados de la experiencia, no hubieran, en vez de eso, aniquilado todo buen propósito. Cuanto más concordantes con esa idea fueran la legislación y el gobierno, tanto más raras serían las penas; y entonces es muy razonable pensar (como afirma Platón) que, en una ordenación perfecta de la legislación y del gobierno, no serían necesarias las penas. Aun cuando esto último nunca puede realizarse, sin embargo es muy exacta la idea que establece como prototipo ese maximum, para acercar cada vez más, según ella, la constitución jurídica de los hombres a la mayor posible perfección. Pues cual pueda ser el grado máximo en que la humanidad haya de detenerse, y cuán amplia la distancia que necesariamente haya de quedar entre la idea y su realización, nadie puede ni debe determinarlo precisamente; porque es libertad, la cual puede franquear cualquier límite indicado. Pero no sólo en aquello, en que la razón humana demuestra verdadera causalidad y en que las ideas se hacen causas eficientes (de las acciones y sus objetos), a saber: en lo moral, sino también en la naturaleza misma ve Platón, con razón, claras pruebas de que ésta se origina en las ideas. Una planta, un animal, la regular ordenación del universo (y probablemente también todo el orden natural) muestran claramente que sólo son posibles según ideas, que si bien ninguna criatura singular, bajo las condiciones particulares de su

existencia, es congruente con la idea de la perfección de su especie (como tampoco el hombre lo es con la idea de la humanidad, que lleva él mismo en su alma, como prototipo de sus acciones) esas ideas, sin embargo, están en el entendimiento supremo determinadas singular, inmutable y universalmente y son las causas originarias de las cosas y sólo el todo del enlace de las cosas en el universo es lo plenamente adecuado a esa idea. Si se prescinde de lo exagerado de la expresión, el vuelo espiritual del filósofo, el ascender en el orden del mundo, desde la consideración de lo físico como mera copia, hasta el enlace arquitectónico del mismo, según fines, es decir, según ideas, constituye un esfuerzo que merece ser respetado y continuado. Con respecto a los principios de la moralidad, de la legislación y de la religión, en donde las ideas son las que hacen posible la experiencia misma (del bien), aun cuando nunca pueden ser en ella enteramente expresadas, ese vuelo filosófico es un mérito muy peculiar que, si no se reconoce, es porque se juzga precisamente por esas reglas empíricas, cuya validez como principios hubiera debido ser aniquilada por las ideas. Pues en lo que se refiere a la naturaleza, la experiencia nos da la regla y es la fuente de la verdad; pero respecto de las leyes morales, la experiencia (desgraciadamente) es madre del engaño y es muy reprensible tomar las leyes acerca de lo que se debe hacer (o limitarlas) atendiendo a lo que se hace. En lugar de estas consideraciones, cuyo conveniente desarrollo constituye en realidad la dignidad propia de la filosofía, ocupémonos ahora en una labor no tan brillante, pero tampoco desprovista de mérito, la labor que consiste en igualar el terreno y prepararlo para esos majestuosos edificios morales. En se terreno encuéntrase toda suerte de topilleras, cavadas por la razón, con buena pero vana confianza, para ir en busca de los recónditos tesoros y que hacen inseguro aquel edificio. Lo que ahora nos incumbe es, pues, conocer exactamente el uso transcendental de la razón pura, sus principios y sus ideas, para poder determinar y apreciar como conviene el influjo de la razón pura y su valor. Pero antes de acabar esta introducción previa, ruego a todos los que tengan amor a la filosofía (que se recomienda mucho y se practica poco) que, si se hallan convencidos por esto y por lo que sigue, tomen bajo su protección la expresión idea, en su sentido primitivo, para que no caiga, en adelante, entre las demás expresiones con que comúnmente se señalan toda suerte de representaciones, en descuidado desorden, y que la ciencia no sufra con ello menoscabo. No carecemos ciertamente de denominaciones adecuadas y convenientes a cada especie de representación, sin tener necesidad de invadir la propiedad de otra. He aquí una clasificación de las mismas. Representación en general (repraesentatio) es el género. Bajo ella se encuentra la representación con conciencia (perceptio). Una percepción que se

refiere simplemente al sujeto como modificación del estado de éste, es sensación (sensatio). Una percepción objetiva es conocimiento (cognitio). El conocimiento es o intuición o concepto (intuitus vel conceptus). La intuición se refiere inmediatamente al objeto y es singular; el concepto se refiere mediatamente al objeto, por medio de una característica, que puede ser común a varias cosas. El concepto es o concepto empírico o concepto puro; y el concepto puro, por cuanto sólo en el entendimiento tiene su origen (no en la imagen pura de la sensibilidad) se llama notio. Un concepto compuesto de nociones, que exceda la posibilidad de la experiencia, es la idea, o concepto de razón. Para quien se haya acostumbrado a esta distinción, debe ser insoportable oír llamar idea a la representación del color rojo. Ni siquiera puede esta llamarse noción (concepto del entendimiento).