Seminario 1: Clase 13, La báscula del deseo, 5 de Mayo de 1954

Confusión de lenguas en análisis. Nacimiento del  yo (je). Desconocimiento no es ignorancia. Mística de la introyección. Sobre el masoquismo primordial.

Comenzamos hoy un tercer trimestre que, gracias a Dios, será breve.

Pensaba abordar el caso Schreber antes de separarnos este año. Me hubiera gustado mucho hacerlo, sobre todo porque estoy haciendo traducir, por si acaso, la obra original del presidente Schreber sobre la que trabajó Freud, y a la que solicita que nos remitamos. Recomendación que hasta ahora ha sido vana, ya que esta obra no se encuentra en ningún sitio; sólo conozco dos ejemplares en toda Europa. Pude obtener uno de ellos, y mandé hacer dos microfilms uno para mi uso particular y otro que entregué a la biblioteca de la Sociedad francesa de psicoanálisis.

Leer a Schreber es apasionante. A partir de su obra podemos componer un tratado completo de la paranoia, un rico comentario acerca del mecanismo de las psicosis. Hyppolite señalaba que mi conocimiento partió del conocimiento paranoico: si de él partí espero no haberme quedado en él.

Hay aquí un hueco. Pero no caeremos inmediatamente en él, pues podíamos quedar aprisionados allí.

Hemos avanzado, hasta hoy, en los Escritos Técnicos de Freud. Creo que es imposible ahora no llevar más allá la comparación que siempre, y de modo implícito, he establecido con la técnica actual del análisis, lo que, entre comillas, pueden llamarse sus progresos más recientes. Me he referido implícitamente a la enseñanza que se imparte en los controles, según la cual, el análisis es el análisis de las resistencias, el análisis de los sistemas de defensa del yo. Esta concepción sigue estando mal centrada, y nosotros sólo podemos referirnos a enseñanzas concretas pero no sistematizadas y, a veces, ni siquiera formuladas.

A pesar de la escasez de la literatura analítica sobre técnica que todos señalan, algunos autores se han expresado sobre este tema. Cuando no han hecho, en el sentido estricto de la palabra, un libro, han escrito artículos; curiosamente algunos quedaron a mitad de camino, y estos son precisamente los más interesantes. Nos encontramos de hecho, ante un corpus a examinar muy extenso. Espero poder contar con la colaboración de algunos de ustedes, a quienes prestaré algunos de estos textos, para hacerlo.

En primer lugar, están los tres artículos de Sachs, Alexander y Rado, presentados en el simposio de Berlín. Quienes han recorrido el libro de Fenichel ya deben conocerlos.

Encuentran luego, en el Congreso de Marienbad, el simposio sobre los resultados- así dicen ellos- del análisis. En realidad, más que de los resultados se trata del procedimiento que conduce a estos resultados. Puede ya verse cómo se esboza allí, incluso cómo florece, lo que he llamado la confusión de lenguas en análisis, a saber la extrema variedad de las concepciones sobre las vías activas en el proceso analítico.

El tercer momento, es el momento actual. Debemos poner en primer plano las elaboraciones recientes de la teoría del ego realizadas por la troika americana: Hartmann, Loewenstein y Kris. Estos trabajos resultan desconcertantes por los cambios de registro que presentan los conceptos. Constantemente hablan de libido desexualizada- poco falta para que dijeran deslibidinizada- o bien agresividad des-agresivizada. La función del yo desempeña, cada vez más, ese papel problemático que ya tiene en los escritos del tercer período de Freud; período que ha dejado fuera de nuestro campo de análisis, limitándome a la etapa intermedia, de 1910 a 1920, durante la cual comienza a elaborarse, con la noción de narcisismo, lo que será la última teoría del yo. Lean el volumen que en la edición francesa se llama Ensayos de psicoanálisis y que reúne Más allá del principio del placer, Psicología de las masas y análisis del yo, y El yo y el ello. Este año no podemos analizarlo, sin embargo, sería indispensable que quienes quieran comprender los desarrollos que los autores citados dieron a la teoría del tratamiento, lo hagan. Las teorías del tratamiento formuladas a partir de 1920, giran siempre en torno a las últimas formulaciones de Freud. Gran parte del tiempo lo hacen con extrema torpeza debido a la enorme dificultad para comprender lo que dice Freud en estos tres trabajos, verdaderamente monumentales, cuando antes no se ha profundizado la génesis misma de la noción de narcísismo. Esto es lo que intenté señalar a propósito del análisis de las resistencias y de la transferencia en los Escritos Técnicos.

Sigo un camino fundamentalmente discursivo. Intento presentar aquí una problemática a partir de los textos freudianos. Sin embargo, es preciso, de vez en cuando, concentrar una fórmula didáctica y articular las diversas formulaciones de estos problemas en la historia del análisis.

Adopto un término medio al presentarles un modelo que no tiene la pretensión de constituir un sistema, sino tan sólo una imagen que sirva de referencia. Por ello, los he conducido, poco a poco, a ese esquema óptico que aquí hemos comenzado a formular.

Este dispositivo comienza ahora a resultarles familiar. Les he mostrado cómo se podía concebir la producción de la imagen real que se forma gracias al espejo cóncavo en el interior del sujeto, en un punto que llamaremos O. El sujeto percibe esta imagen real como una imagen virtual en el espejo plano, en O’ para ello basta con que se encuentre colocado en una posición virtual simétrica respecto al espejo plano.
Seminario 1, clase 13
Tenemos aquí dos puntos: O y O’. ¿Por qué O y O’? Porque una niña- una mujer virtual, por lo tanto, alguien mucho más comprometido con lo real que los hombres- tuvo un día esta hermosa expresión: ¡Ah no! No van a creer que me voy a pasar toda la vida en O y en O’. ¡Pobre ángel! Ciertamente pasarás toda tu vida en O y en O’, como todo el mundo. Pero, a fin de cuentas, ella nos dice así a qué aspira. En homenaje a ella llamaré O y O’ a estos dos puntos.

Con esto ya podemos arreglárnosla.

Hay que partir, contra viento y marea, de O y O’. Ya saben que se trata de algo que se refiere a la constitución del Ideal-Ich, y no del Ich-Ideal: en otros términos del origen fundamentalmente imaginario, especular, del yo. Esto es lo que he intentado hacerles comprender a partir de algunos textos, entre los cuales Zur Einführung des Narzissmus es el principal.

Espero que se habrán dado cuenta de la estrecha relación existente, en este texto, entre la formación del objeto y la formación del yo. El problema del narcisismo surge precisamente, porque son estrictamente correlativos y su aparición verdaderamente contemporánea. En este momento del pensamiento de Freud, la libido está sometida a una dialéctica que no es estrictamente la suya propia, y que diré es la dialéctica del objeto.

El narcisismo no es la relación entre el individuo biológico y su objeto natural; relación que estaría enriquecida y complicada de diversos modos. Existe una carga narcisista específica. Ella es una carga libidinal sobre lo que no puede ser concebido sino como una imagen del yo.

Estoy diciendo las cosas en forma muy burda. Podría decirlas en un lenguaje más elaborado, más filosófico, pero quiero que las perciban claramente. Es absolutamente cierto que, a partir de cierto momento del desarrollo de la experiencia freudiana, la atención se concentra en torno a la función imaginaria del yo. Después de Freud, toda la historia del psicoanálisis se confunde con el retorno a la concepción, no tradicional, pero sí académica, del yo como función psicológica de síntesis. Ahora bien, si es cierto, en efecto, que el yo tiene algo que decir en el campo de la psicología humana, sólo podemos concebirlo en un plano transpsicológico, o como lo dice Freud con todas las letras- ya que Freud pese a todas las dificultades que tuvo con la formulación del yo nunca perdió el hilo- metapsicológico.

¿Qué significa esto sino que se está más allá de la psicología?

¿Qué significa decir Yo (Je)? ¿Significa acaso lo mismo que el ego, concepto analítico? Desde aquí debe partirse.

Cuando utilizan el yo (je) no pueden desconocer que es, ante todo, una referencia psicológica, en el sentido en que hay psicología cuando se trata de la observación de lo que ocurre en el hombre. ¿Cómo aprende este hombre a decir yo (je)?

Yo (je) es un término verbal cuyo empleo es aprendido en una cierta referencia al otro, referencia que es una referencia hablada. El yo (je) nace en referencia al tú. Todos saben cómo los psicólogos montaron, a partir de este punto, cosas fabulosas; por ejemplo la relación de reciprocidad, que se establece o no, y que determina no sé qué etapa en el desarrollo íntimo del niño. Como si se pudiera, así como así, estar seguro sobre este asunto, y deducirlo de esa primera torpeza del niño con los pronombres personales. El niño repite la frase que se le ha dicho con el tú, en lugar de hacer la inversión y emplear yo (je). Se trata de una vacilación en la aprehensión del lenguaje. No tenemos derecho alguno a ir más allá. Sin embargo, esto basta para darse cuenta que el yo (je) se constituye, en primer lugar, en una experiencia de lenguaje, en referencia al tú y que lo hace en una relación donde el otro le manifiesta… ¿qué? órdenes, deseos, que él debe reconocer; órdenes y deseos de su padre, su madre, sus maestros, o bien de sus pares y camaradas.

Al comienzo, el niño tiene, ciertamente, pocas posibilidades de hacer reconocer sus propios deseos, salvo en la forma más inmediata. No sabemos nada, al menos en el origen, sobre el punto preciso de resonancia donde se sitúa el individuo para ese pequeño sujeto. Eso es lo que le hace ser tan desgraciado.

¿Cómo lograría además reconocer sus deseos? Nada sabe de ellos. Digamos que tenemos todas las razones para pensar que nada sabe de ellos. Nos lo demuestra, a nosotros analistas, nuestra experiencia con los adultos.

En efecto, los adultos deben buscar sus deseos. De no ser así, no necesitarían del análisis. Lo cual nos señala hasta qué punto están separados de lo que está relaciónado con su yo (moi), a saber de lo que pueden hacer reconocer como propio.

Digo: Nada sabe de ellos. Fórmula vaga, pero el análisis nos enseña las cosas etapa por etapa; en esto reside, por otra parte, el interés que presenta seguir el progreso de la obra de Freud. Aclaremos ahora esta fórmula.

¿Qué es la ignorancia? Ciertamente se trata de una noción dialéctica, pues sólo se constituye como tal en la perspectiva de la verdad. Si el sujeto no se sitúa en referencia a la verdad, no hay entonces ignorancia. Si el sujeto no comienza a interrogarse acerca de lo que es y de lo que no es, entonces no hay razón alguna para que haya algo verdadero y algo falso, y ni siquiera para que, más allá, haya realidad y apariencia.

Cuidado. Comenzamos a estar de lleno en la filosofía. Digamos que la ignorancia se constituye de modo polar en relación a la posición virtual de una verdad que debe ser alcanzada. Es, entonces, un estado del sujeto en tanto ese sujeto habla.

En el análisis, desde el momento en que comprometemos al sujeto, implícitamente, en una búsqueda de la verdad, comenzamos a constituir su ignorancia. Somos nosotros quienes creamos esta situación y, por consiguiente, dicha ignorancia. Cuando decimos que el yo no sabe nada acerca de los deseos del sujeto es porque la elaboración de la experiencia, en el pensamiento de Freud, nos lo enseña. Esta ignorancia no es pues una pura y simple ignorancia. Es lo que está expresado concretamente en el proceso de la Verneinung, y que se llama en el conjunto estático del sujeto, desconocimiento.

Desconocimiento no es ignorancia. El desconocimiento representa cierta organización de afirmaciones y negaciones a las que está apegado el sujeto. No podemos pues concebir el desconocimiento sin un conocimiento correlativo. Si el sujeto puede desconocer algo, tiene que saber de algún modo en torno a que ha operado esta función. Tras su desconocimiento tiene que haber cierto conocimiento de lo que tiene que desconocer.

Tomemos el ejemplo de un delirante que vive en el desconocimiento de la muerte de uno de sus allegados. Sería erróneo creer que lo confunde con un ser vivo. Desconoce, o rehusa reconocer que está muerto. Sin embargo, la actividad que despliega a través de su comportamiento nos indica que sabe que hay algo que no quiere reconocer.

¿Qué es entonces este desconocimiento implicado detrás de la función del yo, que es esencialmente función de conocimiento? Este es el punto a través del cual abordaremos la problemática del yo. Quizá sea éste el origen efectivo, concreto, de nuestra experiencia; nos entregamos ante lo analizable a una operación de mántica; en otros términos a una operación de traducción que apunta a desatar una verdad, más allá del lenguaje del sujeto, ambigüo en el plano del conocimiento. Para avanzar en este registro, es preciso preguntarse qué es ese conocimiento que orienta y dirige el desconocimiento.

En el animal, el conocimiento es una coaptación; coaptación imaginaria. La estructuración del mundo en forma de Umwelt se realiza por la proyección de ciertas relaciones, de ciertas Gestalten que organizan ese mundo y lo hacen específico para cada animal.

En efecto, los psicólogos del comportamiento animal, los etólogos, definen ciertos mecanismos de estructuración, ciertas vías de descarga, como innatas en el animal. El mundo es, para el animal, el medio donde se desenvuelve; mundo tramado y diferenciado en su indeterminación por esas primeras vías preferenciales en las que se internan sus actividades de comportamiento.

En el hombre no ocurre nada semejante. La anarquía de sus pulsiones más elementales está demostrada por la experiencia analítica. Sus comportamientos parciales, su relación con el objeto- el objeto libidinal- están sometidos a una diversidad de avatares. La síntesis fracasa.

¿Qué corresponde pues, en el hombre, a ese conocimiento innato que conforma, realmente, para el animal, una guía para la vida?

Debe aislarse aquí la función que para el hombre desempeña la imagen de su propio cuerpo, señalando a la vez que ella también reviste gran importancia para el animal.

Hago aquí un pequeño salto, porque supongo que ya hemos examinado juntos esta cuestión.

Saben que la actitud del niño, entre los 6 y los 18 meses, frente a un espejo, nos informa sobre la relación fundamental del individuo humano con la imagen. Pude mostrarles, el año pasado, el júbilo del niño frente al espejo durante este período, en una película de Gesell quien, sin embargo, nunca había oído hablar de mi estadio del espejo, y quien, se los puedo asegurar, nunca se planteó pregunta alguna de índole analítica. Esto otorga aún más valor al hecho de que haya aislado tan adecuadamente ese momento significativo. Pero es cierto que no subraya verdaderamente cuál es su rasgo fundamental: su carácter exaltante. Lo más importante no es la aparición de esta conducta a los 6 meses sino su ocaso a los 18 meses. En efecto, súbitamente, la conducta del niño cambia por completo, como lo he mostrado el año pasado, para no ser más que una experiencia, Erscheinung, una experiencia entre otras sobre las cuales puede ejercer el niño una actividad de control y de juego instrumental. Desaparecen todos los signos tan marcadamente acentuados en el período anterior.

Para explicar lo que ocurre, me referiré a un término que, al menos a partir de ciertas lecturas, debe resultarles familiar, uno de esos términos que empleamos en forma harto confusa, pero que, de todas formas, responde para nosotros a un esquema mental. Ustedes saben que, en el momento del ocaso del complejo de Edipo, se produce lo que llamamos introyección.

Les ruego que no se precipiten a dar a este termino una significación demasiado definida. Digamos que se emplea cuando se produce algo así como una inversión: lo que estaba afuera se convierte en el adentro, lo que era el padre se convierte en el superyó. Algo ocurrió a nivel de ese sujeto invisible, impensable, que nunca se nombra como tal. ¿A nivel del yo o del ello? Entre los dos. Por ello se lo llama superyó.

Nos precipitamos entonces en esa cuasi-mitología de especialistas en la que, habitualmente, nuestro espíritu agota sus energías. Después de todo, son esquemas aceptables; siempre vivimos rodeados de esquemas aceptables. Pero si le preguntáramos a un psicoanalista: ¿Cree usted entonces verdaderamente que el niño se traga a su padre, que eso penetra en su estómago convirtiéndose en el superyó?
como si todo esto fuera evidente. Hay maneras ingenuas de emplear la noción de introyección que son realmente exageradas. Supongamos que un etnólogo, que nunca hubiera oído hablar de este bendito análisis, llegara de pronto aquí, y oyera lo que decimos. Diría: curiosos primitivos, estos analizados, que se tragan a su analista de a pedacitos.

Consulten el tratado de Baltasar Gracián, a quien considero un autor fundamental; los señores Nietzche y La Rochefoucauld son pequeños comparados con el Oráculo manual y el Criticón. Cuando se cree en la comunión, no hay razón alguna para pensar que no nos comemos a Cristo, incluso el delicado lóbulo de su oreja. ¿Por qué no hacer de la comunión una comunión a la carta? Esto es válido para quienes creen en la transubstanciación. ¿Y para nosotros,.analistas, gente razonable, preocupada por la ciencia? A fin de cuentas, lo que descubrimos tras Stekel y otros autores, no es más que una introyección dosificada del analista, y un observador externo no podría sino trasponerla al plano místico de la comunión.

Sin duda, esta idea está muy alejada de nuestro pensamiento real, siempre y cuando pensemos. A Dios gracias no pensamos, lo que nos disculpa. He aquí el gran error de siempre imaginar que los seres humanos piensan lo que dicen.

No pensamos, sin embargo, no es razón suficiente para no tratar de comprender por qué se han proferido palabras obviamente tan insensatas.

Continuemos. El momento en que el estadio del espejo desaparece presenta una analogía con el movimiento de báscula que se produce en ciertos momentos del desarrollo psíquico. Lo podemos verificar en esos fenómenos de transitivismo en los cuales la acción del niño equivale, para él, a la acción del otro. El niño dice: Francisco me pegó, cuando en realidad fue él quien pegó a Francisco. Entre el niño y su semejante existe un espejo inestable. ¿Cómo explicar estos fenómenos?

Hay un momento en el cual se produce para el niño, a través de la mediación de la imagen del otro, la asunción jubilatoria de un dominio que aún no ha alcanzado. Sin embargo, el sujeto se muestra totalmente capaz de asumir este dominio en su interior. Movimiento de báscula.

Por supuesto, no puede asumirlo sino como forma vacía. Esta forma, este envoltorio de dominio, es algo tan verdadero que Freud, que llegó a ella por vías muy diferentes a las mías, por las vías de la dinámica de la carga libidinal, no puede expresarse de otro modo; lean El yo y el ello. Cuando Freud habla del ego, no se trata en absoluto de algo incisivo, determinante, imperativo que podríamos confundir con lo que la psicología académica denomina instancias superiores. Freud señala que debe tener una relación muy estrecha con la superficie del cuerpo. No se trata de la superficie sensible, sensorial, impresionada, sino de esa superficie en tanto está reflejada en una forma. No hay forma sin superficie; una forma se define por una superficie: por la diferencia en lo idéntico, es decir, por la superficie.

La imagen de la forma del otro es asumida por el sujeto. Está situada en su interior, es gracias a esta superficie que, en la psicología humana, se introduce esa relación del adentro con el afuera por la cual el sujeto se sabe, se conoce como cuerpo.

Por otra parte, ésta es la única diferencia verdaderamente fundamental entre la psicología humana y la psicología animal. El hombre sabe que es un cuerpo, cuando en realidad no hay ninguna razón para que lo sepa, puesto que está en su interior. También el animal está en su interior, pero no tenemos razón alguna para pensar que se lo representa así.

El hombre se aprehende como cuerpo, como forma vacía del cuerpo, en un movimiento de báscula, de intercambio con el otro. Asimismo, aprenderá a reconocer invertido en el otro todo lo que en él está entonces en estado de puro deseo, deseo originario, inconstituido y confuso, deseo que se expresa en el vagido del niño. Aprenderá, pues aún no lo ha aprendido, tan sólo cuando pongamos en juego la comunicación.

Esta anterioridad no es cronológica sino lógica, no hacemos más que deducirla. No por ello es menos fundamental; nos permite distinguir los planos de lo simbólico, lo imaginario y lo real, sin los cuales no podemos progresar en la experiencia analítica, salvo utilizando expresiones rayanas con la mística.

Antes que el deseo aprenda a reconocerse- pronunciemos ahora la palabra- por el símbolo, sólo es visto en el otro.

En el origen, antes del lenguaje, el deseo sólo existe en el plano único de la relación imaginaria del estadio especular; existe proyectado, alienado en el otro. La tensión que provoca no tiene salida. Es decir que no tiene otra salida- Hegel lo enseña- que la destrucción del otro.

En esta relación, el deseo del sujeto sólo puede confirmarse en una competencia, en una rivalidad absoluta con el otro por el objeto hacia el cual tiende. Cada vez que nos aproximamos, en un sujeto, a esta alienación primordial, se genera la agresividad más radical: el deseo de la desaparición del otro, en tanto el otro soporta el deseo del sujeto.

Confluimos aquí con lo que cualquier psicólogo puede observar en el comportamiento de los sujetos. Por ejemplo, San Agustín señala, en una frase que he repetido a menudo, esos celos devastadores, sin límites, que el niño pequeño experimenta hacia su semejante, principalmente cuando éste está prendido al seno de su madre, es decir, al objeto de deseo que es esencial para él.

Es ésta una función central. La relación existente entre el sujeto y su Urbild, su Ideal-Ich, por la que accede a la función imaginaria y aprende a reconocerse como forma, siempre puede bascular. Cada vez que el sujeto se aprehende como forma y como yo, cada vez que se constituye en su estatuto, en su estatura, en su estática, su deseo se proyecta hacia afuera. Su consecuencia es la imposibilidad de toda coexistencia humana.

Sin embargo, a Dios gracias, el sujeto está en el mundo del símbolo, es decir en un mundo de otros que hablan. Su deseo puede pasar entonces por la mediación del reconocimiento. De no ser así, toda función humana se agotaría en el anhelo indefinido de la destrucción del otro como tal.

Inversamente cada vez que, en el fenómeno del otro, surge algo que permite de nuevo al sujeto volver a proyectar, volver a completar, a nutrir- como dice Freud en algún sitio- la imagen del Ideal-Ich, cada vez que de modo analógico vuelve a producirse la asunción jubilatoria del estadio del espejo, cada vez que el sujeto es cautivado por uno de sus semejantes, el deseo retorna entonces al sujeto. Pero retorna verbalizado.

En otros términos, cada vez que se producen las identificaciones objetares del Ideal-Ich, aparece ese fenómeno sobre el que he llamado la atención de ustedes desde el comienzo: la Verliebtheit. La diferencia entre la Verliebtheit y la transferencia es que la Verliebtheit no se produce automáticamente: requiere ciertas condiciones determinadas por la evolución del sujeto

En el artículo sobre El yo y el ello que se lee mal, pues sólo se piensa en el famoso esquema para imbéciles, con los estadios, la pequeña lente, los costados, la cosa que entra y que él llama superyó- vaya idea, presentarnos esto cuando con seguridad había otros esquemas- Freud escribe que el yo está formado por la sucesión de las identificaciones con los objetos amados que le permitieron adquirir su forma. El yo es un objeto que se asemeja a una cebolla: si pudiéramos pelarlo encontraríamos las sucesivas identificaciones que lo construyeron. Esto está escrito también en los textos de Freud de los que hablaba hace un momento.

La perpetua reversión del deseo a la forma y de la forma al deseo, en otras palabras de la conciencia y del cuerpo, del deseo en tanto que parcial al objeto amado, en el que el sujeto literalmente se pierde, y al que se identifica, es el mecanismo fundamental alrededor del cual gira todo lo que se refiere al ego.

Es preciso comprender que esto es jugar con fuego, y que culmina, apenas el sujeto es capaz de hacer algo, en el exterminio inmediato. Y, créanme, muy pronto es capaz de ello.

Esa niña de la cual hablé hace un momento, quien no es especialmente feroz, se dedicaba muy tranquilamente- en un jardín de la campiña donde se había refugiado, a una edad en que apenas caminaba- a darle en la cabeza con una piedra bien grande a un vecinito compañero de juegos con el cual precisamente, realizaba sus primeras identificaciones. El gesto de Caín, para realizarse del modo más espontáneo, hasta diría del modo más triunfante, no requiere gran culpabilidad. Ella no experimentaba ningún sentimiento de culpa: Yo romper cabeza a Francisco. Lo decía con seguridad y tranquilidad. No por ello le auguro el porvenir de una criminal. Sólo manifestaba la estructura más fundamental del ser humano en el plano imaginario: destruir a quien es la sede de la alienación.

¿Qué quería usted decir, Granoff?

DR. GRANOFF:-¿Cómo comprender entonces la salida masoquista del estadio del espejo?

Déme un poco de tiempo. Estoy aquí para explicarlo. Uno se extravía cuando comienza a llamar a esto la salida masoquista.

La salida masoquista- nunca rechazo los envites aún cuando interrumpan algo mi desarrollo- no podemos comprenderla sin la dimensión de lo simbólico. Se sitúa en el punto de articulación entre lo imaginario y lo simbólico. En ese punto de articulación se sitúa, en su forma estructurante, lo que suele llamarse el masoquismo primordial. También es allí donde debe situarse el llamado instinto de muerte, el cual es constituyente de la posición fundamental del sujeto humano.

No olviden que, cuando Freud aisló el masoquismo primordial, lo encarnó precisamente en un juego infantil. En un niño que tiene, precisamente, 18 meses. Freud nos dice que el niño sustituye la tensión dolorosa, generada por la experiencia inevitable de la presencia y la ausencia del objeto amado, por un juego en el cual él mismo maneja la ausencia y la presencia como tales, y se complace además en gobernarlas. Lo hace con un pequeño carretel atado al extremo de un hilo, al que arroja y vuelve a recoger.

Puesto que aquí no desarrollo yo mismo una dialéctica, sino que intento responder a Freud, elucidar los fundamentos de su pensamiento, acentuaré lo que Freud no subraya y que está manifiestamente presente, sin embargo, en su obra; como siempre el examen de la obra de Freud permite completar la teorización. Este juego del carretel se acompaña de una vocalización carácterística del fundamento mismo del lenguaje desde el punto de vista de los lingüistas, y que es lo único que permite aprehender el problema de la lengua, a saber una oposición simple.

Lo importante no es que el niño pronuncie las palabras Fort / Da, que en su lengua materna equivalen a Lejos/Aquí; por otra parte sólo las pronuncia de manera aproximativa. Lo importante es que hay allí, desde el origen, una primera manifestación de lenguaje. Mediante esta oposición fonemática el niño trasciende, lleva a un plano simbólico, el fenómeno de la presencia y de la ausencia. Se convierte en amo de la cosa, en la medida en que, justamente, la destruye.

Puesto que leemos de vez en cuando un fragmento de Freud, por primera vez acudiremos a un texto de Jacques Lacan. Lo he vuelto a leer recientemente y me resultó comprensible. Pero es cierto que yo estaba en una posición privilegiada.

Escribí: Son estos juegos de ocultación que Freud, en una intuición genial, presentó a nuestra mirada para que reconociésemos en ellos que el momento en que el deseo se humaniza es también el momento en que el niño nace al lenguaje. Podemos ahora ver que el sujeto con ello no sólo domina su privación, asumiéndola- es lo que dice Freud- sino que eleva su deseo a la segunda potencia. Pues su acción destruye el objeto que hizo aparecer y desaparecer en la provocación -en el sentido propio del término, mediante la voz- anticipante de su presencia y de su ausencia. Hace así negativo el campo de fuerzas del deseo para hacerse ante sí misma su propio objeto. Y este objeto, tomando cuerpo inmediatamente en la pareja simbólica de las dos jaculatorias elementales, anuncia en el sujeto la integración diacrónica de la dicotomia de los fonemas -esto significa simplemente que es la puerta de entrada a lo que ya existe, siendo los fonemas los componentes de una lengua- cuyo lenguaje existente ofrece la estructura sincrónica a su asimilación; así el niño comienza a adentrarse en el sistema del discurso concreto del ambiente, reproduciendo más o menos aproximadamente en su Fort! y en su Da! los vocablos que recibe de él- recibe pues el Fort / Da desde fuera-. Es sin duda ya en su soledad donde el deseo de la cría del hombre se ha convertido en el deseo de otro, de un alter ego que le domina y cuyo objeto de deseo constituye en lo sucesivo su propia pena.

Ya que se dirija el niño ahora a un compañero imaginario o real, lo verá obedecer igualmente a la negatividad de su discurso y de su llamado- pues no deben olvidar que cuando dice Fort es porque el objeto está ahí, y cuando dice Da el objeto está ausente- y puesto que su llamado tiene por efecto hacerle escabullirse, buscará en una intimación desterradora- muy pronto aprenderá la fuerza de la negativa- la provocación del retorno que vuelve a llevar su objeto a su deseo.

Ven ustedes aquí que- desde antes de la introducción del no, de la negativa al otro, en la que el sujeto aprende a constituirse, lo que Hyppolite nos mostró el otro día- la negativización del simple llamado, la manifestación de una simple pareja de símbolos ante el fenómeno contrastado de la presencia y la ausencia, es decir, la introducción del símbolo, invierte las posiciones. La ausencia es evocada en la presencia y la presencia en la ausencia.

Todo esto pueden parecer tonterías y ser además obvio. Sin embargo, es preciso decirlo y reflexionar al respecto. Ya que, en tanto el símbolo permite esta inversión, es decir, anula la cosa existente, abre el mundo de la negatividad, el cual constituye a la vez el discurso del sujeto humano y la realidad de su mundo en tanto humano.

El masoquismo primordial debe situarse alrededor de esta primera negativización, de este asesinato originario de la cosa.

4)
Unas pocas palabras para concluir.

No hemos avanzado todo lo que hubiese deseado. No obstante logré que captaran cómo el deseo, alienado, perpetuamente es reintegrado de nuevo, reproyectando al exterior el Ideal-lch. Así es como se verbaliza el deseo. Se produce un movimiento de báscula entre dos relaciones invertidas. La relación especular del ego, que el sujeto asume y realiza, y la proyección, siempre dispuesta a renovarse, en el Ideal-Ich.

La relación imaginaria primordial brinda el marco fundamental de todo erotismo posible. El objeto de Eros en tanto tal deberá someterse a esta condición. La relación objetar siempre debe someterse al marco narcisista e inscribirse en él. Ciertamente, lo trasciende, pero lo hace de modo tal que resulta imposible su realización en el plano imaginario. Esto constituye para el sujeto, la necesidad de lo que llamaré amor.

Una criatura precisa alguna referencia al más allá del lenguaje, a un pacto, a un compromiso que la constituya, hablando estrictamente, como otra, incluida en el sistema general, o más exactamente universal, de los símbolos interhumanos. No hay amor que funcionalmente pueda realizarse en la comunidad humana si no es a través de un pacto que, cualquiera sea la forma que adopte, siempre tiende a aislarse en determinada función, a la vez en el interior del lenguaje y en su exterior. Es lo que se llama la función de lo sagrado; función que está más allá de la relación imaginaria. Volveremos a este tema.

Tal vez me àpresuro un poco. Retengan que el deseo sólo es reintegrado en forma verbal, mediante una nominación simbólica: esto es lo que Freud llamó el núcleo verbal del ego.

Por esta vía se comprende la técnica analítica. En ella se sueltan las amarras de la relación hablada, se rompe la relación de cortesía, de respeto, de obediencia respecto al otro. El término asociación libre define muy mal aquello de lo que se trata: son las amarras de la conversación con el otro las que intentamos cortar. A partir de ese momento, el sujeto dispone de cierta movilidad en ese universo de lenguaje donde lo hacemos penetrar. Mientras el sujeto acomoda su deseo en presencia del otro se produce, en el plano imaginario, esa oscilación del espejo que permite que cosas imaginarias y reales que, para él habitualmente no suelen coexistir, se encuentren en cierta simultaneidad o en ciertos contrastes.

Hay allí una relación esencialmente ambigüa. ¿Qué intentamos mostrarle al sujeto en el análisis? ¿Hacia dónde intentamos guiarlo en la palabra auténtica? Todos nuestros intentos y nuestras consignas tienen como meta, en el momento en que liberamos el discurso del sujeto, despojarlo de toda función verdadera de la palabra: ¿gracias a qué paradoja volveremos entonces a encontrarla? Esta senda paradójica consiste en extraer la palabra del lenguaje. ¿Cuál será entonces el alcance de los fenómenos que transcurren en el intervalo? Tal es el horizonte del interrogante que intento desarrollar ante ustedes.

La próxima vez les mostraré el resultado de esta experiencia de discurso des-amarrado; la oscilación de espejo que permite el movimiento de báscula entre O y O’, al fin de los análisis que han sido conducidos correctamente. Balint nos da una definición genial de lo que se obtiene habitualmente al fin de los pocos análisis que pueden considerarse como terminados; así es como él mismo se expresa. Balint es una de las pocas personas que saben lo que dicen; su descripción de lo que sucede es consternante, ya lo verán. Ahora bien, se trata en esta ocasión de un análisis correctamente conducido.

Existe, por otra parte, el análisis tal como se practica habitualmente: ya les mostré que no era correcto. El análisis de las resistencias es un título legítimo, pero les mostraré que no es una práctica implicada en las premisas del análisis.