Seminario 1: Clase 4, El yo y el otro yo, 3 de Febrero de 1954 (segunda parte)

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SR. HYPPOLITE: ¿Rechazo?
Sí, rechazo. También a veces negativa. ¿Por qué introducir súbitamente
allí un juicio, en un nivel en el que no hay huella alguna de Urteil?
Hay Verwerfung. Tres páginas más adelante, luego de elaborar las
consecuencias de esta estructura, Freud concluye diciendo: Kein Urteil
über seine… Es la primera vez que Urteil aparece en el texto para
cerrar un párrafo. Sin embargo, aquí no hay juicio alguno. No se ha
emitido juicio alguno acerca de la existencia del problema de la
castración; Aber etwas so, pero las cosas están ahí, als ob sic nicht,
como si no existieran. Esta importante articulación nos indica que, en
el origen, para que la represión sea posible, es preciso que exista un
más allá de la represión, algo último, ya constituido primitivamente, un
primer nódulo de lo reprimido, que no sólo no se reconoce, sino que,
por no formularse, literalmente es como si no existiese; sigo aquí a
Freud. Sin embargo, en cierto sentido, se halla en alguna parte puesto
que —Freud nos lo dice constantemente— es el centro de atracción que
atrae hacia sí todas las represiones ulteriores. Diré que es la esencia
misma del descubrimiento freudiano.
No es necesario recurrir, a fin de
cuentas, a una predisposición innata para explicar cómo se produce una
represión de tal o cual tipo, histérica u obsesiva. Freud a veces lo
admite como marco general de referencia, pero nunca como principio. Lean
Bemerkungen über Neurosen, el segundo artículo de 1896 sobre las
neurosis de defensa. Las formas que adquiere la represión son atraídas
por este primer nódulo, que Freud atribuye, en esa época, a determinada
experiencia a la que llama experiencia originaria del trauma. Retomemos
el problema de la significación de la noción de trauma, noción que debió
relativizarse; retengan por el momento que el nódulo primitivo está en
un nivel distinto al de los avatares de la represión. Constituye su
fondo y su soporte. En la estructura de lo que le ocurre al hombre de
los lobos, lo Verwerfund de la realización de la experiencia genital es
un momento muy especial, que Freud mismo distingue de todos los demás.
Cosa singular, lo que se ha excluido de la historia del sujeto, lo que
éste es incapaz de decir, necesitó del forzamiento de Freud para hacerse
accesible. Sólo entonces, la experiencia repetida del sueño infantil
adquirió su sentido, y permitió, no la reviviscencia, sino la
reconstrucción directa de la historia del sujeto. Interrumpo por un
momento el tema del Hombre de los lobos para abordar por otra punta el
asunto. Tomemos la Traumdeutung, el capítulo séptimo, consagrado a los
procesos oníricos, Traumvorgänge. Freud comienza resumiendo las
consecuencias que se desprenden de lo que ha elaborado a lo largo de su
libro. La quinta parte del capítulo comienza con esta magnífica frase:
Resulta sumamente difícil proporcionara través de la descripción de una
sucesión..—-pues Freud vuelve una vez más a todo lo que ya ha explicado
sobre el sueño—…la simultaneidad de un proceso complicado, y al mismo
tiempo intentar abordar sin prejuicio cada nueva exposición. Esta frase
subraya bien las dificultades que yo también encuentro aquí al
reconsiderar este problema siempre presente en nuestra experiencia, ya
que es preciso, de diversas formas, llegar a recrearlo, cada vez, desde
un nuevo ángulo. Freud nos explica que hay que volver a hacerse el
ingenuo cada vez. Hay en este capítulo un progreso que nos permite
palpar algo verdaderamente singular. Freud enumera todas las
objeciones que pueden formularse acerca de la validez del recuerdo del
sueño.
¿Qué es el sueño? ¿Es acaso exacta la reconstitución que hace
el sujeto? ¿Qué garantías tenemos de que no se mezcle en ella una
verbalización ulterior? ¿No es acaso todo sueño algo instantáneo a lo
cual la palabra del sujeto confiere una historia? Freud rechaza estas
objeciones y muestra que carecen de fundamento. Lo muestra subrayando el
hecho singular de que cuando más incierto es el texto que nos brinda el
sujeto, más significativo es. Freud que está escuchando el sueño,
esperándolo para revelar su sentido, reconoce justamente lo importante
en la duda misma que formula el sujeto ante ciertos fragmentos de su
sueño. Debemos estar seguros porque el sujeto duda. Sin embargo, a
medida que avanza el capítulo, el procedimiento se reduce a tal punto
que, finalmente, el sueño completamente olvidado, aquel sobre el cual el
sujeto nada podría decir sería el sueño más significativo. Es casi
exactamente lo que escribe Freud: A menudo se puede volver a encontrar a
través del análisis lo que el olvido ha perdido; en toda una serie de
casos, al menos, algunos restos permiten volver a encontrar, no el sueño
mismo, lo cual es accesorio, sino los pensamientos que están en su
base. Algunos restos: es esto justamente lo que les digo, nada más queda
del sueño. ¿Qué más le interesa a Freud? Llegamos aquí a los
pensamientos que están en su base. El término pensamiento es difícil de
manejar para los que han estudiado psicología. Y, como hemos aprendido
psicología, estos pensamientos son para nosotros todo lo que
incesantemente ronda nuestra cabeza, tal como ocurre en las personas
acostumbradas a pensar… Pero quizá sobre los pensamientos que están en
su base, la Traumdeutung toda nos esclarece suficientemente como para
darnos cuenta que ellos no son lo que se cree cuando se estudia la
fenomenología del pensamiento, el pensamiento con o sin imagenes, etc.
No es lo que corrientemente llamamos el pensamiento, pues se trata
siempre de un deseo. Dios sabe hasta qué punto en el curso de nuestra
investigación hemos aprendido a percibir que este deseo circula así como
circula la sortija —apareciendo y desapareciendo— en un juego de manos.
A fin de cuentas aún no sabemos si lo hemos de situar del lado del
inconsciente o del lado de lo consciente. Por otra parte, ¿deseo de
quién? y sobre todo, ¿deseo de qué falta? Freud ilustra, en una breve
nota de las Lecciónes introductorias al psicoanálisis, con un ejemplo,
lo que quiere decir. Una paciente, escéptica, y a la vez muy interesada
en Freud, le cuenta un sueño bastante largo en el curso del cual varias
personas le hablan del libro sobre el Witz, elogiándolo. Todo esto no
parece aportar nada. Luego cambia de tema, y todo lo que queda del sueño
es: canal. Quizás en otro libro figure esa palabra, algo vinculado a
canal…, no sabe, no entiende bien. Sólo queda entonces canal, y no se
sabe con qué se relacióna, de dónde viene, o adónde va. Justamente, dice
Freud, esto es lo más interesante, porque no es más que un pequeño
resto rodeado de un halo de incertidumbre. ¿Cuál es el resultado? AI día
siguiente, no el mismo día, la paciente cuenta que se le ocurrió una
idea que se relacióna con canal. Se trata precisamente de una agudeza.
Una travesía de Dover a Calais, un inglés y un francés. En el curso de
la conversación, el inglés cita la conocida frase: De lo sublime a lo
ridículo no hay más que un paso. Y el francés, gentil, responde: Sí, el
Paso de Calais, lo cual es especialmente amable hacia el interlocutor.
Pero el Paso de Calais es el Canal de la Mancha. Volvemos entonces a
encontrar el canal, ¿y al mismo tiempo qué otra cosa? Presten atención,
pues esto cumple la misma función que el surgimiento de la presencia en
el momento de la resistencia. La enferma, escéptica, discutió antes
largamente el mérito de la teoría de Freud sobre la agudeza. Luego de la
discusión, en el momento en que su discurso vacila y no sabe ya qué
camino tomar, aparece exactamente el mismo fenómeno —la resistencia
tiene presentación transferencial—como decía el otro día Mannoni;
expresión que me pareció muy acertada pues hablaba como partero.
De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso; éste es el punto
donde el sueño se engancha al oyente, pues esto es para Freud.
Así,
canal no era gran cosa, pero es indiscutible después de las
asociaciones. Quisiera presentar otros ejemplos. Dios sabe hasta qué
punto Freud es cuidadoso cuando agrupa hechos, y no es casual que en
ciertos capítulos se reúnan cosas diferentes. En el sueño, en el momento
en que éste asume cierta orientación, ocurren fenómenos que son de
orden lingüístico particularmente. El sujeto con toda conciencia comete
un error de lenguaje. El sujeto en el sueño sabe que se trata de un
error de lenguaje pues aparece allí un personaje para corregirle. En un
punto crítico, hay entonces una adaptación que se realiza mal, cuya
función se desdobla ante nuestros ojos. Pero dejemos esto de lado por
ahora. Tomemos también —lo elegí un poco al azar esta mañana— ese
ejemplo célebre que Freud publicó ya en 1898 en su primer capítulo de la
Psicopatología de la vida cotidiana. Freud se refiere, a propósito del
olvido de nombres, a la dificultad que, un día en una conversación con
un interlocutor en el curso de un viaje
, tuvo para recordar el nombre
del autor del célebre fresco de la catedral de Orvieto, grandiosa
composición que representa los acontecimientos esperados para el fin del
mundo y centrada en torno a la aparición del Anticristo. El autor de
dicho fresco es Signorelli, y Freud no consigue encontrar su nombre.
Otros nombres acuden a su mente —es éste, no es éste— Botticelli,
Boltraffio…, no consigue encontrar Signorelli. Lo consigue finalmente
gracias a la aplicación de un procedimiento analítico. Pues este pequeño
fenómeno no surge de la nada, está inserto en el texto de una
conversación. Iban en ese momento de Ragusa hacia el interior de
Dalmacia y se encontraban casi en la frontera del imperio austríaco, en
Bosnia Herzegovina. La palabra Bosnia se convierte en pretexto para la
narración de varias anécdotas, y lo mismo sucede con Herzegovina. Surgen
luego en la conversación alguno comentarios acerca de una tendencia
particularmente simpática de la clientela musulmana, que es, desde una
cierta perspectiva, primitiva, y que muestra en este punto una
extraordinaria decencia. Cuando él médico anuncia una mala noticia, que
la enfermedad es incurable —el interlocutor de Freud parece ser un
médico que practica en la región— esta gente manifiesta cierto
sentimiento de hostilidad hacia él. Enseguida le dicen: Herr, si había
algo qué hacer seguramente usted habría sido capaz de hacerlo. Están
frente a un hecho que es preciso aceptar, a ello se debe su actitud
cortés, controlada, respetuosa hacia el médico a quien llaman, en
alemán, Herr. Es éste el telón de fondo sobre el cual parece
establecerse la continuación de la conversación, puntuada por el olvido
significativo que plantea un problema a Freud. Freud señala que
seguía con agrado la conversación pero que, a partir de cierto momento,
su atención se dirigió a otra cosa; mientras hablaba pensaba en otra
cosa hacia la cual esta anécdota médica lo conducía.
Por un lado,
evocaba el alto valor que confieren los pacientes, en particular los
islámicos, a todo lo que se refiere a las funciones sexuales. Un
paciente que lo había consultado por trastornos de su potencia sexual le
había dicho literalmente: cuando eso ya no es posible la vida no vale
la pena ser vivida. Por otra parte, recordó que había recibido, en uno
de los sitios que había visitado, la noticia de la muerte de uno de sus
pacientes al que había tratado durante mucho tiempo, noticia que no deja
de producir —dice Freud—cierta conmoción. No había querido expresar sus
ideas respecto a la valorización de los procesos sexuales porque no
estaba muy seguro de su interlocutor. Además, adrede no había detenido
su pensamiento en el tema de la muerte de dicho enfermo. Pero pensando
en todo esto había dejado de prestar atención a lo que estaba diciendo.
Freud presenta en su texto un pequeño esquema muy bonito —consulten la
edición de Imago— donde escribe todos los nombres: Botticelli,
Boltraffio, Herzegovina, Signorelli, y debajo de ellos los pensamientos
reprimidos, el sonido Herr y la pregunta. Lo que ha quedado es el
resultado. La palabra Signor fue atraída por el Herr de estos musulmanes
tan corteses, Traffio por el hecho de que allí había recibido el shock
de la mala noticia relativa a su paciente. Lo que Freud pudo encontrar,
en el momento en que su discurso buscaba al autor del fresco de Orvieto,
es lo que quedaba disponible, luego que cierta cantidad de elementos
radicales fueran atraídos por lo que él denomina lo reprimido; es decir,
las ideas en torno a las historias sexuales de los musulmanes, y el
tema de la muerte. ¿Qué significa esto? Lo reprimido no estaba tan
reprimido; pues si bien Freud no habló de ello a su compañero de viaje,
nos lo entrega enseguida en el texto. Pero sucede como si estas palabras
—bien puede hablarse de palabras aunque tales vocablos sólo sean partes
de palabras, ya que tienen vida de palabras individuales— fuesen la
parte del discurso que Freud debía verdaderamente dirigir a su
interlocutor. No la ha dicho, aunque haya comenzado a hacerlo. Era eso
lo que le interesaba, era eso lo que estaba a punto de decir, pero por
no haberlo dicho, a renglón seguido en su conexión con su interlocutor
sólo quedaron desechos, pedazos, desprendimientos de esta palabra. ¿No
ven ustedes allí hasta qué punto este fenómeno, que se produce a nivel
de la realidad, es complementario de lo que sucede a nivel del sueño?
Asistimos aquí a la emergencia de una palabra verdadera. Sabe Dios cuán
lejos puede resonar esta palabra verdadera. Qué es lo que está aquí en
juego sino lo absoluto de !a muerte que está allí presente con la cual
Freud nos dice prefirió, y no simplemente a causa de su interlocutor, no
enfrentarse demasiado. Dios sabe también que el problema de la muerte
es vivido por el médico como un problema de dominio. Ahora bien, en este
caso el médico —Freud— como el otro, perdió, es siempre así como
vivimos la pérdida del enfermo, sobre todo cuando lo hemos tratado
durante mucho tiempo. ¿Qué es por lo tanto lo que decapita a Signorelli?
En efecto, todo se concentra en torno a la primera parte de este
nombre, y de su repercusión semántica. En la medida en que Freud no
pronuncia la palabra, la que puede revelar el secreto más profundo de su
ser, sólo puede quedar enganchado al otro a través de los
desprendimientos de esta palabra. No quedan sino los desechos. El
fenómeno del olvido es manifestado allí literalmente por la degradación
de la palabra en su relación con el otro. He aquí entonces adonde quería
yo llegar a través de estos ejemplos: en la medida en que el
reconocimiento del ser no culmina, la palabra fluye enteramente hacia la
vertiente a través de la cual se engancha al otro. No es ajeno a la
esencia de la palabra, si se me permite la expresión, engancharse al
otro. La palabra es sin duda mediación, mediación entre el sujeto y el
otro, e implica la realización del otro en la mediación misma. Un
elemento esencial de la realización del otro es que la palabra puede
unirnos a él. Es esto sobre todo lo que les he enseñado hasta ahora, ya
que es ésta la dimensión en la que nos desplazamos constantemente. Pero
existe otra faceta de la palabra que es revelación. Revelación, y no
expresión: el inconsciente sólo se expresa mediante una deformación,
Entstellung, distorsión, transposición. Este último verano escribí
Función y campo de la palabra y del lenguaje sin emplear allí adrede el
término expresión, pues toda la obra de Freud se despliega en el sentido
de la revelación, no en el de la expresión. La revelación es el resorte
último de lo que buscamos en la experiencia analítica. La
resistencia se produce en el momento en que la palabra de revelación no
se dice
—como escribe curiosamente Sterba al final de un artículo
execrable, pero muy cándido, que centra toda la experiencia analítica en
torno al desdoblamiento del ego, una de cuyas mitades debe acudir en
nuestra ayuda contra la otra— en el momento en que el sujeto no
encuentra ya salida. Se engancha al otro porque lo que es impulsado
hacia la palabra no accedió a ella. El advenimiento inconcluso de la
palabra, en la medida en que algo puede quizá volverla fundamentalmente
imposible, es el punto pivote donde la palabra, en el análisis, fluye
por entero hacia su primera vertiente y se reduce a su función de
relación con el otro. Si la palabra funciona entonces como mediación es
porque no ha culminado como revelación.
El problema consiste siempre en saber a qué nivel se produce el enganche
del otro. Hay que ser imbécil—como sólo se puede serlo a través de
cierto modo de teorizar, dogmatizar y enrolarse en la técnica analítica—
para afirmar, como lo hizo alguien un día, que una de las condiciones
previas al tratamiento analítico era ¿qué?: que el sujeto tuviera cierta
realización del otro en tanto tal. ¡Por supuesto, pícaro! Pero se trata
de saber a qué nivel se ha realizado este otro, cómo, con qué función y
en qué círculo de su subjetividad, a qué distancia está de ese otro. En
el transcurso de la experiencia analítica esta distancia varía
incesantemente. ¡Qué estupidez pretender considerarla un cierto estadio
del sujeto! Partiendo de la misma inspiración Piaget habla de la
noción egocéntrica del mundo del niño
. ¡Como si sobre este tema los
adultos pudieran acaso dar clase a los niños! ¡Quisiera saber qué pesa
más en la balanza del Señor como aprehensión mejor del otro, la de
Piaget, en su posición de profesor y a su edad, o bien la que tiene el
niño! Vemos a este niño prodigiosamente abierto hacia todo lo que el
adulto le aporta como sentido del mundo. ¿Pensamos alguna vez acaso en
lo que significa, en lo que se refiere al sentimiento del otro, esta
prodigiosa permeabilidad del niño frente a todo lo que sea mito,
leyenda, cuento de hadas, historia, esa facilidad para dejarse invadir
por los relatos? ¿Se piensa acaso que esto es compatible con los
jueguecitos de cubos mediante los cuales Piaget nos demuestra que el
niño accede a un conocimiento copernicano del mundo? Se trata de saber
cómo, en determinado momento, asoma hacia el otro ese sentimiento tan
misterioso de la presencia. Quizás está integrado a aquello de lo cual
Freud nos habla en la Dinámica de la transferencia, es decir a todas las
estructuras previas, no sólo de la vida amorosa del sujeto, sino de su
organización del mundo. Si tuviese que aislar la primera inflexión de la
palabra, el momento primero en que toda la realización de la verdad del
sujeto se marca en su curva, el nivel primero en el que la captación
del otro asume su función, lo haría mediante una fórmula que me dio
alguien, aquí presente, a quien controlo. Le pregunté un día: ¿En qué
punto está su sujeto respecto a usted esta semana? Me respondió entonces
con una expresión que coincide exactamente con lo que intentaba situar
en esta inflexión: Me tomó como testigo. Poco después aparecerá la
seducción. Y más adelante aún, el intento de captar al otro en un juego
donde la palabra adquiere incluso —la experiencia analítica nos lo ha
demostrado— una función más simbólica, una satisfacción instintiva más
profunda. Sin tomar en cuenta el término último: desorganización total
de la función de la palabra en los fenómenos de transferencia, situación
en la que el sujeto —señala Freud— se libera totalmente y consigue
hacer exactamente lo que le da la gana. En resumidas cuentas, ¿no nos
conduce esta consideración al punto del que partí en mi trabajo sobre
las funciones de la palabra? A saber, a la oposición entre palabra vacía
y palabra plena; palabra plena en tanto que realiza la verdad del
sujeto, palabra vacía en relación a lo que él tiene que hacer hic et
nunc con su analista, situación en la que el sujeto se extravía en las
maquinaciones del sistema del lenguaje, en el laberinto de los sistemas
de referencia que le ofrece el sistema cultural en el que participa en
mayor o menor grado. Una amplia gama de realizaciones de la palabra se
despliega entre estos dos extremos. Esta perspectiva nos conduce
exactamente al siguiente punto: la resistencia de la que hablamos
proyecta sus resultados sobre el sistema del yo, en tanto el
sistema del yo no puede ni siquiera concebirse sin el sistema —si así
puede decirse— del otro. El yo es referencia! al otro. El yo se
constituye en relación al otro. Le es correlativo. El nivel en que es
vivido el otro sitúa el nivel exacto en el que, literalmente, el yo
existe para el sujeto. En efecto, la resistencia se encarna en el
sistema del yo y del otro.
Allí es donde surge en tal o cual momento
del análisis. Pero parte de otro lado, a saber, de la impotencia del
sujeto para llegar hasta el final en el ámbito de la realización de su
verdad. Según un modo, más o menos definido sin duda para tal o cual
sujeto en función de las fijaciones de su carácter y estructura, el acto
de la palabra siempre viene a proyectarse a determinado nivel, en
determinado estilo de la relación con el otro. A partir de aquí,
observen ustedes lo paradójica que es la posición del analista. Es en el
momento en que la palabra del sujeto es más plena cuando yo, analista,
podría intervenir. ¿Pero sobre qué intervendría?: sobre su discurso.
Ahora bien, cuanto más íntimo le es al sujeto su discurso, más me centro
yo sobre este discurso, más me siento llevado, yo también, a aferrarme
al otro, es decir, a hacer lo que siempre se hace en ese famoso análisis
de las resistencias, buscar el más allá del discurso, más allá,
piénsenlo bien, que no se encuentra en ningún sitio; más allá que el
sujeto debe realizar, pero que justamente no ha realizado y que está
entonces constituido por mis propias proyecciónes, en el nivel en que el
sujeto lo realiza en ese momento. La última vez, señalé los peligros de
las interpretaciones o imputaciones intencionales que, verificadas o
no, susceptibles o no de verificación, no son a decir verdad más
verificables que cualquier otro sistema de proyecciónes. Allí está la
dificultad del análisis. Cuando decimos que interpretamos las
resistencias nos topamos con esta dificultad: ¿cómo operar en un nivel
de menor densidad de relación de la palabra? ¿Cómo operar en esa inter
psicología, del ego y del alter-ego, a la que nos reduce la
degradación misma del proceso de la palabra? En otros términos ¿cuáles
son las relaciones posibles entre esa intervención de la palabra que es
la interpretación y el nivel del ego en tanto que siempre supone
correlativamente al analizado y al analista? ¿Qué podemos hacer para aún
manejar válidamente la palabra en la experiencia analítica, cuando su
función se ha orientado en el sentido del otro hasta un punto tal que ha
dejado de ser mediación, para ser sólo violencia implícita, reducción
del otro a una función correlativa del yo del sujeto? Se dan cuenta
ustedes de la naturaleza oscilante de este problema. Nos conduce
nuevamente a esta pregunta: ¿qué significa ese apoyo tomado en el otro?
¿Por qué el otro se vuelve cada vez realmente menos otro cuanto más
asume exclusivamente esta función de apoyo? En el análisis se trata de
salir de este círculo vicioso. ¿Pero no estamos acaso aún más
profundamente atrapados en él en tanto la historia de la técnica muestra
que se ha puesto siempre y cada vez más el énfasis en el aspecto yoico
de las resistencias? El mismo problema puede también formularse de otro
modo: ¿Por qué el sujeto cuanto más se afirma como yo, más se aliena?
Volvemos así a la pregunta de la sesión anterior: ¿Quién es pues, aquel
que busca reconocerse más allá del yo?