Seminario 10: Clase 10, del 30 de Enero de 1963

La angustia — así se nos enseñó siempre— es un temor sin objeto. Canción donde podríamos decir que se ha enunciado otro discurso, canción que, por científica que sea, se parece a la del niño que con ella se calma. Pues así formulo yo la verdad que enuncio para ustedes: «ella no es sin objeto». Lo cual no equivale a decir que dicho objeto sea accesible por la misma vía que los demás. En el momento de formularla, señalé que habría aún otra manera de desembarazarse de la angustia, que consistiría en decir que un discurso homólogo, semejante a cualquier otra parte del discurso científico, podría simbolizar ese objeto, ponernos con él en la relación del símbolo a la cual, en su propósito, volveremos.

La angustia sostiene esa relación de no ser sin objeto, a condición de expresar la reserva de que ello no implica decir ni poder decir, como para otro, de qué objeto se trata.

Dicho de otro modo, la angustia nos introduce —con el máximo acento de comunicabilidad— a la función de la falta, en la medida en que ella es radical para nuestro campo. Esa relación con la falta es fundamental en la constitución de toda lógica, y a tal punto que puede decirse que la historia de la lógica es la de sus éxitos en ocultarla, con lo cual se asemejaría a una suerte de vasto acto falido, si damos al término su sentido positivo.

De allí que siempre me vean volver a esas paradojas de la lógica destinadas a sugerirles los caminos, las puertas de entrada por donde se regula e impone a nosotros el determinado estilo con el que podríamos lograr ese acto falido: no faltar a la falta.

Por eso pensaba introducir una vez más mi discurso de hoy mediante algo que por cierto no es otra cosa que un apólogo; con él no podrán fundarse en ninguna analogía —para decirlo con propiedad— que les permita hallar el soporte de una situación de esa falta. Sin embargo, es útil para recubrir en cierto modo la dimensión de que de alguna manera todo discurso, todo discurso de la propia literatura analítica —y en los intervalos de aquél donde cada ocho días los atrapo— les hace encontrar forzosamente el camino trillado de algo que se cerraría en nuestra experiencia; cualquiera que fuese la abertura (béance) que ella pretendiera designar, esa falta encontraría allí algo que dicho discurso podría colmar.

Veamos, pues, el primer apólogo que se me ha ocurrido. Habrá otros, y después de todo sólo deseo ir con rapidez. Les dije, en suma, que no hay falta, en un tiempo, en lo real; la falta no es alcanzable sino por medio de lo simbólico. A nivel de la biblioteca, puede decirse: aquí el volumen número tal falta en su lugar, lugar designado ya por la introducción, en lo real, de lo simbólico. Y la falta de que hablo, esa falta que el símbolo colma en cierto modo fácilmente, designa el lugar, designa la ausencia, presentifica lo que no esta allí. Pero observen: el volumen de que se trata —lo adquirí esta mañana y me inspiró este breve apólogo— lleva en su primera página la notación «los cuatro grabados, del número tal al número cual, faltan». Según la función de la doble negación, se estaría diciendo que, dado que el volumen falta en su lugar, la falta de los cuatro grabados queda levantada, que los grabados vuelven. Salta a la vista que no hay nada de eso.

Esto puede parecerles un poco tonto, pero les hará observar que aquí se encuentra todo el problema de la lógica, de la lógica transpuesta a los términos intuitivos del esquema euleriano, de la falta incluida. ¿Cuál es la posición de la familia en el género, del individuo en la especie? ¿qué es lo que constituye, en el interior de un círculo planificado, el agujero?

Si el año pasado les forcé a hacer tanta topología, fue para sugerirles que la función del agujero no es unívoca. Y así es preciso entender que por este camino del pensamiento al que bajo formas diversas llamamos metafórico — pero que siempre se remite a algo— nunca deja de introducirse esa planificación, esa implicación del plano que constituye de manera básica el soporte intuitivo de la superficie. Pero tal relación con la superficie es infinitamente más compleja; y al introducirles simplemente el anillo, el toro, pudieron observar que basta con elaborar esa superficie —en apariencia la más simple de imaginar— para ver diversificarse en ella, a condición de que la consideremos como es, como superficie, extrañamente, la función del agujero.

Les hago notar una vez más de que modo hay que entender esto; pues si se trata de saber cómo puede llenarse, como puede colmarse un agujero, veremos que no cualquier circulo dibujado sobre esa superficie del agujero puede — tal es el problema— estrecharse hasta no ser más que el límite evanescente, el punto, y desaparecer.
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Hay ciertamente agujeros sobre los que podremos operar así, y basta que dibujemos nuestro círculo de la manera siguiente, o de esta otra, para ver que no pueden llegar a cero. Hay estructuras que no conllevan el llenado del agujero.

La esencia del cross-cap, como demostré el año pasado, consiste en que aparentemente si dibujamos cierto corte sobre su superficie, no tendremos en apariencia esa diversidad; si dibujamos el corte de esta manera, homóloga a nivel del cross-cap del corte que en el otro se repite así, o sea que participa de los otros dos tipos de círculo, los reúne en sí mismo (me refiero a los dos primeros que acabo de dibujar), al pasar dicho corte por el punto privilegiado sobre el que llamé la atención el año pasado, siempre tendrán algo que en apariencia podrá reducirse a la superficie mínima, pero no sin que sólo reste al final, cualquiera que sea la variedad del corte, algo que se simboliza no como una reducción concéntrica, sino irreductiblemente bajo esta forma o bajo esta otra, que son la misma, y que no es posible dejar de diferenciar de lo que antes llamé puntificación concéntrica
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Con ello, el cross-cap fue para nosotros una diferente vía de aporte en lo relativo a la posibilidad de un tipo irreductible de falta. La falta es radical. Es radical para la constitución misma de la subjetividad, tal como ella se nos presenta en el camino de la experiencia analítica. Me gustaría enunciarlo con esta fórmula: «Desde el momento en que eso se sabe (ça se saít), en que algo de lo Real llega al Saber, hay algo perdido; y el modo más certero de abordar ese algo perdido, es concebirlo como un pedazo del cuerpo».

Tal es la verdad que con esta forma opaca, masiva, nos da la experiencia analítica, y a la que ella introduce en su carácter irreductible en toda posible reflexión sobre toda forma concebible de nuestra condición. Hay que decir que este punto resulta lo bastante insostenible como para que intentemos contornearlo sin cesar, lo cual sin duda tiene dos caras, a saber: que en ese mismo esfuerzo hacemos más que trazar sus contornos, y que a medida que nos acercamos a dicho contorno tendemos a olvidarlo en función de la propia estructura que representa esa falta.

De aquí resulta otra verdad: podríamos decir que el hito decisivo de nuestra experiencia se basa en el hecho de que la relación con el Otro, en la medida en que el Otro es aquello donde se sitúa toda posibilidad de simbolización y el lugar del discurso, va a dar a un vicio de estructura, y que —éste es el paso más— nos es menester concebir que aquí alcanzamos lo que torna posible dicha relación con el Otro, es decir, que el punto de donde surge que hay significante es aquél que en un sentido no podría ser significado. No otra cosa quiere decir lo que llamo punto «falta de significante».

Recientemente, alguien que en verdad no me entiende mal en absoluto, me respondió, me interrogó si esto no equivale a decir que nos referimos a lo que en cierto modo es la materia imaginaria de todo significante, la forma de la palabra o del carácter chino, lo que hay de irreductible en el hecho de que todo significante ha de tener un soporte intuitivo, como los otros, como todo lo demás.

Y bien, precisamente no. Esa es la tentación que a ese fin se presenta. Para hacerlo sensible, me referiré a definiciones que ya les he dado y tienen que servir. Les dije: «Nada falta que no sea del orden simbólico. Pero la privación es algo que corresponde a lo real». Aquello de lo que hablamos es algo que corresponde a lo real. Cuando intento volver a presentificar para ustedes el punto decisivo que sin embargo siempre olvidamos, no sólo en nuestra teoría sino también en nuestra práctica de la experiencia analítica, aquello a cuyo alrededor gira mi discurso es una privación que se manifiesta tanto en la teoría como en le práctica, es una privación real y que, en tal carácter, puede ser reducida. ¿Basta designarla para suprimirla? Si queremos discernirla de manera científica, cosa perfectamente concebible, nos bastará con trabajar la literatura analítica, y de inmediato les daré un ejemplo, es decir, una muestra. Para comenzar —no se puede actuar de otro modo—, he tomado el primer número del International Journal que cayó en mis manos; les mostraré que la cuestión en juego aparece por doquier: así se hable de la ansiedad o del acting-out. O así se hable de R. —nadie como yo para servirse de letras—, de la respuesta total, «The total response» —título del artículo al que aludiré enseguida—, de la respuesta total del analista en la situación analítica, y que pertenece a alguien de quien hablé en el segundo año de mi seminario, Margaret Little. Aquí encontraremos bien centrado el problema, y podemos definirlo ¿dónde se sitúa la privación? ¿por dónde se desliza manifiestamente la autora a medida que pretende cercar estrechamente el problema que le plantea cierto tipo de paciente? No es esto, la reducción, la privación, la simbolización, su articulación lo que levantará la falta. Ante todo, debemos meternos muy bien esto en la cabeza, aunque sólo fuera para comprender lo que significa, bajo una cara, un modo de aparición de esa falta: les dije, la privación es algo que corresponde a lo real. Está claro que una mujer no tiene pene. Pero si no simbolizan al pene como el elemento esencial que se ha de tener o no, ella nada sabrá de esa privación. La falta le es simbólica.

La castración aparece en el transcurso del análisis en la medida en que la relación con el Otro, que además no esperó al análisis para constituirse, es fundamental. Les dije que la castración es simbólica, o sea que se vincula con cierto fenómeno de falta, y en el nivel de dicha simbolización, es decir, en la relación con el Otro, en la medida en que el sujeto tiene que constituirse en el discurso analítico. Una de las formas posibles de aparición de la falta es el – , el soporte originario que apenas es una de las traducciones posibles de la falta original, del vicio de estructura inscripto en el ser en el mundo del sujeto con quien tenemos que vérnoslas. Y en tales condiciones es normal, concebible, preguntarse por qué, al llevar hasta cierto punto —y no más allá— la experiencia analítica, puede ser cuestionado el término que Freud nos da como último: complejo de castración en el hombre y penis—neid en la mujer. No es necesario que sea el último.

De allí que concebir la función de la falta en su estructura original sea un sendero de abordaje esencial para nuestra experiencia. Y habrá que volver muchas veces a ella para no faltarle.

Otra fábula: si el insecto que se pasea sobre la superficie de la banda de Moebius tiene le representación de lo que es una superficie, puede creer en todo instante que hay una cara que siempre está del revés de aquélla por la cual se pasea, una cara que no ha explorado. El insecto puede creer en ese revés. Pero como ustedes saben, no lo hay. Sin saberlo, el insecto explora lo que no tiene dos caras, explora la única que existe; y sin embargo, en todo instante, hay un revés. Lo que le falta para advertir que ha pasado al revés es la piecita faltante, la que dibuja esta manera de cortar el cross-cap, y que un día materialicé, construí a fin de que llegara a las manos de ustedes. Es una manera de girar en cortocircuito alrededor del punto que, por el camino más corto, lo lleva al revés del punto en que se hallaba un instante antes.
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¿Será por describir la piecita faltante, el a en este caso, en forma paradigmática, que la cuestión queda resuelta? De ninguna manera, pues es el hecho de que esa pieza falta lo que constituye toda la realidad del mundo por el que se pasea el insecto. El pequeño ocho interior es completamente irreductible: es una falta a la que el símbolo no suple. No se trata por lo tanto de una ausencia que el símbolo puede remediar. Tampoco es una anulación ni una denegación; pues la anulación y la denegación, formas constituidas de esa relación que el símbolo permite introducir en lo real, a saber, la definición de la ausencia, son tentativas de deshacer lo que en el significante nos aparta del origen y de ese vicio de estructura. La anulación y la denegación son el intento de alcanzar su función de signo, en lo cual se esfuerza, se extenúa el obsesivo. Apuntan, pues, a ese punto de falta, pero no lo alcanzan por ello. Como lo indica Freud, no hacen más que duplicar la función del significante al aplicarse a sí mismas, y cuanto más digo que esto no está ahí, más lo está.

La mancha de sangre, intelectual o no, sea aquélla en la que se extenúa Lady Macbeth o lo que con el término «intelectual» designa Lautréamont, es imposible de borrar, porque la naturaleza del significante es precisamente la de esforzarse por borrar una huella Cuanto más se busca borrar la huella, para reencontrarla, más insiste como significante.

De aquí resulta que, en lo relativo a la relación con aquello en que se manifiesta el a como causa del deseo, nos vemos frente a una problemática siempre ambigüa. En efecto, cuando se lo inscribe en nuestro esquema. que ha de ser permanentemente renovado, hay dos modos con los cuales puede aparecer pequeño a en la relación con el Otro.
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Si podemos reunirlos, es precisamente por la función de la angustia, en cuanto ésta, o el hecho de que se produzca, es su señal y que no hay otro modo de interpretar lo que acerca de la angustia se nos dice en la literatura analítica..
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Observen cuán extraño es acercar dos caras del discurso analítico: por una parte, que la angustia es la defensa capital, la más radical, y que aquí resulta menester que a su respecto el discurso se divida en dos referencias: una a lo Real, en la medida en que la angustia es la respuesta al peligro más original, al insuperable Hilflosigkeit, al desamparo absoluto de la entrada en el mundo, y que 2), por otra parte, —ella podrá después ser retomada por el yo como señal de peligros infinitamente más leves, peligros a los que Jones —quien en este punto da pruebas de un tacto y una mesura que a menudo faltan en el énfasis del discurso analítico sobre las llamadas amenazas del Id, del Ça, del Es — simplemente denomina «buried desire», deseo enterrado. Como Jones observa, después de todo el retorno de un deseo enterrado es peligroso hasta ese punto, y justifica la movilización de una señal tan capital como esa señal última que sería la angustia, si para explicarla nos vemos forzados a recurrir al peligro vital más absoluto.

La misma paradoja reaparece un poco más adelante. Ya que no hay discurso analítico que, tras haber hecho de la angustia el cuerpo último de toda defensa, no nos hable de defensa contra la angustia. Entonces, será contra ese instrumento tan útil para advertirnos el peligro que tendríamos que defendernos; y con esto se intenta explicar toda clase de reacciónes, de construcciónes, de formaciones, en el campo psicopatológico.

¿No habrá aquí una paradoja que exige formular las cosas de otra manera?, es decir, que la defensa no es contra la angustia sino contra aquello de lo que la angustia es señal, y que no se trata de defensa contra la angustia sino de esa cierta falta, con la salvedad de que sabemos que de esa falta hay estructuras diferentes y definibles como tales, que la falta del borde simple, la relación con la imagen narcisista, no es la misma que la del borde duplicado de que les hablo, y que se vincula con el corte que más lejos se (…), el que concierne al a como tal, en la medida en que aparece, se manifiesta, que con él podemos, debemos vérnoslas en cierto nivel del manejo de la transferencia.

Estimo que aquí se hará manifiesto, mejor que en otra parte, que la falta de manejo no es el manejo de la falta, y que aquello en lo que conviene reparar es lo que encuentran cada vez que un discurso se extrema lo suficiente sobre la relación que tenemos como Otro con aquél a quien tenemos en análisis, cada una de esas veces se plantea la pregunta de lo que debe ser nuestra relación con ese a.

Resulta manifiesta la abertura (béance) del permanente, profundo cuestionamiento que en sí mismo sería la experiencia analítica, y que siempre remite al sujeto a ese algo que es otra cosa con relación a lo que nos manifiesta, de la naturaleza que sea. La transferencia no sería, como no hace mucho me decía una paciente «Si estuviese segura de que fuera únicamente transferencia». La función del «ne … que»: «No es más que transferencia» («Ce n’est que du transfert»), con respecto a «No tiene más que hacer esto» («Il n’a qu’à faire ainsi»), esa forma del verbo que se conjuga, pero no, como ustedes creen, la que hace decir «No tiene nada que hacer» («Il n’a que faire»), que vemos surgir espontáneamente en un discurso espontáneo.

Esta es la otra cara de lo que se nos explica como algo que parecería ser la carga, el fardo del héroe analista: tener que interiorizar ese a, tomarlo en sí, objeto bueno o malo, pero como objeto interno, y de aquí nacería toda la creatividad por donde el analista debe restaurar el acceso del sujeto al mundo.

Las dos cosas son ciertas aunque no estén juntas. Precisamente por eso se las confunde, y al confundirlas, nada claro se dice sobre lo que concierne al manejo de esta relación transferencia! la que gira en torno al a. Pero esto explica de manera suficiente mi observación de que lo que distingue la posición del sujeto con relación a a, y la propia constitución como tal de su deseo, es que, pera decirlo sumariamente, se trate del perverso o del psicótico, la relación del fantasma $( a se instituye así (esquema de página 58), y que aquí para manejar la relación transferencial tenemos que tomar en nosotros, en efecto, a la manera de un cuerpo extraño, una incorporación de la que somos el paciente.

El a de que se trata, o sea el objeto, es absolutamente extraño al sujeto que nos habla, en la medida en que es la causa de su falta. En el caso de la neurosis la posición es diferente, en cuanto —como ya les dije— aparece algo que distingue la función del fantasma en el neurótico.
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En X aparece algo de su fantasma que es un a, y que sólo lo parece. Y que sólo lo parece porque ese pequeño a no es especularizable y no podría aparecer aquí, por así, decir, en persona, sino solamente un sustituto. Y solamente aquí se aplica lo que hay de profundo enjuiciamiento de toda autenticidad en el análisis clásico de la transferencia.

Pero esto no equivale a decir que aquí esté la causa de la transferencia, y nos hallamos con ese pequeño a que, por su parte, no está sobre la escena, pero que en todo instante no pide más que subir a ella para introducir en ella su discurso, siquiera fuese para arrojar en esa escena, en aquel que sigue manteniéndose sobre ella, el lío, el desorden de decir «Basta de tragedia» como así también «Basta de comedia»‘ aunque eso sea un poco mejor. No hay drama ¿Por qué. como se dice, Ayax se pone las barbas en remojo, cuando después de todo no hizo más que exterminar ovejas? Esto es mucho mejor, a pesar de todo es menos grave que si hubiera exterminado a todos los griegos; ya que no exterminó a todos los griegos, menos deshonra para él; y si se libra a tan ridícula manifestación, todo el mundo sabe que es porque Minerva lo hechizó.

La comedia es menos fácil de exorcizar. Como todos sabemos, es más alegre, y aunque se la exorcice, lo que ocurre sobre la escena bien puede continuar. Se recomienza con la canción del macho cabrío, con la verdadera historia de que se trata desde el principio, con el origen del deseo. Y ello explica, por otra parte, que la tragedia lleve en si misma, en su de nominación, en su nombre, en su designación, esa referencia al macho cabrío y al sátiro, cuyo lugar, además, siempre estaba reservado al final de una trilogía.

El macho cabrío que brinca sobre la escena es el acting-out. Y el acting-out de que hablo, o sea el movimiento inverso de aquél al que aspira el teatro moderno, a saber, que los actores bajen a la sala, es que los espectadores suban a la escena y digan en ella lo que tienen que decir.

Y he aquí por qué, alguien como Margaret Little, a quien tomé entre otros —verdaderamente como si uno se vendara los ojos y colocara un cuchillo a través de las páginas para hacer adivinación—, en su artículo «La réponse totale de l’analyste aux besoins de son patient» (La respuesta total del analista a las necesidades de su paciente), de Mayo – Agosto de 1957, parte III-IV del volumen 38 del International Journal Of Psychoanalysis, prosigue el discurso en el que ya me había detenido en un momento de mi seminario en que ese artículo aún no había aparecido. Quienes allí estuvieron recuerdan mis señalamientos a propósito de cierto angustiado discurso en ella, angustiado y tratando a la vez de dominarlo con respecto a la contratransferencia. Sin duda, los nombrados recuerdan que no me detuve en la primera apariencia del problema, o sea, en los efectos de una interpretación inexacta: cierto día, un analista le dice a un paciente que acababa de hacer una audición radial, audición cuyo tema interesa al propio analista —podemos ver aproximadamente en qué medio pudo ocurrir esto—: «Habló usted muy bien ayer, pero hoy veo que está deprimido; seguramente es el temor de haberme herido al haber invadido mi terreno». Hicieron falta dos años para que el sujeto se percatara, a propósito de un nuevo aniversario, de que lo que había ocasionado su tristeza se hallaba enlazado a la sensación de que al haber hecho ese programa había reavivado el sentimiento de duelo por la muy reciente muerte de su madre, quien, dice, no podía asistir así al éxito que representaba para su hijo el verse promovido a una momentánea posición de «estrella».

Se trataba de un paciente que Margaret Little recibió de ese analista, y la impresionó el hecho de que éste efectivamente se había limitado en su interpretación e interpretar lo que ocurría en su propio inconsciente, el del analista: a saber que, en efecto, se hallaba muy apesadumbrado por el éxito de su paciente.

Sin embargo, el problema está en otra parte: no basta hablar de duelo y ver incluso la repetición del duelo donde entonces estaba el sujeto, el duelo que dos años más tarde haría de su analista, sino que hay que advertir qué está en juego en le propia función del duelo, y al mismo tiempo llevar un poco más adelante lo que nos dice Freud acerca de este como identificación con el objeto perdido. No es ésta una definición suficiente del duelo. No estamos de duelo sino por alguien de quien podemos decirnos «Yo era su falta». Estamos de duelo por personas a quienes hemos tratado bien o mal y frente a las cuales no sabíamos que cumplíamos ese función de estar en el lugar de su falta.

Lo que damos en el amor es, esencialmente, lo que no tenemos y, cuando lo que no tenemos vuelve a nosotros, hay por cierto regresión y al mismo tiempo revelación de en qué cosa hemos faltado a la persona para representar su falta.

Pero aquí, a causa del carácter irreductible del desconocimiento relativo a la falta, dicho desconocimiento sencillamente se invierte, es decir que a la función que teníamos, la de ser su falta, creemos poder traducirla ahora en qué le hemos faltado, cuando justamente por esto era valiosos a indispensables pare él.

Si es posible, y si quieren meterse a fondo en el artículo de Margaret Little, les pediré que reparen en esto y en algunos otros puntos de referencia; es una fase ulterior de reflexión y por cierto considerablemente profundizada, si no mejorada. Pues mejorada, no lo está. La problemática definición de la contratransferencia no se halla de ningún modo propuesta, y diría hasta cierto punto que podemos agradecérselo; si la hubiera propuesto, habría sido matemáticamente en el error. La autora no quiere sino considerar la respuesta total del analista, es decir, tanto el hecho de que esté ahí como analista, como que hay cosas que lo han promovido a él, analista, y que pueden escapar de su propio inconsciente, y así también el hecho de que, como todo ser vivo, ella experimenta sentimientos durante el análisis y que, por último —no lo dice así, pero de eso se trata— al ser el Otro, ella está en la posición que mencioné la vez pasada, o sea desde el principio una posición de entera responsabilidad.

Es por lo tanto con esta clase, este «inmenso total», como allá dice, de su posición de analista, que ella pretende responder ante nosotros y hacerlo honestamente, sobre lo que concibe como la respuesta del analista. De ello resulta que hasta llegará a tomar las posiciones más contrarias —lo que no implica que sean falsas— a las formulaciones clásicas. Es decir que, lejos de permanecer fuera del juego, es preciso que el analista se suponga ccomprometido en él, en principio, hasta la empuñadura; que llegado el caso se considere como responsable y en todo caso no se niegue jamás a testimoniar ante una corte de justicia, si por ejemplo es llamado a responder sobre lo que ocurre en el análisis.

No digo que sea esta una actitud insostenible, digo que evocarla, colocar en el interior de esta perspectiva la función del analista es algo que seguramente les parecerá de una originalidad causante de problemas, que los sentimientos —me refiero a todos los sentimientos del analista— en alguna ocasión pueden ser intimados a justificarse, no sólo ante el propio tribunal del analista —lo que cualquiera admitirá— sino incluso ante el sujeto, y que el peso de todos los sentimientos que puede experimentar el analista con respecto a tal o cual sujeto embarcado con él en la empresa analítica, pueden llegar a ser no sólo invocados sino promovidos para algo que no será una interpretación sino una confesión, entrando por allí en un camino del que sabemos que la primera introducción en el análisis por Ferenczi fue objeto de las más extremadas reservas por parte de los analistas clásicos.

Nuestra autora divide en tres partes a los pacientes con los que tiene que vérselas. Como parece admitir encargarse del más amplio abanico de casos, tenemos, por una parte, las psicosis, donde le es preciso admitir — aunque sólo sea algunas veces— la necesaria hospitalización —es necesario que se descargue de una parte de sus responsabilidades sobre otros soportes—; las neurosis, de las cuales nos dice que cuando también en las neurosis nos descargamos de responsabilidad, la mayor parte espera ponerla sobre los hombros del sujeto —prueba de notable lucidez—; pero entre las dos clases, hay sujetos a los que define como una tercera, neurosis de carácter o personalidad reactiva —como se quiera—, lo que Alexander define como «neurotic character», en resumen, todo aquello a cuyo alrededor se elaboran tan problemáticas imitaciones o clasificaciones cuando en realidad no se trata de una especie de sujeto sino de una zona de relación, aquélla que yo defino como acting-out. Y de esto se trata, en efecto, en el caso que va a desarrollarnos. Es el caso de un sujeto que llegó a ella porque comete actos clasificados en el cuadro de la cleptomanía; por otra parte, durante un año no hace la menor alusión a los robos, y desarrolla todo un extenso momento del análisis bajo el fuego directo y ensañado de nuestra analista; interpretaciones actuales de transferencia, de las más repetidas, en el sentido, actualmente considerado en la vía generalmente adoptada, como aquello que a partir de cierto momento debe ser aplacado, enjugado, sin detención a lo largo de todo el análisis.

Ninguna de las interpretaciones, por sutil y variada que sea su elaboración por la analista, roza siquiera por un instante la defensa de su sujeto.

Si alguien —terminaré con esto— quisiera hacerme el favor, en una fecha que vamos a determinar, de entrar en la exposición detallada de este caso, de hacer lo que yo no puedo hacer ante ustedes porque es demasiado largo y tengo otras cosas que decirles, verán manifestarse en todos sus detalles la pertinencia de las observaciones que les estoy formulando.

El análisis —nos dice— recién comienza a moverse el día en que su paciente llega con el rostro tumefacto por los llantos y llantos que vierte a causa de la pérdida, de la muerte —en un país que había dejado hacía tiempo con sus padres, la Alemania de entonces, la Alemania nazi— de una persona que no se distinguía de otro modo, entre quienes habían velado sobre su infancia, que por ser una amiga de sus padres y, sin duda, una amiga con la que ella tenía relaciones muy distintas de las relaciones con sus padres; es un hecho que nunca había llevado un luto parecido por nadie.

¿Cuál es la reacción de nuestra analista ante esta reacción desenfrenada, sorprendente? Seguramente, la de interpretar como se lo hace siempre. Pero aquí, además, las varía, y veremos cuál funciona. La interpretación clásica es la de que ese duelo es una necesidad de retorsión contra el objeto, la de que ese duelo quizás se ha dirigido a ella, la analista, la de que es una manera de hacerle llegar a ella, la analista, y a través de la pantalla de la persona por quien lleva luto, todos los reproches que tiene para hacerle. Nada funciona.

Un muy pequeño algo comienza a desencadenarse cuando la analista, literalmente —ya lo verán, es muy visible en el texto— confiesa ante el sujeto que no comprende nada, y que verla así le causa pena, a ella, la analista. Y de inmediato se pone a deducir que esto es lo positivo, lo real, lo vivo de un sentimiento que dio su movimiento al análisis. El texto todo lo atestigua de manera suficiente: el sujeto elegido, el estilo y el orden de su desarrollo, para que podamos decir de qué se trata; de algo que por cierto alcanza al sujeto, le permite transferir, hablando con propiedad, a su relación con la analista la reacción de que se trataba en ese duelo, a saber, la aparición de esto: que había una persona para la cual ella podía ser una falta. La intervención de la analista le pone de manifiesto —en la analista— eso que se llama angustia. Es en función de hallarnos en el límite de algo que designa en el análisis el lugar de la falta, que esa inserción, ese injerto, por así decir esa acodadura, que permite a un sujeto del que es definida toda la relación con sus padres,  —lo verán en la observación— que no pudo captarse bajo ninguna relación, ese sujeto femenino, como una falta, se encuentra aquí abriéndose.

No es como sentimiento positivo que la interpretación —si así puede llamársela, ya que se nos lo describe en la observación: el sujeto abre los brazos y se afloja— en este lugar, que esta «interpretación», si así quiere llamársela, surtió efecto. Sino como introducción por un camino involuntario de algo que es lo que se halla en cuestión, y que siempre ha de estarlo, en el punto que sea, aunque fuese su término, en el análisis, es decir, función del corte. Y lo que nos permitirá localizarlo, designarlo, es que los hitos decisivos, los decisivos del análisis, son dos momentos el momento en que la analista, armada de coraje y en nombre de la ideología de la vida, de lo real, de todo lo que ustedes quieran, hace sin embargo la intervención más singular, que habrá que situar como decisiva con relación a esa perspectiva que llamaré sentimental: un buen día en que el sujeto le repite todas sus historias de diferencias de dinero —si no recuerdo mal con la madre, vuelve sobre esto sin descanso— la analista le dice: «¡Escuche, terminemos con eso, porque literalmente no puedo oírla más, usted me duerme!»

La segunda vez —y no les traigo esto como modelo de técnica, les pido que sigan los problemas que se le plantean a una analista manifiestamente tan experimentada como ardiente de autenticidad— la segunda vez se trata de ligeras modificaciones que se han hecho en lo de la analista, en lo que ella llamé la decoración de su consultorio —y si creemos en lo que es la decoración media entre nuestros colegas, debe ser bonito—, y a nuestra Margaret Little ya le dieron la lata todo el día los pacientes con sus observaciones: «Está bien, está mal, ese marrón es repugnante, ese verde es admirable …» Y he aquí a nuestra paciente que se presenta hacia el fin de la jornada y vuelve a la carga en términos, digamos, un poquitito más agresivos que los otros. Entonces, la analista le dice textualmente: «Oiga, me importa un bledo lo que usted pueda pensar de esto».

Como la primera vez, la paciente queda —debo decirlo— profundamente choqueada, patitiesa. Después de lo cual sale de su silencio con gritos de entusiasmo» ¡Todo lo que hizo usted aquí es formidable!». Les paso los progresos de este análisis. Aquí simplemente quisiera designar, a propósito de un caso favorable y, si ustedes quieren, escogido en una parte del campo particularmente favorable a esta problemática, lo que es decisivo en ese factor de progreso que consiste en introducir esencialmente la función del corte. En la medida en que en su primera interpretación le dijo esto: «Usted me hace el efecto de un somnífero, usted me duerme»‘ y que en el otro caso la puso literalmente en su sitio: «Piense lo que quiera de mi decoración, de mi consultorio, me importa un pito!», en la relación transferencial aquí considerada algo decisivo fue movilizado.

Esto nos permite indicar qué ocurre en este sujeto. Uno de sus problemas es que nunca había podido experimentar el menor sentimiento de duelo con respecto a un padre al que admiraba. Pero las anécdotas que se nos relatarán nos muestran que si algo resaltaba en sus relaciones con su padre, era que en ningún caso y de ninguna manera podía tratarse, a su respecto, de representar algo que pudiera faltarle a su padre bajo el ángulo que fuese.

Hay un breve paseo con él y una escena muy significativa a propósito de un palito de madera bien simbólico del pene, ya que el padre —la misma enferma lo señala y de manera, según parece, bastante inocente— le arroja esa varilla al agua de la manera menos comentada. No estamos en los domingos de Ville d’Avray en esta historia.

En cuanto a la madre —que tiene que ver de la manera más cercana con el determinismo de los robos— seguramente nunca pudo hacer de esa hija otra cosa que una suerte de prolongación de sí misma, de mueble, instrumento de amenaza y llegado el caso, de chantaje, pero en ningún caso algo que con relación a su propio deseo, al deseo del sujeto, hubiera podido tener una relación causal.

Para designar esto, o sea que su deseo —ella no sabe cuál, desde luego— podría ser tomado en consideración, cada vez que la madre se acerca, cada vez que entra en el campo de inducción donde puede surtir algún efecto, el sujeto se libra con toda regularidad a un robo, un robo que, como todos los robos de cleptómano, no tiene sino una significación de interés particular, y quiere decir, simplemente: «Yo le muestro un objeto que quité, por la fuerza o la astucia, y que quiere decir que en alguna parte hay otro objeto, el mío, el a, que merecería ser considerado, que merecería que lo dejen aislarse por un instante». Esa función del aislamiento, del ser—solo tiene la relación más estrecha, es en cierto modo el polo correlativo de esa función de la angustia, y lo verán después. «La vida —nos dice en alguna parte alguien que no es analista, Etienne Gilson— la existencia es un poder ininterrumpido de activas separaciones».

Pienso que después del discurso de hoy no confundirán esta observación con la que habitualmente se realiza acerca de las frustraciones. Se trata de otra cosa. Se trata de la frontera, del límite donde se instaura el lugar de la falta.

Nuestro discurso proseguirá con una reflexión continua, quiero decir variada, con las formas diversas, metonímicas, donde aparecen en la clínica los puntos focales de esa falta. Pero no podemos dejar de tratarlo sin descanso con el cuestionamiento de lo que podemos llamar los fines del análisis. Las posiciones tomadas al respecto son tan instructivas, enseñan tanto que, en el punto en que nos hallamos y fuera de ese artículo sobre el cual sería conveniente volver para seguirlo en sus detalles, lean otro artículo de un tal Szasz sobre los fines del tratamiento analítico. Se intitula «On the series of psychanalytic treatment» (sic), y en él verán sostenerse esto: que los fines del análisis están dados en su regla, y que su regla, y al mismo tiempo sus fines sólo pueden definirse promoviendo como meta última del análisis, de todo análisis, didáctico o no, la iniciación del paciente desde un punto de vista científico —así se expresa el autor— en lo relativo a sus propios movimientos.

¿Es esto una definición? No digo que podamos aceptarla o rechazarla, sería una posición extrema, una posición por cierto muy singular y especializada. No digo: ¿es ésta una definición que podarnos aceptar? Digo: ¿qué puede enseñarnos esta definición? Ya oyeron bastante para saber que seguramente, si hay algo que puse muchas veces en tela de juicio, es precisamente la relación del punto de vista científico, en cuanto su mira consiste siempre en considerar a la falta como colmable, en todo caso con la problemática de una experiencia, incluyendo la de tener en cuenta la falta como tal.

Pero también es cierto que es útil reparar en ese punto de vista, sobre todo si se lo pone en relación, si se lo vincula con un artículo de otro analista, un artículo más antiguo, de Barbara Low, relativo a lo que ella llama los «Entschedigunoen», las compensaciones de la posición del analista. Verán producirse allí una referencia completamente opuesta, no a la del científico sino a la del artista, y que en el análisis también se halla en juego algo totalmente comparable —nos dice— (y no es por cierto una analista menos notable por la firmeza de sus concepciones) a la sublimación que preside la creación artística.

Tenemos, pues, esos tres textos —el tercero está en el «International Zeitschrift» del año 20, en fin, del vigésimo año del International Zeitschrift for Psychoanalyse, en alemán; pese a ser casi inhallable, lo pongo a disposición de quien quiera tomarlo a su cargo—. Propongo que el 20 de Febrero, día posible aunque no seguro de mi regreso —pues ahora me ausentaré—, dos o tres personas, dos personas que están aquí y a quienes recién interrogué, se repartan entre sí los papeles como les parezca, una el de exponer, otra el de criticar o comentar, o por el contrario de manera alternada —como el coro—, las dos partes que constituirán esas dos exposiciones. ¿Podrían comprometerse a no dejar vacía esta tribuna por demasiado tiempo y a seguir en mi lugar si no estoy aquí, o conmigo en la asistencia si vuelvo, el problema de ocuparse exactamente de los tres artículos de los que acabo de hablar?

Creo haber obtenido —se trata, respectivamente, de Granoff y de Perrier— su consentimiento. Cito entonces a ustedes para oírlos el 20 de Febrero, es decir, exactamente dentro de tres semanas.