Seminario 10: Clase 13, del 6 de Marzo de 1963

Seguiremos andando, pues, en nuestra aproximación la angustia, la que por su parte les hago oír como del orden de la aproximación .Cierto es que ya están ustedes bastante advertidos, por lo que aquí produzco, de que quiero enseñarles que la angustia no es lo que un vano pueblo piensa. Verán, sin embargo, al releer los textos capitales sobre el punto, que lo que les enseño se halla lejos de estar ausente de los mismos, simplemente, esta oculto y velado a la vez, oculto por fórmulas que bajo su revestimiento, su caparazón, son modos de abordaje quizás demasiado precavidos. Los mejores autores dejan manifestarse algo sobre lo cual ya hice hincapié: que la angustia no es «objektlos», no es sin objeto.

En el apéndice B, «Ergänzung zur Angst», complemento al tema de la angustia, de «Hemmung, Symptom und Angst», la frase misma que precede a la referencia que da Freud, siguiendo en esto la tradición a la indeterminación, al Objektlossigkeit de la angustia — después de todo no tienen más que recordar el propio conjunto del artículo para decir que esa carácterística de ser sin objeto no puede ser retenida—, en la misma frase anterior, Freud dice que la angustia es Angst vor Etwas, o sea, esencialmente, angustia ante algo.

¿Podemos contentarnos con esta fórmula?. Desde ya que no. Pienso que debemos ir más allá, decir más sobre esa estructura, la que como ven ya se opone como contraste; si es cierto que la angustia —que es la relación con el objeto por mí abordado, causa del deseo— se opone por contraste con ese «vor», como es posible que esa cosa que les coloqué como algo que promueve el deseo por detrás del deseo, haya pasado adelante; éste es quizás uno de los resortes capitales del problema.

De todos modos, señalemos que nos hallamos con la tradición, ante lo que llaman un tema casi literario, un lugar común, el que está entre el miedo y la angustia, que todos los autores que aluden a la posición semántica oponen, al menos al principio, aunque enseguida se tienda a vincularlos o a reducirlos el uno al otro, lo cual entre los mejores no ocurre. Al principio se tiende a acentuar la oposición entre el miedo y la angustia, diferenciando — digamos— su posición con relación al objeto. Y es en verdad sensible, paradójico, significativo el error así cometido, que se llegue a hacer hincapié en que el miedo sí tiene un objeto.

Franqueando la carácterística segura, hay aquí peligro objetivo, Gefahr, peligrosidad, Gefahrdung, situación de peligro, entrada del sujeto en el peligro, lo cual después de todo merecería un alto: ¿qué es un peligro? Se dirá que por naturaleza, el miedo es adecuado, correspondiente, entsprechend, al objeto del que parte el peligro. El artículo de Goldstein en el que nos detendremos, sobre el problema de la angustia, es muy significativo de esa suerte de deslizamiento, de arrastre, de captura, por así decir, de la pluma de un autor — que en la materia supo vincular, como verán, carácterísticas esenciales y muy valiosas en nuestro tema— , deslizarse de la pluma por una tesis que insiste, de un modo del que puede decirse que en este aspecto su tema no lo exige para nada — ya que se trata de la angustia— , que insiste, por así decir, sobre el carácter orientado del miedo, como si el miedo estuviera ya totalmente hecho de la localización del objeto, de la organización de la respuesta, de la oposición, de la Entgegendstehend de lo que es Umwelt y todo lo que en el sujeto tiene que hacerle frente.

No basta con evocar; primera referencia convocada en mi recuerdo por tales proposiciones: recordé lo que creo haberles señalado en una pequeña, no se puede llamar a eso «cuento», nota, impresión de Chéjov, que se tradujo con el título de «Frayeurs» (pavores); inútilmente trate de que se me hiciera saber el título de este cuento en ruso; porque inexplicablemente ninguno de mis oyentes rusófonos pudo encontrarme dicha nota, perfectamente localizada con su año en la traducción francesa, y ni siquiera con la ayuda de esa fecha, en las ediciones de Chéjov, que sin embargo por lo general están ordenadas cronológicamente; es singular, es desconcertante y no puedo decir que no he quedado decepcionado. En esa nota, bajo el termino «Frayeurs», los frayeurs que el experimentó — creo que ya una vez les señalé de qué se trataba— , un día, con un muchacho que conduce su trineo — su droschka, o algo así— avanza por una planicie, y a lo lejos, al ponerse el sol, el sol ya se ha puesto sobre el horizonte, distingue un campanario, a una proximidad razonable para percibir sus detalles, y por una pequeña ventana, en un piso muy elevado del campanario, al que por conocer el lugar sabe que no puede accederse de ninguna manera, ve vacilar una misteriosa, inexplicable llama que nada le permite atribuir a ningún efecto de reflejo; es manifiesto que hay aquí localización de algo: el autor hace un breve cómputo de lo que puede motivar o no la existencia de ese fenómeno y, excluida ya toda especie de causa conocida, de pronto es captado por algo que leyendo ese texto creo que de ningún modo puede llamarse angustia, es captado por algo que además él mismo llama de un modo que evidentemente por no tener actualmente el término ruso se tradujo por frayeurs — creo que es lo que mejor responde al texto— y que es del orden, no de la angustia sino del miedo; y lo que teme no es una cosa cualquiera que lo amenaza, es algo que justamente posee el carácter de referirse a lo desconocido que se manifiesta ante él. Bajo el mismo título dará enseguida este ejemplo: un día ve pasar en su horizonte, sobre el riel, una especie de vagón que le da la impresión — si olmos su descripción— de ser un vagón— fantasma, ya que nada tira de él, nada explica su movimiento; un vagón pasa a toda velocidad tomando la curva del riel que tiene ante sí. ¿De dónde viene?. ¿A dónde va?. Una especie de aparición arrancada en apariencia a todo determinismo localizable: también esto lo coloca por un instante en un desorden, en un verdadero pánico, y que es realmente del orden del miedo; tampoco hay aquí amenaza y la carácterística de la angustia falta seguramente, en el sentido de que el sujeto no está ni oprimido, ni interesado en lo más íntimo de sí mismo, vertiente por la que se carácteriza la angustia y sobre la cual insisto.

El  tercer ejemplo es el de un perro de raza cuya presencia, dada su perfecta ubicación de todo lo que le rodea, cuya presencia nada le permite explicar, a esa hora y en ese lugar; revive el misterio del perro de Fausto, piensa que esta viendo la forma bajo la cual lo aborda el diablo; aquí el miedo se dibuja realmente del lado de lo desconocido, y no es un objeto, no es el perro lo que le da miedo, sino otra cosa que está detrás del perro.

Por otra parte, resulta claro que la insistencia sobre el hecho de que los efectos del miedo poseen en cierto modo un carácter de adecuación de principio, a saber, que el miedo desencadena la huida, queda suficientemente comprometida por algo que es preciso remarcar: que en muchos casos el miedo paralizante se manifiesta como acción inhibidora y hasta plenamente desorganizante, y hasta puede arrojar al sujeto en el desconcierto menos adaptado a la respuesta, menos adaptado a la finalidad considerada como la forma subjetiva adecuada.

Habrá que buscar, pues, en otra parte la distinción, la referencia por donde la angustia se distingue del miedo. Bien piensan ustedes que no es sólo una paradoja, o deseo de jugar con una transposición, si aquí promuevo que la angustia no es sin objeto, fórmula cuya forma seguramente dibuja esa relación subjetiva que es la de etapa, resorte al que hoy deseo aproximarme más, dado que, sin duda, vengo preparando aquí desde hace tiempo el término objeto con un acento que se distingue de lo que los autores definieron hasta ahora como objeto al hablar del objeto del miedo.

Desde luego, es fácil dar de inmediato su soporte al vor Etwas de Freud, ya que éste lo articula en el artículo, y de todas las maneras: es lo que él llama el peligro, Gefahr o Gefahrdung, interno, el que viene de adentro. Les dije: no hay que contentarse con la noción de peligro, Gefahr o Gefährdunp. Pues acabo de señalar su carácter problemático, cuando se trata del peligro exterior — en otros términos, qué cosa advierte al sujeto de que es un peligro sino el mismo miedo, sino la angustia— , pero el sentido que puede tener el término «peligro interior» está demasiado ligado a la función de toda una estructura que hay que conservar, de todo el orden de lo que denominamos defensa, para que no veamos que en el propio término «defensa» la función del peligro está ella misma implicada, pero no por ello queda esclarecida.

Tratemos de seguir más paso a paso la estructura e indicar dónde pretendemos fijar, localizar ese rasgo de señal sobre el cual finalmente Freud se detuvo como ante el más adecuado para indicarnos, a nosotros analistas, el uso que podemos hacer de la función de la angustia. Esto es lo que espero a alcanzar por el camino en el que intento conducirlos.

Sólo la noción de real, en la opaca función de la que saben que parto para oponerle la del significante, permite orientarnos y decir ya que ese etwas ante el cual la angustia opera como señal es para el hombre algo —digámoslo entre comillas— «necesario», es del orden de lo irreductible de ese real. En este sentido fue que aventuré ante ustedes la formula de que, de todas las señales, la angustia es aquélla que no engaña.

De lo real, por lo tanto, y — les he dicho— de un modo irreductible bajo el cual ese real se presenta en la experiencia, tal es aquello de que la angustia es la señal, tal es en este momento, en el punto en que nos hallamos, el guía, el hilo conductor al que les pido se atengan para ver a dónde nos lleva.

Ese real y su lugar es exactamente aquél del que, con el soporte del signo de la barra, puede inscribirse la operación llamada en aritmética «división». Ya les enseñé a situar el proceso de la subjetivización en la medida en que es en el lugar del Otro, bajo las especies primarias del significante, que el sujeto tiene que constituirse, en el lugar del Otro y sobre lo dado de ese tesoro del significante ya constituído en el Otro y tan esencial
seminario 10, clase 13
para todo advenimiento de la vida humana como todo lo que podemos concebir del Umwelt natural. Es con relación al tesoro del significante que desde ahora lo espera y constituye el espacio donde tiene que situarse, que el sujeto, el sujeto en ese nivel mítico que todavía no existe, que no existe sino partiendo del significante — que le es anterior, que con relación a él es constituyente— que el sujeto hace esta primera operación interrogativa: «en A — si ustedes quieren— ¿cuántas veces S?». Y propuesta la operación de una cierta manera que en A está marcada por esa interrogación, aparece, como diferencia entre A barrada respuesta y A dado, algo que es el resto, lo irreductible del sujeto, «a». «a» es lo que resta de irreductible en esa operación total de advenimiento del sujeto en el lugar del Otro, y de aquí tomará su función.

La relación de «a» con S, «a» en tanto que es justamente lo que representa a S de manera real e irreductible, «a» sobre S, es lo que cierra la operación de las división, ya que A, por así decir, es algo que no tiene común denominador, es algo que está fuera del común denominador entre «a» y S. Si convencionalmente queremos redondear de todos modos la operación, ¿qué hacemos?. Ponemos en el numerador el resto, «a», en el denominador el divisor, S. $ (barrado) es equivalente a «a» sobre S.

En ese resto, entonces, en tanto que es la caída, por así decir, de la operación subjetiva, en ese resto reconocemos, estructuralmente en una analogía calculadora, el objeto perdido; con esto tenemos que vérnoslas, por una parte en el deseo y por otra en la angustia. Nos las vemos con él en la angustia, por así decir, lógicamente, anteriormente al momento en que nos las vemos con él en el deseo.

Y si ustedes quieren, para connotar esos tres pisos de la operación, diremos que hay aquí un X que sólo podemos nombrar retroactivamente y que es, hablando con propiedad, el acceso al Otro, el designio esencial en el que el sujeto tiene que plantearse y cuyo nombre diré después. Tenemos aquí el nivel de la angustia en la medida en que es constitutivo de la aparición de la función «a», y es en el tercer término que aparece S barrado como sujeto del deseo.

Ahora, para ilustrar, para hacer viva esta abstracción sin duda extremada que acabo de articular, los llevaré a la evidencia de la imagen, y esto por cierto tanto más legítimamente cuanto que es de imagen que se trata, cuanto que lo irreductible de «a» es del orden de la imagen.

Aquél que poseyó el objeto del deseo y de la ley, aquél que gozó de su madre, Edipo para nombrarlo, da ese paso más, ve lo que hizo. Saben ustedes que ocurre entonces ¿Qué palabra elegir, como decir lo que es del orden de lo indecible y cuya imagen sin embargo quiero hacer surgir para ustedes?. El hecho de que él ve lo que hizo tiene por consecuencia que él ve —he aquí la palabra ante la que me topo— , un instante después, sus propios ojos en el suelo, hinchados por un tumor vidrioso, confuso montón de basuras ya que — ¿como decirlo así?— por haberse arrancado los ojos de las órbitas, evidentemente ha perdido la vista. Y sin embargo, no deja de verlos, de verlos como tales, como el objeto—causa al fin revelado de la última la postrera, no ya culpable sino fuera de los limites, concupiscencia: la de haber querido saber.

La tradición dice incluso que a partir de ese momento se vuelve verdaderamente vidente. En Colona ve tan lejos como puede verse y tanto más allá que ve el futuro destino de Atenas.

¿Qué es el momento de la angustia?. ¿Acaso lo posible de ese gesto por el que Edipo puede arrancarse los ojos, hacer con ellos ese sacrificio, esa ofrenda, precio de la ceguera donde se ha cumplido su destino? ¿Es acaso la angustia la posibilidad que tiene el hombre de mutilarse? No. Aquí esta, precisamente, lo que por medio de esta imagen me esfuerzo por indicarles: que una imposible visión los amenaza desde vuestros propios ojos por tierra.

Tal es, creo, la clave más segura que podrán encontrar nunca, sea cual fuera el modo de acceso con el que se presente para ustedes el fenómeno de la angustia.

Y además, por expresiva, por provocadora que sea, por así decir, la estrechez de la localidad que les indico como lo cercado por la angustia, adviertan que si esa imagen se encuentra aquí como fuera de los límites, no es por preciosismo alguno de mi elección, no se trata de una elección excéntrica: una vez que la indico, es verdaderamente corriente encontrarla. Vayan a la primera exposición actualmente abierta al público, en el Museo de Artes Decorativas, y verán dos Zurbarán, uno de Montpellier y el otro de otro sitio; representan, creo a Lucía y Ágata, cada una con sus ojos y su par de senos en una fuente. Mártir, digamos, lo cual quiere decir testigo de lo que aquí se ve; además la angustia no es —como les decía— lo posible, a saber, que esos ojos estén desnucleados, que esos senos estén arrancados. Porque en verdad, cosa que también merece ser destacada, estas imagenes cristianas no son especialmente mal toleradas, a pesar de que algunos, por razones que no siempre son las mejores, hacen remilgos frente a ellas. Stendhal, hablando de San Stefano il Rotondo, en Roma, encuentra que esas imagenes sobre las paredes son repugnantes. Seguramente en el sitio mencionado están lo suficientemente desprovistas de arte para que nos veamos introducidos, debo decir, un poco más vivamente a su significación.

Pero las encantadoras personas que nos presenta Zurbarán, al presentarnos dichos objetos sobre una fuente, no nos presentan otra cosa que lo que llegado el caso —y no nos privamos de ello— puede constituir el objeto de nuestro deseo; tales imagenes no nos introducen en modo alguno, por lo que hay de común entre nosotros, en el orden de la angustia.

Para esto convendría que Zurbarán estuviese concernido de manera más personal, que fuese sádico o masoquista, por ejemplo, puesto que entonces se trataría de un verdadero masoquista, de un verdadero sádico, lo cual no quiere decir alguien que puede tener fantasmas que calificamos de sádicos o de masoquistas por poco que reproduzcan la posición fundamental del sádico o del masoquista: el verdadero sádico, en la medida en que podemos localizar, coordinar, construir su condición esencial, el verdadero masoquista, en la medida en que, por localización, por eliminación sucesiva, necesitamos extremar mucho más el plano de su posición que lo que nos es dado por otros como Erlebnis; Erlebnis ella misma más homogénea, Erlebnis del neurótico, pero Erlebnis que es sólo referencia, dependencia, imagen de algo más allá que constituye la especificidad de la posición perversa, y donde el neurótico toma en cierto modo referencia y apoyo para fines sobre los cuales volveremos.

Tratemos, pues, de decir lo que podemos presumir que es esa posición sádica o masoquista, lo que las imagenes  de Lucía y Ágata pueden verdaderamente implicar: su clave es la angustia. Pero habrá que buscar, saber por qué. ¿Cuál es la posición del masoquista?. ¿Qué le oculta su fantasma? Ser el objeto de un goce del Otro que es su propia voluntad de goce; porque, después de todo, el masoquista no encuentra forzosamente —como un apólogo humorístico ya citado aquí lo recuerda— a su partenaire. ¿Qué encubre esa posición de objeto sino el alcanzarse a sí mismo, proponerse en la función del andrajo humano, de ese pobre desecho del cuerpo separado que aquí se nos presenta? Y por eso digo que la mira del goce del Otro es una mira fantasmática. Lo que se busca, es en el Otro la respuesta a esa caída esencial del sujeto en su miseria última, y que es la angustia. ¿Dónde está este otro del que se trata? Tal es la razón por la cual se produjo en este circulo el tercer término, siempre presente en el goce perverso: aquí reaparece la profunda ambigüedad en la que se sitúa una relación en apariencia dual. Porque además es preciso que sientan dónde pretendo señalarles esa angustia. Podríamos decir —la cosa está suficientemente puesta de relieve por toda clase de aspectos de la historia— que esa angustia que constituye la mira ciega del masoquista —porque su fantasma se la oculta— no es por eso menos realmente lo que podríamos llamar la angustia de Dios.

¿Tengo necesidad de recurrir al mito cristiano más fundamental para dar cuerpo a lo que aquí sostengo?: a saber, si toda la aventura cristiana no se embarcó por esa tentativa central, inaugural, encarnada por un hombre cuyas palabras hay que volver a oír, aquél que impulsó las cosas hasta el último término de una angustia que sólo encuentra su verdadero ciclo a nivel de aquél por el cual se instauró el sacrificio, es decir, a nivel del padre.

Dios no tiene alma. Esto es bien evidente. Ningún teólogo pensó además en atribuirle una. Sin embargo, el cambio total, radical, de la perspectiva de la relación , con Dios, comenzó con un drama, una pasión en la que alguien se hizo alma de Dios. Porque, para situar también el lugar del alma en ese nivel a de residuo de objeto caído, lo que esencialmente importa es que no hay concepción viviente del alma, con todo el cortejo dramático en que esta noción aparece y funciona en nuestro área cultural, sino acompañada, precisamente de la manera más esencial, por esa imagen de la caída.

Todo lo que articula Kierkegaard no es más que referencia a esos grandes hitos estructurales. Entonces, observen que comencé ahora por el masoquista. Era el más difícil; pero también el que evitaba las confusiones. Porque no puede comprenderse mejor lo que es el sádico, y la trampa que implica hacer de él tan sólo la transposición, el revés, la posición invertida de la del masoquista, a menos que procedamos —y es lo que habitualmente se hace— en sentido contrario.

En el sádico, la angustia está menos escondida. Lo está incluso por poco que se anteponga en el fantasma, el cual, si se lo analiza, hace de la angustia de la víctima una condición enteramente exigida. Sólo que esto mismo debe hacernos desconfiar. ¿Qué busca el sádico en el Otro? Pues está bien claro que para él el Otro existe, y no porque lo tome por objeto debemos decir que hay allí vaya a saber que relación a la que llamaríamos inmadura, o incluso, como se expresa, pregenital; el Otro es absolutamente esencial, y esto es lo que quise articular cuando di mi seminario sobre la Etica, al vincular a Sade con Kant, el esencial cuestionamiento del Otro que llega hasta a simular, y no por azar, las exigencias de la ley moral, que allí están para mostrarnos que la referencia al Otro como tal forma parte de su designio.

Es aquí donde los textos que podemos retener, quiero decir aquellos que dan cierto pie a una suficiente crítica, cobran su valor, su valor señalado por la extrañeza de tales momentos, de tales rodeos que en cierto modo se desprenden, detonan con relación al hilo que se ha seguido. Les dejo buscar en «Juliette», y hasta en «Los 120 días…», esos pocos pasajes donde los personajes, ocupados en saciar sobre las víctimas elegidas su avidez de tormentos, entran en ese caprichoso, singular y curioso trance, lo repito, varias veces indicado en el texto de Sade, y que se expresa en estas extrañas palabras que tengo que articular aquí: «He tenido, exclama el torturador, he tenido la piel del imbécil.» (J’ai eu, s’écrie le tourmenteur, j’ai eu la peau du con).

No es este un aspecto que caiga de su peso en el surco de lo imaginable, y el carácter privilegiado, el momento de entusiasmo, el carácter de trofeo supremo esgrimido en el punto culminante del capítulo, es algo que creo suficientemente indicativo de lo siguiente: se busca algo que en cierto modo es el revés del sujeto, lo que cobra aquí su significación de esa carácterística de guante dado vuelta que señala la esencia femenina de la víctima. Se trata del paso de lo más oculto al exterior; pero al mismo tiempo observemos que ese momento aparece indicado de alguna manera en el propio texto, como si estuviera totalmente impenetrado por el sujeto, dejando justamente oculto el rasgo de su propia angustia.

Para decirlo todo, si algo evoca tanto esa poca luz que podemos tener sobre la relación verdaderamente sádica, como la forma de los textos explicativos donde se despliega su fantasma, si algo nos sugiere es en cierto modo el carácter instrumental al que se reduce la función del agente. Lo que en cierto modo esconde, salvo en relámpago, la mira de su acción, es el carácter de trabajo de su operación. También él tiene relación con Dios: esto se manifiesta por doquier en el texto de Sade. No puede avanzar un paso sin esa referencia al ser supremo en maldad, de quien tan claro resulta, para él y para el que habla, que no se trata sino de Dios.

Hace un esfuerzo loco, considerable, agotador, que hasta deja escapar su meta, para realizar —eso que a Dios gracias, hay que decirlo, Sade nos ahorra tener que reconstruir, porque lo articula como tal— para realizar el goce de Dios.

Creo haberles mostrado aquí el juego de ocultamiento por el cual angustia y objeto, en uno y en otro, son llevados al primer plano, uno a expensas del otro término, pero en lo cual también en estas estructuras se designa, se denuncia el vínculo radical de la angustia con ese objeto en tanto que este cae. Por aquí mismo se alcanza su función esencial, su función decisiva de resto del sujeto, el sujeto como real. Seguramente esto nos invita a acentuar más la realidad de esos objetos. Y al pasar a este capítulo siguiente, no puedo dejar de destacar hasta que punto ese estatuto real de los objetos, ya localizado sin embargo por nosotros, fue dejado de lado, mal definido por personas que sin embargo se valen de referencias o indicadores biologizantes del psicoanálisis.

¿No es esta la ocasión de advertir cierto número de rasgos con relieve propio y en los que yo quisiera, como puedo y empezando por el final, introducirlos? Porque los pechos, ya que aquí los tenemos, sobre la fuente de Santa Ágata, ¿no es esta ocasión de reflexionar, ya que — se lo dice desde hace mucho tiempo— la angustia aparece en la separación?; pero entonces, si son objetos separables, no son separables por azar, como la pata de una langosta, son separables porque en lo anatómico ya tienen en grado bien suficiente un carácter adherido, pues están enganchados. Tal particular carácter de ciertas partes anatómicas especifica por entero un sector de la escala animal, aquél que llamamos precisamente, no sin razón (mamíferos). Incluso es bastante curioso que hayamos advertido el carácter esencial, significante —por hablar con propiedad— de ese aspecto; porque finalmente parece que hay cosas más estructurales que las mamas para designar a cierto grupo de animales que tiene muchos otros rasgos de homogeneidad por los que podría de signarse.

Se eligió éste, y sin duda no por error. Pero éste es uno de los casos donde se ve que el espíritu de objetivación no deja el mismo de ser influido por la dominancia de las funciones psicológicas, como yo diría para hacerme entender por aquéllos que aún no habrían comprendido cierto rasgo de la dominancia, rasgo que no es simplemente significativo, que induce en nosotros ciertas significaciónes donde estamos comprometidos al máximo.

Vivíparo-oviparo: división hecha realmente para embrollar. Porque todos los animales son vivíparos, ya que engendran huevos en los cuales hay un ser vivo, y todos los animales son ovíparos, pues no hay vivíparo que no haya «vivipareado» en el interior de un huevo.

Pero por que no dar toda su importancia a este hecho, en verdad totalmente analógico con relación al pecho del que les hablé: que para los huevos que tienen cierto tiempo de vida intrauterina existe ese elemento irreductible a la división del huevo en sí mismo y que se llama placenta, que aquí también hay algo adherido y que, para decirlo de una vez, no es tanto el hijo quien bombea a la madre su leche, sino el pecho, así como es la existencia de la placenta lo que da a la posición del hijo en el interior del cuerpo de la madre sus carácteres —a veces manifiestos en el plano de la patología— de nidación parasitaria. Advertirán qué cosa estoy acentuando: el privilegio, en cierto nivel, de elementos que podemos calificar de amboceptores.

¿De que lado se encuentra el pecho?. ¿Del lado de lo que chupa o del lado de lo que es chupado? Después de todo, aquí no hago más que recordarles a qué fue conducida, efectivamente, la teoría analítica, es decir a hablar, no diré indistintamente, pero sí con ambigüedad en ciertas frases, del pecho o de la madre, señalando por cierto que no son lo mismo. Pero ¿es decirlo todo calificar al pecho como objeto parcial?.

Cuando digo amboceptor, indico que es tan necesario articular la relación del sujeto materno con el pecho como la relación del lactante con el pecho. El corte no pasa para los dos por el mismo lugar; hay dos cortes tan distantes que dejan incluso para los dos desechos diferentes. Porque el corte del cordón para el hijo deja separada de él una caída que se llama «las envolturas». Esto es homogéneo a él y continúa con su ectodermo y su endodermo.

La placenta no está tan concernida en el asunto. Para la madre, el corte se coloca a nivel de la caída de la placenta, inclusive por eso se les llama caducas, y la caducidad de ese objeto a es allí lo que constituye su función.

Y bien, todo esto no esta destinado a inducirlos a la revisión de algunas de las relaciones deducidas, deducidas con imprudencia de un bosquejo àpresurado de lo que denomino una línea de separación donde se produce la caída, la niederfallen típica de la aproximación a un a, sin embargo más esencial al sujeto que cualquier otra parte de sí mismo.

Pero por ahora, para hacerlos navegar directamente a lo esencial, a saber, para que adviertan a dónde se transporta esta interrogación, al nivel de la castración —porque en cuanto a la castración, también aquí nos las vemos con un órgano— antes de limitarnos a la amenaza de castración es decir, lo que llamé el gesto posible, ¿acaso no podemos, analógicamente a la imagen que hoy produje ante ustedes, indagar si no tenemos ya la indicación de que la angustia debe ser colocada en otra parte? Porque el falo —ya que nos la pasamos relamiéndonos de biología, con un carácter de increíble ligereza en el abordaje—, el falo no esta limitado al campo de los mamíferos, hay montones de insectos diversamente repugnantes, desde la polilla a la cucaracha, que tienen … aguijones. El aguijón es un instrumento, y en muchos casos —no quisiera hacer un curso de anatomía comparada, les ruego se remitan a los autores, llegado el caso les indicaré cuáles— el aguijón es un instrumento: sirve para enganchar.

Nada conocemos de los goces amorosos de la polilla y de la cucaracha. Sin embargo, nada indica que estén privadas de ellos. Incluso es bastante probable que goce y conjunción sexual se encuentren siempre en la relación más estrecha.

Y que importa. Nuestra experiencia como hombres, y la experiencia que podemos presumir como la de los mamíferos que más se nos parecen conjugan el lugar del goce y el instrumento, el aguijón.

Mientras consideremos esto como obvio, nada indicará que incluso allí donde el instrumento copulatorio es un aguijón o una garra, un objeto de enganche, en todo caso un objeto, ni tumescente, ni detumescible, el goce esté ligado a la función del objeto.

Que el goce, entre nosotros el orgasmo, coincida con la puesta fuera de combate o la puesta fuera de juego del instrumento por la detumescencia, es algo que bien merece no ser tenido por algo que está, como se expresa Goldstein, la Weserheit, en la esencialidad del organismo.

Esta coincidencia en primer lugar no tiene nada de riguroso, a partir del momento en que uno piensa en ella; y además no está, por así decir, en la naturaleza de las cosas del hombre. En realidad, ¿qué vemos con la primera intuición de Freud sobre cierta fuente de la angustia?. El coitus interruptus. Caso donde justamente por la naturaleza misma de las operaciones en curso, el instrumento es traído a la luz en su función súbitamente disminuída del acompañamiento del orgasmo, en tanto que se considera que éste significa una satisfacción común.

Dejo esta cuestión en suspenso. Digo simplemente que la angustia es promovida por Freud en su función esencial, justamente allí donde el acompañamiento de la escalada orgásmica con lo que podemos llamar la puesta en ejercicio del instrumento, está desarticulado. El sujeto puede llegar a la eyaculación, pero es una eyaculación al exterior; y la angustia es provocada justamente por el hecho, puesto de relieve, que recién llamé la «puesta fuera de juego» del aparato, del instrumento del goce. La subjetividad, si ustedes quieren, está focalizada sobre la caída del falo. Esa caída del falo existe también en el orgasmo cumplido de manera normal. Sobre esto merece ser retenida la atención, a fin de destacar una de las dimensiones de la castración.

¿Cómo es vivida la cópula entre hombre y mujer?. Esto permite a la función de la castración —es decir, al hecho de que en lo vivido humano el falo es más significativo por su caída, por su posibilidad de ser objeto caído, que por su presencia— esto es lo que designa la posibilidad del lugar de la castración en la historia del deseo.

Es esencial conferir su relieve a esta circunstancia. Pues cómo terminé la vez pasada sino diciéndoles: mientras el deseo no sea situado estructuralmente, mientras no se lo distinga de la dimensión del goce, mientras la cuestión no sea saber cuál es la relación, y si hay una relación para cada partenaire entre el deseo —especialmente el deseo del Otro— y el goce, todo el asunto quedará condenado a la oscuridad.

El plano de escisión se lo debemos a Freud. Esto sólo es milagroso. En la percepción ultraprecoz que tuvo Freud de su carácter esencial tenemos la función de la castración como íntimamente ligada al rasgo del objeto caduco, de la caducidad como aquello que esencialmente lo carácteriza. Sólo a partir de tal objeto caduco podremos ver qué quiere decir que se haya hablado de objeto parcial. Y lo digo de inmediato: el objeto parcial es una invención del neurótico, es un fantasma. Es él quien hace de ese objeto un objeto parcial. En cuanto al orgasmo y su relación esencial con la función que definimos, la de la caída de lo más real del sujeto, ¿acaso no han tenido —quienes poseen aquí una experiencia de analistas— más de una vez su testimonio?. ¿Cuántas veces se les habrá dicho que un sujeto tuvo, no digo su primer orgasmo pero sí uno de sus primeros orgasmos, en el momento en que debía entregar a toda prisa la hoja de una composición o de un dibujo que había que terminar rápidamente y donde se recogía … qué cosa?. Su obra, aquello sobre lo cual era absolutamente esperado en ese momento, algo para arrancar de él. En el preciso momento en que las hojas son recogidas, él eyacula. Eyacula en la cúspide de la angustia, por cierto.

Cuando se nos habla de la famosa erotización de la angustia, ¿no es necesario primeramente saber qué relaciones tiene desde ahora la angustia con Eros?. La próxima vez trataremos de desprender cuáles son las vertientes respectivas de esa angustia del lado del goce y del lado del deseo.