Seminario 10: Clase 19, del 22 de Mayo de 1963

Groseramente, para ofrecer una sumaria orientación a quien por casualidad llegara en mitad de este discurso, diré que, completando lo que podría considerarse como la gama de las relaciones de objeto, visible en el esquema que se desarrolla este año alrededor de la experiencia de la angustia, esa persona podría haber creído que tentamos necesidad de agregar al objeto oral, al objeto anal, al objeto fálico, precisamente en cuanto que cada uno es generador y correlativo de un tipo de angustia, otros dos pisos del objeto, llevando pues a cinco esos pisos objetales.

Pienso que se han percatado de que desde nuestros dos últimos encuentros giro en torno del piso del ojo; no es que hoy vaya a dejarlo, sino que más bien por él me guiaré para pasar al que se trata de abordar ahora, el del oído.

Como es natural —lo he dicho, mi primera palabra fue «groseramente», y «sumariamente» repetí en la frase que seguía— , sería completamente absurdo creer que es así, si no de una manera groseramente esotérica y oscurecedora, como de esto se trata.

En todos aquellos niveles se trata de señalar cual es la función del deseo; ninguno de ellos puede separarse de sus repercusiones sobre todos los demás, ni de una solidaridad más íntima, aquélla que se expresa en la fundación del sujeto en el Otro por la vía del significante, con el completamiento de esa función de localización en el advenimiento de un resto alrededor del cual gira el drama del deseo, drama que nos resultaría opaco si la angustia no estuviera allí para permitirnos revelar su sentido.

En apariencia esto a menudo nos conduce a unas especies de excursiones, yo diría eruditas, donde algunos pueden ver quién sabe qué encanto probado o reprobado de mi enseñanza. Créanme que no es sin reticencia que por ellas me encamino, y que también estudiaremos el método según el cual procedo en la enseñanza que aquí doy y cuyo rigor seguramente no me corresponde a mi deletrear; el día en que aún se oiga lo que aquí estoy dando, en los textos que puedan subsistir y ser transmisibles, se advertirá que ese método no se distingue esencialmente del objeto abordado.

Pero les recuerdo que dicho método corresponde a una necesidad. La verdad del  psicoanálisis al menos en parte, sólo es accesible a la experiencia del psicoanalista. El principio mismo de una enseñanza pública parte de la idea de que sin embargo ella es comunicable en otro sitio. Nada queda resuelto con plantear esto, ya que la propia experiencia psicoanalítica debe estar orientada, pues de lo contrario se extraviara. Esa experiencia se extravía si se parcializa, como en diversos puntos del movimiento analítico, y desde el comienzo de mi enseñanza, no hemos dejado de señalar, especialmente en aquello que, lejos de ser una profundización, un complemento a las indicaciones de la Última doctrina de Freud en la exploración de los resortes y del status del yo, lejos de ser una continuación de sus indicaciones y de su trabajo, vimos producirse lo que constituye, hablando con propiedad, una desviación, una reducción, una verdadera aberración del campo de la experiencia, sin duda conducida también por algo que podemos llamar una suerte de espesamiento que se había producido en el primer campo de la exploración analítica, la carácterizada por el estilo de iluminación, la suerte de brillo que permanece fijado a las primeras décadas de la difusión de la enseñanza freudiana y a la forma de las investigaciones de esa primera generación; hoy daré participación a uno de ellos, Theodore Reik y, en especial, entre muchos e inmensos trabajos muy impropiamente llamados de psicoanálisis aplicado, a los que hizo sobre el ritual.

Me refiero al articulo publicado en Imago, creo recordar que hacia el octavo año. Aquí tenemos, sobre algo cuyo nombre
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ven escrito en letras hebreas, el shofar un estudio de tal brillo y fecundidad que bien podemos decir que el estilo, las promesas, las carácterísticas de la época en que se inscribe se vieron de pronto apaga das, y nada equivalente a lo que se produjo en este período fue proseguido. Conviene preguntarse sobre el por que de tal interrupción.

Pero en este articulo, hacia el que expreso todo el elogio que puedo dar a su penetración, a su elevada significación, verán manifestarse al máximo esa fuente de confusión, esa profunda falta de apoyo cuya forma más sensible y patente radica en lo que yo llamaría el empleo puramente analógico del símbolo. Creo que ante todo es preciso aclarar qué es el shofar pues no estoy muy seguro de que aquí todos sepan qué designa. Traigo hoy este objeto porque es un objeto que va a servirme de pivote, de ejemplo para materializar, para substantificar lo que entiendo por función del a, el objeto precisamente en ese piso, el Último, que en su funcionamiento nos permitirá revelar la función de sustentación que liga al deseo con la angustia en lo que constituye su nudo ultimo.

Comprenderán por qué, antes que nombrar de inmediato cuál es ese a funcionando en un nivel que supera al de la ocultación de la angustia en el deseo, si está ligado a un objeto ritual, antes que nombrarlo de inmediato comprenderán por que lo abordo a través de la manipulación de un objeto, de un objeto ritual, este shofar. ¿Qué es el shofar?. Un cuerno, un cuerno por el que se sopla y que deja otro un sonido, del que seguramente no puedo sino aconsejar, a quienes no lo hayan oído, que en el recodo ritual de las fiestas judías que siguen al Año Nuevo y que se llama Rosh Hashanah, fiestas que terminan en el día del Gran Perdón, el Yom Kippur, se procuren la audición, en la sinagoga, de los sonidos tres veces repetidos del shofar. Este cuerno, que en alemán se llama Widderhorn, cuerno de carnero, se llama igualmente así, cuerno de carnero, Queren ha yobel, en su comentario, en su explicación por el texto hebreo. No siempre es un cuerno de carnero; por lo demás, los ejemplares reproducidos en el texto de Reik, tres shofars particularmente valiosos y célebres que pertenecen, si no recuerdo mal, a las sinagogas de Londres y de Amsterdam, respectivamente, se presentan como objetos cuyo perfil general, poco más o menos semejante a éste, más bien hace pensar en lo que él es, porque así es clásicamente; los autores judíos que se interesaron por este objeto e hicieron el catálogo de sus diversas formas, señalan que hay una forma de shofar. que es una especie de cuerno, y que está hecha en el cuerno de un macho cabrito salvaje.
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Naturalmente, el objeto que tiene este aspecto seguramente debe haber salido de la fabricación, de la alteración, de la reducción —¿quién sabe?, es un objeto de considerable longitud, mayor que la que les presento en el pizarrón— , puede haber salido entonces de la instrumentalización de un cuerno de macho cabrío.

Aquellos que se han procurado o se procuraron esta experiencia, habrán de atestiguar, como ocurre generalmente, el carácter — para permanecer en limites que no sean líricos— profundamente conmocionante, movilizante del surgimiento de una emoción cuyas repercusiones se presentan independientemente de la atmósfera de recogimiento, de fe y hasta de arrepentimiento en la que él se manifiesta, y que resuena por misteriosas vías de un afecto propiamente auricular que no pueden dejar de alcanzar, hasta un grado verdaderamente insólito, inhabitual, a todos aquellos que llegan a otro esos sonidos.

Con respecto al cuestionamiento al que Reik se libra en torno de la función del shofar, uno no puede dejar de encontrarse — y esto me parece carácterístico de la época a la que pertenece el trabajo— a la vez impresionado por la pertinencia, la sutileza, la profundidad de las reflexiones en las que dicho estudio abunda, No sólo está sembrado de ellas, sino que verdaderamente se produce alrededor de vaya a saber qué centro de intuición, de buen olfato. Está también la fecha en que apareció. Sin duda hemos conocido después, quizá por cierto machacamiento, el desgaste del método, la resonancia de lo que pasa, de lo que surge de esos primeros trabajos hastiados de la época — y puedo probarlo— en comparación con todo lo que se podía hacer en materia de trabajo erudito. Confíen en mi: saben que a todo lo que les traigo suelo alimentarlo, en apariencia, con búsquedas llevadas hasta los límites de lo superfluo. Créanme: por la diferencia de alcance de ese modo de interrogación de los textos bíblicos, aquéllos donde el shofar, es nombrado como correlativo a las circunstancias capitales de la revelación aportada a Israel, no podemos sino quedar impresionados como Reik ante una posición que al menos en principio repudia todo apego tradicional, y que hasta se coloca en una posición casi radical, critica, por no decir de escepticismo, cuanto más profundamente que todos los comentadores en apariencia más respetuosos, más cuidadosos de preservarlo esencial de un mensaje que, por su parte, se dirige más directamente a lo que parece en esencia la verdad del advenimiento histórico, alrededor de los pasajes bíblicos que yo evocaba sin cesar y que ellos comunicaron.

Volveré a esto. Pero no es menos llamativo observar, si se remiten ustedes a esos artículos, en que medida finalmente se vuelca — y ciertamente por no disponer de ninguno de esos apoyos teóricos que permiten a un estudio aportarse a sí mismo sus propios límites— en una inextricable confusión. No basta que el shofar. y la vía de la que es soporte puedan ser presentados como analogía de la función fálica —y en efecto, por qué no— , pero como y en que nivel, aquí comienza la cuestión y también aquí uno se detiene. No basta que determinado manejo intuitivo, analógico del símbolo, deje de algún modo al interpretador hasta cierto límite desprovisto de todo criterio, para que no se manifieste al mismo tiempo hasta que punto se trastoca, hasta que punto vierte en una suerte de mezcla y confusión, hablando con propiedad, innombrable, a todos aquellos en los que en Última instancia y en su último capitulo Theodore Reik desemboca. Para darles una idea, no les indicaré más que esos puntos, paso a paso y por intermedio del cuerno de carnero, de la indicación que con esto se nos da de lo que es bien evidente: la subyacencia, más exactamente la correlación, por qué no decir también el conflicto con toda una realidad, con toda una estructura social, totémica, en medio de la cual esta sumida la aventura histórica de Israel. ¿Como es posible que ninguna barrera detenga a Reik en su análisis y finalmente le impida identificar a Yavé con el becerro de oro? Moisés volviendo a descender del Sinai, irradiando la sublimidad del amor del padre, ya lo ha matado, y la prueba, nos dice, es que se convierte en ese otro verdaderamente furioso que va a destruir al becerro de oro, y a darlo de comer en polvo a todos los hebreos. En lo cual, desde luego, reconocerán ustedes la dimensión de la comida totémica. Lo más extraño es que, puesto que las necesidades de la demostración tampoco pueden pasar sino por la identificación de Yavé no con un becerro sino con un toro, el becerro del que se trata será, pues, necesariamente, representante de una divinidad hijo al lado de una divinidad padre. Sólo se nos hablará del becerro para confundir las huellas, para dejarnos en la ignorancia de que también había un toro. Así, pues, ya que aquí Moisés es el hijo asesino del padre, lo que Moisés viene a destruir en el becerro mediante la sucesión de todos esos desplazamientos proseguidos de una manera donde con toda evidencia sentimos que no tenemos ninguna referencia, ninguna brújula capaz de orientarnos, será pues su propia insignia, la de Moisés: todo se consume en una suerte de autodestrucción. Esto no está indicado, sólo les doy algunos puntos que les muestran el extremo al que puede llegar, en su exceso, cierta forma de análisis. En las conferencias que seguirán habrán de aparecer otros ejemplos.

En cuanto a nosotros, vamos a ver que cosa nos merece ser retenida; lo que buscamos corresponde a lo que antes introduje como necesidad de nuestra búsqueda, a saber, no abandonar lo que aparece en cierto texto que, después de todo, no es otro que el texto fundador de una sociedad, la mía, aquélla que es la razón por la cual estoy aquí en postura de darles esta enseñanza: en el principio que gobierna la necesidad de una enseñanza, existe en primer lugar la necesidad de situar correctamente al psicoanálisis entre las ciencias, y esto sólo puede obtenerse sometiendo su técnica al examen de  que él, en verdad, supone y efectúa.

Tengo el derecho de recordar que a ese texto tuve que defenderlo e imponerlo, aunque aquéllos que se dejaban llevar por él no vieran en él más que palabras vacías. Dicho texto me parece fundamental, porque lo que esa técnica supone y efectúa constituye nuestro punto de apoyo, aquél alrededor del cual debemos hacer girar toda ordenación, así fuese estructural de lo que tenemos que desplegar.

Si desconocemos que en nuestra técnica se trata de un manejo, de una interferencia y hasta de una rectificación del deseo, pero que deja enteramente abierta y en suspenso la noción del deseo mismo y que necesita su perpetuo recuestionamiento, seguramente no podemos evitar, ya sea extraviarnos en la red infinita del significante, o bien recaer en los senderos más acostumbrados de la psicología tradicional. Lo que Reik descubre en ese estudio y que también es aquello de lo que en su época no podía sacar partido alguno, por no saber dónde meter el resultado de su descubrimiento, está en el análisis de los textos bíblicos; no les enumero a todos sino a los que son históricos, quiero decir a los que pretenden vincularse con un acontecimiento revelador; están en los capítulos 19 y 20 del Éxodo, versículos 16 a 19 para el capitulo 19 y versículo 18 para el capítulo 20. Di ce la primera referencia que en ese diálogo atronador entre Moisés y el Señor, enigmáticamente proseguido en una suerte de tumulto, verdadera tormenta de ruidos, se menciona el sonido del shofar, un enigmático trozo de este versículo indica igualmente que está severamente prohibido, y no sólo a todo hombre sino a todo ser vivo, acercarse al círculo rodeado por rayos y relámpagos donde tiene lugar ese dialogo. El pueblo podrá subir cuando oiga la voz del shofar.

Punto tan contradictorio y enigmático que en la traducción se modifica el sentido y se dice que algunos podrán subir. Cuáles son, es asunto que queda en la oscuridad. El shofar. vuelve a ser expresamente mencionado a continuación de la descripción del diálogo: en todo lo que es percibido por el pueblo que se supone reunido alrededor de este acontecimiento capital. se vuelve a mencionar el sonido del shofar.

Para carácterizar, para justificar su análisis, Reik no encuentra otra cosa que ésta: que la exploración analítica consiste en buscar la verdad en los detalles. Seguramente tal carácterística no es falsa ni lateral, pero no podemos dejar de ver que, si es éste un criterio en cierto modo externo, si en eso consiste la seguridad de un estilo, por ello no es algo que lleve en si el elemento crítico de discernir cual es el detalle que debe ser retenido.

Sabemos que el detalle que nos guía es el mismo que parece escapar al propio designio del autor y quedar en cierto modo opaco, cerrado en relación con la intención de su prédica, pero además no es necesario encontrar entre ellos un criterio, si no de jerarquía, al menos de orden de procedencia.

De todos modos, no podemos dejar de sentir —estoy forzado a franquear las etapas de su demostración— que algo exacto resulta tocado en cuanto a ordenar, en cuanto a articular los textos fundamentales originales que mencionan la función del shofar, los que se completan, desde los del Éxodo que acabo de nombrar, con los de Samuel, Segundo Libro, capítulo 6, y hasta los del Primer Libro de las Crónicas, capítulo 13, que hacen mención de la función del shofar. cada vez que se trata de refundar, de renovar en algún nuevo punto de partida, periódico o histórico, la Alianza con DIOS Pueden compararse estos textos con otros empleos ocasionales del instrumento, ante todo los que se perpetúan en aquellas fiestas anuales, en tanto que ellas mismas se refieren a la repetición y a la rememoración, propiamente hablando, de la Alianza; ocasión también excepcional, la función del shofar en la ceremonia de la excomunión, aquélla bajo la cual el 27 de Julio de 1656 cayó Spinoza, excluido de la comunidad hebraica siguiendo las formas más completas, y que especialmente implicaba, con la fórmula de la maldición pronunciada por el gran sacerdote, la resonancia del shofar.

Este shofar, a través de la luz que se completa con el cotejo, bajo diversas ocasiones, donde a la vez se nos lo señala y donde entra efectivamente en función, es verdaderamente la voz de Dios — y ninguna otra cosa, nos dice Reik de Yavé, la voz del propio Dios.

Este punto, que en una lectura rápida no parece tan susceptible de ser explotado por nosotros, cobra una perspectiva que es precisamente aquélla en la cual aquí los formo, porque no es lo mismo introducir determinado criterio, más o menos bien localizado, o que esos criterios, en su novedad y con la eficiencia que suponen, constituyen lo que llaman una fornicación, es decir, una reformación del espíritu en su poder en primer lugar.

Para nosotros, semejante fórmula no puede sino retener nos en la medida en que nos hace advertir algo que completa la relación del sujeto con el significante, en lo que desde cierta primera apropiación podríamos llamar su pasaje al acto.

A la izquierda de esta asamblea tengo a alguien que no puede dejar de interesarse por esta referencia; se trata de nuestro amigo Stein, de quien en esta ocasión les diré qué satisfacción experimente al ver que su análisis de Tótem y Tabú, y de lo que de esta obra podemos retener, lo condujo a esa suerte de necesidad que le hace hablar de algo que él llama «significantes primordiales», y a los que no puede separar de lo que igualmente llama «acto», a saber, de lo que pasa cuando el significante no está solamente articulado, lo cual sólo supone su vínculo, su coherencia en cadena con los otros, sino cuando es, hablando con propiedad, emitido y vocalizado.

En cuanto a mi, tengo que formular todas las reservas que me merece la introducción, sin otro comentario, del termino acto. Por ahora, sólo quiero retener algo que nos pone en presencia de cierta forma, no del acto sino del objeto a, en tanto que hemos aprendido a ubicarlo como soportado por eso que es preciso separar de la fonematización como tal —la lingüística nos obligó a advertirlo— , y que no es otra cosa que sistema de oposición, con las posibilidades de sustitución, de desplazamiento, de metáfora y de metonimia que introduce, y que también encuentra su soporte en cualquier material capaz de organizarse en sus oposiciones distintivas de uno a todos. La existencia de la dimensión propiamente vocal, del paso a algo de ese sistema en una emisión que se presenta cada vez como algo aislado, es una dimensión en si a partir del momento en que advertimos en que se sumerge corporalmente la posibilidad de tal dimensión emisiva. Y pueden comprender, si no lo adivinaron ya, que aquí cobra su valor la ejemplar introducción — saben que no es el único del que pude servirme— de ese objeto ejemplar que esta vez tome en el shofar porque esta a nuestro alcance, porque, si es verdaderamente lo que se dice, en un punto es fuente y surgimiento de una tradición, la nuestra, porque ya uno de nuestros antepasados en la enunciación analítica se ocupo de el y lo destaco; pero también la tuba, la trompeta y otros instrumentos, pues no es necesario, aunque no ha de tratarse de un instrumento cualquiera, que sea un instrumento de viento: en la tradición abisinia es el tambor. Si hubiese proseguido mi relato de viaje desde que llegué al Japón, me habría valido de la tan particular función que —en el teatro japonés su forma más carácterística es la del no— desempeña justamente el estilo, la forma de cierto tipo de aleteos en cuanto cumplen, con respecto a lo que podríamos llamar la precipitación o el nudo del interés, una función verdaderamente precipitadora y vinculante. También hubiese podido, refiriéndome al campo etnográfico, ponerme a recordarles — como hace además el propio Reik la función del llamado Bullroarer, instrumento vecino del trompo aunque realizado de manera muy diferente, y que en las ceremonias de ciertas tribus australianas hace surgir cierto tipo de ronquido, comparado nada menos que al mugido de un buey, que el nombre del instrumento designa y que en el estudio de Reik merece ser acercado a la función del shofar. en la medida en que también se la pone en equivalencia con lo que otros pasajes del texto bíblico llaman el mugido, el rugido de Dios. El interés de este objeto reside en mostrarnos el lugar de la voz —de cual voz, veremos su sentido ubicándonos a su respecto en la topografía de la relación con el gran Otro—, voz que se nos presenta bajo la forma ejemplar de hallarse en cierto modo en potencia, bajo una forma separada; porque será ella la que nos permitirá al menos hacer surgir cierto numero de cuestiones que no han sido planteadas.

La función del shofar entra en acción en ciertos momentos periódicos que se presentan a primera vista como renovaciones. Pero, ¿renovaciones de que?: del pacto de la Alianza. Los shofars no articulan los principios de base, los mandamientos de ese pacto. Sin embargo, es manifiesto que se lo presenta, hasta en la articulación dogmática inscripta a su respecto en el nombre mismo corriente en el momento en que interviene, como poseedor de una función de remembranza, Zikor, recordar.

Zikor, recordar, función soportada por tres signos, (….), que soporta la función del recuerdo en la medida en que aquí parece apropiada. El momento medio, por así decir, en esas tres solemnes emisiones del shofar, al término de los días de ayuno del Rosh Hashanah, se llama Zikron y aquello de que se trata, Zikron Terúa, designa propiamente la suerte de trémolo propio de cierta manera de sonar del shofar digamos que es el sonido del shofar el zikronot, lo que hay de remembranza ligada a ese sonido. Esa remembranza, sin duda, es remembranza de algo, de algo en lo cual se medita en los instantes que preceden, remembranza de la Hakada.

La Hakada es el momento del sacrificio de Abraham, aquel momento preciso en que Dios para y consiente en sustituir a la víctima, Isaac, por el carnero que ustedes conocen o creen conocer. ¿Significa esto que el momento del pacto está enteramente incluido en el sonido del shofar, recuerdo del sonido del shofar, sonido del shofar como sostén del recuerdo? ¿No se plantea la cuestión de quién tiene que recordar? ¿Por qué pensar que son los fieles, ya que justamente acaban de pasar cierto tiempo de recogimiento alrededor de ese recuerdo?

La cuestión tiene una gran importancia, ya que nos conduce al terreno donde se dibujó, en el espíritu de Freud y con su forma más fulgurante, la función de repetición. La función de repetición, ¿es solamente automática y en cierto modo está ligada al retorno, al acarreo necesario hacia la batería del significante? ¿O bien posee otra dimensión, que me parece inevitable encontrar en nuestra experiencia, si tiene un sentido aquélla que da el sentido de esa interrogación portada por la definición del lugar del Otro, carácterística de lo que intento sostener ante ustedes, aquello a lo cual intento, para decirlo todo, acomodar vuestra mentalidad? ¿Acaso aquél cuyo recuerdo se trata de despertar, quiero decir que se trata de hacer que recuerde, no es Dios mismo?

Tal es el punto al que nos lleva, no diré ese muy simple instrumento, porque en verdad nadie puede dejar de experimentar, ante la existencia y la función de un aparato semejante, como mínimo un profundo sentimiento de embarazo.

Pero ahora se trata de saber, como objeto separado, dónde se inserta, en qué dominio, no esta oposición interior-exterior cuya insuficiencia bien advierten, sino en la referencia al Otro, en los estadios de la emergencia de la instauración progresiva, sobre la referencia a ese campo de enigma que es el Otro, del sujeto; en qué momento puede intervenir semejante clase de objeto en su cara por fin revelada bajo su forma separable, y que ahora se llama algo que conocemos bien, la voz, que conocemos bien, que creemos conocer bien bajo el pretexto de que conocemos sus desechos, sus hojas muertas bajo la forma de las voces extraviadas de la psicosis, su carácter parasitario bajo la forma de los imperativos interrumpidos del superyó. Aquí nos es preciso, para orientarnos, para localizar el verdadero lugar, la diferencia de ese objeto nuevo del que, con razón o sin ella, por cuidado de la exposición pensé que primero tanto que presentarlo con una forma en cierto modo manipulable, si no ejemplar, ahora nos es preciso  señalar, para percibir la diferencia, lo que introduce de nuevo en relación con el piso precedentemente articulado, el que concernía a la estructura del deseo bajo otra forma ejemplar — cuan diferente, no pueden dejar de sentirlo— y del que parece que todo lo que se revela en esta nueva dimensión no sea y no pueda ser sino ocultado en ese otro piso anterior nos es preciso volver a él un instante para hacer que surja, que brote mejor lo que aporta de nuevo el nivel que aparece la forma de a que se llama la voz.

Volvamos al nivel del ojo que también es el del espacio, no del espacio al que interrogamos bajo la forma de cierta categoría de una estética trascendental fijada — aunque seguramente nos sea muy útil por lo menos muy cómoda, la referencia a lo que Kant aportó en ese terreno—  sino en eso carácterístico que el espacio presenta para nosotros en su relación con el deseo.

El origen, la base, la estructura de la función del deseo como tal es, en un estilo, en una forma que debe precisarse cada vez, ese objeto central, a, en tanto que esta no sólo separado sino además elidido, siempre en otra parte que allí donde el deseo lo soporta y sin embargo en profunda relación con él. Dicho carácter de elisión en ninguna parte es más manifiesto que en el nivel de la función del ojo. Y por eso el soporte más satisfactorio de la función del deseo, el fantasma, está siempre marcado por un parentesco con los modelos visuales en los que comúnmente funciona, en los que, por así decir, da el tono de nuestra vida deseante.

En el espacio, sin embargo —y en este «sin embargo» reside todo el alcance de la observación— en apariencia nada está separado. El espacio siempre es homogéneo; cuando pensamos en términos de espacio a ese cuerpo, el nuestro, de donde surge su función, esto no es idealismo; que el espacio sea una función de la mente no puede justificar ningún berkeleismo. El espacio no es una idea, el espacio es algo que tiene cierta relación, no con la mente, sino con el ojo.

Incluso el cuerpo tiene una función. Ese cuerpo esta suspendido. Desde el momento en que pensamos «espacio», en cierto modo debemos neutralizarlo localizándolo en él. Piensen simplemente en la manera con que el físico se refiere, en el pizarrón, a la función que cumple un cuerpo en el espacio. Un cuerpo es cualquier cosa y no es nada; es un punto, algo que sin embargo debe localizarse allí por medio de algo extraño a las dimensiones del espacio, lo que implica el riesgo de producir allí las insolubles cuestiones del problema de la individuación, a propósito de las cuales ya oyeron mis de una vez la manifestación, la expresión de mis sarcasmos.

Un cuerpo en el espacio es simplemente algo que por lo menos se presenta como impenetrable: hay cierto realismo del espacio completamente insostenible y —como ustedes saben, porque no soy yo quien les cree aquí sus antinomias— necesario. El empleo mismo de la función de espacio sugiere, por puntiforme que la supongan, una unidad indivisible, a la vez necesaria e insostenible a la que llamamos átomo, por supuesto completamente imposible de identificar con lo que en física recibe esa denominación y que, como saben, no tiene nada de atómico, quiero decir que de ningún modo es indivisible.

El espacio no ofrece interés sino suponiendo la sección, puesto que no tiene uso real si no es discontinuo, es decir, si la unidad que en él juega no puede estar en dos puntos a la vez.

¿Qué quiere decir esto para nosotros? Que esa unidad espacial, el punto, sólo puede ser reconocida como inalienable, lo cual para nosotros significa que en ningún caso ella puede ser a.

¿Qué significa lo que les estoy diciendo? Me àpresuro a hacerlos recaer en las mallas de lo ya oído. Quiere decir que por la forma i(a), mi imagen, mi presencia en el Otro carece de resto. No puedo ver lo que allí pierdo. Este es el sentido del estadio del espejo, y el sentido de ese esquema, forjado para ustedes, cuyo lugar ven ahora con exactitud, ya que es el esquema destinado a fundar la función del Yo ldeal-ldeal del Yo en la manera en que funciona la relación del sujeto con el Otro, cuando la relación especular, llamada en este caso espejo del gran Otro, domina.

Esa imagen i (a), imagen especular, objeto carácterístico del estadio del espejo, ejerce más de una seducción que no está solamente ligada a la estructura de cada sujeto, sino también a la función del conocimiento. Está cerrada, quiero decir clausurada, es guestáltica, o sea que esta marcada por el predominio de una buena forma, y también esta destinada a ponernos en guardia contra la función de la Gestalt, en cuento se basa en le experiencia de la buena forma, experiencia, justamente, carácterística de ese campo. Porque para revelar lo que hay de apariencia en el carácter satisfactorio de la forma como tal, y hasta de la idea en su arraigo en el (palabra griega ilegible) visual, para ver y desgarrar lo que hay de ilusorio, basta con aportarle una mancha: para ver donde se fija verdaderamente la punta del deseo, para hacer «función» —si me permiten el uso equivoco de un término corriente qué sostenga lo que quiero hacerles entender— , basta una mancha para hacer «función» de lunar (Grain de beauté).

Granos y afrecho — permitirán que prolongue el equívoco— de la belleza, muestran el lugar del a, reducido aquí a ese punto cero cuya función evoqué la vez pasada. Más que la forma a la que mancha, es el lunar el que me mira. Y es porque eso me mira que me atrae de manera tan paradójica, a veces más —y con mayor razón— que la mirada de mi partenaire; porque esa mirada después de todo me refiera y, en la medida en que me refleja, no es más que mi reflejo, vaho imaginario. No es necesario que el cristalino esté espesado por la catarata para la visión se vuelva ciega, ciega en todo caso por esto:  la elisión de la castración a nivel del deseo en tanto que es proyectado en la imagen,

El blanco del ojo del ciego o bien —para tomar otra imagen que espero recuerden, aunque sea un eco de otro año— de los voluptuosos de «La dolce vita» en los últimos momentos fantasmáticos del film, cuando avanzan como si saltaran de una sombra a la otra en el bosque de pinos por donde se deslizan para desembocar sobre la playa, y ven el ojo inerte de la cosa marina que los pescadores están haciendo emerger: he aquí aquello por lo cual somos más mirados, y que muestra cómo en la visión emerge la angustia en el lugar del deseo que él (?) (sic) gobierna.

Tal es la virtud del tatuaje, y no necesito recordarles el admirable pasaje de Lévi-Strauss en que nos evoca el desencadenamiento del deseo en los colonos sedientos, cuando van a dar a esa zona del Paraná donde los esperan mujeres enteramente cubiertas por un tornasol de dibujos de las más variadas formas y colores.

En el otro extremo, diré que en la referencia de la emergencia, marcada para mi por un estilo más creacionista, evolucionista, de las formas, la aparición del aparato visual mismo, a nivel de las franjas de los lamelibranguios, comienza en la mancha pigmentaria, primera aparición de un órgano diferenciado en el sentido de una sensibilidad que ya es, en verdad, visual. Y, desde luego, ¡nada más ciego que una mancha! A la mosca de recién, agregaré la mosca voladora que da al peligro orgánico de los recodos de la cincuentena su primera advertencia.

Cero del a, por aquí el deseo visual encubre la angustia de lo que falta esencialmente al deseo, de lo que al fin de cuentas nos gobierna, si permaneciéramos en este campo de la visión, por no captar, por no poder captar nunca a todo ser vivo sino como lo que es en el puro campo de la señal visual, lo que la etologia llama un «domi» una muñeca, una apariencia.

a, lo que falta, es no especular; no es aphehensible en la imagen, Les señalé el ojo blanco del ciego como la imagen revelada, e irremediablemente oculta a la vez, del deseo escoptofílico. El ojo del voyeur se presenta al otro como lo que es: impotente. Esto permite a nuestra civilización tomarle el pelo a lo que constituye su soporte bajo formas diversas, perfectamente homogéneas a los dividendos y a las reservas bancarias en las que el manda,

Tal relación del deseo con la angustia bajo esa forma radicalmente encubierta, ligada por este mismo hecho a la estructura del deseo en sus funciones, en sus dimensiones más engañosas, he aquí el piso específicamente definido al que ahora tenemos que oponer qué apertura le aporta la otra función, la que hoy introduje con el accesorio, no accidental sin embargo, del shofar

¿Tengo necesidad, para cerrar mi discurso, de anticiparme a lo que articulare la próxima vez, a saber, hasta que punto nuestra tradición más elemental, la de los primeros pasos de Freud, nos ordena distinguir esa otra dimensión También aquí rendiré homenaje a mi amigo Stein, por haberlo articulado muy bien en su discurso: si el deseo dice — y suscribo su fórmula porque la encuentro más que brillante— , si el deseo fuera primordial, si fuera el deseo de la madre lo que gobierna la entrada en juego del crimen original, estaríamos en el terreno del vodevil. El origen, nos dice Freud de la manera más formal, y al olvidarlo toda la cadena se deshace, y es por no haber reasegurado ese comienzo de la cadena que el análisis —hablo del análisis tanto en la teoría como en la práctica— parece sufrir esa forma de dispersión donde uno puede preguntarse a ciertas horas qué cosa es susceptible de conservarle todavía su coherencia, es porque el asesinato del padre y todo lo que él gobierna resuena — si hay que entender lo que cabe esperar no sea más que metáfora en la boca de Reik— como un bramido de toro acogotado que se hace oír todavía en el sonido del shofar, digamos más simplemente que es del hecho original inscripto en el mito del asesinato, como comienzo de algo cuya función en la economía del deseo desde ese momento tenemos que captar, es a partir de aquí como prohibición imposible de transgredir que se constituye en la forma más fundamental el deseo original.

Este es secundario con respecto a una dimensión que aquí tenemos que abordar en relación con el objeto esencial que hace función de a, función de la voz y las nuevas dimensiones que aporta en la relación del deseo con la angustia. Aquí está el rodeo por donde van a recobrar su valor las funciones deseo objeto, angustia, en todos los pisos, hasta el piso del origen. Y para no dejar de adelantarme a vuestras preguntas y quizás decirles también, a aquéllos que se las han planteado, que no olvido ese campo y los surcos que tengo que trazar en él para que quede completo, pudieron observar que no me valí del objeto, ni del estadio anal, al menos desde la reanudación de nuestras entrevistas: también él es, hablando con propiedad, impensable, salvo en la reconsideración total de la función del deseo a partir de un punto que por resultar enunciado en último lugar es el más original, aquél que retomaré la próxima vez alrededor del objeto de la voz.