Seminario 2: Clase 16, La carta robada, 26 de Abril de 1955

La cautivante disertación que escucharon ayer les presentó lo que podríamos llamar juego de la imagen y el símbolo. De los trabajos de la señora Dolto se desprende, precisamente, que en dicha relación no todo es expresable en términos genéticos, y esto explica por qué ella es una con nuestra enseñanza.

Tenemos mil formas de interesarnos, como terapeutas, en la etiología de la esquizofrenia. Hay aquí sin duda una dimensión médica, la del diagnóstico, el pronóstico, pero desde su punto de observación la señora Dolto arroja vivas y profundas luces sobre el fenómeno carácterístico de determinada etapa de un desarrollo individual, y pocos serían mis elogios hacia el talento y la honestidad de su experiencia. No podemos aplicar nuestras categorías por doquier, pero sin embargo ellas permiten operar un verdadero reordenamiento nosográfico, como comenzó a hacerlo Perrier.

O. MANNONI: —Lo que me inquieta es que usted asimile el dibujo, el gráfico, a lo imaginario. A mí me parece que el dibujo es ya una vaga elaboración de lo imaginario.

Hablé de lo imaginario, pero no dije que se tratara del dibujo, que es ya un símbolo.

O. MANNONI:—Pero río del todo, y esto es lo que me intriga.

Desde luego, le intrigará mientras no hayamos tomado e. dibujo por objeto, y comenzado todos juntos a preguntarnos qué es. Pero no es ése nuestro objeto este año.

Mis afirmaciones de la vez pasada apuntaron a hacerles palpable la relación del sujeto con la función simbólica. Sobre este punto seguiremos avanzando hoy.

El símbolo surge en lo real a partir de una apuesta. La noción misma de causa, en lo que puede implicar de mediación entre la cadena de los símbolos y lo real, se establece a partir de una apuesta primitiva: ¿esto, va a ser lo que es, o no? No es casual que la noción de probabilidad llegue a ocupar el centro de la evolución de las ciencias físicas, como lo muestra la epistemología en su desarrollo actual precisamente, y que la teoría de las probabilidades reactualice una serie de problemas que a través de la historia del pensamiento, durante siglos, fueron alternativamente puestos en evidencia y ocultados.

La apuesta está en el centro de toda pregunta radical acerca del pensamiento simbólico. Todo se reduce al to be or not to be, a la elección entre lo que va a salir o no, a la pareja primordial del más y el menos. Pero tanto presencia como ausencia connotan ausencia o presencia posibles. Desde el momento en que el sujeto mismo llega al ser, debe esto a cierto no ser sobre el cual eleva su ser. Si él no es, si no es algo, a todas luces está dando fe de cierta ausencia; pero seguirá siendo siempre deudor de esa ausencia, quiero decir que de ella tendrá que dar pruebas, por no poder dar pruebas de la presencia.

De aquí proviene el valor de la sucesión de pequeños más y menos que hemos alineado sobre un papel en diversas condiciones experimentales. El examen de los resultados obtenidos posee un valor concreto, muestra ciertas desviaciones en la curva de ganancias y pérdidas.

Como vimos la última vez, jugar es buscar en un sujeto una presunta regularidad que se escabulle, pero que debe traducirse en los resultados por alguna mínima desviación de la curva de probabilidades. Esto es, en efecto, lo que los hechos tienden a establecer, mostrando que por la sola existencia del diálogo hasta del más ciego, no hay puro juego de azar, sino articulación de una palabra con otra. Esta palabra está incluida en el hecho de que incluso para el sujeto que juega solo, su juego sólo tiene sentido si anuncia de antemano lo que piensa que va a salir. Es posible jugar sólo a cara o cruz. Pero desde el punto de vista de la palabra, no se juega solo: hay ya articulación de tres signos, que suponen un ganado o perdido, y sobre el cual se perfila el sentido mismo del resultado. En otros términos, no hay juego si no hay pregunta, y no hay pregunta si no hay estructura. La pregunta está compuesta, organizada, por la estructura.

En sí mismo, el juego del símbolo representa y organiza, independientemente de las peculiaridades de su soporte humano, ese algo llamado sujeto. El sujeto humano no fomenta este juego: ocupa en él su lugar y desempeña allí el papel de los pequeños más y los pequeños menos. El sujeto mismo es un elemento de esa cadena que, tan pronto como es desplegada, se organiza de acuerdo a leyes. De modo que el sujeto se halla siempre en varios planos, àpresado en redes que se entrecruzan.

Siempre puede salir cualquier cosa real. Pero una vez constituida la cadena simbólica, desde el momento en que, bajo la forma de unidades de sucesión, introducen una cierta unidad significativa, ya no puede salir cualquier cosa.

Convengamos en agrupar de a tres los más y los menos que pueden presentarse, y en denominar 1, 2 o 3 a las secuencias según su tipo.

   (1)            (2)           (3)

——–     ———-     ———

+ + +         + + –         + – +

–  –  –          –  –  +        –  +  –

–  +  +

+  –  –

Esta sola transformación hace emerger leyes sumamente precisas. Los 1, los 2 y los 3 no pueden sucederse en un orden cualquiera. Un 1 nunca podrá suceder a un 3, nunca se presentará un 1 a la salida de un número cualquiera impar de 2. Pero después de un número par de 2, es posible que salga un 1. Siempre es posible un número indefinido de 2 entre 1 y 3.

A partir de aquí pueden componer ustedes nuevas unidades significativas, que representan los intervalos entre dos de estos grupos.

Paso de 1 a 2…….b
         de 2 a 2…… g
de 1 a 1}
             }…….       a
de 1 a 3}

Retorno de 2 a 1}
                           }…. d
              de 2 a 3}

Comprobarán que tras la repetición de una gran cantidad de a, si antes teníamos un b, sólo puede salir un d. Hay aquí una organización simbólica primitiva que permite superar ahora las metáforas utilizadas por mí la vez pasada, cuando hablé de una memoria interna al símbolo. En cierto modo, la serie de los a se acuerda de que no puede expresar otra cosa que un d, si antes de la serie de los te se ha producido un b, por lejos que esté.

Pueden advertir ustedes las posibilidades de demostración y teorematización que se desprenden del simple uso de estas series simbólicas. Desde un principio, e independientemente de toda conexión con un lazo cualquiera de causalidad supuestamente real, el símbolo ya está operando, y por sí mismo engendra sus necesidades, estructuras y organizaciones. De esto se trata precisamente en nuestra disciplina, en tanto consiste en explorar en lo más profundo cuál es el alcance del orden simbólico en el mundo del sujeto humano.

Lo que con este enfoque se vuelve inmediatamente perceptible es lo que he llamado mixtión de los sujetos. Se los ilustraré, ya que el azar nos la ha ofrecido, con la historia de La carta robada, de la cual habíamos tomado el ejemplo del juego de par o impar.

Ese ejemplo es introducido por el portavoz del sentido del cuento, y se supone que ofrece una imagen elemental de la relación intersubjetiva, basada en la circunstancia de que el sujeto cree conocer el pensamiento del otro en función de su presunta capacidad para la astucia, el disimulo y la estrategia, que se darían en una relación dual de reflejo. Esto descansa en la idea de que sería factible discernir entre la aprehensión del idiota y la del hombre inteligente.

He subrayado la gran fragilidad de este punto de vista, que incluso es absolutamente ajeno a la cuestión, por la sencilla razón de que lo inteligente, llegado el caso, consiste en hacerse el idiota. Sin embargo, Poe es un hombre prodigiosamente sagaz, y no tienen más que leer ustedes el conjunto del texto para ver hasta qué punto la estructura simbólica de la historia desborda ampliamente el alcance de este razonamiento, momentáneamente seductor pero excesivamente débil, que aquí sólo cumple una función de engañabobos.

Me gustaría que levantasen el dedo los que hayan leído La carta robada desde que vengo hablando de ella: ¡ni siquiera la mitad de la sala!

Creo que así y todo saben que se trata de una carta robada en sensacionales y ejemplares circunstancias, historia narrada por un desdichado prefecto de policía que desempeña el papel, clásico en mitologías de esta especie, de aquel que debería encontrar lo que hay que buscar, pero que tan sólo consigue equivocarse. En resumen, el prefecto acaba pidiéndole al mencionado Dupin que lo saque del apuro. Este, por su parte, representa al personaje, más mítico aún, del que se da cuenta de todo. Pero la historia supera con creces el registro de comedia ligado a las imagenes fundamentales que satisfacen el género de la detección policial.

El augusto personaje cuya persona se perfila sobre el telón de fondo del relato, parece no ser otro que una persona real. La escena transcurre en Francia, bajo la monarquía restaurada. En ese entonces la autoridad no revestía ciertamente el carácter sagrado que aparta de ella las atentatorias manos de los audaces.

Un ministro, hombre de elevado rango y gran desenvoltura social, que goza de la confianza de la real pareja-pues trata los asuntos de Estado en la intimidad del rey y la reina-, sorprende el embarazo de esta última, que ha intentado disimular a su augusta pareja, la presencia, sobre su mesa, de algo que es nada menos que una carta, cuyo sobrescrito y sentido el ministro identifica de inmediato. Se trata de una correspondencia secreta. Si la carta queda allí, como olvidada sobre la mesa, es precisamente para que el rey no repare en su presencia. La reina especula, pues, con su desatención, si no con su ceguera.

El ministro que, por su parte, no tiene telarañas en los ojos, observa la situación y se abandona a un pasatiempo consistente, primero, en distraer a la concurrencia, y segundo, en sacar de su bolsillo otra carta que tiene y que presenta una vaga semejanza con el objeto: desde ya se puede decir, el objeto del litigio. Tras haberla manipulado, la posa como al descuido sobre la mesa al lado de la primera carta. Después de lo cual, aprovechando la desatención del personaje principal, no le queda más que tomar dicha carta tranquilamente y guardarla en su bolsillo, sin que la reina, que no ha perdido ni un sólo detalle de la escena, pueda hacer otra cosa que resignarse a ver partir ba)o sus propios ojos el documento comprometedor.

Les resumo lo que sigue. La reina quiere recuperar el instrumento de presión, si no de chantaje, a cualquier precio. Pone en acción a la policía. La policía, hecha para no encontrar nada, no encuentra nada. Y es Dupin quien resuelve el problema descubriendo la carta allí donde estaba, es decir, en el apartamento del ministro, en el sitio más evidente, al alcance de la mano, apenas disfrazada. Parece indudable que no habría debido escapar a las investigaciones de la policía, pues estaba dentro del área de su examen microscópico.

Para apoderarse de la carta Dupin hace lanzar un disparo fuera de la casa. Mientras el ministro se acerca a la ventana para ver qué sucede, Dupin llega hasta la carta y rápidamente la sustituye por otra, que contiene los versos siguientes:

…un dessein si funeste,
S’il n’est digne d’Atrée, est digue de Thyeste.

Los versos pertenecen al Atreo y Tiestes, de Crebillon padre, y su alcance es mucho mayor que el de habernos dado ocasión de releer en su integridad tan curiosa tragedia.

El episodio es bastante singular, si se le añade la nota de crueldad con que el personaje en apariencia más indiferente e imparcial, el Dupin de la fábula, se frota las manos y goza pensando en el drama que seguramente va a desencadenarse. Aquí no es sólo Dupin quien nos habla, si no el narrador, espejismo del autor. Veremos qué significa este espejismo.

El drama estallará porque el ministro, desafiado a dar fe de su poder, pues desde ahora encontrará resistencia, un buen día sacará la carta. Le dirán: Muéstrela, y él dirá: Aquí está. Y se hundirá en el ridículo, sino en la tragedia.

Aquí se corre el telón del relato.

Hay dos grandes escenas-no en el sentido con que hablamos de escena primaria-, la de la carta robada y la de la carta recuperada, y además escenas accesorias. La escena de la recuperación de la carta se desdobla, ya que Dupin no la toma tan pronto la descubre: tiene que preparar su emboscada, su pequeña cábala, y asimismo la carta sustitutiva. También está la escena imaginaria del final, donde vemos hundirse al personaje enigmático de la historia, singular perfil del ambicioso por cuya ambición nos preguntamos. ¿Se trata simplemente de un jugador? Este personaje juega con el desafío, y su meta-por ello sería un verdadero ambicioso-parece ser mostrar hasta dónde puede llegar. Dónde llegar no le importa. La meta de la ambición se desvanece con la esencia misma de su ejercicio.

¿Cuáles son los personajes? Podríamos contarlos con los dedos. Están los personajes reales: el rey, la reina, el ministro, Dupin el prefecto de policía y el agente provocador que lanza un breve disparo en la calle. También están los que no aparecen en el escenario y hacen los ruidos de bastidores. Aquí tenemos, pues, a los dramati personae, cuyo catálogo suele realizarse al comienzo de una obra teatral.

¿No hay otra manera de hacerlo?

Los personajes en juego pueden ser definidos de un modo diferente. Pueden ser definidos a partir del sujeto o, para ser más precisos, a partir de la relación que determina la aspiración del sujeto real por la necesidad de la concatenación simbólica.

Partamos de la primera escena. Hay cuatro personajes: el rey, la reina, el ministro, y ¿quién es el cuarto?

GUENINCHAUELT:—La carta.

Pues claro, la carta y no quien la envía. Aunque su nombre se pronuncie hacia el final de la novela, en verdad no posee más que una importancia ficticia, mientras que la carta es efectivamente un personaje. Hasta tal punto lo es que todo nos permite identificarla con el esquema clave que encontramos, al final del sueño de la inyección de Irma, en la fórmula de la trimetilamina.

La carta es aquí sinónimo del sujeto inicial, radical. Se trata del símbolo desplazándose en estado puro, al que no es posible rozar sin ser de inmediato àpresado es su juego. El cuento de La carta robada significa, entonces, que el destino, o la causalidad, no son nada que pueda definirse en función de la existencia. Puede decirse que cuando los personajes se apoderan de la carta, son atrapados y arrastrados por algo que domina con creces por sobre sus particularidades individuales. Estos personajes, sean quienes fueren, en cada etapa de la transformación simbólica de la carta, estarán definidos únicamente por su posición con respecto a aquel sujeto radical, por su posición en uno de los CH. Esta posición no es fija. En la medida en que han entrado en la necesidad, en el movimiento propio de la carta, cada uno de ellos pasa a ser, en el transcurso de las sucesivas escenas, funcionalmente diferente con respecto a la realidad esencial que ella constituye. Dicho en otros términos, considerando esta historia bajo su luz ejemplar, para cada uno la carta es su inconsciente. En su inconsciente con todas sus consecuencias, vale decir que en cada momento del circuito simbólico cada uno de ellos se convierte en otro hombre.

Trataré de mostrárselos.

El fondo de todo drama humano, y en particular de todo drama teatral, radica en que hay vínculos, nudos, pactos establecidos. Los seres humanos ya están ligados entre sí por compromisos que han determinado su lugar, su nombre, su esencia. Otro discurso, otros compromisos, otras palabras llegan entonces; hay puntos ciertamente donde es preciso irse a las manos. Los tratados no se celebran todos simultáneamente, algunos son contradictorios. La guerra se hace para saber cuál será el tratado válido. Gracias a Dios, muchas veces no se llega a eso, la guerra, pero los tratados siguen funcionando, la sortija sigue circulando entre la gente en varios sentidos a la vez, y de cuando en cuando el objeto de un juego de sortija se encuentra con el de otro juego de sortija. Hay subdivisión, reconversión, sustitución. El que está comprometido a jugar la sortija en un determinado círculo debe disimular que también está jugado en otro.

Aquí no es casual ver aparecer personajes de la realeza. Estos personajes se han transformado en símbolos del carácter fundamental del compromiso celebrado al comienzo. El respeto por el pacto que une al hombre con la mujer, tiene un valor esencial para la sociedad entera, y este valor siempre tuvo su máxima encarnación en las personas de la pareja real, que juega. Esta pareja es el símbolo del pacto mayor que pone de acuerdo al elemento macho con el elemento hembra, y desempeña tradicionalmente un rol mediador entre todo aquello que no conocemos, el cosmos, y el orden social. Nada será más legítimamente juzgado escandaloso y reprensible que aquello que atente contra este orden.

Cierto es que en el actual estado de las relaciones interhumanas la tradición queda relegada a un segundo plano, o al menos velada. Recuerden esa frase del rey Faruk donde dice que ahora no hay más que cinco reyes sobre la tierra: los cuatro de la baraja y el rey de Inglaterra.

¿Qué es, en resumidas cuentas, una carta? ¿Cómo es que se la puede robar? ¿A quién pertenece? ¿Al que la envió, 0 a aquel a quien está destinada? Si pertenece al que la envió, ¿en qué consiste el don de una carta?, ¿por qué se envía una carta? Y si pertenece al destinatario, ¿cómo es posible que en determinadas circunstancias devolvamos sus cartas a ese personaje que nos bombardeó con ellas durante una parte de nuestra existencia?

Podemos estar seguros cuando citamos uno de esos proverbios atribuidos a la sabiduría de las naciones-sabiduría así llamada por antífrasis-caemos en la estupidez. Verla volant, scripta manent. ¿Han pensado ustedes que una carta es precisamente una palabra que vuela? Si puede haber una carta robadas es porque una carta es una hoja volante. Son los scripta los que volant, mientras las palabras, desgraciadamente, quedan. Quedan incluso cuando ya nadie se acuerda de ellas. Exactamente como después de quinientos mil signos de la serie de más y menos, la aparición de los α, β, ץ, δ seguirá determinada siempre por las mismas leyes.

Las palabras quedan. Con el juego de los símbolos no se puede, y por eso hay que prestar mucha atención a lo que se dice. Pero la carta sí que se va. Se pasea sola. Repetidamente procuré hacerle entender al señor Guiraud que sobre la mesa podía haber dos kilos de lenguaje. No hace falta que haya tanto, una minúscula hoja de papel vitela es también. un lenguaje que está ahí. Está ahí y existe tan sólo por ser lenguaje, es la hoja volante. Pero también es otra cosa, que cumple una función particular, absolutamente inasimilable a ningún objeto humano.

Los personajes desempeñan, pues, su papel. Hay un personaje que tiembla, la reina. Su función es no poder temblar más allá de cierto límite. Si temblara apenas un poquito más, si el reflejo del lago que ella representa-porque ella es la única que de verdad tiene plena conciencia de la escena-se removiera algo más, dejaría de ser la reina, sería alguien completamente ridículo, y ya ni siquiera podríamos soportar la crueldad terminal de Dupin. Pero la reina no dice esta boca es mía. Hay un personaje que no ve nada: el rey. Hay otro que es el ministro. Y otro, la carta.

Esa carta que es una palabra dirigida a la reina por alguien, el duque de S., ¿a quién está dirigida realmente? Desde el momento en que es una palabra puede tener varias funciones. Tiene una función de pacto, de confidencia. Poco importa que se trate del amor del duque o de un complot contra la seguridad del Estado, o incluso de una trivialidad. Está ahí, disimulada en una especie de presencia-ausencia. Está ahí, pero no está; en su valor propio sólo está ahí en relación con todo lo que ella amenaza, con todo lo que viola, con todo lo que escarnece, con todo lo que pone en peligro o en suspenso.

Esa carta, que no posee el mismo sentido en todas partes, es una verdad que no es bueno publicar. En cuanto pasa al bolsillo del ministro deja de ser lo que había sido, haya sido lo que fuere. Ya no es una carta de amor o de confidencia, o el anuncio de un acontecimiento: es una prueba, y eventualmente un cuerpo del delito. Si imaginamos al pobre rey picado por algún bicho, que lo convierte en un rey con algo más de gracia, uno de esos reyes nada bonachones capaces de hacerse los distraídos y enviar después a su digna esposa ante los altos jueces, cosa vista en ciertos momentos de la historia de Inglaterra-otra vez Inglaterra-, nos percutamos de que la identidad del destinatario de una carta es tan problemática como el saber a quién pertenece. En todo caso, a partir del momento en que está en manos del ministro, en sí misma ha pasado a ser otra cosa.

El ministro realiza entonces un curioso truco. Dirán ustedes que es la fuerza de las cosas. Pero ¿por qué razón nosotros, analistas, iríamos a detenernos en la grosera apariencia de la motivación ?

Quisiera sacar de mi bolsillo una carta de la época para que vieran cómo se plegaban, y naturalmente la olvidé en casa. En esa época las cartas eran muy bonitas. Se las plegaba más o menos así, y se ponía el sello o el lacre.

El ministro, que en su malicia quiere que la carta pase desapercibida, la pliega hacia el otro lado y la arruga. Al hacer el nuevo pliegue es muy fácil que quede a la vista una pequeña superficie limpia y plana sobre la cual se puede poner otro sobrescrito y otro sello, negro en lugar de rojo. Donde debía estar la escritura alargada del noble señor, aparece una escritura femenina que dirige la carta al propio ministro. Y ésta es la forma con que la carta yace en el tarjetero donde el ojo de lince de Dupin no dejará de descubrirla, porque él, como nosotros, ha meditado sobre qué es una carta.

Esta transformación no queda para nosotros, analistas, suficientemente explicada por el hecho de que el ministro pretenda que la carta no sea reconocida. No la transformó de cualquier manera. En cierto modo se hace enviar esa carta, que ignoramos qué era, bajo su nueva y falsa apariencia, y hasta se aclara por quién-una persona femenina de su estirpe, de femenina y menuda escritura-y se la hace enviar con su propio sello.

Aquí tenemos una curiosa relación consigo mismo. Hay una súbita feminización de la carta, y al mismo tiempo ésta entra en una relación narcisista: ahora, con refinada escritura femenina, está dirigida a él, y lleva su propio sello. Es una suerte de carta de amor que se envía a sí mismo. Esto resulta muy oscuro, indefinible, no quiero forzar nada y, a decir verdad, hablo de esta transformación porque es correlativa de algo mucho más importante, que concierne al comportamiento subjetivo del propio ministro.

Detengámonos en este drama, y veamos qué cosa lo anuda.

¿Por qué razón el hecho de estar la carta en posesión del ministro es algo tan doloroso que todo nace de la necesidad imperiosamente urgente que tiene la reina de recobrarla?

Como hace notar uno de los interlocutores inteligentes, el narrador, que es también testigo, el alcance de este asunto estriba en que la reina sabe que el documento está en posesión del ministro. Ella sabe, mientras que el rey no sabe nada.

Supongamos que el ministro se comporte entonces con un descaro intolerable. Sabe que es poderoso, se comporta como tal. Y la reina-que parece tener voz en los asuntos públicos- interviene en su favor. Los deseos que cabe suponer en el poderoso ministro son satisfechos: se nombra a fulano para tal cargo, se le da tal colega, se le permite formar mayorías ante la Cámara monárquica, que parece demasiado constitucional.

Pero nada indica que el ministro haya dicho nunca nada, que haya solicitado nada a la reina. Por el contrario, tiene la carta y calla.

Calla, cuando es portador de una carta que amenaza el fundamento del pacto. Es portador de la amenaza de un desorden profundo, desconocido, reprimido, y calla. Podría asumir una actitud que calificaríamos de altamente moral. Podría actuar teatralmente ante la reina. Sería un hipócrita, desde luego, pero podría dárselas de defensor del honor de su amo, de vigilante guardián del orden. Y tal vez la intriga urdida con el duque de S. sea peligrosa para la política que él considera deseable. Pero no hace nada de todo esto.

El ministro aparece ante nosotros como un personaje esencialmente romántico, y nos recuerda al señor de Chateaubriand, a quien, de no haber sido cristiano, no juzgaríamos un personaje tan noble. En efecto, si leemos el verdadero sentido de sus Memorias, ¿acaso no se declara ligado a la monarquía por su juramento sólo para poder decir, con la mayor claridad, que fuera de esto la considera una basura? Así, bien puede representar ese monstrum horrendum del que se nos habla para justificar la animosidad final de Dupin Hay una forma de defender los principios, como se advierte leyendo a Chateaubriand, que es la mejor forma de anonadarlos.

¿Por qué se pinta al ministro como un monstruo semejante, como un hombre sin principios? Mirado de cerca, esto significa que aquello de que se apoderó no representa para él nada del orden de una compensación o de una sanción cualquiera. No hace nada con su conocimiento de esa verdad sobre el pacto. No hace a la reina ningún reproche, no la incita a volver al orden colocándose en el plano del confesor o del director de conciencia, tampoco va y le dice a toma y daca. Suspende en la indeterminación el poder que la carta puede conferirle, no le otorga ningún sentido simbólico, se limita a especular con el hecho de que entre él y la reina se ha establecido ese espejismo, esa fascinación recíproca que anuncié momentos atrás cuando hablé de relación narcisista. Relación dual entre el amo y el esclavo que se asienta, en última instancia, en la amenaza indeterminada de la muerte, pero en esta ocasión en los temores de la reina.

Vistos de cerca, estos temores son muy exagerados. Porque, la carta y el cuento lo dicen, es quizá un arma terrible, pero bastaría con ponerla en juego para que fuese aniquilada. Y es un arma de doble filo. No se sabe en qué podría derivar la revelación de la carta ante la justicia retributiva, no solamente de un rey sino de todo un consejo, de toda la organización comprometida en un estalido semejante.

En última instancia, el carácter intolerable de la presión constituida por la carta radica en que el ministro tiene, respecto a la carta, la misma actitud que la reina: no habla de ella. Y no lo hace porque, al igual que la reina, no puede hacerlo. Y por el sólo hecho de que no puede hablar de la carta se coloca, en el transcurso de la segunda escena, en la misma posición que la reina, y no podrá hacer otra cosa que dejársela quitar. Esto último no se explica por la astucia de Dupin, sino por la estructura de las cosas.

La carta robada ha pasado a ser una carta escondida. ¿Por qué los policías no la encuentran? No la encuentran porque no saben qué es una carta. Y no lo saben porque son policías. Todo poder legítimo, al igual que cualquier poder, se asienta en el símbolo. Y la policía, como todos los demás poderes, también se basa en el símbolo. En épocas de agitación, se habrían dejado detener ustedes como corderitos si al grito de ¡Policial, el tipo que lo lanzó les hubiese mostrado un carnet; de lo contrario, en cuanto les hubiese puesto la mano encima le habrían replicado a trompadas. Pero la pequeña diferencia existente entre la policía y el poder consiste en que se ha persuadido a la policía de que su eficacia descansa en la fuerza; lo cual no sirve para hacerle cobrar confianza sino, por el contrario, para limitarla en sus funciones. Y gracias al hecho de que la policía cree que ejerce su función por obra de la fuerza, es tan impotente como cabe desear.

Cuando se le enseña otra cosa, lo cual viene ocurriendo desde hace algún tiempo en ciertas partes del mundo, las consecuencias están a la vista. Surge una adhesión universal a lo que llamaremos, simplemente, la doctrina. Es posible hacer colocarse a cualquiera en una posición casi indiferente respecto del sistema de símbolos, y de este modo se obtienen todas las confesiones del mundo, se hace asumir por quien sea cualquier elemento de la cadena simbólica, al capricho del poder descarnado del símbolo allí donde falta cierta meditación personal.

La policía, creyendo en la fuerza, y al mismo tiempo en lo real, busca la carta. Como ellos dicen: Hemos buscado por todas partes. Y no han encontrado, porque se trata de una carta, y una carta está, precisamente, en ninguna parte.

No es una broma. Piensen ustedes: ¿por qué no la encuentran? Ella está ahí. La han visto. ¿Pero qué vieron? Una carta. Incluso tal vez la hayan abierto. Pero no la reconocieron. ¿Por qué? Contaban con una descripción: Tiene un sello rojo y este sobrescrito. Pues bien, la carta lleva otro sello y no tiene ese sobrescrito. Me dirán ustedes: ¿ Y el texto? Pues justamente, el texto es lo que no les han dado. Porque una de dos: o ese texto posee determinada importancia, o no la posee. Si la posee, y aún cuando nadie más que el rey pueda comprenderlo, sin embargo hay interés en que corra por las calles.

Ven perfectamente que sólo en la dimensión de la verdad puede haber algo escondido. En lo real, la idea misma de un escondite es delirante: por lejos que haya ido alguien a llevar algo a las entrañas de la tierra, ese algo no está escondido, porque si ese alguien llegó hasta ahí también pueden llegar ustedes. Sólo se puede esconder aquello que pertenece al orden de la verdad. Es la verdad la que está escondida, no la carta. Para los policías la verdad no tiene importancia, para ellos sólo existe la realidad, y por esta razón no encuentran nada.

A cambio de esto, fuera de sus observaciones sobre el juego de par o impar, Dupin hace consideraciones lingüísticas, matemáticas y religiosas; especula constantemente con el símbolo, y hasta llega a hablar del sin-sentido de las matemáticas, por lo que me disculpo ante los matemáticos aquí presentes. Pruebe, dice, sostener un día delante de un matemático que quizá x2 + px no es exactamente igual a q: acto seguido le romperá la crisma. Aunque no, pues suelo manifestarle a Riguet mis sospechas al respecto y nunca me ocurrió nada semejante. Por el contrario, nuestro amigo me incita a continuar con esas especulaciones. En fin, Dupin verá lo que hay que ver porque ha reflexionado un poco sobre el símbolo y la verdad.

En la escena que se describe Dupin asiste a una curiosa exhibición. El ministro deja ver una gran indolencia, pero ésta no engaña al hábil hombre, pues sabe que debajo yace una extremada vigilancia, la audacia terrible del personaje romántico capaz de todo y para el cual el término sangre fría véanlo en Stendhal-parece haber sido inventado. Y ahí lo tenemos, echado, aburriéndose, soñando: Nada basta en una época decadente para ocupar los pensamientos de un gran espíritu. ¿Qué hacer cuando todo se está yendo a pique: Ese es el tema. Mientras tanto Dupin, con anteojos verdes, mira por todas partes e intenta hacernos creer que es su genio el que le permite ver la carta. Pero no.

Así como en realidad fue la reina quien mostró la carta al ministro, es el ministro quien libra su secreto a Dupin. ¿No hay algo así como un eco entre la carta de sobrescrito femenino y este lánguido París? Dupin lee literalmente en qué se ha convertido la carta en la lasitud de este personaje, del que nadie sabe qué quiere, salvo llevar hasta sus últimas consecuencias el gratuito ejercicio de su actividad de jugador. Ahí está, desafiando al mundo como desafió a la pareja real con el rapto de la carta. ¿Qué significa esto sino que, por estar frente a la carta en la misma posición que estaba la reina, posición esencialmente femenina, el ministro cae bajo el imperio de lo que a ésta le sucedió?

Me dirán ustedes que no hay aquí, como antes, tres personajes y una carta. La carta está, efectivamente, y hay dos personajes, pero ¿y el rey? Pues bien, el rey es, sin duda alguna, la policía. Si el ministro se siente tan tranquilo es porque la policía forma parte de su seguridad, así como el rey formaba parte de la seguridad de la reina. Ambigua protección: es la protección que le debe en el sentido en que el esposo debe ayuda y protección a la esposa, es también la protección que ella debe a su ceguera. Pero bastó una nimiedad, una ínfima alteración del equilibrio, para que por el intersticio la carta fuera escamoteada. Y esto es lo que le pasa al ministro.

Es erróneo por su parte creer que está tranquilo porque la policía, habiendo hurgado su casa durante meses, no la ha encontrado. Esto no prueba nada, así como tampoco fue una eficaz protección para la reina la presencia de un rey incapaz de ver la carta. ¿Cuál es su equivocación? Haber olvidado que si la policía no dio con la carta no fue porque era imposible de encontrar, sino porque la policía buscaba otra cosa. El avestruz se cree a buen recaudo por tener la cabeza hundida en la arena; el ministro es un avestruz perfecciónado, que se creería protegido por el hecho de que sería otro avestruz-autruiche el que tendría metida en la arena su cabeza. Y se deja desplumar el trasero por un tercer avestruz que se apodera de sus plumas para hacerse un penacho con ellas.

El ministro está en la posición que había sido la de la reina, la policía en la del rey, ese rey degenerado que sólo cree en lo real, y que no ve nada. El corrimiento de los personajes es perfecto. Y debido a que se ha interpuesto en la secuencia del discurso, y a que ha caído en la posesión de esa cartita insignificante capaz de hacer estragos, este pícaro entre los pícaros, ambicioso entre los ambiciosos, intrigante entre los intrigantes, diletante entre los diletantes, no ve que le van a soplar su secreto delante de sus narices.

Basta una pequeñez, harto carácterística de la policía, para desviar por un momento su atención. En efecto, si el incidente de la calle atrae su interés es porque sabe que la policía lo vigila: ¿Cómo es posible que ocurra algo delante de mi casa si tengo tres polis en cada esquina? No sólo se feminizó con la posesión de la carta, sino que además ésta, cuya relación con el inconsciente les he expresado, le hace olvidar lo esencial. Conocen ustedes el cuento del tipo al que encuentran en una isla desierta, a donde se ha retirado para olvidar: ¿Para olvidar qué?-Me olvidé. Pues bien, también olvidó que no hay que creer que por estar vigilado por la policía alguien no iba a aprovecharse.

La etapa siguiente es muy curiosa. ¿Cómo se comporta Dupin? Observen que entre las dos visitas del prefecto de policía transcurre un largo intervalo. Dupin se posesiona de la carta y tampoco le suelta palabra a nadie. En suma, tener esta carta -ésta es la significación de la verdad que se pasea-les cierra a ustedes el pico. Y, en efecto, ¿a quién habría podido hablarle de ella? Debe estar muy embarazado.

Gracias a Dios, puesto que un prefecto de policía siempre vuelve al lugar de sus crímenes, el prefecto se presenta y lo interroga. El otro le cuenta una historia de consulta gratuita absolutamente sublime. Se trata de un médico inglés a quien intentan sonsacarle una indicación de tratamiento: ¿Qué tomar en este caso, doctor?-Pues, consejo. Así, Dupin indica al prefecto de policía que no serían mal recibidos unos honorarios. El buen hombre cumple de inmediato y el otro le dice: Ahí está en mi cajón.

¿Vale decir que Dupin, personaje hasta entonces maravilloso y de lucidez casi exagerada, de golpe se ha convertido en un pequeño mercachifle? No vacilo en considerar esto como una indemnización por lo que podríamos llamar el mal maná asociado a la carta. Y, en efecto, a partir del momento en que recibe honorarios, se lava las manos. No sólo porque le ha pasado la carta a otro, sino porque para todo el mundo sus motivos están a la vista: él ha tocado pasta, ya no tiene nada que ver en el asunto. El valor sacral de la retribución tipo honorarios está claramente indicado por el trasfondo de la historieta médica.

No quiero insistir, pero quizá me hagan notar ustedes sutilmente que también nosotros, que sin cesar nos dedicamos a ser portadores de todas las cartas robadas del paciente, nos hace más pagar más o menos caro. Pero piénsenlo bien: si no nos hiciéramos pagar, entraríamos en el drama de Atreo y Tiestes, que es el de todos los sujetos que vienen a confiarnos su verdad. Estos sujetos nos relatan sagradas historias, y por este hecho no estamos en absoluto en el orden de lo sagrado y del sacrificio. Todos sabemos que el dinero no sirve simplemente para comprar objetos, sino que los precios, que en nuestra civilización están calculados al centavo, tienen por función amortizar algo infinitamente más peligroso que el pagar con moneda: deberle algo a alguien.

De esto se trata. Sea quien fuere el que tenga la carta, entra en el cono de sombra impuesto por el hecho de que está destinada, ¿a quién, sino a quien esto incumbe?: al rey. Y acabará por llegarle, pero no exactamente como cuenta Dupin en su anécdota imaginaria, en que el ministro luego de unos desaires de la reina es lo bastante tonto como para dejar que la historia explote. La carta llega efectivamente al rey, y éste sigue siendo un rey que no sabe nada. Pero mientras tanto el personaje del rey ha cambiado. El ministro, movido en un punto, se había convertido en la reina; pero ahora el rey es él. En la tercera etapa ha ocupado el lugar del rey, y tiene la carta.

Naturalmente, ya no es la carta lo que ha pasado de Dupin al prefecto de policía-y de ahí al gabinete negro, pues que no nos vengan a contar que la odisea de la carta ha terminado-, sino una nueva forma dada por Dupin a la carta, que es instrumento del destino en mucho mayor grado del que Poe nos deja ver, forma provocadora que confiere a la breve historia, para solaz de modistillas, su lado incisivo y cruel. Cuando el ministro despliegue la hoja, leerá estos versos como bofetadas.

…Un dessein si funeste,

S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.

Y de hecho, si alguna vez tiene que abrir la carta, le quedará tan sólo padecer las consecuencias de sus propios actos, comerse, como Tiestes, a sus propios hijos. Esto es algo que enfrentamos los días, cada vez que la línea de los símbolos llega al tope final: nuestros actos vienen a nuestro encuentro. Aquí se trata, de repente, de pagar al contado. Se trata, como dicen, de dar cuenta de los propios crímenes: lo cual además significa que si saben hacerlo no serán castigados. Si realmente comete la locura de sacar la carta, y sobre todo de no fijarse un poco antes si realmente es ella la que está ahí, el ministro ya no tendrá más que obedecer, por cierto, a la consigna que irónicamente lancé en Zurich en respuesta a Leclaire: ¡Cómete tu Dasein! Es la comida de Tiestes por excelencia.

Para llegar a sacar la carta sería en verdad preciso que el ministro extremase hasta la locura la paradoja del jugador. Sería preciso que fuera realmente, hasta el final, un hombre sin principios, incluso sin este principio, el último, el que nos queda a la mayoría, que es simplemente una sombra de necedad. Si cae en la pasión, encontrará a la reina gEnerosa, digna de respeto y amor: lo cual es completamente idiota pero lo salvará. Si cae en el odio puro y simple, intentará asestar su golpe de modo eficaz. Realmente sólo si su Dasein se desprende completamente de toda inscripción en un orden cualquiera, incluyendo un orden íntimo, el de su despacho, el de su mesa, realmente sólo en este caso tendrá que apurar el cáliz hasta las heces.

Podríamos llegar a escribir todo esto con alia, beta, gamma minúsculas. Todo aquello que podría servir para definir a los personajes como reales-cualidades, temperamento, herencia, nobleza-en este asunto no sirve para nada. Cada cual es definido en cada momento, y hasta en su actitud sexual, por el hecho de que una carta siempre llega a destino.