Seminario 2: Clase 5, Homeostasis e insistencia, 15 de Diciembre de 1954

Idolatría. Auto-cuenta del sujeto. Heterotopía de la conciencia. El análisis del yo no es el análisis del inconsciente al revés.

Si quisiera expresar con una imagen lo que aquí buscamos, comenzaría por alegrarme de que, estando las obras de Freud a nuestro alcance, no me veo obligado, salvo inesperada intervención de la divinidad, a ir a buscarlas en algún Sinaí; dicho de otro modo, a dejarlos solos demasiado pronto. A decir verdad, en lo más denso del texto de Freud vemos siempre reproducirse algo que, sin ser exactamente la adoración del becerro de oro, es sin embargo una idolatría. Lo que aquí procuro hacer es arrancarlos de ella de una vez para siempre. Espero hacer lo suficiente para que un día desaparezca vuestra inclinación a utilizar formulaciones con imagenes en demasía.

En su exposición de anoche, nuestro estimado Leclaire no se prosternó quizás ante el becerro, pero algo de eso hubo. Todos ustedes lo percibieron: el hecho de que mantenga ciertos términos de referencia es de esa índole. La necesidad de utilizar imagenes es por cierto válida en la exposición científica, así como en otros terrenos, pero quizá no tanto como se cree. Y en ningún sitio encubre más trampas que en el dominio donde nos hallamos, el de la subjetividad. Cuando se habla de la subjetividad, la dificultad radica en no entificar al sujeto.

Opino que, con el propósito de mantener en pie su construcción-y este propósito explica que nos haya presentado su modelo como una pirámide, bien asentada sobre su base y no sobre su vértice-, Leclaire nos ha hecho del sujeto un ídolo No pudo dejar de representarlo.

Esta reflexión viene a insertarse oportunamente en el proceso de nuestra demostración, centrada en la pregunta: ¿Qué es el sujetos, que se plantea simultáneamente, a partir de la aprehensión ingenua y de la formulación científica, o filosófica, del sujeto.

Retomemos las cosas en el punto en que los dejé la vez pasada, es decir, el momento en que el sujeto aprehende su unidad.

El cuerpo fragmentado encuentra su unidad en la imagen del otro, que es su propia imagen anticipada: situación dual donde se esboza una relación polar pero no-simétrica. Esta disimetría ya nos está indicando que la teoría del yo en psicoanálisis no coincide en forma alguna con la concepción docta del yo, la cual, por el contrario, se asocia a una cierta aprehensión ingenua que antes califiqué como propia de la psicología, históricamente fechable, del hombre moderno.

Interrumpí en el momento en que les mostraba que este sujeto, en definitiva, es nadie

El sujeto es nadie. Está descompuesto, fragmentado. Se bloquea, es aspirado por la imagen, a la vez engañosa y realizada del otro, o también su propia imagen especular. Ahí, encuentra su unidad. Adueñándome de una referencia tomada del más moderno de esos ejercicios maquinísticos que tanta importancia poseen en el desarrollo de la ciencia y el pensamiento, les representé esta etapa del desarrollo del sujeto con un modelo que ofrece la carácterística de no idolificarlo en forma alguna.

En el punto en que los dejé, el sujeto estaba en ninguna parte. Teníamos nuestras dos pequeñas tortugas mecánicas, una de las cuales estaba bloqueada ante la imagen de la otra. Supusimos, en efecto, que mediante una parte reguladora de su mecanismo-la célula fotoeléctrica, por ejemplo; pero dejemos eso, no estoy aquí para hacerles cibernética, ni siquiera imaginaria-, la primera máquina dependía de la imagen de la segunda, estaba suspendida de su funcionamiento unitario y, por consiguiente, cautivada por sus  movimientos.

De ahí un círculo, que puede ser amplio, pero cuyo enlace esencial está dado por esa relación imaginaria entre dos.

Les hice ver las consecuencias de este círculo en lo tocante al deseo. Entendámonos: ¿cuál podría ser el deseo de una máquina si no el de volver a beber en las fuentes de energía? Una máquina no puede más que alimentarse, y esto es lo que hacen los nobles animalitos de Grey-Walter. No se han construido, y tampoco concebido, máquinas que se reprodujesen: ni siquiera se estableció un esquema de su sistema de símbolos. Por lo tanto, el único objeto de deseo que podemos suponer en una máquina es su fuente de alimentación. Pues bien: si cada una está fijada sobre el punto a donde va la otra, habrá necesariamente colisión en alguna parte.

A este punto habíamos llegado.

Supongamos ahora en nuestras máquinas un aparato de registro sonoro, y supongamos que una gran voz-bien podemos pensar que alguien vigila su funcionamiento, el legislador-interviene para regular la danza que hasta el momento no era más que una ronda y podía desembocar en resultados catastróficos. Se trata de introducir una regulación simbólica, cuyo esquema tienen ustedes en la subyacencia matemática inconsciente de los intercambios de las estructuras elementales. La comparación termina aquí, porque no vamos a entificar al legislador: sería un ídolo más.

Dr. LECLAiRE:-Discúiperne, pero querría dar una respuesta. Si mostré propensión a idolificar al sujeto es porque pienso que es necesario, que no se puede hacer otra cosa.

Pues bien, es usted un pequeño idólatra. Bajo del Sinaí y rompo las Tablas de la Ley.

Dr. LECLAiRE:-Déjeme terminar. Tengo la impresión de que al rechazar esa entificación, muy consciente, del sujeto, tendemos, y usted, tiende, a trasladar dicha idolificación a otro punto. No se tratará entonces del sujeto, sino del otro, de la imagen, del espejo.

Lo sé. Usted no es el único. Sus preocupaciones trascendentalistas lo llevan a cierta idea  sustancialista del inconsciente. Otros tienen una concepción idealista, en el sentido del idealismo crítico, pero también piensan que hago volver aquello que expulso. Aquí hay más de uno formado en la filosofía, digamos, tradicional, y para quien la aprehensión de la conciencia por sí misma es uno de los pilares de su concepción del mundo. Esto es algo que indudablemente no se puede tratar a la ligera, y la vez pasada les advertí perfectamente que daba el paso de cortar el nudo gordiano, optando por dejar radicalmente de lado todo un punto de vista. Alguien que se encuentra aquí, y cuya identidad no tengo por qué revelar, después de mi última conferencia me dijo: Esa conciencia, me parece que tras habérnosla maltratado mucho, usted la reintroduce con esa voz que restablece el orden, y que regula la danza de las máquinas.

Nuestra deducción del sujeto exige, sin embargo, que situemos esa voz en alguna parte del juego  interhumano. Decir que es la voz del legislador sería, sin duda, una idolificación, de un orden elevado ciertamente, pero indubitable. ¿No es más bien la voz Qui se connaît quand elle soune / N’etre plus la voix de personne / Tant que des ondas et des bois? ver nota

Valéry está hablando aquí del lenguaje. Y tal vez, en efecto, en última instancia habría que reconocer esa voz como la voix de personne.

Por eso en el encuentro pasado opté por decirles que nos vemos llevados a exigir que la palabra ordenadora la tome la máquina. Y, apresurándome, como sucede a veces al final de un discurso que tengo que cerrar, pero cuya reanudación debo a la vez esbozar, decía lo siguiente: supongan que la máquina pueda contarse a sí misma. En efecto, para que funcionen las combinaciones matemáticas que ordenan los  intercambios objetales-en el sentido en que antes los definí-es preciso que en la combinatoria cada una de las máquinas pueda contarse a sí misma.

¿Qué quiero decir con esto?

¿Dónde se cuenta a sí mismo el individuo en función subjetiva, sino en el inconsciente? Es éste uno de los fenómenos más manifiestos que descubre la experiencia freudiana.

Consideren el muy curioso juego que Freud menciona al final de la Psicopatología de la vida cotidiana, y que consiste en invitar al sujeto a que diga números al azar. Las asociaciones que al respecto se le ocurren ponen al descubierto significaciónes que resuenan tan bien con su rememoración, su destino, que, desde el punto de vista de las probabilidades, su elección va mucho más allá de todo lo que puede esperarse del puro azar.

Si los filósofos me ponen en guardia contra la materialización del fenómeno de la conciencia, porque nos hace perder un inestimable punto de apoyo para la aprehensión de la originalidad radical del sujeto-esto, en un mundo estructurado a lo Kant, e incluso a lo Hegel, porque Hegel no abandonó la función central de la conciencia aunque nos permita librarnos de ella-, por mi parte pondré en guardia a los filósofos contra una ilusión no desvinculada de la que pone en evidencia ese test tan significativo, divertido, y tan de su época, llamado Binet y Simon.

Se espera detectar la edad mental de un sujeto-la verdad sea dicha, una edad mental no tan efímera-proponiendo a su aceptación frases absurdas como, por ejemplo, la siguiente: Tengo tres hermanos, Pablo, Ernesto y yo. Hay ciertamente una ilusión de esta clase en el hecho de creer que la circunstancia de que el sujeto se cuente a sí mismo sea una operación de conciencia, una operación atribuida a una intuición de la conciencia transparente a sí misma. El modelo no es por lo demás unívoco, y no todos los filósofos lo describieron en la misma forma.

No pretendo criticar la forma en que esto se hace en Descartes, porque ahí la dialéctica está gobernada por un objetivo, la demostración de la existencia de Dios, de suerte que, a fin de cuentas, al cogito se le da un valor existencial fundamental aislándolo arbitrariamente.

En cambio, no sería difícil probar que, desde el punto de vista existencialista, la aprehensión de la conciencia por sí misma está, en último extremo, desamarrada de cualquier aprehensión existencial del yo. El yo no se muestra ahí más que como una experiencia particular, ligada a condiciones objetivables, en el seno de esa inspección que se cree es sencillamente la reflexión de la conciencia sobre sí misma. Y el fenómeno de la conciencia no posee ningún carácter privilegiado en una tal aprehensión.

Se trata de librar nuestra noción de la conciencia de toda hipoteca en cuanto a la aprehensión del sujeto por sí mismo. Es un fenómeno no diré contingente en relación con nuestra deducción del sujeto, sino heterotópico, y por esta razón me entretuve dándoles un modelo del propio mundo físico. En los fenómenos subjetivos verán que la conciencia aparece siempre con una gran irregularidad. En la inversión de perspectiva que impone el análisis, su manifestación aparece siempre ligada a condiciones más físicas, materiales, que psíquicas.

Así, ¿acaso no incumbe el fenómeno del sueño al registro de la conciencia? Un sueño es algo consciente. Ese tornasol imaginario, esas imagenes cambiantes son por entero de igual índole que ese lado ilusorio de la imagen sobre el que insistimos a propósito de la formación del yo. El sueño se asemeja mucho a una lectura en el espejo, procedimiento de adivinación de los más antiguos y que también puede emplearse en la técnica hipnótica. Fascinándose en un espejo, y de preferencia un espejo tal como fue siempre, desde el comienzo de la humanidad hasta una época relativamente reciente: más oscuro que claro, espejo de metal pulido, el sujeto puede lograr revelarse a sí mismo muchos elementos de sus fijaciones imaginarias. Entonces, ¿dónde está la conciencia? ¿En qué sentido buscarla, situarla? En más de un pasaje de su obra Freud plantea el problema en términos de tensión psíquica, y procura saber segun que mecanismos es investido y desinvestido el sistema conciencia. Su especulación-vean el Proyecto y la Metapsicología-lo lleva a considerar que es una necesidad discursiva considerar al sistema conciencia como excluido de la dinámica de los sistemas psíquicos. El problema queda para él sin resolver, y deja al futuro la tarea de aportar al respecto una claridad que se le escapa. Tropieza, manifiestamente, con un callejón sin salida.

Aquí estamos, pues, confrontados con la necesidad de un tercer polo, que es precisamente lo que nuestro amigo Leclaire intentaba sostener ayer en su esquema triangular.

Es verdad, nos hace falta un triángulo. Pero hay mil formas de operar sobre un triángulo. Un  triángulo no es por fuerza una figura sólida que descansa sobre una intuición. También es un sistema de relaciones. En matemáticas, realmente sólo se empieza a manejar el triángulo a partir del momento en que, por ejemplo, ninguno de sus bordes tiene privilegio.

Aquí estamos, pues, en busca del sujeto en tanto que se cuenta a sí mismo. El problema es saber dónde está. Que esté en el inconsciente, al menos para nosotros, analistas, creo es a lo que los he conducido en el punto al que estoy llegando.

Sr. LEFEBVRE-PONTALIS: a Dos palabras, pues creo haberme reconocido en el anónimo interlocutor que le hizo notar que tal vez estaba usted escamoteando la conciencia comienzo sólo para reencontrarla mejor al final. Nunca dije que el cogito fuera una verdad intocable, y que se podía definir al sujeto por esa experienaa de transparencia total de sí a sí mismo Nunca dije que la conciencia agotara toda la subjetividad, lo cual por otra parte sería realmente difícil con la fenomenología y el psicoanálisis, sino simplemente que el cogito representaba una suerte de modelo de la subjetividad, es decir que hacía muy sensible la idea de que tiene que haber alguien para quien la palabra como tiene un sentido. Y esto parecía usted omitirlo. Porque cuando escogió su fábula de la desaparición de los hambres, sólo olvidó una cosa: que era preciso que los hombres volviesen, para captar la relación entre el reflejo y la cosa reflejada Si no, si se considera el objeto en sí mismo y la película registrada por la cámara, no es más que un objeto. No es un testigo, no es nada. De igual modo, en el ejemplo de los números dichos al azar, para que el sujeto se percata de que estos números dichos por él al azar no son tan casuales, hace falta un fenómeno que podemos llamar como usted quiera, pero que se me parece mucho a la conciencia. No se trata simplemente del reflejo de lo que el otro le dice. Me es difícil ver por qué es tan importante demoler la conciencia si al final se la vuelve a traer.

Lo importante no es demoler la conciencia: no buscamos producir aquí estrepitosas caídas de vidrios. Se trata de la extrema dificultad de dar mediante la experiencia analítica una formulación del sistema de la conciencia que corresponda a lo que Freud llama referencia energética, de la dificultad para situarla en el interjuego de los diferentes sistemas psíquicos

Este año, el objeto central de nuestro estudio es el yo. Hay que despojar al yo del privilegio que recibe de una cierta evidencia; de mil maneras trato de indicarles que esta evidencia no es sino una  contingencia histórica. El lugar que ha ocupado en la deducción filosófica es una de sus más claras manifestaciones. La noción del yo extrae su evidencia actual de un cierto prestigio conferido a la conciencia en tanto que experiencia única, individual, irreductible. La intuición del yo guarda, en cuanto centrada sobre una experiencia de conciencia, un carácter cautivante, del que es menester desprenderse para acceder a nuestra concepción del sujeto.

Intento apartarlos de su atracción, a fin de permitirles captar finalmente dónde está, para Freud, la realidad del sujeto. En el inconsciente, excluido del sistema del yo, el sujeto habla.

La cuestión es saber si entre los dos sistemas, el sistema del yo-del que en determinado momento Freud llegó a decir que era lo único organizado que había en el psiquismo-y el sistema del inconsciente, hay equivalencia. ¿Acaso es su oposición del orden de un sí y un no, de una inversión, de una pura y simple negación? Sin duda alguna el yo nos dice muchas cosas por la vía de la Verneinung. ¿Por qué razón, ya que estamos, no vamos a leer simplemente el inconsciente cambiando de signo todo lo que se relata? Todavía no se ha llegado a eso, pero sí a algo similar.

La introducción de su nueva tópica por Freud fue entendida como el regreso del viejo y querido yo; hay textos, y de los mejores analistas, que lo atestiguan, hasta Los mecanismos de defensa de Anna Freud, escritos diez años después. Fue una verdadera liberación, una explosión de júbilo: ¡Ah, por fin de vuelta, Vamos a poder ocuparnos de él, no sólo tenemos el derecho, también es lo aconsejado. Así se expresa la señorita Freud al comienzo de los Mecanismos de defensa. Debe decirse que el hecho de ocuparse de otra cosa en lugar del yo era para los analistas una experiencia hasta tal punto extraña, que lo sentían como una prohibición de ocuparse de él.

Es evidente que Freud siempre habló del yo. Y esta función le interesó siempre muchísimo, en tanto que exterior al sujeto. ¿En el análisis de las resistencias encontramos el equivalente de lo que llaman análisis del material? ¿Operar sobre las formas de actuar del yo, o explorar el inconsciente, acaso son del mismo orden? ¿Son complementarios los dos sistemas? ¿Son los mismos, sólo que con el signo cambiado? El inconsciente y lo que contraría su revelación, ¿son como el revés y el derecho? Si es así, es entonces legítimo hablar, como se abrevió a hacerlo un analista, El Dorado, de egología inconsciente.

Estoy aludiendo a su lindo artículo publicado en el Psychounalytic Quaterly, volumen VIII, que pone en primer plano, como clave esencial de esta egología, el rid principle. Es un principio nuevo en la teoría analítica, y lo volverán a hallar bajo mil aspectos, pues actualmente guía la actividad de la mayor parte de los analistas: To rid quiere decir librarse de algo, to rid of, evitar. Este nuevo principio regiría de arriba abajo todas las manifestaciones del sujeto. Preside tanto el más elemental proceso estímulo-respuesta-la rana aparta la pizca de ácido que le ponen en la pata mediante un reflejo cuyo carácter espinal puede demostrarse fácilmente cortándole la cabeza-, como las reacciónes del yo. Inútil es decir que las referencias a la conciencia quedan abandonadas por completo, y si procedí como lo hice fue sólo con fines heurísticos. Esésta una posición extremista, particularmente útil por cuanto expresa con coherencia ideas habitualmente encubiertas. Pues bien, si algo quiere decir Freud al introducir su nueva tópica, es justamente lo contrario. Para él se trata de recordar que entre el sujeto del inconsciente y la organización del yo no sólo hay disimetría absoluta: hay diferencia radical.

Les ruego lean a Freud. Van a disponer de tres semanas. Y mientras adoran al becerro de oro retengan un librito de la ley en la mano: lean Más allá del principio del placer utilizando como pequeña clave la introducción que les doy. Verán que, o no tiene ninguna clase de sentido, o su sentido es exactamente el que yo digo.

Hay un principio del que hemos partido hasta ahora, dice Freud, el de que el aparato psíquico, en tanto que organizado, se coloca entre el principio del placer y el principio de realidad. Freud, desde luego, no tiene una mente inclinada a la idolificación. Nunca creyó que en el principio de realidad no había principio de placer. Porque si se obedece a la realidad, es porque el principio de realidad es un principio de placer de efecto retardado. Inversamente, si el principio de placer existe, es conforme a cierta realidad: esta realidad es la realidad psíquica.

Si el psiquismo tiene un sentido, si hay una realidad llamada realidad psíquica, o, en otros términos, si hay seres vivos, esto es en la medida en que existe una organización interna que tiende hasta cierto punto a oponerse al paso libre e ilimitado de las fuerzas y descargas energéticas como las que podemos suponer, de una manera puramente teórica, entrecruzándose en una realidad inanimada. Hay un recinto cerrado en el interior del cual se mantiene un determinado equilibrio, por efecto de un mecanismo ahora llamado homeostasis, el cual amortigua, atempera la irrupción de las cantidades de energía provenientes del mundo exterior.

Denominemos a esta regulación función restitutiva de la organización psíquica. La pata de rana nos ofrece una idea de ella, en un nivel muy elemental. No hay únicamente descarga sino movimiento de retirada, lo cual da fe del funcionamiento todavía muy primitivo de un principio de restitución, de equilibración de la máquina.

Freud no dispone del término homeostasis y emplea el de inercia: hay aquí un eco de fechnerismo. ¿Sabían que Fechner tiene dos caras? Por un lado, es el psicofísica que afirma que sólo los principios físicos permiten simbolizar las regulaciones psíquicas. Pero hay otra cara de Fechner, mal conocida y singular. Fechner llega muy lejos en el estilo subjetivación universal, y seguramente habría hecho una lectura realista de mi fabulita del otro día, lo cual estaba muy lejos de mis intenciones. No les dije que el reflejo de la montaña en el lago era un sueño del cosmos, pero podrían encontrar esto en Fechner.

Descarga y retorno a la posición de equilibrio: esta ley de regulación vale para los dos sistemas, postula Freud. Pero por eso mismo se ve llevado a preguntarse: ¿cuál es la relación entre estos dos sistemas? ¿Se trata simplemente de que lo que es placer en uno es displacer en el otro, y a la inversa? Si los dos sistemas fueran inversos el uno del otro tendría que llegarse a una ley general de equilibrio, y, por una vez, habría un análisis del yo que sería el análisis del inconsciente al revés. Este es, considerado en forma teórica, el problema que planteé hace un momento.

Aquí Freud se percata de que algo no satisface el principio del placer. Se percata de que lo que sale de uno de los sistemas -el del inconsciente tiene una insistencia, ésta es la palabra que quería introducir, muy particular. Digo insistencia porque la palabra expresa bien, de una manera familiar, el sentido de lo que en francés se tradujo por automatismo de repetición, Wiederbolungszwang. La palabra automatismo nos trae los ecos de toda una ascendencia neurológica. No es así como debe entendérselo. Se trata de compulsión a la repetición, y por eso creo hacer algo concreto introduciendo la noción de insistencia.

Este sistema tiene algo que molesta. Es disimétrico, no pega. Algo escapa en él al sistema de ecuaciones y a las evidencias pertenecientes a las formas del pensamiento del registro de la energética, instauradas a mediados del siglo diecinueve.

Anoche el profesor Lagache les soltó, quizá con cierta rapidez, la estatua de Condillac. Nunca insistiré suficientemente que relean el Tratado de las sensaciones. Ante todo porque es una lectura absolutamente encantadora, de un estilo de época inimitable. Verán allí que mi estado primitivo de un sujeto que está en todas partes, y que en cierto modo es la imagen visual, tiene su ancestro. En Condillac, el aroma a rosas parece un punto de partida perfectamente sólido del que hay que extraer, aparentemente sin la menor dificultad, cual conejo del sombrero, toda la edificación psíquica.

Los saltos de su razonamiento nos dejan consternados, pero a sus contemporáneos no les pasaba lo mismo: Condillac no era un delirante. ¿Por qué no formula, podemos preguntarnos, el principio del placer? Porque, como diría Perogrollo, no tiene la fórmula, pues él es anterior a la máquina de vapor. Fue necesaria la época de la máquina de vapor, su explotación industrial, proyectos de administración, balances para preguntarse: ¿qué rinde una máquina?

En Condillac y en otro de ella sale más de lo que se puso dentro. Eran metafísicos A pesar de lo que se pueda pensar -el discurso que pronuncio, en general no está teñido de una tendencia progresista-, existen emergencias en el orden del símbolo. En cierto momento se advirtió que antes de sacar un conejo del sombrero primero había que meterlo. Es el principio de la energética, y por eso la energética es también una metafísica.

El principio de homeostasis obliga a Freud a inscribir todo lo que deduce en términos de investidura, carga, descarga, relación energética entre los diferentes sistemas. Ahora bien, se da cuenta de que allí dentro hay algo que no funciona. Más allá del principio del placer, es eso, ni más ni menos.

Examina primero un punto muy local, el conocido fenómeno de la repetición de sueños en el caso de las neurosis traumáticas, que contraviene la regla del principio del placer encarnada, a nivel del sueño, en el principio de la realización imaginaria del deseo. Freud se dice: ¿Por qué diablos hay en este caso una excepción? Pero no hay una sola excepción que pueda poner en tela de juicio algo tan fundamental como el principio del placer, que es el principio de regulación que permite inscribir en un sistema coherente de formulaciones simbólicas el funcionamiento concreto del hombre considerado como una máquina. Este principio no se deduce de su teoría, está en la base de su pensamiento, en la medida en que en su época se piensa en ese preciso registro. Asimismo, si leen el texto verán que a Freud, de las diferentes excepciones que invoca, ninguna le parece del todo suficiente para poner este principio en tela de juicio. Pero las excepciones, consideradas como un conjunto, le parecen convergentes.

Me anunciaban hace un momento que acabaría por encallar, y que al sujeto lo encontraríamos en alguna parte, en estado de ídolo. ¿Estamos jugando aquí a la sortija? En todo caso, Freud lo hace. Porque el fenómeno mismo sobre el cual se basa el análisis es el siguiente: apuntando a la rememoración, encontrémosla o no, hallamos la reproducción, bajo la forma de la transferencia, de algo que pertenece manifiestamente al otro sistema.

Dr. LECLAIRE:-Quisiera responder globalmente porque me siento un poco aludido. Creo que usted me reprocha sobremanera el haber sacado el conejo del sombrero en el que lo había puesto. Pero, en fin, no estoy tan seguro de que lo haya puesto yo. Lo saqué, pero no lo puse. Esto es lo primero que le quería decir, y no es todo. Lo segundo es lo siguiente. A propósito del sujeto del inconsciente, usted me acusó de idolificación; pues bien, yo dije que lo figuré, aunque, para ser rigurosos, al igual que Jehová, no debía ser ni figurado ni nombrado. Sin embargo lo figuré, sabiendo lo que hacía. Tengo la sensación de que usted pone la idolificación del lado del otro.

 Es ciEstimado Leclaire, me parece que muchos no le han sentido aquí tan enjuiciado como usted mismo.erto, reconozco, y hasta rindo honores, al hecho de que usted hizo las cosas como dice, sabiendo lo que hacía. Lo que usted hizo ayer demostraba mucho dominio, usted sabía perfectamente lo que hacía, no lo hizo de una manera inocente. Ese es su gran mérito. Dicho esto, en cuanto a lo que propone actualmente, vamos a ver si es cierto. Lo que acaba de anunciarme como escollo es más que evitable: ya fue evitado.

Dr. LECLAIRE:-Tengo simplemente la sensación de que el fenómeno de evitamiento se produce cada vez que se habla del sujeto. Es una especie de reacción, cada vez que se habla del sujeto.

Evitamiento, ¿qué quiere usted decir?

LECLAIRE:-Ridence, el mismo que antes.

En esto, se lo ruego, no nos perdamos. No es el mismo evitamiento.

Hay una función restitutiva, que es la del principio del placer. Pero hay también una función repetitiva. ¿ Cómo se articulan?

El sujeto puede reproducir indefinidamente una experiencia, de la que descubren ciertas cualidades por medio de la rememoración. Dios sabe cuánto trabajo les cuesta entender qué satisface en ella al sujeto. Ya lo expliqué, hace algunos años, respecto del Hombre de los lobos. ¿Qué es esa insistencia del sujeto en reproducir? ¿Reproducir qué? ¿Está en su conducta? ¿Está en sus fantasmas? ¿Está en su carácter? ¿Está incluso en su yo? Cualquier cosa, registros sumamente diferentes pueden servir como material y elementos para esa reproducción.

La reproducción en la transferencia en el seno del tratamiento no es, a todas luces, más que un caso particular de una reproducción mucho más difusa, con la que hay que vérsela en lo que llaman análisis del carácter, análisis de la personalidad total, y otras gansadas.

Freud se pregunta qué significa, desde el punto de vista del principio del placer, el carácter inagotable de dicha reproducción. ¿Se produce porque hay algo descompuesto, o bien obedece a un principio diferente, más fundamental?

Dejo abierta la pregunta: ¿cuál es la naturaleza del principio que regula aquello de que se trata, vale decir, el sujeto? ¿Es éste asimilable, reducible, simbolizable ? ¿Es algo ? ¿ O bien no puede ser ni nombrado ni aprehendido, sino únicamente estructurado ?

Este será el tema de las lecciónes de nuestro próximo trimestre.