Seminario 3: Clase 17, Metáfora y Metonimia (I): «Su gavilla no era avara ni odiosa», 2 de Mayo de 1956

La verdad del Padre. La invasión del significante. Sintaxis y metáfora. La afasia de Wernicke.

Sie lieben also den Wahn wie sich selbst: das ist das Geheimnis. Esta frase está recogida en las cartas a Fliess, donde vemos esbozarse con singular relieve los temas que aparecerán sucesivamente en la obra freudiana.

¿Tendríamos el estilo de Freud sin estas cartas? Sí, a pesar de todo, pero ellas nos enseñan que ese estilo nunca sufrió inflexión alguna, y que no es más que la expresión de lo que orienta y vivifica su investigación. Todavía en 1939, cuando escribe Moisés y el Monoteísmo, se siente que su interrogación apasionada no disminuyó, y que siempre del mismo modo encarnizado, casi desesperado, se esfuerza por explicar cómo el hombre, en la posición misma de su ser, puede ser tan dependiente de esas cosas para las que manifiestamente no está hecho en lo más mínimo. Esto está dicho y nombrado: se trata de la verdad.

Releí Moisés y el Monoteísmo a fin de preparar la presentación que se me encargó hacer dentro de dos semanas de la persona de Freud. Me parece que puede encontrarse en él una vez más la confirmación de lo que intento hacer ver, a saber, que el análisis es absolutamente inseparable de una pregunta fundamental acerca del modo en que la verdad entra en la vida del hombre. La dimensión de la verdad es misteriosa, inexplicable, nada permite captar decisivamente su necesidad, pues el hombre se acomoda perfectamente a la no-verdad. Intentare mostrar que esta es la pregunta que hasta el final atormenta a Freud en Moisés y el Monoteísmo.

Se siente en este librito el gesto que renuncia y el rostro que se cubre. Aceptando la muerte, continua. La interrogación renovada en torno a la persona de Moisés, a su miedo hipotéticos, no tiene otra razón de ser más que la de responder al problema de saber por que vía la dimensión de la verdad entra de manera viviente en la vida, en la economía del hombre. Freud responde que es por intermedio de la significación ultima de la idea del padre.

El padre es una realidad sagrada en si misma, más espiritual que cualquier otra, porque, en suma, nada en la realidad vivida indica, hablando estrictamente, su función, su presencia, su dominancia. ¿Como la verdad del padre, como esa verdad que Freud mismo llama espiritual, llega a ser promovida a un primer plano? La cosa sólo es pensable a través del rodeo de ese drama a-historico, inscrito hasta en la carne de los hombres en el origen de toda historia: la muerte, el asesinato del padre. Mito, evidentemente, mito muy misterioso, imposible de evitar en la coherencia del pensamiento de Freud. Hay allí algo velado.

Todo nuestro trabajo del año pasado confluye aquí: no puede negarse el carácter inevitable de la intuición freudiana. Las críticas etnográficas no dan en el clavo. Se trata de una dramatización esencial por la cual entra en la vida una superación interna del ser humano: el símbolo del padre.

La naturaleza del símbolo está aún por esclarecerse. Nos acercamos a su esencia situándola en el mismo punto de génesis que el instinto de muerte. Expresamos una sola y misma cosa. Tendemos hacia un punto de convergencia: ¿que significa esencialmente el símbolo en su papel significante ? ¿Cuál es la función inicial y original, en la vida humana, de la existencia del símbolo en tanto significante puro?

Esta pregunta nos hace volver a nuestro estudio sobre las psicosis.

La frase que escribí en la pizarra es carácterística del estilo de Freud, y se las doy para que guardemos su vibración.

Freud habla en esa carta de las diferentes formas de defensa. Es una palabra demasiado gastada en nuestro uso común como para no preguntar, en efecto: ¿quien se defiende?, ¿que se defiende?, ¿ contra qué se defiende uno ? La defensa en psicoanálisis se dirige contra un espejismo, una nada, un vacío, y no contra todo lo que existe y pesa en la vida. Este enigma último está velado por el fenómeno mismo en el momento preciso en que lo captamos. Esta carta muestra por vez primera, y de manera particularmente clara, los diferentes mecanismos de las neurosis y las psicosis.

Sin embargo, en el momento de llegar a la psicosis, es como si Freud fuese atrapado por un enigma más profundo. Dice: Los paranoicos, los delirantes, los psicóticos, aman el delirio como se aman a sí mismos.

Hay allí un eco, al que debe dársele todo su peso, de lo dicho en e! mandamiento: amad a vuestro prójimo como a vosotros mismos.

El sentido del misterio nunca falta en el pensamiento de Freud. Es su inicio, su medio y su final. Creo que si lo dejamos disiparse, perdemos lo esencial del camino mismo en que todo análisis debe estar fundado. Si perdemos un instante el misterio, nos perdemos en una nueva forma de espejismo.

Freud tuvo el sentimiento profundo de que, en las relaciones del sujeto psicótico con su delirio, algo rebasa el juego del significado y las significaciónes, el juego de lo que llamaremos más tarde las pulsiones del id. Hay ahí una afección, una vinculación, una presentificación esencial, cuyo misterio sigue casi intacto para nosotros; el delirante, el psicótico se aferra a su delirio como a algo que es él mismo.

Con esta vibración en el oído abordamos nuevamente el problema de la vez pasada, en lo concerniente a la función economice que adquiere la relación de lenguaje en la forma y en la evolución de la psicosis.

Partamos de los datos que son las frases que Schreber dice escuchar, frases provenientes de esos seres intermediarios, diversos en su naturaleza, los vestíbulos del cielo, las almas difuntas o las almas bienaventuradas, esas sombras, esas formas ambigüas de seres desposeídos de su existencia y portadores de voz.

La parte plena de la frase, donde están las palabras-núcleo, como se expresa el lingüista, que dan el sentido de la frase, no es vivida como alucinatoria. Al contrario, la voz se detiene para obligar al sujeto a proferir la significación en juego en la frase.

Ahora, es el momento… ¡de doblegarlo! Esta es la expresión Implícita que tiene peso significativo. Nuestro sujeto nos hace saber que no esta alucinado. Esta colocado en el vilo, en lo que queda de vacío después de la parte gramatical o sintáctica de la frase, formada por palabras auxiliares, articulatorias, conjuntivas o adverbiales, y verbalizabas de manera súbita y como exterior, en tanto frase del otro. Es una frase de ese sujeto a la vez vacío y pleno, que llamé el entre-yo (je) del delirio.

Entonces, es ahora demasiado según la concepción de las almas. Esta concepción de las almas tiene toda su función en lo que es verbalizado por instancias algo superiores, según Schreber, a los sujetos portadores de estribillos machacados de memoria, formados por palabras que considera vacías. Alude a nociones funcionales que descomponen sus diversos pensamientos. Una psicología tiene cabida, en efecto, en el interior de su delirio, una psicología dogmática que las voces que lo interpelan exponen, explicándole cómo están hechos sus pensamientos.

En particular, lo implícito asumió forma alucinatoria y no es dado en voz alta en la alucinación, es el pensamiento principal. La vivencia delirante del sujeto da en sí misma su esencia en el fenómeno. Indica que el fenómeno vivido de la alucinación, elemental o no, carece del pensamiento principal. Nosotros, los rayos carecemos de pensamientos, vale decir de lo que significa algo.

En relación a la cadena, si puede decirse así, del delirio, el sujeto parece a la vez agente y paciente. El delirio es más sufrido que organizado por él. Desde luego, como producto terminado, este delirio hasta cierto punto puede ser calificado de locura razonarte, en el sentido de que su articulación en algunos aspectos es lógica, pero desde un punto de vista secundario. Que la locura alcance una síntesis de esta índole, no es un problema inferior al de su existencia misma. Esto se produce en el curso de una génesis que parte de elementos quizá groseros de esta construcción, pero que, en su forma original, se presentan como cerrados, e incluso como enigmáticos. .

Hay primero algunos meses de incubación prepsicótica en que el sujeto está en un estado profundamente confusional. Es el momento en que se producen los fenómenos de crepúsculo del mundo, que carácterizan el inicio de un período delirante. A mediados de Marzo de 1894, entró en el sanatorio de Flechsig. A mediados de Noviembre del 93, comienzan los fenómenos alucinatorios, las comunicaciones verbalizabas que atribuyen a los diversos escalones de ese mundo fantasmático, formado por dos pisos de la realidad divina, el reino anterior de Dios y el reino posterior, y de todo tipo de entidades que están en vías de una reabsorción más o menos avanzada en esa realidad divina.

Esas entidades, que son las almas, van en sentido opuesto a lo que llama el orden del universo, noción fundamental en la estructuración de su delirio. En lugar de tomar el camino de reintegrarse en el Otro absoluto, toman, en cambio, el de vincularse con Schreber mismo, de acuerdo a formas que varían en el curso de la evolución del delirio. En el origen, vemos expresado con claridad, en su experiencia vivida, el fenómeno de la introyección, cuando dice que el alma de Flechsig le entra de ese modo, y que se asemeja a filamentos de una telaraña, suficientemente gruesa como para serle inasimilable, que vuelve a salir por su boca. Este es una especie de esquema vivido de la introyección, que se atenuará más adelante y que se pulirá adquiriendo una forma más espiritualizada.

De hecho, Schreber estará cada vez más y más integrado a esa palabra ambigüa con la que hace cuerpo y a la que responde con todo su ser. La ama, literalmente, como a sí mismo. Este fenómeno apenas puede calificarse de diálogo interior, pues la significación de la preeminencia del juego del significante, cada vez más vaciado de significación, gira precisamente en torno a la existencia del otro.

¿Cuál es la significación de esta invasión del significante que tiende a vaciarse de significado a medida que ocupa más y más lugar en la relación libidinal, e inviste todos los momentos, todos los deseos del sujeto?
detuve en una serie de textos que se repiten, y que seria fastidioso enumerar aquí. Algo me llamó la atención: incluso cuando las frases pueden tener un sentido, nunca se encuentra en ellas nada que se asemeje a una metáfora.

Pero, ¿que es una metáfora?

Introduzco aquí un orden de interrogación hacia el cual nunca antes se atrajo vuestra atención.

La metáfora no es una cosa sobre la cual hablar sea lo más fácil del mundo. Bossuet dice que es una comparación abreviada. Todos saben que esto no es enteramente satisfactorio, y, creo que, a decir verdad, ningún poeta lo aceptaría. Cuando digo ningún poeta, es porque podría ser una definición del estilo poético decir que éste comienza con la metáfora, y que allí donde no hay metáfora, tampoco hay poesía.

Su gavilla no era avara ni odiosa—Víctor Hugo. Esta es una metáfora. No es, indudablemente, una comparación latente, tampoco es: así como la gavilla se esparcía gustosamente entre los necesitados, así también nuestro personaje no era ni avaro ni odioso. No hay comparación sino identificación. La dimensión de la metáfora debe sernos de acceso menos difícil que a otros, con la sola condición de que reconozcamos cómo la llamamos habitualmente, a saber, identificación. Pero esto no es todo: el uso que aquí hacemos del término de simbólico lleva de hecho a reducir su sentido, a designar la sola dimensión de metáfora del símbolo.

La metáfora supone que una significación es el dato que domina y desvía, rige, el uso del significante, de tal manera que todo tipo de conexión preestablecida, diría léxical, queda desanudada. Nada en el uso del dicciónario puede, así sea por un instante, sugerir que una gavilla puede ser avara, o aún menos odiosa. Resulta claro, empero, que el uso de la lengua es susceptible de significación sólo a partir del momento en que se puede decir Su gavilla no era ni avara ni odiosa, vale decir, en que la significación arranca el significante de sus conexiones lexicales.

Esta es la ambigüedad del significante y el significado. Sin la estructura significante, es decir, sin la articulación predicativa, sin la distancia mantenida entre el sujeto y sus atributos, no podría calificarse a la gavilla de avara y odiosa. Porque hay una sintaxis, un orden primordial de significante, el sujeto es mantenido separado, diferente de sus cualidades. Está totalmente excluido que un animal haga una metáfora, aunque no tengamos razón alguna para pensar que no tenga él también la intuición de lo generoso y de lo que puede acordarle fácilmente y en abundancia todo lo que desea. Pero, en la medida en que no tiene la articulación, lo discursivo —que no es simplemente la significación, con lo que conlleva de atracción o repulsión, sino alineamiento del significante—, la metáfora es impensable en la psicología animal de la atracción, del apetito y del deseo.

Esta fase del simbolismo que se expresa en la metáfora supone la similitud, la cual se manifiesta únicamente por la posición. La gavilla puede ser identificada a Booz en su falta de avaricia y en su gEnerosidad, por el hecho de que es el sujeto de avara y odiosa. La gavilla es literalmente idéntica al sujeto Booz por su similitud de posición. Su dimensión de similitud es, sin duda, lo más cautivante del uso significativo del lenguaje, que domina hasta tal punto la aprehensión del juego del simbolismo que enmascara la existencia de la otra dimensión, la sintáctica. Sin embargo, esta frase perdería toda especie de sentido si mezcláramos el orden de las palabras.

Cuando se habla de simbolismo se descuida la dimensión vinculada a la existencia del significante, a la organización del significante.

3)
A partir de aquí, no puede dejar de ocurrírsenos, y se le ocurrió a un lingüista amigo mío—estoy hablando de Roman Jakobson—que la distribución de determinados trastornos denominados afasias, debe reverse a la luz de la oposición entre, por una parte, las relaciones de similitud, o de sustitución, o de elección y también de selección o de competencia, en suma, de todo lo que es del orden del sinónimo y, por otra, las relaciones de contigüidad, de alineación, de articulación significante, de coordinación sintáctica. Desde esta perspectiva, la oposición clásica entre afasias sensoriales y afasias motoras, criticada desde hace mucho tiempo, se ordena de manera sorprendente.

Todos conocen la afasia de Wernicke. El afásico encadena una serie de frases de carácter gramatical extraordinariamente desarrollado. Dirá: Si, comprendo. Ayer, cuando estaba allá arriba, ya dijo, y quería, le dije, no es eso, la fecha, no exactamente, no esa…

El sujeto muestra así un completo dominio de todo lo que es articulación, organización, subordinación y estructuración de la frase, pero queda siempre al margen de lo que quiere decir. Ni por un instante se puede dudar que lo que quiere decir está presente, pero no alcanza a dar una encarnación verbal de aquello hacia lo que la frase apunta. Desarrolla en torno a ella toda una franja de verbalización sintáctica, cuya complejidad y nivel de organización están lejos de indicar una perdida de atención del lenguaje. Pero, si le piden una definición, un equivalente sin siquiera querer alcanzar la metáfora, si lo enfrentan a ese uso del lenguaje que la lógica llama metalenguaje, o lenguaje sobre el lenguaje, esta perdido.

No se trata de hacer la menor comparación entre un trastorno de este tipo y lo que sucede en nuestros psicóticos. Pero, cuando Schreber escucha Factum est, y eso se detiene, es, sin duda alguna, un fenómeno que se manifiesta a nivel de las relaciones de contigüidad. Las relaciones de contigüidad dominan, como consecuencia de la ausencia o de una deficiencia de la función de equivalencia significativa mediante la similitud.

No podemos dejar de tomar en cuenta esta llamativa analogía para oponer nosotros también, bajo la doble rubrica de la similitud y la contigüidad, lo que sucede en el sujeto delirante alucinatorio. No podría ponerse mejor en evidencia la dominancia de la contigüidad en el fenómeno alucinatorio que señalando el efecto de palabra interrumpida, y de palabra interrumpida tal como precisamente es dada, es decir, como investida y, digamos, libidinalizada. Al sujeto se le impone la parte gramatical de la frase, la que sólo existe por su carácter significante y por su articulación. Esta se transforma en un fenómeno impuesto en el mundo exterior.

El afásico del que hablaba no podía ir al grano. A ello se debe su discurso en apariencia vacío, que, cosa curiosa, incluso en los sujetos con más experiencia, en los neurólogos, provoca siempre una risa embarazada. Tenemos enfrente un personaje que está ahí, sirviéndose de inmensos blablás, extraordinariamente articulados, a veces ricos en inflexiones, pero que nunca puede llegar al núcleo de lo que tiene que comunicar. El desequilibrio del fenómeno de contigüidad que pasa a primer plano en el fenómeno alucinatorio, y a cuyo alrededor se organiza todo el delirio, no deja de serle análogo.

Habitualmente, siempre colocamos el significado en un primer plano de nuestro análisis, porque es, ciertamente, lo más seductor, y lo que, en un primer abordaje, parece ser la dimensión propia de la investigación simbólica del psicoanálisis. Pero, desconociendo el papel mediador primordial del significante, desconociendo que el elemento guía es en realidad el significante, no sólo desequilibramos la comprensión original de los fenómenos neuróticos, la interpretación misma de los sueños, sino que nos volvemos absolutamente incapaces de comprender qué sucede en las psicosis.

Si un aspecto, tardío, de la investigación analítica, el concerniente a la identificación y al simbolismo, está del lado de la metáfora, no descuidemos el otro, el de la articulación y la contigüidad, con lo que en él se esboza de inicial y de estructurante en la noción de causalidad. La forma retórica que se opone a la metáfora tiene un nombre: se llama metonimia. Designa la sustitución de algo que se trata de nombrar: estamos en efecto a nivel del nombre. Se nombra una cosa mediante otra que es su continente, o una parte de ella, o que está en conexión con ella.

Si, usando la técnica de asociación verbal, tal como se practica en el laboratorio, le proponen al sujeto una palabra como choza, hay más de un modo de responder. Choza.—Quémenla. El sujeto puede también decir casucha o cabina —ahí ya está el equivalente sinonímico, si avanzamos un poquito más llegaremos a la metáfora, diciendo madriguera por ejemplo. Pero, también hay otro registro. Si el sujeto dice por ejemplo techo ya no es exactamente lo mismo. Una parte de la choza permite designarla entera, podemos hablar de una aldea de tres techos, para decir de tres casitas. Se trata ahí de evocación. El sujeto puede también decir suciedad, o pobreza. Ya no estamos en la metáfora, estamos en la metonimia.

La oposición de la metáfora y la metonimia es fundamental, ya que lo que Freud originalmente colocó en un primer plano en los mecanismos de la neurosis, al igual que en los fenómenos marginales de la vida normal o el sueño, no es ni la identificación ni la dimensión metafórica.

Todo lo contrario. De manera general, lo que Freud llama condensación en retórica se llama metáfora; lo que llama desplazamiento, es la metonimia. La estructuración, la existencia lexical del conjunto del aparato significante son determinantes para los fenómenos presentes en la neurosis, pues el significante es el instrumento con el que se expresa el significado desaparecido. Por esta razón, al atraer la atención sobre el significante, no hacemos más que volver al punto de partida del descubrimiento freudiano.

La semana que viene, retomaremos la cuestión estudiando por que en la psicosis esos juegos significantes terminan ocupando por completo al sujeto. En este caso no se trata del mecanismo de la afasia sino de cierta relación al otro como faltante, deficiente. A partir de la relación del sujeto con el significante y con el otro, con los diferentes pisos de la alteridad, otro imaginario y Otro simbólico, podremos articular esa intrusión, esa invasión psicológica del significante que se llama la psicosis.