Seminario 6: Clase 23, del 3 de Junio de 1959

Continúo mi tentativa de articular para ustedes lo que debe regular nuestra acción en el análisis, en tanto nosotros tenemos que ver con el inconsciente en el sujeto. Sé que esto no es cosa fácil, y además, no me permito todo, en la clase de formulación a la cual me gustaría llevarlos. Ocurre que mis rodeos están ligados a los sentimientos, por lo que tengo necesidad de hacerles sensible el paso del cual se trata.  No es forzoso que siempre logre que ustedes no pierdan el sentido de la ruta.

Sin embargo, les pido seguirme, tenerme confianza. Y para volver al punto donde estábamos la última vez, articulo más simplemente lo que yo he —evidentemente no sin precaución, no sin esfuerzo por evitar las ambigüedades formulado—, poniendo en primer plano el término del ser.

Y para proceder a martillazos, me pregunto, por azaroso que pueda parecer semejante fórmula, la restitución, la reintegración, en nuestros conceptos cotidianos, de términos tan importantes que, desde siglos, uno no osa abordarlos más que con una especie de temor respetuoso. Quiero hablar del Ser y del Uno… Digamos, bien entendido, es en! su empleo, el hacer la prueba de su coherencia, que lo que llamo ser, y que hasta cierto punto, yo he llegado a calificar, la última vez, como ser puro, en un cierto nivel de su emergencia, es algo que corresponde a los términos según los cuales nosotros nos ubicamos especialmente: Lo real y lo simbólico. Y aquí el ser es nada menos que esto, que no somos idealistas, que, para nosotros, como se dice en los libros de filosofía, somos de aquellos que pensamos que el ser es anterior al pensamiento, pero que, para ubicarnos, nos falta nada menos que eso, aquí en nuestro trabajo de analistas.

Lamento tener que hacer intervenir para ustedes el cielo de la filosofía, pero debo decir que no lo hago sino molesto y forzado y, después de todo, porque no encuentro nada mejor para operar.

El ser, diremos, pues, que es propiamente lo real, en tanto él se manifiesta a nivel de lo simbólico. Pero entendamos bien qué es a nivel de lo simbólico. En todo caso, para nosotros, no hemos de considerar en otra parte esto que parece tan simple —de esto que hay algo que agregar cuando decimos «el es eso», y que esto apunta a lo real, y en tanto que lo real está afirmado, o rechazado, o denegado, en lo simbólico.

Este ser no está en ninguna otra parte —que esto quede bien entendido—, sino en los intervalos, en los cortes. Y allí donde, hablando propiamente, él es el menos significante de los significantes, a saber, el corte. Que es lo mismo que afirmar que el corte se presentifica en lo simbólico. Y nosotros hablamos de ser puro. Voy a decirlo más brutalmente, porque la última vez, parece —y quiero admitirlo voluntariamente -, que ciertas fórmulas que he adelantado han parecido conclusas a algunos. El ser puro del que se trata es ese mismo ser del cual acabo de dar la definición general, y esto, en tanto que, bajo el nombre de inconsciente, de simbólico, una cadena significante subsiste según la fórmula que ustedes me permitirán adelantar: Todo sujeto es Uno.

Aquí, es necesario que les pida indulgencia, a saber, seguirme. Lo que quiere decir, simplemente, que ustedes no imaginan que lo que adelanto allí es algo que adelanto con menos precaución de lo que he adelantado el ser. Les pido que me den crédito porque, antes de hablarles, ya he advertido que lo  que voy ahora a adelantar, a saber, el Uno, no es una noción unívoca, y que los dicciónarios de filosofía les dirán que hay más de un empleo de ese término, a saber que el Uno, lo que es el todo, no se confunde en todos sus empleos, en todos sus usos, con el uno número, es decir, el uno que supone la sucesión y el orden de los números, y que se desempeña ahí como tal. Pues bien, parece, en efecto, según toda apariencia, que este uno fuese secundario de la institución del número como tal y que, para una deducción correcta —en todo caso, las aproximaciones empíricas no dejan en eso ninguna duda; la psicología inglesa trata de instaurar la entrada empírica del número en nuestra experiencia, y no es por nada que me refiero aquí a la tentativa de argumentación lo más al ras de la tierra. Yo les he hecho, ya, notar que es imposible estructurar la experiencia humana, quiero decir, esta experiencia afectiva más común, a partir del hecho de que el ser humano cuenta, y que él se cuenta.

Yo diría, de un modo abreviado —pues hace falta, para ir más lejos, que supongo adquirido por cierto tiempo de reflexión lo que ya he dicho—, que el deseo está estrechamente ligado a lo que sucede en tanto que el ser humano tiene que articularse en el significante, y que en tanto que ser, es en los intervalos, que aparece a un nivel que trataremos, quizá, un poco más adelante, de articular de un modo que allí, deliberadamente, voy a hacer más ambigüo que aquello del uno tal como acabo de introducirlo, porque no pienso que ella se haya aún tratado de articular como tal en su ambigüedad misma. Es la noción de No-Uno.

Es en tanto que esa S aparece aquí como ese No-Uno, que nosotros vamos a retomar y ver de nuevo hoy.

Pero retomemos las cosas a nivel de la experiencia. Quiero decir, a nivel del deseo. Si el deseo juega ese rol de servir de índice al sujeto, en el punto donde no puede representarse sin desvanecerse, diremos que, al nivel del deseo, el sujeto se cuenta. El se cuenta, para jugar sobre las ambigüedades, sobre la lengua, es allí, en primer lugar, que quiero atraer vuestra atención; quiero decir, sobre la propensión que tenemos siempre de olvidar eso con lo que tenemos que ver en la experiencia, aquella de nuestros pacientes, de aquellos de los cuales tenemos la audacia de encargarnos; y es por eso por que los reenvío a ustedes mismos. En el deseo nos contamos contante (comptant).

Es allí que el sujeto aparece contante, no en el cómputo, sino allí donde se dice que él tiene que hacer frente, en lo que hay en último término, que lo constituye propiamente como él.

De todos modos, es tiempo de recordar a los analistas que no hay nada que constituya mejor el último término de la presencia del sujeto, en tanto es con eso con lo que nos tenemos que ver, que el deseo.

Es a partir de ahí que ese manejo del contante comienza a entregarse a toda suerte de transacciónes que lo evaporan en equivalente diversamente fiduciarios, es evidentemente todo un problema, pero hay, a pesar de todo, un momento donde es necesario pagar contante yo (moi).

Si la gente viene a vernos es, en general, porque eso de lo que se trata en el momento de pagar, contante, al contado, no marcha; se trata del deseo sexual, o de la acción en sentido pleno, o en el sentido más simple.

Es ahí adentro, que se hace la pregunta del objeto. Es claro que, si el objeto fuese simple, no solamente no sería difícil para el sujeto hacer frente contante a sus sentimientos, sino, si me permiten ese juego de palabras, estaría más a menudo contento del objeto, en tanto que es necesario que él se contente de eso, lo que es completamente diferente.

Esto está, evidentemente, ligado al hecho de que conviene también recordar, porque es el principio de nuestra experiencia, que en ese nivel del deseo, el objeto, para satisfacerlo, no es, al menos, de acceso simple, y que asimismo diremos que no es fácil reencontrarlo, por razones estructurales que son, justamente, aquellas en las cuales vamos a tratar de entrar más adelante.

No pareciera que vamos rápido, pero es porque es duro, aunque, lo repito, eso sea nuestra experiencia cotidiana.

Si el objeto del deseo más maduro, más adulto, como nosotros nos expresamos de vez en cuando, en esta especie de embriaguez babosa que se llama la exaltación del deseo genital no tendríamos que hacer constantemente esta observación de la división que se introduce allí regularmente, y que estamos muy forzados de articular en el mismo momento en que hablamos de ese sujeto muy conciliador, más o menos problemático, entre los dos planos que constituyen este objeto como objeto de amor, o, como uno se expresa, de ternura, o del otro al cual hacemos don de nuestra unicidad, y el mismo otro considerado como instrumento del deseo.

Es muy claro que es el amor del otro el que resuelve todo. Pero se ve bien, por esta sola observación, que quizá aquí salimos, justamente, de los límites del diagrama, porque al fin de cuentas, no es a nuestras disposiciones, sino a la ternura del otro, que es reservado esto que, al precio, sin ninguna duda, de un cierto descentramiento de sí mismo, él satisfaga lo más exactamente posible eso que, sobre el plano del deseo, es, para nosotros, promovido como objeto.

Finalmente, bien parece aquí que, más o menos camuflados, reproducíamos muy simplemente viejas distinciones introducidas de la experiencia religiosa. Es, a saber, la distinción de la tendencia amorosa en el sentido concreto o pasional, carnal, como uno se expresa, del término, y el amor de caridad. Si es verdaderamente esto, ¿por qué no reenviaron a nuestros pacientes a los pastores, que les predicarían mucho mejor que nosotros?’.

Además, por otra parte, estamos advertidos que seria un lenguaje mal tolerado, y que, de vez en cuando, no es mejor que nuestros pacientes, por anticipar los deslizamientos ahí debajo de nuestros lenguajes, y de que después de todo, si son esos bellos principios de moral que vamos a predicarles, podrían muy bien ir a buscarlos en otra parte, pero que es, curiosamente, una vez ocurrido, que eso les pega tanto como para que no tengan ganas de escuchar eso de nuevo.

Yo hago allí una ironía muy fácil. No es una ironía pura y simple. Iré más lejos. Diré que, al fin de cuentas, no hay esbozo de teoría del deseo —quiero decir de una teoría del deseo donde pudiésemos reconocernos. Si pongo los puntos sobre las íes, las cifras mismas a través de las cuales entiendo ahora articularla para ustedes, si no los dogmas religiosos; y que no es por azar si, en la articulación religiosa, el deseo sin duda en rincones protegidos, cuyo acceso, por supuesto, está reservado. No está abierto grandemente al común los mortales, de los fieles, sino en rincones que uno llama la mística; está bien inscripta como tal la satisfacción del deseo —está ligada a toda una organización divina que es aquella que, para el común de la gente, se presenta bajo la forma de los misterios -, probablemente también para los otros (no tengo necesidad de nombrarlos). Y es necesario ver lo que pueden representar, para el creyente de nivel sensible, términos suficientemente vibrantes como el de encarnación o redención.

Pero iré más lejos: diré que el más profundo de todos, que se llama la Trinidad, sería un gran error creer que no es algo que, al menos, tiene relación con la cifra tres, con la cual tenemos siempre que ver, si advertimos que no hay justo acceso, equilibrio posible a alcanzar para un deseo que llamamos normal, sin una experiencia que hace intervenir una cierta tríada subjetiva.

¿Por qué no decir estas cosas, ya que ellas están allí en una extrema simplicidad?. Y yo no las descarto. Me satisfago tanto en tales referencias, como en aquellas más o menos confusas aprehensiones de ceremonias primitivas, totémicas u otras, en las cuales lo que mejor encontramos no es muy diferente de esos elementos de estructura.

Por supuesto, justamente es por eso que tratamos de abordarlo de un modo que, por no ser exhaustivo, no es tomado bajo el ángulo del misterio, que creo que hay interés en lo que nos comprometíamos por esta vía. Pero ahora, lo repito, ciertas cuestiones de horizonte moral, incluso social, no son superfluas de recordar en esta ocasión. A saber, articular esto que aparece bien claro en la experiencia contemporánea, que no podría haber ahí satisfacción de cada uno, sin la satisfacción de todos, y que esto está al principio de un movimiento que, incluso si no estamos comprometidos poderosamente con otros, nos hostiga por todas partes, y lo bastante, por estar siempre dispuesto a trastornar muchas de nuestras comodidades.

Se trata aún de recordar que la satisfacción de la cual se trata, merece, posiblemente, que se la interrogue. Pues, ¿es pura y simplemente de la satisfacción de las necesidades?. Aquellos,incluso, de los que hablo —pongámoslos bajo la rúbrica del movimiento que se inscribe en la perspectiva marxista, y que no hay nada, en su principio, sino aquello que acabo de expresar: no hay satisfacción de cada uno, sino en la satisfacción de todos -, no osarían pretenderlo, porque justamente, lo que es el fin de ese movimiento y de las revoluciones que comporta es, en último término, hacer acceder esos todos a una libertad sin ninguna duda lejana, y planteada como debiendo ser post-revolucionaria.

Pero esta libertad, ¿qué otro contenido podemos darle, sino de ser, justamente, la libre disposición, para cada uno, de su deseo?. Sin embargo, queda por decir que la satisfacción del deseo, en esta perspectiva, es una cuestión post-revolucionaria. Y de esto nos damos cuenta todos los días. Esto no arregla nada. No podemos reenviar el deseo con el cual tenemos que ver, a una etapa post-revolucionaria, y cada uno sabe, por otra parte, que no estoy ahí en vías de hablar mal de tal o cual modo de vida, que fuese más acá o más allá de cierto limite.

La cuestión del deseo queda en primer plano, incluso, de las preocupaciones de los poderes. Quiero decir que es muy necesario que haya alguna manera social y colectiva de manejo con él. Esto no es más cómodo de un cierto lado de la cortina que del otro. Se trata, siempre, de moderar un cierto malestar, «el malestar en la cultura», como lo llamó Freud. No hay otro malestar en la cultura que el malestar del deseo.

Para sorprenderlos un último hito sobre lo que quiero decir, les plantearé la cuestión de saber, cada uno, no en tanto que analistas demasiado predispuestos —menos aquí que en otra parte—, a creerse destinados a ser los regentes de los deseos de los otros… de interrogarse sobre lo que quiere decir, para cada uno de ustedes, en el corazón de vuestra existencia, el término: ¿Qué es realizar su deseo?.

Esto existe, a pesar de todo. Hay, a pesar de todo, cosas que se realizan. Ellas están un poco desviadas a la derecha, un poco desviadas a la izquierda, torcidas, farfullantes y más o menos mierdosas, pero son, a pesar de todo, cosas que, en cierto momento, podemos reunir bajo ese conjunto, en tal o cual momento: Esto iba en el sentido de realizar mi deseo.

Pero si les pido articular lo que quiere decir «realizar su deseo», apuesto a que no lo articularán fácilmente. Sin embargo, si me es permitido —yo cruzaré esto con la referencia religiosa a la cual me he adelantado hoy—, valerme de esta formidable creación de humor negro que la religión a la cual me referí hace un rato, la que tenemos ahí tan viva, la religión cristiana, ha promovido bajo el nombre de juicio final, simplemente. Les planteo la cuestión de saber si eso no es una de las cuestiones que debemos proyectar como en su lugar más conveniente —lugar de juicio final, la cuestión de saber si ese día del juicio final lo que podremos decir sobre ese sujeto, lo que en nuestra única experiencia, habremos hecho en ese sentido de realizar nuestro deseo, no pesara tanto como aquella que no la refuta en ningún grado, que no la contrabalancea de ningún modo, esto es, de saber si habremos, o no, hecho lo que se llama el bien.

Pero volvamos sobre nuestra fórmula, nuestra estructura del deseo, para ver eso que, de hecho, no es solamente la función del objeto, como he tratado de articularla hace dos años, ni tampoco la del sujeto en tanto que he tratado de mostrarles que se distingue en ese punto clave del deseo por ese desvanecimiento del sujeto en tanto que tiene que nombrarse como tal, sino en la correlación que liga uno al otro, que hace que el objeto, en esta función, precisamente, de significar ese punto donde el sujeto no puede nombrarse, donde el pudor, diría, es la forma regia de lo que se acuña en los síntomas de la vergüenza y del asco.

Y les pido aún un tiempo, antes de entrar en esta articulación, para hacerles remarcar algo que fui forzado a dejar ahí como una marca, a saber, como un punto que no he podido, en su momento, por razones de programa, desarrollar como lo hubiera deseado, que es la comedia.

La comedia, contrariamente a lo que una vana muchedumbre puede creer, es lo que hay de más profundo en este acceso, al mecanismo de la escena, en tanto el permite al ser humano la descomposición espectral de lo que es su situación en el mundo. La comedia está más allá de ese pudor. La tragedia termina con el nombre del héroe, y con la total identificación del héroe. Hamlet es Hamlet, él es tal nombre. Asimismo es porque su padre ya era Hamlet que, al fin de cuentas, todo se resuelve ahí, a saber, que Hamlet está definitivamente abolido en su deseo. Creo haber dicho bastante con «Hamlet».

Pero la comedia es un muy curioso atrapa-deseo, y es porque cada vez que una trampa del deseo funciona, estamos en la comedia. Es el deseo en tanto aparece ahí donde no se lo esperaba. El padre ridículo, e] devoto hipócrita, el virtuoso víctima de una maniobra adúltera, he ahí aquello con lo que se hace la comedia. Pero hace falta, por supuesto, este elemento que hace que el deseo no se confiese. Está enmascarado y desenmascarado. Está ridiculizado. Está condenado, si llega el caso, pero es por la forma, pues en las verdaderas comedias, el castigo, incluso no roza el ala de cuervo del deseo, que sigue absolutamente intacto.

Tartufo es exactamente el mismo después de que el exceptuado le haya puesto la mano sobre el hombro. Arnolfo, dice  ¡Uf!, es decir que él es siempre Arnolfo, y que no hay ninguna razón para que no recomience con una nueva Agnes. Y Harpagón no es curado por la conclusión más o menos artificial de la comedia molieresca. El deseo, en la comedia, está desenmascarado, pero no refutado.

No les doy aquí sino una indicación. Ahora, querría introducirlos en lo que me va a servir para situar nuestro comportamiento con respecto al deseo, en tanto que nosotros, en el análisis, la experiencia nos ha enseñado a verlo para, como lo decía uno de nuestros grandes poetas, aunque fuese, además, un gran pintor, ese deseo podemos atraparlo por la cola, a saber, en el fantasma.

El sujeto, pues, en tanto que desea, no sabe dónde está la relación a la articulación inconsciente, es decir, a ese signo, a esa escansión que repite en tanto que inconsciente.

¿Dónde esta, como tal, ese sujeto? ¿Esta en el punto donde desea?. Ahí está el punto de mi articulación de hoy. El no está en el punto donde desea. Esta en alguna parte en el fantasma. Y esto es lo que quiero articular hoy, pues de esto depende toda nuestra conducta en la interpretación.

Yo me valgo otra vez aquí de una observación aparecida en una especie de pequeño boletín en Bélgica, concerniente a la aparición de una perversión transitoria en el momento de la cura de algo que ha sido impropiamente etiquetado como una forma de fobia, cuando se trata muy claramente, y como el autor lo sospecha en sus interrogaciones —debo decir que ese texto es precioso—, él es muy concienzudo y muy utilizable, por las interrogaciones que el autor puntúa, a saber, la mujer que ha dirigido ese tratamiento y que, sin ninguna duda, mejor dirigida ella misma, tenía todas las cualidades que eran necesarias para ver mucho mejor e ir mucho más lejos… Es claro que esta observación, en la cual se puede decir que, en nombre de ciertos principios, principio de «realidad» en la ocasión, la analista se permite jugar el deseo del sujeto como si se tratase ahí del punto que, en él, debía ser puesto en su sitio.

El sujeto, sin ninguna duda no por azar, se pone a fantasear (phantasmer) que su curación coincidirla con el hecho de que se acostará con la analista.

Sin ninguna duda no es por azar que algo tan tajante, tan crudo, llega al primer plano de una experiencia analítica. Es una consecuencia de la orientación general dada al tratamiento, y de algo que es claramente bien percibido por el autor como habiendo sido el punto crucial, a saber, el momento donde se trata de interpretar un fantasma, no de identificar o no un elemento de ese fantasma, y, en ese momento, no digo un hombre con armadura, sino una armadura que avanza detrás del sujeto. Armadura armada de algo bastante fácilmente reconocible, porque es una jeringa Fly-tox, es decir, lo que se puede hacer como representación más cómica y más carácterizada del aparato fálico como destructor.

Y esto, en el más grande embarazo retrospectivo del autor. Es seguramente de ahí que han dependido muchas cosas, y presiente que, a eso, ha sido enganchado, en la sucesión, todo el desencadenamiento de la perversión artificial. Todo depende del hecho de que esto era interpretado en términos de la realidad, de experiencia real de la madre fálica, indiscutiblemente.Y no en el sujeto de eso, que resalta completamente claro desde un cierto punto de vista de la observación,  a partir del momento donde se quiere tomarla, que el sujeto hace surgir ahí la imagen necesaria y faltante del padre como tal, en tanto que ésa exigido por la estabilización del  deseo. Y sin embargo nada podría satisfacernos mejor que el hecho que ese personaje faltante apareciera en consecuencia bajo la forma de un montaje,de algoque da la imagen viviente del sujeto en tanto que está reconstituida con la ayuda de un cierto número de cortes, de articulaciones de la armadura, en tanto que ellas son junturas, y junturas puras como tales.

Es en éste sentido, y de un modo completamente concreto que se podría rehacer el tipo de intervención que hubiese sido necesaria ; que quizá lo que se llama en esta ocasión curación hubiese podido ser encontrada con menores esfuerzos que por el rodeo de una perversión transitoria sin duda jugada en lo real, y que indiscutiblemente nos permite abordar en una cierta práctica , en qué la referencia a la realidad representa una regresión en el tratamiento.

Voy ahora a precisar bien lo que quiero hacerles sentir en lo concerniente a esas relaciones de yo (moi) y  a.Primero voy a darles el modelo, que no es más que un modelo, el fort da, es decir, algo que no tengo necesidad de comentar de otro modo, a saber, ese momento que podemos considerar teóricamente como primero de la introducción del sujeto en lo simbólico, en tanto que es en la alternancia de una pareja significante, que reside esa introducción en relación con un pequeño objeto cualquiera que sea, digamos, una pelota, o además, un pequeño trozo de cordón, algo deshilachado en el fin de la cama, con tal que eso resulte, y que eso puede ser arrojado y vuelto a traer.

He aquí, pues, el elemento del que se trata, y en el cual lo que se expresa es algo que está justo antes de la aparición del yo (moi), es decir, el momento donde el S se interroga en relación al otro en tanto que presente o ausente.

Es pues, el lugar por el que el sujeto entra a ese nivel en lo simbólico, y hace surgir, en el comienzo, ese algo que el Sr. Winnicott, por la necesidad de un pensamiento completamente centrado sobre las experiencias primarias de la frustración, ha introducido el término necesario para él, en la génesis posible de todo desarrollo humano como tal, el objeto transicional. El objeto transicional es la pequeña pelota del Fort-Da.

¿A partir de cuándo podemos considerar ese yo (je) como promovido a su función en el deseo?. A partir del momento en que deviene fantasma, es decir, cuando el sujeto no entra más en el juego, pero se anticipa en ese yo (je), cuando cortocircuito ese yo (je), cuando está enteramente incluido en el fantasma. Quiero decir, cuando se capta, él mismo, en su desaparición.

Por supuesto, no se captará sin esfuerzo, pero lo que es exigible para eso que llamo fantasma, en tanto que soporte del deseo, es que el sujeto sea representado, en el fantasma, en ese momento de desaparición. Y les hago remarcar que no estoy diciendo nada extraordinario. Simplemente; articulo ese sesgo, esa chispa, ese momento donde Jones se detuvo, cuando buscó dar su sentido concreto al termino complejo de castración, y donde, por razones de exigencia de su comprensión personal, no llega lejos, porque para él las cosas son fenomenológicamente sensibles.

La gente está, a pesar de todo, detenida por los límites de la comprensión, cuando quiere comprender a todo precio. Lo que trato es hacerles ir un poquito más lejos, diciéndoles que se puede ir más lejos deteniéndose en eso de tratar de comprender. Y es en lo que no soy fenomenologista.

Y Jones identifica el complejo de castración, con el temor de la desaparición del deseo. Es exactamente lo que estoy diciendo bajo una forma diferente. Ya que el sujeto teme que su deseo desaparezca, esto debe significar algo. Es que, en alguna parte, él se desea deseante. Que está ahí lo que es la estructura del deseo —pongan atención —del neurótico.

Es por eso que no abordaré al neurótico de antemano, porque esto les representa demasiado fácilmente una simple duplicación: Yo me deseo deseante, y me deseo deseante deseado, etc. No es del todo de esto de lo que se trata, y es por eso que es útil de recordar el fantasma perverso. Y si hoy no puedo ir más lejos, trataré de hacerlo tomando uno de esos fantasmas más accesibles, y además, emparentado con esto que yo ya he hecho alusión hace poco en la observación que evoqué, a saber, el fantasma del exhibicionista. Del voyeurista igualmente, pues ustedes van a verlo, tal vez conventa no contentarse del modo en que es comúnmente revertida la estructura de la que se trata.

Suelen decirnos, es muy simple, es muy lindo ese fantasma perverso. Es la pulsión escópica. Seguro, uno quiere mirar, uno quiere ser mirado… Esas encantadoras pulsiones vitales, como dice en alguna parte Paul Elouard. Hay en suma, ahí, algo, la pulsión que se complace en lo que el poema de Elouard expresaba tan perfectamente bajo la fórmula de «dar a ver», manifestación de la forma ofreciéndose, ella misma, al otro.

Y en suma, les hago remarcarlo, esto ya no es para decir. No nos parece tan simple. Esto implica, ya que estábamos en ese nivel ayer, a saber, que puede haber subjetividad implícita en una vida animal, implica, a pesar de todo, cierta subjetividad. No es casi posible concebir ese dar a ver, incluso, sin dar a la palabra (mot) la plenitud de las virtudes del don, a pesar de todo, una referencia, inocente, sin duda, no advertida, en esta forma de su propia riqueza.

Y además, tenemos de eso indicaciones completamente concretas en el lujo puesto por los animales, en las manifestaciones de la parada cautivante, principalmente de la parada sexual.No voy a volver a hacer bullir delante de ustedes el picón, pienso haber hablado bastante de eso, para que lo que estoy diciendo tenga un sentido. Es simplemente para decir que, en la curva de cierto comportamiento, tan instintual como lo supongamos, algo puede ser implicado, tanto como ese mismo pequeño movimiento de retorno, y al mismo tiempo de anticipación, que está ahí en la curva de la palabra. Quiero decir una proyección temporal de ese algo que está para mostrarse en la exhuberancia de la pulsión, tal como podemos reencontrarla a nivel natural.

Aquí no puedo más que lateralmente, y para aquellos que estaban ayer en la sesión científica, incitar a aquel que ha intervenido sobre ese sujeto, a darse cuenta de que conviene, justamente en esa anticipación temporal, de modular lo que es espera, sin ninguna duda, en el animal, en ciertas circunstancias, con ese algo que nos permite articular la decepción de esa espera como un engaño, y el medio, diría, hasta que me convenza de lo contrario, me parece estar constituido por una promesa.

Que el animal se haga una promesa del logro de tal o cual de sus comportamientos, está ahí toda la cuestión para que podamos hablar de engaño, en lugar de decepción de la espera.

Ahora, volvamos a nuestro exhibicionista. ¿Es que él se inscribe de alguna manera en esta dialéctica de mostrar, incluso, en tanto que ese mostrar está enlazado a las vías del Otro?. Aquí, simplemente, puedo, a pesar de todo, hacerles observar, en la relación exhibicionista con el Otro —voy a emplear los términos tal cual, para hacerme comprender; no son, ciertamente, los mejores, los más literarios—, que el Otro fuese sorprendido en su deseo cómplice —y Dios sabe que el Otro verdaderamente lo está en la ocasión —, de eso que pasa allí, y de eso que pasa en tanto que ruptura.

Observen que esta ruptura no es cualquiera. Es esencial que esta ruptura sea, así, la trampa del deseo.  Es una ruptura que pasa desapercibida a lo que llamaremos, en la ocasión, la mayor parte de las veces. Y ella es advertida en su intención, en tanto que inadvertida en otra parte. Además, cada uno sabe que no hay verdadero exhibicionista, salvo refinamiento por supuesto suplementario, en lo privado. Justamente, para que eso sea, para que haya placer, es necesario que eso pase en un lugar público.

En eso, en esta estructura, reconocemos al bacalao, aunque venga disfrazado, y le decimos: «mi pequeño amigo, si usted se muestra tan lejos, es porque usted tiene miedo de ponerse en contacto con vuestro objeto. Acérquese, acérquese». Yo pregunto lo que significa esta broma. ¿Creen ustedes que los exhibicionistas no cogen?. La clínica va por completo en contra de eso. Ellos hacen, en la ocasión, de muy buenos esposos con sus mujeres, pero solamente el deseo del cual se trata está en otra parte. Por supuesto, él exige otras condiciones; son condiciones sobre las que conviene detenerse.

Se ve bien que esta manifestación, esta comunicación electiva que se produce aquí con el Otro, satisface cierto deseo, en tanto que están puestas en cierta relación, cierta manifestación del ser y de lo real, en tanto se interesa en el cuadro simbólico como tal. Por otra parte, está ahí la necesidad del lugar público. Es que se esté seguro de que se está en el cuadro simbólico. Es decir —lo hago notar para la gente que me reprocha no osar acercar el objeto, de ceder a no sé qué miedo—, que he puesto como condición para la satisfacción de su deseo, justamente el máximo de peligro. Ahí aún se irá en otro sentido, sin preocuparse de la contradicción, y uno dirá que es ese peligro lo que ellos buscan. No es imposible.

Antes de ir tan lejos, tratemos, a pesar de todo, de observar una estructura: a saber, que, del lado de lo que figura como objeto, a saber, el o la o los interesados, la o las niñas sobre las que vertemos al pasar las lágrimas de las buenas almas, ocurre que las niñas, sobre todo si son muchas, se divierten mucho durante ese tiempo. Esto, incluso, forma parte del placer del exhibicionista. Es una variante.

El deseo del Otro está, pues, ahí, como elemento esencial, en tanto que es sorprendido, que es interesado más allá del pudor, que es, en la ocasión, cómplice.  Todas las variantes son posibles.

Del otro lado, ¿que hay?. Hay algo de lo cual les he hecho ya notar la estructura, y que he vuelto a indicar suficientemente, me parece, hace un momento. Está, sin ninguna duda, eso que muestra, me dirán ustedes. Pero yo les diré que lo que muestra, en esta ocasión, es más bien’ bastante variable. Lo que muestra es más o menos glorioso, pero lo que muestra es una redundancia, que esconde, antes que devela, eso de lo que se trata. No hay que equivocarse sobre lo que se muestra, siendo que testimonia de la erección de su deseo, sobre la diferencia que hay entre aquello y el aparato de su deseo. El aparato está esencialmente constituido por eso que he subrayado de lo advertido (aperçu) en lo inadvertido, que he llamado crudamente un pantalón que se abre y se cierra y, para decir todo, en eso que podemos llamar la hendidura en el deseo.

Esto es lo esencial. Y no hay erección, por más lograda que se la suponga, que aquí supla a lo que es el elemento esencial en la estructura de la situación, a saber, esa hendidura como tal. Es ahí, también, donde el sujeto como tal se designa. Está ahí lo que conviene retener para darse cuenta de lo que se trata. Y hablando muy probablemente, lo que se trata de colmar. Volveremos más tarde allí, pues quiero controlar esto de la fenomenología correlativa del voyeur.

Creo poder ir más rápido ahora. Y sin embargo, ir demasiado rápido es, como siempre, permitirnos escamotear aquello de lo cual se trata. Es por eso que me aproximo aquí con la misma circunspección, pues lo que es esencial, y lo que es omitido en la pulsión escoptofílica es comenzar, también, por la hendidura. Pues para el voyeur esta hendidura acierta a ser un elemento de la estructura absolutamente indispensable. Y la relación de lo advertido en lo inadvertido, por repartirse aquí diferentemente, no deja de ser, por eso, distinta.

Además, quiero entrar en detalle. A saber que, puesto que se trata del apoyo tomado sobre el objeto, es decir, sobre el otro en la satisfacción, aquí, especialmente, voyeurista, lo importante es que lo que es visto esta interesado en el asunto.

Esto forma parte del fantasma. Pues sin ninguna duda, lo que es visto puede, muy a menudo, ser visto detrás suyo. El objeto, digamos femenino, puesto que parece que no es por nada que sea en esta dirección que se ejerce esta búsqueda, el objeto femenino, sin duda, no sabe que el es visto, pero en la satisfacción del voyeur, quiero decir en lo que soporta su deseo, hay esto que es todo en prestarse a eso, si se puede decir, inocentemente —algo en el objeto se presta a eso en esta función de espectáculo -, que esta allí abierta, que participa en potencia en esta dimensión de la indiscreción; y que es en la medida en que algo en sus gestos puede dejar sospechar que, por algún sesgo, es capaz de ofrecerse a él que el goce del voyeur alcanza su exacto y verdadero nivel.

La criatura sorprendida está tanto más erotizable, diría yo, cuanto que sus gestos puedan revelársenos como ofreciéndose a eso que llamaría los huéspedes invisibles del aire. No es por nada que los evoco aquí. Eso se llama ángeles de la cristiandad, a quienes la Sra. Anatole France ha tenido la frescura de implicar en este asunto. Lean «La revuelta de los ángeles». Verán en él, en todo caso, el vinculo muy preciso que une la dialéctica del deseo con esta especie de virtualidad de un ojo inasible, pero siempre imaginable. Y las referencias hechas en el libro del Conde de Cabanis, en lo que concierne a los esponsales místicos de los hombres con los silfos y las ondinas, no han llegado ahí por nada en el texto muy centrado en sus objetivos, que constituye tal o cual libro de Anatole France.

Es, pues, en esta actividad donde la criatura aparece en esa relación de secreto con ella misma, en esos gestos en que se traiciona la permanencia del testimonio delante del cual uno no se confiesa, que el placer del voyeur como tal esta colmado.

Es que ustedes no ven que aquí, en los dos casos, el sujeto se reduce, el mismo, al artificio de la hendidura como tal. Este artificio sostiene su lugar y lo muestra efectivamente reducido a la miserable función que es la saya. Pero es de él de lo que se trata, en tanto que está en el fantasma, es la hendidura.

La cuestión de la relación de esta hendidura con eso que hay de más insoportable simbólicamente, según nuestra experiencia, a saber, la forma que responde ahí en el lugar del sexo femenino, es otra cuestión que dejamos aquí abierta para el futuro. Pero ahora retomemos el conjunto, y partamos de la célebre metáfora poética del «yo me veía verme» de la Joven Parca.

Está muy claro que ese sueño de perfecta clausura, de suficiencia acabada, no es realizada en ningún deseo, sino en el deseo sobrehumano de la virgen poética. Es en tanto que él se pone en el lugar del «yo me vela», que el voyeur y el exhibicionista se introducen en la situación que es, justamente, una situación donde el otro no ve el «yo me veía» una situación de goce inconsciente del otro. El otro, en cierto modo, es aquí decapitado de la parte tercera. No sabe que está en potencia de ser visto. No sabe lo que representa el hecho de que sea sacudido con lo que él ve, es decir, del objeto inhabitual que el exhibicionista le presenta, y que no produce su efecto sobre este otro, sino en tanto que es efectivamente el objeto de su deseo, pero que no lo reconoce en ese momento.

Se establece, pues, la distribución de una doble ignorancia, pues si el otro no realiza en ese nivel, en tanto que otro, lo que se supone que realice en el espíritu de aquel que se exhibe, o de aquel que se ve como manifestación posible del deseo. Inversamente, en su deseo, aquel que se exhibe o que se ve, no realiza la función del corte que lo abole en su automatismo clandestino, que lo aplasta en un momento del cual no reconoce, absolutamente, la espontaneidad, en tanto que ella designa lo que se dice allí como tal, y que es allí, en su apogeo (acmé) conocido, aunque presente, pero suspendido.

El no conoce sino esta maniobra de animal vergonzoso, esta maniobra oblicua, esta maniobra que lo expone a los puñetazos. Sin embargo, esta hendidura, bajo cualquier forma que se presente, postigo o telescopio o no importa que pantalla, esta hendidura, es ahí lo que lo hace entrar en el deseo del Otro. Esta hendidura es la hendidura simbólica de un misterio más profundo que es aquel que se trata de elucidar, a saber, su lugar en cierto nivel del inconsciente, que nos permita situar al perverso, en ese nivel, como en cierta relación con el Otro.

Es la estructura del deseo como tal, pues es el deseo del Otro como tal, reproduciendo la estructura del suyo, que él apunta.

La solución perversa, en este problema de la situación del sujeto con el fantasma, es justamente asta: La de apuntar al deseo del Otro, y creer ver allí un objeto.

Es una hora bastante avanzada. Me detengo ahí. Es también un corte. El, simplemente, tiene el defecto de ser arbitrario. Quiero decir, de no permitirme mostrarles la originalidad de esta solución, en relación a la solución neurótica. Sepan, simplemente, que esta ahí el interés de aproximarlas, y a partir de ese fantasma fundamental del perverso, hacerles ver la función que juega el sujeto del neurótico, en su fantasma, con él. Felizmente, ya lo he indicado hace poco. El se desea deseante, les he dicho. ¿Y por que, entonces, no puede desear? ¿Que falla de tal manera que desea?. Cada uno sabe que hay algo interesado allí dentro, que es, hablando propiamente, el falo. Pues después de todo, hasta el presente han podido ver que he dejado reservada en esta economía, la intervención del falo, ese bueno viejo velo de otras veces.

En dos ocasiones, al retomar el complejo de Edipo el último año, y en mi artículo sobre las psicosis, yo se los he mostrado como ligado a la metáfora paterna, a saber, como viniendo a dar al sujeto un significado. Pero es imposible reintroducirlo en la dialéctica de la que se trata, si no les planteaba primero este elemento de estructura por el cual el fantasma es constituido en algo de lo cual voy a pedirles, en un último esfuerzo, admitir, dejando hoy, por otra parte, el simbolismo.

Quiero decir que, de ahora en adelante, el S en el fantasma, en tanto que confrontado y opuesto a ese a del cual ustedes han comprendido bien que era más complicado que las tres formas que les he dado primero como aproximación, ya que aquí el a es el deseo del Otro, en el caso que represento.

Ustedes ven, pues, que todas las formas del corte, comprendido en eso, justamente, aquellas que reflejan el corte del sujeto, están subrayadas. Yo les pido admitir la nota siguiente. Me permito, incluso, lo ridículo, referirme a una nota de (falta en el original) en lo que concierne a los imaginarios. Los he dejado al borde del «No Uno» (pas un) en este desvanecimiento del sujeto.  Es en este No Uno, e incluso en ese «como No Uno», en tanto que es él quien nos da la abertura sobre la unicidad del sujeto, que retomaré las cosas la próxima vez. Pero si les pido anotarlos de este modo es, justamente, porque ustedes no veían en eso la forma más general y al mismo tiempo más confusa de la negación.

Si es tan difícil hablar de la negación, es que nadie sabe lo que es. Sin embargo, ya les he indicado al inicio de este año, la abertura de la diferencia que hay entre forclusión y discordancia. Por ahora, les indico bajo una forma cerrada, simbólica pero justamente a causa de eso, decisiva, otra forma de esta negación. Es algo que sitúa al sujeto en otro orden de grandeza.