Seminario 7: Clase 14, El Amor al Prójimo, 23 de Marzo de 1960

Saben pues cómo he retomado la última vez con ustedes nuestro discurso, empalmándolo con mi discurso a los católicos.

No crean que era una manera fácil de salir bien. No les he simplemente vuelto a decir lo que les había contado en Bruselas. Y a decir verdad, por las mejores razones; que no les habría dicho a ellos la mitad de lo que les digo a ustedes.

Entonces, lo que he articulado la última vez con respecto a la muerte de Dios padre, es lo que va a conducirnos hoy a otra cuestión, por la que Freud se sitúa sin ambigüedad, sin ambages en el centro de nuestra verdadera experiencia, aquella que no busca (…) en generalidades, en generalizaciones con respecto al sentimiento religioso, la función religiosa en el hombre, sino que articula el modo en el cual se presentifica para nosotros, a saber, el mandamiento que en nuestra civilización se articula como el del amor al prójimo.

Es muy cierto que Freud se enfrenta plenamente al mandamiento que así se articula, y que si ustedes tienen a bien leer El Malestar en la Cultura, verán que él parte de allí: permanece contra eso; y termina allí. Habla sólo de eso, y lo que dice es en suma muy notable; debería incluso normalmente hacer zumbar las orejas, hacer rechinar los dientes. Pero no, cosa curiosa; basta con que un texto se haya impreso hace cierto tiempo para que parezca dejar evaporarse esta especie de vértigo efectivamente precario que se llama la virtud del sentido.

Voy entonces hoy, a intentar reavivarles el sentido de estas líneas. Y como después de todo, esto me conducirá como verán, a cosas quizás un poco fuertes, me queda aquí pedir al lenguaje, al Logos como diría Freud, que me inspire el tono atemperado.

Dios entonces, está muerto. Ya que está muerto esto quiere decir que lo estaba desde siempre. Y lo que les he explicado la última vez, la sustancia de la doctrina de Freud en esta materia, es ese mito expresado en Tótem y Tabú, acerca de que justamente porque está muerto, y muerto desde siempre, ha podido ser vehiculizado un mensaje a través, más allá, de todas las creencias que hacían aparecer a ese Dios siempre vivo, resucitado, surgido del vacío dejado por su muerte. Y esto en los dioses pululantes, en los dioses verdadera mente no contradictorios donde Freud nos designa en la tierra de Egipto el lugar elegido de esta pululación.

Este mensaje, es ese mensaje de un único Dios que es a la vez el amo del mundo y el dispensador de la luz que anima la vida, que expande la claridad de la conciencia, cuyos atributos son, en suma, los de un pensamiento que regula el orden real. Es el dios de Akhenaton, es el dios del mensaje secreto que el pueblo judío vehiculiza, en tanto sobre Moisés ha reproducido la muerte, el asesinato arcaico del padre.

Lo que nos explica Freud es cuál es el Dios al cual se dirige este sentimiento raro, excepcional que no está en absoluto al alcance de todos, que se denomina el amor intellectualis Dei.

Freud habla de ello. El sabe también que este amor a Dios, no es muy importante que haya llegado a articularse aquí y allá en el pensamiento de hombres excepcionales, de cierto pulidor de anteojos que vivía en Holanda, de Spinoza. También el hecho de que un tal amor intellectualis dei haya a parecido en tal o cual, y en algunos en su expresión madura, no impedía que en la misma época, se elevara el estilo, el poder y la arquitectura de ese Versailles que nos probaba que el coloso de Daniel, con sus pies de arcilla, estaba, como aún lo está, siempre parado aunque se hubiera derrumbado cien veces.

Sin duda, una ciencia que se elevó sobre esta frágil creencia, la misma en suma que se expresa en los términos siempre retornados en un horizonte de nuestra mira: lo real es racional, y todo lo racional es real.

Cosa curiosa, si bien esta ciencia, podemos decir, ha hecho algún uso de ello, sin embargo se ha servido muy bien, ha visto muy bien también el servicio del coloso. Ese coloso del que acabo de hablar, el de Daniel, cien veces derrumbado, siempre allí. El culto de amor que tal solitario, se llame Spinoza o Freud, puede hacer a ese dios del mensaje no tiene absolutamente nada que ver con el Dios de los creyentes. Nadie dada de esto, y muy especialmente entre los creyentes mismos que no han dejado pasar jamás la ocasión de oponer, más que sus reservas, sean estos creyentes judíos o cristianos, de oponer sus dificultades a Spinoza.

Igualmente es curioso ver que desde ciertos tiempos, desde que se sabe que dios está muerto, vemos a los llamados creyentes, usar el equívoco. Quiero decir, refiriéndose al dios de la dialéctica, intentar hallar la coartada de su culto trastornado. Cosa paradójica, y que la historia no nos había aún mostrado, la llama, como ustedes lo saben en la historia de Akhenaton, sirve fácilmente actualmente de coartada a los sectarios de Amón.

Esto, no para denigrar el papel histórico de ese dios de los creyentes, del dios de la tradición judeo—cristiana. Ya que fue en esa tradición donde se conservara el mensaje del dios de Akhenaton, valía muy bien la pena después de todo que se confundiera el Moisés egipcio con el medianita, aquél cuya cosa, la que habla en la zarza ardiente sin hacerse el único dios, obsérvenlo, se afirma de todos modos como un dios aparte. Como ya he subrayado quizás un poco rápido en el momento en que con ustedes me remití al texto de la Biblia concerniente a los mandamientos, un dios frente al cual los otros no podrían ser tomados en consideración. Dicho de otro modo, no insisto más que lo necesario en la línea que hoy se persigue; no es, hablando con propiedad, que esté prohibido honrar a los otros dioses, pero no en presencia del dios de Israel.

Es sin duda un matiz importante para el historiador, pero nosotros que intentamos articular el pensamiento, la experiencia de Freud para otorgarle su peso y su consecuencia, articularemos lo que él formula en la siguiente forma: ese dios síntoma, ese dios tótem en tanto tabú, merece ciertamente que nos detengamos en esa pretensión de ser mito en tanto fue el vehículo del dios de verdad, que por él, por su sesgo, pudo salir a la luz la verdad sobre dios, es decir que Dios haya sido matado por los hombres, y al hacer que la cosa fuese reproducida, redimir por eso mismo el asesinato primitivo del padre.

La verdad encontró su vía por medio de lo que la escritura denomina sin duda el verbo, pero también el hijo del hombre, confesando así la naturaleza humana del padre.

Freud entonces, no deja de lado ni el nombre del padre (habla de él muy bien, en Moisés y el monoteísmo se le podría decir a quien no tomara Tótem y Tabú por lo que es, es decir por un mito, de un modo contradictorio; se expresa sobre el nombre del padre en los términos siguientes: a saber que en la historia humana el reconocimiento de la función del padre es una sublimación, la cual es esencial para la abertura de una espiritualidad, que como tal representa una novedad, un paso esencial para el hombre en la aprehensión de una realidad; pero en la espiritualidad como tal, en el rango de un nivel, de un escalón en el acceso de la realidad como tal), ni tampoco, lejos de ello, el padre real.

Para él, en el curso de toda aventura del sujeto, puede, es deseable, que esté sino el padre como un (…) al menos como un buen padre. Y habla de él tan bien que les leeré algún día el párrafo marcado por este acento casi tierno con el cual habla de la exquisitez de esta identificación viril que se desprende del amor por el padre, y su papel en la normalización del deseo.

Pero lo que es menester comprender, es que este efecto sólo se produce de modo favorable, privilegiado, en tanto todo está en orden del lado del nombre del padre, es decir para volver a ello, del lado del dios que no existe. Resulta de ello para este buen padre una posición singularmente difícil, diría justamente que hasta cierto punto, es un personaje defectuoso. Y lo sabemos demasiado en la experiencia, en la practica como en el mito de Edipo, aunque el mito de Edipo nos muestra que hubiera valido más que él mismo ignorase estas razones.

Pero ahora él sabe estas razones, y es justamente saberlo lo que implica, en lo que llamo la ética de nuestro tiempo, algunas consecuencias que con seguridad se sacan completamente solas, que son sensibles en el discurso común, incluso en el discurso del análisis.

No se trata sólo de que sean sensibles; si nos hemos propuesto este año el tema de la ética del psicoanálisis, conviene que estén articuladas. Freud mismo, lo digo al pasar, por ser el primero en haber desmitificado completamente esta función del padre, no podía ser del todo un buen padre. No quiero hoy insistir en ello. Ese podría ser el objeto de un capítulo especial sobre lo que sentimos, a través de su biografía. Que nos baste con catalogarlo por lo que era, un burgués que su admirador, su biógrafo, Jones, llama un burgués lujurioso. No es ése, como todos sabemos, el modelo de los padres.

Además, donde es verdaderamente el padre, nuestro padre, el padre del psicoanálisis, qué podemos decir, sino que lo dejó en manos de las mujeres y quizás también de maestros tontos. Reservémonos nuestro juicio sobre las mujeres, son seres plenos de promesas, al menos en el que no las han tenido aún. Para los maestros tontos, se trata de otra cosa, y a decir verdad quisiera expresar al respecto algo destinado a una materia delicada como ésta de la ética por la cual avanzamos, que en nuestros días no es en absoluto separable de lo que llamemos una ideología, da algunas precisiones sobre lo que puede llamarse el sentido político de ese rodeo de la ética, en tanto se trata de circunscribirlo, de designarlo en tanto es aquél del cual nosotros, los herederos de Freud, somos responsables.

He hablado pues de maestros tontos. Esto puede parecer impertinente, incluso afectado de cierta desmesura. Quisiera de todos modos hacer escuchar aquí aquello de lo que, a mis ojos, se trata.

Hubo un tiempo, ya lejano, ya pasado, absolutamente al comienzo de nuestra sociedad, recuerden, en que se habló a propósito del Menón de Platón, de los intelectuales. Nos hemos dado cuenta que la cuestión sobre lo que significa la posición del intelectual, no data de ayer. Quisiera decir cosas gordas, masivas como todo, e inclusive si son un poco gordas y un poco masivas, creo que deben ser esclarecedoras

Se ha hecho notar entonces, y desde hace mucho tiempo, que hay el intelectual de izquierda y el intelectual de derecha. Quisiera darles fórmulas que por tajantes que puedan parecer a primera vista, pueden de todos modos servirnos para aclarar el camino.

El término tonto, retrasado, que es un término bastante lindo por el cual tengo ciertas inclinaciones, todo esto sólo expresa aproximativamente cierto algo, para el cual debo decir —retomaré eso más tarde— seguramente la lengua la tradición, la elaboración de la literatura inglesa me parece que provee un significante infinitamente más precioso. Una tradición que comienza con Chaucer, pero que se expande plenamente en el teatro de los tiempos de Elizabeth; que una tradición nos permita centrar alrededor del término fool (tonto) —el fool es efectivamente un inocente, un retrasado, pero de su boca salen verdades que no son sólo toleradas, porque ese fool es a veces revestido, designado, impartido, de las funciones del bufón. Esta especie de sombra feliz, de foolería (tontería) fundamental, es lo que a mis ojos le otorga valor al intelectual de izquierda.

A lo que me opondría, y debo decir la calificación de aquello para lo que la misma tradición nos provee un término de tradición estrictamente contemporánea; y término emplea do de un modo conjugado —les mostraré, si tenemos tiempo, estos textos; son múltiples, abundantes, sin ambigüedad—, es al termino de Knave.

El Knave, es decir algo que se traduce en determinado nivel de su empleo por, el valet, es algo que va más lejos. No es tampoco el cínico, con lo que implica de heroico esta posición. Hablando propiamente es lo que Stendhal llama el pillo redomado (coquin fieffé), es decir después de todo, Señor todo el mundo, pero Señor todo el mundo con más o menos decisión.

Y todos saben que determinada manera de presentarse, que forma parte de la ideología del intelectual de derecha, es muy precisamente plantarse como lo que es efectivamente, un Knave. Dicho de otro modo, no retroceder ante las consecuencias de lo que se llama el realismo, es decir cuando vale la pena, confesar ser un canalla.

El resultado de esto sólo tiene interés si se consideran las cosas en el resultado. Después de todo un canalla bien vale un tonto, al menos para la diversión, si el resultado de la constitución de los canallas en tropel, no culminara infaliblemente en una tontería colectiva. Es lo que vuelve tan desesperante en política a la ideología de derecha.

Observemos que estamos en el plano del análisis del intelectual, y de los grupos articulados como tales. Pero lo que no se ve lo suficiente es que por un curioso efecto de  cisma, la tontería, dicho de otro modo, ese lado de sombra feliz que otorga el estilo individual al intelectual de izquierda, culmina muy bien en una Knavería de grupo, dicho de otro modo, en una canallada colectiva.

Lo que propongo a vuestras meditaciones, no se los disimulo, tiene el carácter de una confesión. Aquellos de ustedes que me conocen, entrevén mis lecturas, saben qué semanarios andan rodando en mi escritorio. Confieso que lo que más me hace gozar es el cariz de la canallada colectiva. Dicho de otro modo, esta astucia inocente, inclusive esta tranquila impudicia que les hace expresar tantas verdades heroicas sin querer pagar su precio. Gracias a lo cual lo que se afirma corno el horror de Mamón en la primera página, termina en la última, en los ronroneos de la ternura por el mismo Mamón.

Lo que he querido subrayar aquí, es que Freud no es quizás en absoluto un buen padre, pero en todo caso no era ni un canalla, ni un imbécil. Es por lo cual nos encontramos frente a él ante esta posición desconcertante de que podamos decir igualmente estas dos cosas desconcertantes en su lazo y su oposición: era humanitario, quién lo pondría en duda al fichar sus escritos, lo era y lo sigue siendo, y debemos tenerlo en cuenta, por más desacreditado que esté este término por la canalla de derecha, pero por otro lado no era en absoluto un retrasado, de modo que se puede decir igualmente, y aquí tenemos los textos, que no era progresista. Lo lamento, más es un hecho; Freud no era progresista en ningún grado, y hay incluso en él cosas en ese sentido que son escandalosas. El poco optimismo manifestado —no quiero insistir pesadamente sobre las perspectivas abiertas por las masas— es algo que bajo la pluma de uno de nuestros guías tiene seguramente algo de hecho justo para chocar. Pero es indispensable ficharlo para saber dónde estamos.

Verán a continuación el alcance y la utilidad de estas observaciones que aquí adelanto y que pueden parecer groseras.

Digo entonces esto: uno de mis amigos y paciente, hizo un día un sueño que sin duda llevaba en él la huella de no sé qué sed dejada en él por las formulaciones del seminario, sueño donde alguien gritó algo concerniente a mí: pero por qué no dice lo verdadero sobre lo verdadero.

Lo cito porque es una impaciencia que efectivamente he sentido expresarse en muchos por muchas otras vías que la de los sueños. Quisiera en este momento hacerles notar que esta fórmula es verdadera en determinados puntos: quizás no digo lo verdadero acerca de lo verdadero, pero no han notado que al querer decir lo verdadero sobre lo verdadero, que es la ocupación principal de los que llamamos los metafísicos, sucede que de lo verdadero no queda gran cosa. Y es eso lo escabroso en tal pretensión. Diré que es lo que nos hace fácilmente caer en el registro de determinada canalla, también de cierta Knavería metafísica, cuando tal o cual de nuestros modernos tratados de metafísica, al abrigo de este estilo de lo verdadero sobre lo verdadero, ve pasar muchas cosas que verdaderamente deberían de hecho no pasar en absoluto.

Me contento con decir lo verdadero en el primer estadio, con ir paso a paso, y cuando digo que Freud es un humanitario, pero no un progresista, digo algo verdadero. Intentemos, en el paso siguiente encadenar, hacer otro paso verdadero. Y este verdadero del cual hemos partido, este verdadero que es menester tomar por verdadero si seguimos efectivamente el análisis de Freud, es que sabemos que Dios ha muerto

Solamente, el paso siguiente, él no lo sabe. Y por suposición no podrá jamás saberlo, ya que está muerto desde siempre. Lo que incita esta fórmula es justamente el sentir de la cosa que tenemos que resolver aquí, de lo que nos queda de esta aventura en la mano, y que cambia para nosotros las bases del problema ético. Dicho de otro modo, que el goce queda prohibido como antes. Antes que supiéramos que Freud ha muerto. Esto es lo que Freud dice. Y esto es la verdad, sino la verdad sobre lo verdadero, seguramente la verdad sobre lo que Freud dice.

Resulta de ello que debemos formular si continuamos siguiendo a Freud, lo siguiente:— y hablo aquí de un texto como Malestar en la cultura— que el goce es un mal. Y Freud allí nos lleva de la mano: es un riel porque implica el riel del prójimo.

Esto puede chocar, puede impactar, puede sorprender, puede molestar vuestros hábitos, puede hacer ruido en las sombras felices, no podemos hacer nada allí. Es lo que Freud dice si lo dice al principio mismo de nuestra experiencia, si escribe el Malestar en la cultura para decirnos que a medida que avanza la experiencia del análisis era algo que se anunciaba, que se evidenciaba, que surgía, que se instalaba y que llamamos el más allá del principio del placer… Eso tiene igualmente un nombre y efectos que no son metafísicos y a balancear entre un seguramente no, y un quizás.

Me basta con abrir Freud en el párrafo donde expresa eso. Es cierto que los que prefieren los cuentos de hadas hacen orejas sordas cuando se les habla de la tendencia nativa del hombre a la maldad. Pienso que no es menester ir más lejos, continuar igualmente luego de la coma: «a la agresión a la destrucción, y entonces también a la crueldad». No hacemos después de todo más que atenuar el efecto al comentarlo en estos términos. Y esto no es todo, página 47 del texto Francés (Denoël y Stil): «el hombre intenta satisfacer su necesidad de agresión a expensas de su prójimo». (Es menester de todos modos darle un sentido a las palabras). De explotar su trabajo sin compensación, de utilizarlo sexualmente sin su consentimiento, de apropiarse sus bienes, de humillarlo, de infligirle sufrimientos, de martirizarlo y matarlo.

Si no les hubiera dicho primero la página y la obra de donde extraigo este texto, pienso que yo hubiera podido hacérselos pasar por un texto de Sade.

También llegaremos a él, es justamente mi objetivo, el paso siguiente, mi lección justamente que vendrá, que se referirá efectivamente a la dilucidación sadista del problema moral.

Por el momento estamos al nivel de Freud, y lo que hay que observar es que de lo que se trata en el Malestar en la cultura es de repensar un poco seriamente el problema del mal notando que es radicalmente modificado en ausencia de Dios. Y entonces es aquí donde quisiera introducir hoy algunas observaciones que considero fundamentales. Es que este problema es eludido desde siempre, por los moralistas, de una forma que a decir verdad, —una vez que la oreja está abierta a los términos de la experiencia— , es algo literalmente hecho para inspirarnos disgusto.

El moralista tradicional, y cualquiera sea, recae invenciblemente en esta costumbre inveterada; está allí para persuadirnos de que el placer es un bien, que la vía del bien nos es trazada, indicada por el placer. El señuelo es,a decir verdad, atrapante. Ya que tiene él mismo un aspecto de paradoja que le da también su aire de audacia. Y es eso por lo cual somos estafados en une especie de segundo grado. Creemos que sólo hay un doble fondo, y estamos muy felices de haberlo encontrado, pero nos dan aún más el pego cuando lo encontramos que cuando no lo sospechamos, lo que es poco común, ya que cada uno se da muy bien cuenta de que hay algo que falla.

El hecho es el siguiente: que al desnudar desde el principio, y antes de las formulaciones extremas del Más allá del principio del placer, la formulación en Freud del principio del placer mismo, desde luego tiene un más allá, y a partir de ese momento podemos con completa claridad darnos cuenta que está justamente hecho para mantenernos más acá. Desde el comienzo, desde su primera formulación en Freud bajo el término de principio de displacer, o aún de mínimo padecer, era claro que la función del placer, de ese bien, reside en que en suma nos mantiene alejados de nuestro goce.

¿Y qué es más evidente para nosotros que esto en nuestra experiencia clínica? ¿Quién es aquel que en nombre del placer no cede desde el primer paso un poco serio hacia su goce? ¿No es eso lo que rozamos todos los días?.

Desde luego entonces, comprendemos el dominio del principio del hedonismo en cierta moral, moral de una tradición filosófica, cuyos motivos desde entonces, no nos parecen ya tan absolutamente seguros en su aspecto desinteresado.

En verdad, no es por haber subrayado los efectos benéficos del placer que le reprocháramos algo aquí a la llamada tradición hedonista, sino por no decir en qué consistía ese bien. Esa es, si puede decirse, la estafa.

Esto nos permite comprender desde entonces lo que llamaré la reacción de Freud. Freud, si leen el Malestar en la cultura, está literalmente horrorizado frente al amor al prójimo. Observemos sus motivos, sus argumentos. El prójimo, en alemán, se dice der Nachste (cita alemana que no aparece en el original). Así se articula en alemán el mandamiento: amarás a tu prójimo como a tí mismo.

El argumento de Freud, subrayando el aspecto exorbitante de este mandamiento, parte de varios puntos que de hecho son todos sólo uno y el mismo. El primero es que el prójimo es ese ser malvado cuya naturaleza fundamental han visto desplegada, develada bajo su pluma. Pero no es eso todo lo que Freud expresa. Es algo que no da lugar a sonreír bajo el pretexto de que se expresa bajo el modo de cierta parsimonia; él lo dice: mi amor es algo precioso, y no voy a darlo entero así como así, como a mí mismo, a cada uno que se presente como siendo lo que es. Basta que se acerque aquél que se encuentre allí en un momento, cualquiera sea, el más cercano.

Y aquí hace notar todo tipo de cosas muy justas con respecto a lo que vale la pena amar. Hay cosas más que justas, cosas que tienen un acento conmovedor. El precisa, se abre, devela, como es menester amar al hijo de un amigo, porque si el amigo recibe algún sufrimiento de ése hijo, si es privado de él, este sufrimiento del amigo será intolerable. Toda la concepción aristotélica de los bienes está viva en este hombre verdaderamente hombre.

Nos dice pues que lo que vale la pena que compartamos con él, es ese bien que es nuestro amor, dice allí las cosas más sensibles y las más sensatas, pero lo que deja escapar es que quizás, justamente al tomar esta vía, perdemos el acceso al goce. Ser altruista es de la naturaleza del bien. Pero lo que Freud nos hace sentir aquí es que ése no es el amor al prójimo.

No lo articula plenamente, más vamos a intentar a forzar nada, hacerlo en lugar de él y únicamente sobre ese fundamento que hace que cada vez que el se detiene, como horrorizado frente a la consecuencia del mandamiento del amor al prójimo, lo que surge es la presencia de esta maldad fundamental que habita en ese prójimo, pero desde entonces también en mí mismo, ya que, ¿qué es más próximo a mi que ese corazón en mí mismo que es el de mi goce al cual no oso acercarme?. Ya que cuando me le acerco, ése es el sentido del Malestar en la cultura, surge esta agresividad insondable ante la cual retrocedo. Es decir, nos dice Freud, que me vuelvo contra mí, y que viene a dar su peso en el lugar de la misma ley desvanecida, en lo que detiene, en lo que me impide atravesar cierta frontera en el límite de la cosa.

En tanto se trata del bien no hay problema, ya que lo que llamamos el bien, el nuestro, y el del otro, son de la misma estofa. San Martín comparte su abrigo, y se hizo un gran asunto de ello, pero al fin de todos modos, es una simple cuestión de aprovisionamiento. La estofa está hecha para ser despojada de su naturaleza, pertenece al otro tanto como a mí.

Sin duda tocamos aquí un término primitivo de necesidad que hay que satisfacer. El mendigo está desnudo, pero quizás más allá de esta necesidad de vestirse, mendigaba otra cosa, que San Martín lo matara o lo besara. Otra cuestión muy diferente es saber lo que significa en un encuentro la respuesta, no de la beneficencia sino del amor.

Es de la naturaleza del útil, de ser utilizado. Si puedo hacer algo en menos tiempo y con menor esfuerzo que alguien que está a mi alcance por tendencia seré llevado a hacerlo en su lugar, por medio de lo cual me condeno por lo que tengo que hacer por ese más prójimo de los prójimos que está en mí. Me condeno para asegurar a aquél a quien esto costaría más tiempo y esfuerzo que a mí, ¿qué?, un confort que sólo vale en tanto imagino que si yo tuviera ese confort, es decir no demasiado trabajo, haría de ese ocio el mejor uso. Pero no esta para nada probado que sabría hacer este mejor uso, si tuviera todo el poder para satisfacerme. No sabría quizás más que aburrirme.

Desde entonces, procurando este poder a los otros, quizás simplemente los desoriente. Imagino sus dificultades, su dolor en el espejo de los míos —no es ciertamente imaginación lo que me falta, es más bien el sentimiento, a saber lo podríamos llamar esta vía difícil: el amor al prójimo. Y aún ahí pueden notar cómo se nos representa la trampa de la misma paradoja con respecto al discurso llamado del utilitarismo.

Los utilitarios, castigo por el que he comenzado es te año mi discurso, tienen completa razón. No hay, contrariamente a lo que les oponemos —si no tuviéramos eso para oponerles, los refutaríamos mucho más fácilmente—, pero mi bien no se confunde con el del otro, y vuestro principio, M. Bentham, el máximo de felicidad para el mayor número es algo que se topa con las exigencias de mi egoísmo. No es cierto, mi egoísmo se satisface muy bien con cierto altruismo del que se ubica al nivel del útil, y es precisamente el pretexto por el cual evito abordar el problema del mal que deseo y no deseo a mi prójimo. Es así como dispenso mi vida en sacar partido de mi tiempo en una zona dólar, rublo u otra del tiempo de mi prójimo, donde mantengo a todos igualmente al nivel de la poca realidad de mi existencia.

No es asombroso, en estas condiciones, que todo el mundo esté enfermo de esto, que haya malestar en la cultura.

Es un hecho de experiencia que lo que yo anhelo, es el bien de los otros a imagen del mío. Esto no es tan costoso. Lo que anhelo es el bien de los otros, incluso con tal que permanezca a imagen del mío. Y diré más: esto se degrada tan rápido que se vuelve esto: con tal que dependa de mi esfuerzo. No tengo necesidad, pienso, de pedirles ir lejos en la experiencia de vuestros enfermos, es que queriendo la felicidad de mi consorte, sin duda sacrifico la mía, ¿pero quién me dice que la suya no se evapora también totalmente?.

Quizás éste es el sentido del amor al prójimo que podría devolverme la verdadera dirección. Y para esto sería menester saber enfrentar lo siguiente: que el goce de mi prójimo, su goce nocivo, su goce maligno, es el que se propone como verdadero problema para mi amor. Allí está bien claro que no sería difícil hacer el salto inmediatamente hacia los extremos de los místicos. Desgraciadamente debo decir que muchos de estos rasgos más sobresalientes me parecen siempre marcados de algo un poco pueril.

Además se trata de este más allá del principio del placer, de este lagar de la cosa innombrable y de lo que allí sucede, en tal hazaña de la que se provoca nuestro juicio por imagenes cuando se nos dice que una Angela de Folignon bebía con delicia el agua en la que acababa de lavar los pies de los leprosos, y les obvio los detalles, había una piel que se le atravesaba en la garganta y así sigue, o que la muy feliz María Allacoque comía con no menos recompensa de efusiones espirituales excrementos de un enfermo.

Lo que en estos hechos me parece seguramente edificante es que fallan un poco, parece que su alcance convincente vacilaría un poco si los excrementos de los que se trata hubieran sido por ejemplo los de una bella joven, o aún si se hubiera tratado de comer la cagada de un delantero de vuestro equipo de rugby.

Desde entonces, a falta de poner el acento completo sobre las dimensiones de lo que se trata, y para decirlo todo, velar lo que es del orden del erotismo, creo que es menester tomar las cosas desde un poco más lejos. Para decirlo todo, henos aquí ante la puerta del examen de algo que de todos modos ha intentado forzar estas puertas del infierno interior, y que se plantea más manifiestamente para tener la pretensión de que nosotros mismos lo mereciéramos efectivamente. Me parece que es justamente nuestro asunto, y es justamente por lo cual, para mostrárselos paso a paso, a saber los modos en los cuales se propone el  acceso al problema del goce, intentaré seguir con ustedes lo que alguien que se llama Sade ha articulado al respecto.

Serían necesarios seguramente dos meses ahora para hablar del sadismo. No es en tanto erótico que les hablaré de Sade. Puede incluso decirse en ese aspecto que es un erótico muy pobre en la vía de acceder al goce con una mujer. No se trata forzosamente de hacerle sufrir todos los tratamientos que soporta la pobre Justine.

Por el contrario, en el orden de la articulación del problema ético, me parece que Sade ha dicho seguramente las cosas más firmes, al menos concernientes al problema que se nos propone ahora.

Pero antes de entrar en él la próxima vez, quisiera hoy, hacerles pensar alrededor de un ejemplo precisamente contemporáneo y que no es por nada que lo es, el de Kant, al cual hago alusión, sobre el cual he dado uno de mis pasos en el momento en que les hice progresar en el sentido de la posición del problema de la ética.

Vamos a tomar el ejemplo ya citado, por el cual Kant pretende demostrar el valor y el peso de la ley como tal a saber, formulada por él como razón práctica, como imponiéndose  en términos paros de razón, es decir más allá de todo el afecto, o como él mismo se expresa, patológico. Esto quiere decir, sin ningún motivo que interese al sujeto. Será un ejercicio crítico donde verán que vamos a ser llevados a lo que constituye hoy el centro de nuestro problema.

He aquí su ejemplo: se compone, se los recuerdo, de dos historietas, la historia del personaje que es colocado en la postura de, si quiere ir a encontrar la mujer que desea ilegalmente, no es inútil subrayarlo ya que van a ver que bajo el aspecto aparentemente simple, todos los detalles juegan aquí el papel de trampas, a la salida será ejecutado. El otro caso es el siguiente: alguien que vive en la corte de un déspota es ubicado en la siguiente postura: o de dar un falso testimonio contra alguien que perderá por eso la vida, o si no lo hace, ser ejecutado.

Y aquí Kant, el querido Kant en toda su inocencia, su astucia inocente, nos dice que seguramente cada uno, todo hombre con sentido común dirá no, que nadie tendrá la locura para pasar una noche con su bella, esperando una salida seguramente fatal ya que se trata no sólo de una lucha, sino de una ejecución en el cadalso. La cuestión para Kant es tajante. No ofrece la menor duda. Igualmente en el otro caso, cualquiera sea el peso de los placeres agregados por un lado al falso testimonio, cualquiera sea la crueldad de la pena que es prometida ante el rechazo de dar el falso testimonio, se puede al menos concebir  allí, es todo lo que nos dice, que el sujeto se detiene, que hay un debate, un problema. Incluso podemos perfectamente concebir que antes que dar un falso testimonio, el sujeto podrá encarar aceptar la muerte, ¿en nombre de qué?, en nombre de esto: que ése es un caso donde se le propone la cuestión de la regla del acto en tanto puede o no puede ser llevada al rango de máxima universal, y que atentar así contra los bienes, mucho más contra la vida, contra el honor de otro es algo ante lo cual debe detenerse, ante el hecho de que esta regla universalmente aplicada, y en primer lugar a sí mismo, arriesgaría ponerlo en el mayor peligro, que su aplicación universal llevaría al desorden del universo entero del hombre, y por decirlo todo, al mal.

¿No podemos detenernos aquí, y llevar la crítica justamente a eso de que todo el alcance aparentemente sorprendente de estos ejemplos reposa en que paradójicamente la noche pasada con la dama nos es presentada como un placer, como algo que está balanceado con la pena por sufrir, en una posición que los homogeiniza?. Hay un más y un menos en los términos del placer. Y es porque Kant —y él no es el único, no les cito los peores ejemplos— hay un lugar donde nos habla de los sentimientos de la madre espartana que se entera de la muerte de su hijo (es en el ensayo sobre las grandezas negativas) por el enemigo, y la pequeña  numeración matemática a la que se libra, con respecto al placer de la gloria de la familia, del cual conviene sustraer la pena experimentada por la muerte del muchacho (es algo bastante gracioso); aquí se trata de algo del mismo orden.

Pero observen esto: que basta que por un esfuerzo de concepción hagamos pasar la noche con la dama a la rúbrica no del placer, sino del goce, en tanto el goce —y no hay ninguna necesidad de sublimación para ello— implica la aceptación precisamente de la muerte, para que el ejemplo sea aniquilado

Dicho de otro modo, basta que el goce sea un mal, para que la cosa cambie completamente de aspecto, y que entonces el sentido de la ley moral sea en esa ocasión completamente cambiado. Todos se darán cuenta en efecto que si aquí la ley moral es susceptible de jugar algún papel, es precisamente el de servir de apoyo a este goce, el de hacer que lo que podemos llamar el pecado, en esta ocasión, se transforme en lo que San Pablo llama desmesuradamente el pecador. Esto es lo que Kant en esa ocasión simplemente ignora.

Pero eso no es todo, ya que en el otro ejemplo, del que por otra parte, entre nosotros, no es menester desconocer sus menudos errores de lógica, se presenta de todos modos en condiciones un tanto un poco diferentes del primero, ya que en el primero hay placer y pena que nos son presentados en un sólo paquete para tomar o dejar, por medio de lo cual uno no se expone al peligro, y uno renuncia al goce, mientras aquí hay placer o pena.

No es poco tener que subrayarlo. Esto está destinado a producir ante ustedes cierto efecto de a fortiori que tiene por resultado adiestrarnos en el verdadero alcance de la cuestión. Ya que en esto de que se trata, que verán por dos veces, ¿de qué se trata? ¿De que yo atente contra los derechos del otro en tanto es mi semejante en el enunciado de la regla universal o se trata en sí de falso testimonio?.

¿Y si por casualidad yo cambiase un poco el ejemplo, y hablase de un testimonio verdadero, a saber de ese caso de conciencia que se me plantea si soy colocado en la posición de denunciar a mi prójimo, mi hermano, por actividades que atentan contra la seguridad del Estado?. Vemos surgir aquí una cuestión de naturaleza tal de desviar el acento puesto sobre la regla universal. Y por el momento, yo que estoy por testimoniar frente a ustedes que sólo hay ley del bien en el mal y por el mal, ¿debo dar ese testimonio?. Esta ley, que he hecho del goce de mi prójimo como tal el punto pivote alrededor del cual oscila en ocasión del testimonio, el sentido de mi deber, ¿debo ir hacia mi deber de verdad en tanto éste preserva el auténtico lugar de mi goce, incluso si éste permanece vacío?; dónde debo resignarme a esta mentira qué, haciéndome sustituir a la fuerza el principio de mi goce por el bien, me ordena apuntar alternativamente a lo cálido y lo frío, ya sea que vacile en traicionar a mi prójimo para salvar a mi semejante, ya sea que me abrigue detrás de mi semejante para renunciar a mi propio goce?.