Seminario 7: Clase 15, El goce de la transgresión, 30 de Marzo de 1960

Les he anunciado para hoy, para la continuación de lo que debemos desarrollar, que hablaré de Sade. Abordo hoy este tema, no sin cierta contrariedad por la interrupción, que va a ser prolongada.

Quisiera al menos, durante esta lección, aclarar algo que podríamos denominar así: una especie de mal entendido latente que podría producirse; a saber, que el hecho de abordar a Sade estaría ligado para nosotros en cierta forma, a un modo absolutamente exterior de considerarnos como pioneros, como militantes en los límites. En cierta forma, se trataría por función, por profesión, de que siguiésemos esta dirección que estaría indicada aproximadamente en los términos de que estaríamos destinados, si puedo decirlo, a tocar los extremos. Que Sade, sólo en ese sentido, sería nuestro pariente o nuestro precursor, que él abre no se qué impasse, aberración, aporía, donde, ¿por qué no?, con respecto al campo ético que hemos elegido este año para explorarlo como tal, incluso sería recomendable seguirlo.

Creo que es importante en extremo, disipar el malentendido solidario de cierto número de otros contra los cuales en cierto modo navego en el progreso que intento hacer este año ante ustedes. No se trata solamente de algo interesante para nosotros en el sentido puramente externo, como les decía recién. Inclusive diría que hasta cierto punto, determinada dimensión de aburrimiento que puede representar para ustedes, auditorio —debo decirlo— no obstante tan paciente, tan fiel, el campo que exploramos este año no debe dejarse de lado como algo que tiene su sentido propio.

Quiero decir —y desde luego ya que les hablo, esto forma parte del género, intento interesarlos— , que aún cuando el orden de la comunicación que nos liga no está destinado forzosamente a evitar algo que el arte normal de aquél que enseña consiste en evitar. Quiero decir, por ejemplo, para comparar dos auditorios, que si he logrado interesar al auditorio de Bruselas —tanto mejor—, no es para nada en el mismo sentido que los intereso a ustedes con lo que les enseño.

Debo decir que inclusive hay en esto algo, que toca a la naturaleza, al lugar del sujeto que hemos elegido este año. Si me ubicara un instante en la perspectiva de lo que existe, que es humanamente tan sensible, tan válido en la perspectiva no del joven analista sino del analista que se instala, que comienza a ejercer su oficio, diría que con respecto a lo que intentamos articular, es concebible que pudiera enfrentarme a la dimensión de lo que podría llamar la pastoral analítica. Le deba aún a éste término, y a lo que apunto, su título noble, su título eterno.

Un título menos agradable sería el que ha sido inventado por uno de los autores más repugnantes de nuestra época, lo que se ha llamado el confort intelectual. Hay una dimensión de cómo hacer, a partir de lo cual puede engendrarse una impaciencia, incluso una decepción frente al hecho de tomar las cosas en determinado nivel, que no es aquél donde parece, a partir de nuestra técnica, está su valor, está su promesa, muchas cosas deben resolverse.

Forzosamente no todo. Y a lo que nos conduce al acecho de algo que puede presentarse como un impasse, incluso como un desgarramiento, no es forzosamente algo de lo que tengamos que volver nuestra vista, si inclusive es eso mismo lo que debe provocar toca nuestra acción.

Al comienzo de esta vida del joven que se instala en su función de analista, lo que puedo denominar su esqueleto, hará por su acción algo vertebrado. No esa especie de movimiento hacia mil formas siempre listo para recaer sobre sí mismo, para embrollarse en no sé qué circulo donde, después de cierto tiempo, determinadas exploraciones brindan la imagen.

Para decirlo todo, no es malo que sea denunciado algo de lo que puede influir, con una esperanza de seguro sin duda útil, en el ejercicio profesional, sobre no sé qué seguro sentimental por lo cual, sin duda, los mismos sujetos que supongo en esa bifurcación de su existencia, se encuentran prisioneros de no sé qué infatuación, fuente de una decepción íntima, de una reivindicación secreta.

Sin duda, he aquí contra qué debe luchar para progresar la perspectiva de los fines éticos del psicoanálisis tal como intento aquí mostrarles su dimensión, no forzosamente última aunque parezca imposible, inmediatamente encontrada. En el punto en que estamos, aquello en lo cual podría yo designarla, articularla por esas dos o tres palabras que son aquéllas a las que nos ha conducido hasta el presente nuestro camino, lo llamaría la paradoja del goce en tanto para nosotros, analistas, introduce su problemática en esta dialéctica de la felicidad en la cual quién sabe, quizás nos hemos aventurado imprudentemente.

Hemos asido esta paradoja del goce en más de un detalle que sólo tengo necesidad de indicar ante ustedes de un trazo, para recordárselos como siendo en cierta forma, lo que surge más fácilmente, más comúnmente en nuestra experiencia.

Pero para conducirlos allí, para utilizarlo, para anudarlo en nuestra trama, esta vez he tomado ese camino que les señalaba primero, que el enigma de su relación con la ley, de hecho, adquiere todo su valor, todo su relieve, por la extrañeza en que se sitúa para nosotros la existencia de esta ley en tanto desde hace largo tiempo les he enseñado a considerarla como fundada sobre el otro, y que es menester seguir a Freud no en tanto excepción, posición particular en un individuo, en una profesión de fe atea, sino como alguien, se los he mostrado, que fue el primero en dar valor y derecho de ciudadahía a un mito en tanto apunta directamente a la muerte original, aporta a nuestro pensamiento esta respuesta a algo que se había formulado sin razón, del modo más extendido, más articulado a la conciencia de nuestra época como siendo la realización por parte de los espíritus más lúcidos, y mucho más aún por parte de la masa, de un hecho que se llama y se articula como la muerte de dios.

He aquí pues la problemática de donde partimos, que es propiamente aquélla donde se desarrolla en cierto modo el signo que en el grato les proponía bajo la forma $. Se ubica, ustedes saben dónde, aquí en la parte superior del grafo. Se indica como la respuesta última a la garantía demandada al Otro del sentido de esta ley que él articula para nosotros en lo más profundo del inconsciente. Si no hay más que falta, el Otro falla; el significante es el de la muerte del Otro.

En función de esta posición, en sí misma suspendida de la paradoja de la ley, se nos propone lo que he denominado la paradoja del goce. Es lo que intentamos articular en función de ese punto que hemos alcanzado. Observemos que sólo el cristianismo da su contenido pleno, representado por el drama de la Pasión, a lo natural de esta verdad que hemos denominado la muerte de dios; sí, en un natural al lado del cual empalidecen en cierta forma los enfoques que representan las realizaciones sangrantes de los combates de gladiadores. Lo que nos es propuesto por el cristianismo, es un drama que literalmente, como éste lo expresa, encarna esta muerte de dios. Y es también el cristianismo lo que vuelve esto solidario con algo que ocurrió respecto a la ley, a saber, lo que en el mensaje, sin destruir la ley, pero sustituyéndola en lo sucesivo como el único mandamiento, la resume, la retoma entonces al mismo tiempo que la abole, y se puede decir verdaderamente que tenemos aquí el primer ejemplo histórico en el cual adquiere su poso el término alemán Aufhebung en tanto es conservación de lo que destruye, pero también cambio de plan, y esta ley es precisamente el «amarás a tu prójimo como a ti mismo».

La cosa está, hablando propiamente, articulada como tal en el Evangelio. Tenemos que proseguir nuestro camino con el «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Los dos términos son históricamente solidarios, y a menos que demos a todo lo que se cumple históricamente en la tradición judeo-cristiana el acento de un azar constitucional, no nos es imposible desconocer este mensaje.

Sé muy bien que el mensaje de los creyentes es mostramos la resurrección más allá, pero esto es una promesa, y es precisamente el pasaje donde debemos abrirnos nuestra vía. De manera que conviene que nos detengamos en ese desfiladero, ese estrecho pasaje donde Freud mismo se detiene y retrocede con un horror motivado ante el «amarás a tu prójimo como a ti mismo» en sentido propio, en que, como él lo articula, este mandamiento le parece inhumano.

En esto se resume todo lo que hay para objetar, para aportar como objeción contraria. Es en nombre de la eudemonía más legítima en todos los planos (todos los ejemplos que da están allí para testimoniarlo), que él, que mide aquello de lo que se trata en este mandamiento, se detiene y comprueba, que después de todo, con cuánta legitimidad, cuán poco probatorio es en relación a su cumplimiento, el espectáculo histórico de la humanidad que se le ha dado como ideal.

Les he dicho a qué está ligado este horror, esta detención del hombre honesto, siendo Freud tan profundamente merecedor de esta cualidad. El lo ha hecho surgir con todo su relieve en esta designación de esta maldad central donde él no dada en mostrarnos el corazón más profundo del hombre.

No tengo necesidad, aquí mismo, de acentuar tanto el punto donde junto para anudarlos mis dos hilos. Es este: el rechazo, la rebelión del hombre en tanto aspira a la felicidad, es decir de jedermann, de todo hombre. La verdad es que sigue siendo verdadero que el hombre basca la felicidad. La resistencia ante el mandamiento «amarás a tu prójimo como a ti mismo» y la resistencia que se ejerce para trabar su acceso al goce son una sola y misma cosa.

Así enunciado, esto puede parecer una paradoja más, una afirmación gratuita. ¿Sin embargo no reconocen allí aquello a lo cual nos referimos de la manera más común cada vez que en efecto vemos retroceder al sujeto ante su goce?, ¿De qué nos valemos, sino de la agresividad inconsciente que contiene, ese núcleo dudoso, esta destruido que, cualesquiera sean las pequeñas maneras a este respecto, los regateos de las minorías analíticas, no es menor sin embargo aquello a lo que nos hallamos constantemente enfrentados en nuestra experiencia?.

Y lo que literalmente uno aprueba en nombre de no sé qué idea preconcebida de la naturaleza, sin embargo lo que está en la fibra, en la trama misma de todo lo que Freud ha enseñado, y sobre todo aquí, es que en tanto el sujeto vuelve esta agresividad contra él, proviene de allí lo que llamemos La energía del superyó.

Freud tiene cuidado de agregar este toque, suplementario de que una vez que se ha entrado en esta vía, iniciado este proceso, parece que no hay literalmente más límite, a saber que engendra un efecto, una agresión siempre más pesada del yo (moi). La engendra, si puede decirse, en el límite, a saber muy propiamente en tanto que es justamente la de la ley De la ley en tanto ésta provendría de otro lugar, pero de ese otro lugar también donde falla para nosotros su fiador, el que la garantiza, a saber dios mismo. No es pues una proposición original que les hago, diciéndoles que el retroceso ante el «amarás a tu prójimo como a ti mismo» es la misma cosa que la barrera ante el goce. No son dos contrarios, dos opuestos.

Conviene poner ahí el acento, y reencontrar su aspecto paradójico. Es menester aún centrarlo. No son dos opuestos. Me echo atrás ante el amar a mi prójimo como a mí mismo, en tanto sin duda en ese horizonte hay algo que participa de no sé qué intolerable crueldad. En la misma dirección amar a mi prójimo puede ser la vía más cruel. Tal es, afilado, el corte de la paradoja en tanto efectivamente se los propongo aquí. Sin duda es menester, para darle su alcance, ir paso a paso, como se los he dicho, es decir, asiendo los enfoques, el modo en el que se nos anuncia esta línea de íntima división podríamos verdaderamente, sino saber, al menos presentir qué accidentes nos ofrece su camino.

Desde luego desde hace largo tiempo hemos aprendido a conocer como tal, en nuestra experiencia, el goce de la transgresión. Y es muy necesario que sepamos simplemente al presentarla, cuál puede ser su naturaleza. Con respecto a esto nuestra posición es ambigüa. Todos sabemos que hemos devuelto a la perversión su derecho de ciudadahía. La hemos llamado pulsión parcial, implicando así la idea de que en la totalización se armoniza, y vertiendo al mismo tiempo no sé qué (…) sobre la explicación revolucionaria, ya que fue en un momento del siglo pasado revolucionario, de la psychopathia sexualis de la obra monumental de Kraft-Ebbing. De la de un Havelock Ellis también, al cual no habría dejado de dar al pasar, una vez por todas, el tipo de bastonazo que creo que merece. A saber, por entrar en ejemplos muy brillantes con una especie de incapacidad sistemática. Quiero decir con esto, no la insuficiencia de un método, sino la elección de un método en tanto insuficiente.

La pretendida objetividad científica que se despliega en esos libros que sólo constituyen un revoltijo apenas criticado de documentos, les ofrece justamente uno de esos ejemplos vivientes de esta conjunción de cierta foolería (tontería) con una Knavería, una canallada fundamental de la que hacía la última vez la carácterística de determinado modo de pensamiento llamado en esa ocasión de izquierda, sin prejuzgar lo que podía haber en otros dominios de robabas y de enclaves.

Brevemente, si esta lectura puede ser recomendable, es al único título de mostrarles, no sólo la diferencia de frutos y de resultados, sino de tono que existe entre cierto modo de investigación fútil, y lo que, hablando con propiedad, el pensamiento de un Freud y la experiencia que él dirige, reintroduce en ese dominio de lo que se llama simplemente la responsabilidad.

Conocemos entonces este goce de la transgresión Pero sin embargo, ¿conviene saber en qué consiste? ¿Es evidente entonces que pisotear las leyes sagradas que además pueden ser profundamente cuestionadas por la conciencia del sujeto, desencadene por sí mismo no sé qué goce?. Sin duda vemos operar constantemente en los sujetos esta muy curiosa gestión que podemos articular como una puesta a prueba de no sé qué suerte sin rostro, de un riesgo tomado donde el sujeto, que habiéndose librado de éste, se encuentra por detrás como garantizado en su potencia.

¿Es que aquí la ley desafiada no juega el papel de medio, de sendero trazado para acceder a ese riesgo?. Pero entonces si este sendero es necesario, ¿qué riesgo es éste? ¿Hacia qué fin progresa el goce para deber, para llegar a apoyarse en la transgresión?. Dejo estas preguntas abiertas por el momento y retomo: Si el sujeto retrocede en este camino, ¿quién es entonces el que ansía el proceso de esta vuelta?.

Intentemos en esta vía interrogarnos nuevamente sobre el problema. Encontraremos para éste en el análisis una respuesta más motivada. Se nos dice: la identificación con el Otro, en el extremo de tal de nuestras tentaciones. No es lo mismo decir que se trata de tentaciones extraordinarias, sino del extremo de esas tentaciones, a saber de percibir sus consecuencias.

¿Ante qué retrocedemos?. Ante algo, que les he enseñado a reparar en el término, en el sentido en que yo lo uso, de altruismo. Retrocedemos ante el atentar contra la imagen del otro porque es la imagen sobre la cual nos hemos formado como yo (moi). Aquí está la potencia uniformadora de cierta ley de igualdad, la que se formula en la noción de voluntad general. Sin duda denominador común de un respeto de ciertos derechos que llamemos, no sé por qué, elementales, pero que puede tomar también la forma de excluir de sus límites, y además de su protección, todo lo que no se puede integrar en esos registros.

También potencia de expansión, en lo que la última vez les he articulado como la pendiente utilitarista. A saber, que a ese nivel de homogeneidad, efectivamente la ley de la utilidad implicando su repartición sobre el mayor número, se impone por sí misma con una forma que efectivamente lo innovará. Potencia cautivante de ese algo cuya burla se denota suficientemente ante nuestras miradas, entiendo de analistas, cuando lo llamamos filantropía. Pero además es quien plantea la cuestión de los fundamentos naturales de lo que llamemos piedad en el sentido en que la moral del sentimiento ha siempre buscado allí su apoyo.

Todo esto reposa en la imagen del otro en tanto nuestro semejante. Hemos dado forma en esta similitud a nuestro yo, a todo lo que nos sitúa en determinado registro del cual somos solidarios, y ¿qué vengo a traer aquí como pregunta, cuando parece evidente que está allí el fundamento mismo de la ley «amarás a tu prójimo como a ti mismo»?.

No hay pregunta ya que es del mismo otro del que se trata. Y sin embargo basta detenerse un instante para ver qué contradicción práctica, individual, íntima, social, manifiesta, brillante, es la idealización, que se expresa en las direcciónes que he formulado del respeto de esta imagen del otro en tanto tiene cierto tipo, cierta línea, cierta hilera y filiación de efectos. Y este algo infinitamente problemático que la ley religiosa expresa y que manifiesta históricamente, diré por un lado por las paradojas de sus extremos, las de la santidad, y además por las paradojas que son el fracaso en el plano social en tanto no llega a nada de lo que sería cumplimiento, reconciliación, a hacer literalmente aparecer el advenimiento en la tierra, este advenimiento, sin embargo, prometido por ella; y para poner aún más precisamente los puntos sobre las íes, diré, yendo derecho a lo que parece ir más contrariamente a esta ruptura de la imagen, a saber a esto siempre recibido con un ronroneo de satisfacción más o menos divertido: dios ha hecho al hombre a su imagen, articula la tradición religiosa, que una vez más muestra en esto más astucia en la indicación de la verdad de lo que supone la orientación de la filosofía psicológica.

Si creen desembarazarse de esto respondiendo que sin duda el hombre le ha devuelto a dios para conducir mejor sus pasos en otra dirección. Y confrontando el hecho de que este enunciado es del mismo tipo, del mismo cuerpo que ese libro sagrado donde se articula la prohibición de forjar imagenes de dios, de intentar hacer un paso más,  soñando que si esta prohibición tiene un sentido, ¿qué es?, que las imagenes son engañosas.

¿Y por qué?. Vayamos pues a lo más simple: es que por definición, si son bellas imagenes —y dios sabe que las imagenes religiosas siempre están por definición, en los cánones de la belleza que entonces reinan— no vemos que siempre son huecas. Pero entonces el hombre también, en tanto imagen, es interesante por el hueco que la imagen deja vacío. Es por que no vemos, porque lo que no vemos en la imagen es por este más allá de la captura de la imagen; el vacío de dios por descubrir es quizás la plenitud del hombre, pero es también allí donde dios lo deja en el vacío.

Ahora bien, es la potencia misma de dios la que se compromete en este vacío. Todo esto para darnos las figuras del aparato de un dominio donde el reconocimiento del prójimo se evidencia en su dimensión de aventura donde el sentido de la palabra reconocimiento se desvía hacia aquél que toma en toda exploración, cualquiera sea el acento de militancia, de nostalgia del que podamos proveerla.

Sade está en este límite y nos enseña, en dos sentidos que yo quisiera hacerles deletrear, en tanto imagina atravesarlo, que cultiva el fantasma sádico, la sombría delectación —volveré sobre estos términos— donde ese fantasma se despliega. En tanto lo imagina, demuestra la estructura imaginaria del límite. En tanto lo atraviesa, ya que lo atraviesa, no lo atraviesa desde luego, en el fantasma —esto es lo que le otorga su carácter fastidioso— sino en la teoría; lo atraviesa en la doctrina proferida en palabras que se denomina según los momentos de su obra, el goce de la destrucción, la virtud propia del crimen, el niel buscado por el niel, y en último término las referencias singulares a estas entidades de uno de sus personajes, el personaje de Saint—Font —para ayudarlos a reparar en él en la Historia de Juliette— proclama en forma de una creencia renovada, no tan nueva, a un dios como el Ser supremo en maldad, en la teoría que se denomina, en la misma obra, el sistema del papa Pío Vl, a quien introduce como uno de los personajes de su novela; llevando más lejos las cosas, nos muestra, nos despliega una visión de la naturaleza como un vasto sistema de atracción y repulsión del mal por el mal en tanto tal.

Y siendo el proceso de la marcha ética para el hombre realizar en el extremo esta asimilación a un mal absoluto, gracias a lo cual su interrogación a una naturaleza profundamente mala, es la que se realizará en una especie de armonía invertida.

Sólo esbozo aquí, resumo, indico lo que no se presenta, como ven, como las etapas de un pensamiento en busca de una formulación paradójica, sino más bien como su desgarramiento, su estalido en la vía de un encaminamiento que desarrollarta por sí mismo el impasse.

Aquí podemos sin embargo decir que Sade nos enseña, hablando con propiedad, y en tanto estamos en el orden de un juego simbólico, un comienzo, una vía, una tentativa de atravesar lo que he llamado el limite; a descubrir —les mostraré testimonios de ello— lo que podríamos llamar las leyes de este espacio del prójimo como tal, de este espacio que se desarrolla en tanto tratamos no con ese semejante de nosotros mismos que hacemos tan fácilmente nuestro reflejo, y que implicamos necesariamente en los mismos desconocimientos que carácterizan a nuestro yo, sino hablando con propiedad, ya ese prójimo en tanto el más próximo que tenemos a veces, y aunque sólo fuera el acto del amor, a tomarlo en nuestros brazos. Hablo aquí, no del amor ideal, sino del acto de hacer el amor.

Y sabemos muy bien cuánto las imagenes del yo pueden contrariar nuestra propulsión en este espacio. ¿De aquél que nos enseña a avanzar en un discurso más que atroz no tenemos sin embargo algo para aprender sobre las leyes de un espacio en tanto precisamente allí fallamos, nos embaucan, nos engañan justamente las leyes de la cautivación imaginaria por la imagen del semejante? .

Ven donde los Ilevo. En el preciso punto en que suspendo nuestra marcha, no prejuzgo lo que es el otro. Y subrayo los señuelos del semejante en tanto es del semejante, en tanto semejante que nacen los desconocimientos que me definen como yo. Y voy a detenerme un instante en un pequeño apólogo, en una pequeña imagen, donde reconocerán mis sellos privados.

Les he hablado en un momento del pote de mostaza. Lo que quiero mostrarles por medio de este dibujo de tres potes, es que tienen acá toda una ordenación, de mostaza o de dulce. Están en tan numerosas tablas que bastará para vuestros apetitos contemplativos. Lo que quiero hacerles notar en este ejemplo, es que en tanto los potes son idénticos, son irreductibles. Quiero decir que en ese nivel tropezamos literalmente con una especie de condición previa de la individuación. Aquél en quien se detiene en general ese problema, a saber que hay éste que no es aquél.

Si son capaces de despertar una oreja un poco sutil, quisiera hacerles entender que en lo opuesto de este límite, es en tanto son los mismos, que podrían envolver estrictamente el mismo vacío. Quiero decir que uno puesto en lugar del otro, es sin duda el otro sustituído por el uno, pero el vacío es el mismo.

No piensan desde luego, que se me escapa el carácter sofistico de este pequeño pase de prestidigitación. Sin embargo, como todo sofisma, intenten comprender la verdad que encierra, dicho de otro modo, intenten comprender que en el término mismo (même), no se si han notado que la etimología no es otra que metipsemus, que hace de ese mismo en mí mismo una especie de redundancia, pero mismo (même) de metipse para llegar a hacer la transformación fonética: el más mí mismo de mí mismo, lo que está en el corazón de mí mismo, lo que está más allá de mí, en tanto se detiene a nivel de esas paredes en las que podemos poner una etiqueta, ese interior, ese vacío que no se ya si está en mi o en nadie, ese medipsemus, he aquí lo que en francés sirve al menos para designar la noción del mismo.

Esto es lo que justifica el uso de mi sofisma, y lo que me recuerda que ese prójimo tiene precisamente sin duda toda esa maldad de la que habla Freud, pero que no es otra que la misma ante la cual retrocedo en mí mismo, y que amarlo es verdaderamente amarlo como un mí mismo, pero al mismo tiempo es necesariamente aproximarme a cierta crueldad; la suya o la mía, me objetarán, pero todo lo que acabo de explicarles es justamente para mostrarles que nada dice aquí que sean distintas. Parece más bien que fuera la misma, con la condición de que sean atravesados los límites que me hacen plantearme frente al otro como mi semejante.

Aquí debo hacerme comprender. Esta ebriedad pánica, esta orgía sagrada, esos flagelantes de los cultos de Athis, y esos Bacantes de la tragedia de Eurípides, para resumir todo ese dionisismo remoto en una historia perdida a la que se refieren desde el siglo XIX para intentar volver a trazar, restituir más allá de Hegel, de Kierkegaard a Nietzsche, los vestigios que pueden aún quedarnos abiertos de esta dimensión del gran Pan. En una dimensión apologética y en cierta forma condensada en Kierkegaard; utópica, apocalíptica y no menos efectivamente condenada en Nietzsche. No se trata de eso cuando les hablo de esta mismidad del prójimo y de mí. No se trata de eso por la razón que me hizo terminar mi anteúltimo seminario con la evocación correlativa al desgarramiento del velo del templo, de que el gran Pan está muerto. No iré mucho más lejos hoy aunque desde luego no se trata solamente de que a mi vez yo vaticine, sino que les dé cita en el momento en que, porque el gran Pan está muerto, será menester que yo intente justificar por qué, en qué, en qué momento, y sin duda en el preciso momento que nos destine la leyenda. De lo que aquí se trata, aquello en lo que creo conducirlos de la mano, y donde dejen siempre la línea de un hilo posible de reencontrar, es la marcha de Sade. En tanto nos muestra el acceso de cierto campo de este dominio, de este espacio del prójimo del que les hablo, en lo que yo llamaría, para parafrasear el título de una de sus obras, que se llama Ideas sobre las novelas, la idea de una técnica propiamente orientada hacia el goce sexual en tanto no sublimado, y las relaciones de esta idea con ese campo por explorar, del acceso al prójimo. Aquí sólo podemos detenernos un momento para anunciar que esta idea va a mostrarnos todo tipo de líneas de divergencia al punto de engendrar seguramente la idea de dificultad. Desde allí, ser tu necesario que situásemos el alcance de la obra literaria como tal. He aquí un rodeo que seguramente —se me reprocha ser lento desde hace algún tiempo va a retardarnos.

De todos modos podríamos terminar con ese paso de refinamiento más rápidamente de lo que parece necesario, y recordar que seguramente varios sesgos por donde la obra de Sade puede ser tomada deben ser evocados, aunque más no sea para decir aquél que elegimos.

En primer lugar, ¿es esta obra un testimonio? ¿Testimonio consciente de lo que él dice, o inconsciente?. Cuando aquí escucho inconsciente les ruego que no hagan entrar en juego el inconsciente analítico como tal; quiero decir inconsciente en tanto el sujeto Sade no repara completamente en aquello por lo que se inserta en las condiciones puestas al hombre noble de su tiempo, en el linde de esta revolución, luego en el período del Terror, que como ustedes saben, él va a atravesar completo para ser relegado luego a los confines, al asilo de Charenton’ por la voluntad del Primer cónsul, según se dice.

En verdad, Sade nos parece haber sido extremadamente consiente de la relación de su obra con la posición del que yo llamaría el hombre del placer, y en tanto en el interior de esta vida del hombre del placer, hombre del placer como tal,  testimonia aquí contra sí mismo confesando públicamente los extremismos a los que llega esto; todo en la alegría con la qué recuerda las emergencias que tenemos de ello en la historia lo prueba suficientemente; confiesa a qué llega siempre el amo cuando no baja la cabeza ante el ser de dios.

No hay que ocultar para nada la faz que yo llamaría realista de las atrocidades de Sade. Seguramente su carácter desenvuelto, insistente, desmesurado, salta a los ojos y contribuye, por no sé qué desafío a la verosimilitud, a hacer entrar la idea legítima de no sé qué ironía de este discurso. No es menos cierto que las cosas de las que se trata se instalan en Suetonio, en D… Cassio, en algunos otros, y lean los Grandes días de Auvergne, de F …, para enterarse de lo que en el linde del siglo XVII un gran señor podía permitirse con sus campesinos.

Nos equivocaríamos, en el tono de discreción que imponen a nuestra debilidad las fascinaciones de lo imaginario, al pensar que esta vez, sin saber lo que hacen, los hombres no son capaces en determinadas posiciones, de atravesar esos límites.

En eso Freud mismo nos ayuda con esta falta absoluta de falsas perspectivas con toda la Knavería que lo carácteriza, cuando en el Malestar en la cultura, no duda en articular que no hay medida común entre la satisfacción que brinda un goce en su estado primero, y la que puede brindar en las formas desviadas, incluso sublimadas según las vías en las cuales lo compromete la cultura. En otro lugar, no disimula lo que piensa del hecho de que estos goces que una moral recibida prohibe, sin embargo, por las condiciones mismas en que viven algunos que él señala con el dedo, y que son los llamados ricos, son perfectamente accesibles y permitidos, y que sin duda a pesar de las trabas que les conocemos, los aprovechan algunas veces.

Y para poner exactamente a punto las cosas, aprovecho ese pasaje, para hacerles una observación. Observación que creo que es bastante a menudo omitida, o descuidada, es ésta. Es sólo una observación incidental, a la moda de las observaciones de Freud en esta materia, a saber que la seguridad del goce de los ricos en la época en que vivimos, se halla, reflexionen bien sobre eso, muy aumentada por lo que llamo la legalización universal del trabajo.

Es justamente representarles lo que fueron en épocas pasadas, lo que se ha llamado las guerras sociales. Intenten encontrar, existe, lo que traslada a nuestra época su equivalente, seguramente en nuestras fronteras, pero más en el interior de nuestras sociedades

Un punto sobre el valor de testimonio de realidad de la obra de Sade.

¿Vamos a preguntarnos sobre su valor de sublimación?. Si tomamos la sublimación en su forma más expandida, incluso diré la más truculenta, la más cínica, bajo la que Freud se entretuvo en proponérnosla, a saber la transformación de la tendencia sexual en una obra donde cada uno reconociendo sus propios sueños e impulsos, recompensará al artista por darle esta satisfacción, otorgándole una vida larga y feliz, dándole en consecuencia efectivamente acceso a la satisfacción de la tendencia interesada al comienzo; si tomamos la obra de Sade bajo este ángulo, más bien ha fracasado.

Más bien ha fracasado, porque a decir verdad, ustedes saben o no saben el tiempo de su vida que el pobre Sade pasó ya sea en prisión, ya sea recluido en casas especiales, y no podemos decir que el éxito de su obra, que sin embargo cuando vivía, al menos la obra llamada La nueva Justine, seguida de La Historia de Juliette, fué un gran éxito… Pero seguramente éxito subterráneo, éxito de tinieblas, éxito reprobado.

No insistiremos en ello. Hacemos alusión simplemente para pasear nuestra linterna sobre los aspectos que primero merecen ser aclarados.

Y ahora vayamos entonces a ver, porque en suma no está agotado por estos dos aspectos donde acabamos de intentar localizarlo, dónde se sitúa la obra de Sade. Obra insuperable, se ha dicho, en el sentido de una especie de absoluto de lo insoportable de lo que puede ser expresado en palabras con respecto a la transgresión de todos los límites humanos. Se puede admitir que en ninguna literatura de ningún tiempo, hubo una obra tan escandalosa que ningún otro ha herido  más profundamente los sentimientos y los pensamientos de los hombres de hoy que los cuentos de Niller nos hacen temblar ya que osar tan rivalizar en licencia con Sade. Sí, se puede pretender que tenemos acá la obra más escandalosa jamás escrita.

Y Maurice Blanchot, a quien cito, continúa: «no es un motivo para preocuparnos de ello».

Es precisamente lo que hacemos. Los incito a leer ese libro donde están recopilados al mismo tiempo dos artículos de Maurice Blanchot, sobre Lautréamont y sobre Sade, y que me parece de todos modos, si son capaces de hacer el esfuerzo de leer, uno de los elementos indispensables verterlo en nuestro legajo junto al sentido del discurso que intento decirles.

Sea lo que fuere, que sea yo el que se los resuma en los términos que se los he dicho, o Blanchot mismo quien lo articule, hablar así es seguramente mucho decir.

De hecho, parece que no hay atrocidad concebible que no pueda ser encontrada en ese catálogo donde parecía sacar una especie de desafío a la sensibilidad, cayo efecto es, hablando propiamente, estupefaciente. Si la palabra estupefaciente quiere decir que en cierto modo abandonamos al autor la línea del sentido, que, dicho de otro modo, perdemos los pedales, y que según este punto de vista se puede incluso decir que el efecto del que se trata, se obtiene sin arte, es decir sin consideración de la economía de los medios, por una especie de acumulación de los detalles, de las peripecias a las cuales se agrega aparentemente un trufado de disertaciones, de justificaciones cuyas contradicciónes seguramente nos interesan mucho ya que las seguiremos en el detalle, y de lo que sólo quiero hacer notar por el momento que únicamente los espíritus groseros pueden considerar, lo que les ocurre, que estas disertaciones están ahí para hacer pasar en cierto modo las complacencias eróticas. Incluso gente mucho más fina que los de espíritu grosero han llegado a atribuir a esas disertaciones, denominadas disgresiones, la baja, si puede decirse, de la tensión sugestiva en ese plano en que sin embargo los espíritus finos en cuestión, se trata allí precisamente de Georges Bataille, consideran la obra como dándonos propiamente el acceso a esta especie de asunción del ser en tanto (…) donde ven el valor de la obra de Sade.

Atribuir esta especie de interés a esas disertaciones y disgresiones es sin embargo un error. El aburrimiento de que se trata es otra cosa. Es sólo la respuesta del ser precisamente, poco importa que sea del lector o del autor, cerca de un centro de incandescencia, si puedo decirlo, del cero absoluto en tanto es psiquicamente irrespirable.

Sin duda que el libro se caiga de las manos, prueba que es malo, pero aquí el mal literario es quizás el garante de esta maldad, hablando con propiedad, para emplear un término que se usaba aún en el siglo XVII, que es el objeto mismo de nuestra investigación. Desde entonces Sade se presenta en el orden de lo que yo llamaría la literatura experimental A saber, la obra de arte en tanto es experiencia, Y una experiencia que no es cualquiera, una experiencia que yo diría, arrancó al sujeto como tal, y por su proceso, de lo que yo podría llamar sus amarras psicosociales Y para no quedar en la vaguedad, quiero decir, de toda apreciación psicosocial de la sublimación que se trata.

No hay mejor ejemplo de una obra tal que aquél sobre el cual espero que al menos algunos de ustedes hayan tenido práctica —digo práctica en los mismos sentidos en que puede decirse, tienen ustedes o no la práctica del opio—, a saber Los Cantos de Maldoror, de Lautréamont. Sólo hablo de esto aquí en tanto es a justo titulo que Maurice Blanchot conjuga las dos perspectivas que nos da sobre uno y otro autor.

Mas en Sade se conserva la referencia a lo social, y él tiene la pretensión de valorizar socialmente su extravagante sistema, de donde esta especie de confesiones asombrosas que tienen un efecto de incoherencias Y que literalmente, se los mostraré, culminan en una suerte de contradicción múltiple, que sin embargo sería un error poner aquí pura y simplemente al activo del absurdo.

Desde hace algún tiempo, el absurdo es una categoría un poquito cómoda; tan cómoda que como ustedes saben le ocurre, los muertos son respetables, pero igualmente no podemos dejar de notar la complacencia que ha aportado el premio Nobel a no sé qué balbuceante sobre este tema, esta maravillosa recompensa universal de esta Knavería donde sin ninguna duda la historia probará que las listas de premios de lo que muy bien puede ser llamado estigmas de cierta abyección en nuestra cultura.

Lo que Sade nos muestra del modo más articulado, es dos términos que aislaría al terminar hoy, como un anuncio de lo que será la continuación de nuestro proyecto. Es esto: que cuando se avanza en cierta dirección que es la de ese vacío central, en tanto hasta el momento es en esta forma que se nos presenta el acceso al goce, el cuerpo del prójimo se despedaza, y aquí, es a espaldas de sí mismo que haciendo doctrina de la ley del goce como pudiendo fundar no sé qué sistema de sociedad idealmente utópica, se expresa así en itálica en su texto, página 77 de la edición de …Juliette en 10 pequeños volúmenes, que ha sido rehecha recientemente de un modo muy propio, a mi entender, por Pauvert, y que creo es aún un libro que sólo se (…) bajo el abrigo: «présteme la parte de su cuerpo que puede satisfacerme, por un momento, y goce si le gusta, de aquélla del mío que pueda serle agradable».

El enunciado de esta ley fundamental por la cual se expresa un momento del sistema de Sade en tanto se pretende socialmente posible de ser recibido, es algo interesante de relevar en tanto vemos allí no digo la primera manifestación en el vehículo humano, sino en el articulado, en la palabra (parole) de ese algo, en lo que como psicoanalistas nos hemos detenido, bajo el nombre de objeto parcial.

Pero cuando articulamos así la noción de objeto parcial, implicamos en esto que ese objeto sólo pide, si puede decirse, volver al objeto, al objeto valorizado, al objeto de nuestro amor y de nuestra ternura, al objeto en tanto, para decirlo todo, concilia en él todas las virtudes del pretendido estadío genital.

Creo que conviene detenerse un poco de otro modo en el problema y darse cuenta que este objeto está necesariamente en estado de, si puedo decirlo, independencia, en ese campo que confiaremos por convención, como central, y que el objeto total, el prójimo como tal viene a perfilarse allí, separado de nosotros, irguiéndose, si puedo decirlo para evocar la imagen del Carpaccio de Santa Marta de los Milagros en Venecia, en el medio de una figura de osario.

Retomaré la necesidad implicada por estos términos para indicarles la otra figura en la cual ya, desde el comienzo, Sade nos enseña. Es a saber, en el fantasma de lo que yo llamaría el carácter indestructible del otro, en tanto surge en la figura de su víctima.

Observen, ya se trate de Justine, ya se trate también de cierta posteridad seguramente superable de la obra de Sade, quiero decir, hablando con propiedad, de su posteridad erótica, incluso pornográfica, la que ha dado una de sus flores, es menester reconocerlo, recientemente, y pienso conocida por una parte importante de mi auditorio, Historia de O, esta víctima sobrevive a todos los malos tratamientos, no se degrada tampoco en su carácter de atractivo, y de atractivo voluptuoso sobre el que la pluma del autor vuelve siempre con insistencia, y con una insistencia seguramente como en toda descripción de este tipo.

Ella tenía siempre los ojos más lindos del mundo; el aspecto más patético, y el más conmovedor. Parece que la insistencia del autor en poner siempre a sus sujetos bajo una rúbrica tan estereotipada, plantea un problema en sí misma.

Es cierto que parece que todo lo que le sucede a la imagen de que se trata es incapaz de alterar, incluso con el desgaste, su aspecto privilegiado. Hay más en Sade que es en efecto alguien de otra naturaleza que aquellos que nos proponen estas distracciónes. En Sade vemos perfilarse en el horizonte, la idea de un suplicio eterno. Volveré sobre este punto, y en su momento les leeré los párrafos: extraña incoherencia sin embargo, en este autor que sostiene que no debiendo subsistir nada de sí mismo, desea que nada permanezca accesible a los hombres del lugar de su tumba que las malezas deben recubrir.

No es decir que aquí en el fantasma está el contenido de ese más cercano de sí mismo que llamamos el prójimo, o aún ese metipsimus. Aquí como ven, terminaré hoy mi discurso con esta indicación de detalle por cuáles ataduras profundas cierta relación con el otro que se llama sádica, nos muestra su parentesco verdadero con la psicología del obsesivo, todas cuyas defensas están hechas en aspecto y en forma de una especie de armadura de chatarra, de montura y de corsé en las que se detiene y se enreda para impedirse acceder a lo que Freud llama en algún lugar un horror desconocido a sí mismo.