Seminario 7: Clase 6, De la Ley Moral, 23 de Diciembre de 1959

La Critica de la razón práctica. La Filosofía en el tocador. Los diez mandamientos. La Epístola a los Romanos.

Hagamos entrar al simple de espíritu, hagámosle sentarse en la primera fila y preguntémosle que quiere decir Lacan.

El simple de espíritu se levanta, va a la pizarra y explica —Lacan nos habla desde principio de año del das Ding en los siguientes términos: lo coloca en el núcleo de un mundo subjetivo, que es el que la economía, según Freud, nos pinta desde hace años. Ese mundo subjetivo se define porque el significante, en el hombre, esta entronizado a nivel del inconsciente, mezclando sus puntos de referencia con las posibilidades de orientación que le brinda su funcionamiento de organismo natural de ser vivo.

Ya, con sólo inscribirlo así en la pizarra, colocando a das Ding en el centro y alrededor el mundo subjetivo del inconsciente organizado en relaciones significantes, ven ustedes la dificultad de la representación topológica. Pues ese das Ding está justamente en el centro, en el sentido de que esta excluído. Es decir, que en realidad debe ser formulado como exterior, ese das Ding, ese Otro prehistórico imposible de olvidar, la necesidad de cuya posición primera Freud nos afirma bajo la forma de algo que es entfremdet, ajeno a mí, estando empero en mi núcleo, algo que a nivel del inconsciente solamente representa una representación.

Digo —algo que solamente representa una representación. No crean que es un simple pleonasmo, pues representa y representación son aquí dos cosas diferentes, como lo indica el terming Vorstellungsreprasen-tanz. Se trata de lo que en el inconsciente representa, como signo, la representación como función de aprehensión— de la manera en que se representa toda representación en la medida en que evoca el bien que das Ding aporta con él.

Pero decir el bien ya es una metáfora, un atributo. Todo lo que califica las representaciones en el orden del bien esta preso en la refracción, en el sistema de descomposición que le impone la estructura de las facilitaciones inconscientes, la complejificación del sistema significante de los elementos. Sólo así el sujeto se relacióna con lo que, en el horizonte, se presenta para él como su bien. Su propio bien ya esta indicado como la resultante significativa de una composición significante que es llamada a nivel inconsciente, es decir, allí donde él no domina para nada el sistema de las direcciónes, de las cargas, que reglan en profundidad su conducta.

Emplearé aquí un término, que solamente podrán apreciar en su justo valor quienes tengan aún bastante frescas las fórmulas kantianas de la Crítica de la razón práctica y a quienes no las tengan bastante frescas, o quienes hasta ahora no hicieron la experiencia de ese libro extraordinario desde más de un punto de vista, los incito a colmar al respecto ya sea sus recuerdos, ya sea su cultura.

Es imposible que progresemos juntos en este seminario, en las cuestiones planteadas por la ética psicoanalítica, si no tienen ese libro como término de referencia.

Que me baste subrayar, aunque más no sea para inspirarles las ganas de remitirse a él, que es ciertamente extraordinario desde el punto de vista del humor. Mantenerse en la cúspide de la necesidad conceptual más extrema no deja de causar un efecto de plenitud, de contento y a la vez de vértigo, donde no pueden dejar, en ciertas oportunidades, de sentir en tal viraje entreabrirse no sé qué abismo de lo cómico. No veo por que rehusarían abrir su puerta. Veremos también enseguida en que sentido podemos hacerlo aquí nosotros mismos.

Entonces, para decirlo expresamente, el Wohl es un término kantiano que propondré para designar el bien del que se trata. Se trata del confort del sujeto en la medida en que, si se refiere a das Ding como su horizonte, funciona para el  principio del placer, que da la ley en la que se resuelve una tensión ligada, según la fórmula freudiana, a lo que llamaremos los señuelos logrados, o mejor aún, los signos, que la realidad honra o no. El signo casi confina aquí con la moneda representativa y evoca la frase que hace mucho tiempo integré a uno de mis primeros discursos, el de la Causalidad psíquica, en una fórmula que inaugura uno de sus párrafos—Más que inaccesible para nuestros ojos hechos para los signos del cambista.

Continúo con la imagen, los signos del cambista ya están presentes en el fondo de la estructura inconsciente que se regla según la ley del Lust y del Unlust, según la regla del Wunsch indestructible, ávido de repetición, de la repetición de los signos. Por esta vía el sujeto regla su distancia primera con das Ding fuente de todo Wohl a nivel del principio del placer y que brinda ya, pero en su núcleo, lo que siguiendo la referencia kantiana, y como no dejaron de hacerlo los practicantes del psicoanálisis, podemos calificar de das Gute des Objekis, el buen objeto.

Mas allá del principio del placer, en el horizonte, se dibuja el Gute, das Ding, introduciendo a nivel inconsciente lo que debería obligarnos a volver a plantear la pregunta kantiana de la causa noumenon. Das Ding se presenta a nivel de la experiencia inconsciente como lo que ya hace la ley. Incluso es necesario aquí dar a ese verbo, la ley, el acento que adquiere en los juegos más brutales de la sociedad elemental que evoca un libro reciente de Roger Vailland. Es una ley de capricho, arbitraria, también de oráculo, una ley de signos donde el sujeto no tiene garantía alguna, respecto de la cual no hay ninguna Sicherung, pare emplear nuevamente un término kantiano. Por eso ese Gute, a nivel del inconsciente, es también y en su fondo, el objeto malo , del que la articulación kleiniana aún nos habla.

Incluso hay que decir que das Ding no se distingue a ese nivel como malo. El sujeto no tiene el menor acercamiento al objeto malo, porque ya, en relación al bueno, se mantiene a distancia. No puede soportar lo extremo del bien que puede aportarle das Ding con más razón todavía no puede situarse respecto de lo malo. Puede gemir, estallar, maldecir, no comprende, nada se articula aquí, ni siquiera por metáfora. Hace síntomas, como se dice, y esos síntomas están en el orígen de los síntomas de defensa.

¿Cómo debemos concebir la defensa a este nivel? Hay una defensa orgánica, el yo se defiende mutilándose como el cangrejo abandona su pata, mostrando así esa ligazón que hice la vez pasada entre motricidad y dolor. ¿Pero en que se defiende el hombre de manera diferente del animal que se automutila? La distinción es introducida aquí por la estructuración significante en el inconsciente humano. Pero la defensa, la mutilación que es la del hombre, no se hace solamente por sustitución, desplazamiento, metáfora y todo lo que estructura su gravitación en torno al objeto bueno. Se hace por algo que tiene un nombre y que es, hablando estrictamente, la mentira sobre el mal.

A nivel del inconsciente el sujeto miente. Y esa mentira es su manera de decir al respecto la verdad. El orthos logos del inconsciente a este nivel se articula —Freud lo escribió precisamente en el Entwurf a propósito de la histeria— proton pseudos, primera mentira.

¿Necesito acaso, después de haberles hablado algunas reuniones acerca del Entwurf, recordarles el ejemplo que da de una enferma, Emma, que nada tiene que ver con la Ema de los Studien? Se trata de una mujer que tiene una fobia a entrar sola en las tiendas, donde teme que se burlen de ella a causa de su vestimenta.

Todo se relacióna de entrada con un primer recuerdo. A los doce años, ya entró en una tienda y, aparentemente, los empleados se rieron de su vestimenta. Uno de ellos le gustó, incluso la conmovió de manera singular en su naciente pubertad. Detrás, encontramos el recuerdo causal, el de una agresión padecida a los ocho años en una tienda por parte de un Greissler. La traducción francesa, hecha sobre la inglesa, ella misma especialmente desenfadada, dice tendero, pero se trata de un vejete, de un hombre de cierta edad, que la pellizcó en alguna parte debajo de su vestido, de manera harto directa. Este recuerdo resuena con la idea de la atracción sexual experimentada en el otro.

Todo lo que queda en el síntoma esta vinculado con la vestimenta, con la burla sobre la vestimenta. Pero la dirección de la verdad es indicada, bajo una cobertura, bajo la Vorstellung mentirosa de la vestimenta. Hay alusión, en forma opaca, a lo que aconteció, no durante el primer recuerdo, sino durante el segundo. Algo que no pudo aprehenderse en el origen, sólo lo es àpres-coup y por intermedio de esa transformación mentirosa— proton pseudos. Allí tenemos la indicación de lo que, en el sujeto, marca para siempre su relación con das Ding como malo—acerca del cual no puede formular empero que sea malo salvo a través del síntoma.

He aquí lo que la experiencia del inconsciente nos fuerza a agregar a nuestras premisas cuando retomamos la interrogación ética tal como ella fue formulada con el correr del tiempo y tal como nos fue legada en la ética kantiana, en la medida en que esta sigue siendo—en nuestra reflexión, si no en nuestra experiencia—el punto adonde las cosas han sido conducidas.

La vía en la cual los principios éticos se formulan, en tanto que se imponen a la conciencia o están siempre preparados pare emerger del preconsciente, como mandamientos, tiene la más estrecha relación con el segundo principio introducido por Freud, a saber, el principio de realidad.

El principio de realidad es el correlato dialéctico del principio del placer. No es solamente, como se cree de entrada, la aplicación de la consecuencia del otro, cada uno es verdaderamente el correlato polar del otro, sin el cual ambos carecerían de sentido. Ahora nos vemos llevados una vez más a profundizar el principio de realidad tal como ya se los indiqué en el horizonte de la experiencia paranoica.

El principio de realidad, les dije, no es simplemente tal como aparece en el Entwurf, el muestrario que se produce a nivel del sistema w a veces, o del sistema de la Wahrnhemungsbewasshein. No funciona solamente a nivel de ese sistema en que el sujeto, recogiendo muestras en la realidad de lo que le da el signo de una realidad presente, puede corregir la adecuación del surgimiento engañoso de la Vorstellung tal como es provocada por la repetición a nivel del principio del placer. Es algo más allá. La realidad se plantea para el hombre, y en esto ella lo involucra, por estar estructurada y por ser lo que se presenta en su experiencia como lo que siempre vuelve al mismo lugar.

Se los mostré cuando comentaba al Presidente Schreber. La función de los astros en el sistema delirante de ese sujeto ejemplar, nos indica, cual una brújula, la estrella polar de la relación del hombre con lo real. El estudio de la historia de la ciencia vuelve la misma cosa verosímil. ¿No es singular, paradójico, que sea la observación por el pastor, por el marino mediterráneo, del retorno al mismo lugar del objeto que parece interesar menos a la experiencia humana, el astro, lo que indica al agricultor cuando conviene sembrar su trigo? Piensen en el papel tan importante que cumplían las Pléyades en el itinerario de la marina mediterránea. ¿No es acaso notable que la observación del retorno de los astros siempre al mismo lugar sea aquello que, continuando a través de los tiempos, culmina en esa estructuración de la realidad por la física, que se llama la ciencia? Las leyes fecundas descendieron del cielo a la tierra, de la física peripatética a Galileo. Pero de la tierra donde se vuelven a encontrar las leyes del cielo, la física galileana remonta al cielo, mostrándonos que los astros para nada son lo que se había creído primeramente, que no son incorruptibles, que padecen las mismas leyes que el mundo terrestre.

Más aún, si un paso decisivo se produjo en la historia de la ciencia gracias al admirable Nicolas de Cusa, uno de los primeros en formular que los astros no son incorruptibles, nosotros sabemos aún más, que podrían no estar en el mismo lugar.

Así la exigencia primera que nos hizo, a través de la historia, surcar la estructuración de lo real para hacer con él la ciencia, supremamente eficaz, pero también supremamente decepcionante, esa exigencia primera que es la de das Ding—encontrar lo que se repite, lo que retoma y nos garantiza que retorna siempre al mismo lugar—nos ha impulsado hasta el extremo en el que estamos, en el que podemos cuestionar todos los lugares y donde nada ya en esa realidad, que hemos aprendido a conmocionar tan admirablemente, responde a ese llamado de la seguridad del retorno.

Sin embargo, esta búsqueda de lo que siempre vuelve al mismo lugar, queda ligada con lo que con el correr del tiempo se elaboró de lo que llamamos ética. La ética no es el simple hecho de que haya obligaciones, un vínculo que encadena, ordena y hace la ley de la sociedad. Existe también aquello a lo que a menudo nos referimos aquí bajo la forma de las estructuras elementales del parentesco— también de la propiedad y del intercambio de bienes—que hace que, en las sociedades llamadas primitivas—entiéndase todas las sociedades en su nivel de base—, el hombre se hace él mismo signo, elemento, objeto del intercambio reglado, cuyo carácter seguro en su inconsciencia les muestra el estudio de un Claude Levi-Strauss. A través de las generaciones, lo que preside este orden sobrenatural de las estructuras, es exactamente lo que da razón de la sumisión del hombre a la ley del inconsciente. Pero la ética comienza todavía más allá.

Comienza en el momento en que el sujeto plantea la pregunta sobre ese bien que había buscado inconscientemente en las estructuras sociales—y donde, al mismo tiempo, es llevado a descubrir la vinculación profunda por la cual lo que se le presenta como ley está estrechamente vinculado con la estructura misma del deseo. Si no descubre de inmediato ese deseo último que la exploración freudiana descubrió bajo el nombre de deseo del incesto, descubre que articula su conducta de manera tal que el objeto de su deseo se mantenga siempre para él, a distancia. Esa distancia que no es completamente una, es una distancia íntima que se llama proximidad, que no es idéntica a él mismo, que le es literalmente próxima, en el sentido que se puede decir que el Neben-mensch, del que nos habla Freud en el fundamento de la cosa, es su prójimo.

Si algo , en la cúspide del mandamiento ético , termina de manera tan extraña, tan escandalosa para el sentimiento de algunos, articulándose bajo la forma del «Tu amarás a tu projimo como a tí mismo» es porque es propio de la relación del sujeto consigo mismo que se haga el mismo, en su relación con su deseo, su propio prójimo.

Mi tesis es que la ley moral se articula con la mira de lo real como tal, de lo real que puede ser la garantía de la Cosa. Por eso les invito a interesarse en lo que podemos llamar el acmé de la crisis de la ética, que les designé, ya de entrada, como ligado con el momento en que aparece la Crítica de la razón práctica.

La ética kantiana surge en el momento en que se abre el efecto desorientador de la física, llegada a su punto de independencia en relación a das Ding, al das Ding humano, bajo la forma de la física newtoniana.

La física newtoniana fuerza a Kant a una revisión radical de la fun-ción de la razón en tanto que pura, y en tanto que expresamente depen-diente de este cuestionamiento de origen científico se nos propone una moral cuyas aristas, en su rigor, no habián podido incluso hasta enton-ces ser nunca entrevistas—esa moral que se desprende expresamente de toda referencia a un objeto cualquiera de la afección, de toda referencia a lo que Kant llama «pathologisches Objekt», un objeto patológico, lo cual quiere decir solamente un objeto de una pasión cualquiera.

Ningun Wohl, ya sea el nuestro o el de nuestro prójimo, debe entrar como tal en la finalidad de la acción moral. La única definición de la acción moral posible es aquella cuya fórmula bien conocida da Kant: Haz de modo tal que la máxima de tu acción pueda ser considerada como una máxima universal. La acción sólo es moral entonces en la medida en que es comandada por el único motivo que articula la máxima. Traducir Allgemeine por universal plantea una pequeña cuestión, pues está más cerca de común. Kant opone general a universal, al que retoma en su forma latina, lo que prueba claramente que algo aquí es dejado en cierta indeterminación.Handle so, class die Maxime deines Willens jederzeit zugleich als Prinzip einer aligemeinen Gesetzgebung gelten konne. [Actúa de manera tal que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre como principio de una legislación que sea para todos l.

Esta fórmula que es, como saben, la fórmula central de la ética de Kant, es llevada por el hasta sus consecuencias más extremas. Este radicalismo llega hasta la paradoja de que, a fin de cuentas, la gute Willen, la buena voluntad, se plantea como exclusiva de toda acción benéfica. A decir verdad, creo que la realización de una subjetividad que merece ser llamada contemporánea, la de un hombre de nuestra época, que tuvo la suerte de haber nacido en esta época, no puede ignorar este texto. Lo subrayo tal cual, pues uno puede prescindir de todo; el vecino de la derecha y el de la izquierda son hoy en día. si no prójimos, al menos personajes suficientemente cercanos volumetricamente como para impedirnos caer al piso. Pero hay que haber atravesado la prueba de leer este texto, para medir el carácter extremista y casi insensato, del punto en el que nos arrincona algo que tiene de todos modos su presencia en la historia, la existencia, la insistencia de la ciencia.

Si, evidentemente, nadie pudo nunca—Kant no dudaba de ello siquiera un instante—poner en práctica de ningún modo un tal axioma moral, no es empero indiferente percatarse del punto al que llegaron las cosas. A decir verdad, hemos arrojado un gran puente más en la relación con la realidad. Desde hace algún tiempo, la estética trascendental misma —hablo de lo que en la Crítica de la razón pura es designado de este modo— puede ser cuestionada, al menos en el plano de ese juego de escritura donde despunta actualmente la teoría física. En el punto de nuestra ciencia al que hemos llegado, por ende, una renovación, una actualización del imperativo kantiano podría expresarse así, empleando el lenguaje de la electrónica y de la automatización: Actúa de tal suerte que tu acción siempre pueda ser programada. Lo que nos hace dar un paso más en el sentido de un desprendimiento todavía más acentuado, si no el más acentuado, de lo que se llama un Soberano Bien.

Entiéndanlo bien —Kant nos invita, cuando consideramos la máxima que regla nuestra acción, a considerarla un instante como la ley de una naturaleza en la que estaríamos destinados a vivir. Este es, le parece, el aparato que nos hace rechazar con horror tal o cual máxima a la que nuestras inclinaciones nos arrastrarían gustosamente. Nos brinda ejemplos al respecto, cuya notación concreta no carece de interés considerar, pues, por evidentes que parezcan, pueden prestarse, al menos para el analista, a algunas reflexiones. Pero observen que dice las leyes de una naturaleza, no de una sociedad. Esta por demás claro que las sociedades no sólo viven muy bien teniendo como referencia leyes que están lejos de soportar la instalación de una aplicación universal, sino que más bien, como lo indiqué la vez pasada, las sociedades prosperan por la transgresión de esas máximas.

Se trata pues de la referencia mental a una naturaleza en la medida en que esta ordenada por las leyes de un objeto construido en ocasión de la pregunta que nos hacemos acerca del tema de nuestra regla de conducta. Esto tiene consecuencias llamativas en las que no entraré ahora.

No quiero aquí, para operar el efecto de choque, de despertar, que me parece necesario en el camino de nuestro progreso, más que hacerles observar lo siguiente —si la Crítica de la razón práctica apareció en 1788, siete años después de la primera edición de la Crítica de la razón pura, hay otra obra que apareció seis años después de la Critica de la razón practica poco después de Termidor, en 1795, y que se llama La filosofía en el tocador.

La filosofía en el tocador, como saben todos, pienso, es obra de cierto marques de Sade, celebre por más de una razón. Su celebridad de escándalo no dejó de acompañarse al inicio de grandes infortunios y, puede decirse, del abuso de poder cometido con su persona, pues permaneció cautivo unos veinticinco años, lo cual es mucho para alguien que no cometió, por Dios, que sepamos, ningún crimen esencial y que en nuestra época llega, en la ideología de algunos, a un punto de promoción que también, puede decirse, implica al menos algo confuso, si no excesivo.

Aunque algunos puedan verlo como entrañando la introducción a algunas diversiones, la obra del marques de Sade no es, hablando estrictamente, de las más regocijantes, y las partes más apreciadas pueden parecer también las más aburridas. Pero no puede pretenderse que carezca de coherencia y, en suma, ella propone para justificar las posiciones de lo que puede llamarse una suerte de antimoral, exactamente los criterios kantianos.

Su paradoja es sostenida con la mayor coherencia en esa obra titulada La filosofia en el tocador. Incluido en ella hay un pequeño trozo que, tomando en consideración el conjunto de los oídos que me escuchan, es el único cuya lectura les recomiendo expresamente —Franceses, todavía un esfuerzo para ser republicanos.

Luego de este llamado, supuestamente recogido en el movimiento de folículos que se agitan en ese momento en el París republicano, el marques de Sade nos propone tomar como máxima universal de nuestra conducta, considerando la ruina de las autoridades en la que consiste, según las premisas de esta obra, el advenimiento de una verdadera república, el exacto revés de lo que pudo ser considerado hasta entonces como el mínimo vital de una vida moral viable y coherente.

Y, a decir verdad, lo sostiene bastante bien. No por azar encontramos primero en La filosofía en el tocador un elogio de la calumnia. La calumnia, nos dice, en ningún caso podría ser nociva—si le imputa a nuestro prójimo algo mucho peor que lo que puede imputársele a justo título, tiene como mérito el ponernos en guardia respecto a sus maniobras. Y continúa así, justificando punto por punto la inversión de los imperativos fundamentales de la ley moral y preconizando el incesto, el adulterio, el robo y todo lo que se les ocurra agregar. Tomen el exacto revés de todas las leyes del Decálogo y obtendrán la exposición coherente de algo cuyo mecanismo se articula en suma así—Tomemos como máxima universal de nuestra acción el derecho a gozar de cualquier prójimo como instrumento de nuestro placer.

Sade demuestra, con mucha coherencia, que esta ley, universalizada, brinda a los libertinos la libre disposición de todas las mujeres indistintamente, consiéntanlo ellas o no, pero que inversamente las libera de todos los deberes que una sociedad civilizada les impone en sus relaciones conyugales, matrimoniales y otras. Esta concepción abre mucho las compuertas que propone imaginariamente al horizonte del deseo, solicitando a cada quién que lleve a su máximo extremo las exigencias de su codicia y que las realice.

Si todos disponen de la misma apertura, se verá que es una sociedad natural. Nuestra repugnancia puede ser legítimamente asimilada a lo que Kant mismo pretende eliminar de los criterios de la ley moral, a saber, un elemento sentimental.

Si se elimina todo elemento de sentimiento de la moral, si se lo retira, si se lo invalida, por más guía que sea en nuestro sentimiento, en su extremo el mundo sadista es concebible—aún cuando sea su envés y su caricatura—como una de las realizaciones posibles de un mundo gobernado por una ética radical, por la ética kantiana tal como esta se inscribe en 1788.

Créanme, los ecos kantianos no faltan en las tentativas de articulación moral que se encuentran en una vasta literatura que podemos llamar libertina, la del hombre del placer, que es una forma igualmente caricaturesca, de ese problema que preocupó tanto tiempo al Antiguo Régimen en el curso de las épocas, y después de Feneldn —la educación de las jóvenes. Ven esto llevado hasta sus consecuencias humoristicamente paradójicas en La cortina levantada de Mirabeau.

Pues bien, palpamos aquí aquello por lo cual, en su búsqueda de justificación, de asidero, de apoyo, en el sentido de la referencia al principio de realidad, la ética encuentra su propio tropiezo, su propio fracaso—quiero decir, donde estalla una aporía de la articulación mental que se llama ética. Así como la ética kantiana no tiene otra consecuencia más que ese ejercicio gimnástico cuya función formadora para cualquiera que piense les señalé, de igual modo la ética sadista no tuvo ninguna especie de consecuencia social. Tengan claro que no se si los franceses hicieron verdaderamente un esfuerzo pare ser republicanos, pero seguramente, al igual que los demás pueblos de la tierra, e incluso aquellos que realizaron luego revoluciones aún más atrevidas, más ambiciosas, todavía más radicales, dejaron estrictamente sin cambios las bases, que calificaría de religiosas, de los diez mandamientos, impulsándolos incluso a un grado cuya nota puritana se acentúa cada vez mas. Estamos en el punto en que el jefe de un gran estado socialista, estando de visita en las civilizaciones coexistentes, se escandaliza al ver en los bordes del océano Pacífico a las bailarinas del noble país de América levantar un poco demasiado alto la pierna.

Nos encontramos de todos modos allí ante una pregunta —la pregunta, precisamente, de la relación con das Ding.

Asimismo, esa relación me parece suficientemente subrayada en el tercer capitulo concerniente a los móviles de la razón pura práctica. En efecto, Kant admite de todos modos un correlato sentimental de la ley moral en su pureza y, muy singularmente, les ruego lo registren, —segundo párrafo de esta tercera parte— este no es sino el dolor mismo. Les leo el pasaje: En consecuencia, podemos ver a priori que la ley moral como principio de la determinación de la voluntad, perjudica por ello mismo todas nuestras inclinaciones, y debe producir un sentimiento que puede ser llamado de dolor. Y es este el primero, y quizás el único caso, en que nos esté permitido determinar, por conceptos, a priori, la relación de un conocimiento, que surge así de la razón pura práctica, con el sentimiento del placer o de la pena.

En suma, Kant es de la opinión de Sade. Pues para alcanzar absolutamente das Ding, pare abrir todas las compuertas del deseo, ¿que nos muestra Sade en el horizonte? Esencialmente, el dolor . El dolor del prójimo y también el propio dolor del sujeto, pues en este caso no son más que una única y misma cosa. No podemos soportar el extremo del placer, en la medida en que consiste en forzar el acceso a la Cosa. Esto es lo que crea el lado irrisorio, el lado—para emplear un término popular— maniático, que estalla ante nuestros ojos en las construcciónes noveladas de un Sade —a cada instante se manifiesta el malestar de la construcción viviente, el mismo que hace tan difícil para nuestros neuróticos la confesión de algunos de sus fantasmas.

Los fantasmas, en efecto, en cierto grado, en cierto límite, no soportan la revelación de la palabra.

Henos aquí pues llevados nuevamente a la ley moral en tanto que ella se encarna en cierto número de mandamientos. Me refiero a esos diez mandamientos, cuya reunión se encuentra en el origen, no tan perdido en el pasado, de un pueblo que se distingue el mismo como elegido.

Les dije, convendría retomar esos mandamientos. Les indiqué la última vez que es un estudio que hay que hacer, para el que convocaría con gusto a uno de ustedes como representante de una tradición de teología moral. Muchas son las cuestiones que merecerían retenernos. Hablé del número de los mandamientos, pero también existe su forma, la manera en que nos son transmitidos en futuro. Llamaría con sumo gusto a alguien en mi ayuda, que tuviese práctica suficiente del hebreo como para poder contestarme. En el texto hebreo, es también un futuro, ¿es acaso alguna forma de volitivo la que es empleada en el Deuteromonio y los Numeros, en los que vemos las primeras formulaciones del Decalogo?

Hoy solamente quiero abordar su carácter privilegiado en relación a la estructura de la ley. Quisiera hoy detenerme en dos de los mandamientos.

Debo dejar de lado las inmensas cuestiones que plantea la promulgación de esos mandamientos por algo que se anuncia como Yo soy lo que yo soy. Conviene, en efecto, no incitar al texto en el sentido de una metafísica griega traduciendo el que es, incluso el que soy. I am that I am, la traducción inglesa, es la más cercana, según dicen los hebraistas, de lo que significa la articulación del versículo. Quizá me equivoque, pero no conociendo el hebreo y esperando el complemento de información que podría serme aportado, me remito al respecto a las mejores autoridades y creo que ellas son inequívocas.

Ese Yo soy lo que yo soy se anuncia primero en relación a un humilde pueblo como siendo aquel que lo sacó de las miserias de Egipto, y comienza articulando: Tu no adorarás a otro dios que a mí, en mi rostro. Dejo abierta la cuestión de saber que quiere decir en mi rostro.   Acaso quiere decir que fuera del rostro de Dios, es decir, fuera de Canaan, la adoración de otros dioses no es para el judío fiel, inconcebible? Un texto del segundo Samuel, en boca de David, lo sugiere.

No por ello deja de ser cierto que el segundo mandamiento, el que excluye formalmente no sólo todo culto, sino toda imagen, toda representación de lo que es en el cielo, en la sierra y en el abismo, me parece que muestra que se trata de una relación totalmente particular con la afección humana en su conjunto. Para decirlo todo, la eliminación de la función de lo imaginario se ofrece a mi mirada y, pienso, a la vuestra también, como el principio de la relación con lo simbólico, en el sentido en que lo entendemos aquí, es decir, para decirlo todo, con la palabra. Este encuentra ahí su condición principal.

Dejo de lado el reposo del sábado, pero creo que este extraordinario imperativo, gracias al cual, en un país de amos, vemos todavía que un día sobre siete transcurre en una inactividad que, según dicen los proverbios humorísticos, no le deja al hombre común un punto medio entre la ocupación del amor o el aburrimiento más sombrío, esa suspensión, ese vacío, introduce seguramente en la vida humana el signo de un agujero, de un más allá en relación a toda ley de la utilidad. Pero me parece tener, por esta vía, la conexión más próxima con aquello sobre cuya pista andamos aquí.

Dejo de lado la interdicción del asesinato, pues tendremos que volver a ella a propósito del alcance respectivo del acto y su retribución. Quiero llegar a la interdicción de la mentira, en la medida en que se conjuga con lo que se nos presenta como la relación esencial del hombre con la Cosa, en la medida en que es comandada por el principio del placer, a saber esa mentira con la que nos enfrentamos todos los días en el inconsciente.

El Tu no mentirás es el mandamiento en el que se hace sentir para nosotros, de la manera más tangible, el lazo íntimo del deseo en su función estructurante con la ley. A decir verdad, ese mandamiento está para hacernos sentir la verdadera función de la ley. No podré hacer nada mejor que cotejarlo con el sofisma en el que se manifiesta al máximo el tipo de ingeniosidad más opuesta a la de la discusión judía, talmúdica, es decir, la paradoja llamada de Epimenides, la que dice que todos los hombres son mentirosos. ¿Que digo, avanzando en la articulación que les di del inconsciente, que digo que responde el sofisma? —si no que yo mismo miento y que de este modo no puedo avanzar nada valedero en lo concerniente, no simplemente a la función de la verdad, sino a la significación misma de la mentira.

El Tu no mentirás, precepto negativo, tiene como función retirar del enunciado el sujeto de la enunciación. Recuerden el grafo. Justo ahí en la medida en que miento, en que reprimo, en que soy yo, mentiroso, el que hablo puedo decir Tu no mentirás. Ese Tu no mentirás, como ley, incluye la posibilidad de la mentira como el deseo más fundamental.

Les daré una prueba no menos válida en mi opinión. Es la celebre fórmula de Proudhon: La propiedad es el robot. Otra prueba, cómo gritan cual si los estuvieran matando los abogados en cuanto se trata, en una forma siempre más o menos funambulesca y mítica, de hacer entrar en juego un detector de mentiras. ¿Debemos concluir de ello que el respeto de la persona humana es el derecho a mentir? Ciertamente, es una pregunta y responder si, ciertamente, no es una respuesta. Como podría decirse, no es tan simple.

¿ De dónde surge esa insurrección ante el hecho de que algo pueda reducir la cuestión de la palabra del sujeto a una aplicación universalmente objetivante? Esa palabra no sabe ella misma que dice cuando miente y, por otra parte, mintiendo, promueve alguna verdad. Y. en esta función antinómica entre la ley y el deseo, la palabra condiciona; en ella reside el mecanismo primordial que hace de este mandamiento, entre los otros diez, una de las piedras angulares de lo que podemos llamar la condición humana en la medida en que merece ser respetada.

Siendo ya tarde, saltaré un poco más lejos, para llegar por fin a lo que constituye hoy el extremo de nuestra reflexión sobre las relaciones del deseo con la ley. Es el famoso mandamiento que se expresa así —siempre hizo sonreír, pero al reflexionar bien en el no se sonríe demasiado tiempo—Tu no codiciarás la casa de tu prójimo, tu no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su servidor, ni su sirvienta, ni su buey, ni su asno, ni nada de lo que pertenezca a tu prójimo.

Poner a la mujer entre la casa y el borrico sugirió a más de uno la idea de que se podía ver ahí las exigencias de una sociedad primitiva—de los beduinos, de los indígenas, de los negros. Pues bien, no lo pienso.

Esta ley, siempre viva en el corazón de los hombres que la violan todos los días, al menos en lo concerniente a la mujer de su prójimo, debe tener sin duda alguna relación con lo que aquí es nuestro objeto, a saber, das Ding.

Pues para nada se trata aquí de cualquier bien. Tampoco se trata de lo que hace la ley del intercambio, y cubre con una legalidad, si me permiten la expresión, entretenida, con una Sicherung social, los movimientos, el ímpetus de los instintos humanos. Se trata de algo que adquiere su valor del hecho de que ninguno de esos objetos deja de tener la más estrecha relación con aquello en lo que el ser humano puede reposarse como siendo das Trude, das Ding, no en la medida en que ella es su bien, sino el bien en el que se reposa. Agrego, das Ding en tanto que correlato mismo de la ley de la palabra en su origen más primitivo, en el sentido de que ese das Ding estaba ahí desde el comienzo, que es la primera cosa que pudo separarse de todo lo que el sujeto comenzó a nombrar y articular, que la codicia de la que se trata se dirige, no a cual-quier cosa que yo desee, sino a una cosa en la medida en que es la Cosa de mi prójimo.

Ese mandamiento adquiere su valor en la medida en que preserve esa distancia de la Cosa en tanto que fundada por la palabra misma.

Pero ahí, ¿en que culminamos?

¿Acaso la Ley es la Cosa? ¡Oh, no! Sin embargo, sólo tuve conocimiento de la Cosa por la Ley. En efecto, no hubiese tenido la idea de codiciarla si la Ley no hubiese dicho —Tu no la codiciarás. Pero la Cosa encontrando la ocasión produce en mi toda suerte de codicias gracias al mandamiento, pues sin la Ley la Cosa esta muerta. Ahora bien, yo estaba vivo antaño, sin la Ley. Pero cuando el mandamiento llegó, la Cosa ardió, llegó de nuevo, mientras que yo encontré la muerte. Y para mí, el mandamiento que debía llevar a la vida resultó llevar a la muerte, pues la Cosa encontrando la ocasión me sedujo gracias al mandamiento y por él me hizo deseo de muerte.

Pienso que, desde hace un momentito, algunos de ustedes al menos, dudan de que sea yo quien sigue hablando. En efecto, con la salvedad de una muy pequeña modificación cosa en lugar de pecado—, este es el discurso de san Pablo en lo concerniente a las relaciones de la ley y del pecado, Epístola a los Romanos, capitulo 7, párrafo 7.

Mas allá de lo que se piense de ellos en ciertos medios, se equivocarían al creer que los autores sagrados no son una buena lectura. En lo que a mi respecta, al sumergirme en ellos sólo encontré recompensas y, muy especialmente en éste, que les indico como deberes de vacaciones, encontraran una compañía bastante buena.

La relación de la Cosa y de la Ley no podría ser mejor definida que en estos términos. En este punto la retomaremos . La relación dialéctica del deseo y de la Ley hace que nuestro deseo sólo arda en una relación con la Ley, por la cual deviene deseo de muerte. Solamente debido a la Ley, el pecado, hamartfa, que quiere decir en griego falta y no participación en la Cosa, adquiere un carácter desmesurado, hiperbólico. ¿EI descubrimiento freudiano, la ética psicoanalítica, nos dejan suspendidos de esta dialéctica? Tenemos que explorar lo que con el correr del tiempo el ser humano fue capaz de elaborar que transgrede esa Ley, la coloca en una relación con el deseo que franquea ese lazo de interdicción e introduce, por encima de la moral, una erótica.

No pienso que deban asombrarse de una cuestión semejante, pues es lo que hicieron con toda exactitud todas las religiones, todos los misticismos, todo lo que Kant llama con cierto desdén los Religionsschwar-mereien, los ensueños religiosos—es muy difícil de traducir ¿Que es, si no una manera de volver a encontrar, en algún lado más allá de la Ley, la relación con das Ding? Sin duda existen otras. Sin duda, hablando de erótica, debemos hablar de lo que se fomentó con el correr del tiempo, de las reglas del amor. Freud dice en algún lado que hubiera podido hablar de su doctrina como de una erótica, pero dice, no lo hice, pues esto hubiera sido ceder sobre las palabras y quien cede sobre las palabras cede sobre las cosas —hablé de teoría de la sexualidad .

Es verdad —Freud colocó en un primer plano de la interrogación ética la simple relación del hombre y la mujer.

Cosa muy singular, las cosas se limitaron a quedar en el mismo punto. La cuestión de das Ding hoy, sigue pendiente de lo que hay de abierto, de faltante, de hiante, en el centro de nuestro deseo. Diré, si me permiten este juego de palabras, que se trata para nosotros de saber que podemos hacer de ese dam (damnación) para transformarlo en dame (dama), en nuestra dame.

No sonrían de esta manipulación pues la lengua la hizo antes que yo. Si toman nota de la etimología de la palabra danger (peligro), verán que es exactamente el mismo equivoco lo que la funda en francés —el danger (peligro) en el origen es domniarium, dominación. Muy suavemente la palabra dame la contaminó.

Y. en efecto, cuando estamos en poder de otro corremos un gran riesgo. De este modo, el año próximo, intentaremos avanzar en estas zonas incuestionablemente riesgosas.