Señora Emmy von N. (40 años, de Livonia) (Freud) (contin.2)

Señora Emmy von N. (40 años, de Livonia) (Freud)

14 de mayo [por la mañana]. Está bien y alegre, ha dormido hasta las siete y media de la
mañana, sólo se queja de algunos dolores en la zona radial de la mano, dolores de cabeza y en
el rostro. El declarar previo a la hipnosis cobra significación cada vez mayor. Hoy no tiene casi
nada horroroso que producir. Se queja de dolores y falta de sensibilidad en la pierna derecha;
relata que en 1871 tuvo una inflamación en el hipogastrio y, apenas restablecida, debió cuidar a
su hermano enfermo y en eso le sobrevinieron los dolores, que de tiempo en tiempo llegaban a
provocarle una parálisis del pie derecho.
En la hipnosis le pregunto si ahora ya podrá moverse entre la gente, o todavía prevalece el
miedo. Opina que aún le resulta desagradable tener a alguien detrás o muy próximo a ella, y con
relación a esto sigue contando casos de sorpresas desagradables por personas que
aparecieron de repente. Así, una vez que había ido de paseo a la isla de Rügen con sus hijitas,
dos individuos de sospechoso aspecto surgieron por detrás de un matorral; dice que las
insultaron. En Abbazia, durante una caminata que hizo al atardecer, un mendigo surgió de
repente tras de una piedra y luego cayó de rodillas ante ella. Debe de haber sido un loco
inofensivo; además, cuenta acerca de una intrusión nocturna en su castillo, situado en un lugar
solitario; la aterrorizó mucho. Pero se echa de ver fácilmente que el miedo a las personas se
remonta en lo esencial a las persecuciones a que estuvo expuesta tras la muerte de su marido.
Por la tarde. En apariencia muy alegre, me recibe sin embargo con la exclamación: «Me muero
de angustia; ¡oh!, casi ni se lo puedo decir, me odio a mí misma». Al fin, me entero de que el
doctor Breuer la ha visitado y ella se estremeció en el momento de aparecer él. Cuando él lo
nota, ella le asegura: «Sólo en esta ocasión»; y cómo le pesa, por mi causa, haber dejado
traslucir ese resto de su anterior medrosidad. Por esos días yo había tenido oportunidad de
reparar en cuán severa era consigo misma, cuán pronta a hacerse graves reproches por
ínfimas negligencias -que los paños para el masaje no se hallaran en su sitio, que no estuviera
en un lugar bien visible el periódico que yo debía leer mientras ella dormía-. Luego de liquidado el
primer estrato, más superficial, de reminiscencias martirizadoras, sale a la luz su personalidad
hipersensible en lo ético, aquejada de la inclinación a empequeñecerse a sí misma; tanto en la
vigilia como en la hipnosis, yo le imparto una enseñanza que es paráfrasis del antiguo apotegma
«De minimis non curat praetor», o sea, que entre lo bueno y lo malo existe un grupo muy vasto
de cosas indiferentes, pequeñas, por las que nadie debe hacerse reproches. Creo que no
admite estas enseñanzas más que lo haría un monje ascético de la Edad Media, quien veía el
dedo de Dios y la tentación del Diablo en la vivencia más ínfima que tuviese, y era incapaz de
representarse el mundo, aunque fuera por un momentito y en uno de sus rinconcitos, sin
referirlo a sí mismo.
En la hipnosis aporta con posterioridad algunos complementos {Nachtrag} de imágenes
horrorosas (así, en Abbazia unas cabezas sangrantes sobre cada ola). Hago que me repita las
enseñanzas que le he impartido en la vigilia.
15 de mayo [por la mañana]. Ha dormido hasta las ocho y media, pero hacia la mañana se fue
inquietando y me recibe con ligeros tics, chasquidos y alguna inhibición para hablar. «Me muero
de angustia». Preguntada, cuenta que la pensión donde se alojan aquí las niñas se encuentra en
un cuarto piso, y se llega a ella por medio de un ascensor. Ayer pidió que las niñas lo utilizaran
también para bajar, y ahora se lo reprocha, pues dice que el ascensor no es del todo seguro. El
propietario mismo se lo ha comunicado. Me pregunta si conozco la historia de la condesa de S.,
que murió en Roma a causa de un accidente de ese tipo. Ahora bien, yo conozco la pensión y
sé que el ascensor es de propiedad del dueño de aquella; no me parece muy posible que ese
hombre, que en un anuncio se vanagloria de ese aparato, pueda haber advertido contra su uso.
Opino que hay ahí un espejismo del recuerdo [paramnesia] dictado por la angustia; le comunico
mi punto de vista y con facilidad logro que eche a risa sus temores, por lo improbable que
resultan. justamente por ello no puedo creer que esa fuera la causa de su angustia, y me
propongo preguntárselo a su conciencia hipnótica. Durante el masaje, que hoy reanudo tras una
interrupción de varios días, me cuenta algunas historias, poco conectadas entre sí, pero que
acaso fueran verdaderas; por ejemplo, de un sapo encontrado en un sótano, de una madre
excéntrica que criaba de un modo muy peculiar a su hijo idiota, de una mujer a quien encerraron
en un manicomio a causa de su melancolía, y así deja discernir qué clase de reminiscencias le
pasan por la mente cuando un talante desasosegado se apodera de ella. Después que se ha
aligerado de estos relatos, se pone muy alegre, me informa sobre la vida que lleva en su finca,
sus relaciones sociales con hombres destacados de la Rusia alemana y de Alemania del Norte,
y en verdad me es difícil concebir juntas esa plétora de actividades con la imagen de una señora
que sufre de una neurosis tan severa.
En la hipnosis le pregunto, pues, por qué estaba tan inquieta hoy a la mañana. Y, en lugar del
reparo por el ascensor, recibo la noticia de que tuvo miedo de que el período volviera a repetirse
y otra vez estorbara los masajes.
Me hago contar además la historia de sus dolores en la pierna. El comienzo es el mismo que el
de ayer [el cuidado de su hermano enfermo]; luego sigue una larga serie de peripecias: son
unas vivencias penosas e irritantes del tiempo en que tenía esos dolores; toda vez que ellas le
sobrevenían, reforzaban a estos hasta el punto de provocarle una parálisis bilateral de las
piernas con pérdida de la sensibilidad. Algo semejante pasaba con los dolores en el brazo, que
principiaron, simultáneamente con los calambres en la nuca, mientras cuidaba a un enfermo.
Sobre estos «calambres en la nuca» averiguo lo siguiente: relevaron a unos peculiares estados
de inquietud con desazón, que tenía antes; y consisten en un «atrapamiento {Packen} helado»
en la nuca, con una rigidez y un enfriamiento doloroso en las extremidades, incapacidad para
hablar y postración total. Duran de seis a doce horas. Fracasaron mis intentos de
desenmascarar este complejo sintomático como una reminiscencia. Las preguntas dirigidas a
ello, sobre si su hermano, a quien cuidó en el delirio, le atrapó alguna vez la nuca, recibieron
respuesta negativa {vernejnen}; ella no sabe de dónde vienen esos ataques.
Por la tarde. Está muy contenta, hace gala de magnífico humor. Me comunica que con el
ascensor las cosas no eran como ella me había dicho. Bajo ningún pretexto se lo debía utilizar
para descender. Una multitud de preguntas en las que no hay nada enfermizo. Ha tenido dolores
de penosa intensidad en el rostro, en la mano a lo largo de la línea del pulgar, y en la pierna.
Siente rigidez y dolores en el rostro después de haber permanecido largo tiempo sentada
reposando o con la vista clavada en un punto. Levantar un objeto pesado le provocó dolores en
los brazos. El examen de la pierna derecha demuestra bastante buena sensibilidad en el muslo,
anestesia elevada en la pierna y el pie, menor en la zona de la cadera y cintura.
En la hipnosis indica que en ocasiones tiene todavía representaciones angustiantes, como que
a sus hijas pudiera sucederles algo, podrían enfermar o no quedar con vida; el hermano de ella,
que ahora está en viaje de bodas, podría sufrir un accidente, morir la mujer de él; es que todos
sus hermanos y hermanas han tenido vida matrimonial breve. No le puedo sonsacar otros
temores. La reprendo por ese afán de angustiarse donde no hay motivo alguno. Promete dejar
de hacerlo «porque usted me lo pide». Ulteriores sugestiones para los dolores, la pierna, etc.
16 de mayo [por la mañana]. Ha dormido bien; aunque todavía se queja de -dolores en el rostro,
los brazos y las piernas, está muy alegre. La hipnosis no arroja resultado alguno. Pincelaciones
farádicas en la pierna anestésica.
Por la tarde. Se asusta cuando yo entro. – «Suerte que haya llegado. Estoy tan aterrorizada… ».
– Al decirlo, todos los signos del horror, tartamudeo, tics. Primero me hago contar en la vigilia lo
que hubo, a raíz de lo cual figura insuperablemente su espanto con las manos extendidas hacia
adelante y los dedos crispados. – En el jardín, un ratón monstruoso le corrió de repente sobre la
mano y luego desapareció de pronto, eso no paraba de correr de aquí para allá. ( ¿Ilusión por un
juego de sombras?) Sobre los árboles se veían claramente unos ratones sentados. – «¿No
escucha usted los cascos de los caballos en el circo? ». – «Al lado se oye gemir a un señor;
creo que siente dolores después de la operación». – «¿Estoy entonces en Rügen, he tenido allí
una estufa como esa?», – También está confundida por la multitud de pensamientos que se le
cruzan, y por su empeño de encontrar el presente. No sabe responder a preguntas por cosas
del presente, corno por ejemplo si sus hijas se encontraban allí.
Intento desenmarañar ese estado en la hipnosis.
Hipnosis. «¿De qué se ha angustiado usted tanto?».
Repite la historia de los ratones con todos los signos del espanto; y dice que también, cuando
ella subía la escalera, había ahí echado un animal horroroso, y enseguida desapareció. Le
declaro que son alucinaciones, repruebo su miedo a los ratones sólo lo tienen los borrachos (a
ella le repugnan mucho). Le cuento la historia del obispo Hatto que ella también conoce y
escucha con el máximo horror. -«¿Cómo dio usted en lo del circo?». – Ella escucha con nitidez
cómo ahí cerca los caballos patullan en los establos y se enredan en los ronzales, con lo cual
se pueden hacer daño. Johann solía salir siempre para librarlos. – Le pongo en entredicho la
proximidad del establo y el gemir del vecino. Le pregunto si sabe dónde se encuentra. – Lo sabe,
pero antes creyó estar en Rügen. – «¿Cómo llegó a ese recuerdo? ». – En el jardín hablaban de
un sitio en él donde hacía mucho calor, y entonces se le ocurrió la terraza sin sombra de
Rügen. – «¿Qué recuerdos tristes tiene, pues, de su estadía en Rügen?». – Expone la serie de
ellos. Allí le sobrevinieron los temibles dolores en el brazo y la pierna, varías veces mientras
estaba de excursión la niebla se abatió sobre ella de modo que erró el camino, dos veces
durante sus caminatas fue perseguida por un toro, etc. – «¿Cómo cayó hoy en ese ataque?». –
Pues, ¿cómo? Dice que escribió muchas cartas, ello le llevó unas tres horas, y la cabeza no le
daba más. – Puedo suponer entonces que la fatiga le produjo ese ataque de delirio, cuyo
contenido fue comandado {bestimmen} por asonancias como el lugar sin sombra en el jardín,
etc. – Le repito todas las enseñanzas que suelo impartirle, y la dejo adormilada.
17 de mayo [por la mañana]. Ha dormido muy bien. En el baño de salvado que tomó hoy ha
gritado varias veces porque creyó que el salvado eran unos gusanitos. Lo sé por la enfermera; a
ella no le hace ninguna gracia contarlo. Está alegre, retozona casi, pero a menudo se
interrumpe con exclamaciones: «¡Uh!», muecas que expresan espanto, también tartamudea
más que en los últimos días. Cuenta que a la noche soñó que caminaba sobre algo que eran
claramente sanguijuelas. La noche anterior había tenido sueños crueles, debía adornar muchos
cadáveres y depositarlos en el sarcófago, pero nunca quería cerrar la tapa. (Evidentemente, una
reminiscencia sobre su marido.) Cuenta además que en su vida le ocurrieron un sinnúmero de
aventuras con animales, la más horrible con un murciélago que se había encerrado en el
armario de su tocador, y ella salió corriendo, desvestida, del dormitorio. Su hermano le obsequió
luego, para curarla de esta angustia, un lindo prendedor en forma de murciélago; pero nunca
pudo usarlo.
Hipnosis. Su angustia ante los gusanos se debe a que una vez le regalaron una linda
almohadilla para alfileres; cuando a la mañana siguiente quiso usarla, empezaron a salir
muchos gusanillos, pues el salvado que emplearon para llenarla no estaba bien seco.
(¿Alucinación? Quizás un hecho real.) Le pregunto por otras historias de animales. Cierta vez
que paseaba con su marido por un parque de San Petersburgo, el camino para llegar hasta la
fuente estaba poblado de sapos a punto tal que debieron volverse. Hubo épocas en que no
podía dar la mano a nadie por miedo de que se le mudara en un horroroso animal, como tantas
veces le había ocurrido. Intento librarla de la angustia a los animales haciendo un repaso de
ellos, uno por uno, y preguntándole si le tiene miedo. A unos responde «No», a otros «No tengo
permitido tenerle miedo». Le pregunto por qué ayer y hoy ha tenido movimientos convulsivos
y ha tartamudeado tanto. Dice que lo hace siempre que está así de aterrorizada. – Pero,
¿por qué tenía ayer tanto terror? – En el jardín se le ocurrieron toda clase de cosas que la
oprimieron. Sobre todo, cómo podrá impedir que de nuevo se le acumule algo cuando sea dada
de alta en el tratamiento. – Le repito las tres razones de consuelo que ya le he dado en la vigilia:
1) En general está más sana y se ha vuelto más resistente; 2) se habrá acostumbrado a
declararse con alguna persona allegada, y 3) tendrá por indiferentes todo un conjunto de cosas
que hasta ahora la oprimían. – Además, le ha pesado mucho no haberme agradecido mi visita
de ayer a la noche, teme que a causa de su última recaída yo pierda la paciencia con ella. Le ha
causado gran conmoción y angustia que el médico del sanatorio preguntara en el jardín a un
señor si ya tenía ánimo para la operación. La esposa estaba sentada junto a él, ella [Emmy] no
pudo menos que pensar entre sí si no sería la última tarde de ese pobre hombre. – Con esta
última comunicación parece solucionada la desazón.
Por la tarde está muy alegre y contenta. La hipnosis no brinda resultado alguno. Me ocupo de
tratar sus dolores musculares, y procuro restablecerle la sensibilidad en la pierna derecha, lo
cual en la hipnosis se consigue con mucha facilidad; pero la sensibilidad restablecida vuelve a
perderse en parte tras el despertar. Antes que yo me retire, exterioriza su asombro por no haber
tenido durante tanto tiempo aquellos calambres en la nuca, que solían aparecerle antes de cada
tormenta.
18 de mayo. Esta noche ha dormido como hacía años no le sucedía, pero después del baño se
queja de enfriamiento en la nuca, contracciones y dolores en el rostro, manos y pies; sus
rasgos están tensos, sus manos crispadas. La hipnosis no pesquisa ningún contenido psíquico
para ese estado de «calambre en la mica», que luego consigo mejorarle en la vigilia mediante
masajes.
Espero que el precedente extracto de la crónica de las primeras tres semanas baste para
proporcionar un cuadro intuible del estado de la enferma, de la índole de mi empeño terapéutico
y de su resultado. Ahora procedo a completar el historial clínico.
El delirio histérico descrito en último término fue también la última perturbación importante en el
estado de la señora Emmy. Como yo no pesquisaba los síntomas patológicos y sus
fundamentos por mi propia iniciativa, sino que aguardaba hasta que surgiera algo o ella me
confesara algún pensamiento angustiante, las hipnosis pronto resultaron infecundas; yo las
utilizaba las más de las veces para impartirle enseñanzas destinadas a permanecer siempre
presentes en sus pensamientos y a prevenir que en su casa no volviera a caer en parecidos
estados. Por aquella época yo me encontraba por entero bajo el hechizo del libro de Bernheim
sobre la sugestión, y de ese influjo pedagógico esperaba más de lo que hoy esperaría.
Tanto mejoró el estado de mi paciente, y en breve lapso, que ella aseguró no haberse sentido
tan bien desde la muerte de su marido. Tras un tratamiento que en su conjunto ocupó siete
semanas, le permití regresar a su hogar sobre el Báltico.
Pasados unos siete meses, fue el doctor Breuer, y no yo, quien recibió noticias de ella. Su
bienestar había durado varios meses, pero sucumbió a un nuevo sacudimiento psíquico. Su hija
mayor, que ya durante la primera estadía en Viena emparejara a la madre con unos calambres
en la nuca y unos leves estados histéricos, y que sobre todo sufría de dolores al caminar por
causa de una retrollexio uteri, había sido tratada, de acuerdo con mi consejo, por el doctor N.,
uno de nuestros ginecólogos más conspicuos; este le puso en su lugar el útero mediante
masajes, de suerte que pasó varios meses libre de dolencias. Cuando ya en su hogar le
reaparecieron, la madre acudió al ginecólogo de la ciudad universitaria próxima; este aplicó a la
muchacha una terapia combinada local y general, que empero llevó a que la niña contrajera una
neurosis grave. Es probable que ya entonces saliera a la luz la disposición patológica de esta
muchacha, de diecisiete años en ese momento, que un año después se manifestaría en una
alteración del carácter. La madre, que la había puesto en manos de los médicos con su habitual
mezcla de acatamiento y desconfianza, se hizo los más violentos reproches tras el infeliz
desenlace de esa cura y, por un camino de pensamiento que yo no averigüé, llegó a la
conclusión de que ambos, el doctor N. y yo, teníamos la culpa de la enfermedad de su hija por
haberle presentado como leve lo que era una grave afección de la pequeña; canceló, por así
decir, mediante un acto de voluntad el efecto de mi tratamiento, y recayó enseguida en los
mismos estados de que yo la había librado. Es verdad que un destacado médico allegado a ella,
a quien acudió, y el doctor Breuer, quien mantenía con ella contacto epistolar, consiguieron
hacerle ver la inocencia de los dos acusados. Pero la antipatía que en esa época había
concebido contra mí le quedó como un resto histérico aun después de ese esclarecimiento, y
declaró que le resultaba imposible volver a tratarse conmigo. Siguiendo el consejo de la
autoridad médica ya mencionada, buscó ayuda en un sanatorio de Alemania del Norte, y a
pedido de Breuer yo comuniqué al médico que dirigía ese instituto la modificación de la terapia
hipnótica que se había demostrado eficaz en ella.
Este intento de trasferencia fracasó radicalmente. Parece que desde el comienzo no se
entendió con el médico; se agotó en la resistencia a todo cuanto se emprendía con ella,
desmejoró, perdió el sueño y el apetito, y sólo se recuperó luego de que una amiga, que la
visitaba en el instituto, la secuestró en secreto o poco menos y la cuidó en su casa. No mucho
después, pasado un año justo desde su primer encuentro conmigo, estaba de vuelta en Viena y
se ponía en mis manos.
La hallé harto mejor de lo que imaginara por los informes epistolares. Desenvuelta, exenta de
angustia, había conservado buena parte de lo que el año anterior yo había erigido en ella. Su
queja principal era una frecuente confusión, «revoltijo en la cabeza», según la llamaba; además
padecía de insomnio, a menudo un llanto incontenible la embargaba durante horas, y se ponía
triste en un momento determinado del día (las cinco de la tarde). Era la hora en que tenía
permitido visitar en el invierno a su hija internada en el sanatorio. Tartamudeaba mucho y emitía
frecuentes chasquidos, se restregaba las manos como furiosa, y cuando le pregunté si veía
muchos animales, sólo respondió: «¡Oh! ¡Quédese quieto! ».
Al primer intento de hipnotizarla, cerró los puños y profirió: «No quiero ninguna inyección
antipirética, prefiero quedarme con mis dolores. No me gusta el doctor R., me resulta
antipático». Me di cuenta de que estaba prisionera en la reminiscencia de una hipnosis que le
aplicaron en el instituto, y la calmé retrotrayéndola a la situación presente.
Apenas recomenzado el tratamiento, hice una instructiva experiencia. Le había preguntado
desde cuándo le volvió el tartamudeo, y ella (en la hipnosis) respondió vacilante: desde el susto
que se llevó en el invierno en D. Un camarero del hospedaje donde se alojaba se había
escondido en la habitación de ella; en la oscuridad creyó que esa cosa era un gabán, lo tomó, y
dice que el hombre de repente «se irguió con rapidez». Le elimino esa imagen mnémica, y
efectivamente su tartamudeo se vuelve desde ese momento apenas perceptible, tanto en la
hipnosis como en la vigilia. No sé qué me movió a someter a prueba en ese punto el éxito de mí
tratamiento. Cuando volví a verla al anochecer, le pregunté con aire de total inocencia cómo
debía hacer yo, al retirarme dejándola dormida, para cerrar las puertas de manera que nadie
pudiera colarse dentro. Ante mi asombro, fue presa de un violento terror, empezó a rechinar los
dientes y restregarse las manos, y me indicó que había tenido un terror violento de esa clase en
D.; pero no se pudo moverla a que contase la historia. Tomé nota de que se refería a la misma
historia que contara por la mañana en la hipnosis, y que yo creía haberle borrado. Pues bien; en
la hipnosis que siguió, me la refirió con más detalle y veracidad. En estado de excitación se
paseaba una noche de un extremo al otro del pasillo; halló abierta la puerta de la habitación de
su camarera y quiso entrar para sentarse ahí. Esta le atajó el camino, pero ella no se dejó
disuadir, entró a pesar de todo y entonces notó aquella cosa oscura en la pared, que resultó ser
un hombre. Evidentemente había sido el factor erótico de esta pequeña aventura lo que la
moviera a una exposición infiel. Yo, por mi parte, aprendía por experiencia que un relato
incompleto en la hipnosis carece de efecto curativo, y me habitué a considerar incompleto un
relato cuando no aportaba beneficio alguno, y poco a poco supe ver en el gesto de los enfermos
si me habían silenciado un fragmento esencial de su confesión.
El trabajo que esta vez hube de emprender con ella consistió en la tramitación hipnótica de las
impresiones ingratas que había acogido dentro de sí durante la cura de su hija y su propia
estadía en aquel instituto. Estaba llena de furia sofocada contra el médico que en la hipnosis la
había constreñido a deletrear «s-a-p-o», y me arrancó la promesa de no proponerle nunca esa
palabra. En este punto me permití una chanza sugestiva, el único abuso de la hipnosis, bien
inocente por lo demás, de que me debo acusar respecto de esta paciente. Le aseguré que la
estadía en «tal» se le volvería cosa tan remota que ni siquiera se acordaría de ese nombre y
toda vez que quisiera decirlo se equivocaría entre «berg», «tal», «wald», etc. Así le sucedió,
y pronto la incertidumbre acerca de ese nombre fue la única inhibición de lenguaje que se le
observaba, hasta que a raíz de un señalamiento que me hizo el doctor Breuer la liberé de esa
compulsión a la paramnesia.