Señora Emmy von N. (40 años, de Livonia) (Freud) (contin.3)

Señora Emmy von N. (40 años, de Livonia) (Freud) (contin.3)

Batalla más larga que los restos de estas vivencias me dieron los estados que ella llamaba
«revoltijo en la cabeza». Cuando por primera vez la vi en uno de esos estados, yacía sobre el
diván con deforme mueca y una incesante inquietud en todo el cuerpo; de continuo se llevaba
las manos a la frente, a la vez que profería como añorante y desorientada el nombre «Emmy»,
que era el suyo y el de su hija mayor. En la hipnosis anotició que ese estado era la repetición de
tantísimos ataques de desesperanza que solían apoderarse de ella durante la cura de su hija,
después que se había pasado horas pensando y pensando cómo se podía corregir el mal
resultado de aquel tratamiento, sin hallar ninguna salida. Entonces, como sentía que se le
enredaban los pensamientos, se habituó a pronunciar en voz alta el nombre de la hija, para
abrirse camino en torno de él hacia la claridad. Pues en el tiempo en que el estado de su hija le
impuso nuevos deberes y sintió que la nerviosidad volvía a ganar imperio sobre ella, estatuyó
para sí que todo lo relativo a esa niña debía permanecer sustraído de la confusión, así todo lo
demás hubiera de ponerse de través en su cabeza.
Después de algunas semanas también se superaron estas reminiscencias, y la señora Emmy
permaneció en plena salud por algún tiempo todavía bajo mi observación. Justamente hacia el
final de esta residencia suya sucedió algo que quiero referir porque ese episodio arroja la más
viva luz sobre el carácter de la enferma y el modo en que se generaban sus estados.
La visité un día mientras almorzaba, y la sorprendí arrojando algo envuelto en papel al jardín,
donde lo recogían los hijos del portero. Ante mi pregunta, confesó que era su pastel (seco), que
cotidianamente solía seguir el mismo camino. Esto me movió a considerar los restos de los
otros platos, y hallé que de ellos sobraba más de lo que podía haber comido. Interpelada por su
poco comer, respondió que no estaba acostumbrada a tomar más, y aun le haría daño; sostuvo
tener la misma naturaleza que su difunto padre, quien igualmente había sido de poco comer.
Cuando le indagué qué bebía, respondió que sólo toleraba líquidos densos, como leche, café,
chocolate, etc.; siempre que bebía agua surgente o mineral se le estropeaba el estómago. Todo
eso llevaba el inequívoco sello de una elección nerviosa. Le tomé un análisis de orina y se la
halló en exceso concentrada y sobrecargada de uratos.
Por eso juzgué adecuado indicarle que bebiera más, y también me propuse hacerle aumentar la
ingesta de alimento. Si bien no presentaba una delgadez llamativa, me pareció que alguna
sobrealimentación era deseable. Cuando en mi siguiente visita le prescribí un agua alcalina y le
prohibí que hiciera correr al postre su suerte habitual, su agitación no fue poca: «Lo haré porque
usted me lo demanda, pero le anticipo que será para mal, porque mi naturaleza lo rechaza, y mi
padre era igual». Al preguntarle en la hipnosis por qué no podía comer más ni beber agua, le
acudió esta respuesta bastante hosca: «No sé». Al día siguiente, la enfermera me confirmó que
la señora Emmy se había sobrepuesto a su porción íntegra y había bebido una copa de agua
alcalina. Pero me refirió haberla hallado luego yacente, presa de profunda desazón y de muy
mal humor. Se quejaba de unos muy violentos dolores de estómago: «Yo se lo había dicho.
Ahora se han perdido todos los logros que tanto tiempo y tantas penas nos llevó conseguir. Me
he arruinado el estómago como siempre que me alimento en demasía o bebo agua, y me veré
obligada a guardar una dieta total durante cinco a ocho días antes que tolere algo». Le aseguré
que no sería necesaria esa abstinencia, pues era de todo punto imposible que el agua le
arruinara a uno el estómago de esa manera; sus dolores sólo se debían a la angustia con que
había comido y bebido. Era evidente que no le había causado impresión alguna con este
esclarecimiento, pues cuando poco después quise dormirla la hipnosis fracasó por primera vez;
y por la furiosa mirada que me arrojó supe que estaba en plena rebeldía y que la situación era
muy seria. Renuncié a la hipnosis, y le dije que le daba veinticuatro horas para que reflexionara
hasta admitir el punto de vista de que sus dolores de estómago sólo se debían a su miedo;
pasado ese plazo yo vendría a preguntarle si todavía opinaba que uno podía arruinarse el
estómago ocho días enteros a causa de una copa de agua mineral y de una frugal comida; en
caso de afirmarlo ella, le rogaría que partiese. Esta pequeña escena estaba en agudísimo
contraste con nuestras relaciones, de ordinario muy amistosas.
Veinticuatro horas después la encontré humilde y dócil. Al preguntarle su opinión sobre el origen
de sus dolores de estómago, respondió, incapaz de disimular: «Creo que se deben a mi
angustia, pero sólo porque usted lo dice». Entonces la hipnoticé y volvía preguntarle: «¿Por qué
no puede usted comer más?».
La respuesta advino pronta, y otra vez consistió en indicar una serie, cronológicamente
ordenada, de motivos extraídos de su recuerdo: «Cómo, de niña, me sucedía a menudo
portarme mal en la mesa y no quería comer mi plato de carne. Entonces mi madre se mostraba
siempre muy severa y, so pena de serio castigo, dos horas más tarde debía comer del mismo
plato la carne que ahí había quedado. La carne se había enfriado por completo y la grasa se
había vuelto del todo rígida» (asco), « … y todavía veo frente a mí el tenedor … Tenía un diente
un poco doblado. Cuando ahora me siento a la mesa, siempre veo frente a mí el plato con la
carne y la grasa frías; y cómo, muchos años después, yo convivía con mi hermano, que era
militar y tenía el mal abominable; yo sabía que era contagioso, y tenía una angustia atroz de
equivocar los cubiertos y tomar su tenedor y su cuchillo» (gesto de horror), «y a pesar de ello
comía junto con él para que nadie advirtiese que estaba enfermo; y cómo poco después he
cuidado a mi otro hermano, tan enfermo de los pulmones; comíamos frente a su cama, y el
salivadero estaba siempre sobre la mesa y permanecía abierto» (gesto de horror) « … y él tenía
la costumbre de esputar ahí por encima de los platos, siempre me daba tantísimo asco, y sin
embargo no podía demostrarlo para no ofenderlo. Y esos salivaderos están siempre ahí sobre la
mesa cuando yo como, y me sigue dando el mismo asco». Removí, por supuesto, de manera
radical todo ese instrumental del asco, y luego le pregunté por qué no podía beber agua. Cuando
ella tenía diecisiete años, la familia pasó algunas semanas en Munich, y casi todos sus
miembros contrajeron un catarro de estómago por beber aguas malas. En los demás, esa
afección desapareció pronto merced a indicaciones médicas, pero en ella perduró; tampoco el
agua mineral, que le habían recomendado como medicina, mejoró en nada las cosas. Cuando
el médico le hizo esa indicación, ella pensó entre sí: «No servirá de nada». Desde entonces se
le había repetido incontables veces esa intolerancia hacia el agua surgente y mineral.
El efecto terapéutico de esta exploración hipnótica fue inmediato y duradero. No debió guardar
dieta durante ocho días, sino que ya el día siguiente comió y bebió sin dificultad alguna. Dos
meses después me escribió en una carta: «Como muy bien y he aumentado mucho de peso.
Llevo bebidas cuarenta botellas de agua mineral. ¿Cree usted que debo continuar así?».
Volví a ver a la señora Von N. la primavera del año siguiente en su finca de D. Hacia esa época,
su hija mayor, cuyo nombre ella solía pronunciar durante sus estados de «revoltijo en la
cabeza», entró en una fase de desarrollo anormal; mostró un desmedido orgullo, que no estaba
en proporción a sus escasos dones, se volvió rebelde y aun violenta hacia la madre. Yo aún
gozaba de la confianza de esta última y se requirió mi juicio acerca del estado de la joven.
Recibí una desfavorable impresión sobre la alteración psíquica que había sufrido la niña, y para
formular mi prognosis debí considerar además el hecho de que todos los hermanastros de la
enferma (hijos del primer matrimonio del señor Von N.) habían sucumbido a la paranoia. La
familia de la madre no carecía de su buen lastre neuropático, si bien entre el círculo de sus
parientes más próximos ningún miembro había caído en una psicosis definitiva. La señora Von
N., a quien presenté sin reservas el informe que me había pedido, lo recibió con tranquilidad y
comprensión. Estaba fortalecida, se la veía floreciente; había pasado con salud relativamente
buena, perturbada sólo por algunos calambres en la nuca y otros pequeños achaques, los
nueve meses trascurridos desde la terminación del último tratamiento. Sólo durante esa estada
de varios días en su casa conocí todo el círculo de sus obligaciones, sus tareas e intereses
espirituales. También conocí a un médico de cabecera que no tenía mucho de qué quejarse
acerca de la dama; así, ella se había reconciliado en alguna medida con la profession.
Hasta ese punto, pues, la señora se había vuelto más sana y productiva; pero en los rasgos
básicos de su carácter era poco lo que se había alterado a pesar de las sugestiones
pedagógicas. Parecía no haberme concedido la existencia de una categoría de «cosas
indiferentes»; su inclinación al automartirio apenas era menor que en la época del tratamiento. Y
ni siquiera durante este período bueno había descansado su predisposición histérica. Por
ejemplo, se quejaba de una incapacidad, contraída por ella en los últimos meses, para hacer
viajes largos por ferrocarril; y el ensayo de resolver ese impedimento, ensayo forzosamente
apresurado, sólo permitió averiguar diversas impresiones, pequeñas y desagradables, que
había tenido en sus últimos viajes a D. y alrededores. Pero no parecía bien dispuesta a
comunicar cosas en la hipnosis, y ya entonces di en la conjetura de que estaba en vías de
sustraerse otra vez de mi influjo y que el secreto propósito de la inhibición para viajar en
ferrocarril era obstaculizar un nuevo viaje a Viena.
Durante estos días se exteriorizó también aquella queja sobre lagunas en su recuerdo,
«justamente en los episodios más importantes», de la que inferí que mi trabajo de dos años
antes había sido bastante interventor y tuvo duradero efecto. – Un día que me guiaba por tina
avenida desde la casa hasta una ensenada del mar, osé preguntarle si esa avenida solía estar
poblada por sapos. Como respuesta recibí una mirada de reprensión, mas no acompañada por
los signos del horror, y luego ella la completó con esta manifestación: «Pero aquí los hay
reales». – En el curso de la hipnosis que emprendí para tramitar su inhibición de viajar, ella
misma parecía descontenta con las respuestas que daba, y expresó el temor de que acaso
ahora no obedeciera a la hipnosis como antes. Me resolví a convencerla de lo contrario. Escribí
algunas palabras sobre un papelito, que le entregué diciéndole: «Hoy a mediodía volverá a
servirme una copa de vino tinto, como ayer. Cuando yo me la lleve a la boca, usted dirá: «Por
favor, sírvame a mí también una copa»; y al disponerme yo a tomar la botella, exclamará: «No,
se lo agradezco; prefiero que no». Enseguida buscará en su bolsillo y extraerá el papelito, donde
estarán escritas estas últimas palabras suyas». Eso fue por la mañana; pocas horas después
se consumó la pequeña escena tal y como yo se lo había ordenado, y de manera tan
espontánea que no fue notada por ninguna de las muchas personas presentes. Era visible que
luchaba consigo misma al pedirme el vino (nunca bebía vino); tras dar la contraorden con
evidente alivio, echó mano a su bolsillo, extrajo el papelito sobre el cual se leían las últimas
palabras que acababa ella de pronunciar, sacudió la cabeza y me miró con asombro.
Desde esa visita que le hice en mayo de 1890, mis noticias sobre la señora Von N. ralearon
poco a poco. Por vías indirectas me enteré de que el insoportable estado de su hija, que le
producía excitaciones penosas de toda índole, terminó por enterrar su buena salud. Por último
recibí de ella (en el verano de 1893) una breve esquela donde me pedía permiso para que otro
médico la hipnotizara, pues sus achaques habían vuelto y no podía venir a Viena. Al principio no
entendí por qué necesitaría de mi permiso, hasta que me acordé de que en 1890, y por deseo
de ella, la puse a salvo de hipnosis por extraños, a fin de que no corriera más el peligro de sufrir
bajo la penosa compulsión de un médico que le cayera antipático, como le sucedió aquella vez
en «berg» («tal», «wald»). Renuncié, pues, por escrito a mis derechos exclusivos.