Trabajos de Jacques Lacan: Radiofonía y Televisión. Primera parte

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Pregunta 1

En los Escritos usted afirma que sin darse cuenta Freud anticipaba las investigaciones de Saussure y las del Círculo de Praga. ¿Puede explicar este punto?

Respuesta:

Su pregunta me sorprende pues comporta una pertinencia que contrasta con las pretensiones de «entrevista» que debo eliminar. Es incluso una pertinencia reduplicada, de dos grados más bien. Usted me da prueba de haber leído mis Escritos, lo que aparentemente no se estima necesario para lograr escucharme. Usted recoge una observación que implica la existencia de un modo de información diferente de la mediación de masas: que Freud anticipe a Saussure, no implica que algún rumor haya hecho tomar conciencia de ello al uno más que al otro.

De tal modo que al citarme (usted), he respondido ya a su cita antes de darme cuenta: es lo que llamo sorprenderme.

Partamos del término de llegada. Saussure y el Círculo de Praga producen una lingüística que no tiene nada en común con lo que antes se designaba con este nombre; encontró ella su clave entre las manos de los estoicos, ¿pero qué hacían éstos de ella?

La lingüística, con Saussure y el Círculo de Praga, se instituye por un corte que es la barra puesta entre el significante y el significado, para que prevalezca ahí la diferencia por la cual el significante se ordena en una autonomía que no tiene nada que envidiar a los efectos de cristal: para el sistema del fonema por ejemplo, que es el primer éxito de descubrimiento.

Se piensa extender este éxito a toda la red de lo simbólico no admitiendo sentido sino al que la red responde, y sí de la incidencia de un efecto -de un contenido, no.

Es la intentona que se sostiene por el corte inaugural.

El significado será o no será científicamente pensable, según que posea o no un campo de significante que, por su material mismo, se distinga de cualquier campo físico obtenido por la ciencia.

Esto implica una exclusión metafísica, a considerar como hecho de des-ser [desétre]. Ninguna significación será en adelante considerada como sobreentendida: que sea claro cuando es de día por ejemplo, ahí donde los estoicos nos han precedido, pero yo ya interrogué: ¿con qué fin?

Si tuviera que violentar ciertas connotaciones de la palabra, diría semiótica a toda disciplina que parte del signo tomado como objeto, pero para destacar que ahí precisamente se hace obstáculo a la aprehensión del significante como tal.

El signo supone el alguien a quien hace signo de alguna cosa. Es el alguien cuya sombra ocultaba la entrada en la lingüística.

Llame usted a ese alguien como quiera, ello será siempre una tontería. El signo basta para que ese alguien se apropie del lenguaje, como de una simple herramienta; he ahí al lenguaje soporte de la abstracción, como de la discusión media, con todos los progresos del pensamiento, ¿qué digo?, de la crítica, en clave.

Tendría que «anticipar» (retomando el sentido de la palabra de mi [moi] a mi [moi]) sobre lo que espero introducir bajo la grafía de la acosa [achose], a, c, o, etc., para hacer sentir en cuál efecto la lingüística toma posición.

No será un progreso: una regresión más bien. Es lo que necesitamos contra la unidad de oscurantismo que ya se suelda con el fin de prevenir la acosa.

Nadie parece advertir en torno a qué se hace la unidad, y que en los tiempos de alguien en que se recogía la «firma de cosas», al menos no se podía contar con una tontería lo bastante culta, para que se le cuelgue el lenguaje a la función de la comunicación.

El recurso a la comunicación protege, si me puedo expresar así, la retaguardia de lo que caduca la lingüística, cubriendo el ridículo que ahí reaparece a posterior¡ de su hecho. Supongámosla mostrar en la ocultación del lenguaje la figura del mito que es la telepatía. Freud mismo se presta a este hijo perdido del pensamiento: que ella se comunica sin palabras. El no desenmascara al rey secreto de la corte de los milagros cuya limpieza inaugura. Tal la lingüística permanece adherida al pensamiento de que él (el pensamiento) se comunica con la palabra. Es el mismo milagro invocado para que se telepatice con la misma madera con que se pacta [pactise]: por qué no el «diálogo» con que os ceban los falsarios, incluso los contratos sociales que ellos esperan. El afecto está ahí atento para sellar esas efusiones.

Todo hombre (¿quién no sabe lo que eso es?) es mortal (reunámonos en esta igualdad entre todas comunicable). Y ahora hablemos de «todo», es el caso de decirlo, hablemos en conjunto, escamoteando rápidamente lo que hay en la cabeza de los silogistas (no de Aristóteles, digámoslo) que de un solo corazón (a partir de él) quieren que, la menor convierta a Sócrates en cómplice. Puesto que resultaría en fin de cuenta que la muerte se administra como el resto, por y para los hombres, pero sin que estén del mismo lado en lo que concierne a la telepatía que transporta una telegrafía, por lo cual el sujeto no deja desde entonces de embrollarse.

De que ese sujeto sea de origen marcado de división, la lingüística cobra fuerza más allá del juego de la comunicación.

Sí, obliga a tener al poeta en un puño. Ya que el poeta se produce al ser… (que se me permita traducir a aquel que lo demuestra, mi amigo Jakobson en el cuño)… se produce al ser devorado por los versos que entre ellos hallan su orden sin preocuparse, resulta evidente, de lo que el poeta sabe o no. De ahí la consistencia en Platón del ostracismo con que castiga al poeta en su República, y de la viva curiosidad que muestra en el Cratilo por esas bestezuelas que le parecen ser las palabras que se obstinan sólo en darse tono.

Se ve hasta qué punto fue el formalismo imprescindible para sostener los primeros pasos de la lingüística.

Pero de todas maneras, fue ella «anticipada» por los tropiezos de los pasos del lenguaje, dicho de otro modo, por la palabra.

Que el sujeto no sea quien sabe lo que dice, cuando claramente alguna cosa es dicha por la palabra que le falta, pero también por lo impar de una conducta que cree suya no torna fácil ubicarlo en el cerebro, del que parece servirse sobre todo puesto que duerme (aspecto que la neurofisiología actual no desmiente), he ahí evidentemente el orden de hechos que Freud llama el inconsciente.

Quienquiera que lo articule en nombre de Lacan, dice que es ello o ninguna otra cosa.

Nadie, después de él ahora, puede dejar de leerlo en Freud, y quien psicoanalice según Freud, debe a eso ajustarse, a menos que la pague escogiendo la tontería.

Para enunciar desde entonces que Freud se anticipa a la lingüística, digo yo menos de lo que se impone, y que es la fórmula que suelto ahora: el inconsciente es la condición de la lingüística.

Sin la erupción del inconsciente no hay manera de que la lingüística salga del día dudoso con que la Universidad, en nombre de las ciencias humanas, eclipsa aún a la Ciencia. Coronada en Kazan por la devoción de Baudoin de Courtenay, allí sin duda habría permanecido.

Pero la Universidad no ha dicho su última palabra, lo convertirá en tema de tesis: influencia del genio de Freud sobre el genio de Ferdinand de Saussure; demostrar de dónde vino al uno el viento del otro antes de que existiera la radio.

Hagamos como si no hubiera prescindido de ella desde siempre, para ensordecer otro tanto.

Y por qué se habría dado cuenta Saussure, para tomar los términos de la cita de usted, mejor que Freud mismo de lo que Freud anticipa, en particular la metáfora y la metonimia lacanianas, lugares donde Saussure genuit a Jakobson.

Si Saussure no exhibe los anagramas que descifra en la poesía saturniana, es porque éstos disminuyen a la literatura universitaria. Lo canallesco no lo estupidiza; porque no es analista.

Para el analista, por el contrario, si no participa en los procedimientos en los cuales se viste el engreimiento universitario, no le erra a su hombre (hay ahí algo como una esperanza) y lo arroja directamente a un embuste como es decir que el inconsciente es la condición del lenguaje: ahí se trata de hacerse autor a costa de lo que yo he dicho, incluso machacado, a los interesados: a saber, que el lenguaje es la condición del inconsciente.

Lo que me hace reír del personaje es un estereotipo: al punto que otros dos, ellos para uso interno de una Sociedad a la que ha matado su bastardía universitaria, han osado definir el pasaje al acto y el acting out exactamente en términos a los que al recurrir expresamente había yo opuesto el uno al otro, pero para simplemente invertir lo que yo atribuía a cada uno. Manera, pensaban ellos, de apropiares de lo que nadie había sabido articular antes.

Si yo ahora desfalleciera no dejaría como obra más que esos desperdicios escogidos de mi enseñanza, con que he obstaculizado a la información, de la cual es decirlo todo que ella la difunde.

Lo que enunciado en un discurso confidencial, no ha menos desplazado a la audición común, al punto de aportarme un auditorio que me da prueba de ser estable en su enormidad.

Recuerdo la incomodidad con la cual me interrogaba un muchacho que se mezclaba, al exigirse marxista, con un público de gentes del Partido (el único) que había afluido (Dios sabe por qué) a la comunicación de mi «dialéctica del deseo y la subversión del sujeto en el psicoanálisis».

Señalé gentilmente (gentil como soy siempre) en seguida en mis Escritos, el estupor con que me respondió ese público.

Para él, «¿es que usted cree realmente, me decía, que basta que usted haya producido alguna cosa, escrito letras en una pizarra, para esperar un efecto?».

Sin embargo este ejercicio ha tenido alcance, tuve la prueba, así no fuera más que por la repulsa que otorgó un derecho a mi libro, -de haber tenido los fondos de la Fundación Ford que motivan tales reuniones que pasar la esponja, se habrían entonces encontrado increíblemente secos como para publicare.

Ocurre que el efecto que se propaga no es de comunicación de la palabra, sino de desplazamiento del discurso.

Freud, incomprendido, aun de sí mismo, de haber querido hacerse entender, es menos favorecido por sus discípulos que por esta propagación; aquella sin la cual las convulsiones de la historia siguen siendo enigma, como los meses’ de mayo con que se desconciertan aquellos que se esfuerzan en tornarlos siervos de un sentido, cuya dialéctica se presenta como escarnio.

Pregunta 2

La lingüística, el psicoanálisis y la etnología, tienen en común la noción de estructura. Partiendo de esta noción, ¿se puede imaginar el enunciado de un campo común que unirá un día al psicoanálisis, la etnología y la lingüística?

Respuesta

(¿para Pascua del 70, como huevo?):

Seguir a la estructura, es asegurarse del efecto del lenguaje.

No se lo logra sino eliminando la petición de principio de que la reproduce de relaciones tomadas de lo real. De lo real que habría que comprender según mi categoría.

Puesto que esas relaciones forman parte también de la realidad en cuanto que la habitan en fórmulas que ahí se encuentran bien presentes. La estructura se atrapa de ahí.

De ahí es decir, del punto donde lo simbólico toma cuerpo. Insistiré sobre ese: cuerpo.

Sería sorprendente que no se viera que si se hace del lenguaje una función de lo colectivo, se vuelve siempre a suponer a alguien gracias a quien la realidad se reduplica con lo que él se la representa, para que nosotros sólo tengamos que reproducir este forro: en suma, la tramoya del idealismo.

Me referiré a alguien que no es de la cosecha: alguien a quien apelar.

El conocimiento no se motiva en el filón indicado, sino por la adaptación de un supuesto en la existencia, que, así se produjera como yo [moi], organismo, especie incluso, nada podría decir de valor.

Si el conocimiento sólo nace al tiramollar el lenguaje, no es para que sobreviva que hay que andárselo, sino para demostrarlo abortado.

Otra estructura es el saber que, tanto posible cuanto imposible, lo real cierne. Es mi fórmula como se sabe.

De tal modo lo real se diferencia de la realidad. Y no es para decir que sea incognoscible, sino que no se trata de entender de algo, sino de demostrarlo. Vía excenta de toda idealización.

Sin embargo no hay por qué acorralar a los estructuralistas, si no es por la ilusión de que ellos toman el relevo de lo que el existencialismo ha logrado con tanto éxito: obtener de una generación que se acueste en el mismo lecho en que nació.

Nadie que no tenga su oportunidad de insurrección de localizarse en la estructura, puesto que propiamente ella traza la huella de la falta de un cálculo por venir.

Que sirva esto de prefacio de la acogida que haré al pool que usted imagina.

Vuelvo en primer lugar al cuerpo de lo simbólico que de ningún modo hay que entender como metáfora. La prueba es que nada sino él aísla el cuerpo tomado en sentido ingenuo, es decir aquel cuyo ser que en él se sostiene no sabe que es el lenguaje que se lo discierne, hasta el punto de que no se constituiría si no pudiera hablar.

El primer cuerpo hace que el segundo ahí se incorpore.

De ahí lo incorporal permanece marcar el primero, del tiempo posterior a su incorporación. Hagamos justicia a los estoicos por haber conocido ese término, rubricar en qué lo simbólico aspira al cuerpo: lo incorporal.

Incorporal es la función, que hace realidad de la matemática, la aplicación de mismo efecto para la topología, o el análisis en un sentido amplio para la lógica.

Pero es incorporada que la estructura produce el afecto, ni más ni menos, afecto solamente a considerar de lo que del ser se articula, no teniendo más que ser de hecho, o sea de ser dicho desde alguna parte.

Por lo que se comprueba que para el cuerpo, es secundario que esté muerto o vivo.

Quién no sabe el punto crítico del cual datamos en el hombre el ser hablante: la sepultura, es decir donde se afirma de una especie que al contrario de cualquier otra, el cuerpo muerto guarda lo que al viviente otorgaba el carácter: cuerpo [corps]. Cadáver [corpse] queda, no se torna carroña, el cuerpo que habitaba la palabra, que el lenguaje cadaveriza [corpsitiat].

La zoología puede partir de la pretensión del individuo de constituir el ser de lo viviente, pero solamente para que él se disminuya, con que ella solamente lo prosiga a nivel del polípero.

El cuerpo, si se le toma en serio, constituye en primer lugar todo lo que puede llevar la marca apropiada para ordenarlo en una serie de significantes. Desde esta marca, él es soporte de la relación, no eventual sino necesaria, puesto que sustraerse a ella es todavía soportarla.

Antes de toda fecha, Menos-Uno designa el lugar dicho del Otro [Autre] (con la sigla de A mayúscula) por Lacan. Del Uno-en-menos, el lecho está hecho para la intrusión que avanza desde la extrusión; es el significante mismo.

Así no todo es carne. Las únicas que improntan le signo que las negativiza, ascienden, de lo que cuerpo se separan, las nubes, aguas superiores, de su goce, cargadas de rayos a redistribuir cuerpo y carne.

Repartición tal vez menos contable [comptable], pero de la cual no parece advertirse que la sepultura antigua figura ahí este «conjunto» mismo, en que se articula nuestra lógica más moderna. El conjunto vacío de las osamentas es el elemento irreductible donde se ordenan otros elementos, los instrumentos del goce, collares, cubiletes, armas: no hay más sub-elementos para enumerar el goce que para hacerlo entrar en el cuerpo.

¿He animado la estructura? Lo bastante pienso para anunciar de los dominios que ella uniría al psicoanálisis, que nada ahí destina especialmente las dos que usted dice.

La lingüística proporciona el material del análisis, incluso el aparato con el cual se opera. Pero un dominio no se domina más que con su operación. El inconsciente puede ser como lo decía yo la condición de la lingüística. Esta sin embargo no tiene el menor influjo sobre él.

Puesto que ella deja en blanco lo que ahí hace efecto: el objeto a del que para mostrar que es la trama [l’enjeu] del acto psicoanalítico, pensé aclarar todo. otro acto.

Pude comprobar esta carencia del lingüista, por una contribución que solicité al que fuera entre los franceses el más grande para ilustrar la partida de una revista a mi manera, tan poca que quedó señalada en su título: el psicoanálisis, nada menos. Se sabe la atención que le prestaron aquellos que me vinieron a despedir con gracia de perros apaleados, prestándole de todos modos suficiente atención para barrenar la cosa a su debido tiempo.

Es bien con otra -gracia es aun poco decir-que se me acordó la atención que merecía el interés jamás antes que yo destacado por las palabras antitéticas, tal cual apreciadas por un Abel.

Pero si el lingüista no puede hacer mejorar lo que asoma en el veredicto de que la comodidad del significado exige que los significantes no sean antitéticos, esto supone que tener que hablar árabe, donde tales significantes abundan, se anuncia como impedir la crecida de un hormiguero.

Para tomar un ejemplo menos anecdótico, notemos que lo particular de la lengua es aquello por lo cual la estructura cae bajo el efecto de cristal, que dije más arriba.

Calificar a ese particular, de arbitrario, es lapsus que Saussure cometió, de eso que, de mala gana ciertamente, pero por ahí tanto más propicio al tropiezo, él se «amparaba» ahí (puesto que me dicen que es una palabra mía) del discurso universitario, cuyo encubrimiento mostré es justamente ese significante que domina el discurso del amo, el de lo arbitrario.

Es así como un discurso modela la realidad sin suponer ningún consensus del sujeto, dividiéndolo, sea lo que fuere, de que él lo enuncia a que él se plantea como el enunciante.

Sólo el discurso que se define por el giro que le da el analista, manifiesta al sujeto como otro, es decir le remite la llave de su división -mientras que la ciencia, al tornar amo al sujeto, lo sustrae, a la medida de eso que el deseo que le da cabida, como a Sócrates se pone a obstaculizármelo sin remedio.

No hay la menor barrera del lado de la etnología. Un encuestador que dejaría a su informadora contarle florecillas de sus sueños, se hará llamar al orden, si los pone a cuenta del terreno. Y el censor, actuando así, no me parecerá, fuese el mismo Lévi-Strauss, demostrar desprecio por mis almácigos.

¿Adónde iría «el terreno» si se empapara de inconsciente? eso no haría, por más que se sueñe, ningún efecto de gravamen, sino charco de nuestro caldo.

Ya que una encuesta que se limite a la compilación de un saber, es con un saber de nuestro tonel que la alimentaríamos.

No se espere, ni de un psicoanálisis, recensar los mitos que han condicionado a un sujeto por haber crecido en Togo o en el Paraguay. Ya que del psicoanálisis, al operar con el discurso que lo condiciona, y que defino este año al tomarlo por su reverso, no se obtendrá otro mito más que aquel que permanece en su discurso: el Edipo freudiano.

Escuchemos a Lévi-Strauss enunciar, del material del cual se hace el análisis del mito, que es intraducible. Esto para entenderse bien: puesto que él dice que poco importa en qué lengua son recogidos: siempre igualmente analizables, de teorizarse grandes unidades a las que articula una «mitologización» definitiva.

Se aprehende ahí el espejismo de un nivel común a la universalidad del discurso psicoanalítico, pero, y por hecho de quien lo demuestra, sin que la ilusión se produzca. Puesto que no es con el juego de los mitemas apologéticos que propagan los Institutos del que un psicoanalista hará jamás interpretación.

Que el tratamiento no pueda transcurrir más que en una lengua particular (lo que se llama: positiva), aun fingiendo traducirla, garantiza de «que no hay metalenguaje», según mi fórmula. El efecto de len-guaje no surge sino del cristal lingüístico. Su universalidad no es sino la topología reencontrada, de lo que un discurso en él se desplaza. El acceso topológico estando ahí suficientemente preñado para que la mitología se reduzca al extremo.

Agregaría que el mito, en la articulación de Lévi-Strauss, es decir: la única fórmula etnológica que motiva su pregunta, rechaza todo lo que he promovido de la instancia de la letra en el inconsciente. No opera ni por metáfora, ni por metonimia. No condensa, explica. No desplaza, habita, incluso si cambia el orden de las tiendas.

El no actúa sino para combinar sus unidades pesadas, donde el complemento, al asegurar la presencia de la pareja, hace sólo surgir un plano de fondo.

Este plano de fondo es justamente lo que repele su estructura.

En el psicoanálisis así (porque también en el inconsciente) el hombre no sabe nada de la mujer, ni la mujer del hombre. En el falo se resume el punto del mito donde lo sexual se hace.pasión del significante.

Que ese punto parezca en otra parte multiplicarse, he ahí lo que fascina especialmente al universitario quien, por estructura, detesta al psicoanálisis. De ahí procede el reclutamiento de los vicios de la etnología.

Donde se señala un efecto de humor. Negro seguramente, para pintarse de favores de sector.

¡Ah! A falta de una Universidad que sería etnia, haremos de una etnia Universidad.

De donde la intentona [gageure] de esta pesca con que se define el terreno como el lugar donde manifestar escrito a un saber cuya esencia es de no transmitirse por escrito.

Desesperando de no ver jamás la última clase, recreemos la primera, el eco de saber que hay clasificación. El profesor no vuelve sino al alba… esa en la que se cree ya el murciélago de Hegel.

Conservaré aún distancia, para decir la mía a la estructura: pasando el último como psicoanalista para dar la vuelta a vuestra interpelación.

En primer lugar que, bajo pretexto de que definí el significante como nadie ha osado; ¡no se imagina que el signo sea mi asunto! Bien por el contrario es el primero, será también el último. Pero este rodeo es necesario.

Lo que denuncié de una semiótica implícita de la que sólo el extravío habría consentido la lingüística, no impide que haya que rehacerla y con ese mismo nombre, puesto que de hecho es de aquélla por hacer, que a la antigua nosotros lo referimos.

Si el significante representa a un sujeto, según Lacan (no un significado), y para otro significante (lo que quiere decir: no para otro sujeto), ¿entonces cómo puede, ese significante, sucumbir al signo que de memoria de lógico, representa alguna cosa para alguien?

Pienso en el budista, al querer animar mi pregunta crucial con su: No hay [pas] humo sin fuego.

Psicoanalista, es del signo que estoy advertido. Si me señala alguna cosa de la que me debo ocupar, por haber encontrado la lógica del significante para romper el señuelo del signo, yo sé que esa alguna cosa es la división del sujeto: la cual división aspira a que el otro sea lo que constituye el significante, por lo que no podría representar a un sujeto sino a no ser uno más que del otro.

Esta división repercute las peripecias del asalto que, tal cual, la ha enfrentado al saber de lo sexual, -traumáticamente de que este asalto esté de antemano condenado al fracaso por la razón que he dicho, que el significante no es apto para dar cuerpo a una fórmula que lo sea de la relación sexual.

De donde mi enunciación: no hay relación sexual, sobreentendido: formulable en la estructura.

Esa alguna cosa donde el psicoanalista, interpretante, entromete significante, por supuesto yo me extenúo desde hace veinte años para que no lo tome por una cosa, puesto que es falla, y de estructura.

Pero que él pretenda hacer alguien con ella es la misma cosa: le queda bien a la personalidad en persona, total, como se vomita en la oportunidad.

El menor recuerdo del inconsciente exige sin embargo mantener en este lugar el algún dos, con ese agregado de Freud de que él no podría satisfacer ninguna otra reunión que aquella lógica, que se inscribe: o el uno o el otro.

Que así sea desde el principio cuyo significante vira hacia el signo, ¿dónde encontrar ahora el alguno que hay que procurarle con urgencia?

Es el hic que no se convierte en nunc más que para ser psicoanalista, pero también lacaniano. Pronto todo el mundo lo será, mi auditorio es prodromo, luego los psicoanalistas también. Bastaría el ascenso al cenit social del objeto llamado por mí pequeña a, por el efecto de angustia que provoca el vaciamiento con que nuestro discurso lo produce, al fracasar en su producción.

La evidencia entre nosotros que de una tal caída el significante sucumbe al signo surge de que, cuando no se sabe a qué santo encomendarse (dicho de otro modo: que no hay más significante por malgastar, es lo que suministra el santo), se compra cualquier cosa, por ejemplo un coche, con el que produce un signo de complicidad, si pudiera decirse, con su aburrimiento, es decir con el afecto del deseo de Otra-cosa (con una 0 mayúscula).

Esto no dice nada de la a pequeña ya que ella no es deducible sino en la medida del psicoanálisis de cada uno, lo que explica que pocos psicoanalistas la manipulean bien, aun debiéndola a mi seminario.

De tal manera que hablaré en parábola, es decir para desorientar.

Si se mira de más cerca el no hay humo [pas de Jumée], si me atrevo a decirlo, se franqueará el de’ advertir que es el fuego a que ese no hay [pas] hace seña [signe].

De qué hace él seña [signe], se acuerda con nuestra estructura, puesto que desde Prometeo, una humareda es más bien el signo de ese sujeto que representa una cerilla para su caja, y que a un Ulises abordando una ribera desconocida, un humo en primer lugar permite presumir que no es una isla desierta.

Nuestro humo es por consiguiente el signo, ¿por qué no el fumador? Pero ocupémonos del productor del fuego: será a pedir de boca más materialístico y dialéctico.

Es dudoso que Ulises sin embargo proporcione el alguien, si tenemos en cuenta, que él también es nadie [n’est personne]. El es en todo caso persona [personne] en que se engaña una fatua polifemia.

Pero la evidencia de que no es para hacer seña [signe] a Ulises que los fumadores acampan, nos invita a mayor rigor con el principio del signo.

Puesto que ella nos hace comprender, como de paso, que lo que peca de ver el mundo como fenómeno, es que el noúmeno, que desde entonces no puede hacer seña [signe] al (griego), es decir: al supremo alguien, seña [signe] de inteligencia siempre, demuestra de qué pobreza procede la vuestra de suponer que todo constituye signo: es el alguien de ninguna parte que debe urdirlo todo.

Que ello nos ayuda a situar el: no hay [pas] humo sin fuego al mismo paso [pas] que: no hay [pas] plegaria sin dios, para que se entienda lo que cambia.

Es curioso que los incendios de bosques no muestran al alguien al cual se dirige el sueño imprudente del fumador.

Y que sea necesaria la alegría fálica, la urinación primitiva con que el hombre, dice el psicoanálisis, responde al fuego, para poner en el camino, Horacio, en el cielo y sobre la tierra, que hay otras materias para hacer sujeto que los objetos que imagina vuestro conocimiento.

Los productos por ejemplo a cuya calidad, en la perspectiva marxista de la plusvalía, los productores, más que el amo, podría pedir cuenta de la explotación que sufren.

Cuando se reconozca la especie de plus-de-gozar [plus-de-jouir] que hace decir «ése es alguien», estaremos en el camino de una materia dialéctica quizá más activa que la carne de Partido, empleada como baby-sitter de la historia. El psicoanalista podrá esclarecer tal senda con su pase.

Pregunta III

¿Una de las articulaciones posibles entre psicoanálisis y lingüística no sería el privilegio acordado a la metáfora y a la metonimia por Jakobson en el plano lingüístico, y por usted en el plano psicoanalítico?

Respuesta

Pienso que, gracias a mi seminario de Santa Ana, del que sale quien tradujo a Jakobson al francés, más de uno de nuestros auditores de este momento sabe cómo la metáfora y la metonimia son por Jakobson situadas en la cadena significante: sustitución de un significante por otro para la una, selección en su sucesión para la otra. De donde resulta (y ello solamente para Jakobson: para mí el resultado es otro): que la sustitución se hace con similares, la selección con contiguos.

Es que se trata de otra cosa que del lecton, de lo que torna legible un significado, y que no es desdeñable para mantener la traducción estoica. Yo paso: es lo que denominé punto de almohadillado, para ilustrar lo que llamaría el efecto Saussure de disrupción del significado por el significante, y precisar aquí que respondía justamente a mi estima de la audiencia-colchón que me estaba reservada, bien entendido por estar en Santa Ana, aunque compuesta de analistas.

Había que gritar un poco para hacerse entender de un tropel donde fines diversos de aforo se hacía nudo en algunos.

Conforme al estilo exigido para esta época por las proezas con que la precedente supo resguardares.

Y no es para nada que introduje mi punto de almohadillado del juego de los significantes en las respuestas hechas por Joad al colaborador Abner, acto 1, escena 1 de Atalía: resonancia de mi discurso que procede de una cuerda más sorda que pudiera interesarlos.

Franqueado un lustro, alguien se abalanza a hacer del punto de almohadillado, que sin duda había él retenido, el «anclaje» que hace el lenguaje en el inconsciente. El dicho inconsciente a su gusto, es decir lo más descaradamente opuesto de todo lo que había yo articulado de la metáfora y la metonimia, el dicho inconsciente que se apoya en lo grotesco figurativo del sombrero de Napoleón a encontrar en los dibujos de las hojas del árbol, y motivando su gusto en predicar el representante de lo representativo.

(Así el perfil de Hitler se desprendería de infancias nacidas en los atrincheramientos sufridos por sus padres cuando las esbirreadas del Frente Popular.)

La metáfora y la metonimia, sin requerir esta promoción de una figuratividad diarreica, procuraban el principio con el que engendraba yo el dinamismo del inconsciente.

La condición la constituye lo que dije de una barra saussureana, que no podría representar ninguna intuición de proporción, ni traducirse por una barra de fracción más que por abuso delirante, sino, como lo es para Saussure, constituir borde real, es decir saltar del significante que flota al significado que fluye.

Es lo que opera la metáfora, la cual obtiene un efecto de sentido (no de significación) de un significante que hace de adoquín en la ciénaga.

Sin duda ese significante no está ausente en lo sucesivo en la cadena más que de una manera sólo metafórica, cuando se trata de lo que se llama poesía en cuanto ella es del dominio del hacer. Como se ha hecho, puede ella deshacerse. Mediante lo cual se advierte que el efecto de sentido producido, se hacía en el sentido del no-sentido: «su gavilla no era avara ni rencorosa» (cf. mi «Instancia de la letra»),’ por la razón de que era una gavilla, como todas las otras, animal para comer como es el heno.

Muy diferente es el efecto de condensación en tanto que parte de la represión y regresa de lo imposible, a concebir como el límite de donde se instaura por lo simbólico la categoría de lo real. Al respecto un profesor evidentemente inducido por mis proposiciones (que cree por lo demás refutar, cuando se apoya en ellas contra un abuso con que se abusa, por placer sin duda) ha escrito cosas notables.

Más allá de la ilustración del sombrero a encontrar en el follaje del árbol, es desde el renvalso de la página que él materializa alegremente una condensación cuyo imaginario se elide por ser tipográfico: la que los pliegues del sombrero deja leer: sueño de oro [réve d’or], las palabras que se dislocan por llanamente escribir: revolución de octubre [révolution d’octobre].

Aquí el efecto de no-sentido no es retroactivo en el tiempo, como es el orden de lo simbólico, sino bien actual, el hecho de lo real.

Indicando para nosotros que el significante resurge como gallo en el significado de la cadena superior a la barra, y que si está caído de ella,` es por pertenecer a otra cadena significante que en ningún caso debe coincidir con la primera, puesto que de hacer discurso con ella, éste cambia, en su estructura.

He ahí más de lo necesario para justificar el recurso a la metáfora de hacer apresar cómo al operar al servicio de la represión, produce ella la condensación advertida por Freud en el sueño.

Pero en lugar del arte poética, lo que aquí opera son razones.

Razones, es decir efectos de lenguaje en cuanto son previos a la significancia del sujeto, pero que la tornan presente al no poder aún actuar como representantes.

Esta materialización intransitiva, diremos nosotros, del significante al significado, es lo que se llama el inconsciente, que no es anclaje, sino depósito, aluvión del lenguaje.

El inconsciente, para el sujeto, es lo que reúne en él las condiciones: o él no es, o él no piensa.

Si en el sueño él no piensa, es para ser en el estado de puede ser. Por donde se demuestra que él permanece ser al despertar y por qué el sueño se manifiesta vía regia para conocer su ley.

No es con el sentido anterior al sujeto que actúa la metonimia (es decir con la barrera de no-sentido), es con el goce donde el sujeto se produce como corte: el que lo hace pues estopa, pero para reducirlo por ello a una superficie ligada a ese cuerpo, ya el hecho del significante.

Bien entendido no que el significante se ancle [ancre] o se entinte [encre] en el cosquilleo (siempre el truco de Napoleón), sino que lo permita entre otros rasgos con que se significa el goce y cuyo problema es saber qué se satisface en ello.

Que bajo lo que se inscribe se desliza la pasión del significante, hay que decirlo: goce del Otro, ya que al estar embelesado por un cuerpo, deviene él el lugar del Otro.

operando la metonimia con un metabolismo del goce cuyo potencial está regulado por el corte del sujeto, cotiza como valor lo que se transfiere.

Las treinta velas con que se anuncia una flota en el ejemplo vuelto célebre por ser lugar de la retórica, por más que velen treinta veces el cuerpo de promesa que porten retórica o flota, nada hará que un gramático o un lingüista haga de ello el velo de Maya.

Nada hará tampoco, que un psicoanalista confiese que al hacer su juego de mano sin levantar este velo sobre el oficio que administra, se rebaje al rango de prestidigitador.

No hay esperanza pues de que se acerque al resorte de la metonimia cuando, para hacer catecismo con una interrogación de Freud, se pregunta él si la inscripción del significante, sí o no, se desdobla de lo que hubiera del inconsciente (problema al que nadie con excepción de mi comentario de Freud, es decir de mi teoría, podría otorgar ningún sentido).

¿Es que no sería tal vez el corte interpretativo mismo, que, para el balbuceante fuera de juego, es problema por dar conciencia? Ella revelaría entonces la topología que la gobierna en un cross-cap, es decir en una cinta de Moebius. Puesto que solamente es de este corte que esta superficie, donde de cualquier punto, se tiene acceso a su revés, sin que deba pasarse de lado (de una sola cara entonces), se ve posteriormente provista de un recto y de un verso. La doble inscripción freudiana no pertenecería por consiguiente a ninguna barrera saussureana, sino a la práctica misma que plantea el problema, a saber el corte que el inconsciente al desistirse testimonia de que no consiste sino en él, es decir, que cuanto más interpretado es el discurso, más se confirma ser inconsciente. Hasta el punto de que sólo el psicoanálisis -a condición de interpretarlo- descubriría que hay un revés de discurso.

Digo esas cosas difíciles por saber que la ineptitud de mis auditores los pone con ellas en pie de igualdad. Que el vicio del psicoanalista de ser persona por su acto más que cualquier otra desplazada, lo torne de otra manera inepto, es lo que hace a cada uno de mis Escritos tan circunlocutorio para obstaculizar que él se sirva de ellos como de boca en boca.

Es necesario decir que el deseo de ser el amo contradice el hecho mismo del psicoanalista: es que la causa del deseo se distingue de su objeto. Lo que testimonia la metonimia del lingüista, está al alcance de otros salvo del psicoanalista.

Del poeta por ejemplo que en el pretendido realismo hace de la prosa su instrumento.

He mostrado en su momento que la ostra a tragar evocada por la oreja que Bel-Ami trata de seducir, libera el secreto de su goce de rufián. Sin la metonimia que hace mucosa de esta concha, no hay nadie a su lado [cóté] para pagar la cuota [Vécot] que exige el histérico, a saber que sea la causa del deseo de ella, por este goce mismo.

Aquí se ve que el pasaje del hecho lingüístico al síntoma es cómodo y que el testimonio del psicoanalista queda ahí incluido. Uno se convence de ello desde que él comienza a exaltarse con su «audición»: histeria de su middIe age. El molusco también oye la suya, es conocido de suyo -y que pretende ser el ruido del mar, sin duda de que se sepa que es ella que lo ha escamado.

No sufrían aún de la audición quienes querían que yo brindara a Jakobson más honores, para el usufructo que me brindara.

Son los mismos que después me objetaron de que ese usufructo no se le adecuara en la metonimia.

La lentitud en advertirlo muestra qué cerumen los separa de lo que oyen antes de que lo hagan parábola.

Ellos no tomarán a la letra que la metonimia es en efecto lo que determina como operación de crédito (Verschiebung quiere decir: traspaso de fondos) el mecanismo inconsciente mismo donde es sin embargo el ingreso-goce sobre el que se extrae.

En lo que concierne al significante que resume esos dos tropos, expreso mal, parece, de que él desplaza, cuando traduzco así: es entstellt en alguna parte de mis Escritas. Que desfigure, en el diccionario, se me lo manda a decir por expreso, incluso globo-sonda (todavía el truco de la figura y de lo que ahí se puede manosear). Lástima que para un retorno a Freud donde se quisiera amonestarme, ignoren ese pasaje de Moisés donde Freud decide que él entiende así la Entstellung, es decir como desplazamiento, porque, por más arcaico, está ahí, dice, su sentido primero.

Hacer pasar el goce al inconsciente, es decir a la contabilidad, es en efecto un redomado desplazamiento.

Por lo demás se constatará, de hacerse remitir, por el índice de mi libro, desde esa palabra a los pasajes que viran de su empleo, que la traduzco (como es debido) según cada contexto.

Es que no metaforizo la metáfora ni metonimizo la metonimia para decir que ellas equivalen a la condensación y al giro [virement] en el inconsciente. Sino que me desplazo con el desplazamiento de lo real en lo simbólico, y me condenso para hacer peso de mis símbolos en lo real, como conviene para seguir al inconsciente en la huella.

Pregunta IV

Usted sostiene que el descubrimiento del inconsciente conduce a una segunda revolución copernicana. ¿Es que el inconsciente es una noción clave que subvierte toda teoría del conocimiento?

Respuesta

Su pregunta va a halagar las esperanzas, ligero tinte de atemorizarme, que inspira el sentido destinado en nuestra época a la palabra: revolución. Se podría destacar su pasaje a una función de superyó en la política, a un papel ideal en la carrera del pensamiento. Advierta que es Freud y no yo que juega aquí con esas resonancias de las que sólo el corte estructural puede aislar lo imaginario como « superestructura ».

¿Por qué no partir de la ironía en que consiste poner a cuenta de una revolución (simbólica) una imagen de las revoluciones astrales que no dan de ella idea alguna?

¿Qué hay de revolucionario en el recentramiento del mundo solar en torno del sol? Si se escucha lo que este año articulo de un discurso del amo, se advertirá que éste clausura bastante bien la revolución que escribe a partir de lo real: si a lo que apunta la (griego) es en efecto a la transferencia del saber del esclavo al amo -ello al contrario del impagable escamoteo con que Hegel querría reabsorber su antinomia en el saber absoluto-, la figura del sol tiene dignidad para imaginar el significante-amo que permanece incambiado a medida misma de su ocultamiento.

Para la conciencia común, es decir para el «pueblo», el heliocentrismo, a saber que ello gira alrededor, implica que rota, sin que haya nada más que examinar. ¿Deberé poner a cuenta de Galileo la insolencia política que implica el Rey-Sol?

De que ascendientes contrariados que resultan de la báscula del eje de la esfera de los fijos sobre el plano de la eclíptica, guardasen la presencia de lo que tienen de manifiesto, los Antiguos supieron extraer las imágenes para apoyar una dialéctica guiada por dividir ahí saber y verdad: yo destacaría el fotocentrismo por ser menos esclavizante que el helio.

Lo que Freud, según su decir expreso, alegoriza con su recurso a Copérnico sobre la destitución de un centro en provecho de otro, proviene en efecto de la necesidad de disminuir la soberbia que comporta todo monocentrismo. Esto en razón de aquel con quien tiene que vérselas en la psicología, no digamos: en su época; puesto que en la nuestra continúa inexplorado: se trata de la pretensión cuyo campo se constituye a título de una «unidad» con el que pueda contrastar de nuevo. Por bufonesco que sea, es tenaz.

De ninguna manera esta pretensión se ocupa de la topología que supone: a saber la de la esfera; puesto que aún no sospecha que su topología sea un problema: no se puede suponer otra a lo que no se supone de ninguna manera.

Lo picante es que la revolución copernicana hace de metáfora apropiada más allá de lo que Freud la comenta, y es por habérsela devuelto que yo la retomo.

Puesto que la historia sometida a los textos donde la revolución copernicana se inscribe, demuestra que su nervio no es el heliocentrismo, hasta el punto de que era lo que menos preocupaba a Copérnico mismo. De tomar la expresión al pie de la letra: no es primero, ella se extenderá a los otros autores de la dicha revolución.

Ese alrededor de lo cual gira, pero precisamente es la palabra que hay que evitar, alrededor de lo cual gravita el esfuerzo de un conocimiento en tren de localizarse como imaginario, como se lo lee haciendo con Koyré la crónica de la aproximación de Kepler, desembarazarse de la idea de que el movimiento de rotación, de que engendra el círculo (es decir: la forma perfecta), puede sólo adecuarse a la afección del cuerpo celeste que es el planeta.

Introducir en efecto la trayectoria elíptica, es decir que el cuerpo planetario gira para precipitar su movimiento (igualdad de áreas cubiertas por el rayo en la unidad de tiempo: segunda ley- de Kepler) alrededor del foco ocupado por la luminaria mayor, pero de ella se vuelve al retardarlo desde más allá de otro foco inocupado, éste sin fuego que ocupe lugar.

Aquí yace el paso de Galileo: en otra parte que en la peripecia de su proceso en el que no hay otra alternativa que la estupidez de quienes no ven que él trabaja para el papa. La teología como el psicoanálisis tiene ese premio, amortiguar semejante caída a los canallas. El paso de Galileo consiste en que por su trujamán la ley de inercia con que se aclarará esta elipse entra en juego.

Por lo que Newton al fin -pero cuánto tiempo de comprender debe transcurrir aún antes del momento de concluir-. Newton, sí, concluye en un caso particular de la gravitación que rige la más banal caída de un cuerpo.

Pero aun ahí el verdadero alcance de ese paso está silenciado: que es el de la acción -en cada punto de un mundo donde lo que ella subvierte consiste en demostrar lo real como imposible-, de la acción, digo, de la fórmula que en cada punto somete el elemento de masa a la atracción de los otros tan lejos como se extiende ese mundo, sin que nada juegue ahí el papel de un médium que transmite esta fuerza.

Puesto que ahí reside en efecto el escándalo que la conciencia laica (aquella cuya estupidez, a la inversa, hace a la gentuza vulgar) ha terminado por censurar, simplemente al ensordecerse.

En el encontrón del momento los contemporáneos sin embargo reaccionaron vivamente, y es necesario nuestro oscurantismo para haber olvidado la objeción que todos sentían entonces: de cómo podía cada uno de los elementos de masa estar advertidos sobre la distancia a medir para que no pesase sobre ningún otro.

La noción de campo no explica nada, sino que solamente agrega negro sobre blanco, es decir supone que está escrito lo que nosotros señalamos no por ser la presencia efectiva de la relación, sino de su fórmula en lo real, es decir eso que en primer lugar señalé como perteneciente a la estructura.

Sería curioso desarrollar hasta dónde la gravitación, la primera que necesitara tal función, se distingue de otros campos, del electromagnético por ejemplo, hechos propiamente para eso a lo que Maxwell los ha llevado: la reconstitución de un universo. Sin embargo el campo de gravitación, por notable que sea su debilidad en relación con los otros, resiste a la unificación de un campo, es decir al levantamiento de un mundo.

De dónde profiero yo que el LEM alunisante, es decir la fórmula de Newton realizada en aparato, da testimonio de que el trayecto que allí lo ha conducido sin gasto, es nuestro producto, o aun: saber de amo. Hablemos de acosmonauta más bien que de insistir.

Sería también interesante señalar hasta dónde la rectificación einsteniana en su cuño (curvatura del espacio) y en su hipótesis (necesidad de un tiempo de transmisión que la velocidad finita de la luz no permite anular) despega de la estética trascendental, entiendo la de Kant.

Lo que se sostendría de lo que la impulsa, esta rectificación, al orden cuántico: donde el quantum de acción nos devuelve una oposición más breve de lo que se hubiera esperado de la física, el efecto de acto que se produce como sobra de una simbolización correcta.

Sin arriesgarnos, sostengamos que la carta de la estructura es la hypotheses non fingo de Newton. Hay fórmulas que uno no se imagina. Al menos por un tiempo, ellas están empalmadas a lo real.

Se ve que las ciencias exactas con su campo habían articulado esta carta, antes de que yo la impusiera a la corrección de las conjeturales.

Es la única palanca que puede poner fuera de estado de hacer de cobertura lo que gira del almiar: psicología de indescalzable en la que Kant se une a Wolff y Lambert, y que se sostiene en esto: que centrada en el mismo pivote se ensartan ontología, cosmología, sin que teología les dé la lección, el alma, es el conocimiento que el mundo tiene de si mismo, y precisamente lo que engalana por ser así reconocido, con la coartada de una Cosa-en-sí que se sustraería al conocimiento.

A partir de ahí se agrega a los fantasmas que gobernaban la realidad, el del capataz.

Es para retrotraer a su férula la revolución freudiana, que una camarilla delegada por la lis-Ana del análisis ha reeditado ese Golem a título de yo autónomo.

Si hay huella en Kant de haber adornado a la «cosmología» newtoniana, es que ahí en alguna parte se acepta, como de una manzana a un pez, la fórmula newtoniana y para señalar que la Vernunft o la Verstand no tienen nada que hacer de a priori. Lo que no es menos seguro de la experiencia dicha sensible, lo que traduzco: no advertida aún de la estructura.

El noúmeno proviene del espejismo cuyas funciones quieren hacerse pasar por órganos, con el efecto de enmarañar los órganos por encontrar función.

Así esta función viuda no se hace valer sino como cuerpo extraño, caída de un discurso de amo un poco caduco. Sus hermanas de razón están fuera de estado, ya se afirmen puras o prácticas, de reprochar no más que la especulación de la que preceden los sólidos que no pueden ser dichos «de revolución» sino contribuyendo a las intuiciones geométricas más tradicionales que existen.

Que sólo la estructura sea propicia a la emergencia de lo real de donde se promueve nueva revolución, lo testimonia la Revolución, alguna gran R de que la francesa la ha proveído. Ella se vio reducida a lo que es para Bonaparte o para Chateaubriand: vuelta al amo que posee el arte de tornarlas útiles (consulten el ensayo que se intitula en 1801); pasando el tiempo, a lo que ella es para el historiador bastante digno de este nombre, Tocqueville: batidor para degradar las ideologías del Antiguo Régimen; a lo que los hombres de inteligencia no entienden más que como locura con que extasiarse (Ampere) o a poner camisa de fuerza (Taine); a lo que de ella queda para el lector presente de una orgía retórica poco propicia de hacer respetar.

Y así lo sería si Marx no la hubiera repuesto en la estructura que formula en un discurso del capitalista, pero ya que ella ha precluido » la plusvalía con que él motiva ese discurso. Dicho de otro modo es desde el inconsciente y el síntoma que pretende él prorrogar la gran Revolución: es desde la descubierta plusvalía que precipita él la conciencia dicha de clase. Lenin, pasando al acto, no logra nada más que lo que en el psicoanálisis se llama regresión: es decir los tiempos de un discurso que no han sido sostenidos en realidad, y en primer lugar por ser insostenibles.

Freud es quien nos descubre la incidencia de un saber tal que sustrayéndose a la conciencia, no se denota menos por estar estructurado, digo yo, como un lenguaje, ¿pero de dónde articula?, tal vez de ninguna parte donde sea él articulable, puesto que no es sino de un punto de falta, impensable de otro modo sino por los efectos con que él se señala, y que torna precario que alguien que conozca en el sentido en que conocer, como hace el artesano, es ser cómplice de una naturaleza a la cual nace al mismo tiempo que ella: puesto que aquí se trata de desnaturación; lo que torna falso por otra parte que alguien se reconozca en ella, lo que implicaría el modo con que la conciencia afirma un saber de ser sabiéndose.

El inconsciente, lo vemos, no es más que un término metafórico para designar el saber que no se sostiene más que presentándose como imposible, para que así se confirme por ser real (entiéndase discurso real).

El inconsciente no descalifica a nada que valga en este conocimiento de naturaleza, que es más bien nada de mito, o aun inconsistencia a demostrarse del inconsciente.

Brevemente basta recordar que la bipolaridad se revela esencial a todo lo que se propone términos de un verdadero saber.

Lo que ahí agrega el inconsciente, es suministrarle una dinámica de la disputa que se constituye en una secuencia de retorsiones, cuyo orden no debe fallarse, que hace del cuerpo mesa de juego.

Los requerimientos recurrentes, según nuestro esquema: por ser el hecho de una ficción del emisor, no es tanto de la represión de la que dan testimonio puesto que no deja de ser construida, que de lo reprimido que hace agujero en la cadena de vigilancia que no es más que perturbación del sueño.

De lo que se cuida la no-violencia de una censura que da su desmentido a todo sentido de proponerse verdadero, pero cuyo adversario se regocija de preservar el no-sentido (non sense más bien), único punto por donde hace naturaleza (como decir: que hace agua).

Si el inconsciente, en otra jugada, hace sujeto de la negación, el otro saber se consagra a condicionarlo de lo que como significante más le repugna: una figura representable.

En el límite se reconoce con qué el conflicto hace función para que un lugar preciso se haga a lo real, pero para que el cuerpo ahí se alucine.

Tal es el trayecto donde navegan esos barcos que me deben, señalémoslo, ser registrados como formaciones del inconsciente.

Para fijar el armazón correctamente, tuve que prestar paciencia a aquellos que de sólito la tenían, sin que por mucho tiempo en ella descubrieran la estructura.

En verdad, bastó que temieran verme surgir en lo real, para que se produjera un despertar, tal que no encuentran mejor que, del jardín donde yo cuidaba sus delicias, me expulsara yo mismo. Desde donde retorno a lo real de la E.N.S., es decir del ente [étant] (o del estanque [étang]) de la Escuela Normal Superior donde el primer día que ocupé mi lugar, fui interpelado sobre el ser que acordaba a todo eso. Desde donde declinaría tener que sostener mis miras de ninguna ontología.

Es que al ser ella, apuntada, de un auditorio a adiestrar en mi logia, de su onto hacía yo lo vergonzoso [honteux].

Todo onto bebido» ahora, yo responderé, y no por cuatro caminos ni por bosque que oculta al árbol.

Mi experiencia no toca al ser sino para hacerlo nacer de la falla que produce el ente de decirse.

De ahí que el autor debe relegarse a hacerse medio de un deseo que lo sobrepasa.

Pero hay tercería distinta de la que ha dicho Sócrates en acto.

Él sabía como nosotros que al ente, le es necesario el tiempo de hacerse para ser.

Ese «necesario el tiempo» [«faut le temps»], es el ser que solicita del inconsciente para retornar cada vez que lo necesitara, si necesitara el tiempo.

Puesto que entended que yo juego con el cristal de la lengua para refractar con el significante lo que divide al sujeto.

Ahí el tiempo será necesario [faudra le temps], es francés que yo les causo, no pena, espero.

Lo que será necesario [faudral del tiempo que es necesario, ahí reside la falla con que se dice el ser, y pese a que el uso de un futuro de esta forma para el verbo, fallar [faillir], no esté recomendada en una obra que se dirige a los belgas, está acordado que la gramática al proscribirlo faltaría [fau-drait] a su deber.

Poco faltó para que ella llegara ahí, ese poco prueba que es justamente por la falta que en francés el es preciso [falloir] viene a reforzar a lo necesario, suplantando ahí al il estuet de temps, del est opus temporis, al empujarlo al estuario donde las anticuallas se pierden.

Inversamente ese «es necesario» [falloir] no es por azar equívoco dicho en el modo, subjuntivo del a falta de [défaut]: antes (a menos) que fuera necesario [faille] que él viniera…

Es así que el inconsciente se articula de lo que del ser viene al decir.

Aquello que del tiempo le presta estofa no es empréstito de lo imaginario, sino más bien de un textil donde los nudos no dirían sino de los agujeros que ahí se encuentran.

Ese tiempo lógico no tiene En-sí más que eso que de ello cae [en choil para sobrepujar [enchére] al masoquismo [masochisme].

Eso es lo que el psicoanalista releva por hacer ahí figura de alguien. El «es necesario el tiempo» lo soporta él bastante tiempo para que a aquel que viene a decirse, no le quede más que instruirse de que una cosa no es nada: justamente aquella con que él hace seña [signe] a alguien,

Es sabido que ahí introduje el acto psicoanalítico, y no pretendo que como accidente el sobresalto de mayo me haya impedido llevarlo a término.

Señalo aquí que alguien no se sienta más que de la manera [façon], del esguince [effaçon] más bien, que él impone a lo verdadero.

Un único saber procura el dicho esguince: la lógica para la cual lo verdadero y lo falso no son más que letras de un valor a operar.

Los estoicos lo presintieron con su práctica de un masoquismo politizado, pero no lo avanzaron lo suficiente para que los escépticos tuvieran que posponer su mítica invocación de una verdad de naturaleza.

Fueron los rechazos de la mecánica griega los que han obstaculizado la ruta a una lógica con, que se pudo edificar una verdad de textura.

En verdad, sólo el psicoanálisis justifica lo mítico aquí de la naturaleza que se localiza en el goce que de producirse sustituye el efecto de textura.

Sin él, basta con la lógica matemática para convertir en superstición al escepticismo, al tornar irrefutables aseveraciones tan poco vacías como:

– un sistema definido como del orden de la aritmética no logra la consistencia de provocar la partición de lo verdadero y lo falso, sino de confirmarse ser incompleto, es decir exigir lo indemostrable de fórmulas que se verifican sólo en otro lado;

– este indemostrable se asegura por otra parte una demostración que decide independientemente de la verdad a la que él interesa;

– hay un indecidible que se articula por aquello de lo que lo indemostrable mismo no podría estar seguro.

Los cortes del inconsciente muestran esta estructura, por dar testimonio de semejantes caídas a contornear.

Puesto que heme aquí vuelto al cristal de la lengua para ligar, desde que falsus es el caído [chul] en latín, lo falso, menos lo verdadero que lo refuta, que a que es necesario [il faut] tiempo para dejar huella de lo que ha dejado [defailli] de manifestarse primero. Considerando que él es el participio pasado de fallere, caer, del que provienen faltar [faillir] y ser necesario [falloir], cada uno según sus vueltas, que se note que la etimología no viene aquí sino como sostén del efecto de cristal homofónico.

Duplicar esa palabra es tomarla como se debe [il faut], cuando se trata de litigar lo falso de la interpretación. Es justamente como falsa,» digamos bien caída, que una interpretación opera de través, a saber: donde el ser se hace con el lapsus linguae.

No olvidemos que el síntoma es ese falsus que es la causa de la que el análisis se sostiene en el proceso de verificación que constituye su ser.

No estamos seguros, para lo que Freud podía saber en ese dominio, sino de su frecuentación de Brentano. Esta es discreta, es decir localizable en el texto de la Verneinung.

Él facilitó el camino al práctico que sepa ligarse al ludión lógico que forjé para su uso, es decir el objeto a, sin poder reemplazar al análisis, dicho personal, que a veces lo tornó difícil de manejar.

Un tiempo aun, para agregar a eso donde Freud se mantiene, un rasgo que creo decisivo: la fe completa que otorgaba a los judíos de no faltar al sismo de la verdad. A los judíos, a quienes por otra parte nada separa de la aversión que él confiesa por el empleo de la palabra: ocultismo, en todo lo tocante al misterio. ¿Por qué?

Por qué si no porque el judío, después del retorno de Babilonia, es quien sabe leer, es decir que por la letra se distancia de su palabra, encontrando ahí el intervalo para hacer uso de una interpretación.

De una sola, la del Midrasch que se distingue aquí eminentemente.

En efecto para ese pueblo que tiene el libro, único entre todos que se afirma como histórico, que jamás profiere mito, el Midrasch representa un modo de aproximación del que la moderna crítica histórica podría bien no ser más que la degeneración. Puesto que si él considera al Libro al pie de su letra, no es para hacer a ésta soportar intenciones más o menos evidentes, sino para, de su colusión significante tomada en su materialidad: lo que su combinación torna comprometida la vecindad (por consiguiente no querida), de eso que las variantes gramaticales imponen como elección desinencial, extraer un decir diferente del texto: incluso para implicar ahí lo que descuida (como referencia), la infancia de Moisés por ejemplo.

¿No significa nada relacionar aquello que Freud aspiraba a que fuese sabido de la muerte del mismo, hasta el punto de convertirlo en su mensaje póstumo?

Sobre todo para señalar la distancia -jamás considerada antes de mí- del trabajo de Sellin cuya coincidencia sobre este punto no le pareció que había que desdeñar, cuando su desenvoltura por ser pluma muy calificada en la exégesis llamada crítica, arrojará escarnio sobre los goznes mismos del método.

Ocasión de pasar al anverso (es el propósito de mi seminario de este año) del psicoanálisis en cuanto éste es el discurso de Freud, él suspendido. Y, sin recurso al Nombre-del-Padre del que dije abstenerme, sesgo legítimo a tomar de la topología traicionada por ese discurso.

Topología donde sobresale el ideal monocéntrico (que sea el sol no cambia nada) con que Freud sostiene el asesinato del Padre, cuando, de permitir ver que está a contrapelo de la experiencia judía patriarcal, el tótem y el tabú lo desamparan del goce mítico. No la figura de Akhenaton.

Que en el archivo de la significancia aquí en juego de la castración sea depositado el efecto de cristal que toco: la guadaña del tiempo.

Nota para mi respuesta a la 4º  pregunta:

Quisiera que se sepa que este texto no pretende dar cuenta de la «revolución copernicana» tal como se articula en la historia, sino del uso… mítico que se hace de ella. Por Freud especialmente.

No basta con decir por ejemplo que el heliocentrismo fue «la menor de las preocupaciones» de Copérnico. ¿Cómo darle su rango? Es cierto, por el contrario -se sabe que al respecto me he formado en los escritos de Koyré-, que le parecía admirable que el sol estuviera ahí donde él le daba su lugar porque de ahí gozaba mejor su papel de luminaria. ¿Pero estaba ahí lo subversivo?

Puesto que le ubica no en el centro del mundo, sino en un lugar bastante vecino, lo que, para el fin admirado y para la gloria del creador, es igualmente adecuado. Es falso por consiguiente hablar de heliocentrismo.

Lo más extraño es que nadie -que se entienda bien, los especialistas excepto Koyré- destaque que las «revoluciones» de Copérnico no concierne a los cuerpos celestes, sino a las órbitas. Se sobreentiende para nosotros que esas órbitas están trazadas por los cuerpos. Pero, nos ruborizamos de recordarlo, para Ptolomeo como para todos desde Eudoxio, esas órbitas son esferas que soportan a los cuerpos celestes y la trayectoria de cada uno está regulada por el hecho de que varias órbitas la soportan concurrentemente, 5 tal vez para Saturno, 3 si recuerdo bien para Júpiter. ¡Que nos importa!, como también las que agrega Aristóteles para amortiguar entre dos cuerpos celestes, los dos que acabamos de nombrar por ejemplo, el efecto para prever las órbitas del primero con aquéllas del segundo. (Es que Aristóteles quiere una física coherente.)

¿Quién no debería advertirlo, no digo leyendo a Copérnico del que existe una reproducción fototípca, sino simplemente al deletrear el título: De revolutionibus orbium coelestium? Lo que no impide que notorios traductores (gente que tradujo el texto) intitulen su traducción: Las revoluciones de los cuerpos celestes.

Es literal, lo que equivale a decir: es cierto, que Copérnico es ptolomeico, que permanece en el material de Ptolomeo, que no es copernicano en el sentido inventado que constituye el empleo de este término.

¿Se justifica mantenerse en ese sentido inventado para responder a un uso metafórico, es el problema que se plantea en toda metáfora?

Como más o menos dijo alguien, con las artes uno se divierte, se pierde el tiempo con los lagartos.» No debemos perder la ocasión de recordar la esencia cretinizante del sentido a que conviene la palabra común. Sin embargo no es más que estéril hazaña, si una ligazón estructural no puede ser advertida.

A pregunta de entrevistador, vale respuesta improvisada. Lo que primero me vino de golpe -desde el fondo de una información que ruego creer no es nula-, es en primer lugar la observación de que al heliocentrismo opongo un fotocentrismo de una importancia estructural permanente. Se ve por este tilde en qué necedad cae Copérnico con ese punto de vista.

Koyré la aumenta, a esta necedad, al referirla al misticismo difundido del circulo de Marsile Ficin. ¿Por qué no en efecto? El Renacimiento fue ocultista, razón por la cual la Universidad lo clasifica entre las eras de progreso.

El verdadero giro se debe a Kepler e, insisto, en la subversión, la única digna de este nombre, que constituye el pasaje que tan penosamente pagó, desde lo imaginario de la forma llamada perfecta como siendo la del círculo, a la articulación de la cónica, de la elipsis en la oportunidad, en términos matemáticos.

Yo colapso incontestablemente lo que es el hecho de Galileo, pero resulta claro que le escapaba aquí el aporte de Kepler, y sin embargo es él quien ya conjugó entre sus manos los elementos con que Newton conjura su fórmula: entiendo por ello la ley de atracción, tal como Koyré la aísla de su función hiperfísica, de su presencia sintáctica (cf. Études newtoniennes, pág. 34).

Al confrontarla con Kant, señalo que no encuentra lugar en ninguna crítica de la razón imaginaria.

Es de hecho la plaza fuerte cuyo sitio mantiene en la ciencia el ideal de un universo por el cual ella subsiste. Que el campo newtoniano no se deje reducir, se designa justamente por mi fórmula: lo imposible, es lo real.

Es desde este punto una vez alcanzado, que irradia nuestra física.

Pero al inscribir la ciencia en el registro del discurso histérico, dejo entender más de lo que he dicho.

La aproximación a lo real es estrecha. Y es por merodearlo, que el psicoanálisis se perfila.

Pregunta V

¿Cuáles son las consecuencias sobre el plano:

a) de la ciencia

b) de la filosofía e) más particularmente del marxismo, incluso del comunismo?

Respuesta

Su pregunta, que sigue una lista preconcebida, no está sobreentendida después de la respuesta que precede.

Parece suponer que he consentido que «el inconsciente… subvierte toda teoría del conocimiento», para citarlo a usted, casi con las palabras que yo elido para separarlas: (el inconsciente) «es una noción clave que», etc.

Digo: el inconsciente no es una noción. ¿Que sea una llave? Se lo juzga por la experiencia. Una llave supone una cerradura. Seguramente existen cerraduras, y aunque el inconsciente hace funcionar correctamente, ¿para cerrarlas? ¿para abrirlas? no está sobreentendido que lo uno implique lo otro, a fortiori que sean equivalentes.

Debe bastarnos con plantear que el inconsciente es. Ni más ni menos. Es suficiente para que nos ocupemos un momento todavía después de todo el tiempo que eso dura, sin que hasta mí nadie haya dado un paso más. Puesto que para Freud se trata de volver a partir de la tabla rasa en cada caso: de la tabla rasa, ni siquiera sobre eso que es, no puede decirlo, con exclusión de su reserva de un recurso orgánico de puro ritual: sobre eso que es en cada caso, he ahí lo que quiere él decir. Mientras tanto, nada seguro, sino que él es, y que Freud, al hablar de éI, hace lingüística. Aun cuando nadie lo percibe, y contra él, cada uno trata de hacer entrar al inconsciente en una noción de antes.

De antes que Freud dijera que él es, sin que ello sea, ni ello, y especialmente en absoluto el Ello.

Lo que respondí a vuestra pregunta IV quiere decir que el inconsciente subvierte tanto menos la teoría del conocimiento, cuanto no tiene nada que hacer con ella, por la razón que acabo de decir: a saber, que le es extraño.

Sin que nada tenga él que ver, se puede decir que la teoría del conocimiento no es, por la razón de que no hay conocimiento que no sea ilusión o mito. Esto, evidentemente, de dar a la palabra un sentido cuyo empleo valga la pena mantener más allá de su sentido mundano: a saber, que «lo conozco» quiere decir: yo le he sido presentado o yo sé de memoria lo que hace (de un escritor en especial, de un «autor» pretendido en general).

A observar, para aquellos a quienes el (griego) podría servir en la oportunidad de muleta, puesto que no es nada distinto, que este intento de azaña excluye toda teoría desde que la consigna fue esgrimida por el engañador délfico. Aquí el inconsciente no aporta refuerzo ni decepción: sino solamente que el (griego) será forzosamente escindido en dos, para el caso de que uno se inquiete todavía de alguna cosa que se parezca después de haber puesto a prueba en un psicoanálisis «su» inconsciente.

Cortemos ahí pues: no hay conocimiento. En el sentido que la acolada le permitiría oscurecer las rúbricas con que usted cree ahora plantear vuestra pregunta. No hay otro conocimiento que el mito que yo denunciaba hace un momento. Mito cuya teoría proviene de la mitología (a especificar con un trazo de unión) que necesita a lo sumo una extensión del análisis estructural con que Lévi-Strauss provee los mitos etnográficos.

No hay conocimiento. Pero saber, eso sí, a montones, para no saber qué hacer, los armarios llenos.

De ahí, que algunos (de esos saberes) se nos cuelgan al pasar. Basta con que los animen uno de esos discursos con los cuales puse este año en circulación la estructura.

La estructura, ella, es una noción: por elaborar lo que resulta para la realidad, por esta presencia en ella de fórmulas del saber, del que más arriba señalé ella es su advenimiento nocional.

Hay saberes cuyas resultas pueden permanecer detenidas, o bien caer en desuso.

Hay uno del cual nadie tuvo idea antes que Freud, del cual nadie después de él la tiene aún, salvo de saber por mí de qué lado tomarlo. Tanto es así que pude decir hace un momento que es con respecto a otros saberes que el término de inconsciente, para éste, hace metáfora. A partir de que está estructurado como un lenguaje, se me otorga una confianza fructuosa: sería preciso aun que uno no se engañe sobre eso que él es más bien, si es cierto que es un abuso pronombrarlo, a él, el inconsciente, quien por ese extremo os agarra.

Si insisto en destacar así mi retardo sobre vuestra precipitación, es que él le obliga a usted a recordar que ahí donde ilustré la función de la precipitación en lógica, señalé el efecto de señuelo del que ella puede hacerse cómplice. No es correcta más que al producir este tiempo: el momento de concluir. Todavía es necesario cuidarse de ponerla al servicio de lo imaginario. Lo que ella reúne es un conjunto: los prisioneros en mi sofisma, y su relación a una salida estructurada por un arbitrio: no una clase.

Ocurre que la precipitación al divagar en ese sentido, sirve de lleno a esta ambigüedad de los resultados, que yo entiendo hacer resonar con el término mismo de: revolución.

Puesto que no es de ayer que ironicé con la expresión tradición revolucionaria.

Brevemente, quisiera señalar la utilidad en esta huella de desembarazarse de las marcas de la seducción.

Cuando es de la producción que el asunto adquiere su contorno.

Donde señalo el paso de Marx.

Puesto que él nos pone al pie de un muro donde uno se sorprende que no haya nada distinto a reconocer, para que alguna cosa sea puesta patas arriba, no el muro seguramente, sino la manera de girar en torno.

La eficacia de los golpes de glotis en el sitio de Jericó permite pensar que aquí el muro es de excepción, para decir verdad no ahorra el número de vueltas necesario.

Es que el muro no se encuentra, en esta ocasión, donde se lo cree, de piedra, hecho más bien con lo inflexible de una vagancia extraordinaria.

Y si tal el caso, reencontramos la estructura que es el muro del que hablamos.

Al definirlo por relaciones articuladas de su orden, y tales como ahí participan, no se lo hace más que a su costa.

Costas de vida o bien de muerte, es secundario.

Costas de goce, he ahí lo primario.

De donde la necesidad de plus-de-gozar para que la máquina trabaje, no acusándose ahí el goce sino para que se le tenga de este esguince [effaçon], como agujero a colmar.

No se sorprenda usted entonces si aquí le doy la lata cuando ordinariamente prosigo mi camino.

Es que aquí al rehacer un corte inaugural, no lo repito, lo muestro duplicándose para recoger lo que cae.

Ya que Marx, la plusvalía que su tijera, al separarlo restituye al discurso del capital, es el precio que es preciso ponerse a negar como yo que ningún discurso pueda apaciguarse con un metalenguaje (con el formalismo hegeliano en la ocasión), pero ese precio él lo pagó al limitarse a seguir el discurso ingenuo del capitalista ascendente y con la vida infernal que se dio.

Es bien el caso de verificar lo que digo del plus-de-gozar. La Mehrwert es la MarxIust, el plus-de-gozar de Marx.

La concha para escuchar por siempre la audición de Marx, he ahí el caurí con que comercian los Argonautas de un océano poco pacífico, el de la producción capitalista.

Ya que ese caurí, la plusvalía, es la causa del deseó del cual una economía hace su principio: el de la producción extensiva, por consiguiente insaciable, de la falta-de-gozar. Por una parte se acumula para acrecentar los medios de esta producción a título de capital. Por otra extiende el consumo sin la cual esta producción sería vana, justamente por su inepcia a procurar un goce con que ella pueda retardarse.

Alguien llamado Marx, he ahí calculado el lugar del foco negro, pero también capital (es el caso de decirlo) que el capitalista (que éste ocupe el otro foco de un cuerpo para gozar de un Plus o de un plus-de-gozar para constituir cuerpo), para que la producción capitalista se vea asegurada de la revolución propicia para hacer durar su duro deseo, para citar al poeta que ella merecería.

Lo que es instructivo es que esas palabras son de dominio público (con diferencia claro de la lógica, de que yo las proveo). ¿Debemos ponerlo a cargo del inconsciente si se presentan bajo la forma de un malestar que Freud no hizo más que presentir? Ciertamente, sí: se muestra ahí que algo trabaja. Y será ocasión de observar que esto no modifica en absoluto el implacable discurso que completándose con la ideología de la lucha de clases, induce solamente a los explotados a rivalizar sobre la explotación de principio, para proteger su participación patente en la sed de carencia-de-gozar.

¿Qué esperar pues del canto de ese malestar? Nada, sino testimoniar del inconsciente que habla -tanto más gustosamente cuanto que con el no-sentido él está en su elemento-. ¿Pero qué efecto esperar puesto que, usted lo ve, señalo que es alguna cosa que es, y no una noción-llave?

De remitirnos a lo que instauré este año de una articulación radical del discurso del amo como revés del discurso del psicoanalista, otros dos discursos se motivan en un cuarto de giro para transitar de uno al otro, en especial el discurso del histérico por una parte, el discurso universitario por la otra, lo que de ahí se extrae es que el inconsciente no participa sino en la dinámica que precipita la báscula de uno de esos discursos en el otro. Ahora bien, con o sin razón, creí poder aventurarme a distinguirlos del deslizamiento -de una cadena articulada por el efecto del significante considerado como verdad en cuanto función de lo real en la dispersión del saber.

Es a partir de ahí que se debe juzgar lo que el inconsciente puede subvertir. Ciertamente ningún discurso, donde como máximo aparezca él con una dolencia de palabra.

Su instancia dinámica consiste en provocar la báscula donde un discurso gira hacia el otro, por desplazamiento de fase del lugar donde se produce el efecto de significante.

Si se sigue mi topología tallada a golpes, se encuentra ahí la primera aproximación freudiana en que el efecto de «progreso» a esperar del inconsciente, es la censura.

Dicho de otro modo, que para la continuidad de la crisis presente, todo indica la procesión de lo que yo defino como discurso universitario, es decir, contra toda apariencia que adopte en la ocasión, el ascenso de su gestión.

Es el discurso mismo del amo, fortalecido con oscurantismo.

Es por un efecto de regresión, por el contrario, que se opera el paso al discurso del histérico.

Sólo lo indico para responder a usted sobre lo que resulta de las consecuencias de su pretendida noción, en lo que atañe a la ciencia.

Por paradojal que sea la aserción, la ciencia toma sus impulsos del discurso del histérico.

Habría que penetrar por ese sesgo los correlatos de una subversión sexual de escala social, con los momentos incipientes en la historia de la ciencia.

Sería ruda puesta a prueba de un pensamiento audaz.

Este se percibe a partir de que el histérico es el sujeto dividido, dicho de otra manera, es el inconsciente en ejercicio, que pone al amo al pie del muro de producir un saber.

Tal fue la ambición inducida en el amo griego bajo el nombre de la (griego). Ahí donde la (griego) lo guiaba en lo esencial de su conducta, fue intimado -y en especial por un Sócrates histérico confeso de que dice no entender sino en asuntos de deseo, patente por sus síntomas patognómicos- a hacer gala de alguna cosa que valiera la (griego) del esclavo y justificara sus poderes de amo.

Nada que escatimara su éxito, cuando un Alcibíades sólo da prueba de esta lucidez al confesar lo que lo cautiva en Sócrates, el objeto a, al que yo he reconocido en la (griego) de la que se habla en el Banquete, un plus-de-gozar en libertad y de consumo más breve.

Lo curioso es que fuera la marcha del platonismo la que haya resurgido en nuestra ciencia con la revolución copernicana. Y si hay que leer a Descartes y su promoción del sujeto, su «yo pienso, yo soy por consiguiente», no hay que omitir la nota a Beeckman: «A punto de subir al escenario del mundo, avanzo enmascarado … ».

~ Leamos el cogito al traducirlo según la fórmula que Lacan da del mensaje en el inconsciente; es entonces: «0 tú no eres, o tú no piensas», dirigido al saber. ¿Quién vacilaría en escoger?

El resultado es que la ciencia es una ideología de la supresión del sujeto, lo que el gentilhombre de la Universidad ascendente sabe bastante bien. Y yo lo sé tanto como él.

El sujeto, al reducirse al pensamiento de su duda, cede lugar al retorno en magnitud del significante amo, al duplicarlo, bajo la rúbrica de la extensión, con una exterioridad enteramente manejable.

Que el plus-de-gozar, al proveer la verdad del trabajo que vendrá, reciba una máscara de hierro (es de ella que habla el larvatus prodeo), ¿cómo no ver que es remitirse a la dignidad divina (y Descartes queda absuelto) por ser única garantía de una verdad que no es más que hecho de significante?

Así se legitima la prevalencia del aparato matemático, y la infatuación (momentánea) de la categoría de cantidad.

Si la cualidad no estuviera también recargada de significado, también sería propicia al discernimiento científico: que baste con verla retornar bajo forma de signos (+) y (-) en el edificio del electromagnetismo.

Y la lógica matemática (gracias a Dios, ya que yo llamo a Dios por su nombre carajo de Nombre [nom-de-Dieu de Nom]) nos devuelve a la estructura en el saber.

Pero usted ve que si «el conocimiento» no ha recobrado aún conocimiento, es que no es por el hecho del inconsciente que lo perdió. Y es poco probable que sea él quien lo reanime.

Así como se sabe que el conocimiento ha divagado en física cuando quiso insertarse alguna partida estésica -que quedó trabada la teoría del movimiento, en tanto no se liberó del sentimiento de la impulsión-, que es solamente al retorno de lo reprimido de los significantes a que se debe en fin que se confíe la equivalencia del reposo al movimiento uniforme; también el discurso del histérico demuestra que no hay ninguna estesia del sexo opuesto (ningún conocimiento en el sentido bíblico) para dar cuenta de la pretendida relación sexual.

El goce con el que se soporta está, como cualquier otro, articulado por el plus-de-gozar por el cual en esa relación el compañero sexual sólo es alcanzado: 1) por el vir si lo identifica al objeto a, hecho sin embargo claramente indicado en el mito de la costilla de Adán, el que tanto hacía reír, y con razón, a la más célebre epistolaria de la homosexualidad femenina, 2) por la virgo si lo reduce al falo, es decir al pene imaginado como órgano de la tumescencia, es decir a la inversa de su función real.

De ahí las dos rocas: 1) la castración donde el significante mujer se inscribe como privación, 2) la envidida del pene donde el significante hombre es sentido como frustración.

Son escollos que dejan a merced del encuentro, el acceso proclamado por los psicoanalistas a la madurez de lo genital.

Ya que reside ahí el ideal bastardo, con que aquellos que se dicen «de hoy» enmascaran que aquí la causa es de acto y de la ética que anima, con su razón política.

Es también eso con que el discurso del histérico cuestiona al amo: «¡Veamos si eres hombre!». Pero la representación de cosa, como dice Freud, no es aquí más que representación de su falta. La omnipotencia no es; es por ello en efecto que ella se piensa. Y que no hay nada que reprocharle, como el psicoanalista imbécilmente se obstina.

No reside ahí el interés: en resignarse a privarse de la esencia del macho, sino en producir el saber con que se determina la causa que se constituye como desafío en su ente.

Al respecto se dirá no sin pretexto que los psicoanalistas en cuestión no quieren saber nada de la política. Lo fastidioso es que están bastante curtidos como para profesarla ellos mismos, y que el reproche les venga de quienes, por haberse instalado en el discurso del amo Marx, tornan obligatorias las insignias de la normalización conyugal: lo que debería estorbarlos en el espinoso punto de al instante.

Detalle en relación con lo que nos interesa: el inconsciente no subvertirá nuestra ciencia por hacerla confesar públicamente la falta de alguna forma de conocimiento.

Que simule a veces que la bruja que introduce, sea aquella de los nocturnos que habitan el ala derrumbada del castillo de la tradición, si el inconsciente es llave, no lo será más que cerrando la puerta que dejaría boquiabierto [béerait] en ese agujero de vuestro dormitorio.

Los aficionados a la iniciación no son nuestros invitados. Al respecto Freud no bromeaba. Profería el anatema del fastidio contra esos sortilegios y no entendía que Jung nos destemplara las orejas con aires de mandala.

Ello no impedirá a los oficios celebrarse con cojines para’ nuestras rodillas, pero el inconsciente no aportará más que risas poco decentes.

Habría que recomendarlo para uso doméstico como tornasol que constituye el abanico del reaccionario en materia de conocimiento.

Restituye por ejemplo a Hegel el premio al humor que éste merece, pero revela su ausencia total en toda la filosofía que sucede, Marx aparte.

No mencionaré más que la última muestra que llega a mi «conocimiento», ese retorno increíble a la potencia de lo invisible, más angustiante por ser póstuma y para mí de un amigo, como si lo visible tuviera aún para alguna mirada apariencia de ente.

Esos mohínes fenomenológicos giran todos en torno del árbol fantasma del conocimiento supranormal, como si hubiera alguno normal.

Ningún clamor de ser o de nada que no se apague con lo que el marxismo demostró con su revolución efectiva: que no hay ningún progreso a esperar de verdad ni bienestar, sino solamente el viraje de la impotencia imaginaría a lo imposible que resulta ser lo real al no fundarse sino en lógica: es decir ahí donde yo advierto que reside el inconsciente, pero no para decir que la lógica de ese viraje deba apresurarse hacia el acto.

Ya que el inconsciente juega también en otro sentido: es decir a partir de la imposibilidad con que el sexo se inscribe en el inconsciente, para mantener como deseable la ley de que se connota la impotencia de gozar.

Es necesario decirlo; el psicoanalista no tiene aquí que tomar partido, sino establecer una comprobación.

Con ello doy testimonio de que todo rigor con que haya podido señalar aquí los desfallecimientos de la sutura, no encontré entre los comunistas con quienes tuve que vérmelas más que una negativa rotunda.

Yo lo explico por el hecho de que los comunistas, al constituirse en el orden burgués como contra-sociedad, sólo van a remedar todo eso con que el primero se honra: trabajo, familia, patria, trafican influencia, y sindicato contra quienquiera que de su discurso destacara las paradojas.

Para mostrar todo esto como factor de patología, es decir desde mis aseveraciones sobre la causalidad psíquica, en todas partes donde mi esfuerzo hubiera podido quitar el sello al monopolio psiquiátrico, no he jamás recogido de ellos respuesta que se opusiera a la hipocresía universitaria, de la cual sería otra historia predecir su despliegue.

Es evidente que ahora ellos se sirven de mí tanto como ella. Sin el cinismo de no nombrarme: son gente honorable.

Pregunta VI

¿En qué son incompatibles saber y verdad?

Respuesta

Incompatibles. Palabra bonitamente elegida que podría permitirnos responder a la pregunta con la burla que merece: pero sí, sí, ellos condolescen [compatissent].

Que sufran juntos, uno y la otra: es la verdad.

Pero lo que usted quiere decir, si yo le entiendo bien, es que verdad y saber no son complementarios, no hacen un todo.

Excúseme: es un problema que no me planteo. Puesto que no hay todo.

Puesto que no hay todo, nada no es todo.

El todo, es el índex del conocimiento. He dicho bastante, me parece, que a ese título, es imposible puntearlo.

Ello no me impedirá coordinar vivamente que la verdad lo soporta todo: se mea, se tose, se escupe adentro. «¡Caramba!» grita ella con un estilo que yo he esbozado en otro lado. «¿Qué es lo que usted hace? ¿Cree usted que está en su casa?» Ello quiere decir que tiene en efecto una noción, una noción llave de lo que usted hace. (Pero usted no de lo que ella es, y es en eso, vea usted, que consiste el inconsciente.) Para volver a ella, que por el instante nos ocupa, diré que ella lo soporta todo, ¡rocío del discurso!, puede querer decir que no le da ni frío ni calor. Es lo que permite pensar que manifiestamente es ciega o sorda, al menos cuando os mira, o bien que usted la intimida.

Para decir la verdad, es decir, para medirse a ella, será siempre mejor munirse para aproximársele de un saber grave. Es por consiguiente más que compatible, como cont(a)bilidad [comp(a)tabilité] -es decir lo que a usted interesa en primer lugar puesto que el saber puede saldar los gastos de un negocio con la verdad, si le agarra la ganas.

¿Saldar hasta dónde? Ello, «no se sabe», es justamente por lo que el saber está en efecto obligado a no fiarse más que a él para lo que tiene peso.

Por consiguiente, el saber es dote. Lo que hay de admirable, es la pretensión de quien querría hacerse amar sin su colchón. El se ofrece el pecho desnudo. ¡Qué adorable debe ser su «no-saber», con cuánto gusto uno se expresa en ese caso!

¡Sorpréndase que de ahí se salga, buen perro, sosteniendo entre los dientes su propia carroña!

Naturalmente eso no ocurre más, pero eso aún se sabe. Y a causa de eso, hay quien juega a hacerlo, pero fingiendo. Usted ve «todo» lo que trafica a partir de que saber y verdad sean incompatibles.

No pienso en ello sino porque es un señuelo que, creo, fue imaginado para justificar un amok con respecto a mí: supongamos que una persona que se lamentara de su afición por la verdad, se manifestara como redom … do psicoanalista [fue psychanalyste].

Muy precisamente yo no articulé la topología que delimite la frontera entre verdad y saber, sino para mostrar que esta frontera está en todos lados y no fija dominio más que cuando uno se pone a amar su más allá.

Los caminos de los psicoanalistas no están preservados lo suficiente como para que la propia experiencia al esclarecerlos no sea todavía más que programa.

Es por ello que yo partiré de donde cada uno convierte su aborde en un estrangulamiento: ejemplar, por estar exento de experiencia.

¿No es sorprendente que a la fórmula a la que desde más de una década he yo impulsado, aquella llamada del sujeto supuesto saber, para dar razón de la transferencia, nadie, y aún en el curso de este año donde la cosa se mostraba en la pizarra, más evidente que si la casilla estuviera inscrita separadamente de la bolita destinada a llenarla, nadie, digo yo, ha promovido la pregunta: ¿es, supuesto que él es ese sujeto, saber la verdad?

¿Advierten ustedes adónde eso conduce? No piense en ello sobre todo, arriesgaría usted matar la transferencia.

Puesto que del saber cuya transferencia hace el sujeto, se manifiesta a medida que el sometido trabaja en ella, que no era más que una «astucia» con la verdad.

Nadie sueña que el psicoanalista se haya casado con la verdad. Es precisamente por ello que su esposa cascabelea, cierto que para no moverse demasiado, pero que él la necesita ahí como barrera.

¿Barrera para qué? Contra la suposición que sería el colmo: de lo que haría el psicoanalista de novio con la verdad.

Es que la verdad con no hay relaciones de amor posibles, ni de matrimonio, ni de amor libre. No hay de seguro más que una, si usted quiere que ella bien a usted lo posea, la castración, la vuestra, bien entendido, y de ella, sin piedad.

Saber que es así, no impide que ocurra, y seguramente, aun menos, que se lo evite.

Pero se lo olvida cuando se lo evita, mientras que cuando llega, no se lo sabe menos

Es, me parece, el colmo de la compatibilidad. Rechinarían los dientes si no se hiciera: la colmatibilidad, para que os sea devuelto un eco de robo que golpetea, propiamente patibulario.

Es que de la verdad, no es necesario captar todo. Un trozo [bout] basta: lo que se expresa, según la estructura, por: saberlo todo [en savoir un bout].

En este punto supe conducir a algunos, y me sorprendo de decir tanto a la radio. Es que aquellos que me escuchan no tienen, para oír lo que yo digo, obstáculo para escucharme. Donde me aparece que este obstáculo proviene de que en otra parte he debido calcularlo.

Ahora bien no estoy aquí para formar al psicoanalista, sino para responder a sus preguntas lo que las reubica en su lugar.

Su disciplina en seguirme, lo penetra de esto: que lo real no está en primer lugar para ser sabido.

Como verdad, en efecto, es el dique que disuade el menor intento de idealismo. Mientras que de desconocerlo, éste se dignifica con los colores más diversos.

Pero eso no es una verdad, es el límite de la verdad.

Puesto que la verdad se sitúa si se supone lo que de lo real cumple función en el saber, que ahí se agrega (a lo real).

Es bien en efecto de ahí que el saber trae lo falso de ser, y aun de ser-ahí, es decir Dasein para golpearte hasta que pierdan el aliento todos los participantes de la ceremonia.

A decir verdad, no es más que de lo falso de ser que uno se preocupa en cuanto tal de la verdad. Al saber, que no es falso, no le importa.

No hay más que uno del que ella se manifiesta sorprendida. Y es por eso considerado de un gusto dudoso, cuando es justamente por la gracia freudiana que produce él algunos lapsus linguae en el discurso.

Es en esa juntura de lo real que se encuentra la incidencia política donde el psicoanalista tendría lugar si fuera de ello capaz.

Ahí residiría el acto que pone en juego con cuál saber hacer la ley. Revolución que sobreviene cuando un Saber se redujo a ser síntoma, visto desde la mirada misma que él ha producido.

Su recurso entonces es la verdad por la cual se lucha.

Donde se articula que el efecto de verdad aspira a aquello que cae del saber, es decir a aquello que se produce, impotente sin embargo de alimentar el dicho efecto. Circuito no menos destinado a no ser perpetuo tanto como cualquier movimiento -de donde aquí también se demuestra lo real de una energética diferencia.

Es él, ese real, una vez transcurrida la hora de la verdad, que se agitará hasta la próxima crisis, el lustre recobrado. Se diría aun que ahí reside la fiesta de toda revolución: que la confusión de la verdad sea arrojada a las tinieblas. Pero de lo real, no vio más que deslumbres, por más ilustrado:

Pregunta VII

Gobernar, educar, psicoanalizar, son tres tareas imposibles de sostener. A pesar de esa perpetua refutación de todo discurso, y en especial del suyo, es necesario que el psicoanalista se aferre. Se aferra a un saber -el saber analítico- que por definición él refuta. ¿Cómo resuelve usted -o no-esta contradicción? ¿Estatuto de lo imposible? ¿Lo imposible es lo real?

Respuesta

Perdón si, ni aun de esta pregunta, no logro la respuesta sino para revestirla con mis propias manos.

Gobernar, y educar, psicoanalizar, son tareas en efecto, pero que al llamar imposibles, no se consigue así sino prematuramente asegurarlas como reales.

Lo menos que se puede imponerles, es de dar prueba de ello.

Eso no es refutar lo que usted llama su discurso. ¿Por qué el psicoanalista tendría por lo demás el privilegio, si no tuviera él que ajustarles el paso, el mismo que recibe de lo real, para dar el suyo?

Notemos que establece ese paso [pas] con el acto mismo con que lo avanza; y que es en lo real donde ese paso cumple función, que él somete los discursos que pone al paso de la sincronía de lo dicho.

Asentándose con el paso que produce, esta sincronía sólo se origina en su emergencia. Ella limita el número de los discursos que somete, como hice yo concisamente al estructurarlos en número de cuatro de una revolución no permutativa en sus posiciones, de cuatro términos, el paso de lo real que así se sostiene siendo desde entonces unívoco en su progreso como en su regresión.

El carácter operatorio de ese paso [pas] consiste en que una disyunción quiebra ahí la sincronía entre términos cada vez diferentes, justamente porque ella está fija.

En verdad ahí no hay lisis para hacer con su nombre lo que, en el proverbio que se agita después de Freud, se llama curar y que hace reír demasiado alegremente.

Gobernar, educar, curar, por consiguiente, ¿quién sabe? por el análisis, el cuarto podado por figurar como maritornes: es el discurso del histérico.

¡Y qué! ¿Se propondría la imposibilidad de los dos últimos según el modo de coartada de los primeros? ¿O más bien para resolverlos en la impotencia?

Por el análisis, ahí no hay lisis, permítaseme aún este juego, más que la imposibilidad de gobernar lo que no se domina, la que debe traducirse en impotencia de la sincronía con nuestros términos: comandar al saber. Para el inconsciente, es un tanto difícil.

Para el histérico, es la impotencia del saber que provoca su discurso, para animarse del deseo -que descubre en qué educar fracasa.

Quiasma sorprendente por no ser bueno, a menos que se denuncie dónde se aflojan las imposibilidades para pronunciarse como coartadas.

¿Cómo obligarlas a que muestren su real, de la relación misma que, para ser-ahí, cumple función como imposible?

Ahora bien, la estructura de cada discurso necesita una impotencia, definida por la barrera del goce, a diferenciarse como disyunción, siempre la misma, de su producción a su verdad.

En el discurso del amo, el plus-de-gozar sólo satisface al sujeto al sostener la realidad de la sola fantasía.

En el discurso universitario, es la abertura en que se abisma el sujeto que él produce por tener que suponer un autor al saber.

Ésas son verdades, pero en las que aún se lee que son trampas para prescribirles el camino de donde lo real viene al hecho.

Ya que no son más que consecuencias del discurso que de ellas proviene.

Pero ese discurso surgió de la báscula donde el inconsciente, yo lo he dicho, es dinámico por permitirle funcionar en «progreso», para lo peor, sobre el discurso que lo precede con un cierto sentido rotatorio.

Así el discurso del amo extrae su razón del discurso del histérico en que al hacerse el agente de lo omnipotente, renuncia a responder como hombre a aquello que al solicitarlo ser, el histérico no obtiene más que saber. Es al saber del esclavo que se entrega desde entonces para producir el plus-de-gozar, a partir del suyo (de su saber de él), él no logra que la mujer sea causa de su deseo (no digo: objeto).

De ahí se manifiesta que la imposibilidad de gobernar sólo será apremiada en su real trabajando regresivamente el rigor de un desarrollo que necesita a la falta para gozar en su partida, si la mantiene hasta el fin.

Por el contrario, es por estar en progreso sobre el discurso universitario que el discurso del analista podría permitirle cercar lo real cuya función es su imposibilidad, es decir a que quiera someter, a la cuestión del plus-de-gozar que tiene ya su verdad en un saber, el paso del sujeto al significante del amo.

Es suponer el saber de la estructura que, en el discurso del analista, ocupa lugar de verdad.

Es decir la sospecha con que ese discurso debe sostener todo lo que se presenta en ese lugar.

Puesto que la impotencia no es la guisa de la que lo imposible sería la verdad, pero tampoco es lo contrario: la impotencia haría un favor fijando la mirada si la verdad no se viera a punto de… fornicar.

Es necesario terminar con esos juegos donde la verdad soporta los gastos irrisorios.

Sólo presionando lo imposible hasta sus últimas posiciones la impotencia adquiere el poder de hacer girar el paciente hacia el agente.

Es así que ella se actualiza en cada revolución cuya estructura no haya que hacer,» para que, bien entendido, la impotencia cambie de modo.

Así el lenguaje innova con eso que revela del goce y surge la fantasía de que él realiza un tiempo.

No se aproxima a lo real sino en la medida del discurso que reduce lo dicho a hacer agujero en su cálculo.

De tales discursos, en la hora actual, no hay muchos.

Advertencia ( 1. El Servicio de Investigaciones de la Radio y Televisión Francesa quería «una emisión televisiva sobre Jacques Lacan». Sólo fue transmitido el texto aquí publicado. Difusión en dos partes bajo el título de Psicoanálisis, anunciado para fines de enero. Realizador: Benoît Jacquot.
2. He pedido a aquel que os respondía que cribara lo que yo entendía de lo que él me decía. Lo escogido queda en el margen, a guisa de manuductio. J.-A. MILLER Navidad de 1973)

Aquel que me interroga
sabe también leerme.
J. L.

[Yo digo siempre la verdad]

Yo digo siempre la verdad: no toda, porque de decirla toda, no somos capaces. Decirla toda es materialmente imposible: faltan las palabras. Precisamente por este imposible, la verdad aspira a lo real. nota

He de confesar mi intento de responder a la presente comedia y que eso estaba bueno para la canasta.

Marra pues, y por ahí mismo logro en relación con un error, o para decirlo mejor, con un vagabundaje [errement].

Este, por ser de ocasión, sin demasiada importancia. ¿Pero cuál en primer lugar?

El vagabundaje consiste en esta idea de hablar para que los idiotas me comprendan.

La idea que naturalmente me conmueve tan poco, que debió serme sugerida. Por la amistad. Peligro.

Ya que no hay diferencia entre la televisión y el público ante el cual hablo desde hace mucho tiempo, eso que llaman mi seminario. Una mirada en los dos casos: a quien no me dirijo en ninguno, mas que en nombre de lo que hablo.

Que no se piense sin embargo que hablo para nadie. Hablo para aquellos que saben, a los no idiotas, a analistas supuestos.

La experiencia prueba, aun ateniéndose al tropel, prueba que lo que digo interesa a mucha más gente que a aquellos que con alguna razón supongo analistas. De tal suerte, ¿por qué hablaría yo aquí con tono distinto al de mi seminario?

Aparte que no es inverosímil que suponga también analistas que me oyen.

Iré más lejos: no espero nada más de los analistas supuestos, sino ser ese objeto gracias al cual lo que enseño no es un autoanálisis. Sin duda, en este punto, no hay más que ellos, de aquellos que me escuchan, que seré oído. Pero aun, de no oír nada, un analista tiene ese papel que acabo de formular. Y la televisión lo tiene desde entonces como él.

Agrego que esos analistas que sólo lo son por ser objeto -objeto del analizante-; ocurre que me dirijo a ellos, no que les hable, sino que hablo de ellos: no fuera más que para turbarlos. ¿Quién sabe? Ello puede tener efectos de sugestión.

¿Se podrá creer? Hay un caso en que la sugestión no puede nada: aquel en que el analista recibe su falla del otro, de quien lo condujo hasta «el pase» como digo yo, el de ponerse en analista.

Felices los casos en que pase ficticio por formación incompleta: autorizan la esperanza.