Trauma (Trauma de guerra – Neurosis de guerra): Abordaje Lacaniano del Trauma (Parte II)

EL TRAUMA Y SUS SECUELAS

Disertación psicoanalítica sobre el trauma en el campo de batalla y el estado psíquico
que a partir de él se desencadena.

Autores: Andrea Paola Martínez Mora. Laura Natalia Pérez Pérez. Gloria Elena Gómez Botero (Directora de tesis.)
Facultad de Psicología, Pontificia Universidad Javeriana
Enero de 2005

Capítulo 4. Abordaje Lacaniano del Trauma

Tras este recorrido conceptual se delinean algunas diferencias y encuentros entre la
noción de trauma freudiano y el lacaniano. Freud explica la imposibilidad de supresión
del acontecimiento traumático por un efecto de la economía psíquica, mientras Lacan
plantea una incapacidad del sujeto para darle significación, y su anudamiento al registro
de lo real, es decir de lo imposible. En los dos se subraya el carácter contingente del acontecimiento traumático, la falta de herramientas del sujeto para hacerle frente y más
importante, lo característico de la repetición. Adicionalmente, hay referencia a la
relación entre el trauma actual y el trauma original, que se refiere a una pérdida
estructural en el sujeto.
Los Elementos de lo Real y lo Ominoso. Hay tres componentes de lo real: la
sexualidad (siempre fragmentada), la paternidad y la muerte. Dichos componentes no
pueden ser ordenados por el significante primordial y subsisten dentro de una estructura
distinta a la simbólica desde donde ejercen una fuerza intensa que les ayuda a infiltrarse
en todos los trozos de realidad, trastocando la vida de un sujeto que no sabe qué
significado prestarle a estas experiencias. Queda lo relacionado con lo real en el campo
de lo siniestro, de lo imposible a ser entendido.
El real tiene la característica de despertar un sentimiento particular en aquel que lo
vive, Freud lo explica bien en su artículo “Lo Ominoso” (1919/1978-1985), donde
argumenta que lo siniestro (ominoso) pertenece al orden de lo terrorífico, a lo que excita
angustia y horror porque se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace
largo tiempo. No obstante, el autor se pregunta ¿cómo es posible que lo familiar devenga
ominoso, terrorífico y bajo qué condiciones ocurre?
Pues esto ominoso no es algo nuevo y ajeno, sino algo familiar de antiguo a la vida
anímica, sólo enajenado de ella por el proceso de represión. Ese nexo con la represión
nos ilumina ahora también la definición de Schelling, según la cual lo ominoso es
algo que, destinado a permanecer en lo oculto, ha salido a la luz. (Freud, 1919/1978-
1985)
Aunque lo ominoso sea aquello familiar-entrañable que retorna a la consciencia
después de haber sido sometido por la represión, “no todo lo que recuerda a mociones de deseo reprimidas y a modos de pensamientos superados de la prehistoria individual y de
la época primordial de la humanidad es ominoso por eso solo” (Freud, 1919/1978-1985).
Para que un contenido sea ominoso debe cumplir dos condiciones: que sea reprimido y
que porte cierta especificidad en su material. Por efecto de la represión, cualquier
sentimiento puede transmudar en angustia cuando retorna a la consciencia. Lo reprimido
es sentido con angustia puesto que despierta complejos infantiles ya sepultados; de tal
forma, el efecto de lo ominoso se deriva de fuentes infantiles reprimidas (Freud,
1919/1978-1985).
Los más destacados elementos cuyo material es ominoso son el complejo de
castración, los dobles, la repetición no deliberada (compulsión a la repetición), el
animismo, la omnipotencia de los pensamientos, la magia y el ensalmo, el nexo con la
muerte, la locura y su poder dentro de la vida anímica y la fantasía que no se deslinda de
la realidad (Freud, 1919/1978-1985).
Freud menciona únicamente el mecanismo de la represión en dicho artículo, sin
embargo lo ominoso también es despertado por aquello que ha sido rechazado de una
manera más tajante, es decir lo que ha sido desestimado o forcluído, en términos de
Lacan. El primer caso de lo ominoso sería el retorno de lo reprimido (de adentro hacia
fuera) y el segundo, el retorno de lo forcluído (de afuera hacia adentro vía la alucinación
y el delirio). En conclusión, lo ominoso habla de la repetición de lo real, que en los
sujetos deja trauma.
Las experiencias que se viven en el campo de batalla, así como los fenómenos que a
partir de ellas se desencadenan en los sujetos expuestos, tienen todo el tinte de lo
ominoso. El primer componente en el que se profundizará es la muerte, pues es
fundamental del registro de lo real además de ser parte del real del frente de batalla.
El caso de lo combatientes en batalla es muy diciente, pues esos han de enfrentarse a
su propia muerte y al asesinato, dejando tras de sí cuerpos inertes, fragmentados,
mutilados, destrozados y explotados. Adicional a lo anterior, en la situación de guerra se
suele sentir a la muerte al lado en cada paso que se da por el campo de batalla; de una u
otra manera el ideal de inmortalidad de estos sujetos sucumbe y se quebranta frente al
avistamiento de cada muerte de los otros que anuncia en cierta manera la propia.
Finalmente el sujeto no puede más que quedar en un estado de estupor que puede ser
descrito como “insensibilización” o “costumbre” como se narra en una de las viñetas del
artículo de Maria Clementina Castro (2002), “Investiduras, destrozos y cicatrices o del
cuerpo en la guerra”: “La sangre, la muerte se vuelven cotidianas mientras uno se
adapta como cualquier trabajo” (Castro, 2002, p. 41).
En “Consideraciones de Actualidad sobre la Guerra y la Muerte” (1915/1979) Freud
dice que nuestra actitud frente a la muerte no es sincera, pues
Nos pretendíamos dispuestos a sostener que la muerte era el desenlace natural de toda
vida, que cada uno de nosotros era deudor de una muerte a la Naturaleza y debía
hallarse preparado a pagar tal deuda, y que la muerte era cosa natural, indiscutible e
inevitable. Pero, en realidad, solíamos conducirnos como si fuera de otro modo.
Mostramos una patente inclinación a prescindir de la muerte, a eliminarla de la vida.
(Freud, 1915/1979, p. 111)
La propia muerte es algo inimaginable; el sujeto no es más que el espectador de la
muerte de otros. La muerte de los otros siempre ha de tener una motivación casual, como
un accidente, una enfermedad, un descuido; es decir, que se rebaja la muerte de
categoría fundamental a cuestión de azar (Freud, 1915/1979). “Así, la escuela
psicoanalítica ha podido arriesgar el aserto de que, en el fondo, nadie cree en su propia muerte, o lo que es lo mismo, que en lo inconsciente todos nosotros estamos
convencidos de nuestra inmortalidad” (Freud, 1915/1979, p. 111).
La muerte es algo inasible, pues carece de representación psíquica inconsciente, sea
ésta “negativa” o “positiva”; es un hecho que no ha sido vivido por el sujeto y por tanto
sólo podría dejar una huella a su llegada, situación tras la cual es imposible que un sujeto
pueda transmitir alguna suerte de idea.
Nada en lo inconsciente responde a la muerte en cuanto Begriff – concepto, nada con
mayor razón la representa, ningún sentido tiene a su cargo su responsabilidad. Esto no
quiere decir que la muerte no pueda inscribirse. Incluso todo el problema está ahí.
Pero el sentido inconsciente procede por inversión: el sujeto se representa primero
como inmortal. Si hay que creer en la muerte es porque no hay pensamiento que
responda a ella. La magnitud negativa de la muerte no es una representación. (Rabant,
1993, p. 206)
Como real, la muerte no parará entonces de no ser escrita ni dicha. Es así como ha
ocupado uno de los focos de disquisición intelectual y filosófica, de donde cabe concluir
que ninguna verdad acerca de ella ha sido mencionada. La muerte, es un término
fluctuante, de semántica cambiante, que se juega en el área de la ausencia, la partida, el
abandono, la separación; es un concepto sin referencia inconsciente, pero que referencia
a lo real por lo negativo (Rabant, 1993).
En lo inconsciente la muerte no está semánticamente orientada, salvo sin duda por la
satisfacción primordial de ver desaparecer al otro: el placer del asesinato precede así
a la subjetivación de la muerte [la cursiva es nuestra]. (Rabant, 1993, pp. 206-207)
Empujado por las fuerzas –pulsiones- que lo llevan al combate, el belicoso sigue su
expedición, a pesar de encontrarse a cada paso con lo real del cuerpo inerte, al que no puede trasponerle un significado. El sujeto se encuentra con la imposibilidad de asimilar
lo espantoso de la escena de muerte que percibe con los ojos, piel, oídos, olfato y hasta
el gusto. La condición que se desencadena es empujada por experiencias de muerte, pues
al no ligarles a una significación, son tramitadas desde lo real por medio del síntoma.
La muerte, repertorio de lo real en el campo de batalla, es una experiencia traumática
para todo sujeto. Ésta excede toda posibilidad de significación y hace parte del mundo
de lo ominoso, convirtiendo en tabú a los muertos y quienes entran en contacto con
ellos, desarrollando en los que rodean al muerto sentimientos de ambivalencia y a la vez
sintiéndose muy cercana y muy lejana. Freud plantea que este sentimiento ha variado
poco desde épocas primitivas, en las que el muerto se convertía en el enemigo del
sobreviviente que pretendía llevárselo consigo para que lo acompañase en su nueva
existencia (Freud, 1919/1978-1985).
No obstante lo traumático de la muerte -propia o del otro-, ésta no solo genera un
temido sufrimiento y trauma, también experiencias de placer en el asesinato y gozo
nocivo en lo que acerca al dolor o a la propia muerte. Sobre esto se hablará más
adelante.
Según Freud, la muerte es una de las tres fuentes de mayor sufrimiento en el ser
humano. Dicho sufrimiento se encarna en el propio cuerpo, condenado a la decadencia, a
la aniquilación, al dolor y la angustia (Repetto, 1997). La problemática de la muerte, se
relaciona íntimamente con la del cuerpo, pues es aquel el que le da casa a la vida,
subjetividad, sexualidad.
El concepto cuerpo puede abordarse desde los tres registros lacanianos, por tanto hay
cuerpo imaginario, cuerpo simbólico y cuerpo real. El primero de éstos se relaciona con la imagen especular del cuerpo que nace paralela al Yo y le da al cuerpo su unificación a
través del espejo del Otro.
La imagen – unificante – del cuerpo se edifica a partir de la imagen que le reenvía el
“espejo” del Otro: imagen del Otro e imagen de sí en la “mirada” del Otro,
principalmente la madre. (Chemana, 1996, p. 69)
La organización corporal es permitida por la incorporación en lo real del organismo
del niño, de la dimensión fálica de la que es revestido por el Otro parental. La
constitución del propio cuerpo, la imagen especular, el Yo y el narcisismo de base son
impulsados por la existencia de dicho investimento libidinal parental (Chemana, 1996).
La ausencia de ésta “alienación imaginaria” aparece en la clínica de las psicosis y el
autismo como una intensa angustia de despedazamiento corporal y muerte, así como en
las disfunciones orgánicas de la histeria, otras neurosis y perversiones (Chemana, 1996).
Lacan también define el cuerpo imaginario como “la bolsa agujereada de los objetos
a, pedazos de cuerpo imaginariamente perdidos, de los que los más típicos son el seno,
los excrementos, la voz y la mirada” (Chemana, 1996, p. 70). A lo anterior, se le añade
el Falo, como objeto a imaginario perdido, que causa el deseo, es decir, la búsqueda en
el cuerpo del otro de un Falo imaginario que taponaría la falta fundamental. Dicha
búsqueda causa la erogeneización de las zonas orificiales pulsionales (boca, ano, ojo,
oreja) y apéndices (pezón, pene) (Chemana, 1996).
El cuerpo simbólico se relaciona con el cuerpo de los significantes introducido por
Lacan en su seminario sobre las psicosis; éste hace referencia al conjunto de
significantes conscientes, reprimidos o forcluídos de un sujeto, así como a su
organización. Este cuerpo vehiculiza la “alienación simbólica” de un sujeto, siendo el
caso de las psicosis el escape a esta alienación por la forclusión del significante Falo.
Dichos significantes se inscriben en la memoria psíquica y también se graban en el
cuerpo. Lacan afirma que “el cuerpo es hablado y hablante”, pues dice del sujeto mucho
más de lo que él quiere decir y de lo que sabe decir, es palabra de verdad (Chemana,
1996).
El cuerpo real en cuanto imposible, hace referencia a todo aquello que es imposible
imaginarizar o simbolizar sobre éste. Por otra parte, el cuerpo real, que se resiste, es
aquel que pone obstáculo a nuestras aspiraciones y deseos; “bajo esta denominaciones se
reúne la diferencia anatómica de los sexos y la muerte en tanto destrucción inevitable del
soma.” (Chemana, 1996, p.72), igualmente, la prematuración orgánica del recién nacido
y el despedazamiento corporal originario. Adicionalmente, el cuerpo real puede ser
objeto de rechazo particular o cultural – como ejemplo está el desconocimiento infantil
de la diferencia de sexos o ausencia de pene en la madre y la muerte como destino final
de cada cuerpo- (Chemana, 1996).
Las experiencias que se dan en el frente de batalla incluyen la problemática del
cuerpo. En la batalla el cuerpo se expresa desde su real hasta límites insospechados.
En la guerra el cuerpo no es pensado ni sentido, no se advierte su fisonomía
cambiante, tampoco se percibe su calentura y fragor en el combate. No se repara en
su forma, no hay fácil ocasión para mirarlo, pero sí para su espectáculo, que contrasta
con su valor superfluo y su olvido. Por momentos, el cuerpo pareciera reducirse a su
mera existencia en lo real [la cursiva es nuestra]. (Castro, 2002, p. 40).
Lo real del cuerpo alude a lo orgánico, antes de existir cuerpo estaba el organismo
prematuro y despedazado del niño. Es decir que el cuerpo no es primario, sino es
realidad en tanto es construido o secundario, en otras palabras “no se nace con un
cuerpo” (Soler, 1988, p. 12). En principio está lo vivo u orgánico despedazado, luego vienen a abordarlo dos elementos: la imagen y el significante. Como se dijo, la unidad
de la imagen proveniente de la gestalt visual vista a través del espejo, brinda el
sentimiento de unidad del cuerpo. Más adelante Lacan propondrá que es el significante
Uno el que inserta el discurso en el organismo, creando el cuerpo; ahora plantea un
organismo unificado, que viene a despedazarse por la acción del significante en su
proceso de construcción funcional del cuerpo. Se redondea esta idea con la siguiente
frase: “El lenguaje es cuerpo, y cuerpo que da cuerpo además” (Soler, 1988, p. 15), pero
éste es un cuerpo desvitalizado, puesto que está despedazado por el significante. Se
relaciona este tema con el de las “marcas” sobre el cuerpo, que según Soler (1988)
tienen una doble connotación: la pertenencia a un conjunto y una cualidad erótica. Las
cicatrices de guerra son un ejemplo de éste fenómeno.
De todo esto que haya una disyunción entre el organismo, la imagen del cuerpo y el
cuerpo como es tomado en el significante (Soler, 1988). Con la construcción del cuerpo
dada por la imagen especular y la llegada del cuerpo simbólico y su significante
primordial, el cuerpo se organiza. Esta organización supone una costo fundamental, un
costo de gozo, “el efecto primero del significante es la represión o anulación de la cosa,
ahí donde suponemos el goce total” (Soler, 1988, p. 26), no obstante esta pérdida, se
mantiene un plus-de-gozar, que permite que “la maquina continúe trabajando”. El sujeto
está siempre en búsqueda de ese objeto perdido que le proporcionaría el goce total
originario.
El goce es entonces la verdadera meta del deseo, pero en su búsqueda el sujeto suele
hacer un encuentro con el goce nocivo, impedido en muchas ocasiones por el imperio
del placer y las prohibiciones consignadas por la ley que fundan el deseo. Siendo así el
deseo es un obstáculo para el goce, también en cuanto su esencia es el ser insatisfecho, por no encontrar nunca el objeto que supla su aspiración – reacuérdese que el objeto está
originalmente perdido – (Soler, 1988).
( … ) lo que impide el goce según la enseñanza de Lacan es, de una parte, el placer.
El placer él lo llama: Lazo incoherente de la vida, es decir, la reacción animal a huir
del dolor, sencillamente, que hace obstáculo al goce, el cual en el fondo surgiría allá
donde el placer se detiene y bajo la forma eminente del dolor. (Soler, 1988, p. 23)
En últimas el goce es opuesto al placer descrito por Freud, pues se refiere a sentirse
bien en el mal, a la pulsión de muerte, es decir aquello nocivo hacia lo que se dirige
constantemente el sujeto (como la repetición del trauma por ejemplo). Se dice que, “el
goce está colocado entre un punto que Lacan denominaría las carantoñas masoquistas, y
el otro punto, los horrores de la guerra” (soler, 1988, p. 24), en otras palabras, “el goce
va desde la cosquilla hasta la parrilla” (soler, 1988, p. 24), tal como expresa el siguiente
apartado de Castro (2002).
De este modo, la guerra es destello, alarido estridente, retorno de los cuerpos a la
magnificencia de su estallido, grandilocuente escena de imágenes, olores y sonidos,
de colores y tonalidades. Se escucha decir a quien fuera un aguerrido combatiente:
“…me gustaba el olor a pólvora, me entusiasmaba el tronar de los tiros, el vibrar del
fusil al disparar…” en su intento por enunciar aquello que de la guerra no se puede
contar, un combatiente refiere a esa emoción que sugiere el estallido del corazón y de
las vísceras sin otro efecto que un ruido sordo dentro del cuerpo, entre las
costillas…los sonidos estertóreos, los hedores infernales…cuerpos desgarrados.
Inundada por la sangre nadie sospecharía que la piel de los cadáveres
amontonados…poseyó vida alguna vez, y más inconcebible resultaría estimar que su
color fue el amarillo. (Castro, 2002, p. 42)
La violencia de la guerra se pone en función de lo pulsional y el encuentro con el
goce nocivo: “La violencia inmoviliza dejando perplejo ante ella, a la vez que somete a
un trastocamiento de valores. La violencia es punto de detención que atrapa la mirada
coagulada ante la obscenidad de formas y posturas del destrozo, dando curso al goce
propio de lo pulsional en su vía escópica” (Castro, 2002, p. 42)
Por otro lado, con relación al cuerpo y su sexualidad (parte del dominio de lo real), en
“Inhibición, Síntoma y Angustia” (1925/1972), Freud estableció un nuevo nexo entre el
trauma en las neurosis traumáticas y las de guerra, la muerte, el peligro y la castración –
elemento organizador de las estructuras subjetivas -. Dijo que hasta el momento había
definido la neurosis traumática como consecuencia de correr un peligro de muerte, en el
que se produjo miedo a perder la vida, siendo esta situación independiente del Yo y la
castración y por tanto de la sexualidad (también perteneciente al campo de lo real). No
obstante, rebate estas ideas al decir que,
Por todo lo que sabemos de la estructura de las neurosis más simples de la vida
cotidiana, nos parece muy improbable que una neurosis pueda surgir por el mero
hecho del peligro, sin participación alguna de las capas inconscientes más profundas
del aparato anímico. Pero en lo inconsciente no existe nada que pueda dar contenido
a nuestro concepto de la destrucción de la vida [la cursiva es nuestra]. La castración
se hace, por decirlo así, representable por la experiencia cotidiana de la eliminación
del contenido intestinal y por la pérdida del pecho materno sufrida en el destete. Pero
jamás se ha experimentado nada semejante a la muerte, o por lo menos, como sucede
con la pérdida del conocimiento, nada que haya dejado huella perceptible.
Mantenemos, nuestra hipótesis de que el miedo a morir ha de concebirse como
análogo al miedo a la castración [la cursiva es nuestra], y que la situación a la que el yo reacciona, o sea la de ser abandonado por el Súper-yo protector – por los poderes
del Destino -, es aquella con la que termina la seguridad contra todos los peligros.
(Freud, 1925/1972, p. 1233-1234)
Las hipótesis acerca de la relación entre el trauma – específicamente el vivido en el
campo de batalla- y la sexualidad, con las que Freud había concluido anteriormente que
las neurosis de la vida civil y las traumáticas se diferenciaban por el papel de la
sexualidad infantil, cambiaron en éste punto de la teoría freudiana. El miedo a morir es
análogo al miedo a la castración, sumado a lo anterior, tanto la muerte, como la
castración – por ende la sexualidad – hacen parte del registro de lo real, proporcionan
experiencias de carácter ominoso y se juegan como pérdidas.
El complejo de castración, se relaciona con el temor por la pérdida de partes del
cuerpo, amenaza constante en el campo de batalla (mutilaciones, fragmentaciones
corporales, explosiones del cuerpo e igualmente la pérdida del arma, como se analizará
con los casos). Para Freud la angustia por los ojos, por quedar ciego, es con frecuencia
un sustituto de la angustia por la castración. En el sueño, la fantasía y el mito se da a
conocer este contenido, por el nexo de recíproca sustitución entre el ojo y el miembro
masculino; así tras la amenaza de perder el miembro masculino se produce un
sentimiento particularmente intenso y oscuro, que presta de eco a la representación de
perder otros órganos.
Miembros seccionados, una cabeza cortada, una mano separada del brazo, como en
un cuento de Hauff; pies que danzan solos, como el citado libro de Schaeffer,
contienen algo enormemente ominoso, en particular cuando se les atribuye todavía
una actividad autónoma. Ya sabemos que esa ominosidad se debe a su cercanía
respecto al complejo de castración. (Freud, 1919/1978-1985)
Sin duda estas experiencias son vividas por los batalladores en el frente. Por tanto
puede argumentarse que además de la muerte, los acontecimientos traumáticos en la
guerra mueven otra parte de la estructura subjetiva: la sexualidad, a través del miedo a
perder órganos o partes del cuerpo, o en última instancia, el miedo a la castración.
Los traumas de guerra se presentan en términos de realidad externa. Es decir, que la
muerte o el destrozo corporal como lo real del trauma de guerra tienen su contexto en la
realidad fáctica. No obstante, según Lacan esta característica no los hace ni más ni
menos traumáticos, pues como se argumentó, lo traumático lo hace el encuentro con lo
real. Dicho encuentro puede darse en la realidad psíquica interna, fantaseada o en la
realidad fáctica, externa u objetiva (Repetto, 1997). Esta realidad se impone desde
adentro o desde afuera.
La realidad convencional ficcionalizada, o en su ascética existencia de real no
simbolizado, nos acucia, como trauma, en la vastedad de los alcances del campo del
lenguaje y de la producción de sentido, donde hay esferas que quedan por fuera o en
el borde de esa producción. (Repetto, 1997, p. 32)
La compulsión a la repetición, es otra de las fuentes del sentimiento ominoso, sin
embargo es el factor de la repetición no deliberada el que vuelve ominoso algo en sí
mismo inofensivo e impone la idea de lo fatal donde de ordinario habríamos hablado de
casualidad. El retorno de lo igual también puede deducirse, en su sentimiento ominoso,
de la vida anímica infantil.
En lo inconsciente anímico, en efecto, se discierne el imperio de una compulsión de
repetición que probablemente depende, a su vez, de la naturaleza más íntima de las
pulsiones; tiene suficiente poder para doblegar al principio del placer, confiere
carácter demoníaco a ciertos aspectos de la vida anímica, se exterioriza todavía con mucha nitidez en las aspiraciones del niño pequeño y gobierna el psicoanálisis de los
neuróticos en una parte de su decurso. (Freud, 1919/1978-1985)
Por la íntima relación entre el trauma y la repetición, queda sustentada otra fuente de
sentimientos ominosos en el enfermo de guerra.
La aparición de personas con idéntico aspecto, la telepatía y en general la coposesión
de saberes, vivencias y sentimientos del otro, producen sin duda un efecto ominoso
también “( …) la identificación con otra persona hasta el punto de equivocarse sobre el
propio Yo o situar el Yo ajeno en el lugar del propio –o sea, duplicación, división,
permutación del Yo- y por último, el permanente retorno de lo igual, la repetición de los
mismos rasgos faciales, caracteres, destinos, hechos criminales, y hasta de los nombres a
lo largo de varias generaciones sucesivas” (Freud, 1919/1978-1985).
La presencia del doble implica fundamentalmente dos situaciones en la vida anímica:
en su origen el doble es una seguridad contra el sepultamiento del Yo, una enérgica
desmentida del poder de la muerte. El recurso a esa duplicación para defenderse del
aniquilamiento tiene su correlato en el medio figurativo del lenguaje onírico, que gusta
de expresar la castración mediante la duplicación o multiplicación del símbolo genital;
esas representaciones han nacido del amor narcisista que gobierna la vida del primitivo y
del niño, así, con la superación de esa faceta cambia el signo del doble: pasa de ser un
seguro de supervivencia al anuncio de la muerte. Por otro lado, la imagen del doble no
queda del todo sepultada, pues también se la puede ver como correlato del Súper-yo –
instancia observadora, crítica, censuradora y moral-, que trata como objeto de
observación al resto del Yo y así “ (…) el hecho de que el ser humano sea capaz de
observación de sí, posibilita llenar la antigua representación del doble con un nuevo
contenido y atribuirle diversas cosas, principalmente todo aquello que aparece ante la autocrítica como perteneciente al viejo narcisismo superado en la época primordial”
(Freud, 1919/1978-1985). El doble condensa en cierto sentido, fantasías y aspiraciones,
de la misma manera que puede hacerlo con los elementos críticos hacia el Yo, que tras
un proceso defensivo son proyectados al exterior. En conexión con lo ominoso del
doble, se encuentra el retroceso a las fases de la historia del desarrollo yóico ya
superadas en donde el Yo aún no se había deslindado del mundo exterior ni del otro.
El fenómeno del doble que puede ocurrir al interior de los grupos armados, tiene
buenas bases en la identificación como tal. En su texto “Psicología de las masas y
análisis del Yo” (1921/1968), Freud define la identificación como “la manifestación
más temprana de un enlace afectivo a otra persona” (p.1145). Enuncia cómo las primeras
identificaciones ocurren con la figura parental del propio sexo, a la cual el niño desea
con fervor parecerse, y en relación a la cual funda su Yo. Esta fase edipica de
constucción del Yo, resulta angular en el destino del sujeto, pues la solidez e
independencia que este alcance, tienen amplia concordancia con una resolución
satisfactoria de esta conflictiva.
Tras esta identificación temprana tan excesiva, el sujeto evoluciona hacia otras
identificaciones más ligeras con sus pares o hermanos, que compondrán los grupos
sociales a los que pertenecerá. En este punto el propio Yo ha alcanzado la independencia
suficiente como para separarse del Yo paterno y diferenciarse claramente de él,
convirtiéndolo entonces en Ideal del Yo.
La afiliación a masas tales como la Iglesia y el ejército, debe su razón de ser a la
identificación. Freud (1921/1968), propone al ejército como una masa artificial al
interior de la cual tienen lugar fuertes procesos de identificación entre los miembros y
con el superior. Según él, la identificación tiene su cimiento en una ilusión compartida de la existencia de un padre (jefe) que ama a todos sus hijos por igual; mientras esta
ilusión se mantenga, habrá cohesión e identidad dentro del ejercito. De esta manera, el
superior del combatiente se convierte en un sustituto del padre, y los demás reclusos, en
hermanos a los cuales ese padre responde con protección y amor equivalente.
A razón de ser identificatorios, los lazos que unen al individuo con el grupo armado
son ante todo libidinosos, y en consecuencia, comprometen su libertad restringiendo el
investimiento de su propia personalidad. De esta manera, se caracteriza al soldado como
un ser con vínculos identificatorios intensos, que halla protección y amor a través de su
pertenencia a la masa.
De la misma forma en que la identificación es vital para el establecimiento de un Yo,
para el desempeño en la vida social y para el hallazgo de seguridades personales que
mengüen el terror y la angustia en situaciones de peligro, también tiene un componente
ominoso que se convierte, en casos patológicos, en el detonador de fallas estructurales
que llevan al derrumbamiento del sujeto ante el encuentro con el trauma. La creación de
un doble es un mecanismo muy primitivo para combatir las angustias y faltas,
valiéndose del otro para constatar la propia existencia y completud. Coherentemente el
establecimiento de estos dobles tiene su origen en fases tempranas del desarrollo que se
suponían superadas, y en las cuales el Yo aún continuaba adherido al exterior y a los
otros.
El animismo, la omnipotencia del pensamiento y la magia se relacionan con los
mismos factores. En el niño y el primitivo, el pensamiento y visión animista del mundo
rigen la vida anímica; estos se caracterizan por llenar el universo con espíritus humanos,
por la sobreestimación narcisista de los propios procesos anímicos, la omnipotencia del
pensamiento y la técnica de la magia basada en ella, la atribución de virtudes ensalmadoras a personas ajenas o cosas, así como todas las creaciones del narcisismo
irrestricto de esa época. Todo individuo humano pasa en su desarrollo por esa etapa,
dejando como rastro en su vida anímica restos o huellas que como secuela son capaces
de exteriorizarse; por tanto, el sentimiento ominoso nace cuando algo es capaz de tocar
esos restos incitando su exteriorización.
La locura como factor ominoso tiene su origen y se relaciona con la persona ominosa
en la que se asientan fuerzas de origen tan insospechado que causan gran terror al entrar
en contacto con mociones que se sienten capaces desde algún lugar remoto de la vida
anímica. Por último, las fantasías y su no delimitación con el mundo real pueden tener
un gran componente ominoso cuando algo que habíamos tenido por fantástico aparece
como real o cuando un símbolo asume plena operación y el significado de lo
simbolizado, entre otros.
Freud recurre a la distinción entre la vivencia real y la creación literaria para señalar
en ambos la emergencia de sentimientos ominosos. “Lo ominoso del vivenciar responde
a condiciones mucho más simples, pero abarca un número menor de casos. Creo que
admite sin excepciones nuestra solución tentativa: siempre se lo puede reconducir a lo
reprimido familiar de antiguo” (Freud, 1919/1978-1985). Formas de pensar ya superadas
o complejos infantiles sepultados pueden ser despertados por vivencias objetivas, así, tan
pronto como ocurre algo que aporta confirmación o toca esos elementos reprimidos, se
presenta el sentimiento ominoso. Cuando se trata de complejos infantiles, lo ominoso no
es despertado exclusivamente por la realidad material, también por la psíquica, en estos
términos se debe explicar como el efecto del retorno de lo reprimido y no como la
cancelación de la creencia en la realidad de ese contenido (como sucede en el caso de las
formas de pensar ya superadas, como el animismo), en resumen: “Lo ominoso del vivenciar se produce cuando unos complejos infantiles reprimidos son reanimados por
una impresión, o cuando parecen ser reafirmadas unas convicciones primitivas
superadas. Por último, la predilección por las soluciones tersas y exposiciones
transparentes no nos impedirá confesar que estas dos variedades de lo ominoso en el
vivenciar, por nosotros propuestas, no siempre se pueden separar con nitidez”. (Freud,
1919/1978-1985).