Trauma (Trauma de guerra – Neurosis de guerra): Estructura y Fenómeno: Freud y Lacan. La angustia

EL TRAUMA Y SUS SECUELAS

Disertación psicoanalítica sobre el trauma en el campo de batalla y el estado psíquico
que a partir de él se desencadena.

Autores: Andrea Paola Martínez Mora. Laura Natalia Pérez Pérez. Gloria Elena Gómez Botero (Directora de tesis.)
Facultad de Psicología, Pontificia Universidad Javeriana
Enero de 2005

Capítulo 5. Estructura y Fenómeno: Freud y Lacan.

La angustia
Se ha decidido continuar con el tema de la angustia por varias razones: la primera es
que a nivel clínico este afecto es uno de los puntos principales, o directriz en el cuadro
del traumatismo, y la segunda es por la relevancia que se le ha dado a los contenidos
antiguos que, en su despertar y proximidad a la conciencia, se recubren de afecto
angustioso, sensaciones que anuncian del peligro que corre el Yo si dicho material
doloroso reaparece.
El primer punto que trataremos en este tópico, es la diferencia entre miedo y angustia.
Como enseña Freud, es importante distinguir estos afectos, pues el primero se asocia a
un objeto identificable que puede hacer daño y el segundo está enlazado a un objeto que
se acerca pero es innombrable, no se conoce, ni se puede explicar, porque hace parte de
lo real. Referente a un trauma, es angustia, y no miedo, lo que domina la afectividad.
Los sujetos difícilmente pueden hablar acerca de lo que les genera el afecto, más que
decir que es algo que les causa dolor y vuelve.
Siguiendo lo anterior, tampoco sabrían lidiar con aquel afecto, y de allí el trámite que
obtienen con el síntoma; entonces, inundados por angustia, se entregan a la caminata
intensa, a la distracción, a la agresión y en general a la puesta en acto, con tal de liberar
parte de la energía estancada.
Añadido a lo precedente, lo que genera en los sujetos esas sensaciones de displacer
son contenidos reprimidos, inconscientes y más aún, estructurales, que intentan
asomarse, mientras se trata de olvidarlos, oponiéndoseles la barrera de la represión (en el neurótico). Ésta barrera es fallida, puesto que los afectos no son reprimibles. La soledad
o la noche suelen ser los lapsos más propicios para que estos contenidos, y la angustia
asociada, afloren, pues son los momentos de la inactividad motriz y del sueño.
Parte de los contenidos inconscientes son del trauma actual, pero otros, son antiguos,
enlazados a éstos para lograr su evacuación. Intentar asirles un objeto, idea o imagen,
para poder identificarlos, transformando la angustia en miedo con el fin de aplacar el
sufrimiento, sería ya un intento de cura. Se podría lograr casi con cualquier elemento,
pero es más posible que sea uno relacionado con los actos de guerra como el camuflado,
el fusil, los ruidos fuertes que recuerdan explosiones, gritos, amenazas, u otros
relacionados con el campo de batalla. En parte son enlaces falsos, que pueden devenir
fácilmente en ideas fóbicas; no obstante, dichos elementos portan material importante
del evento traumático actual y tienen semejanza con los contenidos reprimidos.
Camino hacia la angustia. Definitivamente la angustia es cardinal en estos casos.
Paradójicamente estuvo ausente en el momento del encuentro traumático con lo real del
campo de batalla, pues allí abundó el terror. Pero luego, fue el afecto que acompañó
constantemente a los síntomas. El pasaje del terror a la angustia, es otro tópico de
importancia, pues en este camino se dan condiciones trascendentales para la
conformación del cuadro.
Los sujetos reaccionan de la siguiente manera ante la afrenta con el acontecimiento
traumático: primero con terror, testimoniado en la estupefacción que los ocupó en el
encuentro insospechado con lo real del campo de batalla. Dicha escena conformó la
parte más próxima a la conciencia del núcleo del trauma, de tal forma, fue el material
poderosamente manifiesto en los sueños, las alucinaciones, los delirios, la cavilación obsesiva, etc. Y se dice poderoso porque además del valor que le confiere lo que está en
niveles más profundos, tiene un gran peso por sí mismo.
Siguiente a eso, se abrió una fractura traumática, consistente en un agujero simbólico
por el cual penetró y profundizó el trauma en el psiquismo, tiñendo la estructura y
encontrando la contraparte más interna del núcleo. En dicha búsqueda, el trauma
encontró su causa y estableció con ella relaciones sólidas. Tal vez en este punto se
diferencia la calidad de unos traumas y de otros. Hay ciertas experiencias,
medianamente traumáticas, mientras que hay otras inquebrantables; es posible que las
primeras no hayan encontrado raíces firmes a las que aferrarse, perdiendo su lugar de
apoyo fácilmente, mientras las segundas, como puede ocurrir en los casos, entierran
partes de sí en lo profundo del inconsciente.
Experiencias pasadas que habían sido vividas sin dejar su huella traumática, se
reeditan con una nueva vivencia, abriendo la mencionada fractura y estableciendo el
nexo inmediato con los fantasmas del sujeto. Es justamente en esta escena donde lo real
golpea con fuerza, invadiendo el espacio de guerra con sus elementos: la muerte, lo real
del cuerpo, lo ominoso, el goce nocivo en su máxima expresión, etc.
En la búsqueda posterior a la fractura, entra a jugar el fantasma como causa, pues en
el despertar de la estructura por el trauma emerge todo aquel material o complejos
sepultados, podría decirse, parcialmente sepultados. Es esta puesta en acto del escenario
fantasmático, como lo dicen Mejía y Ansermet (1999), en la que se transforma el
trauma; entonces el terror que lo acompañaba deviene en angustia.
Gracias al fantasma, el trauma y lo que desencadena en el psiquismo se convierten en
relativos, pues éstos se expresan según el sentido que el fantasma les dé, de acuerdo a lo
que despertó en la estructura. El trauma dejó de ser exclusivamente lo que pasó en el campo de batalla, para cobrar todo un nuevo “sentido”. No sentido en cuanto es
significado, sino porque adquirió nuevas razones para ser traumático. Seguido a su
transformación, el trauma comenzó su dictadura de la repetición, haciéndose valer, junto
a todos sus recursos, dentro del psiquismo. Este es el instante en que la angustia se torna
desmedida y el psiquismo entra en un inmenso caos.
Después de este proceso, aparece el síntoma, cuya causa material no es equiparable al
trauma actual, sino a la unión entre este y lo antiguo avivado. Se pasa así de lo real y el
fantasma, al síntoma. Este compromiso se aferrará fuertemente al psiquismo, hasta que
otra vía de descarga, preferiblemente la elaboración mediante el símbolo, pueda
efectuarse. De allí la importancia de incluir en el tratamiento de estos sujetos el habla,
modo de abreacción eficaz y a la vez curso ideal por el cual se pueden construir
símbolos de soporte para lo real traumático.
El tránsito del lo real y el terror, al fantasma y la angustia, interesa particularmente. Si
se logra descomponer el tejido que permite ir de un lado al otro, muy posiblemente se
habrá examinado el caso particular en profundidad. Pero precisamente, los hallazgos en
el caso individual son los que pueden dar pistas sobre un proceso psíquico inmerso allí,
pues recuérdese que el fantasma “es el de cada sujeto”.
La movilización interna. Producto de la movilización interna hecha por el trauma (en
el pasaje del trauma al fantasma), es la angustia, y posterior a ella, el síntoma, con el que
entra en un círculo de retroalimentación. Como se enunció en el marco teórico, para
Freud la angustia es la señal que aparece cuando el Yo se encuentra frente a un peligro
inminente sea externo o interno (proveniente del Ello o el Súper-yo).
El peligro que acechó al Yo, antes de que apareciera la neurosis de guerra, se situó
esencialmente en la realidad externa. Según Freud en su artículo de 1919, éste peligro es, específicamente, la muerte inminente que adviene por cuenta de las experiencias en el
combate. Cuando una experiencia de muerte a la cual no estaba preparado para vivir el
guerrero, acontece, se produce el trauma y posteriormente la neurosis de guerra. El
enfrentamiento del guerrero, sería con su propia muerte. Las cosas hasta aquí están muy
claras a nivel teórico.
En este punto, ha de retomarse uno de los grandes hallazgos del estudio. Con el
estudio, se llego a que, además de la muerte, la sexualidad, como la entiende el
psicoanálisis, también tiene su papel dentro del trauma. Entonces lo real del campo de
batalla no es exclusivamente la muerte, también lo carga la sexualidad. De la misma
manera, lo que se moviliza y desencadena a merced del trauma, provocando la angustia,
tiene ambos factores. Sobre la muerte se hablará en el apartado que le sigue al presente,
llamado la muerte, los hallazgos en torno a la parte sexual se tratarán en éste y otros
apartados como el de goce, estructura y fenómenos.
Bueno pero ¿por qué estamos hablando aquí de la muerte y la sexualidad?,
fundamentalmente, porque son experiencias de lo real, y a lo real se le amarra la
angustia. Entonces habrá de tocarse la angustia según se le adhiera una experiencia de
muerte, o de sexualidad. Para llegar a analizar estos contenidos y explicar el por qué de
la angustia, se tocaran los siguientes elementos: el peligro, el enemigo y la amenaza, que
generalmente consiste en una sustracción o pérdida. Los tres son factores que se
relacionan con la aparición de angustia en los casos estudiados. El tema se abarcará en
principio, desde el punto de vista freudiano.
¿En qué consiste y de qué lugar proviene el peligro al que se expone el sujeto en el
campo de batalla?. En principio ha de hablarse de un riesgo externo, que debió haber producido angustia real, evitando el trauma. Como ya se ha planteado en distintas
ocasiones, este peligro se vivió como trauma gracias al déficit de apronte angustiado.
Como la angustia estuvo ausente, no se llevó a cabo en ese momento la tarea de
anunciar que un peligro externo se le acercaba al Yo, a razón de esto, el peligro impactó
como trauma, penetrando al sujeto. En ese momento ocurrió un cambio, pues el peligro
externo, vino a asumirse como interno gracias a la perforación del trauma. Lo que podía
hacer peligrar al Yo dejaría pues de ser lo externo, convirtiéndose en lo que proviene y
amenaza del interior gracias a la repetición.
El peligro que se acerca, ahora interno, está impelido por la repetición. La angustia,
que lo presiente, empieza hasta entonces a cumplir con su papel como notificadora, pero
ahora mucho más acentuada, pues lo que amenaza es un riesgo interno frente al cual el
Yo no tiene muchos mecanismos de escape. Por lo tanto, la angustia debe poner en
sobreaviso al Yo a tiempo, para que genere una salida; esta es por lo general, la
represión.
Este peligro no es sólo el trauma materializado y perpetuado en el inconsciente que
puja por salir, sino, toda la avalancha de material inconsciente que se le amarra, en parte
por la asociación establecida por la semejanza entre los materiales y en parte porque
todo contenido reprimido ve allí una oportunidad para aflorar, disfrazado.
En adelante, aunque el sujeto esté lejos del campo de batalla, alejado de todo riesgo
de ser encontrado por el enemigo, más aún, internado en un hospital, seguirá sintiendo el
peligro latente, presintiendo al enemigo cerca, pues frente a tal adversario no hay
ninguna escapatoria, no existe escondite alguno; en esto consiste parte de lo dramático
de la enfermedad.
Junto al peligro, el enemigo, una vez externo, se interioriza amenazando al Yo desde
adentro. No obstante, no se lo siente parte de la personalidad, sino un parásito que
invade y comanda el psiquismo. Muchas veces se reconoce su existencia interna, y otras,
no, sin embargo, cuando sucede lo primero, el sujeto habla de esta parte como escindida
del resto de su ser. Como un espíritu que posee. El enemigo interno comanda, y sus fines
son: matar a otros, o llevar al sujeto al suicidio.
Un modo de lidiar con aquel enemigo que se inserta en el psiquismo, es seguir
tratándolo como si estuviera afuera, esta es la manera más eficaz de poderlo aniquilar, a
no ser que se intente el suicidio como acto último de destrucción del adversario
desconocido. Esto es posible en los sujetos neuróticos gracias al mecanismo de la
proyección, una de cuyas máximas expresiones es la alucinación neurótica. Entonces los
sujetos ven en toda persona a su contendiente, lo alucinan, lo escuchan, lo ven pasar,
creen que es su compañero de habitación, la persona que los mira, etc. Su enemigo los
sigue, como su propia sombra, lo sienten muy cercano, pero no lo identifican.
El enemigo es casi un doble, es una parte de adentro que se proyecta afuera. Los
sujetos utilizan a cualquier otra persona para poner su parte escindida y descargar allí
toda su agresividad. Por cuanto el enemigo externo y el interno son sólo uno, se
difumina la línea divisoria entre la intención de abolirlo a él y aniquilarse a sí mismo. En
el discurso aparecen entremezclados los deseos de matar a alguien, en el que se ve al
adversario, y matarse a sí mismo. Pareciese que ambas posibilidades son exactamente lo
mismo.
La proyección hacia el exterior de la parte escindida del sujeto, puede aparecer en
imágenes y sonidos relacionados con el contendiente. Lo escindido es precisamente el
enemigo interno. También es usual que los sujetos lo proyecten sobre objetos existentes, como personas que los rodean. El deseo de matar puede ir por tanto dirigido al interior o
al exterior, ya sea a la imagen que se alucina o a la persona sobre la que recae la parte
interna proyectada.
¿En qué parte del psiquismo se instala el enemigo externo?, se condensa en la figura
del Yo parasitario, o de guerra. Este es capaz de hacerle al Yo, todo lo que había
fantaseado que le iba a procurar a su propio enemigo externo, o lo que fantaseó que el
enemigo externo podría hacerle a él. En el campo de batalla, el riesgo más evidente es la
muerte, pero en realidad, no sólo ésta puede ocurrir, también toda suerte de situaciones
donde el goce nocivo del otro se efectúa sin impedimento alguno; se engloban estas
posibilidades bajo la noción de tortura, que se profundizará en el apartado de goce.
Luego de la internalización del enemigo, los peligros a los que se enfrenta el Yo, son
los que más teme. Pues este opositor interno viene a torturar al sujeto, valiéndose del
goce que le parasita. Lleva al acto, sobre sí mismo, su nocividad; es por tanto mucho
más sanguinario consigo mismo que con los otros. Por consiguiente se corresponderá el
goce del enemigo interno, con los temores y angustias más intensos del propio ser, pues lo que más se añora hacer es lo que más se teme. Es precisamente el placer en el
displacer.
Se advierte que en el caso del enfermo de guerra el enemigo interno es múltiple, es
decir, hay más de un enemigo que amenaza con atacar y destruir el Yo u otras partes del
psiquismo. El primero de ellos ya se mencionó, es el opositor internalizado y asimilado
dentro del Yo de guerra parasitario, que se escinde y opera con el goce nocivo como
arma, ahora no sólo sobre el objeto externo, sino también sobre sí mismo.
Otro enemigo interno es el Súper-yo omnipotente que castiga con toda su crueldad y
llena de culpa al sujeto por los actos salvajes que cometió en el campo. Relacionado con el anterior, hay otro enemigo interior, que no fue creado sino despertado gracias a la
guerra y sus traumas. Es un contrincante antiguo que renació, también fue externo una
vez y se interiorizo creando la figura del Supér-yo; éste no es otro que el padre, figura de
rivalidad, persecutoria y castrante, que en el momento del Edipo amenazó con la
castración si el niño no renunciaba a los deseos de obtener el amor erótico de su madre –
ella también puede ser esta figura, en el caso en el que haya sido muy castradora y
persecutoria-.
Con tantos enemigos internos ¿a quien realmente se quiere aniquilar? Y ¿quién lo
quiere aniquilar?. El sujeto no sabe exactamente quién es ese enemigo, no lo identifica
con claridad; es interno y externo, persigue y es perseguido. El encontrar muchos
enemigos al interior es producto también, de una conflictiva dinámica. Según los
análisis, el Yo de guerra quiere aniquilar al Yo de tiempos pacíficos para tomar el sujeto
a su mando y darle libre expresión a su goce como lo hizo en la batalla. La amenaza para
este Yo sería que se le arrancara dicho goce, en otras palabras, que sufriera una nueva
Castración. Los enemigos del Yo parasitario son el Yo y el Súper-yo originales, que
coartan el goce y arrancan los sustitutos que se amarran a éste, por ejemplo el fusil.
Por otro lado, el Súper-yo original, pero atizado, quiere aniquilar al Yo de guerra que
representa todo lo prohibido y pulsional de antiguo. La amenaza es que el sujeto pase
por encima de la ley y se vea liberado al desfogue de sus pulsiones sin ningún reparo,
fracturando así su estructura. Finalmente, se quiere eliminar a la figura opositora más
antigua: el padre persecutorio y castrante que se ha introyectado en el Súper-yo y
amenaza con castrar a nivel orgánico. La figura del padre viene a asimilarse a la
autoridad, quien se intenta aniquilar.
Según las nociones freudianas, se desata un fuerte conflicto dinámico
(intrasistémico). Pues el Yo parasitario se corresponde con los deseos del Ello, así que
cuando éstos amenazan con aparecer se genera en el Yo la denominada angustia
neurótica. Y el Yo antiguo que se le opone, tiene una relación más afín con el Súper-yo
original, con el que, a raíz de la condición en la guerra, afianza sus relaciones
volviéndolas más intensas a nivel económico (en parte buscando un refugio). Cuando lo
que está en el Súper-yo se acerca, florece la angustia de conciencia en la instancia yoica.
De lo anterior que el más afectado del conflicto sea el Yo; no es raro encontrar que éste,
para lidiar con su dolor genere compromisos como el síntoma (lo cual es una forma de
mostrar que intenta recuperarse), se regrese a etapas infantiles en donde asume modos de
control arcaicos como la repetición y la inhibición, o se regrese, dejando a los otros el
cargo de su propia personalidad. Todos estos son fenómenos que aparecen en los
momentos más álgidos del cuadro traumático.
En conclusión, el peligro interno – una vez externo, pero interiorizado gracias al
trauma – proviene de dos fuentes: el Ello y el Súper-yo. Por consiguiente, la angustia
resucitada es tanto neurótica, como de conciencia en las palabras de Freud. Es decir, que
lo que dota al material traumático actual de gran poderío no es solo el Ello, sino también
el Súper-yo, ambos con un influjo de material inconsciente, fuertemente reprimido.
Se finaliza así el tópico del peligro y el enemigo, dándole paso al tercero: la amenaza.
El peligro se deja ver a través de una amenaza. Generalmente, la amenaza consiste en la
sustracción o pérdida de un objeto (o parte de sí) que para el sujeto representa una gran
valía en un momento determinado de su vida (o durante toda).
Esto se relaciona de nuevo con aquella huella de pérdida en el psiquismo, que deja el
trauma inaugural y la primera experiencia angustiosa vivido por el humano, para algunos, el nacimiento, para otros, la pérdida de la cosa y la separación primera del
objeto en donde se hallaba la completud. Cualquier otra experiencia de sustracción es
dolorosa por cuanto reedita la primera, nunca susceptible de poderse elaborar.
Para Freud, la angustia es siempre articulable a una experiencia de pérdida de un
objeto fuertemente investido, siendo los más importantes la madre y el falo. Hay otros
que también se sustraen, el seno, las heces, la voz y la mirada. Por supuesto, si algún
sustituto de estos objetos llegase a verse amenazado, o a perderse verdaderamente, la
angustia que resurgiría sería máxima, tal como en la vivencia original.
Y así, en cada etapa del desarrollo se vive una amenaza de pérdida, y por tanto, se
experimenta una angustia determinada. La angustia de desvalimiento se asienta en el
primer despertar del Yo, por lo tanto es una angustia muy primitiva; la angustia de
pérdida del objeto madre (o seno), en la lactancia; la angustia de castración, en la fase
fálica; y la angustia de conciencia o ante el Súper-yo, en la fase de latencia. De la última
se desprende la angustia de muerte y la angustia de perdida de amor parental (luego
puesta sobre las figuras de autoridad). Depende de la clase de pérdida vivida en cada
fase, el tipo de angustia que provendrá, ya sea del Ello o del Súper-yo.
Con respecto a la regresión que ocasiona el trauma, se analiza: el momento al que el
se regresa sujeto, la amenaza que imperaba en ese momento y la angustia que la
acompañaba, revelan el punto de anclaje de la regresión. Durante la regresión se pasa
por angustias tardías, es posible pues, que estas también se vean reanimadas.
La madre y el falo son objetos de gran importancia y ante cuya perdida o amenaza de
pérdida, aparece angustia, tal como lo enunció Freud. En el caso del trauma en el campo
de batalla, lo más seguro es que lo que se pierde o amenaza con perderse, son los
sustitutos de dichos objetos. Pero, no porque sean secundarios, dejan de tener importancia, su relevancia radica en que están cargados con parte de la líbido que se
desplaza del objeto original, hasta ellos. La muerte se tratará como tema aparate en el
siguiente tópico.
Cada tipo de angustia despertado por el trauma actual en el campo de batalla, se ubica
en un momento del desarrollo distinto, que indica lo profundo de la regresión que vive el
sujeto. Por ejemplo, la angustia de desvalimiento, que se explica por lo abolido que se
encuentra el Yo a causa del advenimiento del trauma, es característica de estos cuadros,
para entenderla tiene que situarse tanto en los eventos actuales, como en la historia
premorbida, específicamente los lugares de la historia donde esta angustia predomina.
En todos los tipos de angustia es evidente el fenómeno de la sustracción, de la pérdida
de algo importante, la ausencia, el abandono y la separación, ya sea de un objeto
identificatorio o de amor, de una parte del cuerpo sobrevalorada, del falo o sus
sustitutos, de la vida, de las propias capacidades mentales. Sea lo que fuere que amenaza
con quitársele al sujeto, significa algo importante para él e implica que va a dejar un
vacío, susceptible de reeditar las experiencias más traumáticas de pérdida pasadas.
Vamos entonces a los sustitutos en cuestión. Lo que se pierde o amenaza con perderse
en el campo de batalla por efecto de la agresión del enemigo externo sobre el sujeto, o lo
que en adelante el enemigo interno (o enemigos) amenaza con quitar, son los objetos
fuertemente investidos y sustitutos del original, llamados por Lacan a´. Según Freud, la
pérdida de estos objetos reeditaría sustracciones anteriores, ocasionando un nuevo
florecer de angustia.
Sustracciones en el campo de batalla como la de los compañeros, la de partes del
cuerpo, la posterior pérdida del armamento, la pérdida del poder, entre otras, son
reediciones de lo que se perdió en la infancia. Cada uno de estos objetos representa algo específico para los sujetos. La manera en que los individuos crean los sustitutos es muy
particular; no todos encontramos en un objeto un sustituto del perdido en la infancia,
cada cual lo busca, y lo encuentra – sólo parcialmente – en lados distintos.
Se abordará un ejemplo. El compañero de guerra (lanza, llamado por los soldados),
puede convertirse fácilmente en un doble o sustituto de alguna figura primaria, parental,
gracias a las fuertes identificaciones que se empiezan a establecer con él. En este sentido
viene a representar una parte del Yo, puesta afuera con el fin de asegurar la propia vida.
La muerte del doble implica perder a alguien valorado, así como una parte de sí mismo,
esto despierta una angustia de separación.
También es posible que aparezcan angustias de desvalimiento y de castración, la
primera ubicada en los primeros despertares del Yo y la segunda en la fase fálicoed
ípica. El trauma provoca un derrumbamiento del Yo, quien entonces se ve abocado a
volver a construirse; entre tanto, aparece desvalido, aparentemente regresado a etapas
muy primitivas. Sus actitudes de desvalimiento se notan en la dependencia pasiva hacia
los otros, quienes protegen, tal como un padre a un hijo; sus alusiones a la necesidad de
una protección paternal; los sentimientos de inutilidad, abandono y desamparo que lo
abruman; la pérdida de su valor, entre otras. Se relacionan estas actitudes con las etapas
de dependencia maternal, donde el niño estaba protegido y asistido por su madre, no
pudiendo hacer nada por sí mismo debido a la prematuración de la llegada de su
organismo al mundo.
Se discurrirá especialmente sobre la segunda angustia mencionada: la de castración,
pues ésta es el ejemplo clave para comprender cómo se conforma un sustituto del falo,
que al verse amenazado reedita la angustia, y al perderse, la castración. Según Freud, la
amenaza o pérdida real de partes del cuerpo despierta una angustia análoga a la de castración. Parte del acontecimiento traumático vivido por un sujeto en la guerra,
involucra la experimentación de la amputación, fragmentación, desmembración de
partes del cuerpo a través de sus compañeros de guerra. El cuerpo propio queda por
tanto amenazado (como cuando el niño observa el cuerpo sin pene de la niña).
Dicha vivencia reitera para el sujeto que es posible perder partes del cuerpo
preciadas, entre ellas, el falo. Por eso, ésta vivencia reedita una nueva amenaza de
castración, que no se hizo efectiva para el sujeto en el campo de batalla, pero que podría
hacerse, y lo demuestra el haber sido testigo de esto en sus compañeros castrados en la
guerra. En el campo de batalla, hay además una veracidad de la castración orgánica que
el sujeto vive a través de sus compañeros.
Para el sujeto se patenta en el campo de batalla la amenaza de pérdida de partes del
cuerpo. Generalmente lo primero que se pierden son los apéndices del cuerpo, como los
dedos, la lengua, extremidades como los brazos o piernas, o partes como los ojos. Los
dedos y la lengua son apéndices del cuerpo, homologables al pene. Y según los análisis
de sueños, mitos y fantasías hechos por Freud, hay una analogía entre los ojos y el pene.
En adelante, invade al sujeto, un temor a perder su función visual, que luego (y por otras
razones) devino en síntoma histérico.
Por otro lado, y más precisamente apuntando a los sustitutos del falo, se podría
encontrar un objeto investido con toda la libido genital, dotándose de las características
fálicas: el fusil. La energía que lo recubre, es aquella que una vez tornó el pene en la
zona erógena más importante del cuerpo, y que lo dotó de las características de poder
que supone. Pero para que este objetivo fuera posible, sucedió algo respecto al cuerpo
del sujeto.
El fusil fue asumido, no como anexo al cuerpo, sino como parte de éste, como un
apéndice tal como los dedos, la nariz, el pene. Así lo supone también Castro (2002) en
su artículo “Investiduras, destrozos y cicatrices o del cuerpo en la guerra”: “El arma es
protección, garante de la vida, amuleto; se conserva adherida aún en el reposo y en el
idilio, ´… es tu vida … tu todo …´. Más que agregada o miembro adoptado, el arma se
incorpora, se hace parte indiscutible de una identidad corpórea imaginada, dando lugar a
que ´…el cuerpo se asuma con el arma´. Pero el arma configura, a la vez, distancias,
´…una frontera entre los cuerpos marcada por el arma…por la necesidad de cuidar del
cuerpo, la integridad…´” (p.39).
De esta manera, la pérdida del fusil efectúa una nueva castración, precisamente
aquella que se temió con relación al órgano genital. Con el fusil se fueron partes
importantes de la masculinidad del sujeto. En adelante, esta castración lo revela como
sujeto sin poder, sin hombría, incapaz de ejercer la ley sobre sus propios hijos; como él
se proclama: un inútil.
En resumen, la angustia de castración se refuerza con las siguientes amenazas o
pérdidas vividas por el sujeto: la amenaza o pérdida de partes del cuerpo homologables
al falo, la pérdida del arma (fusil), sustituto del falo, la pérdida del poder – obviamente
ficticio- que suponía tener el fusil y estar en el campo de batalla. Es lógico, desde el
punto de vista de Freud, que se muevan angustias de castración y de muerte en estos
sujetos, pues las dos son medidas de castigo del Súper-yo original – en el que se
introyectaron las figuras de ley -, hacia el Yo (original o parasitario), por haber cometido
las barbaries de la guerra y demás prohibiciones.
Finalmente, todo lo anterior tiene como escenario la estructura ya sea neurótica,
psicótica o perversa, el presente estudio ha profundizado especialmente sobre la primera.
La regresión en el neurótico puede ir del momento actual hasta la Castración, pasando,
desde la perspectiva freudiana, por la fase de latencia y la fálico-edípica donde se
apuntala gran parte de la problemática de su estructura. El psicótico muy posiblemente
se devuelva mucho más, aún más allá de los límites donde debería estar la Castración
simbólica, la cual forcluyó.
Lacan y la angustia. Hay diferencias trascendentales entre la visión freudiana y
lacaniana de la angustia. Pues Lacan argumentó que lo que genera angustia no es la
pérdida del objeto, sino la excesiva presencia de éste, identificable sólo a partir de las
“esquirlas parciales que dejó en el cuerpo”: el objeto de la succión (seno) el objeto de la
excreción (heces), la voz y la mirada (Chemana, CD-Rom). El objeto a es el causante
del deseo, que se sustrajo estructuralmente, convirtiéndose en no representable y no
simbolizable, es decir, en parte del campo de lo real. En adelante su aparición a través de
las formaciones del inconsciente o de la aparición de lo real, sólo puede ocasionar terror
y trauma (también en cuanto enfrenta al sujeto con lo inminente de su propia falta).
Si lo que se vive en el campo de batalla es traumatizante, y el trauma aparece ante el
encuentro con lo real, parte de lo cual es conformado por el objeto a causa del deseo, el
campo de batalla hace retornar dicho objeto, teñido de terror. Por lo tanto es entendible
que la angustia, no se de aquí porque se haya perdido un objeto, sino precisamente
porque este retorna en el campo de batalla, y lo hace intensificado, abundante, hastiante.
Como el seno omnipresente en el lactante. Es un punto de vista radicalmente distinto a
lo que se analizó según Freud; pero así mismo puede enriquecer la discusión.
Continuemos.
¿Qué es eso del objeto a que aparece en el campo de batalla?, desafortunadamente el
material no dio para abordar este tema con mayor seriedad, así que sobre él no se dirán más que hipótesis. En principio se sabe que la angustia según Lacan emerge por la falta
de la falta, que se manifiesta precisamente con la omnipresencia siniestra el objeto a,
que paradójicamente está perdido y en cuanto tal, inaugura el deseo. El deseo no
consiste en otra cosa que en la búsqueda desafortunada de dicho objeto, en los objetos a´.
Muchos de los elementos que rodean la guerra pueden ser considerados a´, puesto
que el sujeto los buscó, animado por su propio deseo e insatisfacción. Algunos de estos,
sin duda alguna, le brindaron grandes satisfacciones pulsionales al sujeto. Ver el cuerpo
muerto del enemigo es un ejemplo, cargar el armamento y sentirlo propio es otro, entre
muchos otros posibles. En algunos casos, estos deseos comenzaron a comandar con
mayor fuerza, y los objetos a´ fueron requeridos con urgencia. Así, el asesinar, el ver el
cuerpo fenecido del otro a causa de la propia agresividad, el escuchar su voz clamante,
sus partes desperdigadas por doquier, el notar su desvalimento ante la figura de poder
que encarnaba, etc. se tornó para el sujeto más que un deseo, fue su goce. Goce que
atravesó su cuerpo vaciado, ¿y cómo lo atravesó?, por medio de los sentidos, el ver, oír,
sentir, oler, degustar; tan primario como pueda imaginarse, pero tan nocivo como no es
susceptible de contarse. En adelante, el goce y lo que produciría en el otro, sería un real
magnificado, glorificado, omnipresente.
Así como la mirada propia se pierde en los objetos destruidos por el goce nocivo, la
mirada del otro comienza a perseguir. Los ojos propios y del enemigo inundan el campo
de batalla, siguen. El sujeto se reencuentra en un panóptico, donde todo lo ve, aunque no
quiera, y donde ya no se puede esconder del ojo del otro, aunque lo intente.
El ojo se independiza, mira desde cada rincón, observa, persigue. El objeto parcial,
reflector del a comienza su reinado y en éste, promulga la angustia. La angustia originada por el acercamiento del objeto a causa del deseo, que revela lo vacío que
somos. Ese ojo, también es la alucinación del enemigo que sigue, que mira. En la
alucinación se demuestran los límites a los que puede llegar la omnipresencia de la
mirada, como objeto parcial, para hacer notar la falta de la falta.
El ojo a su vez está ahí para torturar, pues no mira con delicadeza, pudor o
sentimientos tiernos, sino lo hace llenó de odio, como el ojo del enemigo de guerra.
También mira para inculpar, para castigar, tal como lo haría el Súper-yo.
Las voz del guerrero es parte fundamental de su armamento. La puede utilizar a su
gusto, guardándola para no ser descubierto, y exponiéndola al campo para amenazar y
amedrentar a su opositor; de igual manera lo hace el contendiente. Su voz marca pautas
en el momento de la batalla, es objeto usado para la amenaza, arma para inquietar,
medio para descargar. Los gritos, las voces, los lamentos, las amenazas de muerte, las
risas, las burlas, se difunden por el campo de batalla, luego lo ahogan, se confunden con
los estallidos, las bombas, las explosiones. Y así todo lo que se asemeje a estos sonidos
de guerra, a estas voces, despertará gran angustia.
Es allí cuando comienza a inquietar, saturar, colmar. La voz se independiza, persigue
sigilosa o desgarradamente, con susurros al oído, o gritos ensordecedores. El sujeto
comienza a escucharla al oído, en la soledad, en la noche, cuando nadie hay a su
alrededor. La voz se presenta desde lo real, como objeto que anuncia la presencia
ominosa de la cosa. Cosa que despierta angustia.
La voz revela los secretos y temores más ocultos sin ningún reparo, pero también da
la información a medias, dice y no dice, situación que genera aún más angustia. La voz
ordena, conflictúa al sujeto. Además, es sádica, y así impone su imperio.
Las heces, son generalmente asociadas con otras partes del cuerpo. Su proveniencia
es interna, su lugar de albergue y producción, el intestino. Verlas revela mucho de lo
interior, aquello que no imaginarizamos, ni simbolizamos del cuerpo en cuanto real;
perderlas, también equivale a abandonar una parte propia del cuerpo, tal como ocurre en
la fantasía del niño. Su presencia revela la existencia y naturaleza de lo interno del
cuerpo, de lo cual no llegamos a saber mucho durante nuestras vidas (a menos que nos
dediquemos a la medicina), a nuestro favor, pues aquello que ocultamos bajo la piel
merece estar oculto, no podría ser de otra manera. De lo contrario, avendría la muerte, la
nueva pérdida, y también el encuentro más fuerte con nuestro real, nuestro organismo.
La manera en que podemos tener algún contacto con lo interno del cuerpo es a través
de las heces, algunas secreciones, el vómito, la sangre y el latido del corazón. Sustancias
o sonidos poco aceptados por muchos, pues generan angustia, repudio, asco y en
muchos, terror. El resto está velado, y lo está no sólo porque lo recubra la piel, también
porque el símbolo no sabe mucho sobre ello, no lo alcanza a atrapar.
El campo de batalla está lleno de lo orgánico, de lo interno. Aquello que por mucho
tiempo estuvo en silencio apareció, pero su aparición no fue cualquier cosa, pues no
hubo ningún tipo de censura. El cuerpo interno salió a escena en su papel más gore,
siniestro, real. Ver intestinos, corazones, cerebros, hígados, huesos, carne, y por qué no,
excremento, dejó de ser una fantasía, para ser una realidad concreta que saturó todos los
sentidos. Ver los órganos desperdigados por doquier, sin cuerpo que los amparara, sin
piel que los recubriera, fue la aparición más espeluznante de la cosa. Una cosa que
sobrepobló un campo de batalla, con imágenes, olores, sensaciones de cuerpo interno
fragmentado, en últimas, de heces botadas por cualquier lado.
Las heces, como esquirlas del objeto a, y sus representantes internos, adquieren vida
propia en el campo de batalla, su ominosa aparición satura todo sentido y explota en
terror. Los pedazos se encuentran “botados”. A cada paso se puede tener un nuevo
encuentro con lo real del cuerpo interno. El impacto es tan fuerte que la aparición de
estas esquirlas sobrepasa el campo de batalla, y va a acompañar al sujeto en todo
momento, durante su baño, sueño, soledad, anegándolo de angustia. La imagen de la
cosa flota frente a los ojos del enfermo.
La incidencia sobre el cuerpo y el inconsciente que tiene ver en lo real concreto, lo
real del cuerpo fragmentado es inmensa. El cuerpo en tanto simbólico e imaginario se ve
trastocado. En principio el cuerpo del que se habla perdió parte de su unidad, también, la
imagen del cuerpo se destruirá (por lo menos por un buen tiempo). La tarea de unir los
cuerpos será la urgencia que marcará el porvenir del sujeto.
Otro de los medios por los que un sujeto puede saber algo sobre la cosa, es con la
creación de la figura del doble, que es posible encontrarse en los casos de los
combatientes, gracias a la fuerte identificación con la figura del “lanza” o compañero de guerra.
Para finalizar se resalta que hubo en todo lo anterior un pasaje: el objeto a´ con el que
se buscaba satisfacer el deseo, se tornó en el reflejo de la cosa (objeto a causa del deseo),
cuando se posó sobre su lugar y el goce comenzó su reinado. Paralelamente, las
esquirlas que dejó el objeto a sobre el cuerpo (voz, mirada, heces) comenzaron a
intervenir. Estas hicieron del objeto a´, un objeto mediático para el a y así, un lugar para
la aparición de lo real y la llevada a cabo del goce. Fue a través del goce mortífero como
el sujeto supo algo acerca del objeto perdido causa del deseo, pero también del terror.
Siendo el objeto a causa del deseo el que propició el goce completo mítico, el
encuentro con dicho objeto en el campo de batalla procurará también parte de ese goce,
pero esto no exime al sujeto de quedar marcado por una huella traumática (no es posible
asimilar todo ese goce). Después de un encuentro abrupto con la cosa y el goce en el
campo de batalla, el sujeto intentará volver a adaptarse a una vida civil una y otra vez,
fallando consecutivamente; de esto se concluye que no fue capricho que, para poder
hacer parte de la cultura, ese objeto se nos arrancara por ley. En definitiva el a y el
símbolo no pueden conciliar.
El goce no es el placer, es bipartito entre placer y displacer, es esta ambigüedad lo
que genera angustia. Los contenidos del real no son cognoscibles para el sujeto más que
por manifestaciones externas que estén compuestas por dicha polaridad. Efectuar el
asesinato le muestra al sujeto un placer que no conoce y lo enfrenta con el displacer
civilmente reconocido. El objeto a supone el goce total, el despliegue de goce en el
campo de batalla se debe en parte a que allí se encuentra dicho objeto de manera
exuberante, lo cual no sólo procura goce, sino también angustia. El fusil es un objeto
mediante el cual se puede experimentar el goce en el campo de batalla, pero, como dicho
goce es tan desmedido y se aferra a lo nocivo, también produce angustia y trauma.
Angustia y síntoma. Se pasará a continuación a hablar brevemente sobre la relación
entre la angustia y el síntoma desde el punto de vista freudiano. Distinto a los
contenidos, la angustia o afecto en general, no puede reprimirse. Debido a esto es
necesario para el Yo crear el síntoma, puesto que permite que la angustia y el material
que se le enlaza, queden recubiertos.
Si hay ciertos complejos que están sepultados total o parcialmente, y relegados a un
saber que no es accesible al sujeto, la angustia por su lado, no puede ser represada y busca en adelante otros contenidos a los que enlazarse. Las angustias primitivas que
permanecen flotantes, ven en el trauma en el campo de batalla, un material al que
pueden fácilmente engancharse, pues este tiene semejanzas notables con contenidos
primitivos que entonces afloran por el jalonamiento que ejerce el nuevo trauma. No se
trata entonces de un enlace totalmente falso, pues el contenido actual tiene una relación
asociativa con el original.
La angustia no siempre moviliza frente al peligro, también puede inhibir. Por un lado
la inhibición es producto del bloqueo causado por la angustia, por el otro es causa del
trauma que para poder ser evacuado requiere la construcción de una contrainvestidura,
creada a partir de la energía de otros sistemas, quedando estos inhibidos.
El síntoma en la condición de sufrimiento es muy importante, pues es el modo de
librarse de la angustia. Como ejemplifica Kauffman en el siguiente apartado:
“Asimismo, los síntomas histéricos, si logran convertir toda la energía libidinal en
síntomas corporales, también impiden la aparición de angustia, procurándole además al
sujeto la ilusión de que conoce el origen de su mal.” (Kauffman, CD-Rom).
¿Pero será que en los casos la angustia es tan imperante que el síntoma no alcanza a
tramitarla toda? Evidentemente en los casos analizados la angustia es tan invasiva que
no se alcanza a tramitar, por eso se hace necesario el pasaje al acto, como medio de
descarga arcaico a través de la agresividad. Paradójicamente la presencia del síntoma es
otro motivo más para la producción de angustia. Es un círculo vicioso, en donde la
angustia se intenta liberar con el síntoma, pero el síntoma, en cuanto repite lo real,
genera más angustia.

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