VIGENCIA: Vigencia de Jacques Lacan

Vigencia de Jacques Lacan

PABLO MUÑOZ

Que el psicoanálisis ha ingresado en los debates actuales que caracterizan al siglo XXI es debido, sin dudas, a la intervención de Jacques Lacan. Si a más de 30 años de su desaparición física (hace pocos días se han cumplido más precisamente 33) sigue siendo una referencia ineludible en el ámbito de la Universidad, es porque su genio ha trascendido a su figura. Como afirma Elisabeth Roudinesco: “Si el siglo XX fue freudiano, el siglo XXI es ya lacaniano”.

En efecto, su labor como psicoanalista comienza a mediados del siglo XX y concluye con su muerte en 1981. Allí culminó su vida, pero su obra sigue vigente y abierta a la lectura crítica, al comentario vivo, a la reflexión incesante, de la que los psicoanalistas somos responsables para que su enseñanza no se convierta en un momento fijo e inamovible; esa enseñanza monumental e inconclusa que ha sido para el “Argos psicoanalítico” como el tridente de Poseidón: el que abrió una fuente constante de emanación de ideas, inagotable.

Jacques Lacan nació en 1901 junto con el psicoanálisis, al tiempo que Freud publicaba La interpretación de los sueños. Eso tal vez lo convierta en un sueño freudiano, y, paradojalmente, a la vez en una pesadilla…

En un sueño, porque su deseo, decidido, logró reintroducir —en el espíritu de un freudismo que, después de haber sobrevivido al fascismo, se había aletargado al adaptarse al extremo de olvidar la virulencia de sus orígenes— logró reintroducir esa plaga que Freud había anunciado en la Clark University cuando le murmuró a Jung : “No saben que les traemos la peste”. Lacan advirtió que Freud se había equivocado ya que creyó que el psicoanálisis sería una revolución para América cuando en realidad fue esta quien aplastó su doctrina, exorcizándole su espíritu de subversión. Ese que Lacan le restituyó – el deseo que movilizó el sueño de Freud.

Pero una pesadilla también, pues no ha cejado de releerlo y poner a prueba los alcances y límites de su obra. En ello radica su herejía (hérésie), R.S.I. (er.es.i)[1]: real, simbólico e imaginario, ese aparato infernal con el que hizo trastabillar al padre del psicoanálisis, al deslizarlo “bajo sus pies, cual cáscaras de bananas”[2], para ir más allá de él, en un movimiento que cuanto más allá iba, más retornaba. “Ahora les mando que me pierdan —escribió F. Nietzsche en Ecce homo— y se encontrarán ustedes, y solo cuando hayan renegado de mí volveré yo entre ustedes”.

Sueño o pesadilla, tuvo siempre claro que cuanto mayor es la fuerza de una verdad, maś intenso será el intento de ahogarla forzándola a devenir saber comprensible, barato, de sentido común, líquido —diríamos con Z. Bauman.

Quizás en ello radique su esfuerzo por alcanzar una escritura que no fuese un hueso sencillo de roer. Por no solamente. La abigarrada estructura del escrito lacaniano se explica por lo que explicita en la Obertura del primer tomo de sus Escritos, datada en 1966, cuando afirma que su estilo se propone “llevar al lector a una consecuencia en la que le sea preciso poner de su parte”[3]. Pues no se dirige a los legos sino a psicoanalistas, que enfrentan el texto de sus analizantes, al que deben interpretar, sobre el que deben intervenir. Su escritura no es transparente, como no lo es el inconsciente, como no lo es el efecto sujeto, como no lo es la singularidad, esa que el mercado pretende universalizar, domesticar, subordinar. En eso, leer a Lacan es “hacer clínica”.

Acusarlo de críptico o barroco —como si el estilo fuese reprochable, cuando se ha dicho que “es el hombre mismo” (cf. Buffon)—, es desconocer que su propósito ha sido que la transmisión del psicoanálisis no se vea degradada en un saber libresco. Por eso desafía en su Televisión, cuando afirma —en 1974— que hacen falta diez años para que lo que escribe devenga claro para todos… Un estilo no fácilmente comprensible. Oscuridad que ilumina rescatando al psicoanálisis del oscurantismo al que había sido llevado, por quienes ya, habiendo olvidado a Freud, habían sumido sus conceptos en unos embrollos sombríos incuestionados. Claro que es una lectura que incomoda, pues conmueve la comodidad intelectual del silencio de las verdades ya no discutidas.

En efecto, Lacan escandalizó a los psicoanalistas de su época operando sobre Freud y produciendo así un giro homólogo al que Einstein operó sobre Newton. Si Newton fue quien estableció una visión del mundo como mecánica, Einstein la generalizó de una manera tal que pudo cambiar las hipótesis newtonianas sobre la estabilidad del mundo en su relatividad generalizada, cambiando los parámetros de la experiencia y manteniendo a la vez los resultados (cf. E. Laurent, también G. Le Gaufey).

¿Quién analiza hoy? se preguntó Lacan, y a partir de ese interrogante denunció al psicoanálisis de los años cincuenta de “antifreudiano”[4], en cuanto “se jacta de superar lo que por otra parte ignora”. Lo cual se tradujo en que “la impotencia para sostener auténticamente una praxis se reduce, como es corriente en la historia de los hombres, al ejercicio de un poder”[5]. El psicoanálisis que se propone reeducativo se ejerce en el dominio sugestivo de la transferencia, uso al que debe renunciarse, pues justamente el desarrollo de la transferencia se apoya en ese poder a condición de no ejercerlo.

Pero enfaticemos ese término: praxis, pues es el que Lacan elige para definir el psicoanálisis, con el objetivo de enrarecer la distinción clásica teoría–práctica. Le sirve para evidenciar que el psicoanálisis no es una teoría de la que deriva una práctica, sino que es la teoría de una práctica. Si toda práctica conlleva una técnica, los psicoanalistas la habían regulado en sus menores detalles, obsesivizando su ejercicio y olvidando con ello que toda técnica conlleva una ética. Así, terminaron por desplazar el marco analítico de ser un medio a ser un fin en sí mismo. Lacan, al advertirlo, desregula al máximo el marco analítico: el tipo de intervenciones,  de interpretaciones, el tiempo de la sesión, sus cortes, su número, el valor del uso del dinero, etc. Y así desplaza la responsabilidad de la praxis sobre el analista: “Volveré pues a poner al analista en el banquillo”[6]. Su enseñanza, en el debate de las luces, interpela a los psicoanalistas exigiéndoles demostrar las razones de su práctica —cf. Apertura de la sección clínica— como nadie lo había hecho. Con ese espíritu y estilo, permitió conservar los resultados freudianos cambiando a la vez los parámetros de la experiencia, lo cual permitió modificar, adaptar, el discurso freudiano a la experiencia de la civilización del siglo XXI, conservando a la vez el conjunto de los resultados. Como Einstein con Newton, Lacan lo generaliza y hace pasar al psicoanálisis a la edad de la lógica, de las matemáticas, de las logociencias. De allí su vigencia.

Por eso resulta tan insólito el argumento con el que se pretende cuestionar el estudio de los grandes historiales clínicos freudianos por considerarlos “viejos”, “del siglo pasado”, exigiéndose el recurso a “casos de hoy”. Como si las estructuras freudianas del lenguaje que Lacan devela en la variedad de fenómenos clínicos caducaran con el paso del tiempo y pasaran de moda. Es la vista nublada de los que miran con ojos cronológicos lo que es lógico. Es el problema de considerar una “época”, pasada, presente o futura, que —ya sea mejor o peor— designa, en palabras de J. Jinkis, “la detención del movimiento de un cuerpo en el punto de su apogeo, coagulación del movimiento [que] hace de la época una perversión de la historia”[7].

Pero si Lacan pasa junto con el psicoanálisis al siglo XXI es porque lo revitaliza al convertirlo en un discurso que entra en interlocución con los saberes con los que coexiste. Es así que nos lega un psicoanálisis enriquecido: por el saber psiquiátrico de la mejor tradición francesa representada por G. De Clérambault —su único maestro— en la que se había formado; por la fenomenología que le “presta” su método en la construcción de algunos conceptos así como su inspiración en la aplicación clínica de manos de K. Jaspers; por las matemáticas y la lógica como instrumentos de formulación científica de los conceptos psicoanalíticos como modo ineludible de transmisión racional, formalizada y comunicable; por el estructuralismo en el que se interesa por ser un anti-sustancialismo, que rebate las profundidades del en-sí pero del que se sirve para incluir el efecto sujeto en la estructura del lenguaje, paradójicamente, rompiendo con las hipótesis estructuralistas; y podemos continuar con la larga lista: por la lingüística, por la antropología, por el surrealismo, por la modernidad filosófica de la mano de Koyré y de Kojève, por la topología, y un largo etcétera. Lector infatigable, ávido, curioso, hizo de ese apetito una pasión que lo llevó a interesarse por casi todos los saberes de su época con el deseo de que el psicoanálisis incida en la cultura.

Aun así, nunca perdió su única y más profunda inspiración: “Sean ustedes lacanianos, si quieren. Yo soy freudiano” —interviene sobre su auditorio en agosto de 1980 en Caracas, poco antes de su desaparición física—. No leo en ello otra forma del retorno a Freud, su eterno leitmotiv. Sino, veo al analista en acto, que apunta contra los efectos identificatorios y de masa que provocaba su figura, a esa altura ya rodeada de un misticismo incombatible. Quizás por eso fue expulsado de la IPA —lo que él denominó su excomunión—, para fundar su propia Escuela según ese principio y disolverla luego cuando la vio alejarse. Amaba el psicoanálisis por sobre todo. Sostuvo el deseo del analista hasta el fin. Como lo demuestra su originalidad, su esfuerzo por no repetirse, su eterno inconformismo con su enseñanza y sus efectos, su incansable revisión de lo dicho o escrito una y otra vez, para reinventarse incesantemente, aun… Todo confluye en esta sentencia, la última de las suyas que citamos hoy en este breve opúsculo que no pretende ser más que un modesto homenaje: «Hagan como yo, no me imiten». Tal vez ello resuma el porqué de su vigencia.

Notas

[1] Juego de palabras asentado en la homofonía que el término francés “Hérésie” (herejía) tiene con la lectura de las letras R.S.I., título del Seminario 22 de J. Lacan.

[2]  Lacan, J. (1974-75): El seminario 22: R.S.I., inédito.

[3]  Lacan, J. (1966a/2002): “Obertura de esta recopilación”. En Escritos 1, op. cit., pág. 22.

[4]  Lacan, J. (1958/2000): “La dirección de la cura y los principios de su poder”. En Escritos 2, pp. 559-611

[5]  Ibíd.

[6]  Ibíd.

[7] Jinkis, J.: “¿Tú también, hijo mío?”. En Indagaciones, Bs. As., Edhasa, pp. 21.

Pablo Muñoz es licenciado en Psicología, magíster en Psicoanálisis y doctor en Psicología (UBA), subsecretario de Extensión, Cultura y Bienestar Universitario de la Facultad de Psicología (UBA). Profesor Adjunto Interino a cargo de la Cátedra I de Psicología fenomenológica y existencial. Director del programa de investigación UBACyT «Articulación de las conceptualizaciones de J. Lacan sobre la Libertad con los conceptos fundamentales que estructuran la Dirección de la Cura: Interpretación, Transferencia, Posición del Analista, Asociación Libre y Acto Analítico».