Variantes de la cura-tipo, Del Yo en el análisis y de su fín en el analista

Este término de aporía con que resumimos en la desemboscada de este segundo capítulo la ganancia adquirida sobre el callejón sin salida del primero anuncia que pretendemos sin duda afrontar esta ganancia en el sentido común del psicoanalista: y ciertamente no complacernos en que pueda ofenderse por ello.

Aquí también procederemos a observar que las mismas cosas exigen un discurso diferente de ser tomadas en otro contexto, y prepararemos nuestra exposición recordando que, si han prevalecido sobre la famosa «comunicación de los inconscientes» (considerada no sin razón en una fase anterior como el principio de la verdadera interpretación) esa connivencia (Einfühlung), esa cotación (Abschätzung) ante las cuales S. Ferenczi (1928, p. 209) no quiere que vengan de otro sitio sino del preconsciente, es también de un efecto de retorno de lo que se trata en la presente promoción de los efectos puestos bajo la rúbrica de contratransferencia.

Así, no puede sino seguirse ergotizando en la irrelación en que se sitúa la instancia del Yo con sus vecinas para aquello que consideran que representa la seguridad del sujeto.

Hay que apelar al sentimiento primero que da el analista, que no es en todo caso el de que el Yo sea su fuerte, por lo menos cuando se trata del suyo y del fundamento que puede tomar de él.

¿No es este el hueso que necesita que el psicoanalista deba ser un psicoanalizado, principio que S. Ferenczi lleva al rango de segunda regla fundamental? ¿Y no se doblega el psicoanalista bajo el juicio que bien podemos llamar final de Freud, puesto que fue expresado por el dos años antes de su muerte, a saber que «no alcanza generalmente, en su propia personalidad, el grado de normalidad al que quisiera hacer llegar a sus pacientes»?  Este veredicto asombroso, y sobre el que no hay vuelta de hoja, sustrae al psicoanalista del beneficio de la excusa que puede hacerse valer precisamente en favor de toda elite, y es que se recluta en el común de los hombres.

Desde el momento en que está por debajo del promedio, la hipótesis más favorable es ver en ello el efecto de rebote de un desvalimiento que lo que precede muestra que se origina en el acto mismo analítico.

S. Ferenczi, el autor de la primera generación más pertinente para cuestionar lo que se requiere de la persona del psicoanalista, y especialmente para el fin del tratamiento, evoca en otro lugar el fondo del problema.

En su luminoso artículo sobre la elasticidad psicoanalítica, se expresa en estos términos: «Un problema hasta ahora no tocado, sobre el que llamo la atención, es el de una metapsicología que esta aún por hacerse de los procesos psíquicos del analista durante el análisis. Su balance libidinal muestra un movimiento pendular que le hace ir y venir entre una identificación (amor del objeto en el análisis) y un control ejercido sobre sí, en cuanto que es una acción intelectual. Durante el trabajo prolongado de cada día, no puede en absoluto abandonarse al placer de agotar libremente su narcisismo a su egoísmo en la realidad en general, sino solamente en imaginación y por cortos momentos, No dudo que una carga tan excesiva, que encontraría difícilmente su igual en la vida, exige tarde o temprano la elaboración de una higiene especial para el analista.»

Tal es la brusca consideración previa que toma valor por parecer como lo que debe vencer primeramente en él el psicoanalista. Pues ¿qué otra razón habría para hacer de ella el exordio de esa vía temperada que aquí el autor quiere trazarnos de la intervención del analista con la línea elástica que va a tratar de definir?

El orden de subjetividad que debe en eI realizar, eso es sólo lo que se indica con una flecha en cada encrucijada, monótono por repetirse bajo avisos demasiado variados para que no busque uno en que se parecen. Menschenkenntniss, Menschenforschung, dos términos cuya ascendencia romántica, que los empuja hacia el arte de conducir a los hombres y a la historia natural del hombre, nos permite apreciar lo que con ellos se promete el autor, de un método seguro y de un mercado abierto – reducción de la ecuación personal – lugar segundo del saber – imperio que sepa no insistir – bondad sin complacencia  – desconfianza de los altares de la beneficencia – única resistencia que atacar: la de la indiferencia (Unglauben) o del demasiado poco para mí (Ablehnung) – aliento a las expresiones malevolentes – modestia verdadera sobre el propio saber – en todas estas consignas, ¿no es el Yo el que se borra para dar lugar al punto-sujeto de la interpretación? Por eso no toman su vigor sino por el análisis personal del psicoanalista, y especialmente por su fin.

¿Dónde esta el fin del análisis en lo que se refiere al Yo? ¿Cómo saberlo si se desconoce su función en la acción misma del psicoanálisis? Ayudémonos con esa vía de crítica que pone una obra bajo la prueba de los principios mismos a los que sostiene.

Y sometamos a ella el análisis llamado del carácter. Este se expone como fundado en el descubrimiento de que la personalidad del sujeto está estructurada como el síntoma que experimenta como extraño, es decir que, al igual que él, oculta un sentido, el de un conflicto reprimido. Y la salida del material que revela este conflicto se obtiene en un tiempo segundo de una fase preliminar del tratamiento, sobre el cual W. Reich, en su concepción ya clásica en el análisis, señala expresamente que su fin es hacer considerar al sujeto esa personalidad como un síntoma.

Es seguro que este punto de vista ha mostrado sus frutos en una objetivadón de estructuras tales como los caracteres llamados «fálico-narcicista», «masoquista», hasta entonces desatendidos por ser aparentemente asintomáticos, para no hablar de los caracteres, ya señalados por sus síntomas, del histérico y del compulsivo, el agrupamiento de cuyos rasgos, cualquiera que sea el valor que deba concederse a su teoría, constituye un aporte precioso al conocimiento psicológico.

Esto no da sino mayor importancia a la necesidad de detenerse en los resultados del análisis cuyo gran artesano fue Reich, en el balance que traza de ellos. Su saldo consiste en que el margen del cambio que sanciona este análisis en el sujeto no llega nunca hasta hacer solamente que se traslapen las distancias por las que se distinguen las estructuras originales. Entonces el efecto benéfico experimentado por el sujeto, gracias, al análisis de esas estructuras, después de haber sido «síntomatificadas» en la objetivación de sus rasgos, obliga a precisar más de cerca su relación con las tensiones que el análisis ha resuelto. Toda la teoría que Reich da de ésto está fundada sobre la idea de que esas estructuras son una defensa del individuo contra la efusión orgásmica, cuya primacía en lo vivido es la única que puede asegurar su armonía. Son sabidos los extremos a los que le ha llevado esta idea, hasta hacer que la comunidad psicoanalítica lo rechazara. Pero aunque no carecía de razones para hacerlo, nadie ha sabido formular bien en qué erraba Reich.

Es que hay que ver primero que esas estructuras, puesto que subsisten tras la resolución de las tensiones que parecen motivarlas, no desempeñan en ellas sino un papel de soporte o de material, que se ordena sin duda como el material simbólico de la neurosis, como lo prueba el análisis, pero que toma aquí su eficacia de la función imaginaria, tal como se manifiesta en los modos de desencadenamiento de los comportamientos instintuales, manifestados por el estudio de su etología en el animal, no sin que este estudio haya sido fuertemente inducido por los conceptos de desplazamiento, incluso de identificación, provenientes del análisis.

Así Reich no cometió más que un error en su análisis del carácter: lo que denominó «armadura» (character armor) y trató como tal no es más que un escudo de armas. El sujeto, después del tratamiento, conserva el peso de las armas que recibió de la naturaleza, ha borrado únicamente de ellas la marca de un blasón.

Si esta confusión ha demostrado sin embargo ser posible es que la función imaginaria, guía de vida en el animal en la fijación sexual al congénere y en la ceremonia en que se desencadena el acto reproductor, e incluso en el señalamiento del territorio, parece estar en el hombre enteramente desviada hacia la relación narcisista en que se funda el Yo, y crea una agresividad cuya coordenada denota la significación que va a intentar demostrarse que es el alfa y omega de esta relación: pero el error de Reich se explica por su rechazo declarado de esta significación, que se sitúa en la perspectiva del instinto de muerte, introducida por Freud en la cúspide de su pensamiento, y de la qué es sabido que es la piedra de toque de la mediocridad de los analistas, ya la rechacen o ya la desfiguren.

Así el análisis del carácter sólo puede fundar una concepción propiamente mistificadora del sujeto por lo que se denuncia en éI como una defensa, si se le aplican sus propios principios.

Para restaurar su valor en una perspectiva verídica, conviene recordar que el psicoanálisis no ha ido tan lejos en la revelación de los deseos del hombre sino siguiendo, en las venas de la neurosis y de la subjetividad marginal del individuo, la estructura propia de un deseo que muestra así modelado a una profundidad inesperada, a saber el deseo de hacer reconocer su deseo. Este deseo, en el que se verifica literalmente que el deseo del hombre se enajena en el deseo del otro, estructura en efecto las pulsiones descubiertas en el análisis, según todas las vicisitudes de las sustituciones lógicas, en su fuente, su dirección y su objeto;  pero lejos de que estas pulsiones, por mucho que nos remontemos en su historia, muestren derivar de la necesidad de una satisfacción natural, no hacen sino modularse en fases que reproducen todas las formas de la perversión sexual, tal es por lo menos el más evidente así como el más conocido de los datos de la experiencia analítica.

Pero se descuida más fácilmente la dominancia que se señala en esto de la relación narcisista, es decir de una segunda enajenación por la cual se inscribe en el sujeto, con la ambivalencia perfecta de la posición en que se identifica en la pareja perversa, el desdoblamiento interno de su existencia y de su facticidad. Es sin embargo en el sentido propiamente subjetivo puesto así en valor en la perversión, mucho más que en su ascensión a una objetivación reconocida, donde reside -como lo demuestra sólo la evolución de la literatura científica- el paso que el psicoanálisis ha hecho dar en su anexión al conocimiento del hombre.

Ahora bien, la teoría del Yo en el análisis sigue marcada por un desconocimiento de fondo si se descuida el período de su elaboración que, en la obra de Freud, va de 1910 a 1920, y en el que aparece como inscribiéndose enteramente en la estructura de la relación narcisista.

Pues lejos de que el estudio del Yo haya constituido nunca, en la primera época del psicoanálisis, el punto de aversión que la señorita Anna Freud quiere sin duda decir en el pasaje citado más arriba, es por cierto más bien desde que imaginaron promoverlo en él cuando favorecen en verdad su subversión,

La concepción del fenómeno del amor-pasión como determinado por la imagen del Yo ideal tanto cómo la cuestión planteada de la inminencia en él del odio serán los puntos qué meditar del período antedicho del pensamiento freudiano, si se quiere comprender como es debido la relación del yo con la imagen del otro, tal como aparece suficientemente evidente ya en el solo título, que conjuga Psicología de las masas y análisis del Yo (1921) uno de los artículos con los que Freud inaugura el último periodo de su pensamiento, aquel en que acabará de definir al Yo en la tópica.

Pero este acabamiento no puede comprenderse sino a condición de captar las coordenadas de su progreso en la noción del masoquismo primordial y la del instinto de muerte inscriptos en Más allá del principio del placer (1920), así como en la concepción de la raíz degeneradora de la objetivación, tal como se expone en el pequeño artículo de 1925 sobre la Verneinung (la denegación).

Sólo este estudio dará su sentido a la subida progresiva del interés concedido a la agresividad en la transferencia y en la resistencia, no menos que en el Malestar en la cultura (1929), mostrando que no se trata aquí de la agresión que se imagina en la raíz de la lucha vital. La noción de la agresividad responde por el contrario al desgarramiento del sujeto contra sí mismo, desgarramiento cuyo momento primordial conoció al ver a la imagen del otro, captada en la totalidad de su Gestalt, anticiparse al sentimiento de su discordancia motriz, a la que estructura retroactivamente en imágenes de fragmentación. Esta experiencia motiva tanto la reacción depresiva, reconstruida por la señora Melanie Klein en los orígenes del Yo, como el asumir jubiloso la imagen aparecida en el espejo, cuyo fenómeno, característico del período de seis u ocho meses, el autor de estas Iíneas considera que manifiesta de manera ejemplar, con la constitución del Urbild ideal del Yo, la naturaleza propiamente imaginaria de la función del Yo en el sujeto.

Es pues en el seno de las experiencias de prestancia y de intimidación de los primeros años de su vida donde el individuo es introducido a ese espejismo del dominio de sus funciones, donde su subjetividad permanecerá escindida, y cuya formación imaginaria, ingenuamente objetivada por los psicólogos como función sintética del yo, muestra antes bien la condición que la abre a la dialéctica enajenante del Amo y del Esclavo.

Pero si estas experiencias, que se leen también en el animal en muchos momentos de los ciclos instintuales, y especialmente en la ceremonia preliminar del ciclo de la reproducción, con todos los engaños y las aberraciones que implican, se abren, en efecto, a esa significación para estructurar duraderamente al sujeto humano, es que la reciben de la tensión experimentada de la impotencia propia de esa prematuración del nacimiento cuya especificidad reconocen los naturalistas en el desarrollo anatómico del hombre -hecho en el que se capta esa dehiscencia de la armonía natural, exigida por Hegel como la enfermedad fecunda, la falta feliz de la vida, en que el hombre, distinguiéndose de su esencia, descubre su existencia.

No hay, en efecto, mas realidad que ese toque de la mu«te cuya marca recibe al nacer, detrás del prestigio nuevo que toma en el hombre la función imaginaria. Pues es ciertamente el mismo «instinto de muerte» el que en el animal se manifiesta en esa función, si nos detenemos a considerar que al servir a la fijación específica al congénere en el ciclo sexual, la subjetividad no se distingue en ello de la imagen que la cautiva, y que el individuo no aparece allí sino como representante pasajero de esa imagen, sino como paso de esa imagen representada en la vida. Sólo al hombre esa imagen revela su significación mortal, y de muerte al mismo tiempo: que él existe. Pero esta imagen sólo le es dada como imagen del otro, es decir le es hurtada.

Así el Yo no es una vez mas sino la mitad del sujeto; y aun así es la que él pierde al encontrarla. Se comprende pues que se apegue a ella y que trate de retenerla en todo lo que parece reproducirla en sí mismo o en el otro, y le ofrece, con su efigie, su semejanza.

Desmistificando el sentido de lo que la teoría llama «identificaciones primarias», digamos que el sujeto impone siempre al otro, en la diversidad radical de modos de relación, que van desde la invocación de la palabra hasta la simpatía más inmediata, una forma imaginaria, que lleva a él el sello, y aun los sellos sobreimpuestos, de las experiencias de impotencia en que esa forma se modeló en el sujeto: y esa forma no es otra que el Yo.

Así, para volver a la acción del análisis, es siempre en el punto focal de lo imaginario en que se produce esa imagen donde el sujeto tiende ingenuamente a concentrar su discurso, desde el momento en que está liberado, por la condición de la regla, de toda amenaza de un «no ha lugar» dirigido a él. Incluso es en la pregnancia visual que esa forma imaginaria conserva de sus orígenes donde reside la razón de una condición que, por crucial que se la sienta en las variantes de la técnica, rara vez es, puesta en claro: la que quiere que el analista ocupe, en la sesión un lugar que lo haga invisible al sujeto, la imagen narcisista, en efecto, se producirá así tanto más pura y quedará más libre el campo para el proteísmo regresivo de sus seducciones.

Pero el analista sabe, en cambio, que no hay que responder a los llamados, por insinuantes que sean, que el sujeto le hace escuchar en ese lugar, so pena de ver tomar cuerpo en ellos al amor de transferencia que nada, salvo su producción artificial, distingue del amor-pasión, ya que las condiciones que lo han producido vienen desde ese momento a fracasar por su efecto, y el discurso analítico a reducirse al silencio de la presencia evocada. Y el analista sabe también que en la medida de la carencia de su respuesta, provocará en el sujeto la agresividad, incluso el odio, de la transferencia negativa.

Pero sabe menos bien que lo que responde es menos importante en el asunto que el lugar desde donde responde. Pues no puede contentarse con la precaución de evitar entrar en el juego del sujeto, ya que el principio del análisis de la resistencia le ordena objetivarlo.

Con sólo acomodar, en efecto, su punto de mira sobre el objeto cuya imagen es el Yo del sujeto, digamos sobre los rasgos de su carácter, se situará, no menos ingenuamente que lo hace el sujeto mismo, bajo el efecto de los prestigios de su propio Yo. Y el efecto aquí no se mide tanto en los espejismos que producen como en la distancia que determinan de su relación con el objeto.

Pues basta con que sea fija para que el sujeto sepa encontrarlo en ella.

Consecuentemente entrará en el juego de una connivencia más radical en la que el modelado del sujeto por el Yo del analista no será sino la coartada de su narcisismo
.

Si la verdad de esta aberración no se confesara abiertamente en la teoría que se da de ella y cuyas formas hemos revelado más arriba, quedaría probada en los fenómenos que uno de los analistas mejor formados en la escuela de autenticidad de Ferenczi analiza de manera tan sensible como característicos de los casos que él considera como terminados: ya nos describa ese ardor narcisista en que se consume el sujeto y que se le insta a ir a apagar en el baño frío de la realidad, o esa irradiación, en su adiós, de una emoción indescriptible, y de la que llega a anotar que el analista participa de ella . Se encontrará su contraprueba en la resignación decepcionada del mismo autor a admitir que ciertos seres no pueden esperar nada mejor que separarse del analista en el odio .

Estos resultados sancionan un uso de la transferencia que corresponde a una teoría del amor llamado «primario» que sirve como modelo de la voracidad recíproca de la pareja madre-niño: en todas las formas abordadas, se delata la concepción puramente dual que ha llegado a gobernar la relación analítica

Si la relación intersubjetiva en el análisis se concibe en efecto como la de una dualidad de individuos, no puede fundarse sino en la unidad de una dependencia vital perpetuada cuya idea ha venido a alterar la concepción freudiana de la neurosis (neurosis de abandono), como no puede efectuarse sino en la polaridad pasivación-activación del sujeto, cuyos términos Michael Balint reconoce expresamente que formulan el callejón sin salida que hace necesaria su teoría . Semejantes errores se califican humanamente con la medida misma de la sutileza que se le encuentra a su connotación bajo una pluma tal.

No podrían rectificarse sin que se recurra a la mediación que constituye, entre los sujetos, la palabra; pero esa mediación no es concebible sino a condición de suponer, en la relación imaginaria misma, la presencia de un tercer término: la realidad mortal, el instinto de muerte, que se ha demostrado que condiciona los prestigios del narcisismo, y cuyos efectos vuelven a encontrarse bajo una forma palmaria en los resultados reconocidos por nuestro autor como los del análisis llevado hasta su término en la relación de un Yo con un Yo.

Para que la relación de transferencia pudiese entonces escapar a estos efectos, sería necesario que el analista hubiera despojado la imagen narcisista de su Yo de todas las formas del deseo en que se ha constituido, para reducirla a la sola figura que, bajo sus máscaras, la sostiene: la del amo absoluto, la muerte.

Es pues ciertamente aquí donde el análisis del Yo encuentra su término ideal, aquel en que el sujeto, habiendo vuelto a encontrar los orígenes de su Yo en una regresión imaginaria, toca, por la progresión rememorante, a su fin en el análisis:
o sea la subjetivación de su muerte.

Y seria el fin exigible para el Yo del analista, del que puede decirse que no debe conocer sino el prestigio de un solo amo: la muerte, para que la vida, a la que debe guiar a través de tantos destinos, le sea amiga. Fin que no parece fuera del alcance humano -pués no implica que para el como para cualquiera la muerte sea más que prestigio- y que viene tan sólo a satisfacer las exigencias de su tarea, tal como más arriba un Ferenczi la definió.

Esta condición imaginaria no puede sin embargo realizarse sino en una ascesis que se afirma en el ser por una vía en la que todo saber objetivo será puesto cada vez más en estado de suspensión. Pues para el sujeto la realidad de su propia muerte no es ningún objeto imaginable, y el analista, no más que cualquier otro, nada puede saber de ella, sino que es un ser prometido a la muerte. Entonces, suponiendo que haya reducido todos los prestigios de su Yo para tener acceso al «ser-para-la-muerte», ningún otro saber, ya sea inmediato o construido, puede tener su preferencia para que haga de el un poder, si bien no por ello quede abolido.

Puede pues ahora responder al sujeto desde el lugar en que quiere, pero no quiere ya nada que determine ese lugar.

Allí es donde se encuentra, si se reflexiona, el motivo del profundo movimiento de oscilación que reduce el análisis a una práctica «expectante» después de cada tentativa, siempre engañosa, de hacerla más «activa».

La actitud del analista no podría sin embargo dejarse a la indeterminación de una libertad de indiferencia. Pero la consigna de uso de una neutralidad benevolente no le aporta una indicación suficiente. Pues si subordina la benevolencia del analista al bien del sujeto, no por ello le devuelve la disposición de su saber.

Llegamos pues a la pregunta que sigue: ¿qué debe saber, en el análisis, el analista?