Ciencia y pseudociencia

El respeto que siente el hombre por el conocimiento es una de sus características más peculiares. En latín conocimiento se dice scientia y ciencia llegó a ser el nombre de la clase de conocimiento más respetable. ¿Qué distingue al conocimiento de la superstición, la ideología o la pseudo-ciencia? La Iglesia Católica excomulgó a los copernicanos, el Partido Comunista persiguió a los mendelianos por entender que sus doctrinas eran pseudocientíficas. La demarcación entre ciencia y pseudociencia no es un mero problema de filosofía de salón; tiene una importancia social y política vital.
Muchos filósofos han intentado solucionar el problema de la demarcación en los términos siguientes: un enunciado constituye conocimiento si cree en él, con suficiente convicción, un número suficientemente elevado de personas. Pero la historia del pensamiento muestra que muchas personas han sido convencidos creyentes de nociones absurdas. Si el vigor de la creencia fuera un distintivo del conocimiento tendríamos que considerar como parte de ese conocimiento a muchas historias sobre demonios, ángeles, diablos, cielos e infiernos. Por otra parte, los científicos son muy escépticos incluso con respecto a sus mejores teorías. La de Newton es la teoría más poderosa que la ciencia ha producido nunca, pero el mismo Newton nunca creyó que los cuerpos se atrajeran entre sí a distancia. Por tanto, ningún grado de convencimiento con relación a ciertas creencias las convierte en conocimiento. Realmente lo que caracteriza a la conducta científica es un cierto escepticismo incluso con relación a nuestras teorías más estimadas. La profesión de fe ciega en una teoría no es una virtud intelectual sino un crimen intelectual.
De este modo un enunciado puede ser pseudocientífico aunque sea eminentemente plausible y aunque todo el mundo lo crea, y puede ser científicamente valioso aunque sea increíble y nadie crea en él. Una teoría puede tener un valor científico incluso eminente, aunque nadie la comprenda y, aún menos, crea en ella.
El valor cognoscitivo de una teoría nada tiene que ver con su influencia psicológica sobre las mentes humanas. Creencias, convicciones, comprensiones… son estados de la mente humana. Pero el valor científico y objetivo de una teoría es independiente de la mente humana que la crea o la comprende. Su valor científico depende solamente del apoyo objetivo que prestan los hechos a esa conjetura.
Como dijo Hume:
Si tomamos en nuestras manos cualquier volumen de teología o de metafísica escolástica, por ejemplo, podemos preguntarnos: ¿contiene algún razonamiento experimental sobre temas fácticos y existenciales? No. Arrojémoslo entonces al fuego porque nada contendrá que no sean sofismas e ilusiones.
Pero ¿qué es el razonamiento «experimental»? Si repasamos la enorme literatura del siglo XVII sobre brujería descubriremos que está repleta de informes referentes a observaciones cuidadosas, y que abundan los testimonios bajo juramento, incluso experimentos. Glanvill, el filósofo favorito de la primera Royal Society, consideraba la brujería como el paradigma del razonamiento experimental. Tendríamos que definir el razonamiento experimental antes de comenzar la quema de libros humeana.
En el razonamiento científico las teorías son confrontadas por los hechos y una de las condiciones básicas del razonamiento científico es que las teorías deben ser apoyadas por los hechos. Ahora bien, ¿de qué forma precisa pueden los hechos apoyar a una teoría?
Varias respuestas diferentes han sido propuestas. El mismo Newton pensaba que él probaba sus leyes mediante los hechos. Estaba orgulloso de no proponer meras hipótesis; él sólo publicaba teorías probadas por los hechos. En particular pretendió que había deducido sus leyes a partir de los fenómenos suministrados por Kepler. Pero su desplante carecía de sentido puesto que, según Kepler, los planetas se mueven en elipses, mientras que, según la teoría de Newton, los planetas se moverían en elipses sólo si los planetas no se influyeran entre sí en sus movimientos. Pero eso es lo que sucede. Por ello Newton tuvo que crear una teoría de las perturbaciones, de la que se sigue que ningún planeta se mueve en una elipse.
Hoy es posible demostrar con facilidad que no se puede derivar válidamente una ley de la naturaleza a partir de un número finito de hechos, pero la realidad es que aún podemos leer afirmaciones en el sentido de que las teorías científicas son probadas por los hechos. ¿A qué se debe esa obstinada oposición a la lógica elemental?
Hay una explicación muy plausible. Los científicos desean que sus teorías sean respetables y merecedoras del título «ciencia», esto es, conocimiento genuino. Ahora bien, el conocimiento más relevante en el siglo XVII, cuando nació la ciencia, incumbía a Dios, al Diablo, al Cielo y al Infierno. Si las conjeturas de una persona eran erróneas en temas relativos a la divinidad, la consecuencia del error era la condenación eterna. El conocimiento teológico no puede ser falible sino indudable. Ahora bien, la Ilustración entendió que éramos falibles e ignorantes en materias teológicas. No existe una teología científica y por ello no existe un conocimiento teológico. El conocimiento sólo puede versar sobre la Naturaleza, pero esta nueva clase de conocimiento había de ser juzgada mediante los criterios que, sin reforma, tomaron de la teología; tenía que ser probada hasta más allá de cualquier duda. La ciencia tenía que conseguir aquella certeza que no había conseguido la teología. A un científico digno de ese nombre no se le podían permitir las conjeturas; tenía que probar con los hechos cada frase que pronunciara. Tal era el criterio de la honestidad científica. Las teorías no probadas por los hechos eran consideradas como pseudociencia pecaminosa; una herejía en el seno de la comunidad científica.
El hundimiento de la teoría newtoniana en este siglo hizo que los científicos comprendieran que sus criterios de honestidad habían sido utópicos. Antes de Einstein la mayoría de los científicos pensaban que Newton había descifrado las leyes últimas de Dios probándolas a partir de los hechos. Ampère, a principios del siglo XIX, entendió que debía titular su libro relativo a sus especulaciones sobre electromagnetismo: Teoría Matemática de los Fenómenos Electrodinámicos inequívocamente deducida de los experimentos. Pero al final del volumen confiesa de pasada que algunos de los experimentos nunca llegaron a realizarse y que ni siquiera se habían construido los instrumentos necesarios.
Si todas las teorías científicas son igualmente incapaces de ser probadas ¿qué distingue al conocimiento científico de la ignorancia y a la ciencia de la pseudociencia?
Los «lógicos inductivos» suministraron en el siglo XX una respuesta a esta pregunta. La lógica inductiva trató de definir las probabilidades de diferentes teorías según la evidencia total disponible. Si la probabilidad matemática de una teoría es elevada ello la cualifica como científica; si es baja o incluso es cero, la teoría es no científica. Por tanto, el distintivo de la honestidad intelectual sería no afirmar nunca nada que no sea, por lo menos, muy probable. El probabilismo tiene un rasgo atractivo; en lugar de suministrar simplemente una distinción en términos de blanco y negro entre la ciencia y la pseudociencia, suministra una escala continua desde las teorías débiles de probabilidad baja, hasta las teorías poderosas de probabilidad elevada. Pero en 1934 Karl Popper, uno de los filósofos más influyentes de nuestro tiempo, defendió que la probabilidad matemática de todas las teorías científicas o pseudocientíficas, para cualquier magnitud de evidencia, es cero. Si Popper tiene razón las teorías científicas no sólo son igualmente incapaces de ser probadas, sino que son también igualmente improbables. Se requería un nuevo criterio de demarcación y Popper propuso uno magnífico. Una teoría puede ser científica incluso si no cuenta ni con la sombra de una evidencia favorable, y puede ser pseudocientífica aunque toda la evidencia disponible le sea favorable. Esto es, el carácter científico o no científico de una teoría puede ser determinado con independencia de los hechos. Una teoría es «científica» si podemos especificar por adelantado un experimento crucial (o una observación) que pueda falsarla, y es pseudocientífica si nos negamos a especificar tal «falsador potencial». Pero en tal caso no estamos distinguiendo entre teorías científicas y pseudocientíficas sino más bien entre método científico y método no científico. Para un popperiano el marxismo es científico si los marxistas están dispuestos a especificar los hechos que, de ser observados, les inducirían a abandonar el marxismo. Si se niegan a hacerlo el marxismo se convierte en una pseudociencia. Siempre resulta interesante preguntar a un marxista qué acontecimiento concebible le impulsaría a abandonar su marxismo. Si está vinculado al marxismo, encontrará inmoral la especificación de un estado de cosas que pueda refutarlo. Por tanto, una proposición puede fosilizarse hasta convertirse en un dogma pseudocientífico, o llegar a ser conocimiento genuino dependiendo de que estemos dispuestos a especificar las condiciones observables que la refutarían.
Entonces ¿es el criterio de falsabilidad de Popper la solución del problema de la demarcación entre la ciencia y la pseudociencia? No. El criterio de Popper ignora la notable tenacidad de las teorías científicas. Los científicos tienen la piel gruesa. No abandonan una teoría simplemente porque los hechos la contradigan. Normalmente o bien inventan alguna hipótesis de rescate para explicar lo que ellos llaman después una simple anomalía o, si no pueden explicar la anomalía, la ignoran y centran su atención en otros problemas. Obsérvese que los científicos hablan de anomalías, ejemplos recalcitrantes, pero no de refutaciones. La historia de la ciencia está, por supuesto, repleta de exposiciones sobre cómo los experimentos cruciales supuestamente destruyen a las teorías. Pero tales exposiciones suelen estar elaboradas mucho después de que la teoría haya sido abandonada. Si Popper hubiera preguntado a un científico newtoniano en qué condiciones experimentales abandonaría la teoría de Newton, algunos científicos newtonianos hubieran recibido la misma calificación que algunos marxistas.
¿Qué es entonces lo que distingue a la ciencia? ¿Tenemos que capitular y convenir que una revolución científica sólo es un cambio irracional de convicciones, una conversión religiosa? Tom Kuhn, un prestigioso filósofo de la ciencia americano, llegó a esta conclusión tras descubrir la ingenuidad del falsacionismo de Popper. Pero si Kuhn tiene razón, entonces no existe demarcación explícita entre ciencia y pseudociencia ni distinción entre progreso científico y decadencia intelectual: no existe un criterio objetivo de honestidad. Pero ¿qué criterios se pueden ofrecer entonces para distinguir entre el progreso científico y la degeneración intelectual?
En los últimos años he defendido la metodología de los programas de investigación científica que soluciona algunos de los problemas que ni Popper ni Kuhn consiguieron solucionar.
En primer lugar defiendo que la unidad descriptiva típica de los grandes logros científicos no es una hipótesis aislada sino más bien un programa de investigación. La ciencia no es sólo ensayos y errores, una serie de conjeturas y refutaciones. «Todos los cisnes son blancos» puede ser falsada por el descubrimiento de un cisne negro. Pero tales casos triviales de ensayo y error no se catalogan como ciencia. La ciencia newtoniana, por ejemplo, no es sólo un conjunto de cuatro conjeturas (las tres leyes de la mecánica y la ley de gravitación). Esas cuatro leyes sólo constituyen el «núcleo firme» del programa newtoniano. Pero este núcleo firme está tenazmente protegido contra las refutaciones mediante un gran «cinturón protector» de hipótesis auxiliares. Y, lo que es más importante, el programa de investigación tiene también una heurística, esto es, una poderosa maquinaria para la solución de problemas que, con la ayuda de técnicas matemáticas sofisticadas, asimila las anomalías e incluso las convierte en evidencia positiva. Por ejemplo, si un planeta no se mueve exactamente como debiera, el científico newtoniano repasa sus conjeturas relativas a la refracción atmosférica, a la propagación de la luz a través de tormentas magnéticas y cientos de otras conjeturas, todas las cuales forman parte del programa. Incluso puede inventar un planeta hasta entonces desconocido y calcular su posición, masa y velocidad para explicar la anomalía.
Ahora bien, la teoría de la gravitación de Newton, la teoría de la relatividad de Einstein, la mecánica cuántica, el marxismo, el freudianismo, son todos programas de investigación dotados cada uno de ellos de un cinturón protector flexible, de un núcleo firme característico pertinazmente defendido, y de una elaborada maquinaria para la solución de problemas. Todos ellos, en cualquier etapa de su desarrollo, tienen problemas no solucionados y anomalías no asimiladas. En este sentido todas las teorías nacen refutadas y mueren refutadas. Pero ¿son igualmente buenas? Hasta ahora he descrito cómo son los programas de investigación. Pero ¿cómo podemos distinguir un programa científico o progresivo de otro pseudocientífico o regresivo?
En contra de Popper, la diferencia no puede radicar en que algunos aún no han sido refutados, mientras que otros ya están refutados. Cuando Newton publicó sus Principia se sabía perfectamente que ni siquiera podía explicar adecuadamente el movimiento de la luna; de hecho, el movimiento de la luna refutaba a Newton. Kaufmann, un físico notable, refutó la teoría de la relatividad de Einstein en el mismo año en que fue publicada. Pero todos los programas de investigación que admiro tienen una característica común. Todos ellos predicen hechos nuevos, hechos que previamente ni siquiera habían sido soñados o que incluso habían sido contradichos por programas previos o rivales. En 1686, cuando Newton publicó su teoría de la gravitación, había, por ejemplo, dos teorías en circulación relativas a los cometas. La más popular consideraba a los cometas como señal de un Dios irritado que advertía que iba a golpear y a ocasionar un desastre. Una teoría poco conocida de Kepler defendía que los cometas eran cuerpos celestiales que se movían en líneas rectas. Ahora bien, según la teoría de Newton, algunos de ellos se movían en hipérbolas o parábolas y nunca regresaban; otros se movían en elipses ordinarias. Halley, que trabajaba en el programa de Newton, calculó, a base de observar un tramo reducido de la trayectoria de un cometa, que regresaría setenta y dos años después; calculó con una precisión de minutos cuándo se le volvería a ver en un punto definido del cielo. Esto era increíble. Pero setenta y dos años más tarde, cuando ya Newton y Halley habían muerto tiempo atrás, el cometa Halley volvió exactamente como Halley había predicho. De modo análogo los científicos newtonianos predijeron la existencia y movimiento exacto de pequeños planetas que nunca habían sido observados con anterioridad. O bien, tomemos el programa de Einstein. Este programa hizo la magnífica predicción de que si se mide la distancia entre dos estrellas por la noche y si se mide la misma distancia de día (cuando son visibles durante un eclipse del sol) las dos mediciones serán distintas. Nadie había pensado en hacer tal observación antes del programa de Einstein. De este modo, en un programa de investigación progresivo, la teoría conduce a descubrir hechos nuevos hasta entonces desconocidos. Sin embargo, en los programas regresivos las teorías son fabricadas sólo para acomodar los hechos ya conocidos. Por ejemplo, ¿alguna vez ha predicho el marxismo con éxito algún hecho nuevo? Nunca. Tiene algunas famosas predicciones que no se cumplieron. Predijo el empobrecimiento absoluto de la clase trabajadora. Predijo que la primera revolución socialista sucedería en la sociedad industrial más desarrollada. Predijo que las sociedades socialistas estarían libres de revoluciones. Predijo que no existirían conflictos de intereses entre países socialistas. Por tanto, las primeras predicciones del marxismo eran audaces y sorprendentes, pero fracasaron.
Los marxistas explicaron todos los fracasos: explicaron la elevación de niveles de vida de la clase trabajadora creando una teoría del imperialismo; incluso explicaron las razones por las que la primera revolución socialista se había producido en un país industrialmente atrasado como Rusia. «Explicaron» los acontecimientos de Berlín en 1953, Budapest en 1956 y Praga en 1968. «Explicaron» el conflicto ruso-chino. Pero todas sus hipótesis auxiliares fueron manufacturadas tras los acontecimientos para proteger a la teoría de los hechos. El programa newtoniano originó hechos nuevos; el programa marxista se retrasó con relación a los hechos y desde entonces ha estado corriendo para alcanzarlos.
Para resumir: el distintivo del progreso empírico no son las verificaciones triviales: Popper tiene razón cuándo afirma que hay millones de ellas. No es un éxito para la teoría newtoniana el que al soltar una piedra ésta caiga hacia la tierra, sin que importe el número de veces que se repite el experimento. Pero las llamadas «refutaciones» no indican un fracaso empírico como Popper ha enseñado, porque todos los programas crecen en un océano permanente de anomalías. Lo que realmente importa son las predicciones dramáticas, inesperadas, grandiosas; unas pocas de éstas son suficientes para decidir el desenlace; si la teoría se retrasa con relación a los hechos, ello significa que estamos en presencia de programas de investigación pobres y regresivos.
¿Cómo suceden las revoluciones científicas? Si tenemos dos programas de investigación rivales y uno de ellos prospera, mientras que e1 otro degenera, los científicos tienden a alinearse con el programa progresivo. Tal es la explicación de las revoluciones científicas. Pero aunque preservar la publicidad del caso sea una cuestión de honestidad intelectual, no es deshonesto aferrarse a un programa en regresión e intentar convertirlo en progresivo.
En contra de Popper, la metodología de los programas de investigación científica no ofrece una racionalidad instantánea. Hay que tratar con benevolencia a los programas en desarrollo; pueden transcurrir décadas antes de que los programas despeguen del suelo y se hagan empíricamente progresivos. La crítica no es un arma popperiana que mate con rapidez mediante la refutación. Las críticas importantes son siempre constructivas; no hay refutaciones sin una teoría mejor. Kuhn se equivoca al pensar que las revoluciones científicas son un cambio repentino e irracional de punto de vista. La historia de la ciencia refuta tanto a Popper como a Kuhn; cuando son examinados de cerca, resulta que tanto los experimentos cruciales popperianos como las revoluciones de Kuhn son mitos; lo que sucede normalmente es que los programas de investigación progresivos sustituyen a los regresivos.
El problema de la demarcación entre ciencia y pseudociencia también tiene serias implicaciones para la institucionalización de la crítica. La teoría de Copérnico fue condenada por la Iglesia Católica en 1616 porque supuestamente era pseudocientífica. Fue retirada del Indice en 1820 porque para entonces la Iglesia entendió que los hechos la habían probado y por ello se había convertido en científica. El Comité Central del Partido Comunista Soviético en 1949 declaró pseudocientífica a la genética mendeliana e hizo que sus defensores, como el académico Vavilov, murieran en campos de concentración; tras la muerte de Vavilov la genética mendeliana fue rehabilitada; pero persistió el derecho del Partido a decidir lo que es científico y publicable y lo que es pseudocientífico y castigable. Las instituciones liberales de Occidente también ejercitan el derecho a negar la libertad de expresión cuando algo es considerado pseudocientífico, como se ha visto en el debate relativo a la raza y la inteligencia. Todos estos juicios inevitablemente se fundamentan en algún criterio de demarcación. Por ello el problema de la demarcación entre ciencia y pseudociencia no es un pseudoproblema para filósofos de salón, sino que tiene serias implicaciones éticas y políticas.