Diccionario de psicología, letra P, perversión

Perversión
s. f. (fr. perversion; ingl. perversion; al. Perversion). Experiencia de una pasión humana en la
que el deseo se sostiene en el ideal de un objeto inanimado.
La perversión no es una simple aberración de la unión sexual frente a los criterios sociales
establecidos. Pone en juego el primado del falo realizando una fijación del goce a un objeto
imaginario -a menudo errático- en el sitio y en lugar de la función fálica simbólica que organiza el
deseo bajo el efecto de la castración y de la falta.
La perversión aísla bien la función del objeto en su relación con el complejo de castración en
tanto este objeto se enuncia como causa que dicta la dialéctica del deseo en el neurótico. S.
Freud hizo notar que «la predisposición a las perversiones es la predisposición original y
universal de la pulsión sexual» (Tres ensayos de teoría sexual, 1905). Esta proximidad es la
razón de la dificultad para marcar la especificidad de la perversión dentro de su generalidad.
La perversión en su contexto moral. El término, bastante antiguo, de perversión, con su
significación de «vuelco, inversión», sugiere por sí mismo la noción de una norma moral o natural
de la que el perverso se apartaría. Recordemos que la Iglesia, muy tempranamente, relegó la
sexualidad a la estricta finalidad de la reproducción.
Tal apreciación no tiene en cuenta evidentemente la verdadera dimensión del deseo sexual, que,
sometido a las leyes del lenguaje, escapa a toda finalidad directamente aprehensible. Esta
referencia moral, empero, está en el origen del movimiento de integración de las perversiones al
campo de la competencia médica en el siglo XIX. El establecimiento de su catálogo y su
descripción, por R. von Krafft-Ebing y Havelock Ellis, buscaba precisar la incidencia médico-legal
de los actos delictivos y apreciar su relación con la nosografía psiquiátrica. El interés de estas
publicaciones reside en la cuestión de la existencia de una estructura clínica perversa
individualizada, si bien esto debe matizarse por el hecho de que el acto o el hecho perverso constituye la mayor parte de las veces una impasse en la organización neurótica. Sin embargo, puede suceder que el perverso, presintiendo la incompatibilidad de su economía libidinal con la demanda analítica, evite esta última. Por otro lado, los esfuerzos de ciertos autores por elaborar un cuadro exhaustivo del «sujeto perverso» son poco convincentes y hasta analíticamente discutibles.
Una mención especial se debe hacer a propósito de las obras literarias, en las que se distinguen
tres tipos:
los textos de libertinaje erótico (Restif de La Bretonne, Réage, Klossowski), que destacan muy
bien una de las características humanas: llevar la experiencia del deseo hasta sus límites en
tanto experiencia moral;
las obras autobiográficas (abate de Choisy, Sacher-Masoch);
las utopías filosóficas y sociales (Sade, Ch. Fourier), que muestran hasta qué punto puede ser
afectado el lazo social por la promoción de un goce universal de un objeto.
Se ejemplifica así una estructura social capaz de organizar una perversión generalizada por la
vía de una sublimación asumida colectivamente. Estas utopías sugieren entonces que la noción
de perversión depende seguramente más de un lazo social que de un sujeto exclusivo.
Las perversiones ilustran en diversos grados la función del objeto tal como se enuncia en el
fantasma del neurótico pero con una diferencia notable. Al psicoanálisis le corresponde el mérito
de una descripción específica de la perversión, articulada en su forma definitiva por Freud en
1927, a propósito de un caso de fetichismo, el que permanece como modelo a partir del cual
pueden aclararse las otras formas de perversión. Este caso confirma el primado del falo y el
establecimiento de un objeto sustitutivo, metonímico en su relación con la castración simbólica.
Estos elementos se desarrollan en la experiencia primordial del niño durante su encuentro con la
cuestión del sexo, que aparece bajo una luz radicalmente traumática.
Descripción princeps del descubrimiento freudiano. La descripción de Freud observa tres
tiempos.
1. El descubrimiento y luego el reconocimiento, en primer lugar por el varón, y en menor grado
por la niña, de dos categorías de seres: los que están provistos de pene y los que no lo tienen.
El estupor y el espanto de este descubrimiento determinan en el varón el temor a una castración
cuya ejecución es atribuida tradicionalmente a la función del padre.
2. El segundo tiempo es el del rechazo, el de la desmentida de la representación [de la
castración], que otros autores traducen como renegación (al. Verleugnung): «No es verdad…»,
proposición que combate la angustia y la amenaza de castración.
3. Por último, una solución de compromiso mantiene las dos proposiciones contrarias en el
inconciente, que puede admitirlas, lo que favorece una escisión subjetiva (o escisión del yo
según otros autores; al. Ischspalturig) que incluye tanto la desmentida como el reconocimiento de
la castración. La observación de Freud aclara la razón por la que la perversión es el punto débil del hombre mientras que sólo se encuentra excepcionalmente en la mujer.
La castración simbólica. La castración imaginada por el varón tanto como la privación
experimentada por la niña dependen específicamente de la castración simbólica, que
universaliza la falta situada en el origen del deseo según las leyes del lenguaje, donde el falo es
el significante originariamente reprimido. A tal título, el falo sólo puede intervenir en su función
simbólica, es decir, bajo la forma de lo que debe permanecer velado o con el privilegio que le otor
-ga la neurosis: el de tener que «reencontrarlo» en el lugar mismo en el que se ejerce la
castración.
Pero, en lo esencial, la castración implica que, en el varón, él se tiene que fundar sobre esa
parte de goce perdido (en verdad proscrito por la interdicción del incesto). Es esta parte
originariamente sustraída la que el perverso se empeña en recuperar a través de un objeto de
goce, a diferencia del neurótico, para quien el interés reside en los efectos de deseo que suscita
la falta. De este modo, el fetiche realiza esta doble operación de una desmentida que al mismo
tiempo provee la garantía última para el goce a través de un objeto concreto (calzado, «brillo
sobre la nariz», etc.) que establece una relación metonímica con el significante falo.
Del mismo modo, el exhibicionista revela la dimensión fálica de lo que es exhibido por medio de un
develamiento inesperado, forzando el pudor del otro, provocando su estupor. Como de ordinario
la relación con el significante fálico está cerrada para el sujeto, sólo puede tener acceso a ella
desde el lugar del Otro. Así es primordialmente al lugar de la madre (Otro primordial) al que se le
requiere este significante que divide inauguralmente al sujeto en su deseo. Este dispositivo
simbólico afecta el lazo social del perverso en la medida en que su voluntad de doblegar al otro
al arbitrio del goce de una parte de su cuerpo («Kant con Sade», 1963; en Escritos, 1966) hasta
llegar hasta el trasfondo de la angustia del otro marca la división del sujeto que le vuelve como
del Otro. Pero también es en el doblegamiento de ese otro donde le vuelve al sujeto su propia
abolición respecto del significante que anima a su deseo. Desvanecimiento que el masoquista
realiza identificándose con el objeto denigrado que condiciona su goce, sin dejar de exigir la
participación de otro en el contrato. De suerte que, si el perverso pone en juego la gama de los
objetos (voz, mirada, seno, heces), igual que el neurótico, su deseo permanece confinado a un
goce clandestino, sujetado a esa parte prohibida del Otro. De ahí la necesidad de asegurarse al
Otro inconciente y de realizar conjuntamente la fijación exclusiva del deseo a ese objeto,
momento de suspensión de la cadena significante. Por este sesgo, todas las perversiones
solicitan, en consecuencia, lo imaginario intersubjetivo de la relación con el otro, no sin que en
todos los casos se designe la condición simbólica de la referencia al Otro a través del
significante fálico.
El modelo clínico de la homosexualidad masculina. A todo lo que acaba de ser mencionado hasta
aquí, la homosexualidad masculina le agrega una dimensión suplementaria: la imagen del yo
[moi] libidinizada dicta la elección de un objeto en la propia persona a través de otro. Esta
situación hace la complejidad y la vacilación perpetua que caracterizan a la homosexualidad
masculina. Ya en 1915 Freud indicaba que «las pulsiones sexuales se apoyan primeramente en
la satisfacción de las pulsiones del yo» (Pulsiones y destinos de pulsión). De este modo, la
fijación a una herida o al estado de abandono narcisista induce un proceso de restitución en la
vida amorosa a través de una revalorización fálica de la imagen libidinizada del sujeto, imagen a
la cual el otro se verá instado a alienar su libertad. Esta imagen, herida y libidinizada a la vez,
comanda la elección narcisista, hecha de identidad y de fraternidad: esta perversión, gracias a
la sublimación de la que es capaz, deviene el ideal social por excelencia.
La perversión, por lo tanto, no hace más que imitar la apariencia del deseo del neurótico bajo el
efecto de la castración, puesto que apunta a la parte prohibida del goce, con lo que el perverso
se hace tanto más esclavo del Otro cuanto que este lo divide radicalmente en el punto justo en el
que intenta protegerse de la angustia de castración. Ser la presa crucificada por el significante
fálico lo vuelve así accesible a la cura.