Los escritos de Jacques Lacan: El seminario sobre La carta robada (1956) Parte II

Primera parte… 

Subrayamos aquí que semejante forma de comunicación no está ausente en el hombre, por muy evanescente que sea para él el objeto en cuanto a su dato natural debido a la desintegración que sufre a causa del uso del símbolo. Se puede percibir en efecto su equivalente en la comunicación que se establece entre dos personas en el odio hacia un mismo objeto: con la salvedad de que el encuentro nunca es posible sino sobre un objeto únicamente, definido por los rasgos del ser al que una y otra se niegan. Pero semejante comunicación no es transmisible bajo la forma simbólica. Sólo se sostiene en la relación con ese objeto. Así, puede reunir a un número indefinido de sujetos en un mismo «ideal»: la comunicación de un sujeto con otro en el interior de la multitud así constituida, no por ello será menos irreductiblemente mediatizada por una relación inefable.  Esta excursión no es sólo aquí un recordatorio de principios que apunta de lejos a aquellos que nos imputan ignorar la comunicación no verbal: al determinar el alcance de lo que repite el discurso, prepara la cuestión de lo que repite el síntoma. Así la relación indirecta decanta la dimensión del lenguaje, y el narrador general, al redoblarlo, no le añade nada «por hipótesis». Pero muy diferente es su oficio en el segundo diálogo.  Pues éste va a oponerse al primero como los polos que hemos distinguido en otro lugar en el lenguaje y que se oponen como la palabra al habla (mot, parole).  Es decir que se pasa allí del campo de la exactitud al registro de la verdad. Ahora bien, ese registro, nos atrevemos a pensar que no tenemos que insistir en ello, se sitúa en un lugar totalmente diferente, o sea propiamente en la fundación de la intersubjetividad. Se sitúa allí donde el sujeto no puede captar nada sino la subjetividad misma que constituye un Otro en absoluto. Nos contentaremos, para indicar aquí su lugar, con evocar el diálogo, que nos parece merecer su atribución de historia judía por el despojo en que aparece la relación del significante con la palabra, en la adjuración en que viene a culminar. «¿Por qué me mientes -se oye exclamar en él sin aliento-, sí, por qué me mientes diciéndome que vas a Cracovia para que yo crea que vas a Lemberg, cuando en realidad es a Cracovia adonde vas?».  Es una pregunta semejante la que impondría a nuestro espíritu la precipitación de aporías de enigmas erísticos, de paradojas, incluso de bromas, que se nos presenta a modo de introducción al método de Dupin -si no fuese porque, al sernos entregada como una confidencia por alguien que se presenta como discípulo, le queda agregada alguna virtud por esta delegación. Tal es el prestigio indefectible del testamento: la fidelidad del testigo es el capuchón con que se adormece cegándola a la crítica del testimonio. ¿Qué habrá, por otra parte, más convincente que el gesto de volver las cartas sobre la mesa? Lo es hasta el punto de que nos persuade un momento de que el prestidigitador ha demostrado efectivamente como lo anunció, el procedimiento de su truco, cuando sólo lo ha renovado bajo una forma mas pura: y ese momento nos hace medir la supremacía del significante en el sujeto. Tal opera Dupin, cuando parte de la historia del pequeño prodigio que burlaba a todos sus compañeros en el juego de pares e impares, con su truco de la identificación con el adversario, del que hemos mostrado, sin embargo, que no puede alcanzar el primer plano de su elaboración mental, a saber la noción de la alternancia intersubjetiva, sin topar en ella de inmediato con el estribo de su retorno. No se deja por ello de echarnos encima, por aquello de marearnos, los nombres de La Rochefoucauld, de La Bruyére, de Maquiavelo y de Campanella, cuya fama ya no parecería sino fútil junto a la proeza infantil. Y pasamos sin pestañear a Chamfort cuya fórmula: «Puede uno apostar que toda idea pública, toda convención aceptada es una tontería, puesto que ha convenido al mayor número», contentará sin duda a todos los que piensan escapar a su ley, es decir precisamente al mayor número. Que Dupin tilde de trampa la aplicación por los franceses de la palabra «análisis» al álgebra, es algo que no tiene la menor probabilidad de herir nuestro orgullo, cuando por añadidura la liberación del término para otros fines no tiene nada que impida a un psicoanalista sentirse en situación de hacer valer en ella sus derechos. Y ya lo tenemos entregado a observaciones filológicas como para colmar de gusto a los enamorados del latín: si les recuerda sin dignarse entrar en mayores detalles que «ambitus no significa ambición, religio, religión, homines honesti, las gentes honestas», ¿quién de ustedes no se complacería en recordar que es «rodeo, lazo sagrado, la gente bien» lo que quieren decir estas palabras para cualquiera que practique a Cicerón y a Lucrecio? Sin duda Poe se divierte… Pero nos asalta una duda: ¿ese despliegue de erudición no está destinado a hacernos entender las palabras claves de nuestro drama? ¿No repite el prestidigitador ante nosotros su truco, sin fingirnos esta vez que nos entrega su secreto, sino llevando aquí su desafío hasta esclarecérnoslo realmente sin que nos demos cuenta de nada? Sería éste sin duda el colmo que podría alcanzar el ilusionista: hacer que un ser de su ficción nos engañe verdaderamente.  ¿Y no son efectos tales los que justifican que hablemos sin buscar malicia en ello, de innúmeros héroes imaginarios como de personajes reales? Y así cuando nos abrimos al entendimiento de la manera en que Martin Heidegger nos descubre en la palabra (escritura en griego) alhqhz el juego de la verdad, no hacemos sino volver a encontrar un secreto en el que ésta ha iniciado siempre a sus amantes y por el cual saben que es en el hecho de que se esconda donde se ofrece a ellos del modo más verdadero. Así, aún cuando las frases de Dupin no nos aconsejaban tan maliciosamente no fiarnos de ellas, tendriamos con todo que intentarlo contra la tentación contraria. Busquemos pues la pista de su huella allí donde nos despista. Y en primer lugar en la crítica con que motiva el fracaso del jefe de policía. La veíamos ya apuntar en aquellas pullas solapadas que el jefe de la policía no tomaba en consideración en la primera entrevista, no viendo en ellos sino motivo de carcajadas. Que sea en efecto, como lo insinúa Dupin porque un problema es demasiado simple, incluso demasiado evidente, para lo que puede parecer oscuro, no tendrá nunca para éI mayor alcance que una fricción un poco vigorosa en el enrejado costal.  Todo está hecho para inducirnos a la noción de la imbecilidad del personaje. Y se la articula poderosamente por el hecho de que éI y sus acólitos no llegarán nunca a concebir, para esconder un objeto, nada que supere lo que puede imaginar un pillo ordinario, es decir precisamente la serie demasiado conocida de los escondites extraordinarios: a los que se nos hace pasar revista, desde los cajones disimulados del secreter hasta la tapa desmontada de la mesa, desde los acolchados descosidos de los asientos hasta sus patas ahuecadas, desde el reverso del azogue de los espejos hasta el espesor de la encuadernación de los libros.  Y acto seguido menudean los sarcasmos sobre el error que el jefe de la policía comete al deducir del hecho de que el Ministro sea poeta que no le falta mucho para estar loco, error, se arguye que no consistiría pero no es poco decir, sino en una falsa distribución del término medio, pues está lejos de resultar del hecho de que todos los locos sean poetas. Bien está, pero se nos deja a nuestra vez en la errancia en cuanto a lo que constituye en materia de escondites la superioridad del poeta, aún cuando se mostrase a la vez matemático, puesto que aquí se rompe súbitamente nuestra caza al alzar la presa arrastrándonos a una maraña de malas querellas emprendidas contra el razonamiento de los matemáticos, que nunca han mostrado, que yo sepa, tanto apego a sus fórmulas como cuando las identifican con la razón razonante. Daremos testimonio por lo menos de que, al revés de lo que Poe parece haber experimentado, nos sucede a veces ante nuestro amigo Riguet que les es aquí fiador con su presencia de que nuestras incursiones en la combinatoria no nos extravían dejarnos ir a exabruptos tan graves (Dios no debiera permitirlo según Poe) como poner en duda que: «x2 + px no sea tal vez absolutamente igual a q», sin que jamás, desmentimos en ello a Poe, hayamos tenido que defendernos de alguna inopinada desgracia.  ¿Todo ese despilfarro de ingenio no tiene pues otra finalidad que la de desviar al nuestro de lo que nos fue indicado previamente que debíamos considerar como seguro, a saber que la policía buscó por todas partes? Cosa que debíamos entender, en lo que se refiere al campo en el que la policía suponía no sin razón, que debiera encontrarse la carta, en el sentido de un agotamiento del espacio, sin duda teórico, pero que el picante de la historia consiste en tomar al pie de la letra, pues el «cuadriculado» que regula la operación nos es presentado como tan exacto que no permitiría, según nos decían, «que un cincuentavo de línea escapase» a la exploración de los esculcadores. ¿No tenemos entonces derecho a preguntar cómo es posible que la carta no se haya encontrado en ningún sitio, o más bien a observar que todo lo que se nos dice sobre una concepción de un más alto vuelo de la ocultación no nos explica en rigor que la carta haya escapado a las búsquedas, puesto que el campo que estas agotaron la contenía de hecho como lo probó finalmente el hallazgo de Dupin? ¿Será necesario que la carta, entre todos los objetos, haya sido dotada de la propiedad de nulibiedad, para utilizar ese término que el vocabulario bien conocido bajo el título de Roget toma de la utopía semiológica del obispo Wilkins? Es evidente (a little too self evident) que la carta en efecto tiene con el lugar relaciones para las cuales ninguna palabra francesa tiene todo el alcance del calificativo inglés odd. Bizarre, por la que Baudelaire la traduce regularmente, es sólo aproximada. Digamos que esas relaciones son singulares, pues son las mismas que con el lugar mantiene el significante. Ustedes saben que nuestro designio no es hacer de esto retaciones «sutiles», que nuestro propósito no es confundir la letra con el espíritu incluso si se trata de una lettre [«carta»] y si la recibimos por ese sistema de envíos que en París se llama neumático, y que admitimos perfectamente que la una mata y el otro vivifica, en la medida en que el significante, tal vez empiezan ustedes a entenderlo, materializa la instancia de la muerte. Pero si hemos insistido primero en la materialidad del significante, esta materialidad es singular en muchos puntos, el primero de los cuales es no soportar la partición. Rompamos una carta en pedacitos: sigue siendo la carta que és, y esto en un sentido muy diferente de aquel de que da cuenta la Gestalttheorie con el vitalismo larvado de su noción del todo. El lenguaje entrega su sentencia a quien sabe escucharlo: por el uso del artículo empleado en francés como partícula partitiva. Incluso es sin duda aquí donde el espíritu si el espíritu es la viviente significación, aparece no menos singularmente más ofrecido a la cuantificación que la letra. Empezando por la significación misma que sufre que se diga: este discurso lleno de significación del mismo modo que se usa en francés la partícula de para indicar que se reconoce alguna intención (de l’intention) en un acto, que se deplora que ya no haya amor (plus d’amour), que se acumule odio (de la haine) y que se gaste devoción (du dévouement), y que tanta infatuación (tant d’infatuation) se avenga a que tenga que haber siempre caradura para dar y regalar (de la cuisse a revendre) y «rififí» entre los hombres (du rififi chez les hommes). Pero en cuanto a la letra, ya se la tome en el sentido de elemento tipográfico, de epístola (en francés) o de lo que hace al letrado, se dirá que lo que se dice debe entenderse a la letra (á la lettre), que nos espera en la casilla una carta (une lettre), incluso que tiene uno letras (des lettres), pero nunca que haya en ningún sitio letra (de la lettre) cualquiera que sea la modalidad en que nos concierne, aunque fuese para designar el correo retrasado.  Es que el significante es unidad por ser único, no siendo por su naturaleza sino símbolo de una ausencia. Y así no puede decirse de la carta robada que sea necesario que, a semejanza de los otros objetos, esté o no esté en algún sitio, sino más bien que a diferencia de ello, estará y no estará allí donde está, vaya a donde vaya. Miremos con más detenimiento, en efecto, lo que les sucede a los policías. Nada nos es escatimado en cuanto a los procedimientos con que registran el espacio asignado a su investigación desde la distribución de ese espacio en volúmenes que no dejan escapar el menor espesor, hasta la aguja que sondea las blanduras, y, a falta de la repercusión que sondea lo duro, hasta el microscopio que denuncia los excrementos del taladro en la orilla de su horadación, incluso la entreabertura íntima de abismos mezquinos. Y a medida que su red se estrecha para que lleguen no contentos con sacudir las páginas de los libros, hasta contarlas, ¿no vemos al espacio deshojarse a semejanza de la carta?  Pero los buscadores tienen una noción de lo real tan inmutable que no notan que su búsqueda llega a transformarlo en su objeto. Rasgo en el que tal vez podrían distinguir ese objeto de todos los otros. Sería sin duda pedirles demasiado, no debido a su falta de visión, sino más bien a la nuestra. Pues su imbecilidad no es de especie individual, ni corporativa, es de origen subjetivo. Es la imbecilidad realista que no se para a cavilar que nada, por muy lejos que venga una mano a hundirlo en las entrañas del mundo, nunca estará escondido en él, puesto que otra mano puede alcanzarlo allí y que lo que esta escondido no es nunca otra cosa que lo que falta en su lugar, como se expresa la ficha de búsqueda de un volumen cuando está extraviado en la biblioteca. Y aunque éste estuviese efectivamente en el anaquel o en la casilla de al lado, estaría escondido allí por muy visible que aparezca. Es que sólo puede decirse a la letra que falta en su lugar de algo que puede cambiar de lugar, es decir de lo simbólico. Pues en cuanto a lo real, cualquiera que sea el trastorno que se le pueda aportar, está siempre y en todo caso en su lugar, lo lleva pegado a la suela, sin conocer nada que pueda exiliarlo de él. ¿Y cómo en efecto, para volver a nuestros policías, habrían podido apoderarse de la letra (la carta) quienes la tomaron en el lugar en que estaba escondida? En aquello que hacían girar entre sus dedos, ¿qué es lo que tenían sino lo que no respondía a las señas que les habían dado?  A letter, a litter, una carta, una basura. En el cenáculo de Joyce se jugó el equívoco sobre la homofonía de esas dos palabras en inglés. La clase de desecho que los policías en este momento manipulan no por el hecho de estar solo a medias desgarrado les entrega su otra naturaleza y un sello diferente sobre un lacre de otro color, otro sello en el grafismo de la suscripción son aquí los más infrangibles escondites. Y si se detienen en el otro reverso de la carta donde, como es sabido, se escribía en esa época la dirección del destinatario, es que la carta no tiene para ellos otra cosa que ese reverso. ¿Qué podrían efectivamente detectar de su anverso? ¿Su mensaje, como se expresan algunos para regocijo de nuestros domingos cibernéticos?…¿Pero no, se nos ocurre que ese mensaje ha llegado ya a su destinataria e incluso que ha permanecido en su poder a cuenta con el pedazo de papel insignificante, que ahora no lo representa menos bien que el billete original? Si pudiese decirse que una carta ha llenado su destino después de haber cumplido su función, la ceremonia de devolver las cartas estaría menos en boga como clausura de la extinción de los juegos de las fiestas del amor. El significante no es funcional. Y así la movilización del elegante mundo cuyos ajetreos seguimos aquí no tendría sentido si la carta, por su parte, se contentase con tener uno. Pues no sería una manera muy adecuada de mantenerlo en secreto participársela a una sarta de polizontes. Podría admitirse incluso que la carta tenga otro sentido totalmente diferente, si no es que más quemante, para la Reina que el que ofrece a la inteligencia del Ministro. La marcha de las cosas no quedaría por ello sensiblemente afectada y ni siquiera si fuese estrictamente incomprensible a todo lector no prevenido. Pues no lo es ciertamente para todo el mundo, puesto que, como nos lo asegura enfáticamente el jefe de policía para regocijo de todos, «ese documento, revelado a un tercer personaje cuyo nombre callaré» (ese nombre que salta a la vista como la cola del cochino entre los dientes del padre Ubu) «pondría en tela de juicio -nos dice- el honor de una persona del más alto rango», incluso que «la seguridad de la augusta persona quedaría así en peligro».  Entonces no es solamente el sentido, sino el testo del mensaje lo que sería peligroso poner en circulación, y esto tanto más cuanto más anodino pareciese, puesto que los riesgos se verían aumentados por la indiscreción que uno de sus depositarios pudiese cometer sin darse cuenta. Nada pues puede salvar la posición de la policía, y nada cambiaríamos mejorando «su cultura». Scripta manent, en vano aprendería de un humanismo de edición de lujo la lección proverbial que terminan las palabras verba volant. Ojalá los escritos permaneciesen, lo cual es más bien el caso de las palabras: pues de éstas la deuda imborrable por lo menos fecunda nuestros actos por sus transferencias. Los escritos llevan al viento los cheques en blanco de una caballerosidad loca. Y si no fuesen hojas volantes no habría cartas robadas. ¿Pero que hay con esto? Para que pueda haber carta robada, nos preguntaremos, ¿a quién pertenece una carta? Acentuábamos hace poco lo que hay de singular en el regreso de la carta a quien acababa de dejar ardientemente volar su prenda. Y se juzga generalmente indigno el procedimiento de esas publicaciones prematuras, de la especie con la que el Caballero de Eon puso a algunos de sus corresponsales en situación más bien deplorable. La carta sobre la que aquel que la ha enviado conserva todavía derechos, ¿no pertenecería pues completamente a aquel a quien se dirige? ¿o es que este último no fue nunca su verdadero destinatario? Veamos esto: lo que va a iluminarnos es lo que a primera vista puede oscurecer aún más el caso, a saber que la historia nos deja ignorar casi todo del remitente, no menos que del contenido de la carta. Sólo se nos dice que el Ministro reconoció de buenas a primeras la escritura de su dirección a la Reina, e incidentalmente, a propósito de su camuflaje por el Ministro, resulta mencionado que su sello original es el del Duque de S… En cuanto a su alcance, sabemos únicamente los peligros que acarrea si llega a las manos de cierta tercera persona, y que su posesión permitió al Ministro «utilizar hasta un punto muy peligroso con una meta política» el imperio que le asegura sobre la interesada. Pero esto no nos dice nada del mensaje que vehicula. Carta de amor o carta de conspiración, carta delatora o carta de instrucción, carta de intimación o carta de angustia, sólo una cosa podemos retener de ella, es que la Reina no podría ponerla en conocimiento de su señor y amo. Pero estos términos, lejos de tolerar el acento vituperado que tienen en la comedia burguesa, toman un sentido eminente por designar a su soberano, a quien la liga la fe jurada, y de manera redoblada puesto que su posición de cónyuge no la releva de su deber de súbdita, sino mas bien la eleva a la guardia de lo que la realeza según la ley encarna del poder: y que se llama la legitimidad. Entonces, cualquiera que sea el destino escogido por la Reina para la carta, sigue siendo cierto que esa carta es el símbolo de un pacto, y que incluso si su destinataria no asume ese pacto, la existencia de la carta la sitúa en una cadena simbólica extraña a la que constituye su fe. Que es incompatible con ella, es lo que queda probado por el hecho de que la posesión de la carta no puede hacerse valer públicamente como legítima, y que para hacerla respetar, la Reina no podría invocar sino el derecho de su privacidad, cuyo privilegio se funda en el honor que esta posesión deroga. Pues aquella que encarna la figura de gracia de la soberanía no podría acoger una inteligencia incluso privada sin interesar al poder, y no puede para con el soberano alegar el secreto sin entrar en la clandestinidad. Entonces la responsabilidad del autor de la carta pasa al segundo plano ante aquella que la detenta: pues a la ofensa a la majestad viene a añadirse en ella la más alta traición. Decimos: que la detenta, y no: que la posee. Pues se hace claro entonces que la propiedad de la carta no es menos impugnable para su destinataria que para cualquiera a cuyas manos pueda llegar, puesto que nada, en cuanto a la existencia de la carta, puede entrar en el orden sin que aquel a cuyas prerrogativas atenta haya juzgado de ello. Todo esto no implica sin embargo que porque el secreto de la carta es indefendible, la denuncia de ese secreto sea en modo alguno honorable. Los honesti homines, la gente de bien, no podrían salir del embrollo a tan bajo precio. Hay más de una religio, y todavía nos falta bastante para que los lazos sagrados dejen de tironearnos a diestra y siniestra. En cuanto al ambitus, el rodeo, como se ve, no es siempre la ambición la que lo inspira. Pues si hay aquí uno por el que pasamos, es el caso de decir que quien lo hereda no lo roba, puesto que, para serles franco, no hemos adoptado el título de Baudelaire con otra intención que la de marcar bien, no como suele enunciarse impropiamente el carácter convencional de significante, sino más bien su precedencia con respecto al significado. Esto no quita que Baudelaire, a pesar de su devoción, traicionó a Poe al traducir por «la carta robada» («la lettre volée) su título, que es: The purloined letter, es decir que utiliza una palabra lo bastante rara para que nos sea mas fácil definir su etimología que su empleo. To purloin, nos dice el diccionario de Oxford, es una palabra anglo-francesa, es decir compuesta del prefijo pur que se encuentra en purpose, propósito, purchase, provisión, purport, mira, y de la palabra del antiguo francés: loing, loigner, longé . Reconoceremos en el primer elemento el latín pro en cuanto que se distingue de ante porque supone un atrás hacia adelante del cual procede, eventualmente para garantizarlo, incluso para darse como aval (mientras que ante sale al paso a lo que viene a su encuentro): En cuanto a la segunda vieja palabra francesa: loigner, verbo del atributo de lugar au loing (o también longé), no quiere decir a lo lejos, sino a lo largo de; se trata pues de poner de lado (mettre de côté, que en francés significa guardar), o, para recurrir a otra locución familiar francesa que juega sobre los dos sentidos, de poner a la izquierda (mettre à gauche). Así nos vemos confirmados en nuestro rodeo por el objeto mismo que nos lleva a él: pues lo que nos ocupa es claramente la carta desviada o distraída, en el sentido en que se habla de distraer o malversar fondos (lettre détourndée), aquella cuyo trayecto ha sido prolongado (es literalmente la palabra inglesa), o esa carta retardada en el correo que el vocabulario postal francés llama «carta en sufrimiento» (lettre en souffrance).
He aquí pues, simple and odd como se nos anuncia desde la primera página, reducida a su más simple expresión la singularidad de la carta, que como el título lo indica, es el verdadero tema o sujeto del cuento: puesto que puede sufrir una desviación, es que tiene un trayecto que le es propio. Rasgo donde se afirma aquí su incidencia de significante. Pues hemos aprendido a concebir que el significante no se mantiene sino en un desplazamiento comparable al de nuestras bandas de anuncios luminosos o de las memorias rotativas de nuestras máquinas-de-pensar-como-los-hombres, esto debido a su funcionamiento alternante en su principio, el cual exige que abandonemos un lugar, a reserva de regresar circularmente. Esto es sin duda lo que sucede en el automatismo de repetición. Lo que Freud nos enseña en el texto que comentamos, es que el sujeto sigue el desfiladero de lo simbólico, pero lo que encuentran ustedes ilustrado aquí es todavía mas impresionante: no es sólo el sujeto sino los sujetos, tomados en su intersubjetividad, los que toman la fila, dicho de otra manera nuestras avestruces, a las cuales hemos vuelto ahora, y que, más dóciles que borregos, modelan su ser mismo sobre el momento que los recorre en la cadena significante. Si lo que Freud descubrió y redescubre de manera cada vez más abierta tiene un sentido, es que el desplazamiento del significante determina a los sujetos en sus actos, en su destino, en sus rechazos, en sus cegueras, en sus éxitos y en su suerte, a despecho de sus dotes innatas y de su logro social, sin consideración del carácter o el sexo, y que de buena o mala gana seguirá al tren del significante como armas y bagajes, todo lo dado de lo psicológico. Damos aquí en efecto de nueva cuenta en la encrucijada donde habíamos dejado nuestro drama y su ronda con la cuestión de la manera en que los sujetos se dan el relevo. Nuestro apólogo está hecho para mostrar que es la carta y su desviación la que rige sus entradas y sus papeles. Del hecho de que se encuentre «en sufrimiento», son ellos los que van a padecer. Al pasar bajo su sombra se convierten en su reflejo. Al caer en posesión de la carta -admirable ambigüedad del lenguaje-, es su sentido el que los posee. Esto es lo que nos muestra el héroe del drama que nos es contado aquí cuando se repite la situación misma que anudó su audacia una primera vez para su triunfo. Si ahora sucumbe a ella, es por haber pasado a la segunda fila de la triada de la que al principio fue el tercero al mismo tiempo que el ladrón: esto por la virtud del objeto de su rapto.
Pues si se trata, ahora como antes, de proteger la carta de las miradas, no puede dejar de emplear el mismo procedimiento que él mismo desenmascaró: ¿Dejarla a descubierto? Y podemos dudar de que sepa así lo que hace, viéndolo cautivado de inmediato por una relación dual en la que descubrimos todos los caracteres de la ilusión mimética o del animal que se hace el muerto, y, caído en la trampa de la situación típicamente imaginaria: ver que no lo ven, desconocer la situación real en que es visto por no ver. ¿Y qué es lo que no ve? Justamente la situación simbólica que el mismo supo ver tan bien, y en la que se encuentra ahora como visto que se ve no ser visto.
El Ministro actúa como hombre que sabe que la búsqueda de la policía es su defensa, puesto que se nos dice que le deja adrede el campo libre con sus ausencias: lo cual no quita que ignore que fuera de esa búsqueda, deja de estar defendido. Es el avestruco mismo del que fue artesano, si se nos permite hacer proliferar a nuestro monstruo, pero no puede ser por alguna imbecilidad si llega a ser su víctima. Es que al jugar la baza del que esconde, es el papel de la Reina el que tiene que adoptar, y hasta los atributos de la mujer y de la sombra, tan propicios al acto de esconder.
No es que reduzcamos a la oposición primaria de lo oscuro y de lo claro la pareja veterana del yin y del yang. Pues su manejo exacto implica lo que tiene de cegador el brillo de la luz, no menos que los espejeos de que se sirve la sombra para no soltar su presa. Aquí el signo y el ser maravillosamente desarticulados nos muestran cuál de los dos tiene la primacía cuando se oponen. El hombre bastante hombre para desafiar hasta el desprecio la temida ira de la mujer sufre hasta la metamorfosis la maldición del signo del que la ha desposeído. Pues este signo es sin duda el de la mujer, por el hecho de que en él hace ella valer su ser, fundándolo fuera de la ley, que la contiene siempre, debido al efecto de los orígenes en posición de significante, e incluso de fetiche. Para estar a la altura del poder de este signo, lo único que tiene que hacer es permanecer inmóvil a su sombra, encontrando en ello por añadidura, tal como la Reina, esa simulación del dominio del no-actuar que sólo el ojo de lince del Ministro ha podido traspasar. Una vez arrebatado este signo tenemos pues al hombre en su posesión: nefasta porque no puede sostenerse sino por el honor al que desafía, maldita por abocar al que la sostiene al castigo y al crimen, que uno y otro quebrantan su vasallaje a la Ley. Continuación…