Teorías de Freud: La sobredeterminación de la angustia de muerte (formulación lacaniana)

La sobredeterminación de la angustia de muerte.

Así, la angustia de castración que, desde la separación respecto de la madre, conduce al sujeto al desasimiento de sí mismo (por el temor de perder el símbolo viril o el objeto de amor, según Freud, o por los efectos del corte subjetal y la imposibilidad de expresarlo por el significante, según Lacan), atestigua la incapacidad del sujeto para paliar la fundamental condición prematura de su organización y para resolver el sentimiento nostálgico (Sehnsucht) que él conserva de un retorno fantasmático al seno materno. Pero si bien esa obsesión de la fusión original, lugar mítico de apaciguamiento absoluto de las tensiones, lleva extrañamente a pensar en la muerte, en el sentido de que ella conduciría a la homeostasis perfecta entre el organismo y el ambiente, no es desde esta perspectiva regresiva que Freud descubre, bajo la angustia de castración, el modelo último de la angustia de muerte, sino que lo hace más bien desde la perspectiva de los momentos de la organización simultánea del yo y la libido; en efecto, es en la despersonaiización del agente de la castración -dicho de otro modo, en el desplazamiento de la potencia primitivamente ligada a las figuras parentales, sobre la instancia superyoica interiorizada a continuación del período de latencia- donde Freud entrevé el pasaje de la angustia de castración a la angustia de conciencia, detrás de la cual se perfila la idea de la muerte cuando la fatalidad del destino reemplaza a la crueldad del superyó. «Para expresarlo en términos más generales -escribe Freud en Inhibición, síntoma y angustia-, es a la ira, al castigo del superyó, a la pérdida de su amor, a lo que el yo otorga valor de peligro, y a ello responde con la señal de la angustia. La forma última que toma esta angustia ante el superyó, me ha parecido, es la angustia de muerte (la angustia de supervivencia) (Todes – [Lebens] -Angst), la angustia ante el superyó proyectado en los poderes del destino.»
De modo que la angustia debida a la pérdida del amor parental, después desplazada sobre la autoridad, y que obliga al individuo a renunciar a satisfacer sus pulsiones, se transformaría en última instancia en angustia debida a la omnipotencia del superyó que incita al individuo a
castigarse a sí mismo, en la medida en que no puede ocultar a esta instancia, una vez
interiorizada, la persistencia de sus deseos en adelante prohibidos. Esto implica asimismo echar
luz sobre el origen del sentimiento de culpa, tan bien estudiado por Freud en los últimos capítulos
de El malestar en la cultura (1930), sentimiento que para aplacarse exige que el sujeto sufra un
castigo tanto más grande cuanto que la agresividad, sin cesar alimentada por la represión
excesiva de los instintos, es retomada por el superyó que, debido a este hecho, se torna
peligrosamente cruel. Entrevemos entonces la paradoja insoportable de la moral, que hace que el
dominio de lo pulsional, en lugar de resolver la angustia moral o el sentimiento de culpa, por el contrario, los acentúe de una manera tal que el individuo, para tratar de responder a ello, sólo puede castigarse cada vez con mayor violencia. Detrás de las conductas de fracaso y de los
comportamientos autodestructivos, se perfila la figura de la Muerte como último recurso que
cierra la interrogación sin cesar relanzada por el sujeto hacia lo que se le presenta como la
repetición de una fatalidad desdichada. La comparación que realiza Freud, en El yo y el ello,
entre la neurosis obsesiva y la melancolía, ilustra bien esta concepción que lleva al neurótico a demandar al psicoanalista que lo libere de su sentimiento de culpa, mientras que el melancólico lo
explica exclusivamente por el destino. Y si la angustia de castración se convierte en angustia de
conciencia una vez que la marca de las autoridades parentales es interiorizada en la instancia
superyoica, la angustia de muerte resultará de la acentuación económica de esta relación
instaurada entre el yo y el superyó cuando el yo se aparta en exceso de su investidura libidinal
en beneficio de un superyó desde entonces omnipotente.
«Mi opinión es que la angustia de muerte se desarrolla entre el yo y el superyó», concluye Freud en El yo y el ello; más adelante agrega: «El superyó subroga la función protectora y salvadora que antes el padre y luego la providencia o el destino. Pero el yo no puede sino extraer la misma conclusión cuando se encuentra ante un peligro real de una magnitud excesiva y que no cree poder vencer con sus propias fuerzas. Se ve abandonado por todos los poderes protectores y se deja morir. Ésta es por otra parte la misma situación que servía de fundamento al primer gran estado de angustia, el del nacimiento, y a la angustia-nostalgia (Selinsucht-Angst) infantil, la de la separación de la madre protectora». Además, la angustia de muerte coincide con esa angustia primitiva ligada al estado de derrelicción del pequeño ser humano, desde los puntos de vista económico y dinámico, como si el emplazamiento de las instancias intrapsíquicas no hiciera más que retomar, en un nivel más elaborado, la situación del nacimiento y la marca de la herencia filogenética que esa situación implica. Este efecto de «buclaje» de la angustia de muerte sobre la angustia de nacimiento, una vez realizado el recorrido freudiano, alienta sin duda la interpretación lacaniana, que sitúa el punto de angustia en el borde llamado a distinguir radicalmente lo real de lo que concierne a la expresión: dicho de otro modo, de lo que es propio del significante. En efecto, si la angustia «ante algo» indica, para Lacan, la angustia ante lo real, se trata del corte original en virtud del cual el sujeto ha cedido algo de sí, algo en adelante impensable e inaccesible, de lo cual sólo la experiencia de la falta continuará dando testimonio.
Además, la angustia desafía todo propósito de paliar la división constitutiva del sujeto; se la encuentra allí ya originada, y por esto significa la imposibilidad de acceder a la certidumbre de
una causa última, entendida como lugar ficticio del conocimiento. «Esta certidumbre, si se la
busca así en su verdadero fundamento –escribe Lacan en el Seminario X– se revela como lo que es: un desplazamiento, una certidumbre segunda, y el desplazamiento del que se trata es la
certidumbre de la angustia
De modo que, para retomar la formulación lacaniana, la angustia sería señal de «lo que no
engaña», de esa certidumbre inambigua que hace precisamente que todo objeto escape a ella. Y si bien esto contradice una definición del sujeto que permitía a la filosofía sentar las premisas de un conocimiento llamado a reducir progresivamente la angustia, ésta continúa no obstante inscribiéndose en el corazón de la problemática existencial, en el sentido de que el sujeto,
tomado en las redes del objeto parcial, núcleo organizador de su fantasma, se siente animado
por un deseo al cual no parece corresponder la falta. Es precisamente en esta
no-correspondencia entre el deseo y la falta donde Lacan situará el «punto de angustia»: «Esta
distancia del lugar de la falta en su relación con el deseo, como estructurado por el fantasma,
por la vacilación del sujeto en su relación con el objeto parcial, esta no-coincidencia de la falta de
que se trata con la función del deseo, si puedo decirlo, en acto, es lo que crea la angustia, y se
encuentra que la angustia sólo apunta a la verdad de la falta.» Testimonio de un tiempo cumplido desde este lado de la castración, caracterizado por la actualización de un goce indefinido, la angustia designará también ese momento de inhibición del sujeto que materializa la emergencia de un borde en función del cual ese sujeto no solamente apelará a un referente que se le escapa (el falo necesariamente sustraído: -j), sino que también constituirá la imagen especular
según la efigie del Otro. Así, por ejemplo, encontrarse de nuevo en presencia del
«Otro sí-mismo» que nos mira (dicho de otro modo, en presencia del doble presentificado en la
realidad, como ya lo evoca Freud en «Lo ominoso», en 1919) es volver a recorrer el borde
especular más allá del cual no cabe sino adivinar el alcance de una mirada sin límite. Ante una
visión tal, que reconduce al sujeto a la agresividad originaria del «es yo o el otro», se reconoce
el riesgo sintomático de la intención suicida, a menos que la angustia logre elaborarse
psíquicamente, permitiendo relativizar el alcance del ideal en el curso de un trabajo de duelo. Así delimita Lacan el lugar de la angustia en el final de su seminario, lugar finalmente llevado a la metapsicología bajo los auspicios de Kierkegaard, quien, más bien que indicar la orientación de los futuros análisis fenomenológicos de un Heidegger o un Sartre, habría reforzado, según Lacan (y ello por la audacia del filósofo, que osa atribuir a la angustia el alcance de un concepto) esa función-límite de la angustia entre lo real y lo simbólico.
Considerada por Freud como una reacción afectiva ante el peligro, la angustia tiene por lo tanto
la función de preparar los sistemas psíquicos para la organización defensiva. Su objeto, aunque
no es identificable, remitiría a la proximidad de un factor traumático que no se puede eliminar
siguiendo la norma del principio de placer (según la definición del trauma). Sin duda, Freud
conserva siempre, paralelamente a esta concepción, la idea de la transformación en angustia del exceso libidinal cuando éste no puede invertirse en la formación de un síntoma; el ejemplo de las neurosis actuales confirma esta eventualidad. Sin embargo, la importancia de la nueva concepción metapsicológica, que eleva la producción de la angustia a la categoría de una señal, y que hace del yo el lugar de esta operación, reside en una especie de inversión de la dinámica defensiva propuesta hasta ese momento para caracterizar las neurosis; en efecto, ya no es la represión lo que produce la angustia, sino la angustia lo que produce la represión, en el sentido de que, en tanto señal de displacer percibida por el yo, ella le permitirá utilizar diversos modos de defensa, entre ellos, en particular, la represión. La angustia aparece entonces como totalmente funcional en la economía del sujeto. Constitutiva de la organización psíquica, deja además entrever en términos más generales la fuente de los afectos en los sedimentos (Nierdershlüge) de acontecimientos traumáticos muy antiguos que, como lo da a entender Freud en Inhibición, síntoma y angustia, de acuerdo con el modelo de los accesos histéricos, serían entonces reactualizados como símbolos mnémicos (Erinnerungssymbole) en el curso de situaciones similares.
Para Lacan, en cambio, la angustia resultaría menos de una resurgencia traumática que de una vacilación de la estructura psíquica, en el sentido de que ésta tendería a aferrarse a momentos anteriores de su formación. Sea que se piense en la alucinación del dedo cortado del Hombre de los Lobos o en la experiencia de la imagen del doble, la amenaza que señala el peligro del retorno al caos, evocado de otro modo por el retorno al seno materno, surge siempre en la frontera de lo real. Además será el Otro, portador del significante, quien atestiguará sobre el corte necesario para la constitución del sujeto en una operación de alienación que este último se esforzará en deshacer. Allí encontrará su origen la angustia; a falta de poder dar cuenta de ese momento eminentemente metapsicológico a través del lenguaje, la angustia animará la dialéctica del deseo, en la que el sujeto no cesa de interrogarse sobre lo que él representa para el deseo del Otro.
«La función angustiante del deseo del Otro está ligada al hecho de que yo no sé qué objeto a soy para ese deseo», concluye Lacan en la última sesión de su seminario sobre la angustia. «La interpretación que ofrecemos considera siempre la mayor o menor dependencia de los deseos entre sí. Pero no está allí la confrontación con la angustia. No hay superación [surmontement] de la angustia sino cuando el Otro se ha nombrado.»