Tal es la descripción fenomenológica que se puede dar de lo que ocurre en la serie de experiencias que forman un psicoanálisis. Trabajo de ilusionista, se nos podría decir, si no tuviera por fruto, justamente, la resolución de una ilusión. En cambio, su acción terapéutica se debe definir esencialmente como un doble movimiento mediante el cual la imagen, primero difusa y quebrada, es regresivamente asimilada a lo real, para ser progresivamente desasimilada de lo real, es decir, restaurada en su realidad propia. Una acción que da testimonio de la eficiencia de esa realidad.
Pero, si no trabajo ilusorio, simple técnica, se nos dirá y, como experiencia, la menos favorable a la observación científica, pues se basa en las condiciones mas contrarias a la objetividad. ¿No acabamos de describirla como una constante interacción entre el observador y el objeto? Efectivamente, en el movimiento mismo le comunica el sujeto, con su intención que el observador está informado de ésta y hasta hemos insistido sobre la Índole primordial de esta vía inversamente, por la asimilación entre el mismo y la imagen- asimilación a la que favorece—, subvierte desde el origen la función de la imagen en el sujeto; con todo, sólo identifica a ésta en el progreso mismo de esa subversión: tampoco hemos ocultado en absoluto el carácter constitutivo de este proceso.
Esa ausencia de referencia fija en el sistema observado, y ese uso, para la observación, del movimiento subjetivo mismo, al que en todas partes se lo elimina como fuente del error, son, al parecer, otros tantos desafíos al método sano.
Además, permitasemos mencionar el desafío que se puede ver en ello para un buen uso. En la observación misma que nos proporciona, puede el observador esconder aquello que compromete a su persona: las intuiciones de sus hallazgos llevan, en otras partes, el nombre de delirio, y sufrimos al entrever de qué experiencias procede la insistencia de su perspicacia. Sin duda, los caminos por los que se descubre la verdad son insondables, y hasta ha habido matemáticos para confesar haber visto a ésta en sueños o haber tropezado con ella en alguna trivial colisión. Pero es decente exponer su descubrimiento cual si procediera de un comportamiento más conforme a la pureza de la idea. Como a la mujer de Cesar, a la ciencia no se la debe sospechar.
Por lo demás, hace mucho tiempo que el alto renombre del científico ya no corre riesgos; la naturaleza no podría ya develarse bajo figura humana alguna y cada progreso de la ciencia ha borrado de ella un rasgo antropomórfico.
Si creemos posible tratar con alguna ironía lo que las anteriores objeciones dejan traslucir en punto a resistencia afectiva, no nos consideramos eximidos de responder a su alcance ideológico. Sin extraviarnos en el terreno epistemológico, diremos desde ahora que la ciencia de la física por muy depurada que se presente de toda categoría intuitiva en sus modernos progresos, no deja traslucir, y por cierto que de un modo sorprendente, la estructura de la inteligencia que la ha construido. Si bien un Meyerson ha podido demostrarla sometida en todos sus procesos a la forma de la identificación mental -forma tan constitutiva del conocimiento humano, que la encuentra por reflexión en los itinerarios comunes del pensamiento—; si el fenómeno de la luz, digamos para suministrar el patrón de referencia y el átomo de acción, revela en ella una oscura relación con el sensorio humano, ¿no muestran acaso estos puntos, claro está que ideales, por los que la física se vincula al hombre, pero que son los polos en torno de los cuales ella gira, la mas inquietante homología con los ejes asignados al conocimiento humano, como ya lo hemos recordado, por una tradición reflexiva ajena al recurso de la experiencia?
De todos modos, el antropomorfismo que la física ha reducido, por ejemplo en la noción de fuerza, no es un antropomorfismo noético, sino psicológico: es, esencialmente, la proyección de la intención humana.. Trasladar la misma exigencia de reducción a una antropología a punto de nacer, imponerla, incluso, a sus fines más remotos, equivale a desconocer su objeto y a poner auténticamente de manifiesto un antropocentrismo de otro orden: el del conocimiento.
En efecto, el hombre mantiene con la naturaleza relaciones que se ven, por una parte, especificadas por las propiedades de un pensamiento identificatorio, así como, por la otra, por el uso de instrumentos o herramientas artificiales. Sus relaciones con su semejante proceden por vías mucho más directas; no señalamos en este caso al lenguaje, ni a las instituciones sociales elementales, que, sea cual fuere su génesis, se hallan en su estructura signadas de artificialismo. Pensamos en esa comunicación afectiva, esencial para el grupo social y que se manifiesta con suficiente inmediatez en el hecho de que es a su semejante a quien el hombre explota, que es en él en quien se reconoce, que a él está ligado por el lazo psíquico indeleble que perpetúa la miseria vital, verdaderamente específica de sus primeros años.
Estas relaciones pueden oponerse a las que constituyen, en sentido estrecho, el conocimiento, como relaciones de connaturalidad; con este término deseamos evocar su homología con esas formas más inmediatas, globales y adaptadas que caracterizan, en su conjunto, a las vinculaciones psíquicas del animal con su medio natural y mediante las cuales se distinguen de las mismas relaciones en el caso del hombre. Hemos de insistir respecto del valor de esta enseñanza de la psicología animal. Sea como fuere, la idea que hay en el hombre de un mundo unido a él por una relación armoniosa permite adivinar su base en el antropomorfismo del mito de la naturaleza. A medida que se cumple el esfuerzo que esta idea anima, la realidad de esa base se revela en la subversión siempre más amplia de la naturaleza, esa subversión que es la hominización del planeta: la «naturaleza» del hombre es su relación con el hombre.