Tesis IV: La agresividad es la tendencia correlativa de un modo de identificación que…
La experiencia objetiva del análisis inscribe inmediatamente sus resultados en la psicología concreta. Indiquemos solamente lo que aporta a la psicología de las emociones al mostrar la significación común de estados tan diversos como el temor fantasmático, la ira, la tristeza activa o la fatiga psicasténica.
Pasar ahora de la subjetividad de la intención a la noción de una tendencia a la agresión es dar el salto de la fenomenología de nuestra experiencia a la metapsicología.
Pero ese salto no manifiesta ninguna otra cosa sino una exigencia del pensamiento que, para objetivar ahora el registro de las reacciones. agresivas a falta de poder seriarlo en una variación cuantitativa; debe comprenderlo en una fórmula de equivalencia. Así es como lo hacemos con la noción de libido.
La tendencia agresiva se revela fundamental en cierta serie de estados significativos de la personalidad, que son las psicosis paranoides y paranoicas.
He subrayado en mis trabajos que se podía coordinar por su seriación estrictamente paralela la calidad de la reacción agresiva que puede esperarse de tal forma de paranoia con la etapa de la génesis mental representada por el delirio sintomático de esa misma forma. Relación que aparece aún mas profunda cuando, lo he mostrado para una forma curable: la paranoia de autocastigo, el acto agresivo resuelve la construcción delirante.
Así se seria de manera continua la reacción agresiva, desde la explosión brutal tanto como inmotivada del acto, a través de toda la gama de las formas de las beligerancias, hasta la guerra fría de las demostraciones interpretativas, paralelamente a las imputaciones de nocividad que, para no hablar del kakón oscuro al que el paranoide refiere su discordancia de todo contacto vital, se superponen desde la motivación, tomada del registro de un organismo muy primitivo, del veneno, hasta aquella otra, mágica, del maleficio, telepática, de la influencia, lesional, de la intrusión física, abusiva, del desarme de la intención, desposesiva, del robo del secreto, profanatoria, de la violación de la intimidad, jurídica, del prejuicio, persecutoria, del espionaje y de la intimidación, prestigiosa, de la difamación y del ataque al honor, reivindicadora, del daño y de la explotación.
Esta serie en la que reconocemos todas las envolturas sucesivas del estatuto biológico y social de la persona, he mostrado que consistía en cada caso en una organización original de las formas del yo y del objeto que quedan igualmente afectadas en su estructura y hasta en las categorías espacial y temporal en que se constituyen, vividos como acontecimientos en una perspectiva de espejismos, como afecciones con un acento de estereotipia que suspende su dialéctica.
Janet, que mostró tan admirablemente la significación de los sentimientos de persecución como momentos fenomenológicos, de las conductas sociales, no ha profundizado en su carácter común, que es precisamente que se constituyen por un estancamiento de uno de esos momentos, semejante en extrañeza a la figura de los actores cuando deja de correr la película.
Ahora bien, este estancamiento formal es pariente de la estructura mas general del conocimiento humano: la que constituye el yo y los objetos bajo atributos de permanencia, de identidad y de sustancialidad, en una palabra bajo formas de entidades o de «cosas» muy diferentes de esas gestalt que la experiencia nos permite aislar en lo movido del campo tendido según las Iíneas del deseo animal.
Efectivamente, esa fijación formal que introduce cierta ruptura de plano, cierta discordancia, entre el organismo del hombre y su Umwelt, es la condición misma que extiende indefinidamente su mundo y su poder, dando a sus objetos su polivalencia instrumental y su polifonía simbólica, su potencial también de armamento.
Lo que he llamado el conocimiento paranoico demuestra entonces responder en sus formas mas o menos arcaicas a ciertos momentos críticos, escondiendo la historia de la génesis mental del hombre, y que representan cada uno un estadio de la identificación objetivante.
Pueden entreverse sus etapas por la simple observación en el niño, en el que una Charlotte Buhler, una Elsa Kohler, y la escuela de Chicago a su zaga, nos muestran varios planos de manifestaciones significativas, pero a los que solo la experiencia analítica puede dar su valor exacto permitiendo reintegrar en ellos la relación subjetiva.
El primer plano nos muestra que la experiencia de sí en el niño pequeño, en cuanto que se refiere a su semejante, se desarroIla a partir de una situación vivida como indiferenciada. Así alrededor de la edad de ocho meses en esas confrontaciones entre niños, que, observémoslo, para ser fecundas apenas permiten una distancia de dos meses y medio de edad, vemos esos gestos de acciones ficticias con los que un sujeto rectifica el esfuerzo imperfecto del gesto del otro confundiendo su distinta aplicación, mas sincronías de la captación espectacular, tanto más notables cuanto que se adelantan a la coordinación completa de los aparatos motores que ponen en juego.
Así la agresividad que se manifiesta en las retaliaciones de palmadas y de golpes no puede considerarse únicamente como una manifestación lúdica de ejercicio de las fuerzas y de su puesta en juego para detectar el cuerpo. Debe comprenderse en un orden de coordinación mas amplio: el que subordinará las funciones de posturas tónicas y de tensión vegetativa a una relatividad social cuya prevalencia ha subrayado notablemente un Wallon en la constitución expresiva de las emociones humanas.
Más aún, yo mismo he creído poder poner de relieve que el niño en esas ocasiones anticipa en el plano mental la conquista de la unidad funcional de su propio cuerpo, todavía inacabado en ese momento en el plano de la motricidad voluntaria.
Hay aquí una primera captación por la imagen en la que se dibuja el primer momento de la dialéctica de las identificaciones. Está ligado a un fenómeno de Gestalt, la percepción muy precoz en el niño de la forma humana, forma que, ya se ve, fija su interés desde los, primeros meses, e incluso para el rostro humano desde el décimo día. Pero lo que demuestra el fenómeno de reconocimiento, implicando la subjetividad, son los signos de júbilo triunfante y el ludismo de detectación que caracterizan desde el sexto mes el encuentro por el niño de su imagen en el espejo. Esta conducta contrasta vivamente con la indiferencia manifestada por los animales, aun los que perciben esa imagen, el chimpancé por ejemplo, cuando han comprobado su vanidad objetal, y toma aún mas relieve por producirse a una edad en que el niño presenta todavía, para el nivel de su inteligencia instrumenta un retraso respecto del chimpancé, al que solo alcanza a los once meses.
Lo que he llamado el estadio del espejo tiene el interés de manifestar el dinamismo afectivo por el que el sujeto se identifica primordialmente con la Gestalt visual de su propio cuerpo: es, con relación a la incoordinación todavía muy profunda de su propia motricidad, unidad ideal, imago salvadora: es valorizada con toda la desolación original, ligada a la discordancia intraorgánica y relacional de la cría de hombre, durante los seis primeros meses, en los que lleva los signos, neurológicos y humorales, de una prematuración natal fisiológica.
Es esta captación por la imago de la forma humana, más que una Einfühlung cuya ausencia se demuestra de todas las maneras en la primera infancia, la que entre los seis meses y los dos años y medio domina toda la dialéctica del comportamiento del niño en presencia de su semejante. Durante todo ese período se registrarán las reacciones emocionales y los testimonios articulados de un transitivismo normal. El niño que pega dice haber sido pegado, el que ve caer llora. Del mismo modo es en una identificación con el otro como vive toda la gama de las reacciones de prestancia y de ostentación, de las que sus conductas revelan con evidencia la ambivalencia estructural, esclavo identificado con el déspota, actor con el espectador, seducido con el seductor.
Hay aquí una especie de encrucijada estructural, en la que debemos acomodar nuestro pensamiento para comprender la naturaleza de la agresividad en el hombre y su relación con el formalismo de su yo y de sus objetos. Esta relación erótica en que el individuo humano se fija en una imagen que lo enajena a sí mismo, tal es la energía y tal es la forma en donde toma su origen esa organización pasional a la que llamará su yo.
Esa forma se cristalizará en efecto en la tensión conflictual interna al sujeto, que determina el despertar de su deseo por el objeto del deseo del otro: aquí el concurso primordial se precipita en competencia agresiva; y de ella nace la triada del prójimo, del yo y del objeto, que, estrellando el espada de la comunicación espectacular, se inscribe en él según un formalismo que le es propio, y que domina de tal manera la Einfühlung afectiva que el niño a esa edad puede desconocer la identidad de las personas que le son mas familiares si le aparecen en un entorno enteramente renovado.
Pero si ya el yo aparece desde el origen marcado con esa relatividad agresiva, en la que los espíritus aquejados de objetividad podrán reconocer las erecciones emocionales provocadas en el animal al que un deseo viene a solicitar lateralmente en el ejercicio de su condicionamiento experimental, ¿como no concebir que cada gran metamorfosis instintual, escondiendo la vida del individuo, volverá a poner en tela de juicio su delimitación, hecha de la conjunción de la historia del sujeto con la impensable inneidad de su deseo?
Por eso nunca, salvo en un límite al que los genios más grandes no han podido nunca acercarse, es el yo del hombre reductible a su identidad vivida; y en las disrupciones depresivas de los reveses vividos de la interioridad, engendra esencialmente las negaciones mortales que lo coagulan en su formalismo «No soy nada de lo que me sucede. Tú no eres nada de lo que vale».
Por eso se confunden los dos momentos en que el sujeto se niega a si mismo y en que hace cargos al otro, y se descubre ahí esa estructura paranoica del yo que encuentra su análogo en las negaciones fundamentales, puestas en valor por Freud en los tres delirios de celo de erotomanía y de interpretación. Es el delirio mismo de la bella alma misántropa, arrojando sobre el mundo el desorden de su ser.
La experiencia subjetiva debe ser habilitada de pleno derecho para reconocer el nudo central de la agresividad ambivalente, que nuestro momento cultural nos da bajo la especie dominante del resentimiento, hasta en sus más arcaicos aspectos en el niño. Así por haber vivido en un momento semejante y no haber tenido que sufrir de esa resistencia behaviourista en el sentido, que nos es propio; san Agustín se adelanta al psicoanálisis al darnos una imagen ejemplar de un comportamiento tal en estor términos: «Vidi ego et expertus sum zelantem parvulum: nondum loquebatur et intuebatur pallidus amaro aspectu conlactaneum suum»; «Vi con mis propios ojos y conocí bien a un pequeñuelo presa de los celos. No hablaba todavía y ya contemplaba, todo pálido y con una mirada envenenada, a su hermano, de leche». Así anuda imperecederamente, con la etapa infans (de antes de la palabra) de la primera edad, la situación de absorción espectacular: contemplaba, la reacción emocional: todo pálido, y esa reactivación de las imágenes de la frustración primordial: y con una mirada envenenada, que son las coordenadas psíquicas y somáticas de la agresividad original!.
Sólo la señora Melanie Klein, trabajando en el niño en el Iimite mismo de tal aparición del lenguaje, se ha atrevido a proyectar la experiencia subjetiva en ese período anterior donde sin embargo la observación nos permite afirmar su dimensión, en el simple hecho por ejemplo de que un niño que no habla reacciona de manera diferente ante un castigo y a una brutalidad.
Por ella sabemos la función del primordial recinto imaginario formado por la imago del cuerpo maternal; por ella sabemos la cartografía, dibujada por la mano misma de los niños, de su imperio interior, y el atlas histórico de las divisiones intestinas en que las imagos del padre y de los hermanos reales o virtuales, en que la agresión voraz del sujeto mismo debaten su dominio deletéreo sobre sus regiones sagradas. Sabemos también la persistencia en el sujeto de esa sombra de los malos objetos internos, ligados a alguna accidental asociación (para utilizar un término respecto del cual sería bueno que pusiéramos en valor el sentido orgánico que le da nuestra experiencia, en oposición al sentido abstracto que conserva de la ideología humana). Con ello podemos comprender por qué resortes estructurales la reevocación de ciertas personas imaginarias la reproducción de ciertas inferioridades de situación pueden desconcertar del modo mas rigurosamente posible las funciones voluntarias en el adulto: a saber so incidencia fragmentadora sobre la imago de la identificación original.
Al mostrarnos lo primordial de la «posición depresiva», el extremo arcaísmo de la subjetivación de un kakón, Melanie Klein hace retroceder los límites en que podemos ver jugar la función subjetiva de la identificación, y nos permite particularmente situar como absolutamente original la primera formación del superyó.
Pero precisamente hay interés en delimitar la órbita en que se ordenan para nuestra reflexión teórica las relacionas que están lejos de haber sido elucidadas todas, de la tensión de culpabilidad, de la nocividad oral, de la fijación hipocondríaca, incluso de ese masoquismo primordial que excluimos de nuestra exposición, para aislar su noción una agresividad ligada a la relación narcisista y a las estructuras de desconocimiento y de objetivación sistemáticos que caracterizan a la formación del yo.
A la Urbild de esta formación aunque enajenante por su función extrañante, responde una insatisfacción propia, que depende de la integración de un desaliento orgánico, satisfacción que hay que concebir en la dimensión de una dehiscencia vital constitutiva del hombre y que hace impensable la idea de un medio que le esté preformado, libido «negativa» que hace resplandecer de nuevo la noción heracliteana de la Discordia, considerada por el efesio como anterior a la armonía.
Ninguna necesidad entonces de buscar más lejos la fuente de esa energía de la que Freud, a propósito del problema de la represión, se pregunta de dónde la toma el yo, para ponerla al servicio del «principio de realidad».
No cabe duda que proviene de la «pasión narcisista», no bien se concibe mínimamente al yo según la noción subjetiva que promovemos aquí por estar conforme con el registro de nuestra experiencia; las dificultades teóricas con que tropezó Freud nos parecen depender en efecto de ese espejismo de objetivación, heredado de la psicología clásica, que constituye la idea del sistema percepción-conciencia, y donde parece bruscamente desconocido el hecho de todo lo que el yo desatiende escotomiza desconoce en las sensaciones que le hacen reaccionar ante la realidad, como de todo lo que ignora, agota y anuda en las significaciones que recibe del lenguaje: desconocimiento bien sorprendente por atildar al hombre mismo que supo forzar los límites del inconsciente por el poder de su dialéctica.
Del mismo modo que la opresión insensata del superyó permanece en la raíz de los imperativos motivados de Ia conciencia moral, la furiosa pasión, que especifica al hombre, de imprimir en la realidad su imagen es el fundamento oscuro de las mediaciones racionales de la voluntad.
La noción de una agresividad como tensión correlativa de la estructura narcisista en el devenir del sujeto permite comprender en una función muy simplemente formulada toda clase de accidentes y de atipias de este devenir.
Indicaremos aquí cómo concebimos su enlace dialéctico con la función del complejo de Edipo. Este en su normalidad es de sublimación, que designa muy exactamente una modificación identificatoria del sujeto, y, como lo escribió Freud apenas hubo experimentado la necesidad de una coordinación «tópica» de los dinamismos psíquicos, una identificación secundaria por introyección de la imago del progenitor del mismo sexo.
La energía de esta identificación está dada por el primer surgimiento biológico de la libido genital. Pero es claro que el efecto estructural de identificación con el rival no cae por su propio peso, salvo en el plano de la fábula, y no se concibe sino a condición de que esté preparado por una identificación primaria que estructura al sujeto como rivalizando consigo mismo. De hecho, la nota de impotencia biológica vuelve a encontrarse aquí, así como el efecto de anticipador característico de la génesis del psiquismo humano, en la fijación de un «ideal» imaginario que el análisis ha mostrado decidir de la conformación del «instinto» al sexo fisiológico del individuo. Punto, dicho sea de paso, cuyo alcance antropológico nunca subrayaríamos bastante. Pero lo que nos interesa aquí es la función que llamaremos pacificante del ideal del yo, la conexión de su normatividad libidinal con una normatividad cultural, ligada desde los albores de la historia a la imago del padre. Aquí yace evidentemente el alcance que sigue teniendo la obra de Freud Tótem y tabú, a pesar del círculo mítico que la vida, en cuanto que hace derivar del acontecimiento mitológico a saber del asesinato del padre, la dimensión subjetiva que le da su sentido, la culpabilidad.
Freud en efecto nos muestra que la necesidad de una participación, que neutraliza el conflicto inscrito después del asesinato en la situación de rivalidad entre hermanos, es el fundamento de la identificación con el Tótem paterno. Así la identificación edípica es aquella por la cual el sujeto trasciende la agresividad constitutiva de la primera indivi duación subjetiva. Hemos insistido en otro lugar en el paso que constituye en la instauración de esa distancia por la cual con los sentimientos del orden del respeto, se realiza todo un asumir afectivo del prójimo.
Solo la mentalidad antidialéctica de una cultura que, dominada por fines objetivantes, tiende a reducir al ser del yo toda la actividad subjetiva, puede justificar el asombro producido en un Van den Steinen por el boroboro que profiere: «Yo soy una guacamaya». Y todos los sociólogos de la «mentalidad primitiva» se ponen a atarearse alrededor de esta profesión de identidad, que sin embargo no tiene nada más sorprendente para la reflexión que afirmar: «Soy médico» o «Soy ciudadano de la República francesa», y presenta sin duda menos dificultades lógicas que promulgar: «Soy un hombre» lo cual en su pleno valor no puede querer decir otra cosa que esto: «Soy semejante a aquel a quien, al fundarlo como hombre, fundo para reconocerme como tal» ya que estas diversas fórmulas no se comprenden a fin de cuentas sino por referencia a la verdad del «Yo es otro» menos fulgurante a la intuición del poeta que evidente a la mirada del psicoanalista.
¿Quién sino nosotros volverá a poner en tela de juicio el estatuto objetivo de ese «yo» [je en la frase de Rimbaud], que tuvo una evolución histórica propia de nuestra cultura tiende a confundir con el sujeto? Esta anomalía merecería ser manifestada en sus incidencias particulares en todos los planos del lenguaje, y en primer lugar en ese sujeto gramatical de primera persona en nuestras lenguas, en ese «J’aime» del francés [o en la o final del «Amo» español], que hipostasía la tendencia en un sujeto que la niega. Espejismo imposible en las formas lingüísticas en que se sitúan las más antiguas, y en las que el sujeto aparece fundamentalmente en posición de determinativo o de instrumental de la acción.
Dejemos aquí la crítica de todos los abusos del cogito ergo sum, para recordar que el yo, en nuestra experiencia, representa el centro de todas las resistencias a la cura de los síntomas.
Tenía que suceder que el análisis, después de haber puesto el acento sobre la integración de las tendencias excluidas por el yo, en cuanto subyacentes a los síntomas a los que atacó primeramente, ligados en su mayoría a los aspectos fallidos de la identificación edípica, llegase a descubrir la dimensión «moral» del problema.
Y paralelamente pasaron al primer plano, por una parte el papel desempeñado por las tendencias agresivas en la estructura de los síntomas y de la personalidad, por otra parte toda clase de concepciones «valorizantes» de la libido liberada, entre las cuales una de las primeras se debe a los psicoanalistas franceses bajo el registro de la oblatividad.
Es claro en efecto que la libido genital se ejerce en el sentido de un rebasarniento, ciego por lo demás, del individuo en provecho de la especie, y que sus efectos sublimadores en la crisis del Edipo están en las fuentes de todo el proceso de la subordinación cultural del hombre. Sin embargo no se podría acentuar demasiado el carácter irreductible de la estructura narcisista y la ambigüedad de una noción que tendería a desconocer la constancia de la tensión agresiva en toda vida moral que supone la sujeción a esa estructura: ahora bien, ninguna oblatividad podría liberar su altruismo. Y por eso La Rochefoucauld pudo formular su máxima, en la que su rigor está acorde con el tema fundamental de su pensamiento, sobre la incompatibilidad del matrimonio y de las delicias.
Dejaríamos degradarse el filo de nuestra experiencia de engañarnos, si no nuestros pacientes, con una armonía preestablecida cualquiera, que liberarla de toda inducción agresiva en el sujeto los conformismos sociales que la reducción de los síntomas hace posibles.
Y una muy diferente penetración mostraban los teóricos de la Edad Media, que debatían el problema del amor entre los dos polos de una teoría «física» y de una teoría «extática», que implicaban ambas la reabsorción del yo del hombre, ya sea por su reintegración en un bien universal, ya sea por la efusión del sujeto hacia un objeto sin alteridad.
Es en todas las fases genéticas del individuo, en todos los grados de cumplimiento humano en la persona donde volvemos a encontrar ese momento narcisista en el sujeto, en un antes en el que debe asumir una frustración libidinal y un después en el que se trasciende en una sublimación normativa.
Esta concepción nos hace comprender la agresividad implicada en los efectos de todas las regresiones, de todos los abortos, de todos los rechazos del desarrollo típico en el sujeto, y especialmente en el plano de la realización sexual, más exactamente en el interior de cada una de las grandes fases que determinan en la vida humana las metamorfósis libidinales cuya función mayor ha sido demostrada por el análisis: destete, Edipo, pubertad, madurez, o maternidad, incluso clímax involutivo. Y hemos dicho a menudo que el acento colocado primero en la doctrina sobre las retorsiones agresivas del conflicto edípico en el sujeto respondía al hecho de que los efectos del complejo fueron vislumbrados primero en los aspectos fallidos de su solución.
No se necesita subrayar que una teoría coherente de la fase narcisista esclarece el hecho de la ambivalencia propia de las «pulsiones parciales» de la escoptofilia del sadomasoquismo y de la homosexualidad, no menos que el formalismo estereotípico y ceremonial de la agresividad que se manifiesta en ella: apuntamos aquí al aspecto frecuentemente muy poco «realizado» de la aprehensión del prójimo en el ejercicio de tales de esas perversiones, su valor subjetivo en el hecho bien diferente de las reconstrucciones existenciales, por lo demás muy impresionantes, que un Jean-Paul Sartre ha podido dar de ellas.
Quiero indicar también de pasada que la función decisiva que , concedemos a la imago del cuerpo propio en la determinación de la fase narcisista permite comprender la relación clínica entre las anomalías congénitas de la lateralización funcional (zurdera) y todas, las formas de inversión de la normalización sexual y cultural. Esto nos recuerda el papel atribuído a la gimnasia en el ideal «bello y bueno» de la educación antigua y nos lleva a la tesis social con la que concluímos.