Tesis V: Semejante movida de la agresividad como de una de las coordenadas intencionales…
Queremos únicamente aquí abrir una perspectiva sobre los veredictos que en el orden social actual nos permite nuestra experiencia. La prominencia de la agresividad en nuestra civilización,quedaría ya suficientemente demostrada por el hecho de que se la confunde habitualmente en la moral media con Ia virtud de la fortaleza. Entendida con toda justicia como significativa de un desarrollo del yo, se la considera de un uso social indispensable y tan comúnmente aceptada en las costumbres que es necesario, para medir su particularidad cultural, compenetrarse del sentido de las virtudes eficaces de una práctica como la del yang en la moral pública y privada de los chinos.
Si ello no fuera superfluo, el prestigio de la idea de la lucha por la vida quedaría suficientemente atestiguado por el éxito de una teoría que ha podido hacer aceptar a nuestro pensamiento una selección fundada únicamente sobre la conquista del espacio por el animal como una explicación valida de los desarrollos de la vida. De este modo el éxito de Darwin parece consistir en que proyecta las predaciones de la sociedad victoriana y la euforia económica que sancionaba para ella la devastación social que inauguraba a la escala del planeta, en que las justifica mediante la imagen de un laissez-faire de los devorantes mas fuertes en su competencia por su presa natural.
Antes que él, sin embargo, un Hegel había dado para siempre la teoría de la función propia de la agresividad en la ontología humana, profetizando al parecer la ley de hierro de nuestro tiempo. Es del conflicto del Amo y del Esclavo de donde deduce todo el progreso subjetivo y objetivo de nuestra historia, haciendo surgir de esas crisis las síntesis que representan las formas mas elevadas del estatuto de la persona en Occidente, desde el estoico hasta el cristiano y aún hasta el ciudadano futuro del Estado Universal.
Aquí el individuo natural es considerado como una nonada, puesto que el sujeto humano lo es en efecto delante del Amo absoluto que le está dado en la muerte. La satisfacción del deseo humano solo es posible mediatizada por el deseo y el trabajo del otro. Si en el conflicto del Amo y del Esclavo es el reconocimiento del hombre por el hombre lo que está en juego, es también sobre una negación radical de los valores naturales como este reconocimiento es promovido, ya se exprese en la tiranía estéril del amo o en la tiranía fecunda del trabajo.
Se sabe que armazón dio esta doctrina profunda al espartaquismo constructivo del esclavo recreado por la barbarie del siglo darwiniano.
La relativización de nuestra sociología por la recopilación científica de las formas culturales que derruimos en el mundo, y asimismo los análisis, marcados con rasgos verdaderamente psicoanalíticos, en los que la sabiduría de un Platón nos muestra la dialéctica común a las pasiones del alma y de la ciudad, pueden esclarecernos sobre las razones de ésta barbarie. Es a saber, para decirlo en la jerga que responde a nuestros enfoques de las necesidades subjetivas del hombre, la ausencia creciente de todas en esas saturaciones del suporyó y del ideal del yo que se realizan en todo clase de formas orgánicas de las sociedades tradicionales, formas que van desde los ritos de la intimidad cotidiana hasta las fiestas periódicas en que se manifiesta la comunidad. Ya solo las conocemos bajo los aspectos mas netamente degradados. Mas aún, por abolir la polaridad cósmica de los principios macho y hembra, nuestra sociedad conoce todas las incidencias psicolósicas propias del fenómeno moderno llamado de la lucha de los sexos. Comunidad inmensa, en el límite entre la anarquía «democrática» de las pasiones y su nivelación desesperada por el «gran moscardón alado» de la tiranía narcisista, está claro que la promoción del yo en nuestra existencia conduce, conforme a la concepción utilitarista del hombre que la secunda, a realizar cada vez más al hombre como individuo, es decir en un aislamiento del alma cada vez más emparentado con su abandono original.
Correlativamente, al parecer, queremos decir por razones cuya contingencia histórica se apoya en una necesidad que algunas de nuestras consideraciones permiten vislumbrar, estamos comprometidos en una empresa técnica a la escala de la especie: el problema es saber si el conflicto del Amo y del Esclavo encontrará, su solución en el servicio de la máquina, para la que una psicotécnica, que se muestra ya preñada de aplicaciones más y más precisas, se dedicará a proporcionar conductores de bólidos y vigilantes de centrales reguladoras
La noción del papel de las simetría espacial en la estructura narcisista del hombre es esencial para echar los cimientos de un análisis psicológico del espacio, del que aquí no podremos sino indicar el lugar. Digamos que la psicología animal nos ha revelado que la relación del individuo con cierto campo espacial es en ciertas especies detectada socialmente, de una manera que la eleva a la categoría de pertenencia subjetiva. Diremos que es la posibilidad subjetiva de la proyección en espejo de tal campo en el campo del otro lo que da al espacio humano su estructura originalmente «geométrica», estructura que llamaríamos de buena gana caleidoscópica.
Tal es por lo menos el espacio donde se desarrolla la imaginería del yo, y que se une al espacio objetivo de la realidad.
¿Nos ofrece sin embargo un puerto seguro? Ya en el «espacio vital» en el que la competencia humana se desarrolla de manera cada vez mas apretada, un observador estelar de nuestra especie llegaría a la conclusión de unas necesidades de evación de singulares efectos. Pero la extensión conceptual a la que pudimos creer haber reducido lo real ¿no parece negarse a seguir dando su apoyo al pensamiento físico? Así por haber llevado nuestro dominio hasta los confines de la materia, ese espacio «realizado» que nos hace parecer ilusorios los grandes espacios imaginarios donde se movían los libres juegos de los antiguos sabios ¿no va a desvanecerse a su vez en un rugido del fondo universal?
Sabemos, sea como sea, por dónde procede nuestra adaptación a estas exigencias, y que la guerra muestra ser más y más la comadrona obligada y necesaria de todos los progresos de nuestra organización. De seguro, la adaptación de los adversarios en su oposición social parece progresar hacia un concurso de formas, pero podemos preguntarnos si está motivado por una concordancia con la necesidad o por esa identificación cuya imagen Dante en su Infierno nos muestra en un beso mortal.
Por lo demás no parece que el individuo humano, como material de semejante lucha, esté absolutamente desprovisto de defectos Y la detección de los «malos objetos internos», responsables de las reacciónes (que pueden ser muy costosas en aparatos) de la inhibición y de la huida hacia adelante, detección a la que hemos aprendido recientemente a proceder para los elementos de choque, de la caza, del paracaídas y del comando, prueba que la guerra, después de habernos enseñado mucho sobre la génesis de las neurosis, se muestra tal vez demasiado exigente en cuanto a sujetos cada vez más neutros en una agresividad cuyo patetismo es indeseable.
No obstante tenemos también aquí algunas verdades psicológicas que aportar: a saber, hasta qué punto el pretendido «instinto de conservación» del yo flaquea facilmente en el vértigo del dominio del espacio, y sobre todo hasta que punto el temor de la muerte, del «Amo absoluto», supuesto en la conciencia por toda una tradición filosófica desde Hegel, está psicológicamente subordinado al temor narcisista de la lesión del cuerpo propio.
No nos parece vano haber subrayado la relación que sostiene con la dimensión del espacio una tensión subjetiva, que en el malestar de la civilización viene a traslaparse con la de la angustia, tan humanamente abordada por Freud y que se desarrolla en la dimensión temporal. Esta también la esclareceremos gustosos con las significaciones contemporáneas de dos filosofías que responderían a las que acabamos de evocar: la de Bergson por su insuficiencia naturalista y la de Kierkegaard por su significación dialéctica.
Sólo en la encrucijada de estas dos tensiones debería abordarse ese asumir el hombre su desgarramiento original, por el cual puede decirse que a cada instante constituye su mundo por medio de su suicidio, y del que Freud tuvo la audacia de formular la experiencia psicológica, por paradójica que sea su expresión en términos biológicos, o sea como «instinto de muerte».
En el hombre «liberado» de la sociedad moderna, vemos que este desgarramiento revela hasta el fondo del ser su formidable cuarteadura. Es la neurosis del autocastigo, con los síntomas histéricos-hipocondríacos de sus inhibiciones funcionales, con las formas psicasténicas de sus desrealizaciones del prójimo y del mundo, con sus secuencias sociales de fracaso y de crimen. Es a esta víctima conmovedora, evadida por lo demás irresponsable en ruptura con la sentencia que condena al hombre moderno a la más formidable galera, a la que recogemos cuando viene a nosotros, es a ese ser de nonada a quien nuestra tarea cotidiana consiste en abrir de nuevo la vía de su sentido en una fraternidad discreta por cuyo rasero somos siempre demasiado desiguales.