Estas líneas fueron pronunciadas el 28 de septiembre de 1946, como contribución a las Jornadas psiquiátricas de Bonneval. Henri Ey había puesto en el orden del día de estas conversaciones el tema de «la psicogénesis». El conjunto de las ponencias y de la discusión fue publicado en un volumen titulado: El problema de la psicogénesis de las neurosis y de las psicosis, editado por Desclée de Brouwer. El siguiente relato abrió la reunión.
Crítica de una teoría organicista de la locura: el órgano-dinamismo de Henri Ey.
Invitado por nuestro anfitrión, hace ya tres años, a explicarme ante ustedes sobre la causalidad psíquica, se me ha puesto en una doble situación. Me he visto llamado a formular una posición radical del problema: la que se supone que es la mía, y que en efecto lo es. Y debo hacerlo en una discusión que ha llegado a un grado de elaboración al que no he concurrido. Pienso responder apuntando directamente a ambos aspectos, sin que nadie pueda exigirme ser completo.
Durante varios años me he apartado de todo propósito de expresarme. La humillación de nuestro tiempo, bajo los enemigos del género humano, me alejaba de ello, y después de Fontenelle me he abandonado a la fantasía de tener los puños llenos de verdades para cerrarlos mejor sobre ellos. Confieso esta ridiculez porque marca los límites de un ser en el momento en que éste va a dar testimonio. ¿Habría que denunciar en ello algún desfallecimiento ante lo que de nosotros exige el movimiento del mundo, si nuevamente se me ha ofrecido la palabra en el momento mismo en que se revela hasta para los menos clarividentes que una vez más la infatuación del poder no ha hecho mas que servir a la astucia de la Razón? Júzguese con toda libertad cuanto puede sufrir mi búsqueda.
Por lo menos, no he pensado en faltar a las exigencias de la verdad, alegrándome de que se pueda defender aquí a ésta en las formas corteses de un torneo del habla.
Por eso he de inclinarme primeramente ante un esfuerzo de pensamiento y enseñanza que representa el honor de una vida y el fundamento de una obra, Y si le recuerdo a nuestro amigo Henri Ey que debido a nuestras primeras defensas teóricas hubimos de entrar por el mismo lado en la liza, no lo hago tan sólo para asombrarme de que hoy nos hallemos en tan opuestos puntos.
A decir verdad, desde la publicación, en L’Encéphale de 1936, de su hermoso trabajo, realizado en colaboración con Julíen Rouart, «Ensayo de aplicación de los principios de Jackson a una concepción dinámica de la neuropsiquiatria», venia yo comprobando -mi ejemplar muestra huellas de lo que digo- todo cuanto lo acercaba y debía acercarlo cada vez mas a una doctrina de la perturbación mental que considero incompleta y falsa y que se designa a sí misma en psiquiatría con el nombre de organicismo.
Rigurosamente, el órgano-dinamismo de Henri Ey se incluye con toda validez en ésta doctrina por el mero hecho de no poder relacionar la génesis de la perturbación mental en su condición de tal, ya sea funcional o lesional en su naturaleza, global o parcial en su manifestación y tan dinámica como se la supone en su resorte, con otra cosa que no sea el juego de los aparatos constituidos en la extensión interior del tegumento del cuerpo. El punto crucial es, desde mi punto de vista, que ese juego, por muy energético e integrante que se lo conciba, descansa siempre, en último análisis, en una interacción molecular dentro del modo de la extensión partes extra partes en que se construye la física clásica, quiero decir, dentro de ese modo que permite expresar esta interacción en la forma de una relación entre función y variable, que es lo que constituye su determinismo.
El organicismo va enriqueciéndose desde las concepciones mecanicistas hasta las dinamistas y hasta, incluso, las guestaltistas, y la concepción tomada de Jackson por Henri Ey se presta, desde luego, a ese enriquecimiento, al que su discusión misma ha contribuido: no sale de los límites que acabo de definir, y esto es lo que, desde mi punto de vista, vuelve desdeñable su diferencia con la posición de mi maestro Clérambault o la de Guiraud, habiéndose ya precisado que la posición de estos dos autores ha revelado un valor psiquiátrico que me parece el menos desdeñable, y ya veremos en qué sentido.
De todas maneras, Henri Ey no puede renegar del marco en que lo encierro. Basado en una referencia cartesiana, a la que ciertamente ha reconocido y cuyo sentido le ruego captar bien, este marco no designa otra cosa que el hecho de recurrir a la evidencia de la realidad física, tan válida para éI como para todos nosotros desde que Descartes la basó sobre la noción de extensión. En términos de Henri Ey, las «funciones energéticas» no entran menos en ese marco que las «funciones instrumentales», puesto que escribe «que hay no solo posibilidad, sino también necesidad de indagar las condiciones químicas, anatómicas, etc.» del proceso cerebral generador, específico de la enfermedad mental, o incluso «las lesiones que debilitan los procesos energéticos, necesarios para el despliegue de las funciones psíquicas».
Ello cae, por lo demás, de su propio peso, y no hago más que indicar de un modo eliminar la frontera que, a mi entender, pone entre nosotros.
Dicho lo cual, voy ante todo a aplicarme a una crítica del órgano-dinamismo de Henri Ey, no para decir que su concepción no se pueda sostener, cosa suficientemente desmentida aquí por la presencia de todos nosotros, sino para demostrar, en la explicitación auténtica que debe tanto al rigor intelectual de su autor como a la calidad dialéctica de estos debates, que no tiene los caracteres de la verdadera idea.
Tal vez sorprenda que pase yo por encima del tabú filosófico que afecta a la noción de lo verdadero en la epistemología científica desde que allí se difundieron las tesis especulativas llamadas pragmatistas. Hemos de ver que la cuestión de la verdad condiciona en su esencia al fenómeno de la locura y que, de querer soslayarlo, se castra a este fenómeno de la significación, con cuyo auxilio pienso mostrar que aquél tiene que ver con el ser mismo del hombre.
Para el uso crítico que haré luego de él, enseguida permaneceré cerca de Descartes, al plantear la noción de lo verdadero, con la célebre forma que le ha dado Spinoza: ldeo vera debet cum suo ideoto convenire. Una idea verdadera debe (el acento cae sobre esta palabra, que tiene el sentido de «es su necesidad, propia»), estar de acuerdo con lo que es ideado por ella.
La doctrina de Henri Ey proporciona la prueba de lo contrario, en el sentido de que, a medida que se desarrolla, presenta una creciente contradicción con su problema original y permanente.
Este problema, respecto del cual tiene Henri Ey el sorprendente mérito de haber sentido y asumido su alcance, es el que también se inscribe en los títolos que llevan sus producciones mas recientes el problema de los límites de la neorología y de la psiquiatría, que, desde luego, no tendría mas imprtancia que la relativa a cualquier otra especialidad médica si no comprometiera la originalidad propia del objeto de nuestra experiencia.
He mencionado la locura: felicito a Ey por mantener obstinadamente el término con todo lo que puede presentar de sospechoso, por su antiguo tufo sagrado, para quíenes querrían reducirlo de algún modo a la omnitudo realitatis.
Para hablar en términos concretos, ¿hay cosa alguna que distinga al alienado de los demás enfermos, como no sea el hecho de encerrarlo en un asilo, mientras que a éstos se los hospitaliza? ¿Ia originalidad de nuestro objeto es, acaso, de práctica (social), o de razón (científica)?
Estaba claro que Henrí Ey no podía sino alejarse de razón tal, desde el momento en que iba a buscarla en las concepciones de Jackson. Porque éstas, por notables que sean para su tiempo debido a sus exigencias totalitarias en cuanto a las funciones de relación del organismo, tienen por principio y fin reducir a una escala común de disoluciones perturbaciones neurológicas y perturbaciones psiquiátricas. Es esto en efecto lo que ha pasado y, aunque Ey haya aportado una sutil ortopedia a esa concepción, sus alumnos Hécaen, Follin y Bonnafé le demuestran con toda facilidad que ésta no permite distinguir, esencialmente, entre la afasia y la demencia, entre el algia funcional y la hipocondría, entre la alucinosis y las alucinaciones, ni aun entre cierta agnosia y determinado delirio.
Y también yo le planteo el problema, a proposito, por ejemplo, del célebre enfermo de Gelb y Goldstein, cuyo estudio han retomado por separado, bajo otros ángulos, Benary y Hochheimer: aquel enfermo, afectado por una lesión occipital que destruía las dos calcarinas, presentaba en torno de una ceguera psiquica perturbaciones electivas de todo el simbolismo categorial, tales como una abolición del comportamiento del mostrar, en contraste con la conservación del asir, alteraciones agnósicas muy altas, que se las debe concebir como una asimbolia de todo el campo perceptivo, y un déficit de la captación significativa en su carácter de tal, manifestado en la imposibilidad de comprender la analogía en un movimiento directo de la inteligencia, mientras que podía hallarla en una simetría verbal, gracidas a una singular «ceguera a la intuición del número» (según los técnicos de Hochheimer), que no por ello le impedía operarar mecánicamente con los números, y gracias a una absorción en lo actual, que lo volvía incapaz de toda asunción de lo ficticio, esto es, de todo razonamiento abstracto, y que con mucho mayor razón le cerraba todo acceso a lo especulativo.
Disolución verdaderamente uniforme, y del más alto nivel, que repercute, señalémoslo incidentalmente, hasta en su fondo sobre el comportamiento sexual, donde la inmediatez del proyecto se refleja en la brevedad del acto y a veces hasta en su posibilidad de interrupción indiferente.
¿No hallamos en ello la alteración negativa de disolución global y apical a la vez, no obstante que el rodeo órgano-clínico me parece suficientemente representado por el contraste entre la lesión localizada en la zona de proyección visual y la extensión del síntoma a toda la esfera del simbolismo?
¿Se me dirá que la falta de reacción de la personalidad que permanece en la alteración negativa es lo que distingue de una psicosis a ese enfermo evidentemente necrológico? Responderé que no, en absoluto. Porque ese enfermo, más allá de la actividad profesional rutinaria que ha conservado, expresa, por ejemplo, su nostalgia de las especulaciones religiosas y políticas, que se le han prohibido. En las pruebas médicas logra por un pelo alcanzar algunos de los objetivos que ya no comprende, «enchufándolos» en cierta medida mecánica, aunque deliberadamente, a los comportamientos que han permanecido posibles, y más asombrosa que el modo en que logra fijar su somatognosia, para recuperar algunos actos del mostrar, es la manera en que se aferra a ella, a tientas, con el stock del lenguaje para sobrepasar algunos de sus déficit agnósicos. Mas patética aún su colaboración con el médico en el análisis de sus perturbaciones, cuando hace algunos hallazgos de palabras (Anhaltspunkte, asideros, por ejemplo) para nombrar algunos de sus artificios.
Pregunto, pues, a Henri Ey: ¿en que distingue a ese enfermo de un loco? Queda a mi cargo, si no me da la razón en su sistema, poder dársela en el mío.
Si me responde con las perturbaciones noéticas de las disoluciones funcionales, le preguntaré en que difieren estas de lo que éI llama disoluciones globales.
De hecho, es la reacción de la personalidad, que en la teoría de Henri Ey aparece como específica de la psicosis, sea como fuere. Y aquí es donde esa teoría muestra su contradicción, y al mismo tiempo su debilidad, ya que, a medida que Ey desconoce de un modo más sistemático toda idea de psicogénesis, hasta el extremo de confesar en alguna parte que ya no puede siquiera comprender qué significa esta idea, le vemos recargar sus exposiciones con una descripción «estructural» cada vez mas sobrecargada de la actividad psíquica, en la que reaparece aún más paralizante la misma discordancia interna. Como voy a mostrarlo citándole.
Para criticar la psicogénesis, le vemos reducirla a esas formas de una idea que son tanto mas fácilmente refutables cuanto que se las va a buscar entre quienes son sus adversarios. Enumero con él: el choque emocional, concebido por los efectos fisiológicos; los factores reactivos, vistos dentro de la perspectiva constitucionalista; los efectos traumáticos inconscientes, en la medida en que, según él, hasta sus propios sostenedores los abandonan; la sugestión patógena, por fin, en la medida en que: (ahora cito) «los más indómitos organicistas y neurólogos, prescindamos de los nombres, se reservan esta válvula y admiten a título de excepcional evidencia una psicogénesis a la que expulsan integralmente de todo el resto de la patología».
He omitido sólo un término de la serie: la teoría de la regresión en el inconsciente, retenida entre las más serias, sin duda porque al menos aparentemente se presta a ser reducida, cito de nuevo, «a ese menoscabo del yo que todavia se confunde, en último análisis, con la noción de disolución funcional». Retengo, esta frase, repetida en cien formas en la obra de Henri Ey, por que gracias a ella voy a mostrar la debilidad radical de su concepción de la psicopatología.
Lo que acabo de enumerar resume, nos dice, los «hechos invocados» (términos textuales) para demostrar la psicogénesis. A Ey le resulta tan fácil destacar que esos hechos son «mas bien demostrativos de cualquier otra cosa» como a nosotros comprobar que una pocición tan cómoda no le ha de procurar mayor embarazo.
¿Por qué es menester que rápidamente, informado de las tendencias doctrinales con las que, a falta de hechos, parece que hay que relacionar «una pcicogénesis, lo cito, tan poco compatible con los hechos psicopatológicos», sea que debe hacerlas proceder de Descartes, atribuyendo a éste un dualismo absoluto introducido entre lo orgánico y lo psíquico? Cuanto a mí, siempre he creído, y en nuestras pláticas de juventud también Ey perecía saberlo, que más bien se trata de dualismo de la extensión y el pensamiento. Uno se asombra, en cambio, de que Henri Ey no busque apoyo en un autor para el cual el pensamiento solo puede errar en la medida en que en éI se admiten las ideas confusas determinadas por las pasiones del cuerpo.
Tal vez sea mejor, en efecto, que Henri Ey no fundamente cosa alguna en aliado tal, en quien parezco confiarme bastante. Pero ¡por favor!, que después de habérsenos producido psicogenetistas cartesianos de la talla de Babinski, André-Thomas y Lhermitte, no identifique «la intuición cartesiana fundamental» con un paralelismo psicofisiológico más digno de Taine que de Spinoza. Semejante alejamiento de las fuentes nos llevaría a creer que la influencia de Jackson es aún más perniciosa que lo que parece a primera vista.
Ya descalificado el dualismo imputado a Descartes, entramos sin transición, con una «teoría de la vida psíquica incompatible con la idea de una psicogénesis de las perturbaciones mentales», en el dualismo de Henri Ey, que se expresa íntegro en ésta frase terminal, cuyo acento resuena con un tono tan singularmente pasional; «Las enfermedades son insultos y trabas a la libertad, no están causadas por la actividad libre, es decir, puramente psicogenéticas».
Este dualismo de Henri Ey me parece más grave, en tanto supone un equivoco insostenible en su pensamiento. Me pregunto, efectivamente, si todo su análisis de la actividad psíquica no descansa en un juego de palabras entre su libre juego y su libertad. Añadamos a ello la palabra clave: despliegue.
Henri Ey asevera, con Goldstein, que «la integración es el ser». Desde ese momento. en esa integración necesita comprender no solo lo psíquico, sino todo el movimiento del espíritu, y, de síntesis en estructuras y de formas en fenómenos, implica con ello, en efecto, hasta los problemas existenciales, Hasta he creído -Dios me perdone- ver escrito con su pluma el término de «jerarquismo dialéctico», cuyo acoplamiento conceptual, creo, hubiera dejado patidifuso al lamentado Pichon mismo, y no es desacreditar la memoria de éste decir que hasta el alfabeto de Hegel hubo de seguir siendo para él letra muerta.
El movimiento de Henri Ey es atrayente, desde luego, pero no se lo puede seguir mucho tiempo, por la razón de que se percibe que la realidad de la vida psíquica se aplasta allí en ese nudo, siempre semejante y, efectivamente, siempre el mismo, que se aprieta siempre con mayor seguridad en torno del pensamiento de nuestro amigo, incluso a medida que se esfuerza por librarse de él, y que termina por sustraerle, por una reveladora necesidad, la verdad del psiquismo y la de la locura, juntas.
Cuando Henri Ey comienza a definir la tan maravillosa actividad psíquica como «nuestra adaptación personal a la realidad», me siento en el mundo de las visiones tan ciertas, que todos mis criterios se manifiestan como si fueran los de un principe clarividente. De veras, ¿de que no soy capaz en las alturas donde reino? Nada le es imposible al hombre, dice el campesino de Vaud con su acento inimitable: lo que no puede hacer, lo deja. Pero así Henri Ey me arrastre con su arte de «trayectoria psíquica» al «campo psíquico» y me invite a detenerme un instante con él para considerar la «trayectoria en el campo», persisto en mi felicidad, por la satisfacción de reconocer fórmulas parientes de las que fueron mías cuando, como exordio de mi tesis sobre las psicosis paranoicas, intentaba yo definir el fenómeno de la personalidad. Pero sin tomar en cuenta que no apuntamos a los mismos fines.
Claro está, tengo cierto tic que me lleva a leer que, «para el dualismo -siempre cartesiano, supongo-, el espíritu es un empirista sin existencia», recordando que el primer juicio de certidumbre que Descartes funda en la conciencia que de sí mismo tiene el pensamiento es un puro juicio de existencia: Cogito, ergo sum. Y me conmuevo ante la aserción de que, «para el materialismo, el espíritu es un epifenómeno», remitiéndome a esta forma del materialismo para la cual el espiritu inmanente a la materia se realiza por su movimiento.
Pero cuando, pasando a la conferencia de Henri Ey acerca de la noción de perturbaciones nerviosas, llego a «este nivel que caracteriza la creación de una causalidad propiamente psíquica» y me entero de que «en él se concentra la realidad del Yo» y de que, por ello, «se consuma la dualidad estructural de la vida psíquica, vida de relación entre el mundo y el Yo, animada por todo el movimiento dialéctico del espíritu, siempre afanado, en el orden de la acción tanto como en el orden teórico, a reducir, sin jamás lograrlo, esta antinomia, o por lo menos a tratar de conciliar y hacer concordar las exigencias de los objetos, del Prójimo, del cuerpo, del inconsciente y del sujeto consciente», entonces me despierto y protesto: el libre juego de mi actividad psíquica no implica en modo alguno que me afane tan penosamente, pues no hay antinomia ninguna entre los objetos que percibo y mi cuerpo, cuya percepción está justamente constituida por un acuerdo de los mas naturales con ello, mi inconsciente me lleva con la mayor tranquilidad del mundo a disgustos a que no pienso en ningún grado atribuirle, al menos hasta que me haga cargo de él por los refinados medios del picoanálisis, Y todo esto no me impide conducirme para con el prójimo con un egoísmo irreductible, siempre en la más sublime inconsciencia de mi sujeto consciente, ya que si no intento alcanzar la esfera embriagante de la oblatividad, cara a los psicoanalistas franceses, mi ingenua experiencia no me dará a retorcer cosa alguna de ese hilo que, con el nombre de amor propio, fue detectado por el genio perverso de La Rochefoucauld en la trama de todos los sentimientos humanos, aun en el del amor.
Realmente, toda esa «actividad psíquica» se me aparece entonces como un sueño, ¿y es acaso el sueño de un médico que mil y diez mil veces ha podido oír desenrollarse en su oído esa cadena bastarda de destino e inercia, de golpes de dados y estupor, de falsos éxitos y encuentros desconocidos, que constituye el texto corriente de una vida humana?
No, más bien es el sueño del fabricante de autómatas, del que en otros tiempos tan bien sabía Ey, conmigo, burlarse, diciéndome lindamente que en toda concepción organicista del psiquismo se halla, siempre disimulado, «el hombrecito que hay en el hombre», velando porque la máquina respondiera.
Tales caídas del nivel de la conciencia, tales estados hipnoides, tales disoluciones fisiológicas, ¿que otra cosa son, mi querido Ey, sino el hecho de que el hombrecito que hay en el hombre tiene dolor de cabeza, es decir, le duele al otro hombtecito, sin duda, que a su vez tiene aquel en su cabeza, y así hasta el infinito? Pues el antiguo argumento de Polixeno conserva su valor bajo cualquier modo que se tenga por dado el ser del hombre, sea en su esencia como idea, sea en su existencia como organismo.
Yo, así, ya no sueño, y ahora, cuando lea que, «proyectado en una realidad aun mas espiritual, se constituye el mundo de los valores ideales, ya no integrados, sino infinitamente integrantes: las creencias, el ideal, el programa vital, los valores del juicio lógico y de la conciencia moral», veo muy bien que hay, en efecto, creencias y un ideal que se articulan en el mismo psiquismo con un programa vital tan repugnante con respecto al juicio lógico como con respecto a la conciencia moral, para producir un fascista y a veces, más sencillamente, un imbécil o un ratero. Y saco la conclusión de que la forma integrada de esos ideales no implica para ellos culminación psíquica alguna, y que su acción integrante no tiene ninguna relación con su valor: o sea, que también en ello debe de haber error.
Desde luego, señores, no es mi propósito rebajar el alcance de vuestros debates, como tampoco los resultados a los que habíais llegado. Por la dificultad en juego, pronto tendría que ruborizarme de haberla subestimado. Al movilizar guestaltismo, behaviourismo, términos de estructura y fenomenología para poner a prueba el órgano-dinamismo, habéis mostrado recursos científicos que parezco desdeñar debido a principios quizá un tanto demasiado seguros y a una ironía sin duda algo intrépida. Es que me ha parecido que, al aligerar los términos puestos en la balanza, iba yo a ayudar mejor a desatar el nudo que he denunciado hace unos momentos. Pero para lograrlo plenamente en los espíritus apretados por él seria menester que Sócrates mismo tomara la palabra, o acaso, más bien, que yo os escuchase en silencio.
Porque la auténtica dialéctica en que comprometéis vuestros términos y que confiere su estilo a vuestra joven Academia es suficiente para garantizar el rigor de vuestro progreso. También yo me apoyo en ella y me siento en ella mucho más cómodo que en la reverencia idolátrica de las palabras que vemos reinar en otras partes, especialmente en el serrallo psicoanalítico. Cuidaos, no obstante, del eco que las vuestras puedan suscitar fuera del perímetro en que vuestra intención las animó.
El uso de la palabra requiere mucha más vigilancia en la ciencia del hombre en cualquier otra parte; pues compromete al ser mismo de su objeto.
Toda actitud insegura respecto a la verdad sabrá siempre desviar a nuestros términos de su sentido, y estas especies de abusos nunca son inocentes.
Publicáis -y pido disculpas por evocar una experiencia personal- un articulo sobre el «Más allá del principio de realidad» en el que la emprendéis nada menos que con el estatuto del objeto psicológico intentando sobre todo formular una fenomenología de la relación psicoanalítica tal cual se la vive entre médico y enfermo. Y desde el horizonte de vuestro círculo os llegan consideraciones acerca de la «relatividad de la realidad» que os inducen a sentir aversión por vuestra propia rúbrica.
Por ese sentimiento, lo sé, el gran espíritu de Politzer renunció a la expresión teórica donde iba a dejar su sello imborrable, para consagrarse a una acción que nos lo iba a arrebatar irreparablemente, pues no perdamos de vista, al exigir, después de él, que una psicología concreta se constituya en ciencia, que solo estamos en las postulaciones formales al respecto. Quiero decir que todavía no hemos podido formular la menor ley en la que se paute nuestra eficiencia.
Acaso en el punto de entrever el sentido operatorio de las huellas que ha dejado en las paredes de sus cavernas el hombre de la prehistoria puede acudir a nuestra mente la idea de que sabemos realmente menos que él acerca de lo que he de llamar, con toda intencionalidad, materia psíquica. A falta, pues, de poder, como Deucalión, hacer con piedras hombres, cuidémonos esmeradamente de transformar las palabras en piedras.
Sería desde luego hermoso que, gracias a una pura artimaña del espíritu, pudiésemos ver delinearse el concepto del objeto en que se fundara una psicología científica. La definición de concepto tal es lo que siempre he declarado necesario, lo que he anunciado como próximo, y, animado por el problema que me proponéis, voy a intentar proseguir exponiéndome hoy, a mi vez, a vuestras críticas.
La causalidad esencial de la locura…