Thn archn o ti cat lalw umin.
(traducción: Decíanle, pues: ¿tú quién eres? díjoles Jesus ¨pues ni más ni menos, eso mismo que os vengo diciendo¨) Evangelio según San Juan. VIII, 25. Haga palabras cruzadas.
Consejos a un joven psicoanalista.
Para retomar el hilo de lo que venimos diciendo, repitamos que es por reducción de la historia del sujeto particular como el análisis toca unas Gestalten relacionales que extrapola en un desarrollo regular; pero que ni la psicología genética, ni la psicología diferencial que pueden ser por ese medio esclarecidas, son de su incumbencia, por exigir condiciones de observación y de experiencia que no tienen con las suyas sino relaciones de homonimia.
Vayamos aun más lejos: lo que se destaca como psicología en estado bruto de la experiencia común (que no se confunde con la experiencia sensible más que para el profesional de las ideas) -a saber: en alguna suspensión de la cotidiana preocupación, el asombro surgido de lo que empareja a los seres en un desparejamiento que sobrepasa al de los grotescos de un Leonardo o de un Goya; o la sorpresa que opone el espesor propio de una piel a la caricia de una palma animada por el descubrimiento sin que todavía la embote el deseo- esto, puede decirse, es abolido en una experiencia arisca a estos caprichos, reacia a esos misterios.
Un psicoanálisis va normalmente a su término sin entregarnos más que poca cosa de lo que nuestro paciente posee como propio por su sensibilidad a los golpes y a los colores, de la prontitud de sus asimientos o de los puntos flacos de su carne, de su poder de retener o de inventar, aun de la vivacidad de sus gustos.
Esta paradoja es sólo aparente y no procede de ninguna carencia personal, y si se la puede motivar por las condiciones negativas de nuestra experiencia, tan sólo nos urge un poco más a interrogar a ésta sobre lo que tiene de positivo.
Pues no se resuelve en los esfuerzos de algunos que -semejantes a esos filósofos que Platón escarnece porque su apetito de lo real los lleva a besar a los árboles- van a tomar todo episodio donde apunte esa realidad que se escabulle por la reacción vivida de la que se muestran tan golosos. Porque son esos mismos los que, proponiéndose por objetivo lo que está más allá del lenguaje, reaccionan ante el "prohibido tocar" inscrito en nuestra regla por una especie de obsesión. No cabe dudar de que, en esta vía, husmearse recíprocamente se convierta en la quintsesencia de la reacción de transferencia. No exageramos nada: un joven psicoanalista en su trabajo de candidatura puede en nuestros días saludar en semejante subordinación de su sujeto, obtenida después de dos o tres años de psicoanálisis vano, el advenimiento esperado de la relación de objeto, y recoger por ello el dignus est intrare de nuestros sufragios, que avalan sus capacidades.
Si el psicoanálisis puede llegar a ser una ciencia -pues no lo es todavía-, y si no debe degenerar en su técnica -cosa que tal vez ya esté hecha- debemos recuperar el sentido de su experiencia.
Nada mejor podríamos hacer con este fin que volver a la obra de Freud. No basta declararse técnico para sentirse autorizado, por no comprender a un Freud III, a refutarlo en nombre de un Freud II al que se cree comprender, y la misma ignorancia en que se está de Freud I no excusa el que se considere a los cinco grandes psicoanálisis como una serie de casos tan mal escogidos como mal expuestos, aunque se mostrase asombro de que el grano de verdad que escondían se haya salvado. .
Vuélvase pues a tomar la obra de Freud en la Traumdeutung, para acordarse así de que el sueño tiene la estructura de una frase, o más bien, si hemos de atenernos a su letra, de un rébus, es decir de una escritura, de la que el sueño del niño representaría la ideografía primordial, y que en el adulto reproduce el empleo fonético y simbólico a la vez de los elementos significantes, que se encuentran asimismo en los jeroglíficos del antiguo Egipto como en los caracteres cuyo uso se conserva en China.
Pero aun esto no es mas que desciframiento del instrumento. Es en la versión del texto donde empieza lo importante, lo importante de lo que Freud nos dice que está dado en la elaboración del sueño, es decir en su retórica. Elipsis y pleonasmo, hiperbaton o silepsis, regresión, repetición, aposición, tales son los sintácticos, metáfora, catacresis, antonomasia, alegoría, metonimia y sinécdoque, las condensaciones semánticas en las que Freud nos enseña a leer las intenciones ostentatorias o demostrativas, disimuladoras o persuasivas, retorcedoras o seductoras, con que el sujeto modula su discurso onírico.
Sin duda ha establecido como regla que hay que buscar siempre en él la expresión de un deseo. Pero entendámoslo bien. Si Freud admite como motivo de un sueño que parece estar en contra de su tesis el deseo mismo de contradecirle en un sujeto que ha tratado de convencer, ¿cómo no llegará a admitir el mismo motivo para él mismo desde el momento en que, por haberlo alcanzado, es del otro (prójimo) de quien le retornaría su ley?
Para decirlo todo, en ninguna parte aparece más claramente que el deseo del hombre encuentra su sentido en el deseo del otro, no tanto porque el otro detenta las llaves del objeto deseado, sino porque su primer objeto es ser reconocido por el otro.
¿Quién de entre nosotros, por lo demás, no sabe por experiencia que en cuanto el análisis se adentra en la vía de la transferencia -y este es para nosotros el indicio de que lo es en efecto-, cada sueño del paciente se interpreta como provocación, confesión larvada o diversión, por su relación con el discurso analítico, y que a medida que progresa el análisis se reducen cada vez mas a la función de elementos del diálogo que se realiza en él?
En cuanto a la psicopatología de la vida cotidiana, otro campo consagrado por otra obra de Freud, es claro que todo acto fallido es un discurso logrado, incluso bastante lindamente puIido, y que en el lapsus es la mordaza la que gira sobre la palabra y justo con el cuadrante que hace falta para que un buen entendedor encuentre lo que necesita.
Pero vayamos derecho a donde el libro desemboca sobre el azar y las creencias que engendra, y especialmente a los hechos en que se dedica a demostrar la eficacia subjetiva de las asociaciones sobre números dejados a la suerte de una elección inmotivada, incluso de un sorteo al azar. En ninguna parte se revelan mejor que en semejante éxito las estructuras dominantes del campo psicoanalítico. Y el llamado hecho a la pasada a mecanismos intelectuales ignorados ya no es aquí sino la excusa de desaliento de la confianza total concedida a los símbolos y que se tambalea por ser colmada más allá de todo limite.
Porque si para admitir un síntoma en la psicopatología psicoanalítica, neurótico o no, Freud exige el mínimo de sobredeterminación que constituye un doble sentido, símbolo de un conflicto difunto más allá de su función en un conflicto presente no menos simbólico, si nos ha enseñado a seguir en el texto de las asociaciones libres la ramificación ascendente de esa estirpe simbólica, para situar por ella en los puntos en que las formas verbales se entrecruzan con ella los nudos de su estructura -queda ya del todo claro que el síntoma se resuelve por entero en un análisis del lenguaje, porque el mismo está estructurado como un lenguaje, porque es lenguaje cuya palabra debe ser librada.
A quien no ha profundizado en la naturaleza del lenguaje es al que la experiencia de asociación sobre los números podrá mostrarle de golpe lo que es esencial captar aquí, a saber el poder combinatorio que dispone sus equívocos, y para reconocer en ello el resorte propio del inconsciente.
En efecto si de unos números obtenidos por corte en la continuidad de las cifras del número escogido, de su casamiento por todas las operaciones de la aritmética, incluso de la división repetida del número original por uno de los números cisíparos, los números resultantes muestran ser simbolizantes entre todos en la historia propia del sujeto, es que estaban ya latentes en la elección de la que tomaron su punto de partida -y entonces si se refuta como supersticiosa la idea de que son aquí las cifras mismas las que han determinado el destino del sujeto, forzoso es admitir que es en el orden de existencia de sus combinaciones, es decir en el lenguaje concreto que representan, donde reside todo lo que el análisis revela al sujeto como su inconsciente.
Veremos que los filólogos y los etnógrafos nos revelan bastante sobre la seguridad combinatoria que se manifiesta en los sistemas completamente inconscientes con los que tienen que vérselas, para que la proposición aquí expresada no tenga para ellos nada de sorprendente.
Pero si alguien siguiese siendo reacio a nuestra idea, recurriríamos, una vez mas, al testimonio de aquel que, habiendo descubierto el inconsciente, no carece de títulos para ser creído cuando señala su lugar: no nos dejará en falta.
Pues por muy dejada de nuestro interés que esté -y por ello mismo-, El chiste y su relación con lo inconsciente sigue siendo la obra mas incontrovertible por ser la más transparente donde: el efecto del inconsciente nos es demostrado hasta los confines de su finura; y el rostro que nos revela es el mismo del espíritu en la ambigüedad que le confiere el lenguaje, donde la otra cara de su poder de regalía es la "salida", por la cual su orden entero se anonada en un instante -salida en efecto donde su actividad creadora devela su gratuidad absoluta, donde su dominación sobre lo real se expresa en el reto del sinsentido, donde el humor, en la gracia malvada del espíritu libre, simboliza una verdad que no dice su última palabra.
Hay que seguir en los rodeos admirablemente urgentes de las líneas de este libro el paseo al que Freud nos arrastra por ese jardín escogido del más amargo amor.
Aquí todo es sustancia, todo es perla. El espíritu que vive como desterrado en la creación de la que es el invisible sostén, sabe que es dueño en todo instante de anonadarla. Formas altivas o pérfidas, dandistas o bonachonas de esa realeza escondida, de todas ellas, aun de las más despreciadas Freud sabe hacer brillar el esplendor secreto. Historias del casamentero recorriendo los ghettos de Moravía, figura difamada de Eros y como éI hijo de la penuria y del esfuerzo, guiando por su servicio discreto la avidez del mentecato, y de pronto escarneciéndolo con una re plica iluminante en su sinsentido: "Aquel que deja escapar así la verdad", comenta Freud, "está en realidad feliz de arrojar la máscara."
Es en efecto la verdad la que por su boca arroja aquí la máscara, pero es para que el espíritu adopte otra mas engañosa, la sofística que no es mas que estratagema, la lógica que no es más que trampa, lo cómico incluso que aquí no llega sino a deslumbrarle. El espíritu está siempre en otro sitio, "El espíritu supone en efecto una condicionalidad subjetiva tal…: no es espíritu sino lo que yo acepto como tal", prosigue Freud, que sabe de que habla.
En ninguna otra parte la intención del individuo es en efecto más manifiestamente rebasada por el hallazgo del sujeto; en ninguna parte se hace sentir mejor la distinción que hacemos de uno y otro; puesto que no solo es preciso que algo me haya sido extraño en mi hallazgo para que encuentre en éI mi placer, sino que es preciso que siga siendo así para que tenga efecto. Lo cual torna su lugar por la necesidad, tan bien señalada por Freud, del tercer oyente siempre supuesto, y por el hecho de que el chiste no pierde su poder en su transmisión al estilo indirecto. En pocas palabras, apunta al lugar del Otro el amboceptor que esclarece el artificio de la palabra chisporroteando en su suprema alacridad.
Una sola razón de caída para el espíritu: la chatura de la verdad que se explica.
Ahora bien, esto concierne directamente a nuestro problema. El desprecio actual por las investigaciones sobre la lengua de los símbolos, que se lee con sólo mirar los sumarios de nuestras publicaciones de antes y después de los años l920, no responde para nuestra disciplina a nada menos que a un cambio de objeto, cuya tendencia a alinearse con el nivel más chato de la comunicación, para armonizarse con los objetivos nuevos propuestos a la técnica, habrá de responder tal vez del balance bastante macilento que los mas lúcidos alzan de sus resultados.
¿Cómo agotaría en efecto la palabra el sentido de la palabra, o por mejor decir con el logicismo positivista de Oxford, el sentido del sentido, sino en el acto que lo engendra? Así el vuelco goetheano de su presencia en los orígenes: "Al principio fue la acción", se vuelca a su vez: era ciertamente el verbo el que estaba en el principio, y vivimos en su creación, pero es la acción de nuestro espíritu la que continúa esa creación renovándola siempre. Y no podemos volvernos hacia esa acción sino dejándonos empujar cada vez mas adelante por ella.
No lo intentaremos por nuestra parte sino sabiendo que ésta es su vía…
Nadie puede alegar ignorar la ley; esta fórmula transcrita del humorismo de un Código de Justicia expresa sin embargo la verdad en que nuestra experiencia se funda y que ella confirma. Ningún hombre la ignora en efecto, puesto que la ley del hombre es la ley del lenguaje desde que las primeras palabras de reconocimiento presidieron los primeros dones, y fueron necesarios los dánaos detestables que vienen y huyen por el mar para que los hombres aprendiesen a temer a las palabras engañosas con los dones sin fe. Hasta entonces, para los Argonautas pacíficos que unen con los nudos de un comercio simbólico los islotes de la comunidad, estos dones, su acto y sus objetos, su erección en signos y su fabricación misma, están tan mezclados con la palabra que se los designa con su nombre.
¿Es en esos dones, o bien en las palabras de consigna que armonizan con ellos su sinsentido saludable, donde comienza el lenguaje con la ley? Porque esos dones son ya símbolos, en cuanto que el símbolo quiere decir pacto, y en cuanto que son en primer lugar significantes del pacto que constituyen como significado: como se ve bien en el hecho de que los objetos del intercambio simbólico, vasijas hechas para quedar vacías, escudos demasiado pesados para ser usados, haces que se secarán, picas que se hunden en el suelo, están destinados a no tener uso, si no es que son superfluos por su abundancia.
¿Esta neutralización del significante es la totalidad de la naturaleza del lenguaje? Tomado así, se encontraría su despuntar entre las golondrinas de mar, por ejemplo, durante el pavoneo, y materializada en el pez que se pasan de pico en pico y en el que los etólogos, si hemos de ver con ellos en esto el instrumento de una puesta en movimiento del grupo que sería un equivalente de la fiesta, tendrían justificación para reconocer un símbolo.
Se ve que no retrocedemos ante una búsqueda fuera del dominio humano de los orígenes del comportamiento simbólico. Pero no es ciertamente por el camino de una elaboración del signo, el que emprende después de tantos otros el señor Jules H. Massermann, en el que nos detendremos un instante, no sólo por el tono vivaz con que traza su desarrollo, sino por la acogida que ha encontrado entre los redactores de nuestra publicación oficial, que contorme a una tradición tomada de las agencias de empleos, no descuidan nunca nada de lo que pueda proporcionar a nuestra disciplina "buenas referencias".
Imagínense, un hombre que ha reproducido la neurosis expe-ri-men-tal-men-te en un perro atado a una mesa y por que medios ingeniosos: un timbre, el plato de carne que éste anuncia, y el plato de manzanas que llega a contratiempo, y no lo digo todo. No será él, por lo menos él mismo nos lo asegura, quien se deje enredar con las "amplias rumiaciones", que así es como lo expresa, que los filósofos han consagrado al problema del lenguaje. El nos lo va a agarrar por los cuernos.
Figúrense que por un condicionamiento juicioso de sus reflejos, se obtiene de un mapache que se dirija hacia donde se guarda su comida cuando se le presenta la tarjeta donde puede leerse su menú. No se nos dice si lleva mención de los precios, pero se añade este rasgo convincente: que, por poco que le haya decepcionado el servicio regresará a destrozar la tarjeta demasiado prometedora, como lo haría con las cartas de un infiel una amante irritada (sic).
Tal es uno de los arcos por los que el autor hace pasar la carretera que conduce de la señal al símbolo. Se circula por ella en doble sentido, y el sentido de regreso no muestra menores obras de arte.
Porque si en el hombre asocia usted a la proyección de una luz viva delante de sus ojos el ruido de un timbre, y luego el manejo de éste a la emisión de la orden: contraiga (en inglés: contract), llegará usted a que el sujeto, modulando él mismo esa orden, murmurándola, bien pronto simplemente produciéndola en su pensamiento, obtenga la contracción de su pupila, o sea una reacción del sistema del que se dice que es autónomo por ser ordinariarnente inaccesible a los efectos intencionales. Así el señor Hudgins, si hemos de creer a nuestro autor, "ha creado en un grupo de sujetos una configuración altamente individualizada de reacciones afines y viscerales del símbolo ideico (idea-symbol) "contract", una respuesta que podría traerse a través de sus experiencias particulares hasta una fuente en apariencia lejana, pero en realidad básicamente fisiológica: en este ejemplo, simplemente la protección de la retina contra una luz excesiva". Y el autor concluye: "La significación de tales experiencias para la investigación psicosomática y lingüística no necesita ni siquiera mas elaboración."
Hubiéramos tenido curiosidad sin embargo, por nuestra parte, de enterarnos de si los sujetos así educados reaccionan también ante la enunciación del mismo vocablo articulado en las Iocuciones: marriage contract, bridge-contract, breach of contract, incluso progresivamente reducida a la emisión de su primera sílaba: contract, contrac, contra, contr… Ya que la contraprueba, exigible en estricto método, se ofrece aquí por sí misma en la murmuración entre dientes de esta sílaba por el lector francés que no hubiese sufrido otro condicionamiento que la viva Iuz proyectada sobre el problema por el señor Jules H. Massermann. Preguntaríamos entonces a éste si los efectos así observados en los sujetos condicionados le seguiría pareciendo que pueden prescindir tan fácilmente de ser elaborados. Porque o bien ya no se producirían, manifestando así que no dependen ni siquiera condicionalmente del semantema, o bien seguirían produciéndose, planteando la cuestión de los límites de éste.
Dicho de otra manera, harían aparecer en el instrumento mismo de la palabra la distinción del significante y del significado, tan alegremente confundida por el autor en el término idea-symbol. Y sin necesidad de interrogar las reacciones de los sujetos condicionados a la orden don’t contract, incluso a la conjugación entera del verbo to contract, podríamos hacer notar al autor que lo que define como perteneciente al lenguaje un elemento cualquiera de una lengua, es que se distingue como tal para todos los usuarios de esa lengua en el conjunto supuesto constituido por los elementos homólogos.
Resulta de ello que los efectos particulares de ese elemento del lenguaje están ligados a la existencia de ese conjunto, anteriormente a su nexo posible con toda experiencia particular del sujeto. Y que considerar este último nexo fuera de toda referencia al primero, consiste simplemente en negar en ese elemento la función propia del lenguaje.
Recordatorio de principios que evitaría tal vez a nuestro autor descubrir con una ingenuidad sin par la correspondencia textual de las categorías de la gramática de su infancia en lo relaciones de la realidad.
Este monumento de ingenuidad, por lo demás de una especie bastante común en estas materias, no merecería tantos cuidados si no fuese obra de un psicoanalista, o mas bien de alguien que empareja como por casualidad todo lo más opuesto que se produce, en cierta tendencia del psicoanálisis, bajo el título de teoría del ego o de técnica de análisis de las defensas, a la experiencia freudiana, manifestando así a contrario la coherencia de una sana concepción del lenguaje con el mantenimiento de ésta. Pues el descubrimiento de Freud es el del campo de las incidencias, en la naturaleza del hombre, de sus relaciones con el orden simbólico, y el escalamiento de su sentido hasta Ias instancias más radicales de la simbolización en el ser. Desconocerlo es condenar el descubrimiento al olvido, la experiencia a la ruina.
Y asentamos como una afirmación que no podría separarse de la seriedad de nuestro desarrollo actual, que la presencia del mapache evocado mas arriba en el sillón donde la timidez de Freud, si hemos de creer a nuestro autor, habría confinado al analista colocándolo detrás del diván, nos parecería preferible a la del sabio que sostiene sobre la palabra y el lenguaje semejante discurso.
Porque el mapache por lo menos, por la gracia de Jacques Prevert ("una piedra, dos casas, tres ruinas, cuatro enterradores, un jardín, unas flores, un mapache"), ha entrado para siempre en el bestiario poético y participa como tal en su esencia de la función eminente del símbolo, pero el ser a nuestra semejanza que profesa así el desconocimiento sistemático de esa función, se excluye para siempre de todo lo que puede por ella ser llamado a la existencia Y entonces, la cuestión del Iugar que corresponde al susodicho semejante en la clasificación natural nos parecería que no incumbe sino a un humanismo que no viene a cuento, si su discurso, cruzándose con una técnica de la palabra de la que nosotros tenemos la custodia, no hubiese de ser demasiado fecundo, a despecho de engendrar en ella monstruos estériles. Sépase por lo tanto, puesto que además se jacta de desafiar el reproche de antropomorfismo, que éste sería el último término que se nos ocurriría para decir que hace de su ser la medida de todas las cosas.
Volvamos a nuestro objeto simbólico que es por su parte muy consistente en su materia, si bien ha perdido el peso de su uso pero cuyo sentido imponderable acarreará desplazamientos de algún peso. ¿Está pues allí la ley y el lenguaje? Tal vez no todavía.
Porque incluso si apareciese entre las golondrinas algún cacique que, embuchándose el pez simbólico ante las otras golondrinas picoabiertas, inaugurase esa explotación de Ia golondrina por la golondrina cuya fantasía alguna vez nos complacimos en hilar, esto no bastaría para reproducir entre ellas esa fabulosa historia, imagen de la nuestra, cuya epopeya alada nos mantuvo cautivos en la isla de los pingüinos, y faltaría bastante para hacer un universo "golondrinizado".
Este "bastante" completa el símbolo para hacer de él el lenguaje. Para que el objeto simbólico liberado de su uso se convierta en la palabra liberada del hic et nunc, la diferencia no es de la calidad, sonora, de su materia, sino de su ser evanescente donde el símbolo encuentra la permanencia del concepto.
Por la palabra que es ya una presencia hecha de ausencia la ausencia misma viene a nombrarse en un momento original cuya recreación perpetua captó el genio de Freud en el juego del niño. Y de esta pareja modulada de la presencia y de la ausencia, que basta igualmente para constituir el rastro sobre la arena del trazo simple y del trazo quebrado de los koua mánticos de China, nace el universo de sentido de una lengua donde el universo de las cosas vendrá a ordenarse.
Por medio de aquello que no toma cuerpo sino por ser el rastro de una nada y cuyo sostén por consiguiente no puede alterarse, el concepto, salvando la duración de lo que pasa, engendra la cosa.
Pues no es decir bastante todavía decir que el concepto es la cosa misma, lo cual puede demostrarlo un niño contra la escuela. Es el mundo de las palabras el que crea el mundo de las cosas, primeramente confundidas en el hic et nunc del todo en devenir, dando su ser concreto a su esencia, y su lugar en todas partes a lo que es desde siempre: cthma ez aei (traducción; literalmente: cosa de siempre)
El hombre habla pues, pero es porque el símbolo lo ha hecho hombre. Si en efecto dones sobreabundantes acogen al extranjero que se ha dado a conocer, la vida de los grupos naturales que constituyen la comunidad esta sometida a las reglas de Ia alianza, ordenando el sentido en que se opera el intercambio de las mujeres, y a las prestaciones recíprocas que la alianza determina: como dice el proverbio sironga, un pariente por alianza es un muslo de elefante. La alianza está presidida por un orden preferencial cuya ley, que implica los nombres de parentesco, es para el grupo, como el lenguaje, imperativa en sus formas; pero inconsciente en su estructura. Pero en esta estructura cuya armonía o cuyos callejones sin salida regulan el intercambio restringido o generalizado que discierne allí el etnólogo, el teórico asombrado encuentra toda la lógica de las combinaciones así las leyes del número, es decir del símbolo mas depurado, muestran ser inmanentes al simbolismo original. Por lo menos es la riqueza de las formas en que se desarrollan las estructuras llamadas elementales del parentesco, la que las hace allí legibles. Y esto deja pensar que acaso sea tan sólo nuestra inconsciencia de su permanencia la que nos permite creer en la libertad de las elecciones en las estructuras llamadas complejas de la alianza bajo cuya ley vivimos. Si la estadística deja ya entrever que esa libertad no se ejerce al azar, a que una lógica subjetiva la orientaría en sus efectos.
Es en efecto en este sentido en el que se dirá que el complejo de Edipo, en cuanto que reconocemos siempre que recubre con su significación el campo entero de nuestra experiencia, en nuestro desarrollo, marca los Iímites que nuestra disciplina asigna a la subjetividad: a saber, lo que el sujeto puede conocer de su participación inconsciente en el movimiento de las estructuras complejas de la alianza, verificando los efectos simbólicos en su existencia particular del movimiento tangencial hacia el incesto que se manifiesta desde el advenimiento de una comunidad universal.
La ley primordial es pues la que, regulando la alianza, sobrepone. el reino de la cultura al reino de la naturaleza entregado a la ley del apareamiento. La prohibición del incesto no es sino su pivote subjetivo, despojado por la tendencia moderna hasta reducir a la madre y a la hermana los objetos prohibidos a la elección del sujeto, aunque por lo demás no toda licencia quede abierta de ahí en adelante.
Esta ley se da pues a conocer suficientemente como idéntica a un orden de lenguaje. Pues ningún poder sin las denominaciones de parentesco tiene alcance de instituir el orden de las preferencias y de los tabúes que anudan y trenzan a través de las generaciones el hilo de las estirpes. Y es en efecto la confusión de las generaciones lo que, en la Biblia como en todas las leyes tradicionales, es maldecido como la abominación del verbo y la desolación del pecador.
Sabemos efectivamente que devastación, que va hasta isla asociación de la personalidad del sujeto, puede ejercer ya una filiación falsificada, cuando la constricción del medio se aplica a sostener la mentira. Puede no ser menor cuando, casándose un hombre con la madre de la mujer de la que ha tenido un hijo, éste tenga por hermano un niño hermano de su madre. Pero si después -y el caso no es inventado- es adoptado por el matrimonio compasivo de una hija de un matrimonio anterior del padre, se encontraría siendo una vez más medio hermano de su nueva madre, y pueden imaginarse los sentimientos complejos con que esperar, el nacimiento de un niño que será a la vez su hermano y su sobrino, en esta situación repetida.
Asimismo el simple desnivel en las generaciones que se produce por un niño tardío nacido de un segundo matrimonio y cuya madre joven resulta contemporánea de un hermano mayor; puede producir efectos que se acercan a éstos, y es sabido que éste era el caso de Freud.
Esa misma función de la identificación simbólica por la cual el primitivo cree reencarnar al antepasado homónimo y que determina incluso en el hombre moderno una recurrencia alternada de los caracteres, introduce pues en los sujetos sometidos a estas discordancias de la relación paterna una disociación del Edipo en la que debe verse el resorte constante de sus efectos patógenos. Incluso en efecto representada por una sola persona, la función paterna concentra en sí relaciones imaginarias y reales, siempre más o menos inadecuadas a la relación simbólica que la constituye esencialmente.
En el nombre del padre es donde tenemos que reconocer el sostén de la función simbólica que, desde el albor de los tiempos históricos, identifica su persona con la figura de la ley. Esta concepción nos permite distinguir claramente en el análisis de un caso los efectos inconscientes de esa función respecto de las relaciones narcisistas, incluso respecto de las reales que el sujeto, sostiene con la imagen y la acción de la persona que la encarna, y de ello resulta un modo de comprensión que va a resonar en la conducción misma de las intervenciones. La práctica nos ha confirmado su fecundidad, tanto a nosotros como a los alumnos a quienes hemos inducido a este método. Y hemos tenido a menudo la oportunidad en los controles o en los casos comunicados de subrayar las confusiones nocivas que engendra su desconocimiento.
Así, es la virtud del verbo la que perpetúa el movimiento de la Gran Deuda cuya economía ensancha Rabelais, en una metáfora célebre, hasta los astros. Y no nos sorprendería que el capítulo en el que nos presenta con la inversión macarrónica de los nombres de parentesco una anticipación de los descubrimientos etnográficos, nos muestre en éI la substantífica adivinación del misterio humano que intentamos elucidar aquí.
Identificada con el hau sagrado o con el mana omnipresente, la Deuda inviolable es la garantía de que el viaje al que son empujados mujeres y bienes trae de regreso en un cielo infalible a su punto de partida otras mujeres y otros bienes, portadores de una entidad idéntica: símbolo cero, dice Levi-Strauss que reduce a la forma de un signo algebraico el poder de la Palabra.
Las símbolos envuelven en efecto la vida del hombre con una red tan total, que reúnen antes de que él venga al mundo a aquellos que van a engendrarlo "por el hueso y por la carne", que aportan a su nacimiento con los dones de los astros, si no con los dones de las hadas, el dibujo de su destino, que dan las palabras que lo harán fiel o renegado, la Iey de los actos que lo seguirán incluso hasta donde no es todavía y más allá de su misma muerte, y que por ellos su fin encuentra su sentido en el juicio final en el que el verbo absuelve su ser o lo condena -salvo que se alcance la realización subjetiva del ser-para-la-muerte.
Servidumbre y grandeza en que se anonadaría el vivo, si el deseo no preservase su parte en las interferencias y las pulsaciones que hacen converger sobre él los hielos del lenguaje, cuando la confusión de las lenguas se mezcla en todo ello y las órdenes se contradicen en los desgarramientos de la obra universal.
Pero este deseo mismo para ser satisfecho en el hombre, exige ser reconocido, por la concordancia de la palabra o por la lucha de prestigio, en el símbolo o en lo imaginario.
Lo que está en juego en un psicoanálisis es el advenimiento en el sujeto de la poca realidad que este deseo sostiene en éI en comparación con los conflictos simbólicos y las fijaciones imaginarias como medio de su concordancia, y nuestra vía es la experiencia intersubjetiva en que ese deseo se hace reconocer.
Se ve entonces que el problema es el de las relaciones en el sujeto de la palabra y del lenguaje.
Tres paradojas en esas relaciones se presentan en nuestro dominio.
En la locura, cualquiera que sea su naturaleza, nos es forzoso reconocer, por una parte, la libertad negativa de una palabra que ha renunciado a hacerse reconocer, o sea lo que llamamos, obstáculo a la transferencia, y, por otra parte, la formación singular de un delirio que -fabulatorio, fantástico o cosmológico: interpretativo, reivindicador o idealista- objetiva al sujeto en un lenguaje sin dialéctica.
La ausencia de la palabra se manifiesta aquí por los estereotipos de un discurso donde el sujeto, podría decirse, es hablado más que habla el: reconocemos en éI los símbolos del inconsciente bajo formas petrificadas que, al lado de las formas embalsamadas con que se presentan los mitos en nuestras recopilaciones, encuentran su lugar en una historia natural de estos símbolos. Pero es un error decir que el sujeto los asume: la resistencia a su reconocimiento no es menor que en la neurosis, cuando el sujeto es inducido a ello por una tentativa de cura.
Notemos de pasada que valdría la pena ubicar en el espacio social los lugares que la cultura ha asignado a estos sujetos, especialmente en cuanto a su destinación a servicios sociales aferentes al lenguaje, pues no es inverosímil que se demuestre en ello uno de los factores que designan a esos sujetos para los efectos de ruptura producida por las discordancias simbólicas características de las estructuras complejas de la civilización.
El segundo caso está representado por el campo privilegiado del descubrimiento psicoanalítico: a saber los síntomas, la inhibición y la angustia, en la economía constituyente de las diferentes neurósis.
La palabra es aquí expulsada del discurso concreto que ordena la conciencia, pero encuentra su sostén o bien en las funciones naturales del sujeto, por poco que una espina orgánica introduzca esa hiancia de su ser individual en su esencia, que hace de la enfermedad la entrada del vivo en la existencia del sujeto, o bien en las imágenes que organizan en el límite del Umwelt y del Innenwelt su estructuración relacional.
El síntoma es aquí el significante de un significado reprimido de la conciencia del sujeto. Símbolo escrito sobre la arena de la carne y sobre el velo de Maya, participa del lenguaje por la ambigüedad semántica que hemos señalado ya en su constitución.
Pero es una palabra de ejercicio pleno, porque incluye el discurso del otro en el secreto de su cifra.
Descifrando esta palabra fue como Freud encontró la lengua primera de los símbolos, viva todavía en el sufrimiento del hombre de la civilización (Das Unbehagen in der Kultur).
Jeroglíficos de la histeria, blasones de la fobia, laberintos de la Zwangsneurose; encantos de la impotencia, enigmas de la inhibición, oráculos de la angustia; armas parlantes del carácter, sellos del autocastigo, disfraces de la perversión; tales son los hermetismos que nuestra exégesis resuelve, los equívocos que nuestra invocación disuelve, los artificios que nuestra dialéctica absuelve, en una liberación del sentido aprisionado que va desde la revelación del palimpsesto hasta la palabra dada del misterio y el perdón de la palabra.
La tercera paradoja de la relación del lenguaje con la palabra es la del sujeto que pierde su sentido en las objetivaciones del discurso. Por metafísica que parezca su definición, no podemos desconocer su presencia en el primer plano de nuestra experiencia. Pues es ésta la enajenación más profunda del sujeto de la civilización científica y es ella la que encontramos en primer lugar cuando el sujeto empieza a hablarnos de él: por eso, para resolverla enteramente, el análisis debería ser llevado hasta ,el término de la sabiduría.
Para darle una formulación ejemplar, no podríamos encontrar terreno más pertinente que el uso del discurso corriente, haciendo observar que el "ce suis-je" [esto soy] de tiempos de Villon se ha invertido en el "c’ est moi" [soy yo; literalmente, "esto es yo"] del francés moderno.
El yo del hombre moderno ha tomado su forma, lo hem« indicado en otro lugar, en el callejón sin salida dialéctico del "alma bella" que no reconoce la razón misma de su ser en el desorden que denuncia en el mundo.
Pero una salida se ofrece al sujeto para la resolución de este callejón sin salida donde delira su discurso. La comunicación puede establecer, para para éI validamente en la obra común de la ciencia y en los empleos que ella gobierna en la civilización universal; esta comunicación será efectiva en el interior de la enorme objetivación constituida por esa ciencia, y le permitirá olvidar su subjetividad. Colaborará eficazmente en la obra común en su trabajo cotidiano y llenará sus ocios con todos los atractivos de una cultura profusa que, desde la novela policíaca hasta las memorias históricas, desde las conferencias educativas hasta la ortopedia de las relaciones de grupo, le dará ocasión de olvidar su existencia y su muerte, al mismo tiempo que de desconocer en una falsa comunicación el sentido particular de su vida.
Si el sujeto no recobrase en una regresión, a menudo llevada hasta el estadio del espejo, el recinto de un estadio donde su yo contiene sus hazañas imaginarias, apenas habría límites asignables a la credulidad a que debe sucumbir en esta situación. Y es lo que hace temible nuestra responsabilidad cuando le aportamos, con las manipulaciones míticas de nuestra doctrina, una ocasión suplementaria de enajenarse, en la trinidad descompuesta del ego, del superego y del id, por ejemplo.
Aquí es un muro de lenguaje el que se opone a la palabra, y Ias precauciones contra el verbalismo que son un tema del discurso del hombre "normal" de nuestra cultura, no hacen sino reforzar su espesor.
No seria vano medir éste por la suma estadisticamente determinada de los kilogramos de papel impreso, de los kilómetros de surcos discográficos y de las horas de emisión radiofónica que la susodicha cultura produce por cabeza de habitante en las zonas A, B y C de su área. Sería un bello objeto de investigación para nuestros organismos culturales, y se vería así que la cuestión del lenguaje no está contenida toda ella en el area de las circunvoluciones donde su uso se refleja en el individuo.
We are the- hollow men
We are the stuffed men
Leaning together
Headpiece filledd with straw. Alas!
y lo que sigue.
La semejanza de esta situación con la enajenación de la locura en la medida en que la forma dada mas arriba es auténtica, a saber que el sujeto en ella, mas que hablar, es hablado, corresponde evidentemente a la exigencia, supuesta por el psicoanálisis, de una palabra verdadera. Si esta consecuencia, que lleva a su límite las paradojas constituyentes de nuestro actual desarrollo, hubiera de ser vuelta contra el buen sentido de la perspectiva psicoanalítica, concederíamos a esta objeción toda su pertinencia, pero para resultar confirmados por ella: y esto por un rebote dialéctico en el cual no nos faltarán padrinos autorizados, empezando por la denuncia hegeliana de la "filosofía del cráneo" y tan sólo deteniéndonos en la advertencia de Pascal que resuena, desde el lindero de la era histórica del "yo", en estos términos: "los hombres están tan necesariamente locos, que sería estar loco de otra locura no ser loco".
No quiere decirse sin embargo que nuestra cultura se desarrolle entre tinieblas exteriores a la subjetividad creadora. Esta, por el contrario, no ha cesado de militar en ella para renovar el poder nunca agostado de los símbolos en el intercambio humano que los saca a luz.
Señalar el pequeño número de sujetos que soportan esta creación sería ceder a una perspectiva romántica confrontando lo que no tiene equivalente. El hecho es que esta subjetividad, en cualquier dominio donde aparezca, matemática, política, religiosa, incluso publicitaria, sigue animando en su conjunto el movimiento humano. Y un enfoque no menos ilusorio sin duda nos haría acentuar este rasgo opuesto: que su carácter simbólico no ha sido nunca más manifiesto. La ironía de las revoluciones es que engendran un poder tanto más absoluto en su ejercicio, no como suele decirse, por ser más anónimo, sino por estar más reducido a las palabras que lo significan. Y mas que nunca, por otra parte, la fuerza de las iglesias reside en el lenguaje que han sabido mantener: instancia, preciso es decirlo, que Freud dejó en la sombra en el artículo donde nos dibuja lo que llamaremos las subjetividades colectivas de la Iglesia y del Ejército.
El psicoanálisis ha desempeñado un papel en la dirección de la subjetividad moderna y no podría sostenerlo sin ordenarlo bajo el movimiento que en la ciencia lo elucida.
Este es el problema de los fundamentos que deben asegurar a nuestra disciplina su lugar en las ciencias: problema de formalización, en verdad mas mal abordado.
Pues parecería que, dejándonos ganar de nuevo por una extravagancia del espíritu médico contra la cual justamente tuvo que constituirse el psicoanálisis, fuese a ejemplo suyo con un retraso de medio siglo sobre el movimiento de la ciencia como intentamos unirnos a él.
Objetivación abstracta de nuestra experiencia sobre principios ficticios, incluso simulados, del método experimental: encontramos en esto el efecto de prejuicios de los que habría que limpiar ante todo nuestro campo si queremos cultivarlo según su auténtica estructura.
Practicantes de la función simbólica, es asombroso que nos desviemos de profundizar en ella, hasta el punto de decir que es ella la que nos coloca en el corazón del movimiento que instaura un nuevo orden de las ciencias, con una nueva puesta en tela de juicio de la antropología.
Este nuevo orden no significa otra cosa que un retorno a una noción de la ciencia verdadera que tiene ya sus títulos inscritos en una tradición que parte del Teetetes. Esa noción se degradó, ya se sabe, en la inversión positivista que, colocando las ciencias del hombre en el coronamiento del edificio de las ciencias experimentales, las subordina a ellas en realidad. Esta noción proviene de una visión errónea de la historia de la ciencia, fundada sobre el prestigio de un desarrollo especializado de la experiencia.
Pero hoy las ciencias conjeturales, recobrando la noción de la ciencia de siempre, nos obligan a revisar la clasificación de las ciencias que hemos recibido del siglo XIX, en un sentido que los espíritus mas lúcidos denotan claramente.
Basta con seguir la evolución concreta de las disciplinas para darse cuenta de ello.
La lingüística puede aquí servirnos de guía, puesto que es este el papel que desempeña en la vanguardia de la antropología contemporánea, y no podríamos permanecer indiferentes ante esto.
La forma de matematización en que se inscribe el descubrimiento del fonema como función de las parejas de oposición formadas por los más pequeños elementos discriminativos observables de la semántica, nos lleva a los fundamentos mismos donde la última doctrina de Freud designa, en una connotación vocálica de la presencia y de la ausencia, las fuentes subjetivas de la función simbólica.
Y la reducción de toda lengua al grupo de un muy pequeño número de estas oposiciones fonémicas iniciando una tan rigurosa formalización de sus morfemas mas elevados, pone a nuestro alcance un acceso estricto a nuestro campo.
A nosotros nos toca aparejárnosle para encontrar en él nuestras incidencias, como lo hace ya, por estar en una Iínea paralela, la etnografía, descifrando los mitos según la sincronía de los mitemas.
¿No es acaso sensible que un Lévi-Strauss, sugiriendo la implicación de las estructuras del lenguaje y de esa parte de las leyes sociales que regula la alianza y el parentesco conquista ya el terreno mismo en el que Freud asienta el inconsciente?
Entonces es imposible no centrar sobre una teoría general del símbolo una nueva clasificación de las ciencias, en la que las ciencias del hombre recobren su lugar central en cuanto a ciencias de la subjetividad. Indiquemos su principio, que no deja de exigir elaboración.
La función simbólica se presenta como un doble movimiento en el sujeto: el hombre hace un objeto de su acción, pero para devolver a ésta en el momento propicio su lugar fundador. En este equívoco, operante en todo instante, yace todo el progreso de una función en la que se alternan acción y conocimiento.
Ejemplos tomados uno a los bancos de la escuela, el otro a lo más vivo de nuestra época:
– el primero matemático: primer tiempo, el hombre objetiva en dos números cardinales dos colecciones que ha contado; segundo tiempo, realiza con esos números el acto de sumarlos (cf. el ejemplo citado por Kant en la introducción a la estética trascendental, IV en la 2a. edición de la Crítica de la razón pura);
– el segundo histórico: primer tiempo, el hombre que trabaja en la producción en nuestra sociedad se cuenta en la fila de los proletarios; segundo tiempo, en nombre de esta pertenencia hace la huelga general.
Si estos dos ejemplos se alzan, para nosotros, de los campos más contrastados en lo concreto: juego cada vez más lícito de la ley matemática, frente de bronce de la explotación capitalista, es que, aun pareciéndonos venir de lejos, sus efectos vienen a constituir nuestra subsistencia, y precisamente por cruzarse allí en una doble inversión: la ciencia mas subjetiva habiendo forjado una nueva realidad, la tiniebla del reparto social armándose con un símbolo actuante.
Aquí no aparece ya aceptable la oposición que podría trazarse de las ciencias exactas con aquellas para las cuales no cabe declinar la apelación de conjeturales: por falta de fundamento para esta oposición.
Pues la exactitud se distingue de la verdad, y su conjetura no excluye el rigor. Y si la ciencia experimental toma de las matemáticas su exactitud, su relación con la naturaleza no deja por ello de ser problemática.
Si nuestro nexo con la naturaleza, en efecto, nos incita a preguntarnos poéticamente si no es nuestro propio movimiento el que encontramos en nuestra ciencia, en …Cette voix
Qui se connait quand elle sonne
N,etre plus la voix de personne
Tant que des ondes et des bois,
(Traducción; …esta voz que se conoce cuando suena no ser ya la vos de nadie tanto como de las ondas y los vosques, Paul Valéry),
es claro que nuestra física no es sino una fabricación mental, cuyo instrumento es el símbolo matemático.
Porque la ciencia experimental no es definida tanto por la cantidad a la que se aplica en efecto, sino por la medida que introduce en lo real.
Como se ve por la medida del tiempo sin la cual sería imposible. El reloj de Huyghens que es el único que le da su precisión, no es sino el órgano que realiza la hipótesis de Galileo sobre la equigravedad de los cuerpos, o sea sobre la aceleración uniforme que da su ley, por ser la misma, a toda caída.
Ahora bien, es divertido observar que el aparato fué terminado antes de que la hipótesis hubiese podido ser verificada por la observación, y que por este hecho la hacía inútil al mismo tiempo que le ofrecía el instrumento de su rigor.
Pero la matemática puede simbolizar otro tiempo, principalmente el tiempo intersubjetivo que estructura la acción humana, del cual la teoría de los juegos, llamada también estrategia, que valdría más llamar estocástica, comienza a entregarnos las fórmulas.
El autor de estas líneas ha intentado demostrar en Ia lógica de un sofisma los resortes de tiempo por donde la acción humana, en cuanto se ordena a la acción del otro, encuentra en la escansión de sus vacilaciones el advenimiento de la certidumbre, y en la decisión que la concluye da a la acción del otro, a la que incluye en lo sucesivo, con su sanción en cuanto al pasado, su sentido por venir.
Se demuestra allí que es la certidumbre anticipada por el sujeto en el tiempo para comprender la que, por el apresuramiento que precipita el momento de concluir, determina en el otro la decisión que hace del propio movimiento del sujeto error o verdad.
Se ve por este ejemplo cómo la formalización matemática que inspiró la lógica de Boole, y aun la teoría de los conjuntos, puede aportar a la ciencia de la acción humana esa estructura del tiempo intersubjetivo que la conjetura psicoanalítica necesita para asegurarse en su rigor.
Si, por otra parte, la historia de la técnica historiadora muestra que su progreso se define en el ideal de una identificación de la subjetividad del historiador con la subjetividad constituyente de la historización primaria donde se humaniza el acontecimiento, es claro que el psicoanálisis encuentra aquí su alcance exacto: o sea en el conocimiento, en cuanto que realiza este ideal, y en la eficacia, en cuanto que encuentra en ella su razón. El ejemplo de la historia disipa también como un espejismo ese recurso a la reacción vivida que obsesiona a nuestra técnica como a nuestra teoría, pues la historicidad fundamental del acontecimiento que retenemos basta para concebir la posibilidad de una reproducción subjetiva del pasado en el presente.
Mas aún: este ejemplo nos hace captar cómo la regresión psicoanalítica implica esa dimensión progresiva de la historia del sujeto respecto de la cual Freud nos subraya que está ausente del concepto junguiano de la regresión neurótica, y comprendemos cómo la experiencia misma renueva esta progresión asegurando su relevo.
La referencia, en fin, a la lingüística nos introducirá en el método que, distinguiendo las estructuraciones sincrónicas de las estructuraciones diacrónicas en el lenguaje, puede permitirnos comprender mejor el valor diferente que toma nuestro lenguaje en la interpretación de las resistencias y de la transferencia, o también diferenciar los efectos propios de la represión y la estructura del mito individual en la neurosis obsesiva.
Es conocida la lista de Ias disciplinas que Freud designaba como debiendo constituir las ciencias anexas de una ideal Facultad de psicoanálisis. Se encuentran en ella, al lado de la psiquiatría y de la sexología, "la historia de la civilización, Ia mitología, la psicología de las religiones, la historia y la crítica literarias".
El conjunto de estas materias que determinan el cursus de una enseñanza técnica se inscribe normalmente en el triángulo epistemológico que hemos descrito y que daría su método a una alta enseñanza de su teoría y de su técnica.
Añadiremos de buen grado, por nuestra parte: la retórica, la dialéctica en el sentido técnico que toma este término en los Tópicos de Aristóteles, la gramática, y, cima suprema de la estética del lenguaje: la poética, que incluiría la técnica, dejada en la sombra, del chiste.
Y si estas rúbricas evocasen para algunos resonancias un poco caducas, no nos repugnaría endosarlas como una vuelta a nuestras fuentes.
Porque el psicoanálisis en su primer desarrollo, ligado al descubrimiento y al estudio de los símbolos, iba a participar de la estructura de lo que en la Edad Media se llamaba "artes liberales". Privado como ellas de una formulación verdadera, se organizaba como ellas en un cuerpo de problemas privilegiados, cada uno promovido por alguna feliz relación del hombre con su propia medida, y tomando de esta particularidad un encanto y una humanidad que pueden compensar a nuestros ojos el aspecto poco recreativo de su presentación. No desdeñemos este aspecto en los primeros desarrollos del psicoanálisis; no expresa nada menos, en efecto, que la recreación del sentido humano en los tiempos áridos del cientificismo.
Desdeñémoslo tanto menos cuanto que el psicoanálisis no ha elevado el nivel aventurándose en las falsas vías de una teorización contraria a su estructura dialéctica.
No dará fundamentos científicos a su teoría como a su técnica sino formalizando de manera adecuada estas dimensiones esenciales de su experiencia que son, con la teoría histórica del símbolo: la lógica intersubjetiva y la temporalidad del sujeto.