Entre el hombre y el amor,
Hay la mujer.
Entre el hombre y la mujer,
Hay un mundo.
Entre el hombre y el mundo,
Hay un muro.
Antoine Tudal en París en l’an 2000
Porque yo vi con mis propios ojos a una tal Sibila de Cumas, pender de una redoma y al decirle los niños: "Sibila, ¿qué quieres?, ella respondía:"Quiero morir». (Satiricón, XLVIII)
Volver a traer la experiencia psicoanalítica a la palabra y al lenguaje como a sus fundamentos, es algo que interesa su técnica. Si no se inserta en lo inefable, se descubre el deslizamiento que se ha operado en ella, siempre en un solo sentido, para alejar a la interpretación de su principio. Está uno entonces autorizado a sospechar que esta desviación de la práctica motiva las nuevas metas a las que se abre la teoría.
Si miramos más de cerca, los problemas de la interpretación simbólica comenzaron por intimidar a nuestro y pequeño mundo antes de hacerse en él embarazosos. Los éxitos obtenidos por Freud asombran allí ahora por la informalidad del endoctrinamiento de que parecen proceder, y el alarde de esa informalidad que se observa en los casos de Dora, del hombre de Ias ratas y del hombre de Ios lobos no deja de escandalizarnos. Es cierto que nuestros hábiles no tienen empacho en poner en duda que fuese ésa una buena técnica.
Este desafecto corresponde en verdad, en el movimiento psicoanalítico, a una confusión de las lenguas de la cual, en una conversación familiar de una época reciente, la personalidad más representativa de su actual jerarquía no hacía ningún misterio ante nosotros.
Es bastante notable que esta confusión se acreciente con la pretensión en la que cada uno se cree delegado a descubrir en nuestra experiencia las condiciones de una objetivación acabada, y con el fervor que parece acoger a estas tentativas teóricas a medida que se muestran mas desreales.
Es indudable que los principios, por bien fundados que estén, del análisis de las resistencias han sido en la práctica ocasión de un desconocimiento cada vez mayor del sujeto, a falta de ser comprendidos en su relación con la intersubjetividad de las palabras.
Siguiendo, en efecto, el proceso de las siete primeras sesiones que nos han sido integramente transmitidas del caso del hombre de las ratas, parece poco probable que Freud no haya conocido las resistencias en su lugar, o sea allí precisamente donde nuestros modernos técnicos nos dan la lección de que él dejó pasar la ocasión, puesto que es su texto mismo el que le permite señalarlas, manifestando una vez más ese agotamiento de temas que, en los textos freudianos, nos maravilla sin que ninguna interpretación haya agotado todavía sus recursos.
Queremos decir que no solo se dejó llevar a alentar a su sujeto para que saltara por encima de sus primeras reticencias, sino que comprendió perfectamente el alcance seductor de ese juego en lo imaginario. Basta para convencerse de ello remitirse a la descripción que nos da de la expresión de su paciente durante el penoso relato del suplicio representado que da tema a su obsesión, el de la rata empujada en el ano del atormentado: "Su rostro (nos dice) reflejaba el horror de un gozo ignorado." El efecto actual de la repetición de ese relato no se le escapa, ni por lo tanto la identificación del psicoanalista con el "capitán cruel" que hizo entrar a la fuerza ese relato en la memoria del sujeto, y tampoco pues el alcance de los esclarecimientos teóricos cuya prenda requiere el sujeto para proseguir su discurso.
Lejos sin embargo de interpretar aquí la resistencia, Freud nos asombra accediendo a su requerimiento, y hasta tan lejos que parece entrar en el juego del sujeto.
Pero el carácter extremadamente aproximado, hasta el punto de parecernos vulgar, de las explicaciones con que lo gratifica, nos instruye suficientemente: no se trata tanto aquí de doctrina, ni siquiera de endoctrinamiento como de un don simbólico de la palabra, preñado de un pacto secreto, en el contexto de la participación imaginaria que lo incluye, y cuyo alcance se revelará mas tarde en la equivalencia simbólica que el sujeto instituye en su pensamiento de las ratas y de los florines con que retribuye al analista.
Vemos pues que Freud, lejos de desconocer la resistencia, usa de ella como de una disposición propia a la puesta en movimiento de las resonancias de la palabra, y se conforma, en la medida en que puede, a la definición primera que ha dado de la resistencia, sirvviéndose de ella para implicar al sujeto en su mensaje. Y es así como desbandará bruscamente sus perros en cuanto vea que, por ser tratada con miramientos, la resistencia se inclina a mantener el diálogo al nivel de una conversación en que el sujeto entonces perpetuaría su seducción con su escabullirse.
Pero aprendemos que el psicoanálisis consiste en pulsar sobre los múltiples pentagramas de la partitura que la palabra constituye en los registros del lenguaje: de donde proviene la sobredeterminación que no tiene sentido si no es en este orden.
Y asimos al mismo tiempo el resorte del éxito de Freud. Para que el mensaje del analista responda a la interrogación profunda del sujeto, es preciso en efecto que el sujeto lo oiga como la respuesta que le es particular, y el privilegio que tenían los pacientes de Freud de recibir la buena palabra de la boca misma de aquel que era su anunciador, satisfacía en ellos esta exigencia.
Observemos de paso que aquí el sujeto había tenido un anuncio de ello al entreabrir la Psicopatología de la vida cotidiana, obra entonces en el frescor de su aparición.
Lo cual no es decir que este libro sea mucho mas conocido ahora, incluso de los analistas, pero la vulgarización de las nociones freudianas en la conciencia común, su entrada en lo que nosotros llamamos el muro del lenguaje, amortiguaría el efecto de nuestra palabra si le diésemos el estilo de las expresiones dirigidas por Freud al hombre de las ratas.
Pero aquí no es cuestión de imitarlo. Para volver a encontrar el efecto de la palabra de Freud, no es a sus términos a los que recurriremos, sino a los principios que la gobiernan.
Estos principios no son otra cosa que la dialéctica de la conciencia de sí, tal como se realiza de Sócrates a Hegel, a partir de la suposición irónica de que todo lo que es racional es real para precipitarse en el juicio científico de que todo lo que es real es racional. Pero el descubrimiento freudiano fue demostrar que este proceso verificante no alcanza auténticamente al sujeto sino descentrándolo de la conciencia de sí, en el eje de la cual lo mantenía la reconstrucción hegeliana de la fenomenología del espíritu: es tanto como decir que hace aún más caduca toda búsqueda de una "toma de conciencia" que, mas allá de su fenómeno psicológico, no se inscribiese en la coyuntura del momento particular que es el único que da cuerpo a lo universal y a falta del cual se disipa en generalidad.
Estas observaciones definen los límites dentro de los cuales es imposible a nuestra técnica desconocer los momentos estructurantes de la fenomenología hegeliana: en primer lugar la diaIéctica del Amo y del Esclavo, o la de la "bella alma" y de la ley del corazón, y generalmente todo lo que nos permite comprender como la constitución del objeto se subordina a la reaIización del sujeto.
Pero si quedase algo de profético en la exigencia, en la que se mide el genio de Hegel, de la identidad radical de lo particular y lo universal, es sin duda el psicoanálisis el que le aporta su paradigma entregando la estructura donde esta identidad se realiza como desuniente del sujeto, y sin recurrir a mañana.
Digamos solamente que es esto lo que objeta para nosotros a toda referencia a la totalidad en el individuo, puesto que el sujeto introduce en él la división, así como en lo colectivo que es su equivalente. El psicoanálisis es propiamente lo que remite al uno y al otro a su posición de espejismo.
Esto parecería no poder ser ya olvidado, si la enseñanza del psicoanálisis no fuese precisamente que es olvidable -por donde resulta, por una inversión mas legítima de lo que se cree que nos viene de los psicoanalistas mismos la confirmación de que sus "nuevas tendencias" representan este olvido.
Y si Hegel viene por otra parte muy a propósito para dar un sentido que no sea de estupor a nuestra mencionada neutralidad, no es que no tengamos nada que tomar de la elasticidad de la mayéutica de Sócrates, y aun del procedimiento fascinante de la técnica con que Platón nos la presenta, aunque sólo fuese por experimentar en Sócrates y en su deseo el enigma intacto del psicoanalista. y por situar en relación con la escopia platónica nuestra relación con la verdad: en este caso de una manera que respeta la distancia que hay entre la reminiscencia que Platón se ve arrastrado a suponer en todo advenimiento de la idea, y el agotamiento del ser que se consume en la repetición de Kierdegaard.
Pero existe también una diferencia histórica que no es vano medir del interlocutor de Sócrates al nuestro. Cuando Sócrates toma apoyo en una razón artesana que puede extraer principalmente del discurso del esclavo, es para dar acceso a unos auténticos amos a la necesidad de un orden que haga justicia de su poder y verdad de las palabras maestras de la ciudad. Pero nosotros tenemos que vérnoslas con esclavos que creen ser amos y que encuentran en un lenguaje de misión universal el sostén de su servidumbre con las ligas de su ambiguedad. De tal modo que podría decirse con humorismo que nuestra meta es restituir en ellos la libertad soberana de la que da prueba Humpty Dumpty cuando recuerda a Alicia que después de todo éI es el amo del significante, si no lo es del significado en el cual su ser tomó su forma.
Así pues volvemos a encontrar siempre nuestra doble referencia a la palabra y al lenguaje. Para liberar la palabra del sujeto, lo introducimos en el lenguaje de su deseo, es decir en el lenguaje primero en el cual mas allá de lo que nos dice de él, ya nos habla sin saberlo, y en los símbolos del síntoma en primer lugar.
Es ciertamente de un lenguaje de lo que se trata, en efecto, en el simbolismo sacado a luz por el análisis. Este lenguaje, respondiendo al voto lúdico que puede encontrarse en un aforismo de Lichtenberg, tiene el carácter universal de una lengua que se hiciese entender en todas las otras lenguas, pero al mismo tiempo, por ser el lenguaje que capta el deseo en el punto mismo en que se humaniza haciéndose reconocer, es absolutamente particular al sujeto.
Lenguaje primero, decimos pues, con lo cual no queremos decir lengua primitiva, puesto que Freud, que puede compararse con Champollion por el mérito de haber realizado su descubrimiento total, lo descifró entero en los sueños de nuestros contemporáneos. Y así su campo esencial es definido con alguna autoridad por uno de los preparadores más tempranamente asociados a aquel trabajo, y uno de los pocos que hayan aportado a éI algo nuevo, he nombrado a Ernest Jones, el último sobreviviente de aquellos a quienes fueron dados los siete anillos del maestro y que da testimonio, por su presencia en los puestos de honor de una asociación internacional, de que no están reservados únicamente a los portadores de reliquias
En un articulo fundamental sobre el simbolismo, el doctor Jones, hacia la pagina 15, hace la observación de que, aunque hay millares de símbolos en el sentido en que los entiende el psicoanálisis, todos se refieren al cuerpo propio, a las relaciones de parentesco, al nacimiento, a la vida y a la muerte.
Esta verdad, reconocida aquí de hecho, nos permite comprender que, aunque eI símbolo psicoanalíticamente hablando sea reprimido en el inconsciente, no lleva en sí mismo ningún indicio de regresión, o aun de inmadurez. Basta pues, para que haga su efecto en el sujeto, con que se haga oír, pues sus efectos se operan sin saberlo él, como lo admitimos en nuestra experiencia cotidiana, explicando muchas reacciones de los sujetos, tanto normales como neuróticos por su respuesta al sentido simbólico de un acto, de una relación o de un objeto
No cabe pues dudar de que el analista pueda jugar con el poder del símbolo evocándolo de una manera calculada en las resonancias semánticas de sus expresiones.
Esta sería la vía de un retorno al uso de los efectos simbóIicos, en una técnica renovada de la interpretación.
Podríamos para ello tomar referencia en lo que la tradición hindú enseña del dhvanr, en el hecho de que distingue en éI esa propiedad de la palabra de hacer entender lo que no dice. Así es como la ilustra con una historia cuya ingenuidad, que parece obligada en estos ejemplos, muestra suficiente humorismo para inducirnos a penetrar la verdad que oculta.
Una muchacha, dícese, espera a su amante al borde de un río, cuando ve a un brahma que avanza por alli. Va hacia él y exclama con el tono de la mas amable acogida: »¡Qué feliz día el de hoy! El perro que en esta orilla os asustaba con sus ladridos ya no estará, pues acaba de devorarlo un león que frecuenta los parajes.,.".
La ausencia del león puede pues tener tantos efectos como el salto que, de estar presente, sólo daría una vez, según aquel proverbio que Freud apreciaba.
El carácter primo de los símbolos los acerca, en efecto, a esos números de los que todos los otros están compuestos, y si son pues subyacentes a todos los semantemas de la lengua, podremos por una investigación discreta de sus interferencias, siguiendo el hilo de una metáfora cuyo desplazamiento simbólico neutralizará los sentidos segundos de los términos que asocia, restituir a la palabra su pleno valor de evocación,
Esta técnica exigiría, para enseñarse como para aprenderse, una asimilación profunda de los recursos de una lengua, y especialmente de los que se realizan concretamente en sus textos poéticos. Es sabido que tal era el caso de Freud en cuanto a las letras alemanas, en las que se incluye al teatro de Shakespeare por una traducción sin par. Toda su obra da fe de ello, al mismo tiempo que de la asistencia que en ello encuentra constantemente, y no menos en su técnica que en su descubrimiento. Sin perjuicio del apoyo de un conocimiento clásico de los Antiguos, de una iniciación moderna en el folklore y de una participación interesada en las conquistas del humanismo contemporáneo en el campo etnográfico.
Podría pedirse al técnico del análisis que no tenga por vana toda tentativa de seguirle en esa vía.
Pero hay una corriente que remontar. Se la puede medir por la atención condescendiente que se otorga, como a una novedad, al wording: la morfología inglesa da aquí un soporte bastante sutil a una noción todavía difícil de definir, para que se haga caso de él.
Lo que recubre no es sin embargo muy alentador cuando un autor se maravilla de haber obtenido un éxito bien diferente en la interpretación de una sola y misma resistencia por el empleo "sin premeditación consciente", nos subraya, del término need for love en el sitio y lugar del término demand for love que primeramente, sin ver más lejos (es él quien lo precisa), había sugerido. Si la anécdota debe confirmar esa referencia de la interpretación a la ego psychology que está en el título del artículo, parecería ser más bien a la ego psychology del anaIista, en cuanto que se conforma con un tan modesto uso del inglés, que puede llevar su práctica hasta los límites del farfullar .
Pues need y demand para el sujeto tienen un sentido diametralmente opuesto, y suponer que su empleo pueda ni por un instante ser confundido equivale a desconocer radicalmente la intimación de la palabra.
Porque en su función simbolizante, no se dirige a nada menos que a transformar al sujeto al que se dirige por el lazo que establece con el que la emite, o sea: introducir un efecto de significante.
Por eso tenemos que insistir una vez más sobre la estructura de la comunicación en el lenguaje y disipar definitivamente el malentendido del lenguaje-signo, fuente en este terreno de confusiones del discurso como de malformaciones de la palabra.
Si la comunicamón del lenguaje se concibe en efecto como una señal por la cual el emisor informa al receptor de algo por medio de cierto código, no hay razón alguna para que no concedamos el mismo crédito y hasta más a todo otro signo cuando el "algo" de que se trata es del individuo: hay incluso la mayor razón para que demos la preferencia a todo modo de expresión que se acerque al signo natural.
Asi es como entre nosotros llegó el descrédito sobre la técnica de la palabra y como se nos ve en busca de un gesto, de una mueca, de una actitud, de una mímica, de un movimiento, de un estremecimento, qué digo, de una detención del movimiento habitual, pues somos finos y nada detendrá ya en sus huellas nuestro echar sabuesos.
Vamos a mostrar la insuficiencia de la noción del lenguaje-signo por la manifestación misma que mejor la ilustra en el reino animal, y que parece que, si no hubiese sido recientemente objeto de un descubrimiento auténtico, habría habido que inventarla para este fin.
Todo el mundo admite hoy en día que la abeja, de regreso de su libación a la colmena, transmite a sus compañeras por dos clases de danzas la indicación de la existencia de un botín próximo o bien lejano. La segunda es la mas notable, pues el plano en que describe la curva en forma de 8 que le ha merecido el nombre de wagging dance y la frecuencia de los trayectos que la abeja cumple en un tiempo dado, designan exactamente la dirección determinada en función de la inclinación solar (por la que las abejas pueden orientarse en todo tiempo, gracias a su sensibilidad a la Iuz polarizada) por una parte, y por otra parte la distancia hasta varios kilómetros a que se encuentra el botín. Y las otras abejas responden a este mensaje dirigiéndose inmediatamente hacia el lugar así designado.
Una decena de años de observación paciente bastó a Karl von Frisch para descodificar este modo de mensaje, pues se trata sin duda de un código, o de un sistema de señales que solo su carácter genérico nos impide calificar de convencional,
¿Es por ello un lenguaje? Podemos decir que se distingue de él precisamente por la correlación fija de sus signos con la realidad que significan. Pues en un lenguaje los signos toman su valor de su relación los unos con los otros, en la repartición léxieca de los semantemas tanto como en el uso posicional, incluso flexional de los morfemas, contrastando con la fijeza de la codificación puesta en juego aquí. Y la diversidad de las lenguas humanas toma, bajo esta luz, su pleno valor.
Además, si el mensaje. del modo aquí descrito determina la acción del socius, nunca es retransmitido por este. Y esto significa que queda fijado en su función de relevo de la acción, de la que ningún sujeto lo separa en cuanto símbolo de la comunicación misma. .
La forma bajo la cual el lenguaje se expresa define por ella misma la subjetividad. Dice: "lrás por aquí, y cuando veas esto, tomaras por allá." Dicho de otra manera, se refiere al discurso del otro. Está envuelto como tal en la más alta función de la palabra, por cuanto compromete a su autor al investir a su destinatario con una realidad nueva, por ejemplo con un "Eres mi mujer", un sujeto pone en sí mismo el sello de ser el hombre del conjungo.
Tal es en efecto la forma esencial de donde toda palabra humana deriva más que a la que llega.
De donde la paradoja cuya observación creyó podernos oponer uno de nuestros oyentes mas agudos, cuando empezamos a dar a conocer nuestros puntos de vista sobre el análisis en cuanto dialéctica, y que formuló así: el lenguaje humano constituirá pues una comunicación donde el emisor recibe del receptor su propio mensaje bajo una forma invertida, fórmula que nos bastó con adoptar de la boca del objetor para reconocer en ella el cuño de nuestro propio pensamiento, a saber que la palabra incluye siempre subjetivamente su respuesta, que el "No me buscarías si no me hubieras encontrado" no hace sino homologar esta verdad, y que esta es la razón de que en el rechazo paranoico del reconocimiento sea bajo la forma de una verbaIización negativa como el inconfesable sentimiento viene a surgir en la "interpretación" persecutoria
De igual modo, cuando uno se aplaude de haber encontrado a alguien que habla el mismo lenguaje que uno, no quiere uno decir que se encuentra con él en el discurso de todos, sino que esta uno unido a él por una palabra particular.
Se ve pues la antinomia inmanente a las relaciones de la palabra y del lenguaje. A medida que el lenguaje se hace mas funcional, se vuelve impropio para la palabra, y de hacérsenos demasiado particular pierde su función de lenguaje.
Es conocido el uso que se hace en las tradiciones primitivas de los nombres secretos en los que el sujeto identifica su persona o sus dioses hasta el punto de que revelarlos es perderse o traicionarlos, y las confidencias de nuestros sujetos, si es que no nuestros propios recuerdos, nos enseñan que no es raro que el niño vuelva a encontrar espontáneamente la virtud de este uso.
Finalmente es en la intersubjetividad del "nosotros" que asume, en la que se mide en un lenguaje su valor de palabra.
Por una antinomia inversa, se observa que cuanto más se neutraliza un lenguaje acercándose a la información, más redundancias se le imputan. Esta noción de redundancias tomó su punto de partida en investigaciones tanto mas precisas cuanto que eran más interesadas, que recibieron su impulso de un problema de economía referido a las comunicaciones a larga distancia y, principalmente, a la posibilidad de hacer viajar varias conversaciones a través de un solo hilo telefónico; puede comprobarse en ellas que una parte importante del medium fonético es superflua para que se realice la comunicación efectivamente buscada.
Esto es para nosotros altamente instructivo , pues lo que es redundancia para la información, es precisamente lo que, en la palabra, hace oficio de resonancia.
Pues la función del lenguaje no es informar, sino evocar.
Lo que busco en la palabra es la respuesta del otro. Lo que me constituye como sujeto es mi pregunta. Para hacerme reconocer del otro, no profiero lo que fué sino con vistas a lo que será. Para encontrarlo, lo llamo con un nombre que éI debe asumir o rechazar para responderme.
Me identifico en el lenguaje, pero solo perdiéndome en él como un objeto. Lo que se realiza en mi historia no es el pretérito-definido de lo que fue, puesto quo ya no es, ni siquiera el perfecto de lo que ha sido en lo que yo soy, sino el futuro anterior de lo que yo habré sido para lo que estoy llegando a ser.
Si ahora me coloco frente al otro para interrogarlo, ningún aparato cibernético, por rico que lo imaginéis, puede hacer una reacción de lo que es la respuesta. Su definición como segundo término del circuito estímulo-respuesta no es sino una metáfora que se apoya en la subjetividad imputada al animal para elidirla después en el esquema psíquico a que la reduce. Es lo que hemos llamado meter el conejo en el sombrero para sacarlo después. Pero una reacción no es una respuesta.
Si aprieto un botón eléctrico y se hace la luz, no hay respuesta sino para mi deseo. Si para obtener el mismo resultado debo probar todo un sistema de relevos cuyas posiciones no conozco, no hay pregunta sino para mi espera, y no la habrá ya cuando yo haya conseguido del sistema un conocimiento suficiente para manejarlo con seguridad.
Pero si llamo a alguien con quien hablo con el nombre, sea cual sea, que yo le doy, le intimo la función subjetiva que él retomará para responderme, incluso si es para repudiarla.
Entonces aparece la función decisiva de mi propia respuesta y que no es solamente, como suele decirse, ser recibida por el sujeto como aprobación o rechazo de su discurso, sino verdaderamente reconocerlo o abolirlo como sujeto. Tal es la responsabilidad del analista cada vez que interviene con la palabra.
Así es como el problema de los efectos terapéuticos de la interpretación inexacta que ha planteado el señor Edward Glover en un artículo notable, le ha llevado a conclusiones en que Ia cuestión de Ia exactitud pasa a segundo término. Es a saber que no solo toda intervención hablada es recibida por el sujeto en función de su estructura, sino que toma en él una función estructurante en razón de su forma, y que es precisamente el alcance de las psicoterapias no analíticas, incluso de las mas corrientes "recetas" médicas, el ser intervenciones que pueden calificarse de sistemas obsesivos de sugestión, de sugestiones histéricas de orden fóbico, y aun de apoyos persecutorios, ya que cada uno toma su carácter de la sanción que da al desconocimiento por el sujeto de su propia realidad.
La palabra en efecto es un don de lenguaje, y el lenguaje no es inmaterial. Es cuerpo sutil, pero es cuerpo. Las palabras están atrapadas en todas las imágenes corporales que cautivan al sujeto; pueden preñar a la histérica, identificarse con el objeto del penis-neid, representar el flujo de orina de la ambición uretral, o el excremento retenido del gozo avaricioso.
Más aún, las palabras pueden sufrir ellas mismas las lesiones simbólicas, cumplir los actos imaginarios de los que el paciente es el sujeto. Recuérdese la Wespe, (avispa) castrada de su W inicial para convertirse en el S. P. de las iniciales del hombre de los lobos, en el momento en que realiza el castigo simbólico de que ha sido objeto por parte de Grouscha, Ia avispa.
Recuérdese también la S que constituye el residuo de la fórmula hermética en la que se han condensado las invocaciones conjuratorias del hombre de las ratas después de que Freud hubo extraído de su cifra el anagrama del nombre de su bien amada, y que, unido al amén final de su jaculatoria, inunda eternamente el nombre de la dama con la eyección simbólica de su deseo impotente.
De igual manera, un artículo de Robert Fliess, inspirado en las observaciones inaugurales de Abraham, nos demuestra que el discurso en su conjunto puede convertirse en objeto de una erotización siguiendo los desplazamientos de la erogeneidad en la imagen corporal, momentaneamente determinados por la relación analítica.
El discurso toma entonces una función fálico-uretral, erótico-anal, incluso sádico-oral. Es notable por lo demás que el autor capte sobre todo su efecto en los silencios que señalan la inhibición de la satisfacción que experimenta en éI el sujeto.
Así la palabra puede convertirse en objeto imaginario, y aun real, en el sujeto y, como tal, rebajar bajo mas de un aspecto la función del lenguaje. La pondremos entonces en el paréntesis de la resistencia que manifiesta.
Pero no será para ponerla en el índice de la relación analítica, pues ésta perdería con ello hasta su razón de ser.
El análisis no puede tener otra meta que el advenimiento de una palabra verdadera y la realización por el sujeto de su historia en su relación con un futuro.
El mantenimiento de esta dialéctica se opone a toda orientación objetivante del análisis, y destacar su necesidad es capital para penetrar en la aberración de las nuevas tendencias manifestadas en el análisis.
Será una vez mas con una vuelta a Freud como ilustraremos también aquí nuestra intención, e igualmente por la observación del hombre de las ratas, puesto que hemos empezado ya a utilizarlo.
Freud va hasta tomarse libertades con la exactitud de los hechos, cuando se trata de alcanzar la verdad del sujeto. En un momento, percibe el papel determinante que desempeñó la propuesta de matrimonio presentada al sujeto por su madre en el origen de la fase actual de su neurosis. Tiene además la iluminación de esto, como lo mostramos en nuestro seminario, debido a su experiencia personal. Sin embargo, no vacila en interpretar para el sujeto su efecto como el de una prohibición impuesta por su padre difunto contra su relación con la dama de sus pensamientos.
Esto no es sólo materialmente inexacto. Lo es, también, psicológicamente, pues la acción castradora del padre, que Freud afirma aquí con una insistencia que podría juzgarse sistemática, no desempeñó en este caso sino un papel de segundo plano. Pero la percepción de la relación dialéctica es tan justa que la interpretación de Freud expresada en este momento desencadena el levantamiento decisivo de los símbolos mortíferos que ligan narcisistamente al sujeto a la vez con su padre muerto y con la dama idealizada, ya que sus dos imágenes se sostienen, en una equivalencia característica del obsesivo, la una por la agresividad fantasiosa que la perpetúa, la otra por el culto mortificante que la transforma en ídolo.
De igual manera. reconociendo la subjetivación forzada de la deuda, obsesiva cuya presión es actuada por el paciente hasta el delirio, en el libreto, demasiado perfecto en la expresión de sus términos imaginarios para que el sujeto intente ni siquiera evaluarlo, de la restitución vana, a como Freud llega a su meta: o sea a hacerle recuperar en la historia de la indelicadeza de su padre, de su matrimonio con su madre, de la hija "pobre, pero bonita", de sus amores heridos, de la memoria ingrata del amigo saludable, con la constelación fatídica, que presidió su nacimiento mismo, la hiancia imposible de colmar de la deuda simbólica de la cual su neurosis constituye el protesto.
Ningún rastro aquí de un recurso al aspecto innoble de no se qué "miedo" original, ni siquiera a un masoquismo fácil sin embargo de agitar, menos todavía a ese contraforzamiento obsesivo que algunos propagan bajo el nombre de análisis de las defensas Las resistencias mismas, ya lo mostré en otro sitio, son utilizadas todo el tiempo que se puede en el sentido del progreso del discurso. Y cuando hay que ponerles un término, a lo que se llega es a ceder a ellas.
Porque es así como el hombre de las ratas llega a introducir en su subjetividad su mediación verdadera bajo la forma transferencial de la hija imaginaria que da a Freud para recibir de el la alianza y que en un sueño clave le revela su verdadero rostro: el de la muerte que le mira con sus ojos de betún.
Por eso, si es con este pacto simbólico como cayeron en el sujeto las astucias de su servidumbre, la realidad no le habrá fallado para colmar esos esponsales, y la nota a manera de epitafio que en 1923 Freud dedica a aquel joven que, en el riesgo de la guerra, encontró el fin de tantos jóvenes valiosos sobre los cuales podían fundarse tantas esperanzas, concluyendo el caso con el rigor del destino, lo alza a la belleza de la tragedia.
Para saber cómo responder al sujeto en el análisis, el método es reconocer en primer lugar el sitio donde se encuentra su ego, ese ego que Freud mismo definió como ego formado de un núcleo verbal, dicho de otro modo, saber por quién y para quién el sujeto plantea su pregunta Mientras no se sepa, se correrá un riesgo de contrasentido sobre el deseo que ha de reconocerse allí y sobre el objeto a quién se dirige ese deseo.
El histérico cautiva ese objeto en una intriga refinada y su ego está en el tercero por cuyo intermedio el sujeto goza de ese objeto en el cual se encarna su pregunta. El obsesivo arrastra en la jaula de su narcisismo los objetos en que su pregunta se repercute en la coartada multiplicada de figuras mortales y, domesticando su alta voltereta, dirige su homenaje ambiguo hacia el palco donde tiene éI mismo su lugar, el del amo que no puede verse
Trahit sua quemque voluptas; uno se identifica al espectáculo, y el otro hace ver.
En cuanto al primer sujeto, tenéis que hacerle reconocer dónde se sitúa su acción, para la cual el termino acting out toma su sentido literal puesto que actúa fuera de sí mismo. En cuanto al otro tenéis que haceros reconocer en el espectador invisible de la escena, a quien le une la mediación de la muerte.
Es siempre pues en la relación del yo del sujeto con el yo [je] de su discurso donde debéis comprender el sentido del discurro para desenajenar al sujeto.
Pero no podréis llegar a ello si os atenéis a la idea de que el yo del sujeto es idéntico a la presencia que os habla.
Este error se ve favorecido por la terminología de la tópica que tienta demasiado al pensamiento objetivante, permitiéndole deslizarse desde el yo definido como el sistema percepción-conciencia, es decir como el sistema de las objetivaciones del sujeto, al yo concebido como correlativo de una realidad absoluta, y de encontrar en él de este modo, en un singular retorno de lo reprimido del pensamiento psicologista, la "función de lo reaI" sobre la cual un Pierre Janet ordena sus concepciones.
Semejante deslizamiento sólo se operó por no haber reconocido que en la obra de Freud la tópica del ego, del id y del superego está subordinada a la metapsicología cuyos términos promueve éI en la misma época y sin la cual pierde su sentido. Así se inició el camino de una ortopedia psicológica que no ha acabado todavía de dar sus frutos
Michael Balint ha analizado de manera en extremo penetrante los efectos intrincados de la teoría y de la técnica en la génesis de una nueva concepción del análisis, y para indicar su resultado no encuentra nada mejor que la consigna que toma de Rickman, del advenimiento de una Two-body psychology.
En efecto, no podría expresarse mejor. El análisis se convierte en la relación de dos cuerpos entre los cuales se establece una comunicación fantasiosa en la que el analista enseña al sujeto a captarse como objeto; la subjetividad no es admitida sino en el paréntesis de la ilusión y la palabra queda puesta en el índice de una búsqueda de lo vivido que se convierte en su meta suprema, pero el resultado dialecticamente necesario aparece en el hecho de que la subjedvidad del psicoanalista, liberada de todo freno, deja al sujeto entregado a todas las intimaciones de su palabra.
Una vez cosificada, la tópica intrasubjetiva se realiza en efecto en la división del trabajo entre los sujetos que se encuentran en presencia uno de otro. Y ese uso desviado de la fórmula de Freud según la cual todo lo que es id debe convertirse en ego, aparece bajo una forma desmistificada; el sujeto transformado en un eso, ha de conformarse a un ego en el cual el analista reconocerá sin dificultad a su aliado, puesto que es de su propio ego del que se trata en verdad.
Es sin duda este proceso el que se expresa en muchas formulaciones teóricas del splitting del ego en el análisis. La mitad del ego del sujeto pasa del otro lado de la pared que separa al anaIizado del analista, luego la mitad de la mitad, y así sucesivamente, en una procesión asintótica que sin embargo no llegará a anular, por mucho que avance en la opinión de sí mismo que haya alcanzado el sujeto, todo margen desde donde pueda revisar la aberración del análisis.
Pero ¿cómo podría el sujeto de un análisis centrado sobre el principio de que todas sus formulaciones son sistemas de defensa ser defendido contra la desorientación total en que ese principio deja a la dialéctica del analista?
La interpretación de Freud, cuyo procedimiento dialéctico aparece tan claramente en la observación de Dora, no presenta estos peligros porque, cuando los prejuicios del analista (es decir su contratransferencia, término cuyo empleo correcto en nuestra opinión no podría extenderse mas allá de las razones diaIécticas del error) lo han extraviado en su intervención, paga inmediatamente su precio mediante una transferencia negativa. Pues esta se manifiesta con una fuerza tanto mayor cuanto que semejante análisis ha empujado ya más lejos al sujeto en un reconocimiento auténtico, y de ello se sigue habitualmente la ruptura. Esto es precisamente lo que sucedió en el caso de Dora, debido al empecinamiento de Freud en querer hacerle reconocer el objeto escondido de su deseo en esa persona del señor K, en el que los prejuicios constituyentes de su contratransferencia le arrastraban a ver la promesa de su felicidad.
Sin duda Dora misma estaba fingiendo en esta relación, pero no por ello resintió menos vivamente que Freud lo estuviera para con ella. Pero cuando regresa a verlo, después del plazo de quince meses en que se inscribe la cifra fatídica de su "tiempo para comprender", se la siente entrar en la vida de una ficción de haber fingido, y la convergencia de esta ficción en segundo grado con la intención agresiva que Freud le imputa, no sin exactitud seguramente, pero sin reconocer su verdadero resorte, nos presenta el esbozo de la complicidad intersubjetiva que un "análisis de las resistencias" encasillado en sus derechos hubiese podido perpetuar entre ellos. No hay duda de que con los medios que se nos ofrecen ahora por nuestro progreso técnico, el error humano hubiera podido prorrogarse mas allá de los límites en que se hace diabólico.
Todo esto no es cosa nuestra, pues Freud mismo reconoció a posteriori el origen prejuicial de su fracaso en el desconocimiento en que el mismo se encontraba entonces de la posición homosexual del objeto a que apuntaba el deseo de la histérica.
Sin duda todo el proceso que desembocó en esta tendencia actual del psicoanálisis se remonta en primer lugar a la mala conciencia que el analista ha tomado del milagro operado por su palabra. este interpreta el símbolo, y he aquí que el síntoma, que lo inscribe en letras de sufrimiento en la carne del sujeto, se borra. Esta taumaturgia es de mal tono para nuestras costumbres. Porque al fin y al cabo somos sabios, y la magia no es una práctica defendible. Se descarga uno de ello imputando al paciente un pensamiento mágico. Pronto vamos a predicar a nuestros enfermos el Evangelio según Lévy-Bruhl. Mientras tanto, nos hemos vuelto a convertir en pensadores, y así se ven también restablecidas esas justas distancias que hay que saber conservar con los enfermos y cuya tradición se había abandonado sin duda un poco precipitadamente; tradición tan noblemente expresada en estas líneas de Pierre Janet sobre las pequeñas capacidades de la histérica comparadas con nuestras alturas. "No entiende nada de ciencia -nos confía Janet hablando de la pobrecita- y no se imagina que alguien pueda interesarse en ella. Si se piensa en la ausencia de control que caracteriza su pensamiento, en lugar de escandalizarse de sus mentiras, que son por lo demás muy ingenuas, se asombrará uno más bien de que siga habiendo tantas honestas, etc. "
Estas líneas, por representar el sentimiento al que han regresado muchos de esos analistas de nuestros días que condescienden a hablarle al enfermo "en su lenguaje" pueden servirnos para comprender lo que ha sucedido entre tanto. Porque si Freud hubiese sido capaz de firmarlas, ¿como habría podido entender como lo hizo la verdad incluida en las historietas de sus primeros enfermos, incluso descifrar un sombrío delirio como el de Schreber hasta ensancharlo a la medida del hombre eternamente encadenado a sus símbolos?
¿Nuestra razón es pues tan débil como para no reconocerse igual en la meditación del discurso sabio y en el intercambio primero del objeto simbólico, y como para no encontrar en este la medida idéntica de su astucia original?
¿Habrá que recordar lo que vale la vara de "pensamiento" a los practicantes de una experiencia que relaciona su ocupación mas con un erotismo intestino que con un equivalente de la acción?
¿Es necesario que el que les habla les de fe de que, por su parte, no necesita recurrir al pensamiento para comprender que si en este momento les habla de la palabra, es en la medida en que tenemos en común una técnica de la palabra que les hace aptos para oírla cuando éI les habla de ella, y que lo dispone a dirigirse a través de ustedes a los que nada saben de ella?
Sin duda tenemos que aguzar el oído a lo no-dicho que yace en los agujeros del discurso, pero esto no debe entenderse como golpes que sonasen detras de la pared.
Pues por mucho que no nos ocupemos consiguientemente, cosa de la que se jactan algunos, de otra cosa que de esos ruidos, es preciso conceder que no nos hemos colocado en las condiciones mas propicias para descifrar su sentido: ¿cómo, sin ponerse entre ceja y ceja el comprenderlo, traducir lo que no es de por sí lenguaje? Arrastrados así a apelar al sujeto, puesto que después de todo es a su activo hacia donde debemos hacer virar esa comprensión, lo meteremos con nosotros en la apuesta, la cual no es otra que la de que los comprendemos, y esperamos que una vuelta nos haga ganadores a los dos. Por medio de lo cual, prosiguiendo este movimiento de lanzadera, aprenderá de manera muy simple a escandir éI mismo la medida, forma de sugestión que equivale a cualquier otra, es decir que como en cualquier otra no se sabe quien da la señal. Este procedimiento se da por bastante seguro cuando se trata de ir al agujero.
A medio camino de este extremo, queda planteada la pregunta: ¿el psicoanálisis sigue siendo una relación dialéctica donde el no-actuar del analista guía al deseo del sujeto hacia la realización de su verdad, o bien se reducirá a una relación fantaseada donde "dos abismos se rozan" sin tocarse hasta agotar la gama de las regresiones imaginarias -a una especie de bundling llevado a sus Iímites supremos en cuanto prueba psicológica?
De hecho esa ilusión que nos empuja a buscar la realidad del sujeto más allá del muro del lenguaje es la misma por la cual el sujeto cree que su verdad esta en nosotros ya dada, que nosotros la conocemos por adelantado, y es igualmente por eso por lo que esta abierto a nuestra intervención objetivante.
Sin duda no tiene que responder, por su parte, de ese error subjetivo que, confesado o no en su discurso, es inmanente al hecho de que entró en el análisis, es de que ha cerrado su pacto inicial. Y no puede descuidarse la subjetividad de este momento, tanto menos cuanto que encontramos en el la razón de lo que podríamos llamar los efectos constituyentes de la transferencia en cuanto que se distinguen por un índice de realidad de los efectos constituidos que les siguen.
Freud, recordémoslo, refiriéndose a los sentimientos aportados a la transferencia, insistía en la necesidad de distinguir en ellos un factor de realidad, y sacaba en conclusión que sería abusar de la docilidad del sujeto querer persuadirlo en todos los casos de que esos sentimientos son una simple repetición transferencial de la neurósis. Entonces, como los sentimientos reales se manifiestan como primarios y el encanto propio de nuestras personas sigue siendo un factor aleatorio, puede parecer que hay aquí algún misterio.
Pero este misterio se esclarece si se le enfoca en la fenomenología del sujeto, en cuanto que el sujeto se constituye en la búsqueda de la verdad. Basta recurrir a los datos tradicionales que nos proporcionarán los budistas, si bien no son ellos los únicos, para reconocer en esa forma de la transferencia el horror propio de la existencia, y bajo tres aspectos que ellos resumen así: el amor, el odio y la ignorancia. Será pues como contraefecto del movimiento analítico como comprenderemos su equivalencia en lo que suele llamarse una transferencia positiva en el origen, ya que cada uno encuentra la manera de esclarecerse gracias a los dos otros bajo este aspecto existencial, si no se exceptúa al tercero generalmente omitido por su proximidad respecto del sujeto.
Evocamos aquí la invectiva con la cual nos hacía testigo de la incontinencia de que daba pruebas cierto trabajo (ya demasiado citado por nosotros) en su objetivación insensata del juego de los instintos en el análisis, alguien cuya deuda respecto de nosotros podrá reconocerse por el uso que allí hacía del término real. En efecto; era con estas palabras como "liberaba", como suele decirse, "su corazón": "Es tiempo de qué termine esa estafa que tiende a hacer creer que en el tratamiento tiene lugar alguna cosa real." Dejemos de lado en qué paró esto, pues desgraciadamente si el análisis no ha curado el vicio oral del perro de que habla la Escritura, su estado es peor que antes: es el vómito de los otros lo que vuelve a tragarse.
Pues esta humorada no estaba mal orientada, ya que buscaba efectivamente la distinción, nunca producida hasta ahora en el análisis, de esos registros elementales de los cuales más tarde echamos los cimientos en los términos: de lo simbólico, lo imaginario y lo real.
En efecto, la realidad en la experiencia analítica queda a menudo velada bajo formas negativas, pero no es demasiado difícil situarla.
Se la encuentra, por ejemplo, en lo que habitualmente reprobamos como intervenciones activas; pero sería un error definir con ello su límite.
Porque está claro, por otra parte, que la abstención del anaIista, su negativa a responder, es un elemento de la realidad en el análisis. Mas exactamente, es en esa negatividad en cuánto que es pura, es decir desprendida de todo motivo particular, donde reside la juntura entre lo simbólico y lo real. Lo cual se comprende en el hecho de que éste no-actuar se funda en nuestro saber afirmado del principio de que todo lo que es real es racional, y en el motivo que de ello se sigue de que es al sujeto a quien le toca volver a encontrar su medida.
Queda el hecho de que esta abstención no es sostenida indefinidamente; cuando la cuestión del sujeto ha tomado la forma de la verdadera palabra, la sancionamos con nuestra respuesta, pero también hemos mostrado que una verdadera palabra contiene ya su respuesta y que no hacemos sino redoblar con nuestro lay su antífona. ¿Qué significa esto, sino que no hacemos otra cosa que dar a la palabra del sujeto su puntuación dialéctica?
Se ve entonces el otro momento en que lo simbólico y lo real se reúnen, y ya lo habíamos marcado teóricamente: en la función del tiempo, y esto vale la pena de que nos detengamos un momento sobre los efectos técnicos del tiempo.
El tiempo desempeña su papel en la técnica bajo varias incidencias.
Se presenta en la duración total del análisis en primer lugar, e implica el sentido que ha de darse al término del análisis, que es la cuestión previa a la de los signos de su fin. Tocaremos el problema de la fijación de su término. Pero está claro desde el primer momento que esa duración no puede anticiparse para el sujeto sino como indefinida.
Esto por dos razones que sólo pueden distinguirse en la perspectiva dialéctica:
– una que se refiere a los límites de nuestro campo y que confirma nuestra aseveración sobre la definición de sus confines: no podemos prever del sujeto cual será su tiempo para comprender, por cuanto incluye un factor psicológico que nos escapa como tal;
– la otra que es propiamente del sujeto y por la cual la fijación de un término equivale a una proyección especializante, donde se encuentra de inmediato enajenado de sí mismo: desde el momento en que el plazo de su verdad puede ser previsto, advenga lo que advenga en la intersubjetividad intervalar, es que la verdad está ya allí, es decir que restablecemos en el sujeto su espejismo original en cuanto que coloca en nosotros su verdad y que al sancionarlo con nuestra autoridad, instalamos su análisis en una aberración, que será imposible de corregir en sus resultados.
Esto es sin duda lo que sucedió en el caso célebre del hombre de los lobos, cuya importancia ejemplar fue comprendida tan cabalmente por Freud, que vuelve a apoyarse en éI en su artículo sobre el análisis finito o indefinido.
La fijación anticipada de un término, primera forma de intervención activa, inaugurada (proh pudor) por Freud mismo, cualquiera que sea la seguridad adivinatoria (en el sentido propio del término) de que pueda dar pruebas el analista siguiendo su ejemplo, dejará siempre al sujeto en la enajenación de su verdad.
Y efectivamente encontramos la confirmación de ello en dos hechos del caso de Freud.
Primeramente, el hombre de los lobos -a pesar de todo el haz de pruebas que demuestran la historicidad de la escena primitiva, a pesar de la convicción que manifiesta para con él, impermeable ante las dudas metódicas a cuya prueba le somete Freud- no llega nunca sin embargo a integrar su rememoración en su historia.
En segundo lugar, el hombre de los lobos demuestra ulteriormenre su enajenación de la manera más categórica, bajo una, forma paranoide.
Es cierto que aquí se mezcla otro factor, por donde la realidad interviene en el análisis, a saber: el don de dinero cuyo valor simbólico nos reservamos tratar en otro sitio, pero cuyo alcance se indica ya en lo que hemos evocado respecto del lazo de la palabra con el don constituyente del intercambio primitivo. Ahora bien, aquí el don de dinero esta invertido por una iniciativa de Freud en la que podemos reconocer, tanto como en su insistencia en volver sobre el caso, la subjetivación no resuelta en el de los problemas que este caso deja en suspenso. Y nadie duda que haya sido éste un factor desencadenador de la psicosis, sin que por lo demás podamos decir exactamente por qué.
¿No se comprende sin embargo que admitir un sujeto mantenido a costa del pritáneo del psicoanálisis (pues debía su pensión a una colecta del grupo) a causa del servicio que hacía a la ciencia en cuanto caso, es también instituirlo decisivamente en la enajenación de su verdad?
Los materiales del suplemento de análisis en que el enfermo es confiado a Ruth MacBrunswick ilustran la responsabilidad del tratamiento anterior, demostrando nuestras afirmaciones sobre los lugares respectivos de la palabra y del lenguaje en la mediación psicoanalítica.
Más aún, es en su perspectiva donde puede captarse cómo Ruth MacBrunswick no se situó en suma nada mal en su posición delicada respecto de la transferencia. (Se recordará el muro mismo de nuestra metáfora en cuanto que figura en uno de los sueños, y los lobos del sueño clave se muestran en él ávidos de rodearlo…) Nuestro seminario sabe todo esto y los demás podrán ejercitarse en ello.
Queremos en efecto tocar otro aspecto, particularmente álgido en la actualidad, de la función del tiempo en la técnica. Nos referimos a la duración de la sesión.
Aquí se trata una vez más de un elemento que pertenece manifiestamente a la realidad, puesto que representa nuestro tiempo de trabajo, y bajo este enfoque, cae bajo el capítulo de una reglamentación profesional que puede considerarse como prevalente.
Pero sus incidencias subjetivas no son menos importantes. Y en primer lugar para el analista. El carácter tabú bajo el que se lo ha presentado en recientes debates prueba suficientemente que la subjetividad del grupo está muy poco liberada a éste respecto, y el carácter escrupuloso, para no decir obsesivo, que toma para algunos, si no para la mayoría, la observación de un estándar cuyas variaciones históricas y geográficas no parecen por lo demás inquietar a nadie, es sin duda signo de la existencia de un problema que nadie está muy dispuesto a abordar, pues se siente que llevaría muy lejos en la puesta en duda de la función del analista.
Para el sujeto en análisis, por otra parte, no puede desconocerse su importancia. El inconsciente -se asegura con un tono tanto mas comprensivo cuanto menos capaz se es de justificar lo que quiere decirse-, el inconsciente pide tiempo para revelarse.
Estamos perfectamente de acuerdo. Pero preguntamos cuál es su medida ¿Es la del universo de Ia precisión, para emplear la expresión del señor Alexandre Koyré? Sin duda vivimos en ese universo, pero su advenimiento para el hombre es de fecha reciente, puesto que remonta exactamente al reloj de Huygens, o sea el año 1659, y el malestar del hombre moderno no indica precisamente que esa precisión sea en sí para él un factor de liberación. Ese tiempo de la caída de los graves; ¿es sagrado por responder al tiempo de los astros en cuánto puesto en lo eterno por Dios que, como nos lo dijo Lichtenberg, da cuenta a nuestras carátulas solares? Tal vez saquemos una idea mas clara de esto comparando el tiempo de la creación de un objeto simbóIico y el momento de inatención en que lo dejamos caer.
Sea como sea, si el trabajo de nuestra función durante este tiempo sigue siendo problemático, creemos haber mostrado de manera suficientemente evidente la función del trabajo en lo que el paciente realiza en él.
Pero la realidad, cualquiera que sea, de ese tiempo toma desde ese momento un valor local, el de una recepción del producto de ese trabajo.
Desempeñamos un papel de registro, al asumir la función, fundamental en todo intercambio simbólico, de recoger lo que do kamo, el hombre en su autenticidad, llama la palabra que dura.
Testigo invocado de la sinceridad del sujeto, depositario del acta de su discurso, referencia de su exactitud, fiador de su rectitud, guardián de su testamento, escribano de sus codicilos, el analista tiene algo de escriba.
Pero sigue siendo ante todo el dueño de la verdad de la que ese discurso es el progreso. El es, ante todo, el que puntea, como hemos dicho, su dialéctica. Y aqui, es aprehendido como juez del precio de ese discurso. Esto implica dos consecuencias.
La suspensión de la sesión no puede dejar de ser experimentada por el sujeto como una puntuación en su progreso. Sabemos cómo calcula el vencimiento de esta sesión para articularlo con sus propios plazas, incluso con sus escapatorias, cómo anticipa ese progreso sopesándolo a la manera de un arma, acechándolo como un abrigo.
Es un hecho que se comprueba holgadamente en la práctica de los textos de las escrituras simbólicas, ya se trate de la Biblia o de los canónicos chinos: la ausencia de puntuación es en ellos una fuente de ambigüedad, la puntuación una vez colocada, fija el sentido, su cambio lo renueva o lo trastorna, y, si es equivocada, equivale a alterarlo.
La indiferencia con que el corte del timing interrumpe los momentos de apresuramiento en el sujeto puede ser fatal para la conclusión hacia la cual se precipitaba su discurso, e incluso fijar en él un malentendido, si no es que da pretexto a un ardid de retorsión.
Los principiantes parecen mas impresionados por los efectos de esta incidencia, lo cual hace pensar que los otros se someten a su rutina. Sin duda la neutralidad que manifestamos al aplicar estrictamente esta regla mantiene la vía de nuestro no-actuar.
Pero este no-actuar tiene su límite, si no no habría intervención: ¿y por qué hacerla imposible en este punto, así privilegiado?
El peligro de que este punto tome un valor obsesivo en el analista es simplemente el de que se preste a la connivencia del sujeto: no sólo abierta al obsesivo, pero que toma en éI un vigor especial, justamente por su sentimiento del trabajo. Es conocida la nota de trabajo forzado que envuelve en éste sujeto hasta los mismos ocios.
Este sentido está sostenido por su relación subjetiva con el amo en cuanto que lo que espera es su muerte.
El obsesivo manifiesta en efecto una de las actitudes que Hegel no desarrolló en su dialéctica del amo y del esclavo. El esclavo se ha escabullido ante el riesgo de la muerte, donde le era ofrecida la ocasión del dominio en una lucha de puro prestigio. Pero puesto que sabe que es mortal, sabe también que el amo puede morir. Desde ese momento, puede aceptar trabajar para el amo y renunciar al gozo mientras tanto; y, en la incertidumbre del momento en que se producirá la muerte del amo, espera.
Tal es la razón intersubjetiva tanto de la duda como de la procrastinación que son rasgos de carácter en el obsesivo.
Sin embargo todo su trabajo se opera bajo la égida de esta intención, y se hace por eso doblemente enajenante. Pues no sólo la obra del sujeto le es arrebatada por otro, lo cual es la relación constituyente de todo trabajo, sino que el reconocimiento por el sujeto de su propia escencia en su obra, donde ese trabajo encuentra su razón, no le escapa menos, pues éI mismo "no está en ello", está en el momento anticipado de la muerte del amo, a partir de la cual vivirá, pero en espera de la cual se identifica a él como muerto. y por medio de la cual éI mismo está ya muerto.
No obstante, se esfuerza en engañar al amo por la demostración de las buenas intenciones manifestadas en su trabajo. Es lo que los niños buenos del catecismo analítico expresan en su rudo lenguaje diciendo que el ego del sujeto trata de seducir a su superego.
Esta formulación intrasubjetiva se desmistifica inmediatamente si se la entiende en la relación analítica donde el working through del sujeto es en efecto utilizado para la seducción del analista.
Tampoco es una casualidad que en cuanto el progreso diaIéctico se acerca a la puesta en tela de juicio de las intenciones del ego en nuestros sujetos la fantasía de la muerte del analista experimentada a menudo bajo la forma de un temor, incluso de una angustia no deje nunca de producirse.
Y el sujeto se apresura a lanzarse de nuevo en una elaboración aún más demostrativa de su "buena voluntad".
¿Cómo dudar entonces del efecto de cierto desdén por el amo hacia el producto de semejante trabajo? La resistencia del sujeto puede encontrarse por ello absolutamente desconcertada.
Desde este momento su coartada hasta entonces inconsciente empieza a descubrirse para él y se le ve buscar apasionadamente la razón de tantos esfuerzos.
No diríamos todo esto si no estuviésemos convencidos de que experimentando en un momento, llegado a su conclusión de nuestra experiencia lo que se ha llamado nuestras sesiones cortas hemos podido sacar a luz en tal sujeto masculino fantasías de embarazo anal con el sueño de su resolución por medio de una cesárea en un plazo en el que de otro modo hubiéramos seguido reducidos a escuchar sus especulaciones sobre el arte de Dostoievski.
Por lo demás no estamos aquí para defender ese procedimiento sino para mostrar que tiene un sentido dialéctico preciso en su aplicación técnica.
Y no somos los únicos que hemos observado que se identifica en última instancia con la técnica que suele designarse con el nombre de zen y que se aplica como medio de revelación del sujeto en la ascesis tradicional de ciertas escuelas del lejano oriente.
Sin llegar a los extremos a que se lanza ésta técnica puesto que serían contrarios a algunas de las limitaciones que la nuestra se impone, una aplicación discreta de su principio en el análisis nos parece mucho más admisible que ciertas modas llamadas de análisis de las resistencias, en la medida en que no implica en sí misma ningún peligro de enajenación del sujeto.
Pues no rompe el discurso sino para dar a luz a la palabra.
Henos aquí pues al pie del muro, al pie del muro del lenguaje. Estamos allí donde nos corresponde, es decir del mismo lado que el paciente, y es por encima de ese muro, que es el mismo para él y para nosotros, como vamos a intentar responder al eco de su palabra.
Mas allá de ese muro, no hay nada que no sea para nosotros tinieblas exteriores. ¿Quiere esto decir que somos dueños absolutos de la situación? Claro que no, y Freud sobre este punto nos ha legado su testamento sobre la reacción terapéutica negativa.
La clave de este misterio, suele decirse, está en la instancia de un masoquismo primordial, o sea de una manifestación en estado puro de ese instinto de muerte cuyo enigma nos propuso Freud en el apogeo de su experiencia.
No podemos echarlo en saco roto, como tampoco podremos aquí posponer su examen.
Pues observaremos que se unen en un mismo rechazo de este acabamiento de la doctrina los que llevan el análisis alrededor de una concepción del ego cuyo error hemos denunciado, y los que, como Reich, van tan lejos en el principio de ir a buscar más allá de la palabra la inefable expresión orgánica, que para liberarla, como él de su armadura, podrían como él simbolizar en la superposición de las dos formas vermiculares cuyo estupefaciente esquema puede verse en su libro sobre el Análisis del carácter, la inducción orgásmica que esperan como él del análisis.
Conjunción que nos dejará, sin duda augurar favorablemente sobre el rigor de las formaciones del espíritu, cuando hayamos mostrado la relación profunda que une la noción del instinto de muerte con los problemas de la palabra,
La noción del instinto de muerte, por poco que se la considere, se propone como irónica, pues su sentido debe buscarse en la conjunción de dos términos contrarios: el instinto en efecto en su acepción mas comprensiva es la ley que regula en su sucesión un ciclo de comportamiento para el cumplimiento de una función vital, y la muerte aparece en primer lugar como la destrucción de la vida.
Sin embargo, la definición que Bichat, en la aurora de la biología ha dado de la vida como del conjunto de las fuerzas que resisten a la muerte, no menos que la concepción más moderna que encontramos en un Cannon en la noción de homeostasis, como función de un sistema que mantiene su propio equiIibrio, están ahí para recordarnos que vida y muerte se componen en una relación polar en el seno mismo de fenómenos que suelen relacionarse con la vida.
Así pues la congruencia de los términos contrastados del instinto de muerte con los fenómenos de repetición, a los que la explicación de Freud los refiere en efecto bajo la calificación de automatismo, no debería presentar dificultades, si se tratase de una noción biológica.
Todo el mundo siente claramente que no hay nada de esto, y eso es lo que hace tropezar a muchos de nosotros con éste problema. El hecho de que muchos se detengan en la incompatibilidad aparente de éstos términos puede incluso retener nuestra atención por cuánto manifiesta una inocencia dialéctica que desconcertaría sin duda el problema clásicamente planteado a la semántica en el enunciado determinativo: una aldea sobre el Ganges, con el cual la estética hindú ilustra la segunda forma de las resonancias del lenguaje.
Hay que abordar en efecto esta noción por sus resonancias en lo que llamaremos la poética de la obra freudiana, primera vía de acceso para penetrar su sentido, y dimensión esencial si se comprende la repercusión dialéctica de los orígenes de la obra en el apogeo que allí señala ésta. Es preciso recordar, por ejemplo, que Freud nos da testimonio de haber encontrado su vocación médica en el llamado escuchado en una lectura pública del famoso Himno a la naluraleza de Goethe, o sea en ese texto descubierto por un amigo donde el poeta en el ocaso de su vida ha aceptado reconocer a un hijo putativo de las más jóvenes efusiones de su pluma.
En el otro extremo de la vida de Freud encontramos en el artículo sobre el análisis en cuanto finito e indefinido la referencia expresa de su nueva concepción al conflicto de los dos principios a los que Empédocles de Agrigento, en el siglo V antes de Jesucristo, o sea en la indistinción presocrática de la naturaleza y del espíritu, sometía las alternancias de la vida universal.
Estos dos hechos son para nosotros una indicación suficiente de que se trata aquí de un mito de la diada cuya promoción en Platón es evocada por lo demás en Más allá del principio del placer, mito que no puede comprenderse en la subjetividad del hombre moderno sino elevándolo a la negatividad del juicio en que se inscribe.
Es decir que del mismo modo que el automatismo de repetición, al que se desconoce igualmente si se quieren dividir sus términos, no apunta a otra cosa que a la temporalidad historizante de la experiencia de la transferencia, de igual modo el instinto de muerte expresa esencialmente el límite de la función histórica del sujeto. Ese límite es la muerte, no como vencimiento eventual de la vida del individuo; ni como certidumbre empírica del sujeto, sino según la fórmula que da Heidegger, como "posibiIidad absolutamente propia, incondicional, irrebasable, segura y como tal indeterminada del sujeto", entendámoslo del sujeto definido por su historicidad.
En efecto este límite está en cada instante presente en lo que esa historia tiene de acabada. Representa el pasado bajo su forma real, es decir no el pasado físico cuya existencia está abolida, ni el pasado épico tal como se ha perfeccionado en la obra de memoria, ni el pasado histórico en que el hombre encuentra la garantía de su porvenir, sino el pasado que se manifiesta invertido en la repetición.
Tal es el muerto del que la subjetividad hace su compañero en la tríada que su mediación instituye en el conflicto universal de Philia, el amor, y de Neikos, la discordia.
Entonces ya no es necesario recurrir a la noción caduca del masoquismo primordial para comprender la razón de los juegos repetitivos en que la subjetividad fomenta juntamente el dominio de su abandono y el nacimiento del símbolo.
Estos son los juegos de ocultación que Freud, en una intuición genial, presentó a nuestra mirada para que reconociésemos en ellos que el momento en que el deseo se humaniza es también el momento en que el niño nace al lenguaje.
Podemos ahora ver que el sujeto no sólo domina con ello su privación, asumiéndola, sino que eleva su deseo a la segunda potencia. Pues su acción destruye el objeto que hizo aparecer y desaparecer en la provocación anticipante de su ausencia y de su presencia. Hace así negativo el campo de fuerzas del deseo para hacerse ante sí misma su propio objeto Y este objeto, tomando cuerpo inmediatamente en la pareja simbólica de dos jaculatorias elementales, anuncia en el sujeto la integración diacrónica de la dicotomía de los fonemas, cuyo lenguaje existente ofrece la estructura sincrónica a su asimilación; así el niño empieza a adentrarse en el sistema del discurso concreto del ambiente, reproduciendo más o menos aproximadamente en su Fort! y en su Da! los vocablos que recibe de él.
Fort! Da! Es sin duda ya en su soledad donde el deseo de la cría de hombre se ha convertido en el deseo de otro, de un alter ego que le domina y cuyo objeto de deseo constituye en lo sucesivo su propia pena.
Ya se dirija el niño ahora a un compañero imaginario o real, lo verá obedecer igualmente a la negatividad de su discurso, y puesto que su llamada tiene por efecto hacerle escabullirse, buscará en una intimación desterradora la provocación del retorno que vuelve a llevarlo a su deseo.
Así el símbolo se manifiesta en primer lugar como asesinato de la cosa, y esta muerte constituye en el sujeto la eternización de su deseo.
El primer símbolo en que reconocemos la humanidad en sus vestigios es la sepultura, y el expediente de la muerte se reconoce en toda relación donde el hombre viene a la vida de su historia.
Unica vida que perdura y que es verdadera, puesto que se transmite sin perderse en la tradición perpetuada de sujeto a sujeto. ¿Cómo no ver con qué altura trasciende a esa vida heredada por el animal y donde el individuo se desvanece en la especie, puesto que ningún memorial distingue su efímera aparición de la que la reproducirá en la invariabilidad del tipo? En efecto, dejando aparte esas mutaciones hipotéticas del phylum que debe integrar una subjetividad a la que el hombre no se acerca todavía más que desde fuera, nada, sino las experiencias a las que el hombre los asocia, distingue a una rata de la rata, a un cabaIlo del caballo; nada sino ese paso inconsistente de la vida a la muerte; mientras que Empédocles precipitándose al Etna deja para siempre presente en la memoria de los hombres ese acto simbólico de su ser-para-la-muerte
La libertad del hombre se inscribe toda en el triángulo constituyente de la renunciación que impone el deseo del otro por la amenaza de la muerte para el gozo de los frutos, de su servidumbre, del sacrificio consentido de su vida por las razones que dan a la vida humana su medida, y de la renuncia suicida del vencido que frustra de su victoria al amo abandonándolo a su inhumana soledad.
De estas figuras de la muerte, la tercera es el supremo rodeo por donde la particularidad inmediata del deseo, reconquistando su forma inefable, vuelve a encontrar en la denegación un triunfo úItimo. Y tenemos que reconocer su sentido, porque tenemos que vérnoslas con ella. No es en efecto una perversión del instinto, sino esa afirmación desesperada de la vida que es la forma más pura en que reconocemos el instinto de muerte.
El sujeto dice: »¡No!» a ese juego de la sortija de la intersubjetividad donde el deseo sólo se hace reconocer un momento para perderse en un querer que es querer del otro. Pacientemente, sustrae su vida precaria a las aborregantes agregaciones del Eros del símbolo para afirmarlo finalmente en una maldición sin palabras.
Por eso cuando queremos alcanzar en el sujeto lo que había antes de los juegos seriales de la palabra, y lo que es primordial para el nacimiento de los símbolos, lo encontramos en la muerte, de donde su existencia toma todo el sentido que tiene. Es como deseo de muerte, en efecto, como se afirma para los otros; si se identifica con el otro, es coagulándolo en la metamorfosis de su imagen esencial, y ningún ser es evocado nunca por éI sino entre las sombras de la muerte.
Decir que este sentido mortal revela en la palabra un centro exterior al lenguaje es más que una metáfora y manifiesta una estructura. Esa estructura es diferente de la espacialización de la circunferencia o de la esfera en la que algunos se complacen en esquematizar los límites de lo vivo y de su medio: responde más bien a ese grupo relacional que la lógica simbólica designa topológicamente como un anillo.
De querer dar una representación intuitiva suya, parece que más que a la superficialidad de una zona, es a la forma tridimensional de un toro a lo que habría que recurrir, en virtud de que su exterioridad periférica y su exterioridad central no constituyen sino una única región.
Este esquema satisface la circularidad sin fin del proceso diaIéctico que se produce cuando el sujeto realiza su soledad, ya sea en la ambigüedad vital del deseo inmediato, ya sea en la plena asunción de su ser-para-la-muerte.
Pero a la vez puede también captarse en él que la dialéctica no es individual y que la cuestión de la terminación del anillo es la del momento en que la satisfacción del sujeto encuentra cómo realizarse en la satisfacción de cada uno, es decir, de todos aquellos con los que se asocia en la realización de una obra humana. Entre todas las que se proponen en el siglo, la obra del psicoanalista es tal vez la más alta porque opera en éI como mediadora entre el hombre de la preocupación y el sujeto del saber absoluto. Por eso también exige una larga ascesis subjetiva, y que nunca sea interrumpida, pues el final del análisis didáctico mismo no es separable de la entrada del sujeto en su práctica
Mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época. Pues ¿cómo podría hacer de su ser el eje de tantas vidas aquel que no supiese nada de la dialéctica que lo lanza con esas vidas en un movimiento simbólico? Que conozca bien la espira a la que su época lo arrastra en la obra continuada de Babel, y que sepa su función de intérprete en la discordia de los lenguajes. Para las tinieblas del mundus alrededor de las cuales se enrolla la torre inmensa, que deje a la visión mística el cuidado de ver elevarse sobre un bosque eterno la serpiente podrida de la vida.
Permítasenos reír si se imputa a estas afirmaciones el desviar el sentido de la obra de Freud de las bases biológicas que hubiera deseado para ella hacia las referencias culturales que la recorren. No queremos predicaros aquí la doctrina ni del factor b, con el cual se designaría a las unas, ni del factor c en el cual se reconocería a las otras. Hemos querido únicamente recordaros el a, b, c, desconocido de la estructura del lenguaje, y haceros deletrear de nuevo el b-a, ba, olvidado, de la palabra.
¿Pues que receta os guiaría en una técnica que se compone de la una y saca sus efectos de la otra, si no reconocieseis el campo y la función del uno y del otro?
La experiencia psicoanalítica ha vuelto a encontrar en el hombre el imperativo del verbo como la ley que lo ha formado a su imagen. Maneja Ia función poética del lenguaje para dar a su deseo su mediación simbólica. Que os haga comprender por fin que es en el don de la palabra donde reside toda la realidad de sus efectos; pues es por la vía de ese don por donde toda realidad ha llegado al hombre y por su acto continuado como él la mantiene.
Si el dominio que define este don de la palabra ha de bastar a vuestra acción como a vuestro saber, bastará también a vuestra devoción. Pues le ofrece un campo privilegiado.
Cuando los Devas, los hombres y los Asuras -leemos en el primer Brahmana de la quinta lección del Bhrad-Aranyaka Upanishad- terminaban su noviciado con Prajapati, le hicieron este ruego: "Háblanos."
"Da, dijo Prajapati, el dios del trueno. ¿Me habéis entendido?" Y los Devas contestaron: "Nos has dicho: Damyata, domáos" -con lo cual el texto sagrado quiere decir que los poderes de arriba se someten a la ley de la palabra.
"Da, dijo Prajapati, el dios del trueno. ¿Me habéis entendido?" Y los hombres respondieron: "Nos has dicho: Datta, dad" -con ello el texto sagrado quiere decir que los hombres se reconocen por el don de la palabra.
"Da, dijo Prajapâti, el dios del trueno. ¿Me habéis entendido?" Y los Asuras respondieron: "Nos has dicho: Dayadhvam, haced merced" -el texto sagrado quiere decir que los poderes de abajo resuenan en la invocación de la palabra.
Esto es, prosigue el texto, lo que la voz divina hace oír en el trueno: sumisión, don, merced. Da da da.
Porque Prajapati responde a todos: "Me habéis entendido."