l. ¿Quién analiza hoy?
1. Que un análisis lleve los rasgos de la persona del analizado, es cosa de la que se habla como si cayese por su propio peso. Pero quien se interese en los efectos que tendría sobre él la persona del analista pensaría estar dando pruebas de audacia. Tal es por lo menos el estremecimiento que nos recorre ante las expresiones de moda referentes a la contratransferencia, contribuyendo sin duda a enmascarar su impropiedad conceptual: pensad que testimonio damos de elevación de alma al mostrarnos en nuestra arcilla como hechos de la misma que aquellos a quienes amasamos.
Acabo de escribir una mala palabra. Es ligera para aquellos a quienes apunta, siendo así que hoy ni siquiera se guardan las formas para confesar que bajo el nombre de psicoanálisis muchos se dedican a una «reeducación emocional del paciente» [22].
Situar en este nivel la acción del analista acarrea una posición de principio, con respecto a la cual todo lo que puede decirse de la contratransferencia, incluso si no es vano, tendrá una función de diversión, Porque es más allá donde se encuentra desde ese momento la impostura que queremos desalojar aquí.
No por eso denunciamos lo que el psicoanálisis de hoy tiene de antifreudiano. Pues en esto hay que agradecerle el que se haya quitado la máscara, puesto que se jacta de superar lo que por otra parte ignora, no habiendo retenido de la doctrina de Freud sino justo lo suficiente para sentirse hasta qué punto lo que acaba de enunciar de su experiencia es disonante con ella.
Pretendemos mostrar en qué la impotencia para sostener auténticamente una praxis, se reduce, como es corriente en la historia de los hombres, al ejercicio de un poder.
2. El psicoanalista sin duda dirige la cura. El primer principio de esta cura, el que le deletrean en primer lugar, y que vuelve a encontrar en todas partes en su formación hasta el punto de que se impregna en él, es que no debe dirigir al paciente. la dirección de conciencia en el sentido de guía moral que un fiel del catolicismo puede encontrar, queda aquí radicalmente excluida. Si el psicoanálisis plantea problemas a la teología moral, no son los de la dirección de conciencia, en lo cual recordamos que la dirección de conciencia también los plantea.
La dirección de la cura es otra cosa. Consiste en primer lugar en hacer aplicar por el sujeto la regla analítica o sea las directivas cuya presencia no podría desconocerse en el principio de lo que se llama «la situación analítica», bajo el pretexto de que el sujeto las aplicaría en el mejor de los casos sin pensar en ellas.
Estas directivas están en una comunicación inicial planteadas bajo forma de consignas de las cuales, por poco que el analista las comente, puede sostenerse que hasta en las inflexiones de su enunciado servirán de vehículo a la doctrina que sobre ellas se ha hecho el analista en el punto de consecuencia a que han llegado para él. Lo cual no lo hace menos solidario de la enormidad de los prejuicios que en el pacientes esperan en ese mismo lugar: según la idea que la difusión cultural le ha permitido formarse del procedimiento y de la finalidad de la empresa.
Ya sólo esto basta para mostrarnos que el problema de la dirección se muestra, desde las directivas del punto de partida, como no pudiendo formularse sobre una línea de comunicación unívoca lo cual nos obliga a quedarnos aquí por ahora para esclarecerlo más tarde.
Establezcamos únicamente que, de reducirlo a su verdad, ese tiempo consiste en hacer olvidar al paciente que se trata únicamente de palabras, pero que esto no justifica que el analista lo olvide a su vez [16].
3. Además ya hemos anunciado que es por el lado del analista por donde pretendíamos abordar nuestro tema.
Digamos que en el depósito de fondos de la empresa común, el paciente no es el único con sus dificultades que pone toda la cuota. El analista también debe pagar:
-pagar con palabras sin duda, si la transmutación que sufren por la operación analítica las eleva a su efecto de interpretación;
-pero también pagar con su persona, en cuanto que, diga lo que diga, la presta como soporte a los fenómenos singulares que el análisis ha descubierto en la transferencia;
-¿olvidaremos que tiene que pagar con lo que hay de esencial en su juicio más íntimo, para mezclarse en una acción que va al corazón del ser (Kern unseres Wesens, escribe Freud [6]): sería él el único allí que queda fuera del juego?
Que aquellos cuyos votos se dirigen hacia nuestras armas no se inquieten por mí, ante el pensamiento de que me ofrezco aquí una vez más a unos adversarios siempre felices de mandarme de vuelta a mi metafísica.
Porque es en el seno de su pretensión de contentarse con la eficacia donde se levanta una afirmación como ésta: que el analista cura menos por lo que dice y hace que por lo que es [22]. Y a todo esto nadie al parecer pide razón de semejante afirmación a su autor, como tampoco se le llama al pudor, cuando, con una sonrisa fatigada dirigida hacia el ridículo al que se expone, es a la bondad, a la suya (hay que ser bueno, ninguna trascendencia en el contexto), a la que se remite para poner un término a un debate sin salida sobre la neurosis de la transferencia. ¿Pero quién tendría la crueldad de interrogar al que se dobla bajo el peso de la valija, cuando su porte da claramente a adivinar que está llena de ladrillos?
Sin embargo el ser es el ser, quienquiera que sea el que lo convoca, y tenemos derecho a preguntar que viene a hacer aquí.
4. Volveré pues a poner al analista en el banquillo, en la medida en que lo estoy yo mismo, para observar que está tanto menos seguro de su acción cuanto que en ella está más interesado en su ser.
Intérprete de lo que me es presentado en afirmaciones o en actos, yo decido sobre mi oráculo y lo articulo a mi capricho, único amo en mi barco después de Dios, y por supuesto lejos de poder medir todo el efecto de mis palabras, pero de esto precisamente convertido y tratando de remediarlo, dicho de otra manera libre siempre del momento y del número, tanto como de la elección de mis intervenciones, hasta el punto de que parece que la regla haya sido ordenada toda ella para no estorbar en nada mi quehacer de ejecutante, a lo cual es correlativo el aspecto de «material», bajo el cual mi acción aquí toma lo que ella misma ha producido.
5. En cuanto al manejo de la transferencia, mi libertad en ella se encuentra por el contrario enajenada por el desdoblamiento que sufre allí mi persona, y nadie ignora que es, allí donde hay que buscar el secreto del análisis. lo cual no impide creer a algunos que han progresado gracias a esta docta afirmación: que el psicoanálisis debe ser estudiado como una situación entre dos. Sin duda se ponen condiciones que restringen sus movimientos, pero permanece el hecho de que la situación así concebida sirve para articular (y sin más artificio que la reeducación emocional antes citada) los principios de una domesticación del Yo llamado débil, y, por medio de un Yo que gustosamente se considera como de fuerza para cumplir ese proyecto, porque es fuerte. Que no se la emita sin algún azoro, es cosa atestiguada por arrepentimientos cuya torpeza impresiona, tales como el que precisa que no cede en cuanto a la exigencia de una «curación por el interior» [22]. Pero esto no hace sino más significativa la comprobación de que el asentimiento del sujeto, por su recordatorio en este pasaje, no viene sino en el segundo tiempo de un efecto primeramente impuesto.
Estas desviaciones no las mostramos por nuestro gusto, si no más bien para hacer de sus escollos boyas de nuestra ruta.
De hecho todo analista (aunque fuese de los que así se extravían) experimenta siempre la transferencia en el asombro del efecto menos esperado de una relación entre dos que fuese como las otras. Se dice que tiene que componérselas allí ante un fenómeno del que no es responsable, y es conocida la insistencia que puso Freud en subrayar su espontaneidad en el paciente.
Desde hace algún tiempo, los analistas en las revisiones desgarradoras con que halagan nuestro paladar, insinuarían de buena gana que esa insistencia de la que durante tanto tiempo se hicieron baluartes, traduciría en Freud alguna huida ante el compromiso que supone la noción de situación. Como se ve, estamos al día.
Pero es mas bien la exaltación fácil de su gesto de arrojar los sentimientos, colocados bajo el capítulo de su contratransferencia, en el platillo de una balanza en que la situación se equilibraría gracias a su pesada, la que da testimonio para nosotros de una desgracia de la conciencia correlativa de una dimisión a concebir la verdadera naturaleza de la transferencia
No se podría razonar a partir de lo que el analizado hace soportar de sus fantasías a la persona del analista, como a partir de lo que un jugador ideal suputa de las intenciones de su adversario. Sin duda hay también estrategia, pero que nadie se engañe con la metáfora del espejo en virtud de que conviene a la superficie lisa que presenta al paciente el analista. Rostro cerrado y labios cosidos, no tienen aquí la misma finalidad que en el bridge. Mas bien con esto el analista se adjudica la ayuda de lo que en ese juego se llama el muerto, pero es para hacer surgir al cuarto que va a ser aquí la pareja del analizado, y cuyo juego el analista va a esforzarse, por medio de sus bazas, en hacerle adivinar la mano: tal es el vínculo, digamos de abnegación, que impone al analista la prenda de la partida en el análisis.
Se podría proseguir la metáfora deduciendo de esto su juego según que se coloque «a la derecha» o «a la izquierda» del paciente, es decir en postura de jugar antes o después del cuarto, es decir de jugar antes o después de éste con el muerto.
Pero lo que es seguro es que los sentimientos del analista sólo tienen un lugar posible en este juego, el del muerto; y que si se le reanima, el juego se prosigue sin que se sepa quién lo conduce.
Por eso el analista es menos libre en su estrategia que en su táctica.
6. Vayamos mas lejos. El analista es aún menos libre en aquello que domina estrategia y táctica: a saber, su política, en la cual haría mejor en ubicarse por su carencia de ser que por su ser.
Para decir las cosas de otra manera: su acción sobre el paciente se le escapa junto con la idea que se hace de ella, si no vuelve a tomar su punto de partida en aquello por lo cual ésta es posible, si no retiene la paradoja en lo que tiene de desmembrado, para revisar en el principio la estructura por donde toda acción interviene en la realidad.
Para los psicoanalistas de hoy, esta relación con la realidad cae por su propio peso. Miden sus defecciones en el paciente sobre el principio autoritario de los educadores de siempre. Sólo que se encomiendan al análisis didáctico para garantizar su mantenimiento en una tasa suficiente en los analistas, respecto de los cuales no deja de sentirse que, para enfrentarse a los problemas de la humanidad que se dirige a ellos, sus puntos de vista serán a veces un poco locales. Lo cual no hace sino colocar el problema un escalón individual más atrás.
Y no puede decirse que se sienta uno tranquilizado, cuando trazan el procedimiento del análisis en la reducción en el sujeto de las desviaciones, imputadas a su transferencia y a sus resistencias, pero ubicadas en relación con la calidad, cuando se les oye exclamar sobre la «situación completamente simple» que ofrecería el análisis para tomar su medida. ¡Vamos!, el educador está bien lejos de estar educado si puede juzgar tan ligeramente una experiencia que sin embargo ha debido atravesar él mismo.
Se adivina por semejante apreciación que esos analistas hubiesen dado a esa experiencia otros sesgos, si hubiesen tenido que confiar en su sentido de la realidad para inventarla ellos mismos: prioridad escabrosa de imaginar. Se lo sospechan un poco, y por eso son tan quisquillosos en preservar sus formas.
Se concibe que para explayar una concepción tan evidentemente precaria, algunos de ultramar hayan sentido la necesidad de introducir en ella un valor estable, un patrón de la medida de lo real: es el ego autónomo. Es el conjunto que se supone organizado de las funciones más dispares para prestar su apoyo al sentimiento de innatividad del sujeto. Se le considera como autónomo por el hecho de que se supone que está al abrigo de los conflictos de la persona (non-conflictual sphere) [14].
Se reconoce aquí un espejismo descalcañado que la psicología de introspección más académica había rechazado ya como insostenible. Esa regresión es celebrada sin embargo como un retorno al redil de la «psicología general».
Sea como sea, resuelve la cuestión del ser del analista. Un equipo de egos menos iguales sin duda que autónomos (¿pero en qué estampilla de origen se reconocían en la suficiencia de su autonomía?), se ofrece a los norteamericanos para guiarlos hacia la happiness sin perturbar las autonomías, egoístas o no, que empiedran con sus esferas sin conflicto el American way hacia ella.
7. Resumamos. Si el analista sólo tuviese que vérselas con resistencias lo pensaría dos veces antes de hacer una interpretación, como en efecto es su caso, pero estaría a mano después de esa prudencia.
Sólo que esa interpretación, si él la da, va a ser recibida como proveniente de la persona que la transferencia supone que es. ¿Aceptará aprovecharse de ese error sobre la persona? la moral del análisis no lo contradice, a condición de que interprete ese efecto, a falta de lo cual el análisis se quedaría en una sugestión grosera.
Posición innegable, sólo que es como proveniente del Otro de la transferencia como la palabra del analista será escuchada aún, y sólo que la salida del sujeto fuera de la transferencia es pospuesta así ad infinitum.
Es pues gracias a lo que, el sujeto atribuye de ser (de ser que sea en otra parte) al analista, como es posible que una interpretación regrese al lugar desde donde puede tener alcance sobre la distribución de las respuestas.
Pero aquí, ¿quién dirá lo que es el analista y lo que queda al pie del muro de la tarea de interpretar? Que se atreva a decirlo él mismo, si todo lo que tiene que respondernos es que es un hombre. Que Io tenga o no sería pues todo el asunto: sin embargo es allí donde vuelve grupas, no sólo por la impudicia del misterio, sino porque ese tener, es del ser de lo que se trata, y del cómo. Veremos más abajo que este cómo no es cómodo.
Por eso prefiere atenerse a su Yo, y a la realidad sobre la cual sabe su poquito. Pero entonces ya lo tenemos en que si tú o que si yo con su paciente. ¿Cómo hacer, si están con las uñas fuera? Aquí es donde astutamente se recurre a las inteligencias que hay que tener en el lugar, denominado para esta ocasión la parte sana del yo, la que piensa como nosotros.
L.C.N.D.P.P., puede concluirse, lo cual nos devuelve al punto de partida, o sea a reinventar el análisis.
O a volverlo a hacer: tratando la transferencia como una forma particular de la resistencia.
Muchos lo profesan. A ellos es a quienes hacemos la pregunta que da título a este capítulo: ¿Quién es el analista? ¿El que interpreta aprovechando la transferencia? ¿El que la analiza como resistencia? ¿0 el que impone su idea de la realidad?
Pregunta que puede pellizcar de más cerca a aquellos a quienes va dirigida, por ser menos fácil de esquivar que la pregunta: ¿quién habla? con la que alguno de mis discípulos les aporreaba las orejas por cuenta del paciente. Pues su respuesta de impacientes: un animal de nuestra especie, a la pregunta cambiada, sería más deplorablemente tautológica por tener que decir: yo.
Así como suena.
II. ¿Cuál es el lugar de la interpretación?
1. Lo que precede no da respuestas a todo lo que allí se promueve para un novicio. Pero al reunir los problemas actualmente agitados en torno a la dirección del análisis en cuanto que esa actualidad refleja su uso presente, creemos haber respetado las proporciones.
Que es como decir el lugar mínimo que ocupa la interpretación en la actualidad psicoanalítica; no porque se haya perdido su sentido, sino que el abordaje de ese sentido da siempre testimonio de un azoro. No hay autor que lo enfrente sin proceder por división de todos los modos de intervenciones verbales, que no son la interpretación: explicaciones, gratificaciones, respuestas a la demanda…, etc. El procedimiento se hace revelador cuando se acerca al foco de interés. Impone que incluso una expresión articulada para empujar al sujeto a tomar una visión (insight) sobre una de sus conductas, y especialmente en su significación de resistencia, puede recibir un nombre completamente diferente, confrontación por ejemplo, aun cuando fuese la del sujeto con su propio decir, sin merecer el de interpretación, por sólo ser un decir esclarecedor.
Son conmovedores los esfuerzos de un autor para intentar forzar la teoría de la forma a fin de encontrar en ella la metáfora que le permita expresar lo que la interpretación aporta de resolución en una ambigüedad intencional, de cierre de un carácter incompleto que sin embargo sólo se realiza a posteriori [2].
2. Se siente que es la naturaleza de una transmutación en el sujeto lo que aquí se escabulle, y tanto más dolorosamente para el pensamiento cuanto que le escapa desde el momento mismo en que pasa a los hechos. Ningún índice basta en efecto para mostrar dónde actúa la interpretación, si no se admite radicalmente un concepto de la función del significante, que capte dónde el sujeto se subordina a él hasta el punto de ser sobornado por él.
La interpretación, para descifrar la diacronía de las repeticiones inconscientes, debe introducir en la sincronía de los significantes que allí se componen algo que bruscamente haga posible su traducción -precisamente lo que permite la función del Otro en la ocultación del código, ya que es a propósito de él como aparece su elemento faltante.
Esta importancia del significante en la localización de la verdad analítica aparece en filigrana desde el momento en que un autor se agarra firmemente a las conexiones de la experiencia en la definición de las aporías. Léase a Edward Glover, para medir el precio que paga por la falta de este término: cuando al articular los puntos de vista más pertinentes, encuentra la interpretación por todas partes, a falta de poder detenerla en una parte cualquiera, y hasta en la trivialidad de la receta médica, y acaba por decir buenamente, sin que sepamos si se entiende él mismo, que la formación del síntoma es una interpretación inexacta del sujeto [13].
La interpretación así concebida se convierte en una especie de flogisto: manifiesta en todo lo que se comprende a tuertas o a derechas, por poco que alimente la llama de lo imaginario, de esa pura exhibición que, bajo el nombre de agresividad, hace su agosto de la técnica de aquel tiempo (1931, es sin duda bastante nuevo para seguir siendo de hoy. Cf. [13]).
Sólo por venir a culminar en el hic et nunc de este juego, la interpretación se distinguirá de la lectura de la signatura rerum en la que Jung rivaliza con Boehme. Seguirle por allí iría muy poco en la dirección del ser de nuestros analistas.
Pero ser en la hora de Freud es cosa de una tablatura muy diferente, para lo cual no es superfluo saber desmontar su relojería.
3. Nuestra doctrina del significante es en primer lugar disciplina en la que se avezan aquellos a quienes formamos en los modos de efecto del significante en el advenimiento del significado, única vía para concebir que inscribiéndose en ella la interpretación pueda producir algo nuevo.
Pues no se funda en ninguna asunción de los arquetipos divinos, sino en el hecho de que el inconsciente tiene la estructura radical del lenguaje, que en él un material opera según unas leyes que son las que descubre el estudio de las lenguas positivas, de las lenguas que son o fueron efectivamente habladas.
La metáfora del flogisto que nos inspiraba Glover hace un momento recibe su adecuación del error que evoca: la significación no emana de la vida en mayor medida que el flogisto se escapa de los cuerpos en la combustión. Antes bien habría que hablar de ella como de la combinación de la vida con el átomo cero del signo, del signo en cuanto que en primer lugar connota la presencia o la ausencia, aportando esencialmente el y que las liga, puesto que connotando la presencia o la ausencia, instituye la presencia sobre fondo de ausencia, como constituye la ausencia en la presencia.
Debe recordarse que con la seguridad de su avance en su dominio, Freud, buscando el modelo del automatismo de repetición, se detiene en la encrucijada de un juego de ocultación y de una escansión alternativa de dos fonemas, cuya conjugación en un niño le llama la atención.
Es que efectivamente aparece allí al mismo tiempo el valor del objeto en cuanto insignificante (lo que el niño hace aparecer y desaparecer), y el carácter accesorio de la perfección fonética junto a la distinción fonemática, con respecto a la cual nadie negaría a Freud el derecho de traducirla inmediatamentc por los Fort! Da! del alemán hablado por él cuando adulto [9].
Punto de inseminación de un orden simbólico que preexiste al sujeto infantil y según el cual le va a ser preciso estructurarse.
4. Nos ahorraremos el dar las reglas de la interpretación. No es que no puedan ser formuladas, pero sus fórmulas suponen desarrollos que no podemos considerar como conocidos, a falta de poder condensarlos aquí.
Limitémonos a observar que al leer los comentarios clásicos sobre la interpretación, se lamenta siempre el ver cuán poco provecho se sabe sacar de los datos mismos que se proponen
Para dar un ejemplo, cada quién da testimonio a su manera de que para confirmar lo bien fundado de una interpretación lo que cuenta no es la convicción que acarrea, puesto que se reconocerá más bien su criterio en el material que irá surgiendo tras ella.
Pero la superstición psicologizante es tan poderosa en los espíritus, que siempre se solicitará el fenómeno en el sentido de un asentimiento del sujeto, omitiendo completamente lo que resulta de las expresiones de Freud sobre la Verneinung como forma de confesión, sobre la cual lo menos que puede decirse es que no se la podría hacer equivaler a un pan como unas hostias.
Así es como la teoría traduce la manera en que la resistencia es engendrada en la práctica. Es también lo que queremos dar a entender cuando decimos que no hay otra resistencia al análisis sino la del analista mismo.
5. Lo grave es que con los autores de hoy, la secuencia de los efectos analíticos parece tomada al revés. La interpretación, de seguir sus expresiones, no sería sino una chochez con relación a la apertura de una relación más amplia donde por fin nos comprendemos («por el interior», sin duda).
La interpretación se convierte aquí en una exigencia de la debilidad a la cual tenemos que venir en ayuda. Esto también es algo bien difícil de hacerle tragar sin que lo devuelva. Es las dos cosas a la vez, es decir un medio bien incómodo.
Pero éste es solamente el efecto de las pasiones del analista: su temor que no es del error, sino de la ignorancia, su gusto que no es de satisfacer sino de no decepcionar, su necesidad que no es de gobernar, sino de estar por encima. No se trata en modo alguno de la contratransferencia en tal o cual; se trata de las consecuencias de la relación dual, si el terapeuta no la supera, y ,¿cómo la superaría si hace de ella el ideal de su acción?
Primum vivere sin duda; hay que evitar la ruptura. Que se clasifique bajo el nombre de técnica la civilidad pueril y honesta para enseñar con este fin, pase. Pero que se confunda esa necesidad física, de la presencia del paciente en la cita, con la relación analítica, es engañarse y así se extravía al novicio por mucho tiempo.
6. La transferencia en esa perspectiva se convierte en la seguridad del analista, y la relación con lo real, en el terreno donde se decide el combate. La interpretación que ha sido pospuesta hasta la consolidación de la transferencia se hace desde ese momento subordinada a la reducción de ésta.
Resulta de ello que se reabsorbe en un working through, que se puede muy bien traducir simplemente por trabajo de la transferencia, que sirve de coartada a una especie de desquite sobre la timidez inicial, es decir a una insistencia que abre la puerta a todos los forcejeos, puestos bajo el pabellón del reforzamiento del Yo [21-22].
7. Pero ¿se ha observado acaso, al criticar el procedimiento de Freud, tal como se presenta por ejemplo en el hombre de las ratas, que lo que nos asombra como un adoctrinamiento previo consiste simplemente en que precede exactamente en el orden inverso? A saber, que empieza por introducir al paciente a una primera ubicación de su posición en lo real, aunque ello hubiese de arrastrar una precipitación, no tengamos miedo de decir una sistematización, de los síntomas [8].
Otro ejemplo notable: cuando obliga a Dora a comprobar que ese gran desorden del mundo de su padre, cuyos perjuicios son el objeto de su reclamación, ella misma ha hecho más que participar en él, que se había convertido en su engranaje y que no hubiera podido proseguirse sin su complacencia [7].
He subrayado desde hace mucho tiempo el procedimiento hegeliano de esa inversión de las posiciones del «alma bella» en cuanto a la realidad a la que acusa. No se trata de adaptarla a allá, sino de mostrarle que está demasiado bien adaptada, puesto que concurre a su fabricación.
Pero aquí se detiene el camino que hay que recorrer con el otro. Porque ya la transferencia ha hecho su obra, mostrando que se trata de una cosa muy diferente de las relaciones del Yo con el mundo.
Freud no parece siempre situarse muy bien sobre este punto, en los casos de que nos ha hecho partícipes. Y por eso son tan preciosos.
Porque él reconoció en seguida que ése era el principio de su poder, en lo cual no se distinguía de la sugestión, pero también que ese poder no le daba la salida del problema sino a condición de no utilizarlo, pues era entonces cuando tomaba todo su desarrollo de transferencia.
A partir de ese momento ya no es al que está en su proximidad a quien se dirige, y ésta es la razón de que le niegue la entrevista cara a cara.
La interpretación en Freud es tan osada que, habiéndola vulgarizado, no reconocemos ya su alcance de mántica. Cuando denuncia una tendencia, lo que él llama Trieb, una cosa muy diferente de un instinto, el frescor del descubrimiento nos enmascara lo que la Trieb implica en si de un advenimiento de significante. Pero cuando Freud trae a luz lo que no puede llamarse de otro modo que las líneas del destino del sujeto, es sobre la figura de Tiresias sobre la que nos interrogamos ante la ambigüedad en que opera su veredicto.
Pues esas líneas adivinadas conciernen tan poco al Yo del sujeto, y a todo lo que puede presentificar hic et nunc en la relación dual, que es cayendo derechito, en el caso del hombre de las ratas, sobre el pacto que presidió al matrimonio de sus padres, sobre lo que sucedió por lo tanto mucho antes de su nacimiento, como Freud vuelve a encontrar esas condiciones mezcladas: de honor salvado por un pelo, de traición sentimental, de compromiso social y de deuda prescrita, de las cuales el gran libreto compulsivo que empujó al paciente a ir hacia él parece ser la calca criptográfica -y viene allí a motivar finalmente los callejones sin salida en los que se extravían su vida moral y su deseo.
Pero lo más fuerte es que el acceso a ese material sólo ha sido abierto por una interpretación en que Freud presumió una prohibición que el padre del hombre de las ratas habría establecido sobre la legitimación del amor sublime al que se consagra, para explicar la marca de imposible con que, bajo todos sus modos, ese lazo parece marcado para él. Interpretación de la cual lo menos que puede decirse es que es inexacta, puesto que es desmentida por la realidad que presume, pero que sin embargo es verdadera en el hecho de que Freud da prueba en ella de una intuición en la que adelanta lo que hemos aportado sobre la función del Otro en la neurosis obsesiva, demostrando que esa función en la neurosis obsesiva se aviene a ser llenada por un muerto, y que en ese caso no podría serlo mejor que por el padre, en la medida en que, muerto efectivamente, ha alcanzado la posición que Freud reconoció como la del Padre absoluto.
8. Que los que nos leen y los que siguen nuestra enseñanza nos perdonen si vuelven a encontrar aquí ejemplos con los que les he machacado un poco las orejas.
No es sólo porque no puedo sacar a luz mis propios análisis para demostrar el plano donde tiene su alcance la interpretación, cuando la interpretación, mostrándose coextensiva de la historia, no puede ser comunicada en eI medio comunicante en el que tienen lugar muchos de nuestros análisis, sin riesgo de descubrir el anonimato del caso. Pues he logrado en tal ocasión decir bastante sin decir demasiado, o sea dar a entender mi ejemplo, sin que nadie, aparte del interesado, lo reconozca.
Tampoco es que yo considere al hombre de las ratas como un caso que Freud haya curado, pues si añadiese que no creo que el análisis tenga nada que ver en la conclusión trágica de su historia por su muerte en el campo de batalla, ¿qué no ofrecería para que los que piensan mal lo puedan honnir?.
Digo que es en una dirección de la cura que se ordena, como acabo de demostrarlo, según un proceso que va de la rectificación de las relaciones del sujeto con lo real, hasta el desarrollo de la transferencia, y luego a la interpretación, donde se sitúa el horizonte en el que se entregaron a Freud los descubrimientos fundamentales, sobre los cuales vivimos todavía en lo referente a la dinámica y a la estructura de la neurosis obsesiva. Nada más, pero también nada menos.
Queda planteada ahora la cuestión de saber si no es por invertir ese orden por lo que hemos perdido ese horizonte.
9. Lo que puede decirse es que las vías nuevas en las que se ha pretendido legalizar la marcha abierta por el descubridor dan prueba de una confusión en los términos tal, que se necesita la singularidad para revelarla. Volveremos a tomar pues un ejemplo que ha contribuido ya a nuestra enseñanza; por supuesto, ha sido escogido en un autor de calidad y especialmente sensible por su prosapia, a la dimensión de la interpretación. Se trata de Ernst Kris y de un caso que él mismo no nos oculta haber tomado de Melitta Schmideberg [15].
Se trata de un sujeto inhibido en su vida intelectual y especialmente inepto para llegar a alguna publicación de sus investigaciones, esto en razón de un impulso a plagiar del cual parece no poder ser dueño. Tal es el drama subjetivo.
Melitta Schmideberg lo había comprendido como la recurrencia de una delincuencia infantil; el sujeto robaba golosinas y libros, y fue por ese sesgo por donde ella emprendió el análisis del conflicto inconsciente.
Ernst Kris se atribuye el mérito de retomar el caso según una interpretación más metódica, la que procede de la superficie a la profundidad, dice él. Que la ponga bajo el patronazgo de la psicología del ego según Hartmann, de quien cree deberse hacer partidario, es cosa accesoria para apreciar lo que va a suceder. Ernst Kris cambia la perspectiva del caso y pretende dar al sujeto el insight de un nuevo punto de partida desde un hecho. que no es sino una repetición de su compulsión, pero en el que Kris muy loablemente no se contenta con los decires del paciente. Y cuando éste pretende haber tomado a pesar suyo las ideas de un trabajo que acaba de terminar en una obra que, vuelta a su memoria, le permitió cotejarlo a posteriori, va a las piezas probatorias y descubre que nada hay allí aparentemente que rebase lo que implica la comunidad del campo de las investigaciones. En suma, habiéndose asegurado de que su paciente no es plagiario cuando cree serlo, pretende demostrarle que quiere serlo para impedirse a sí mismo serlo de veras -lo que llaman analizar la defensa antes de la pulsión, que aquí se manifiesta en la atracción hacia las ideas de los otros.
Esta intervención puede presumirse errónea por el solo hecho de que supone que defensa y pulsión son concéntricas y están, por decirlo así, moldeadas la una sobre la otra.
Lo que comprueba que lo es efectivamente, es aquello en lo que Kris la encuentra confirmada, a saber: que en el momento en que cree poder preguntar al enfermo lo que piensa del saco así volteado, éste, soñando un instante, le replica que desde hace algún tiempo, al salir de la sesión, ronda por una calle que abunda en restaurancitos atractivos, para atisbar en los menús, el anuncio de su plato favorito: sesos frescos.
Confesión que, más bien que digna de considerarse como sanción de la felicidad de la intervención por el material que aporta, nos parece tener el valor correctivo del acting out, en el informe mismo que da de ella.
Esa mostaza después de cenar que el paciente respira, me parece que dice más bien al anfitrión que faltó durante la cena. Por muy compulsivo que sea para olfatearla, se trata de un hint; síntoma transitorio sin duda, advierte al analista: erró usted el blanco.
Yerra usted el blanco en efecto, proseguiré yo, dirigiéndome a la memoria de Ernst Kris, tal como la he conservado del Congreso de Marienbad, del que me despedí después de mi comunicación sobre el estadio del espejo, preocupado como estaba de ir a husmear la actualidad, una actualidad cargada de promesas, en la Olimpíada de Berlín. Me objetó amablemente, en francés: «Ça ne se fait pas!», ganado ya por esa tendencia a lo respetable que es tal vez la que da aquí ese sesgo a su actitud.
¿Es eso lo que le extravía, Ernst Kris, o sólo que sus intenciones sean rectas?; pues su juicio lo es también sin duda alguna, pero las cosas, por su parte, son chicana.
No es que su paciente no robe lo que importa aquí. Es que no… Quitemos el «no»: es que roba nada. Y eso es lo que habría que haberle hecho entender.
Muy a la inversa de lo que usted cree, no es su defensa contra la idea de robar lo que le hace creer que roba. Es de que pueda tener una idea propia, de lo que no tiene ni la menor idea, o apenas.
Inútil pues adentrarlo en ese proceso de dar a cada quien su parte, en el que Dios mismo se perdería, de lo que su colega le escamotea de más o menos original cuando discute con él el pedazo de tocino.
Esa gana de sesos frescos, ¿no puede refrescarle sus propios conceptos, y recordarle en los trabajos de Roman Jakobson la función de la metonimia?, regresaremos sobre esto dentro de un rato.
Habla usted de Melitta Schmideberg como si hubiese confundido la delincuencia con el Ello. Yo no es toy tan seguro y, si he de referirme al articulo donde cita ese caso, la formulación de su título me sugiere una metáfora.
Trata usted al paciente como a un obsesivo, pero él le tiende la pértiga con su fantasía de comestible: para darle la sensación de adelantarse en un cuarto de hora a la nosología de su época diagnosticando: anorexia mental. Refrescará usted de pasada, devolviéndolo a su sentido propio, ese par de términos reducidos por su empleo corriente a la dudosa calidad de una indicación etiológica.
Anorexia, en este caso, en cuanto a lo mental, en cuanto al deseo del que vive la idea, y esto nos lleva al escorbuto que reina en la balsa en la que lo embarco con las vírgenes flacas.
Su rechazo simbólicamente motivado me parece tener mucha relación con la aversión del paciente respecto de lo que cavila. Tener ideas, ya para su papá, nos lo dice usted, no era cosa fácil. ¿No sería que el abuelo, que se había ilustrado en ese terreno, le habría asqueado de ello? ¿Cómo saberlo? Sin duda tiene usted razón al hacer del significante «grande», incluido en el término de parentesco [grand-pére («abuelo»)] el origen, sin más, de la rivalidad ejercida frente al padre por el pescado más grande obtenido en la pesca. Pero este challenge de pura forma me sugiere más bien que quiera decir: nada que freír.
Nada pues en común entre su procesión, que dice a partir de la superficie, y la rectificación subjetiva, puesta en primer plano más arriba en el método de Freud donde por otra parte no se motiva por ninguna prioridad tópica.
Es también que esta rectificación en Freud es dialéctica, y parte de los decires del sujeto para regresar a ellos, lo cual quiere decir que una interpretación no podría ser exacta si no a condición de ser… una interpretación.
Tomar partido aquí en cuanto a lo objetivo es un abuso, aunque sólo fuese porque el plagiarismo es relativo a las costumbres en uso.
Pero la idea de que la superficie es el nivel de lo superficial es a su vez peligrosa.
Otra topología es necesaria para no equivocarse en cuanto al lugar del deseo.
Borrar al deseo del mapa, cuando ya está recubierto en el paisaje del paciente, no es la mejor continuación que se puede dar a la lección de Freud.
Ni el medio de terminar con la profundidad, pus es en la superficie donde se ve como un herpes en los días de fiesta floreciendo el rostro.
III. ¿Cuál es la situación actual de la transferencia?
1. Es al trabajo de nuestro colega Daniel lagache al que hay que recurrir para tener una historia exacta de los trabajos que, alrededor de Freud prosiguiendo su obra y desde que nos la legó, han sido consagrados a la transferencia, descubierta por él. El objeto de este trabajo va mucho más allá, aportando en la función del fenómeno las distinciones de estructura, esenciales para su crítica. Baste recordar aquí la alternativa tan pertinente que plantea, en cuanto a su naturaleza última, entre necesidad de repetición y repetición de la necesidad.
Semejante trabajo, si creemos haber sabido sacar en nuestra enseñanza las consecuencias que implica, pone bien en evidencia, por el ordenamiento que introduce, hasta qué punto a menudo son parciales los aspectos en que se concentran los debates, y sobre todo hasta qué punto el empleo ordinario del término, en el análisis mismo, sigue siendo adherente a la manera más discutible, aunque la más vulgar, de abordarlo: hacer de él la sucesión o la suma de los sentimientos positivos o negativos que el paciente abriga con respecto a su analista.
Para medir la situación en que nos encontramos en nuestra comunidad científica, puede decirse que no se han hecho ni la luz ni el consenso sobre los puntos siguientes donde sin embargo parecerían exigibles: ¿es el mismo efecto de la relación con el analista el que se manifiesta en el enamoramiento primario observado al principio del tratamiento y en la trama de satisfacciones que hace difícil de romper esa relación, cuando la neurosis de transferencia parece rebasar los medios propiamente analíticos? ¿Sigue siendo con seguridad la relación con el analista y su frustración fundamental la que, en el período segundo del análisis, sostiene la escansión: frustración, agresión, regresión, en la que se inscribirían los efectos más fecundos del análisis? ¿Cómo debe concebirse la subordinación de los fenómenos, cuando su movilidad es atravesada por las fantasías que implican abiertamente la figura del analista?
La razón de estas oscuridades persistentes fué formulada en un estudio excepcional par su perspicacia: en cada una de las etapas en que se intentó revisar los problemas de la transferencia, las divergencias técnicas que motivaban su urgencia no dejaron lugar a una crítica verdadera de su noción [20].
2. Es una noción tan central para la acción analítica que queremos alcanzar aquí, que puede servir de medida para la parcialidad de las teorías que consagran algún tiempo a pensarla. Es decir que no se engañará quien juzgue según el manejo de la transferencia que éstas acarrean. Este pragmatismo está justificado. Pues este manejo de la transferencia es inseparable de su noción, y por poco elaborada que sea ésta en la práctica, no puede dejar de acomodarse a las parcialidades de la teoría.
Por otra parte, la existencia simultánea de estas parcialidades no por elIo las hace completarse. En lo cual se confirma que sufren de un defecto central.
Para traer ya un poco de orden aquí, reduciremos a tres esas particularidades de la teoría, aunque debiésemos así sacrificarnos nosotros mismos a alguna idea preconcebida, menos grave por ser solamente de exposición.
3. Conectaremos el genetismo, en la medida en que tiende a fundar los fenómenos analíticos en los momentos del desarrollo interesados en ellos y a alimentarse de la observación llamada directa del niño, con una técnica particular: la que dirige lo esencial de ese procedimiento hacia el análisis de las defensas.
Esta conexión es históricamente manifiesta. Puede incluso decirse que no está fundada de ninguna otra manera, puesto que esta conexión no está constituida sino por el fracaso de la solidaridad que supone.
Puede mostrarse su punto de partida en el crédito legítimo dado a la noción de un Yo inconsciente en el que Freud reorientó su doctrina. Pasar de ahí a la hipótesis de que los mecanismos de defensa que se agrupaban bajo su función debían poder delatar ellos mismos una ley de aparición comparable, o incluso correspondiente, a la sucesión de las fases por la cual Freud había intentado unir la emergencia pulsional a la fisiología, es el paso que Anna Freud, en su libro sobre los mecanismos de defensa, propone dar para someterlo a la prueba de la experiencia.
Podría haber sido ésta la ocasión de una crítica fecunda de las relaciones del desarrollo con las estructuras, manifiestamente más complejas, que Freud introduce en la psicología. Pero la operación se deslizó hacia abajo, hasta tal punto era tentador tratar de insertar en las etapas observables del desarrollo sensorio-motor y de las capacidades progresivas de un comportamiento inteligente esos mecanismos que se suponía se desprendían de su progreso.
Puede decirse que las esperanzas que Anna Freud colocaba en semejante exploración fueron frustradas: nada se reveló en esa vía que fuese esclarecedor para la técnica, si bien los detalles que una observación del niño iluminada por el análisis permitió, son a veces muy sugestivos.
La noción de pattern, que viene a funcionar aquí como coartada de la tipología puesta en jaque, patrocina una técnica que, persiguiendo la localización de un pattern inactual, se inclina facilmente a juzgar sobre su apartamiento de un pattern que encuentra en su conformismo las garantías de su conformidad. No se evocarán sin vergüenza los criterios de éxito en los que desemboca ese trabajo postizo: el paso al escalón superior de salario, la salida de emergencia de la aventura con la secretaria, regulando el escape de fuerzas estrictamente sometidas en el conjungo, la profesión y la comunidad política, no nos parecen de una dignidad tal como para requerir la apelación, articulada en el planning del analista, o incluso en su interpretación, a la Discordia de los instintos de vida y de muerte, aunque decorase sus expresiones con el calificativo pretensioso de «económico», para proseguirlo, en contradicción completa con el pensamiento de Freud, como el juego de un par de fuerzas homólogas en su oposición.
4. Menos degradada por su relieve analítico nos parece la segunda faceta en que aparece lo que se hurta de la transferencia: a saber, el eje tomado de la relación de objeto.
Esta teoría, por muy bajo que haya caído últimamente en Francia, tiene como el genetismo su origen noble. Fue Abraham quien abrió su registro, y la noción de objeto parcial es su contribución original. No es éste el lugar de demostrar su valor.
Estamos más interesados en indicar su nexo con la parcialidad del aspecto que Abraham desprende de la transferencia para promoverlo en su opacidad como la capacidad de amar: o sea como si fuese éste un dato constitucional en el enfermo donde puede leerse el grado de su curabilidad, y especialmente el único donde fracasaría el tratamiento de la psicosis.
Tenemos aquí en efecto dos ecuaciones. La transferencia calificada de sexual (Sexualübertragung) está en el principio del amor que ha sido llamado objetal (en alemán: Objektliebe). la capacidad de transferencia mide el acceso a lo real. No se podría subrayar demasiado lo que hay aquí de petición de principio.
A la inversa de los presupuestos del genetismo, que pretende fundarse sobre un orden de las emergencias formales en el sujeto, la perspectiva abrahamiana se explica en una finalidad que se autoriza, por ser instintual, en que toma sus imágenes de la maduración de un objeto inefable, el Objeto con una O mayúscula que gobierna la fase de la objetalidad (significativamente distinguida de la objetividad por su sustancia de afecto).
Esta concepción ectoplásmica del objeto muestra pronto sus peligros degradándose en la dicotomía grosera que se formula oponiendo el carácter pregenital al carácter genital.
Esta temática primaria se desarrolla sumariamente atribuyendo al carácter pregenital los rasgos acumulados del irrealismo proyectivo, del autismo más o menos dosificado, de la restricción de las satisfacciones por la derensa, del condicionamiento del objeto por un aislamiento doblemente protector en cuanto a los efectos de destrucción que lo connotan, o sea una amalgama de todos los defectos de la relación de objeto para mostrar los motivos de la dependencia extrema que resulta de ello para el sujeto. Cuadro que sería útil a pesar de su voluntaria actitud de confusión, si no pareciese hecho para servir de negativo a la novela rosa del «paso de la forma pregenital a la forma genital», donde las pulsiones «no toman ya ese carácter de necesidad de posesión incoercible, ilimitada, incondicional, que supone un aspecto destructivo. Son verdaderamente tiernas, amantes, y si el sujeto no por ello se muestra oblativo, es decir desinteresado, y si esos objetos» (aquí el autor se acuerda de mis observaciones) «son tan radicalmente objetos narcisistas como en eI caso precedente, es aquí capaz de comprensión, de adaptación al otro. Por lo demás, la estructura íntima de esas relaciones objetales muestra que la participación del objeto en su propio placer para sí es indispensable para la felicidad del sujeto. Las conveniencias, los deseos, las necesidades del objeto (¡qué ensalada!) son tomados en cuenta hasta el más alto grado».
Esto sin embargo no impide que «el Yo tiene aquí una estabilidad que no corre el riesgo de quedar comprometida. por la pérdida de un Objeto significativo. Permanece independiente de sus objetos».
«Su organización es tal, que el modo de pensamiento que utiliza es esencialmente lógico. No presenta espontáneamente regresión a un modo de aprehensión de la realidad que sea arcaico, el pensamiento afectivo, la creencia mágica no desempeñan en él sino un papel absolutamente secundario, la simbolización no va en extensión y en importancia más allá de lo que es en la vida habitual (!!). El estilo de las relaciones entre el sujeto y el objeto es de los más evolucionados (sic) .»
Esto es lo que les está prometido a aquellos que «al final de un análisis logrado… se percatan de la enorme diferencia de lo que creían antaño ser la alegría sexual, y de lo que experimentan ahora».
Se comprende que para aquellos que tienen de buenas a primeras esta alegría, «la relación genital sea, para decirlo todo, sin historia» [21].
Sin más historia que la de conjugarse irresistiblemente en el verbo: golpearse el trasero contra las lámparas, cuyo lugar nos parece aquí marcado para el escoliasta futuro que hallará en él su ocasión eterna.
5. Si hay que seguir en efecto a Abraham cuando nos presenta la relación de objeto como típicamente demostrada en la actividad del coleccionista, acaso la regla no esté dada en esa antinomia edificante, sino más bien buscando en algún callejón sin salida constitutivo del deseo como tal.
Lo que hace que el objeto se presente como quebrado y descompuesto, es tal vez otra cosa que un factor patológico. ¿Y qué tiene que ver con lo real ese himno absurdo a la armonía de lo genital?
¿Habrá que tachar de nuestra experiencia el drama del edipismo, cuando debió ser forjado por Freud justamente para explicar las barreras y los rebajamientos (Erniedrigungen), que son los más banales en la vida amorosa, aunque fuese la más plena?
¿Nos tocará a nosotros camuflar de cordero rizado del Buen Pastor a Eros el Dios negro?
La sublimación sin duda opera en esa oblación que irradia del amor, pero empeñémonos en ir un poco más lejos en la estructura de lo sublime y no lo confundamos, cosa contra la cual en todo caso Freud se inscribe, con el orgasmo perfecto.
Lo peor es que las almas que desbordan en la ternura más natural llegan a preguntarse si satisfacen el normalismo delirante de la relación genital, fardo inédito que a la manera de aquellos que maldice el Evangelista, hemos atado para las espaldas de los inocentes.
Mientras que leyéndonos, si algo llega de ello a una época en que ya no se sepa a qué respondían en la práctica esas efervescentes expresiones, podrá imaginarse que nuestro arte se consagraba a reanimar el hambre sexual de ciertos retardados de la glándula, a la fisiología de la cual sin embargo no hemos contribuido en nada, y esto por tener de hecho muy poco que conocer de ella.
6. Se necesitan por lo menos tres lados para una pirámide, aunque fuese de herejía. El que cierra el diedro aquí descrito en la hiancia de la concepción de la transferencia, se esfuerza, si así puede decirse, en alcanzar sus bordes.
Si la transferencia recibe su virtud del hecho de ser devuelta a la realidad de la que el analista es el representante, y si se trata de hacer madurar el Objeto en el invernadero de una situación confinada, no le queda ya al analizado sino un objeto, si se nos permite la exposición, que llevarse a la boca, y es el analista.
De donde la noción de introyección intersubjetiva que es nuestro tercer error, por instalarse desgraciadamente en una relación dual.
Porque se trata ciertamente de una vía unitiva de la cual las salsas teóricas diversas que la sazonan según la tópica a la que se hace referencia, sólo pueden conservar la metáfora, variándola según el nivel de la operación que se considere como serio: introyección en Ferenczi, identificacion con el Superyó del analista en Strachey, trance narcisista terminal en Balint.
Pretendemos llamar la atención sobre la sustancia de esta consumación mística, y si una vez más tenemos que habérnoslas con lo que sucede en nuestra puerta, es porque es sabido que la experiencia analítica toma su fuerza de lo particular.
Así es como la importancia concedida en la cura a la fantasía de la devoración fálica a expensas de la imagen del analista, nos parece digna de ser señalada, en su coherencia con una dirección de la cura que la hace caber entera en la disposición de la distancia entre el paciente y el analista como objeto de la relación dual.
Pues a pesar de la debilidad de la teoría con la que un autor sistematiza su técnica, no deja de ser cierto que analiza verdaderamente, y que la coherencia revelada en el error es aquí el aval del camino errado efectivamente practicado.
Es la función privilegiada del significante falo en el modo de presencia del sujeto en el deseo la que es ilustrada aquí, pero en una experiencia que puede llamarse ciega: esto a falta de toda orientación sobre las relaciones verdaderas de la situación analítica, la cual, del mismo modo que cualquier otra situación en la que se habla, no puede, si se la quiere inscribir en una relación dual, sino quedar aplastada.
Siendo desconocida, y por buenos motivos, la naturaleza de la incorporación simbólica, y estando excluido que se consume cualquier cosa real en el análisis, aparecerá, en los puntos de referencia elementales de mi enseñanza, que no podrá reconocerse ya nada que no sea imaginario en lo que se produce. Pues no es necesario conocer los planos de una casa para golpearse la cabeza contra sus paredes: para hacerlo, es incluso bastante fácil prescindir de ellos.
Nosotros mismos hemos indicado a ese autor, en un tiempo en que discutíamos entre nosotros, que de atenerse a una relación imaginaria entre los objetos, no quedaba sino la dimensión de la distancia para poder ordenarla, cosa que no estaba en el punto de mira en el que él abundaba.
Hacer de la distancia la dimensión única donde tienen lugar las relaciones del neurótico con el objeto engendra contradicciones insuperables, que se leen suficientemente tanto en el interior del sistema como en la dirección opuesta que diferentes autores sacarán de la misma metáfora para organizar sus impresiones. Demasiada o demasiado poca distancia al objeto parecerán a veces confundirse hasta el punto de embrollarse. Y no es la distancia del objeto, sino más bien su intimidad demasiado grande para el sujeto la que parecería a los oíos de Ferenczi caracterizar al neurótico.
Lo que decide sobre lo que cada uno quiere decir, es su uso técnico, y la técnica del acercamiento (rapprocher), por muy impagable que sea el efecto del término no traducido en una exposición en inglés, revela en la práctica una tendencia que bordea la obsesión.
Cuesta trabajo creer que el ideal prescrito en la reducción de esa distancia a cero (nil en inglés), no deje ver al autor que allí se concentra su paradoja teórica.
Sea como sea, no cabe duda de que esta distancia es tomada como parámetro universal, regulando las variaciones de la técnica (por muy chino que parezca el debate sobre su amplitud) para el desmantelamiento de la neurosis.
Lo que semejante concepción debe a las condiciones especiales de la neurosis obsesiva no debe ponerse en bloque del lado del objeto.
Ni siquiera parece deber ponerse en su activo el hecho de que haya un privilegio en señalar los resultados que obtendría en la neurosis obsesiva. Porque, si se nos permite como a Kris dar cuenta de un análisis, reanudado en segundo lugar, podemos testimoniar que semejante técnica, donde el talento es innegable, resultó provocar en un caso clínico de pura obsesión en un hombre la irrupción de un enamoramiento no menos desenfrenado por ser platónico, y que no se mostró menos irreductible por haberse realizado sobre el primer objeto del mismo sexo que quedaba a mano.
Hablar de perversión transitoria puede satisfacer aquí a un optimista activo, pero a costa de reconocer, en esa restauración atípica del tercero de la relación demasiado descuidado, que no conviene tirar con demasiada fuerza del resorte de la proximidad en la relación con el objeto.
7. No hay límite para los desgastes de la técnica por su desconceptualización. Hemos hecho ya referencia a los hallazgos de tal análisis salvaje ante el cual para nuestro doloroso asombro ningún control se alarmó. Poder oler a su analista apareció en un trabajo como una realización que habla de tomarse al pie de la letra, para señalar en ella el feliz éxito de la transferencia.
Puede percibirse aquí una especie de humor involuntario que es el que da precio a este ejemplo. Hubiese colmado a Jarry. No es en suma sino la consecuencia que puede esperarse de tomar de lo real eI desarrollo de la situación analítica: y es cierto que aparte de la gustación, lo olfativo es la única dimensión que permite reducir a cero (nil) la distancia, esta vez en lo real. El índice que debe encontrarse allí para la dirección de la cura y los principios de su poder es más dudoso.
Pero que un olor de jaula vagabundee en una técnica que se dirige por el olfato, como suele decirse, no es sólo un rasgo de ridiculez. Los alumnos de mi seminario recuerdan el olor de orina que dio su giro a un caso de perversión transitoria, en el que nos detuvimos para la crítica de esta técnica. No puede decirse que careciese de nexos con el accidente que motiva la observación, puesto que fue espiando a una orinadora a través de una rendija de una pared de water como el paciente traspuso súbitamente su libido, sin que nada, al parecer, lo predestinase a ello: pues las emociones infantiles ligadas a la fantasía de la madre fálica habían tomado hasta entonces el giro de la fobia [23]
No es sin embargo un nexo directo, como tampoco sería correcto ver en este voyeurismo una inversión de la exhibición implicada en la atipia de la fobia de diagnóstico planteado con justeza: bajo la angustia para el paciente de ser escarnecido por su excesiva talla.
Ya hemos dicho que la analista a quien debemos esta notable publicación da prueba en ella de una rara perspicacia regresando, hasta el tormento, a la interpretación que dio de cierta armadura aparecida en un sueño, en posición de perseguidor y por añadidura armada de un inyector de Fly-tox, como de un símbolo de la madre fálica.
¿No habría debido hablar más bien del padre?, se pregunta. Y se apresura a justificarse por no haberlo hecho alegando la carencia del padre real en la historia del paciente.
Mis alumnos sabrán, deplorar aquí que Ia enseñanza de mi seminario no haya podido ayudarla entonces, puesto que saben sobre qué principios les he enseñado a distinguir el objeto fóbico en cuanto significante para todo uso para suplir la falta del Otro, y el fetiche fundamental de toda perversión en cuanto objeto percibido en el recorte del significante.
A falta de él, ¿cómo no se acordó esa novicia dotada del diálogo de las armaduras en el Discurs sur le peau de réalité de André Breton? Eso la hubiera puesto en la pista.
¿Pero cómo esperarlo cuando ese análisis recibía como control una dirección que lo inclinaba a un acoso constante para volver a Ilevar al paciente a la situación real? ¿Cómo asombrarse de que al revés que la reina de España, la analista tenga piernas, cuando ella misma lo subraya en la rudeza de sus llamados al orden del presente?
Por supuesto, este procedimiento no deja de influir en el desenlace benigno del acting out aquí examinado: puesto que igualmente la analista, que por lo demás es consciente de ello, se encontró en una permanencia de intervención castradora.
Pero entonces, ¿por qué atribuir ese papel a la madre, de la cual todo indica en la anamnesia de esa observación que operó siempre más bien como celestina?
El Edipo desfalleciente fue compensado, pero siempre bajo la forma, en este caso desarmante de ingenuidad, de una invocación completamente forzada si es que no arbitraría de la persona del marido de la analista, favorecida aquí por el hecho de que, psiquiatra él mismo, sucedía que había sido él quien le había proporcionado ese paciente.
No es ésta una circunstancia común. En todo caso, debe recusársela como exterior a la situación analítica.
Las desviaciones sin gracia de la cura no son en sí mismas las que nos hacen reservados sobre su desenlace, y el humor, probablemente no sin malicia, de los honorarios de la última sesión desviados como precio del estupro, nos hace augurar bastante sobre el porvenir.
La cuestión que puede plantearse es la del límite entre el análisis y la reeducación, cuando su proceso mismo se guía por una solicitación prevalente de sus incidencias reales. lo cual se ve comparando en esa observación los datos de la biografía con las formaciones transferenciales: el aporte del desciframiento del inconsciente es verdaderamente mínimo. Hasta el punto de que uno se pregunta si la mayor parte de él no permanece intacta en el enquistamiento del enigma que, bajo la etiqueta de perversión transitoria, es el objeto de esta instructiva comunicación.
8. No se engañe el lector no analista: nada hay aquí para desvalorar un trabajo que el epíteto virgiliano de improbus califica con justeza.
No tenemos otro designio que el de advertir a los analistas sobre el deslizamiento que sufre su técnica, si se desconoce el verdadero lugar donde se producen sus efectos.
Infatigables en la tentativa de definirla, no puede decirse que replegándose sobre posiciones de modestia, incluso guiándose por ficciones, la experiencia que desarrollan sea siempre infecunda.
Las investigaciones genéticas y la observación directa están lejos de haberse desligado de una animación propiamente analítica. Y, par haber tomado nosotros mismos en un año de nuestro seminario los temas de la relación de objeto, hemos mostrado el precio de una concepción donde la observación del niño se alimenta con la más justa puntualización de la función de la maternalidad en la génesis del objeto: queremos decir la noción del objeto transicional, introducida par D. W. Winnicott, punto clave para la explicación de la génesis del fetichismo [27].
Queda eI hecho de que las incertidumbres flagrantes de la lectura de los grandes conceptos freudianos son relativas a las debilidades que gravan el trabajo práctico.
Queremos dar a entender que es en la medida de los callejones sin salida encontrados al captar su acción en su autenticidad, como los investigadores, tanto como los grupos, llegan a forzarla en el sentido del ejercicio de un poder.
Este poder, lo sustituyen a la relación con el ser donde esa acción tiene lugar, haciendo decaer sus medios, a saber los de la palabra, de su eminencia verídica. Por eso es ciertamente una especie de retorno de lo reprimido, por extraña que sea, la que, desde las pretensiones menos dispuestas a embarazarse con la dignidad de estos medios, hace elevarse ese galimatías de un recurso al ser como a un dato de lo real, cuando el discurso que allí reina rechaza toda interrogación que no hubiese sido ya reconocida por una soberbia llaneza.
IV. Cómo actuar en el propio ser
1. La cuestión del ser del analista aparece muy pronto en la historia del análisis. Que esto se deba a aquel a quien más atormentó el problema de la acción analítica, no es cosa que debe sorprendernos. Puede decirse en efecto que el artículo de Ferenczi: Introyección y transferencia, que data de 1909 [3], es aquí inaugural y que se anticipa con mucho a todos los temas ulteriormente desarrollados de la tópica.
Si Ferenczi concibo la transferencia como la introyección de la persona del médico en la economía subjetiva, ya no se trata aquí de esa persona como soporte de una compulsión repetitiva de una conducta inadaptada o como figure de una fantasía. Para él se trata aquí de la absorción en la economía del sujeto de todo lo que el psicoanalista presentifica en el dúo como hic et nunc de una problemática encarnada. ¿No llega este autor hasta el extremo de articular que el acabamiento de la cura no puede alcanzarse sino en la confesión hecha por el médico al enfermo del abandono del cual él mismo se encuentra en situación de sufrir? .
2. ¿Es preciso pagar a este precio de comicidad el hecho de que vea simplemente reconocida la carencia de ser del sujeto como el corazón de la experiencia analítica, como el campo mismo donde se despliega la pasión del neurótico?
Fuera de este foco de la escuela húngara de tizones ahora dispersos y que pronto serán cenizas, sólo los ingleses en su fría objetividad han sabido articular esa hiancia de la que da testimonio el neurótico al querer justificar su existencia, y por ende implícitamente distinguir de la relación interhumana, de su color y de sus engaños, esa relación con el Otro en que el ser encuentra su estatuto.
Bástenos citar a Ella Sharpe y sus observaciones pertinentes para seguir las verdaderas preocupaciones del neurótico [24]. Su fuerza radica en una especie de ingenuidad que reflejan las brusquedades, justamente célebres, de su estilo de terapeuta y de escritora. No es un rasgo ordinario el que ella llegue hasta la vanagloria en la exigencia que impone de una omnisciencia al analista para leer correctamente las intenciones de los discursos del analizado.
Hay que agradecerle el que ponga en primer lugar en las escuelas del practicante una cultura literaria, incluso si no parece darse cuenta de que en la lista de lecturas mínimas que les propone predominan las obras de imaginación donde el significado del falo desempeña un papal central bajo un velo transparente. Esto prueba sencillamente que la elección está guiada por la experiencia, así como que la indicación de principio es de las más felices.
3. Han sido una vez más ingleses, autóctonos o no, los que han definido más categóricamente el final del análisis por la identificación del sujeto con el analista. Ciertamente, la opinión varía según se trate de su Yo o de su Superyó. No se domina tan fácilmente la estructura que Freud desbrozó en el sujeto si falla la distinción entre lo simbólico, lo imaginario y lo real.
Digamos únicamente que expresiones hasta tal punto hechas para chocar, no se forjan sin que nada presione a los que las aventuran. La dialéctica de los objetos fantasiosos promovida en la práctica por Melanie Klein tiende a traducirse en la teoría en términos de identificación.
Pues esos objetos parciales o no, pero sin duda alguna significantes, el seno, el excremento, el falo, el sujeto los gana o los pierde sin duda, es destruido por ellos o los preserva, pero sobre todo es esos objetos, según el lugar donde funcionan en su fantasía fundamental, y ese modo de identificación no hace sino mostrar la patología de la pendiente a la que se ve empujado el sujeto en un mundo donde sus necesidades están reducidas a vaIores de intercambio, pendiente que a su vez no encuentra su posibilidad radical sino por la mortificación que el significante impone a su vida, numerándola.
4. Parecería que el psicoanalista, tan sólo para ayudar al sujeto, debería estar a salvo de esa patología, la cual no se inserta, como se ve, en nada menos que en una ley de hierro.
Es por eso justamente por lo que suele imaginarse que el psicoanalista debería ser un hombre feliz. ¿No es además la felicidad lo que vienen a pedirle, y cómo podría darla si no la tuviese un poco?, dice el sentido común.
Es un hecho que no nos negamos a prometer la felicidad, en una época en que la cuestión de su medida se ha complicado: en primer término porque la felicidad, como dijo Saint-Just, se ha convertido en un factor de la política.
Seamos justos, el progreso humanista desde Aristóteles hasta San Francisco (de Sales) no había colmado las aporías de la felicidad.
Es perder el tiempo, ya se sabe. buscar la camisa de un hombre feliz, y lo que llaman una sombra feliz debe evitarse por los males que propaga.
Es sin duda en la relación con el ser donde el analista debe tomar su nivel operatorio, y las oportunidades que le ofrece para este fin el análisis didáctico no deben calcularse únicamente en función del problema que se supone ya resuelto para el analista que le guia en él.
Existen desgracias del ser que la prudencia de los colegas y esa falsa vergüenza que asegura las dominaciones no se atreve a desligar de sí.
Está por formularse una ética que integre las conquistas freudianas sobre el deseo: para poner en su cúspide la cuestión del deseo del analista.
5. La decadencia que marca a la especulación analítica especialmente en este orden no puede dejar de impresionar, con sólo que se sea sensible a la resonancia de los trabajos antiguos.
A fuerza de comprender montones de cosas, los analistas en su conjunto imaginan que comprender lleva su fin en sí y que no puede ser sino un happy end. El ejemplo de la ciencia física puede mostrarles sin embargo que los más grandiosos éxitos no implican que se sepa adónde se va.
A menudo vale más no comprender para pensar, y se pueden galopar leguas y leguas de comprensión sin que resulte de ella eI menor pensamiento.
Este fue incluso el punto de partida de los behaviouristas: renunciar a comprender. Pero a falta de todo otro pensamiento en una materia, la nuestra, que es la anti-physis, tomaron eI sesgo de utilizar, sin comprenderlo, lo que nosotros comprendemos: ocasión para nosotros de un rebrote de orgullo.
La muestra de lo que somos capaces de producir en cuanto a moral está dada por la noción de oblatividad. Es una fantasía de obsesivo, por sí misma incomprendida: todo para el otro, mi semejante, se profiere en ella, sin reconocer la angustia que el Otro (con una A mayúscula) inspira por no ser un semejante.
6. No pretendemos enseñar a los psicoanalistas lo que es pensar. Lo saben. Pero, no es que lo hayan comprendido por sí mismos. Han aprendido la lección de los psicólogos. El pensamiento es un ensayo de acción, repiten graciosamente. (Freud mismo cae en esta agañaza, lo cual no le impide ser un robusto pensador, y cuya acción acaba en el pensamiento.)
A decir verdad, el pensamiento de los analistas es una acción que se deshace. Esto deja alguna esperanza de que, si se les hace pensar en ella, pasen de retomarla a repensarla.
7. El analista es el hombre a quien se habla y a quien se habla libremente. Está ahí para eso. ¿Qué quiere decir esto?
Todo lo que pueda decirse sobre la asociación de ideas no es más que ropaje psicologista. Los juegos de palabras inducidos están lejos; por lo demás, por su protocolo, nada es menos libre.
El sujeto invitado a hablar en el análisis no muestra en lo que dice, a decir verdad, una gran libertad. No es que esté encadenado por el rigor de sus asociaciones: sin duda le oprimen, pero es más bien que desembocan en una palabra libre, en una palabra plena que le sería penosa.
Nada más temible que decir algo que podría ser verdad. Porque podría llegar a serlo del todo, si lo fuese, y Dios sabe lo que sucede cuando algo, por ser verdad, no puede ya volver a entrar en la duda.
¿Es éste el procedimiento del análisis: un progreso de la verdad? Me parece oír ya a los pillos murmurar de mis análisis intelectualistas: cuando soy el primero, que yo sepa, en preservar en ellos lo indecible.
Que es más allá del discurso donde se acomoda nuestra acción de escuchar, lo sé mejor que nadie, si bien tomo en ello el camino de oír, y no de auscultar. Sí por cierto, no de auscultar la resistencia, la tensión, el opistótonos, la palidez, la descarga adrenalínica (sic) en la que volvería a formarse un Yo más fuerte (resic): lo que escucho es de entendimiento.
El entendimiento no me obliga a comprender. Lo que entiendo no por ello deja de ser un discurso, aunque fuese tan poco discursivo como una interjección. Pues una interjección es del orden del lenguaje, y no del grito expresivo. Es una parte del discurso que no está por debajo de ninguna otra en cuanto a los efectos de sintaxis en tal o cual lengua determinada.
A lo que oigo sin duda, no tengo nada que replicar, si no comprendo nada de ello, o si comprendiendo algo, estoy seguro de equivocarme. Esto no me impediría responder. Es lo que se hace fuera del análisis en semejante caso. Me callo. Todo el mundo está de acuerdo en que frustro al hablante, y aunque a él en muy primer lugar, también a mi mismo. ¿Por qué?
Si lo frustro, es que me pide algo. Que le responda, justamente. Pero él sabe bien que no serían más que palabras. Como las que puede obtener de quien quiera. Ni siquiera es seguro que me agradecería que fuesen buenas palabras, menos aún malas. Esas palabras, no me las pide. Me pide…, por el hecho de que habla: su demanda es intransitiva, no supone ningún objeto.
Por supuesto su petición se despliega en el campo de una demanda implícita, aquella por la cual está ahí: la de curarlo, revelarlo a sí mismo, hacerle conocer el psicoanálisis, hacerlo calificar como analista. Pero esa demanda, él lo sabe, puede esperar. Su demanda presente no tiene nada que ver con eso, incluso no es la suya, porque después de todo soy yo quien le ha ofrecido hablar. (El sujeto sólo es aquí transitivo)
He logrado en suma lo que en el campo del comercio ordinario quisieran poder realizar tan fácilmente: con oferta, he creado demanda.
8. Pero es una demanda, si puede decirse, radical.
Sin duda la señora Macalpine tiene razón en querer buscar en la sola regla analítica el motor de la transferencia. Aun así se extravía al designar en la ausencia de todo objeto la puerta abierta hacia la regresión infantil [24]. Sería más bien un obstáculo, porque todo el mundo sabe, y antes que nadie los psicoanalistas de niños, que se necesitan bastantes pequeños objetos para mantener una relación con el niño.
Por el intermediario de la demanda, todo el pasado se entreabre hasta el fondo del fondo de la primera infancia. Demandar: el sujeto no ha hecho nunca otra cosa, no ha podido vivir sino por eso, y nosotros tomamos el relevo.
Es por esa vía como puede realizarse la regresión analítica y como en efecto se presenta. Se habla de ella como si el sujeto se pusiese a hacer niñerías. Sin duda tal cosa sucede, y esos melindres no son de muy buen augurio. En todo caso, se sale de lo observado ordinariamente en lo que se considera como regresión. Pues la regresión no muestra otra cosa que el retorno al presente de significantes usuales en demandas para las cuales hay prescripción.
9. Para regresar al punto de partida, esta situación explica la transferencia primaria, y el amor en que a veces se declara.
Pues si el amor es dar lo que no se tiene, es bien cierto que el sujeto puede esperar que se le dé, puesto que el psicoanalista no tiene otra cosa que darle. Pero incluso esa nada, no se la da, y más vale así: y por eso esa nada se la pagan, y preferiblemente de manera generosa, para mostrar bien que de otra manera no tendría mucho valor.
Pero si la transferencia primaria permanece casi siempre en estado de sombra, no es eso lo que impedirá a esa sombra soñar y reproducir su demanda, cuando ya no hay nada que pedir. Esa demanda por ser vacía no será por ello sino más pura. Se observará que el analista da sin embargo su presencia, pero creo que ésta no es en primer lugar sino la implicación de su acción de escuchar, y que ésta no es sino la condición de la palabra. En efecto, ¿por qué exigiría la técnica que la haga tan discreta si no fuese así? Es más tarde cuando su presencia será notada.
Por lo demás, el sentimiento más agudo de su presencia está ligado a un momento en que el sujeto no puede sino callarse, es decir en que retrocede incluso ante la sombra de la demanda.
Así el analista es aquel que apoya la demanda, no como suele decirse para frustrar al sujeto, sino para que reaparezcan los significantes en que su frustración está retenida.
10. Ahora bien, conviene recordar que es en la más antigua demanda donde se produce la identificación primaría, la que se opera por el poder absoluto materno, a saber aquella que no sólo suspende del aparato significante la satisfacción de las necesidades, sino que las fragmenta, las filtra, las modela en los desfiladeros de la estructura del significante.
Las necesidades se subordinan a las mismas condiciones convencionales que son las del significante en su doble registro: sincrónico de oposición entre elementos irreductibles, diacrónico de sustitución y de combinación, por el cual el lenguaje, aunque sin duda no lo llena todo, lo estructura todo de la relación interhumana.
De donde la oscilación que se observa en las expresiones de Freud sobre las relaciones del Superyó y la realidad. El Superyó no es por supuesto la fuente de la realidad, como él dice en algún sitio, pero traza sus caminos, antes de volver a encontrar en el inconsciente las primeras marcas ideales donde las tendencias se constituyen como reprimidas en la sustitución del significante a las necesidades.
11. No hay entonces ninguna necesidad de buscar más allá el resorte de la identificación con el analista. Puede ser muy diversa, pero será siempre una identificación con significantes.
A medida que se desarrolla un análisis, el analista tiene que vérselas sucesivamente con todas las articulaciones de la demanda del sujeto. Pero además, como lo diremos más abajo, no debe responder ante ella sino de la posición de la transferencia.
Por lo demás, ¿quién no subraya la importancia de lo que podría llamarse la hipótesis permisiva del análisis? Pero no se necesita ningún régimen político particular para que lo que no está prohibido se convierta en obligatorio.
Los analistas de los que podemos decir que están fascinados por las secuelas de la frustración sólo mantienen una posición de sugestión que reduce al sujeto a replantear su demanda. Sin duda es esto lo que suele entenderse por reeducación emocional.
La bondad es sin duda más necesaria aquí que en cualquier otro sitio, pero no podría curar el mal que ella misma engendra. El analista que quiere el bien del sujeto repite aquello en lo que ha sido formado, e incluso ocasionalmente torcido. La más aberrante educación no ha tenido nunca otro motivo que el bien del sujeto.
Se concibe una teoría del análisis que, al revés de la articulación delicada del análisis de Freud, reduce al miedo el resorte de los síntomas. Engendra una práctica donde se imprime lo que en otro lugar he llamado la figura obscena y feroz del Superyó, en la que no hay más salida para la neurosis de transferencia que la de hacer sentarse al enfermo para mostrarle por la ventana los aspectos risueños de la naturaleza, diciéndole: «Adelante. Ahora ya es usted un buen niño [22].»
V. Hay que tomar el deseo a la letra
1. Un sueño, después de todo, no es más que un sueño, se oye decir hoy [22]. ¿No es nada el que Freud haya reconocido en él al deseo?
El deseo, no las tendencias. Pues hay que leer la Traumdeutung para saber lo que quiere decir lo que Freud llama allí deseo.
Hay que detenerse en esos vocablos de Wunsch, y de Wish que lo traduce en inglés, para distinguirlos del deseo, cuando ese ruido de petardo mojado con que estallan no evoca nada menos que la concupiscencia. Son votos.
Estos votos pueden ser piadosos, nostálgicos, contrariantes, bromistas. Una dama puede soñar un sueño al que no anima más deseo que el de proporcionar a Freud, que le ha expuesto la teoría de que el sueño es un deseo, la prueba de que no hay nada de eso. El punto que debe retenerse es que ese deseo se articula en un discurso bien astuto. Pero no es menos importante percibir las consecuencias del hecho de que Freud se satisfaga con reconocer en él el deseo del sueño y la confirmación de su ley, para lo que quiere decir el deseo en su pensamiento.
Pues él extiende más allá su excentricidad, puesto que un sueño de castigo puede en su opinión significar el deseo de lo que el castigo reprime.
No nos detengamos en las etiquetas de los cajones. aunque muchos las confundan con el fruto de la ciencia. Leamos los textos; sigamos el pensamiento de Freud en esas desviaciones que nos impone y de las que no debemos olvidar que, deplorándolas él mismo por comparación con un ideal del discurso científico, afirma que se vió obligado a ellas por su objeto.
Se ve entonces que ese objeto es idéntico a esas desviaciones, puesto que en la primera vuelta de su obra desemboca, con referencia al sueño de una histérica, sobre el hecho de que en él se satisface por desplazamiento, precisamente aquí por alusión al deseo de otra, un deseo de la víspera, el cual es sostenido en su posición eminente por un deseo que es ciertamente de otro orden, puesto que Freud lo ordena como el deseo de tener un deseo insatisfecho [7].
Cuéntese el número de remitencias que se ejercen aquí para llevar el deseo a una potencia geométricamente creciente. Un solo índice no bastaría para caracterizar su grado. Pues habría que distinguir dos dimensiones en esas remitencias: un deseo de deseo, dicho de otra manera un deseo significado por un deseo (el deseo en la histérica de tener un deseo insatisfecho esté dignificado por su deseo de caviar: el deseo de caviar es su significante), se inscribe en el registro diferente de un deseo sustituido a un deseo (en el sueño, el deseo de salmón ahumado propio de la amiga se sustituye al deseo de caviar de la paciente, lo cual constituye la sustitución de un significante por un significante).
2. Lo que encontramos aquí no tiene nada de microscópico, como tampoco se necesitaban instrumentos especiales para reconocer que la hoja tiene los rasgos de estructura de la planta de la que ha sido cortada. Incluso quien no hubiese vista nunca una planta sino despojada de hojas, se daría cuenta en seguida de que una hoja es más verosímilmente parte de la planta que un pedazo de piel.
El deseo del sueño de la histérica, pero también cualquier nadería en su lugar en este texto de Freud, resume lo que todo el libro explica en cuanto a los mecanismos llamados inconscientes, condensación, deslizamiento, etc…, atestiguando su estructura común: o sea la relación del deseo con esa marca del lenguaje que especifica al inconsciente freudiano y descentra nuestra concepción del sujeto.
Pienso que mis alumnos apreciarán el acceso que hay aquí a la oposición fundamental del significante al significado, en la cual les demuestro que empiezan los poderes del lenguaje, no sin dejarles, en cuanto a concebir su ejercicio, mucha madeja que devanar.
Recordaré el automatismo de las leyes por las que se articulan en la cadena significante:
a] la sustitución de un término a otro para producir el efecto de metáfora.
b] la combinación de un término con otro para producir el efecto de metonimia [17].
Apliquémoslas aquí, y se ve aparecer que, en la medida en que en el sueño de nuestra paciente el salmón ahumado, objeto del deseo de su amiga, es todo lo que tiene que ofrecer, Freud, al establecer que el salmón ahumado está aquí sustituyendo al caviar, al que considera por otra parte como el significante del deseo de la paciente, nos propone el sueño como metáfora del deseo.
¿Pero qué es la metáfora sino un efecto de sentido positivo, es decir cierto paso del sujeto al sentido del deseo?
Como el deseo del sujeto se presenta aquí como lo que implica su discurso (consciente), a saber como preconsciente -lo cual es evidente puesto que su marido está dispuesto a satisfacer su deseo, pero la paciente, que le ha persuadido de la existencia de ese deseo, insiste en que no lo haga, sino en que haga de él lo que habría que ser Freud para articular como el deseo de tener un deseo insatisfecho-, queda el hecho de que hay que ir más allá para saber lo que semejante deseo quiere decir en el inconsciente.
Ahora bien, el sueño no es el inconsciente, nos dice Freud, sino su camino real. Lo cual nos confirma que es por efecto de la metáfora como procede. Es este efecto el que el sueño descubre. ¿Para quién? Volveremos sobre esto dentro de un momento.
Veamos por ahora que el deseo, si está significado como insatisfecho, lo está por el significante: caviar, en la medida en que el significante lo simboliza como inaccesible, pero que, desde el momento en que se desliza como deseo en el caviar, el deseo del caviar es su metonimia: hecha necesaria por la carencia de ser donde se mantiene.
La metonimia es, como yo les enseño, ese efecto hecho posible por la circunstancia de que no hay ninguna significación que no remita a otra significación, y donde se produce su más común denominador, a saber la poquedad de sentido (comúnmente confundida con lo insignificante), la poquedad de sentido, digo, que se manifiesta en el fundamento del deseo, y le confiere el acento de perversión que es tentador denunciar en la histeria presente.
Lo verdadero de esta apariencia es que el deseo es la metonimia de la carencia de ser.
3. Volvamos ahora al libro llamado: La interpretación de los sueños (Traumdeutung), mántica más bien, mejor aún significancia.
Freud no pretende en absoluto agotar en él los problemas psicológicos del sueño. Léase el libro y se comprobará que esos problemas poco explotados (las investigaciones siguen siendo raras, si no pobres, sobre el espacio y el tiempo en el sueño, sobre su textura sensorial, sueño en colores o atonal, ¿y lo oloroso, lo rápido y el grano táctil llegan a él, si lo vertiginoso, lo túrgido y lo pesado están?), Freud no los toca. Decir que la doctrina freudiana es una psicología es un equívoco grosero.
Freud está lejos de alimentar este equívoco. Nos advierte por el contrario que en el sueño sólo le interesa su elaboración. ¿Qué quiere decir eso? Exactamente lo que traducimos por su estructura de lenguaje. ¿Cómo podría haberlo advertido Freud, puesto que esa estructura no fue articulada por Ferdinand de Saussure sino más tarde? Si ésta recubre sus propios términos, no es por ello sino más impresionante el que Freud la haya anticipado. ¿Pero dónde la ha descubierto? En un flujo significante cuyo misterio consiste en que el sujeto no sabe ni siquiera dónde fingir que es su organizador.
Hacer que se vuelva a encontrar en él como deseante, es lo inverso de hacerlo reconocerse allí como sujeto, porque es como en derivación de la cadena significante como corre el arroyo del deseo y el sujeto debe aprovechar una vía de tirante para asir en ella su propio feed-back.
El deseo no hace más que sujetar lo que el análisis subjetiviza.
4. Y esto nos vuelve a traer a la pregunta que dejamos más arriba: ¿a quién descubre el sueño su sentido antes de que venga el analista? Este sentido preexiste a su lectura como a la ciencia de su desciframiento.
Una y otra demuestran que el sueño está hecho para el reconocimiento… pero nuestra voz desfallece antes de concluir: del deseo. Porque el deseo, si Freud dice la verdad del inconsciente y si el análisis es necesario, no se capta sino en la interpretación.
Pero volvamos atrás; la elaboración del sueño está alimentada por el deseo, ¿por qué nuestra voz desfallece para concluir con el reconocimiento, como si se apagase la segunda palabra, que era primera hace un momento, y reabsorbía a la otra en su luz? Porque, en fin, no es durmiendo como alguien se hace reconocer. Y el sueño, nos dice Freud, sin que parezca haber en ello la menor contradicción, sirve ante todo al deseo de dormir. Es repliegue narcisista de la libido y retiro de las cargas de la realidad.
Por lo demás, la experiencia muestra que si mi sueño llega a unirse a mi demanda (no a la realidad, como se dice impropiamente, que puede preservar mi dormir), o a lo que se muestra aquí como su equivalente, la demanda del otro, me despierto.
5. Un sueño después de todo no es más que un sueño. Los que desdeñan ahora su instrumento para el análisis han encontrado, como hemos visto, caminos más seguros y más directos para traer al paciente hacia los buenos principios, y hacia los deseos normales. Los que satisfacen verdaderas necesidades. ¿Cuáles? Pues las necesidades de todo el mundo, amigo mío. Si es eso lo que le asusta , confíe en su psicoanalista , y suba a la torre Eiffel para ver qué bonito es París. Lástima que haya algunos que saltan por sobre la balaustrada desde el primer piso, y precisamente de aquellos cuyas necesidades todas han sido reducidas a su justa medida. Reacción terapéutica negativa, diremos.
¡Gracias a Dios! El rechazo no llega tan lejos en todo el mundo. Simplemente, el síntoma vuelve a brotar como mala hierba, compulsión de repetición.
Pero esto por supuesto no es más que un error de distribución de cartas: no se cura uno porque rememora uno. Rememora uno porque se cura. Desde que se encontró esta fórmula, la reproducción de los síntomas no es ya cuestión, sino únicamente la reproducción de los analistas; la de los pacientes está resuelta.
6. Un sueño pues no es más que un sueño. Puede incluso leerse de la pluma de un psicoanalista metido a la enseñanza que es una producción del Yo. Esto prueba que no se corren grandes riesgos queriendo despertar del sueño a los hombres. Lo vemos proseguirse en plena luz, y en aquellos que no se complacen en soñar.
Pero incluso para éstos, si son psicoanalistas, debe leerse a Freud sobre el sueño, porque no es posible de otra manera ni comprender lo que él entiende por el deseo del neurótico, por reprimirlo, por inconsciente, por la interpretación, por el análisis mismo, ni acercarse por poco que sea a su técnica o a su doctrina. Veremos los recursos del pequeño sueño que hemos pescado más arriba, para nuestro propósito.
Pues ese deseo de nuestra espiritual histérica (es Freud quien la califica así), me refiero a su deseo despierto, su deseo de caviar, es un deseo de mujer colmada y que precisamente no quiere serlo. Pues el carnicero de su marido es ducho para poner del derecho satisfacciones que todo el mundo necesita, los puntos sobre las íes, y no tiene pelos en la lengua para contestar a un pintor que le da coba, sabe Dios con qué oscuro designio, sobre su jeta interesante: «¡Naranjas! Una rebanada de trasero de hembra, eso es lo que a usted le hace falta, y si espera que sea yo quien se la regale, puede pasársela por donde estoy pensando».
He aquí un hombre sobre el que una mujer no debería tener quejas, un carácter genital, y que por lo tanto debe velar como es debido para que la suya, cuando se acuesta con ella, no necesite tocarse después. Por lo demás, Freud no nos disimula que ella está muy prendada de él, y que lo incita sin cesar.
Pero ésta es la cosa, no quiere ser satisfecha en sus únicas verdaderas necesidades. Quiere otras gratuitas, y para estar bien segura de que lo son, no satisfacerlas. Por eso a la pregunta: ¿qué es lo que desea la espiritual carnicera?, puede contestarse: caviar. Pero esa respuesta es desesperada, porque el caviar, es ella también la que no lo quiere.
7. No es esto todo sobre su misterio. Lejos de que este callejón sin salida la encierre, encuentra en él la escapatoria hacia el campo de los deseos de todas las espirituales histéricas, carniceras o no, que hay en el mundo.
Eso es lo que Freud capta en una de esas visiones al sesgo de las que él sorprende lo verdadero, demoliendo de paso esas abstracciones con las que los espíritus positivos fabrican, gustosos la explicación de todas las cosas: aquí la imitación cara a Tarde. Hay que poner en juego en lo particular el eje esencial que da allí la identificación de la histérica. Si nuestra paciente se identifica con su amiga, es porque ésta es inimitable en ese deseo insatisfecho por ese salmón que Dios confunda, si no es El quien lo ahuma.
Así el sueño de la paciente responde a la demanda de su amiga que es la de venir a cenar a su casa. Y no se sabe que demonios la empuja a ello, aparte de que se cena bien allí, sino el hecho del que nuestra carnicera no pierde el hilo: y es que su marido habla siempre de ella ventajosamente. Ahora bien, flaca como es, no está muy hecha que digamos para gustarle, a él a quien no le gustan sino las redondeces.
¿No tendría él también un deseo que se le ha quedado atravesado, cuando todo en él está satisfecho? Es el mismo resorte que, en el sueño, va a hacer del deseo de su amiga el fracaso de su demanda.
Pues por muy precisamente simbolizada que esté la demanda por el accesorio del recién nacido teléfono, es en vano. La llamada de la paciente no tiene éxito; bueno sería ver a la otra engordar para que su marido la paladee.
Pero ¿cómo puede ser amada otra (¿acaso no basta para que la paciente lo piense con que su marido la considere?) por un hombre que no podría satisfacerse con ella (él, el hombre de la rebanada de trasero) ? Ahí está puesta en su punto la cuestión, que es muy generalmente la de la identificación histérica.
8. Es en esta cuestión en la que se convierte el sujeto aquí mismo. En lo cual la mujer se identifica con el hombre, y la rebanada de salmón ahumado viene a tomar el lugar del deseo del Otro.
Como este deseo no alcanza para nada (¿cómo recibir a toda esa gente con esa única rebanada de salmón?), no tengo más remedio al final de los finales (y del sueño) que renunciar a mi deseo de invitar a cenar (o sea a mi búsqueda del deseo de Otro que es el secreto del mío). Todo ha fallado, y usted dice que el sueño es la realización de un deseo. ¿Cómo arregla usted eso, profesor?
Así interpelados, hace un buen rato que los psicoanalistas ya no contestan, habiendo renunciado ellos mismos a interrogarse sobre los deseos de sus pacientes: los reducen a sus demandas, lo cual simplifica la tarea para convertirlos en los suyos propios. ¿No es ésa acaso la vía de lo razonable, que es la que han adoptado?
Pero sucede que el deseo no se escamotea tan fácilmente, por ser demasiado visible, plantado en plena mitad del escenario sobre la mesa de los ágapes como aquí, bajo el aspecto de un saImón, lindo pescado afortunadamente, y que basta con preguntar, como se hace en los restaurantes, bajo una tela fina, para que el levantamiento de ese velo se iguale con el que se realizaba al final de los antiguos misterios.
Ser el falo, aunque fuese un falo un poco flaco. ¿No es ésta la identificación última con el significante del deseo?
No parece tan obvio para una mujer, y hay entre nosotros quienes prefieren no tener que habérselas más con ese logogrifo. ¿Tendremos que deletrear el papel del significante para que se nos vuelva a venir encima el complejo de castración, y esa envidia del pene del que Dios nos libre, cuando Freud, llegado a esa encrucijada, no sabe para dónde tirar, pues no veía más allá sino el desierto del análisis?
Sí, pero los llevaba hasta allí, y era un lugar menos apestado que la neurosis de transferencia, que lo reduce a usted a echar al paciente, rogándole que salga despacito para que se lleve a sus moscas.
9. Articulamos sin embargo lo que estructura al deseo.
El deseo es lo que se manifiesta en el intervalo que cava la demanda más acá de ella misma, en la medida en que el sujeto, al articular la cadena significante, trae a la luz la carencia de ser con el llamado a recibir el complemento del Otro, si el Otro, lugar de la palabra, es también el lugar de esa carencia.
Lo que de este modo al Otro le es dado colmar, y que es propiamente lo que no tiene, puesto que a él también le falta el ser, es lo que se llama el amor, pero es también el odio y la ignorancia.
Es también, pasiones del ser. Lo que evoca toda demanda más allá de la necesidad que se articula en ella, y es sin duda aquello de que el sujeto queda privado, tanto más propiamente cuanto más satisfecha queda la necesidad articulada en la demanda.
Más aún, la satisfacción de la necesidad no aparece allí sino como el engaño contra el que se estrella la demanda de amor, enviando al sujeto al sueño donde habita el limbo del ser, dejándole en él hablar. Pues el ser del lenguaje es el no ser de los objetos, y que el deseo haya sido descubierto por Freud en su lugar en el sueño, desde siempre escándalo de todos los esfuerzos del pensamiento por situarse en la realidad, basta para instruirnos.
Ser o no ser, dormir, soñar acaso, los sueños aparentemente más simples del niño («simple» como la situación analítica sin duda), muestran simplemente objetos milagrosos o prohibidos.
10. Pero el niño no se duerme siempre así en el seno del ser, sobre todo si el Otro, que a su vez tiene sus ideas sobre sus necesidades, se entromete, y en lugar de lo que no tiene, le atiborra con la papilla asfixiante de lo que tiene, es decir confunde sus cuidados con el don de su amor.
Es el niño al que alimentan con más amor el que rechaza el alimento y juega con su rechazo como un deseo (anorexia mental) .
Confines donde se capta como en ninguna otra parte que el odio paga al amor, pero donde es la ignorancia la que no se perdona.
A fin de cuentas, el niño, al negarse a satisfacer la demanda de la madre, ¿no exige acaso que la madre tenga un deseo fuera de él, porque es éste el camino que le falta hacia el deseo?
11. Uno de los principios, en efecto, que se desprenden de estas premisas es que:
-si el deseo está efectivamente en el sujeto por esa condición que le es impuesta por la existencia del discurso de hacer pasar su necesidad por los desfiladeros del sigificante;
-si por otra parte, como lo hemos dado a entender más arriba al abrir la dialéctica de la transferencia, hay que fundar la noción del Otro [Autre] con una A mayúscula, como lugar del despliegue de la palabra (el otro escenario, eine andere Schauplatz, del que habla Freud en la Traumdeutung);
-hay que concluir que, hecho de un animal presa del lenguaje, el deseo del hombre es el deseo del Otro.
Esto apunta a una función muy diferente de la de la identificación primaria evocada más arriba, pues no se trata de la asunción por el sujeto de las insignias del otro, sino de esa condición que tiene el sujeto de encontrar la estructura constituyente de su deseo en la misma hiancia abierta por el efecto de los significantes en aquellos que para él viene a representar al Otro, en cuanto que su demanda está sujeta a ellos.
Tal vez puede entreverse aquí de paso la razón de ese efecto de ocultación que nos retuvo en el reconocimiento del deseo del sueño. El deseo del sueño no es asumido por el sujeto que dice: «Yo» [Je] en su palabra. Articulado sin embargo en el lugar del Otro, es discurso, discurso cuya gramática como tal empezó, a enunciar Freud. Así es como los anhelos que constituye no tienen flexión optativa para modificar el indicativo de su fórmula.
En lo cual se vería mediante una referencia lingüística que lo que se llama el aspecto del verbo es aquí el de lo cumplido (verdadero sentido de la Wunscherfüllung).
Es esta ex-sistencia (Entstellung) del deseo en el sueño la que explica que la significancia del sueño enmascare en ella el deseo, mientras que su móvil se desvanece por ser solamente problemático.
12. El deseo se produce en el más allá de la demanda por el hecho de que al articular la vida del sujeto a sus condiciones, poda en ellas la necesidad, pero también se ahueca en su más acá, por el hecho de que, demanda incondicional de la presencia y de la ausencia, evoca la carencia de ser bajo las tres figuras del nada que constituye el fondo de la demanda de amor, del odio que viene a negar el ser del otro, y de lo indecible de lo que se ignora en su petición. En esta aporía encarnada de la que puede decirse en imagen que recibe su alma pesada de los retoños vivaces de la tendencia herida, y su cuerpo sutil de la muerte actualizada en la secuencia significante, el deseo se afirma como condición absoluta.
Menos aún que el nada que pasa por la ronda de las significaciones que agitan a los hombres, es la estela inscrita de la carrera, y como la marca del hierro del significante en el hombro del sujeto que habla. Es menos pasión pura del significado que pura acción del significante, que se detiene en el momento en que lo vivo, convertido en signo la hace insignificante.
Este momento de corte esté asediado por la forma de un jirón sangriento: la libra de carne que paga la vida para hacer de él el significante de los significantes, como tal imposible de ser restituido al cuerpo imaginario; es el falo perdido de Osiris embalsamado.
13. La función de este significante como tal en la búsqueda del deseo es ciertamente, como Freud lo observó, la clave de lo que hay que saber para terminar los análisis: y ningún artificio lo sustituirá para obtener este fin.
Para dar una idea de ello, describiremos un incidente acaecido al final del análisis de un obsesivo, o sea después de un largo trabajo en el que no se consideró suficiente «analizar la agresividad del sujeto» (dicho de otra manera: proclamar a tambor batiente sus agresiones imaginarias), sino en el que se le hizo reconocer el lugar que tomó en el juego de la destrucción ejercida por uno de sus padres sobre el deseo del otro. Adivina la impotencia en que se encuentra de desear sin destruir al Otro, y por ende su deseo mismo en cuanto que es deseo del Otro.
Para llegar ahí, se le reveló su maniobra de todos los instantes para proteger al Otro, agotando en el trabajo de transferencia (Durcharbeitung) todos los artificios de una verbalización que distingue al otro [autre] del Otro [Autre] (a minúscula y A mayúscula) y que le lleva, desde el palco reservado al aburrimiento del Otro (A mayúscula) a disponer los juegos del circo entre los dos otros (la a minúscula y el Yo, su sombra) .
Sin duda no basta con dar vueltas en redondo en tal o cual rincón bien explorado de la neurosis obsesiva para llevarlo haste esa glorieta, ni con conocer ésta para conducirlo a ella por un camino que no será nunca el más directo. No se necesita solamente el plano de un laberinto reconstruído, ni siquiera un lote de planos ya levantados. Se necesita ante todo poseer la combinatoria general que preside su variedad sin duda, pero que, más útilmente aún, nos da cuenta de los trampantojos, mejor aún, de los cambios a ojos vista del laberinto. Porque unos y otros no faltan en esta neurosis obsesiva, arquitectura de contrastes todavía no bastante observados, y que no baste con atribuir a ciertas formas de fachada. En medio de tantas actitudes seductoras, insurgentes, impasibles, hay que captar las angustias anudadas a las realizaciones, los rencores que no impiden las generosidades (¡sostener que los obsesivos carecen de oblatividadl), las inconstancias mentales que sostienen infrangibles fidelidades. Todo esto se mueve de manera solidaria en un análisis, no sin marchitamientos locales; el gran caudal sin embargo permanece.
He aquí pues a nuestro sujeto al final de su callejón, llegado hasta el punto de hacernos una jugarreta de prestidigitación bastante particular por lo que revela de una estructura del deseo.
Digamos que, de edad madura, como dicen cómicamente, y de espíritu desengañado, nos engañaría gustoso con una su menopausia para excusarse de una impotencia sobrevenida, y acusar a la nuestra.
De hecho las redistribuciones de la libido no se realizan sin costarles a algunos objetos su puesto, incluso si es inamovible.
En resumen, es impotente con su amante, y habiéndosele ocurrido utilizar sus hallazgos sobre la función del tercero en potencia en la pareja, le propone que se acueste con otro hombre, a ver qué pasa.
Ahora bien, si ella permanece en el lugar donde la ha instalado la neurosis y si el análisis la alcanza allí, es por la concordancia que ha realizado desde hace mucho tiempo sin duda con los deseos del paciente, pero más aún con los postulados inconscientes que mantienen.
Por eso no nos asombraremos de que ni corta ni perezosa, o sea la noche misma, sueñe éste sueño, que recién horneado le trae a nuestro alicaído.
Ella tiene un falo, siente su forma bajo su ropa, lo cual no Ie impide tener también una vagina, ni mucho menos desear que ese falo se meta allí.
Nuestro paciente al oír tal recupera ipsofacto sus capacidades y lo demuestra brillantemente a su comadre.
¿Qué interpretación se indica aquí?
Ya se habrá adivinado por la demanda que nuestro paciente hizo a su amante que nos solicita desde hace tiempo que validemos su homosexualidad reprimida.
Efecto muy pronto previsto por Freud de su descubrimiento del inconsciente: entre las demandas regresivas, una se abrevará de fábulas en las verdades propagadas por el análisis. El análisis de regreso de América rebasó sus esperanzas.
Pero nosotros hemos seguido siendo, ya se lo imaginan, más bien cascarrabias sobre ese punto.
Observemos que la soñadora no se muestra más complaciente con ello, puesto que su argumento aparta todo asistente. Lo cual guiaría incluso a un novicio a confiar únicamente en el texto, si se ha formado en nuestros principios.
Sin embargo no analizamos su sueño sino su efecto sobre nuestro paciente.
Cambiaríamos nuestra conducta si le hiciésemos leer en él esta verdad, menos propagada por estar en la historia, de nuestra aportación: que el rechazo de la castración, si hay aIgo que se le parezca, es en primer lugar rechazo de la castración del Otro (de la madre primeramente).
Opinión verdadera no es ciencia, y conciencia sin ciencia no es sino complicidad de ignorancia. Nuestra ciencia no se transmite sino articulando en la ocasión lo particular.
Aquí la ocasión es única para mostrar la figura que enunciamos en éstos términos: que el deseo inconsciente es el deseo del Otro -puesto que el sueño está hecho para satisfacer el deseo del paciente más allá de su demanda, como lo sugiere eI hecho de que lo logre. Por no ser un sueño del paciente, puede tener no menos precio para nosotros, si por no dirigirse a nosotros como sucede con el analizado, se dirige a él tan bien como pueda hacerlo el analista.
Es la ocasión de hacer captar al paciente la función de significante que tiene el falo en su deseo. Pues es en cuanto tal como opera el falo en el sueño para hacerle recobrar el uso del órgano que representa, como vamos a demostrarIo por el lugar al que apunta el sueño en Ia estructura donde su deseo está tomado.
Además de que la mujer ha soñado, está el hecho de que le habla de ello. Si en este discurso ella se presenta como poseedora de un falo, ¿es esto todo aquello por lo cual le es devuelto su valor erótico? Tener un faIo en efecto no basta para restituirle una posición de objeto que lo apropie a una fantasía, por la cual nuestro paciente como obsesivo pueda mantener su deseo en un imposible que preserva sus condiciones de metonimia. Estas gobiernan en sus elecciones un juego de escape que el análisis ha perturbado, pero que la mujer aquí restaura con un ardid, cuya rudeza oculta un refinamiento bien adecuado para ilustrar la ciencia incluida en el inconsciente.
Pues para nuestro paciente de nada sirve tener ese falo, puesto que su deseo es serlo. Y el deseo de la mujer aquí cede al suyo, mostrándole lo que ella no tiene.
La observación a todo pasto hará siempre mucho caso del anuncio de una madre castradora, por poco que la anamnesis se preste a ello. Se despliega aquí, como es de justicia.
Entonces se piensa que todo está terminado. Pero nada tenemos que hacer con ella en la interpretación, donde invocarla no llevaría muy lejos, salvo a volver a colocar al paciente en el punto mismo en que se escabulle entre un deseo y su desprecio: seguramente el desprecio de su madre recalcitrante a denunciar el deseo demasiado ardiente cuya imagen le ha legado su padre.
Pero sería revelarle sobre eso menos de lo que le dice su amante: que en su sueño, tener el falo no le impedía en absoluto desearlo. En lo cual es su propia carencia de ser la que se encontró alcanzada.
Falta que proviene de un éxodo: su ser está siempre en otra parte. El lo ha «puesto de lado», puede decirse. ¿lo decimos para motivar la dificultad del deseo? Más bien, que el deseo lo sea de dificultad.
No nos dejemos pues engañar con esa garantía que el sujeto recibe, por el hecho de que la soñadora tenga un falo, de que no tendría que quitárselo a él, aunque fuese para señalar doctamente que es ésta una garantía demasiado fuerte para no ser frágil.
Pues esto es justamente desconocer que esa garantía no exigiría tanto peso si no tuviese que imprimirse en un signo, y que es mostrando ese signo como tal, haciéndolo aparecer allí donde no puede estar, como toma su efecto.
La condición del deseo que retiene eminentemente al obsesivo es la marca misma, con lo cual lo encuentra estropeado, del origen de su objeto: el contrabando.
Modo de la gracia singular por no figurarse sino con la renegación de la naturaleza. En él se oculta un favor que en nuestro sujeto siempre hace antesala. Y es echándolo afuera como un día lo dejará entrar.
14. La importancia de preservar el lugar del deseo en la dirección de la cura necesita que se oriente ese lugar con relación a los efectos de la demanda, únicos que se conciben actualmente en el principio del poder de la cura.
Que el acto genital efectivamente tenga que encontrar su lugar en la articulación inconsciente del deseo, tal es el descubrimiento del análisis, y es en eso precisamente en lo que nunca se ha pensarlo en ceder a la ilusión del paciente de que facilitar su demanda para la satisfacción de la necesidad arreglaría en nada su asunto. (Menos aún autorizarlo con el clásico: coitus normalis dosim repetatur,)
¿Por qué se piensa de manera diferente al creer más esencial para el progreso de la cura operar en la medida que sea sobre otras demandas, bajo el pretexto de que éstas serían regresivas?
Volvamos a partir una vez más del hecho de que es en primer lugar para el sujeto para quien su palabra es un mensaje, porque se produce en el lugar del Otro. Que por ello su demanda misma provenga de allá y esté etiquetada como tal, no significa únicamente que esté sometida al código del Otro. Sino que es desde ese lugar del Otro (incluso desde su tiempo) desde donde está fechada.
Como se lee claramente en la palabra más libremente dada por el sujeto. A su mujer o a su amo, para que reciban su fe, es con un «tú eres…» (la una y el otro) como los invoca, sin declarar lo que él es, sino murmurando contra sí mismo una orden de asesinato que el equívoco del francés lleva al oído.
El deseo, por más que se transparente siempre como se ve aquí en la demanda, no por ello deja de estar más allá. Está también más acá de otra demanda en que el sujeto, repercutiéndose en el lugar del otro, no borraría tanto su dependencia por un acuerdo de rebote, como fijaría el ser mismo que viene a proponer allí.
Esto quiere decir que sólo de una palabra que levantase la marca que el sujeto recibe de su expresión podría recibirse la absolución que lo devolvería a su deseo.
Pero el deseo no es otra cosa que la imposibilidad de esa palabra, que al responder a la primera no puede sino redoblar su marca consumando esa escisión (Spaltung) que el sujeto sufre por no ser sujeto sino en cuanto que habla.
(lo cual está simblizado por la barra oblicua de noble bastardía con que afectamos la S del sujeto para señalar que es ese sujeto S/)
La regresión que se pone en primer plano en el análisis (regresión temporal sin duda, pero a condición de precisar que se trata del tiempo de la rememoración), no alcanza sino a los significantes (orales, anales, etc.), de la demanda y no interesa a la pulsión correspondiente sino a través de ellos.
Reducir esta demanda a su lugar puede operar sobre el deseo una apariencia de reducción por el aligeramiento de la necesidad.
Pero esto no es más bien sino efecto de la torpeza del analista. Pues si los significantes de la demanda han sostenido las frustraciones donde el deseo se ha fijado (Fixierung de Freud), es sólo en su lugar donde el deseo es sujetador.
Ya se pretenda frustrante o gratificante, toda respuesta a la demanda en el análisis reduce en él la transferencia a la sugestión.
Hay entre transferencia y sugestión, éste es el descubrimiento de Freud, una relación, y es que la transferencia es también una sugestión; pero una sugestión que no se ejerce sino a partir de la demanda de amor, que no es demanda de ninguna necesidad. Que esta demanda no se constituya como tal sino en cuanto que el sujeto es sujeto del significante, es lo que permite hacer de ella mal uso reduciéndola a las necesidades de donde se han tomado esos significantes, cosa que los psicoanalistas, como vemos, no dejan de hacer.
Pero no hay que confundir la identificación con el significante todopoderoso de la demanda, del que hemos hablado ya, y la identificación con el objeto de la demanda de amor. Esta es sin duda también una regresión, Freud insiste en ello cuando la considera como el segundo modo de identificación, que distingue en su segunda tópica escribiendo: Psicología de las masas y análisis del Yo. Pero es otra regresión.
Aquí se encuentra el exit que permite salir de la sugestión. La identificación con el objeto como regresión, porque parte de la demanda de amor, abre la secuencia de la transferencia (la abre, y no la cierra), o sea el camino donde podrán denunciarse las identificaciones que, deteniendo esta regresión, le marcan el peso.
Pero esa regresión no depende de la necesidad de la demanda, del mismo modo que el deseo sádico no se explica por la demanda anal, pues creer que los escíbalos son un objeto nocivo en sí mismo, es tan sólo una ilusión ordinaria de la comprensión (Entiendo aquí comprensión en el sentido nefasto en que ha tomado su cotización de Jaspers. «Usted comprende:- «, exordio con el que cree impresionar a quien no comprende nada, aquel que nada tiene que darle a comprender.) Pero la demanda de ser una mierda es algo ante lo cual es preferible ponerse un poco al sesgo, cuando el sujeto se descubre así. Desgracia del ser evocada más arriba.
Quien no sabe llevar sus análisis didácticos hasta ese viraje donde se manifiesta con temblor que todas las demandas que se han articulado en el análisis, y más que ninguna otra aquella que estuvo en su comienzo, la de convertirse en analista, y que llega entonces a su plazo, no eran sino transferencias destinadas a mantener en su lugar un deseo inestable o dudoso en su problemática -ese no sabe nada de lo que se necesita obtener del sujeto para que pueda asegurar la dirección de un análisis, o tan sólo hacer en él una interpretación con conocimiento de causa.
Estas consideraciones nos confirman que es natural analizar la transferencia. Pues la transferencia en sí misma es ya análisis de la sugestión, en la medida en que coloca al sujeto respecto de su demanda en una posición que no recibe sino de su deseo.
Sólo para el mantenimiento de ese cuadro de la transferencia debe la frustración prevalecer sobre la gratificación.
La resistencia del sujeto, cuando se opone a la sugestión, no es sino deseo de mantener su deseo. Como tal, habría que ponerla en la columna de la transferencia positiva, puesto que es el deseo el que mantiene la dirección del análisis, fuera de los efectos de la demanda.
Estas proposiciones, como se ve, cambian algo de las opiniones corrientes en esta materia. Que sugieran que ha habido error de reparto en algún sitio, y habremos alcanzado nuestro propósito.
15. Aquí se sitúan algunas observaciones sobre la formación de los síntomas.
Freud, desde su estudio demostrativo de los fenómenos subjetivos: sueños, lapsus y chistes, de los que nos dice formalmente que le son estructuralmente idénticos (pero por supuesto está para nuestros sabios demasiado por debajo de la experiencia que han adquirido -¡por qué caminos!- para que piensen siquiera en volver a ello), Freud, decía, lo subrayó cien veces: los síntomas están sobredeterminados. Para el pobre diablo, dedicado al cotidiano remachar que nos promete la reducción del análisis a sus bases biológicas, esto se sobreentiende; es tan cómodo de proferir que ni siquiera lo escucha. Pero aun así…
Dejemos de lado mis observaciones sobre el hecho de que la sobredeterminación no es estrictamente concebible sino en la estructura del lenguaje. En los síntomas neuróticos, ¿qué significa esto?
Significa que en los efectos que responden en un sujeto a una demanda determinada van a interferir aquellos de una posición con relación al otro (al otro, aquí su semejante) al que él sostiene en cuanto sujeto.
«Al que él sostiene en cuanto sujeto» quiere decir que el lenguaje le permite considerarse como el tramoyista, o incluso como el director de escena de toda la captura imaginaria de la cual en caso contrario él no sería sino un títere vivo.
La fantasía es la ilustración misma de esa posibilidad original. Por eso toda tentación de reducirla a la imaginación, a falta de confesar su fracaso, es un contrasentido permanente, contrasentido del que la escuela kleiniana, que ha llevado muy lejos las cosas en este terreno, no puede salir por no entrever siquiera la categoría del significante.
Sin embargo, una vez definida como imagen puesta en función en la estructura significante, la noción de fantasía inconsciente no ofrece dificultad.
Digamos que Ia fantasía, en su uso fundamental, es aquello por lo cual el sujeto se sostiene al nivel de su deseo evanescente, evanescente en Ia medida en que la satisfacción misma de la demanda le hurta su objeto.
¡Ah! pero esos neuróticos, qué remilgados, ¿qué hacer? Son gente incomprensible, palabra de padre de familia.
Es justamente lo que se ha dicho desde hace mucho tiempo, desde siempre, y los analistas están todavía en eso. El alma de Dios llama a eso lo irracional, no habiéndose percatado ni siquiera de que el descubrimiento de Freud equivale a considerar en primer lugar como seguro, lo cual derriba de buenas a primeras a nuestro exégeta, que lo real es racional, y luego a comprobar que lo racional es real. Mediante lo cual puede articular que aquello poco razonable que se presenta en el deseo es un efecto del paso de lo racional en cuanto real, es decir del lenguaje, a lo real, en cuanto que lo racional ha trazado ya en él su circunvalación.
Pues la paradoja del deseo no es privilegio del neurótico, sino que lo es más bien el hecho de que tenga en cuenta la existencia de la paradoja en su manera de enfrentarla. Esto no lo clasifica tan mal en el orden de la dignidad humana, y no hace honor a los analistas mediocres (esto no es una apreciación, sino un ideal formulado en un anhelo formal de los interesados), que en ese punto no alcanzan esa dignidad: sorprendente distancia que han anotado siempre con palabras veladas los analistas… otros, sin que sepamos cómo distinguir a estos, puesto que ellos no habrían pensado nunca en hacerlo por sí mismos si no hubiesen tenido antes que oponerse a la desviación de los primeros.
16. Es pues la posición del neurótico con respecto al deseo, digamos para abreviar la fantasía, la que viene a marcar con su presencia la respuesta del sujeto a la demanda, dicho de otra manera la significación de su necesidad.
Pero esta fantasía no tiene nada que ver con la significación en la cual interfiere. Esta significación en efecto proviene del Otro en la medida en que de él depende que la demanda sea colmada. Pero la fantasía sólo llega allí por encontrarse en el camino de retorno de un circuito más amplio, el que llevando la demanda hasta los límites del ser hace interrogarse al sujeto sobre la falta en la que se aparece a sí mismo como deseo.
Es increíble que ciertos rasgos que sin embargo desde siempre han saltado a los ojos de la acción del hombre como tal no hayan sido aquí sacados a la luz por el análisis. Nos referimos a aquello por lo cual esa acción del hombre es la gesta que toma apoyo en su canción. Esa faceta de hazaña, de realización, de resultado estrangulado por el símbolo, lo que la hace pues simbólica (pero no en el sentido enajenante que este término denota vulgarmente), aquello en fin por lo cual se habla de un pasaje al acto, ese Rubicón cuyo deseo propio está siempre camuflado en la historia en beneficio de su éxito, todo aquello a lo que la experiencia de lo que el analista llama el acting out le da un acceso casi experimental, puesto que él domina todo su artificio, el analista lo rebaja en el mejor de los casos a una recaída del sujeto, en el peor a una falta del terapeuta
Se queda uno estupefacto ante esa falsa vergüenza del analista ante la acción, en la que se disimula sin duda una verdadera: la que tiene de una acción, la suya, una de las más altas, cuando desciende a la abyección.
Porque, en fin, ¿qué otra cosa podría ser cuando el analista se interpone para degradar el mensaje de transferencia, él que está allí para interpretarlo, en una falaz significación de lo real que no es sino mistificación?
Pues el punto donde el analista de hoy pretende captar Ia transferencia es esa distancia que define entre la fantasía y la respuesta que llaman adaptada. ¿Adaptada a qué sino a la demanda del Otro, y en qué esa demanda tendría más o menos consistencia que la respuesta obtenida, si no fuese porque se cree autorizado a negar todo valor a la fantasía en la medida que toma de su propia realidad?
Aquí el camino mismo por donde precede lo traiciona, cuando necesita por ese camino introducirse en la fantasía y ofrecerse como hostia imaginaria a las ficciones donde prolifera un deseo embrutecido, Ulises inesperado que se da en pasto para que prospere el chiquero de Circe.
Y no se diga que aquí difamo a quien sea, porque es el punto preciso en que aquellos que no pueden articular de otra manera su práctica se inquietan elIos mismos y se interrogan: las fantasías, ¿no es en ellas en las que proporcionamos al sujeto la gratificación donde se empantana el análisis? Esta es la pregunta que se repiten con la insistencia sin salida de un tormento del inconsciente.
17. Así es como en el mejor de los casos el analista de hoy deja su paciente en el punto de identificación puramente imaginaria del que permanece cautivo el histérico, por el hecho de que su fantasía implica su empantanamiento.
O sea ese punto mismo de donde Freud, en toda la primera parte de su carrera, quería sacarlo demasiado aprisa forzando el llamado del amor sobre el objeto de la identificación (para Elisabeth von R. . ., su cuñado [5]; para Dora el señor K…; para la joven homosexual del caso de homosexualidad femenina, ve con más claridad, pero se estrella por considerar que la transferencia negativa le apunta en lo real).
Se necesita el capítulo de Psicología de las masas y análisis del Yo sobre «la identificación», para que Freud distinga netamente ese tercer modo de identificación que condiciona su función de sostén del deseo y que especifica por lo tanto la indiferencia de su objeto.
Pero nuestros psicoanalistas insisten: ese objeto indiferente, es la sustancia del objeto, comed de mi cuerpo, bebed de mi sangre ,(la evocación profanadora es de la pluma de ellos). El misterio de la redención del analizado está en esa efusión imaginaria, de la que el analista es el objeto.
¿Cómo podría en efecto el Yo con el que pretenden ayudarse aquí no caer bajo la acción de la enajenación reforzada a la que inducen al sujeto? los psicólogos han sabido siempre, desde antes de Freud, aunque no lo hayan dicho en estos términos, que si el deseo es la metonimia de la carencia de ser, el Yo es la metonimia del deseo.
Así es como se opera la identificación terminal de la que se glorifican los analistas.
Si se trata del Yo o del Superyó de su paciente, es cosa sobre la que vacilan, o más bien, es la ocasión de decirlo, no les importa, pero aquello con lo que el paciente se identifica, es su Yo fuerte.
Freud ha previsto muy bien ese resultado en el artículo citado hace un momento, mostrando el papel ideal que puede tomar el objeto más insignificante en la génesis del caudillo.
No en vano la psicología analítica se orienta más y más hacia la psicología de grupo, e incluso hacia la psicoterapia del mismo nombre.
Observemos sus efectos en el grupo analítico mismo. No es cierto que los analizados a título didáctico se conformen a la imagen de su analista, cualquiera que sea el nivel en que se la quiera captar. Es más bien entre ellos como los analizados de un mismo analista están ligados por un rasgo que puede ser completamente secundario en la economía de cada uno, pero donde se señala la insuficiencia del analista con respecto a su trabajo.
Así es como aquel para quien el problema del deseo se reduce al levantamiento del velo del miedo, deja envueltos en ese sudario a todos los que ha conducido.
18. Henos aquí pues en el principio maligno de ese poder siempre abierto a una dirección ciega. Es el poder de hacer el bien, ningún poder tiene otro fin, y por eso el poder no tiene fin, pero aquí se trata de otra cosa, se trata de la verdad, de la única, de la verdad sobre los efectos de la verdad. Desde el momento en que Edipo emprende ese camino, ha renunciado ya al poder.
¿A dónde va pues la dirección de la cura? Tal vez baste con interrogar a sus medios para definirla en su rectitud.
Observemos:
1. Que la palabra tiene en ella todos los poderes, los poderes especiales de la cura;
2. Que estamos bien lejos por la regla [fundamental] de dirigir al sujeto hacia la palabra plena, ni hacia el discurso coherente, pero que lo dejamos libre de intentarlo;
3. Que esa libertad es lo que más le cuesta tolerar;
4. Que la demanda es propiamente lo que se pone entre paréntesis en el análisis, puesto que está excluido que el analista satisfaga ninguna de ellas;
5. Que puesto que no se pone ningún obstáculo a la confesión del deseo, es hacia eso hacia donde el sujeto es dirigido e incluso canalizado;
6. Que la resistencia a esa confesión, en último análisis, no puede consistir aquí en nada sino en la incompatibilidad del deseo con la palabra.
Proposiciones que tal vez todavía haya algunos, e incluso en mi auditorio ordinario, que se asombren de encontrar en mi discurso.
Se siente aquí la ardiente tentación que debe ser para el analista responder por poco que sea a la demanda.
Más aún, ¿cómo impedir que el sujeto le atribuya esa respuesta, bajo la forma de la demanda de curar, y conforme al horizonte de un discurso que le impute con tanto más derecho cuanto que nuestra autoridad lo ha asumido a tontas y a locas?
¿Quién nos liberará ya de esa túnica de Neso que nos hemos tejido nosotros mismos: el análisis responde a todos los desiderata de la demanda, y por medio de normas difundidas? ¿Quién barrerá ese enorme estiércol de las caballerizas de Augias, la literatura analítica?
¿A qué silencio debe obligarse ahora el analista para sacar por encima de ese pantano el dedo levantado del San Juan de Leonardo, para que la interpretación recobre el horizonte deshabitado del ser donde debe desplegarse su virtud alusiva?
19. Puesto que se trata de captar el deseo, y puesto que sólo puede captárselo en la letra, puesto que son Ias redes de la letra las que determinan, sobredeterminan su lugar de pájaro celeste, ¿cómo no exigir al pajarero que sea en primer lugar un letrado?
La parte «literaria» en la obra de Freud, para un profesor de literatura de Zurich que comenzó a deletrearla, ¿quién de nosotros ha intentado articular su importancia?
Esto no es más que una indicación. Vayamos más lejos. Interroguemos lo que ha de ser del analista (del «ser» del analista), en cuanto a su propio deseo.
¿Quién tendrá todavía la ingenuidad de contentarse, en cuanto a Freud, con esa figura de burgués tranquilo de Viena que dejó estupefacto a su visitante André Breton por no aureolarse con ninguna obsesión de Ménades? Ahora que ya sólo tenemos su obra, ¿no reconoceremos en ella un río de fuego, que no debe nada al río artificial de François Mauriac?
¿Quién mejor que éI confesando sus sueños supo trenzar la cuerda donde se desliza el anillo que nos une al ser, y hacer lucir entre las manos cerradas que se lo pasan en el juego de la sortija de la pasión humana su breve fulgor?
¿Quién ha protestado como ese hombre de gabinete contra el acaparamiento del gozo por aquellos que acumulan sobre los hombros de los demás las cargas de la necesidad?
¿Quién ha interrogado tan intrépidamente como ese clínico ligado a la cotidianidad del sufrimiento a la vida sobre su sentido, y no para decir que no lo tiene, manera cómoda de lavarse las manos, sino que no tiene más que uno, en el cual el deseo es llevado por la muerte?
Hombre de deseo, de un deseo al que siguió; contra su voluntad por los caminos donde se refleja en el sentir, el dominar y el saber, pero del cual supo revelar, éI solo, como un iniciado en los difuntos misterios, el significante impar: ese falo cuya recepción y cuyo don son para el neurótico igualmente imposibles, ya sea que sepa que el otro no lo tiene o bien que lo tiene, porque en los dos casos su deseo está en otra parte: es el de serlo, y es preciso que el hombre, masculino o femenino, acepte tenerlo y no tenerlo, a partir del descubrimiento de que no lo es.
Aquí se inscribe esa Spaltung última por donde el sujeto se articula al Logos, sobre la cual Freud al empezar a escribir [12], nos daba en el extremo último de una obra a la dimensión del ser, la solución del análisis «infinito», cuando su muerte puso en ella la palabra Nada.