Sobre un libro de Jean Delay y otro de Jean Schlumberger
Scaioisi men gar caina prosjerwn soja
doxeiz acreioz con sojoz pejucenai
ywn g an docountwn eidenai ti poicilsn creisswn nomisqeiz
en polei luproz janh
(¨si das a los tortuosos ciencias nuevas, resultasun inútil y no un sabio. Y si hay quien te considerer superior en saber a los que pasan por sabihondos, te verán en la ciudad como un ser ofensivo¨)
Euripides, Medea, 298-301
Y, metáfora o no, no lo que digo aquí es
absolutamente cierto.
André Gide, Notes de la tentative amoureuse.
El libro que Jean Delay ha dedicado a la juventud de André Gide, publicado en dos tomos con un año de intervalo, ya sabe del éxito. La crítica literaria, sin discordancia que valga, le ha rendido todos los honores y medido la variedad de sus méritos.
Aquí se querría mostrar la conjunción por la que una obra que se basa científicamente en la alta calificación de su autor para tratarla en general encuentra, en lo particular de su objeto por fijar, un problema en el que las generalidades conquistadas se modifican; es a estas obras, las más actuales, a las que la historia promete la perduración.
A este problema, el de la relación del hombre con la Ietra -que pone a la historia misma en tela de juicio-, se comprenderá que el pensamiento de nuestro tiempo no lo capte como no sea envolviéndolo por un efecto de convergencia de modo geométrico, o, ya que en el inconsciente se ha reconocido una estrategia, procediendo por una maniobra de envolvimiento que se distingue en nuestras ciencias llamadas humanas, no tan demasiado humanas ya.
Vincular esa obra a ese problema no nos exime de prometerle al lector, y para comprometer en ello, es decir en las materias que se habrán de agitar, hasta al más novato, un placer que va a cautivarlo desde las primeras páginas del libro, sin que haya tenido que resistirse, y que lo llevará, sin sentir su esfuerzo, hasta la úItima de las mil trescientas de su número
La seguridad de la escritura es el instrumento de ese placer en que se sentirá de alguna manera absorbido. La palabra: sabio, se aplica aquí, ante todo, al arte de una composición cuyos repliegues se disimulan con una alternancia de las perspectivas, documentos, análisis, comentarios y reconstrucciones que sólo retienen la atención por parecer, cada vez, ofrecerle su reposo.
Es al cerrar el libro cuando el lector advierte que nada en éI fue motivado sino por la preocupación de una ponderación exacta y delicada. El toque de humor con que el autor atempera, a módicos intervalos, su operación, no es más que el lugar hecho a la gracia que estructura las cosas; tanto es así, que el tono que en él mantiene asombra por lo sostenido de su naturalidad y se continúa paralelamente a la modulación, única en este género, que su modelo ha dada a entender en su obra.
Ese es el umbral de la prueba de fuerza en la que vamos a entrar, por la disposición que denote en el autor de lo que en términos gideanos llamaríamos la atención mas tierna. Esa es la que reserva a aquello con lo que reanima en alguna parte el genitivo arcaizante de las «infancias Gide». Y es ésa también con la que Gide, gracias a la amistad de su vejez, le ha sabido distinguir.
De este modo se aclara que Jean Delay, quien ha mostrado ya sus cualidades de escritor en una obra sensible sobre la que el tiempo ha de volver, no emplee aquí su arte sino a la medida del artifex a quien lo consagra, lo cual se confirma con la sorprendente igualdad en tan extenso libro de las cualidades en que acabamos de detenernos y nos incita a modificar a nuestra voluntad el bufonesco aforismo, para enunciarlo: el estilo es el objeto.
Con ello, Jean Delay pretende deslindar un género: el de la psicobiografía. Cualquiera que sea la ley bajo la cual quiera ponerlo, no podría ser indiferente para captar su límite el hecho de que le haya proporcionado simultáneamente su obra maestra. A nuestro parecer, este límite se descubre singularmente por la suerte que le ha tocado a la obra y sobre la cual el viejo monstruo sagrado ha apostado, lo juraríamos, al dar a su compañero materia para una prueba excepcional, seguro de que, de tomarla éste, no haría más que colmarlo.
El logro mismo de Jean Delay muestra cuál sería su suerte: que cuanto mayor fuera el rigor que aplicara a propósito de un tal autor, produciría el complemento más obligado de su obra. El «posfacio» psicobiográfico del escritor, basado en esta empresa, resulta ser finalmente el prefacio de sus obras y no solamente siguiendo los surcos como próximo que da testimonio, como Boswell respecto de Johnson, como Eckermann para con Goethe, sino atirantando el tambor mismo donde su mensaje continuará batiendo.
Perdónesenos teorizar sobre el giro que constituye Sainte-Beuve, para desplazarlo de la crítica a la condición literaria. Digamos, para no andar con rodeos, que restituye al crítico el poder de ordenar a su gusto la intrusión en la obra literaria de la vida privada del escritor. Y permítasenos definir lo privado con respecto a la obra misma, en cuyo negativo se convierte de algún modo, por ser todo aquello que el escritor no ha publicado de lo que le concierne.
Bien conocemos el proyecto en que esto se escuda: una historia natural de los espíritus. Pero al reservarnos nuestro juicio acerca de un propósito como éste, y sin presumir de ninguna otra manera con respecto a la naturalidad a la que califica, podemos separar los efectos ciertos que ha tenido sobre la condición formulada a la obra de escribir.
Nos mantenemos, así, en una neutralidad objetiva en cuanto a la posición tomada «contra Sainte-Beuve» por Proust, annque conserve alguna pertinencia por la autoridad de un poeta para hablar de su creación y, más expresamente, de un análisis del mensaje poético, que no deja duda alguna sobre el hecho de que su enfoque exige un método adecuado a su índole.
La obra del propio Proust no permite rebatir que el poeta encuentra en su vida el material de su mensaje. Pero, justamente, la operación constituida por este mensaje reduce los datos de su vida a su empleo de material y ello, annque el mensaje pretenda articular la experiencia que ha suministrado los datos, pues a lo sumo es en la experiencia que puede el mensaje reconocerse.
La significación del mensaje se adecua, no hay que vacilar en ir hasta allí, a todas las falsificaciones aportadas a las provisiones de la experiencia, incluyendo éstas, en ocasiones, la carne misma del escritor. Sólo importa, en efecto una verdad que reside en lo que condense el mensaje al develarla. Tan poca oposición hay entre esta Dichtung y la Warhrheit en su desnudez que el hecho de la operación poética debe más bien hacernos detener en un rasgo que olvidamos realmente de veras: es una operación que se revela en una estructura de ficción..
Lo que en comparación con la obra publicada la crítica ha producido con su recurso a lo privado del escritor ha seguido siendo hasta el día de hoy, en cuanto a lo natural de las apreciaciones, más bien evasivo. Por ese uso, al que todo protesto en nombre de una decencia cualquiera sólo responde de soslayo, ha engendrado, en cambio, una revolución de los valores literarios. Esto, al introducir, en un mercado cuyos efectos estaban reglamentados desde hacía cuatro siglos por la técnica de la imprenta, un nuevo signo del valor; lo llamaremos papeles íntimos. El manuscrito, al que lo impreso había mantenido en la función de lo inédito, reaparece como parte interesada de la obra, con una función que merece examen.
Esa es la materia ofrecida al presente libro: notas personales de Gide para sus memorias, editada con el título de Si le grain ne meurt [Si la semilla no muere]; trozos inéditos del diario, un cuaderno de lecturas llevado de los veinte a los veinticuatro años y significativamente designado por él como su «subjetivo»; la enorme correspondencia con su madre hasta la muerte de ésta, cuando él tiene veintiséis años; un paquete de cartas inéditas, cuya reunión por los allegados hace aumentar el alcance de edificio proporcionalmente al cuadrado de su masa junto a Ias cartas publicadas.
En esa masa hay que tener en cuenta el vacío dejado por la correspondencia con su prima, más tarde. su esposa, Madeleine Rondeaux. Un vacío cuya ubicación y cuya importancia al respecto diremos, más adelante, con su causa.
Confidencias recogidas por el autor y cosas vistas por él, testigo, sólo ocupan un sitio discreto, por suerte menos ausente de lo que Jean Delay nos advierte que habría querido, pero que parece más bien haber sido borrado.
Ni la obra de Gide ni el contenido de estos escritos íntimos nos dejan duda ninguna sobre el designio del homo litterarius consumado que Delay reconoce en él.
Los papeles íntimos se hallan, desde su salida y cada vez más en las artimañas que les impiden perderse, ordenados con miras al cuerpo que deben constituir, si no en la obra, digamos con respecto a la obra. Podemos preguntarnos qué dejaría subsistir un designio como ése, en punto a interés, para Sainte-Beuve, si fuese lo natural lo que tuviese en vista.
En su designio, en efecto, Gide no sólo redobla su mensaje adjuntándole los pensamientos de su retiro, sino que tampoco puede impedir que sus actos sigan su camino. Precisemos que éstos servirán, no sólo, como en todas las épocas, a la preocupación por su gloria sino, y el término es de su pluma, al cuidado. por su biografía.
Sospechar de insinceridad, a partir de allí, a toda una vida sería absurdo, ni aun arguyendo que no nos entrega nada bajo, ninguna traición, celos algunos, ninguna motivación sórdida y aun menos todavía de la tontería común. Cabe observar que todo psicoanálisis, durante todo el tiempo que se lo prosigue, afecta los actos del sujeto más de lo que éste cree, y que ello no cambia para nada los problemas propuestos por su conducta, Se siente suficientemente que cuando Gide fundamenta el préstamo de capital con el que subviene a las dificultades de un amigo estimado, con el término expreso del cuidado de su biografía, es la apuesta de su confianza lo que inscribe, en la que el amor propio tiene más salidas que la publicación de una buena acción.
Siempre el alma es permeable a un elemento de discurso. Lo que buscamos, en el lugar donde se constituye con la historia de una palabra, son efectos a los que muchas otras palabras han contribuído y en los que el diálogo con Dios intenta recuperarse. Estas observaciones no están fuera de propósito, pues incumben al soliloquio de la bella alma Gide.
Ese soliloquio se hace oír en la obra literaria; ¿Los papeles íntimos no difieren de él más que por su comunicación diferida?
Aquí es donde la obra de que tratamos nos esclarece con su acierto: no es en su contenido, sino en su destinación donde hay que buscar la diferencia de los papeles íntimos.
Es al biógrafo a quien van destinados, y no a cualquiera. Gide, leyendo las memorias de Goethe, «se instruye más -escribe a su madre- enterándose de qué modo se sonaba Goethe Ia nariz que de la manera en que comulga un portero». Y añade: «por lo demás, estas memorias son muy poco interesantes por lo que cuentan… Si no estuvieran escritas por Goethe, si Goethe se las hubiera hecho escribir, en lugar suyo, a Eckermann, apenas quedaría en ellas nada más que un interés de documento».
Digamos que, dejando a Jean Delay escribir en su lugar sobre sus papeles íntimos, Gide no ignoraba que Jean Delay sabía escribir, y también que no era Eckermann. Pero sabía asimismo que Jean Delay es un psiquiatra eminente y que, para decirlo todo, en el psicobiógrafo van a encontrar sus papeles íntimos su destinación de siempre.
Pensemos en lo que hace decir que el psicoanalista de nuestros días ha ocupado el lugar de Dios. Este reflejo de omnipotencia (al que, por lo demás, acoge por el rodeo pedante de recusarle la misma omnipotencia al principio del pensamiento de su paciente), preciso es que le venga de alguna parte.
Viene del hecho de que el hombre de nuestro tiempo necesita, para vivir con su alma, la respuesta del catecismo que le ha dado consistencia.
André Gide sabía hacer de Dios el uso que conviene y aguardaba, por tanto, otra cosa. Jean Delay no evoca aquí en vano a Montaigne y su modo de dirigirse a otro por venir, desde ese privado en que renuncia a distinguir lo que será para otro el significante. Semejante destinación hace comprender por qué la ambigüedad en que Gide desarrolla su mensaje se encuentra en sus papeles íntimos.
El milagro, para designar por su nombre a la presente coyuntura, es que, al aplicar a la letra de los papeles íntimos su oficio de consultor, Jean Delay da a esa ambigüedad su relevo, pues encuentra en el alma el efecto mismo en que el mensaje se formó. Los fondos de hierbas en el agua de Narciso son de la misma onda que el reflejo de las frondas.
Gracias a Jean Delay, la psicología tiene con la disciplina literaria un enfrentamiento único. La lección es sobrecogedora, ya que vemos ordenarse en ella, en todo su rigor, la composición del sujeto.
Digamos de qué modo lo hemos sabido. No porque desde luego se piense en seguir a Jean Delay, incluso, tanto se olvida que se lo sigue, para verlo tan bonitamente sacar una conclusión. Sabueso tras una huella de cazador, no es él quien la borrará. Detiénese, nos la apunta desde su sombra. Desprende como de sí la ausencia misma que la ha causado.
De aquella familia que para Gide fue su familia, y no una abstracción social, Delay comienza por la crónica.
Hace crecer el árbol de burguesía surgido bajo Luis XIV con un Rondeaux campesino que enriquece el negocio de géneros coloniales, ya indudablemente Arnolphe si se piensa en Monsieur de la Souche. Su hijo se alía a un Padre D’Incarville; su nieto se hace dar un de Sétry; el sobrino segundo es Rondeaux de Montbray, provisto de luces y hasta de iluminismo, pues es francmasón y sufre algunos reveses de la Revolución. Este árbol verde, en el que se han injertado con constancia ramificaciones de calidad y del que no falta el lauro de la distinción científica que se conquistaba en las investigaciones naturales, deja tras la tormenta un vástago todavía robusto.
Edouard Rondeaux será apto para rivalizar en los negocios con los Turelure, que en los nuevos tiempos darán por ideal su práctica: el «enriquecéos», gracias a lo cual realzaron, al parecer, la grandeza de Francia. No obstante, si su preeminencia política nunca se ha impuesto con títulos bien evidentes en esa hazaña, quizá se debe a que la única virtud que dio razón de su existencia -la abnegación- se ofreció acaso en demasía por entonces a la sospecha de hipocresía. Felizmente, delegaron la tradición de esa virtud, con sus privilegios, a sus mujeres, lo que explica lo cómico en que se consigna su memoria.
Esa comicidad inmanente, en el asombroso diálogo de la correspondencia de Gide con su madre, se ve preservada a lo largo del libro de lo que la pedantería psicologizante ha impulsado al drama de la relación con la figura de la madre. El rasgo se anuncia desde este capítulo con el bosquejo del aumento de la barriga en los hombres, puesta en frente del sorprendente hecho de que, en dos generaciones de alianza protestante, las mujeres hacen de esta familia un feudo de religionarios y un parque de maternaje moral. A lo cual debemos la gracia, tras reducción al estado grotesco de los penúltimos machos, de una ilustre flor de la humanidad.
La burguesía del padre traduce otra extracción, gentes de toga y universidad a los que Jean Delay concede el crédito de una ascendencia florentina. La incubación por su padre del concurso de profesor titular de Paul Gide, el padre de André, es un momento pintado de manera muy conmovedora para introducir tanto la fulgurante carrera de un enseñante original en materia de derecho como la pérdida que deja en su hijo un hombre sensible que sólo se liberó de una alianza ingrata gracias a una muerte prematura.
De la velada confesión de una máxima perdida en un cuaderno íntimo de Paul, del acento retransmitido por boca de Gide de su veneración filial -una de las raras referencias de Jean Delay a sus recuerdos-, aparece, oprimente, la imagen del padre.
Pero más adelante, una carta del tío Charles nos trazará los despeñaderos del alma sobre los que en vano se interroga a la psicología, cuando se trata de reducirlos a las presuntas normas de la comprensión. Respondiendo a una confidencia de su sobrina concerniente al conocido abandono que hace de su doncellez a la encantadora Oulad, Méryem, ese hombre culto, se encoleriza por un acto del que lo menos que se pueda decir es que el contexto de prostitución consuetudinaria y hasta ritual en que se inscribe obliga a matizar la moralización a propósito de él; con todo, el tío Charles no encuentra nada mejor para figurar su estigma que la mancha del acto, imposible de deshacer una vez cometido, del parricidio, en borrar la cual se encarniza en vano lady Macbeth .
Así es como al primer viento de la indagación se disipa hasta lo que Gide creyó que debía conservar en punto a reverencia taineana para con las incompatibilidades de herencia que se agrian en su sangre. Los mitos ceden a un método que restituye todo ser a su discurso para retribuir a todos por su habla.
Matrimonio de la psicología y la letra, querríamos hacerle eco a un titulo de Blake, caro a Gide, para designar lo que produce cuando la letra llega a la escuela de la psicología y encuentra en ésta su propia instancia en posición de regirla.
Pues, si Jean Delay encuentra de paso con qué confirmar la descripción hecha por Janet de la psicastenia, es para destacar que la que Gide hace de sus propios estados la recubre con la ventaja de hacerlo en una lengua más estricta.
Vemos cómo puede uno preguntarse si las sabias funciones con que se articula la teoría, función de lo real, tensión psicológica, no son simples metáforas del síntoma, y si un síntoma poéticamente tan fecundo no ha sido hecho a su vez como una metáfora, lo que no por ello lo reduciría a un flatus vocis, pues el sujeto hace aquí con los elementos de su persona los gustos de la operación significante.
Eso es sugerir a nuestro sentido el resorte úItimo del descubrimiento psicoanalítico. Ninguna de sus avenidas es extraña a Jean Delay; éste las ensaya una y otra vez sin poder hacer nada mejor que referirse a los trozos de teoría en que la doctrina se disgrega ahora. Nada, sin embargo, de lo que no sepa sacar partido si lleva su cargo a buen puerto, hasta el extremo de que se puede decir que, sin el psicoanálisis, este libro no sería el mismo.
No es que haya corrido ni aún por un instante el riesgo de parecerse a lo que el mundo analítico llama una obra de psicoanálisis aplicado. Ante todo, rechaza lo que esta calificación absurda traduce acerca de la confusión que reina en ese paraje. El psicoanálisis sólo se aplica, en sentido propio, como tratamiento y, por lo tanto, a un sujeto que habla y oye.
Fuera de este caso, sólo se puede tratar de método psicoanalítico, ese método que precede al desciframiento de los significantes sin consideraciones por ninguna presupuesta forma de existencia del significado.
Lo que el libro presente muestra con brillo es que toda investigación, en la medida en que observe este principio, y por la mera honestidad de su acuerdo con la manera en que se debe leer un material literario, encuentra en la ordenación de su propia exposición la estructura misma del sujeto delineado por el psicoanálisis.
Sin duda, los psicoanalistas encontrarán allí, una vez más, ocasión para apoyarse en la importancia de su doctrina. Mejor sería que se inquietaran por comprobar que ningún libro publicado a título de psicoanálisis aplicado es preferible a éste, por la pureza del método y por lo bien fundado de sus resultados.
Jean Delay parte siempre del favor que le ofrece su tema; en este caso, la vía abierta por Gide mismo, de quien se sabe que se interesó en el psicoanálisis.
Fue el medio de Jacques Riviere el que, tras la gran guerra, obtuvo para el mensaje freudiano su primera fortuna, el medio médico donde el asombroso Hesnard lo había dado a oír ya en 1910, haciéndose rogar. Gide intentó la prueba de un psicoanálisis con Madame Sokolnicka, llegada entonces a Francia a título de missa dominica de la ortodoxia vienesa. Era una pieza demasiado grande, para no haber escapado a las garras, faltándole sin duda algo de fuerza penetrante, de la simpática pionera. Resulta sorprendente que se haya preocupado tan poco por ir a los textos como por haber podido formular acerca de Freud uno de esos juicios cuyo rebate no para siquiera mientes en la estatura de alguien como él.
No menos a la luz de las explicaciones de Madame Sokolnicka, presentada de no encubierta manera en su novela Les faux monnayeurs [Los monederos falsos], esclarece en el personaje del pequeño Boris una tragedia de la infancia, retomada en el libro de Jean Delay por lo que ella es: una elaboración de su propio drama.
El pequeño Boris, reducido a los cuidados de su abuelo, no está, sin embargo, sometido a las mismas condiciones que aquel que, en el momento de morir su padre, cuando él tenía once años, nos dice haberse sentido «súbitamente envuelto por aquel amor que de allí en adelante se cerraba» sobre él en la persona de su madre.
Por el contrario, se ofrece la complacencia de lo ya oído, propia para suscitar la aquiescencia docta de los informados, que se obtiene a buen precio recordando la preponderancia de la relación de la madre en la vida afectiva de los homosexuales. Y, más allá, el Edipo convertido en nombre común y del que se habla como de un armario, tras haber sido la enfermedad a los estragos de la cual Gide opuso un sarcasmo para él menos costoso que antes.
Es seguro que Jean Delay no se contenta con una articulación tan vaga.
¿Qué fue para ese niño su madre, y esa voz por la que el amor se identificaba con los mandatos del deber? Se sabe bien que para querer sobremanera a un niño hay más de un modo, y también entre las madres de homosexuales.
Jean Delay no nos da el mapa del laberinto de las identificaciones en el que los psicoanalistas trampean en sus escritos para no perderse. Pero tiene la ventaja, sin soltar el hilo de su caso, de hallarse en él.
Lo hace desarrollando inolvidablemente los componentes del discurso de la madre; de ahí, se entrevé la composición de su persona.
Se detiene en lo que sólo en vano se puede desplazar para ver detrás. Así ocurre con la muchacha tan poco amable con los pretendientes como con las gracias y que, como las bodas tardan en llegar, llena el vacío con una pasión por su institutriz, cuyas letras deja impasiblemente Jean Delay que hablen: celos y despotismo no son relegables porque no se los haya ostentado, ni los abrazos de una alegría inocente, por ancladas que estén en rutinas de vestales. De seguro que hay que concebir, por sobre estas manifestaciones inatacables, otra profundidad para ese apego, a fin de que resista, de una rebelión para vencerlos, los prejuicios del ambiente al que se hace objeción en nombre del rango.
A lo cual responde, como en Marivaux las pillerías de las criaditas pizpiretas al pathos de las sublimes, el recuerdo del Gide niño auscultando en el espacio nocturno los modulados sollozos del desván donde Marie y Delphine, las sirvientas -esta última la desposada del día siguiente- desgarran su unión.
El psicoanalista no puede sino detenerse ante la pantalla, tanto más picante aquí, sin duda, de que Marie debía ser en lo futuro uno de los dragones vigilantes de aquello de lo que no era menester que el niño fuese pródigo.
El silencio que entonces supo el niño guardar muestra, su fuero interno aparte, un pequeño aspecto de la extensión de un reino taciturno en el que poderes más sombríos constituyen virtud.
En ese corredor de medallones en manada negativa, Jean Delay no se estaciona. Sabe a la medida de qué pasos enderezar su marcha, y qué sombra, jamás perfilada sino desde un hueco, designa a la temible paseante, por no dejar nunca que deserte ese anticipo que ella posee sobre él en la torre del departamento.
Ese vacío pobló el niño con monstruos cuya fauna no conocemos, desde que una arúspice de ojos de niño, triperat inspirada, nos ha hecho su catálogo, mirándolos en las entrañas de la madre nutricia.
Como consecuencia de lo cual, hemos alineado esos fantasmas en el cajón de la imaginación del niño, de negros instintos, sin habernos aún elevado hasta la observación de que la madre -también ella, de niña- tuvo los mismos, y que reducir el problema a preguntarse por qué camino pasan los fantasmas para ir de la madre al niño nos pondría quizá en el camino mismo del que toman sus incidencias efectivas.
Una pesadilla que forma parte de ese cortejo perseguirá hasta el fin al sueño de Gide, a no ser que la fisura que lo fija a partir de cierta fecha le parezca «divertida». Pero siempre lo dejará desolado la aparición en la escena de una forma de mujer que, caído su velo, no deja ver más que un agujero negro, o bien se sustrae a su abrazo como un flujo de arena.
A lo cual responde en él otro abismo, el que se abre en su goce primario: la destrucción de un juguete querido, los brazos de pronto rotos en el estrépito de lo que llevan, brazos de una sirvienta cosquilleada, y la extraña metamorfósis de Gribouille, siguiendo la deriva del río, en ramita verde, lo conducen al orgasmo.
Sacudidas, deslizamientos, formas gesticulantes, y cuando los actores en número suficiente del teatro antiguo lleguen por el lado del patio a poblar la escena con sus máscaras, la muerte ya habrá entrado por el lado del jardín. Para señalar su sitio, ni siquiera es ya necesario que esté vacío. Basta que esté numerado. O por mejor decir, ¿no es la muerte misma el número de los sitios? De modo, pues, que está allí acaso porque está tan dispuesta a trocarse.
Por tres veces oyó el niño su voz pura. No es la angustia quien lo acoge, sino un temblor desde el fondo del ser un mar que lo sumerge todo, ese Schaudern en cuya significancia alófona confía Jean Delay para confirmar su significación de alogeneidad, como nos enseña la semiología, especialmente acerca de la relación con la «segunda realidad», y también del sentimiento de ser excluido de la relación con el semejante, por donde ese estado se distingue de la tentación ansiosa .
Fineza clínica, donde se hincha nuestra nostalgia con los machaqueos que timpanizan nuestra vida de psiquiatra, cuando aún todo está por ser articulado.
No diremos aquí por qué son necesarios los cuatro vértices de la relación del yo con el otro, y además con el Otro, en la que el sujeto se constituye como significado.
Tan sólo remitimos al lector a los capítulos que sencillamente las sitúan, gracias al mero proceso, ejemplar a nuestros ojos, del presente estudio.
Ese proceso se abre cuando se redoblan en las creaciones del escritor las más precoces construcciones, que fueron en el niño las más necesarias, por tener que volvérsele estos cuatro lugares más inseguros de la carencia que ahí yacía.
Así es como la constitución de la persona, título del capítulo en que culmina el cuarto libro, remite al análisis de El viaje de Urien, obra interpretada por Jean Delay, sin prestarse a más impugnación que la que se desprende del descifre de un rébus [jeroglífico], como el viaje de la Nada, que es la clave del tercer libro.
De igual modo, la creación del doble, que cierra el segundo libro y es el eje de las dos partes de la obra, remite, en el primer libro, al niño dividido.
Esa Spaltung o escisión del yo, en la que se detuvo la pluma de Freud in articulo mortis, parécenos que es aquí, por cierto, el fenómeno específico. Ocasión de asombrarse, además, de que el sentido común de los psicoanalistas lo proscribe de toda reflexión meditada, para abstraerse en una noción como la de la debilidad del yo, cuya pertinencia se mide para el sujeto Gide, una vez más, por la aserción que él puede producir sin que su conducta la desmienta. «No me ha ocurrido a menudo tener que renunciar: un plazo es todo cuanto obtiene de mí el revés.» .
¿Es necesario, para despertar su atención, mostrarles el manejo de una máscara que sólo desdoblándose desenmascara a la figura que representa y que no la representa sino volviéndola a enmascarar? Explicarles, a partir de ahí, que la compone cuando él está cerrado, y que cuando está abierto la desdobla .
Cuando Gide declara, ante Robert de Bonniéres: «Todos debemos representar», y cuando en su irónica Paludes se interroga sobre el ser y el parecer, aquellos que, por tener una máscara de alquiler se persuaden de que dentro tienen un rostro, piensan: »¡Literatura!», sin sospechar que en ello se expresa un problema tan persona!, que es, simplemente, el problema de la persona.
El ideal del yo, de Freud, se pintó en esa máscara compleja y se forma, con la represión de un deseo del sujeto, por la adopción inconsciente de la imagen misma del Otro, que tiene de este deseo el goce con el derecho y los medios.
El niño Gide, entre la muerte y el erotismo masturbatorio, del amor no tiene más que la palabra que protege y la que prohibe; la muerte se ha llevado, con su padre, la que humaniza el deseo. Por eso el deseo está confinado, para él, a la clandestinidad.
Una tarde, de la que nos ha hablado, fue para él la cita con su destino, la iluminación de su noche y su compromiso con los anhelos. Anhelos en nombre de los cuales debía hacer de su prima Madeleine Rondeaux su esposa, y que le abrieron lo que él sostuvo hasta el fin haber sido el amor único.
¿Cómo concebir lo que se produjo en ese instante que «decidió su vida» y que él no puede, al escribir la porte étroite [La puerta estrecha], «rememorar sin angustia»? ¿Qué es aquella «ebriedad de amor, de piedad, de una indistinta mezcla de entusiasmo, abnegación y virtud», en la que llama a Dios para «ofrecerse, no concibiendo ya otro fin para su vida que el de proteger a ese niño contra el miedo, contra el mal, contra la vida»?
De hacerse, como lo pretende Jean Delay, del acontecimiento una formación mítica de la memoria, no sería sino más significativo. Porque en su situación de muchacho de trece años, presa de las más «rojas tormentas» de la infancia, y en presencia de una muchacha de quince, esa vocación de protegerla signa la intromisión del adulto. Este adulto es tanto más ciertamente identificable con la persona misma de la que él la protege cuanto que su presencia en ese momento en el piso que el joven André ha atravesado de un impulso, es la que le ha llamado en la casa con todo el atractivo de lo clandestino; si es que no fue ella el objeto de su visita. Es, digamos, su amable tía a punto de disipar allí los ardores de Fedra, quienquiera que hubiere sido quien se aplicó, según las dos versiones dadas por Gide, a secundarle en ello.
Con todo, esa persona, si hemos de creer a La porte étroite -que aporta en todo caso la verdad de la ficción-, ha desempeñado, precisamente, respecto al muchacho el papel de seductora, y no se puede dejar de destacar que sus maniobras se parecen singularmente a las atormentadoras delicias cuya confesión, juzgada escandalosa y proporcionada por Gide en Et nunc manet in te, así se hayan o no situado durante su viaje de bodas, corresponde, por cierto, a la circunstancia de que él apenas disimulaba sus más febriles fascinaciones.
Parece, pues, que aquí el sujeto como deseante se halla trocado en mujer. La Putifar se oculta bajo la Pasifae en la que él dirá que se voIverá, bramando por abrirse a la penetración de la naturaleza, lo mismo que el modelo de su tía se adivina allí donde lo indica Jean Delay, bajo el mimodrama de su histeria infantil.
Por este sesgo en lo imaginario se convierte en el niño deseado, es decir en aquello que le faltó, en la relación insondable que une al niño a los pensamientos que han rodeado su concepción y así recobra un poco de esa gracia, cuya ausencia absoluta en su fotografía infantil provocó en François Mauriac una especie de horror teologal.
Pero este trueque no viene sino como residuo de una sustracción simbólica, llevada a cabo en el lugar en que el niño, confrontado con su madre, no podía sino reproducir la abnegación de su goce y la envoltura de su amor. El deseo no ha dejado aquí más que su incidencia negativa, para dar forma al ideal del ángel al que un impuro contacto no podría ni rozar.
Que sea efectivamente amor ese amor «embalsamado contra el tiempo» del que Gide dirá: «Nadie puede sospechar lo que es el amor de un uranista…», ¿por qué cerrarse a su testimonio? ¿Por qué no se conforma a la comprensión del «doctor corazón», a la que, preciso es decirlo, se han conformado los psicoanalistas con la químera genital-oblativa?
Ahora bien -y Jean Delay lo subraya muy bien- nada hay allí que no se sostenga en una tradición muy antigua y que no vuelva legítima la evocación de los nudos místicos del amor cortés. El propio Gide no temió comparar su unión, por muy burguesamente sellada que estuviese, con la unión mística de Dante con Beatriz. Y si los psicoanalistas fueran capaces de escuchar lo que su maestro dijo del instinto de muerte, podrían reconocer que un cumplimiento de la vida puede confundirse con el anhelo de ponerle un término.
De hecho el sentimiento de Gide por su prima ha sido el colmo del amor, si amar es dar lo que no se tiene y si él le ha dada la inmortalidad.
Este amor que se encarna en una meditación maniquea, debía nacer en el punto en que la muerte había ya duplicado el objeto faltante. Reconocemos su paso en esa supuesta hermana que Gide se da en los Cahiers d’André Walter para hacer de su heroína aquella que sustituye sutilmente a la difunta por su imagen . El hace morir a esta hermana imaginaria en 1885, es decir, a hacerla nacer con él en la misma edad en que Madeleine cuando su amor se apodera de ella. Y a pesar de Jean Schlumberger, no hay por qué hacer caso omiso de lo que Gide, en sus últimos combates por llevar a Madeleine al matrimonio, escribe de ella a Valéry: «Es Morella». Mujer del más allá, renegada en su hija, que muere cuando Poe la llama por su nombre que sería preciso callar… El criptograma de la posición del objeto amado en relación con el deseo está allí en su duplicación de nuevo aplicada sobre sí misma. La segunda madre, la del deseo, es mortífera y eso explica la desenvoltura con la que la forma ingrata de la primera, la del amor, viene a sustituirse a ella, para sobreimponerse sin que se rompa el encanto, a la de la mujer ideal.
Queda por saber por qué el deseo y su violencia, que por ser la del intruso tenía su eco en el joven sujeto (Jean Delay lo subraya muy acertadamente), no han roto ese encanto mortífero, después de haberle dado forma.
Aquí creemos que Jean Delay sigue una pista acertada cuando ve en Madeleine la última razón para que este amor debiera quedar no realizado, salvo que, al apegarse en cierto modo a la pared de vidrio que separaba a estos dos seres animados por éI para nosotros, quizá se engaña con su delgadez para creer en su fragilidad.
El libro no deja duda alguna respecto a que Madeleine haya querido el casamiento blanco. Pero lo ha querido sobre fundamentos inconscientes, que resultaron los más convenientes para dejar a André en el atolladero.
La cosa se puso de manifiesto, como ocurre con lo más difícil de llegar a ver, bajo una forma que resulta la más patente una vez designada. La abolición en la hija de todo miramiento hacia su madre, una vez que ésta hubo abandonado la familia, es el índice garante de que el deseo saludable, en el que la desdichada criatura había visto imprimirse una figura varonil, no volvería a entrar desde fuera.
De tal manera que no es preciso ser gran letrado para leerlo bajo la pluma de Madeleine: durante mucho tiempo, tras el drama y mucho más allá de la frontera del matrimonio, quedó ella fijada al amor por su padre. Basta que advierta las inclinaciones de su ánimo para que en la tercera línea evoque su figura y esto hay que entenderlo en sentido propio: a saber, del más allá.
¿Que habría sucedido si Madeleine hubiera ofrecido a André una figura de Mathilde su madre -a la que se parecía- reanimada por el color del sexo?
Por lo que a nosotros respecta, creemos que para abrazar a esta Ariadna hubiera necesitado matar a un Minotauro que habría surgido entre sus brazos.
Sin duda Gide soñó con ser Teseo. Pero aun cuando la suerte de Ariadna domada hubiera sido más breve, la vicicitud de Teseo no hubiera cambiado por ello.
No es solamente por girar a la derecha más bien que a la izquierda por lo que el deseo humano ocasiona dificultades aI ser humano.
El privilegio de un deseo que asedia al sujeto no puede caer en desuso a menos que se haya vuelto cien veces a tomar ése giro del laberinto en que el fuego de un encuentro ha impreso su blasón.
Sin duda el sello de ese encuentro no es solamente una impronta, sino un hieroglifo y puede ser transferido de un texto a otros.
Pero todas las metáforas no agotarán su sentido que es no tenerlo, que es ser la marca de ese hierro que la muerta lleva en la carne cuando el verbo la ha desintricado del amor.
Esa marca, que acaso no difiera de lo que el apóstol llama el aguijón de la carne, ha causado siempre horror a la sabiduría, que ha hecho todo por desdeñarla.
Observemos que la sabiduría ha sido castigada por ello con ese aire de esclava que guarda a través de los tiempos y que debe sin duda al azoro de arrastrar consigo ese hierro bajo su veste fingiendo que no es nada.
Y se podría, si se reflexionara en ello, retomar el tema del Amo bajo una nueva luz, precisando que no es tanto su goce lo que le ocupa, como su deseo al que no descuida.
Con el descenso de los tiempos parece notable que sea alrededor de una puesta en tela de juicio del deseo par la sabiduría como renazca un drama en que el verbo está interesado
Es por esto por lo que Gide tiene su importancia. Por menguada que sea, después de todo, su singularidad, él se interesa en ella y el mundo que agita para ella se ha interesado, porque de eso depende una oportunidad aún, que podría decirse que es la de la aristocracia. Es incluso la única y última oportunidad que ésta conserva de no ser arrojada a Ias malas hierbas.
Digamos que las malas hierbas han apelado a lo que ya proporcionaron a la cultura y que el psicoanálisis, hecho para llevar ante el tribunal la más formidable deposición en este debate, es esperado en aquél para cuando se disipe la bruma en que la ha hecho hundirse el peso de su responsabilidad.
En este terreno Jean Delay ha sabido percibir en la construcción de André Gide la pieza esencial, aquélla mediante la cual la fabricación de la máscara abierta a un desdoblamiento cuya repercusión hasta el infinito agota la imagen de André Walter (en el primero de los dos volúmenes) encuentra la dimensión de la persona en la que se convierte André Gide, para hacernos entender que en ninguna otra parte si no es en esta máscara se ofrece a nosotros el secreto del deseo y con él el secreto de toda nobleza.
Esta pieza es el mensaje de Goethe, cuya fecha de inmixtión con la articulación que constituye, nos precisa Jean Delay en cosa de días .
Para reconocer el efecto decisivo de este mensaje en tal fecha no teníamos, antes de Jean Delay, más que la madre de André Gide -por lo que se demuestra que la pasión de una mujer sin dones puede obtener la verdad que el método reconstruye cuando se une a la finura, sin que el buen sentido, representado en esta ocasión por Charles Gide, haya pescado una jota.
Jean Delay no nos hace sentir menos el peso de la pieza faltante, la que representa la pérdida de la casi totalidad de las cartas de Gide en una correspondencia que abarcó el espacio de su vida de hombre hasta 1918.
Debemos a su destrucción por su mujer en esa fecha la proyección por Gide sobre su amor de un testimonio que causó escándalo para unos y que sigue siendo un problema para todos: allí es donde el análisis de Jean Delay aporta su luz tomando su gravedad de allí y que sella en definitiva con una confirmación objetiva .
Este testimonio al que Gide dio el título de Et nunc manet in te fue escrito tras la muerte de su mujer. El título, si se le restituye la cita, precisa, si fuera necesario, el sentido del texto. Evoca el castigo, que más allá de la tumba pesa sobre Orfeo, debido al resentimiento de Eurídice por el hecho de que, habiéndose vuelto para verla durante su ascenso de los infiernos, Orfeo la condenó a retornar a ellos.
No es, pues, el objeto amado lo que este título invoca para permanecer en el interior de aquel que bajo su signo se confiesa, sino mas bien una pena eterna:
Poenaque respectus et nunc manet, Orpheus, in te.
¿Llevaríamos adelante las cosas hasta el sentido extraordinariamente irónico que adquiriría esta elección, al indicar que el poema del Mosquito del que ha sido extraído, atribuido a Virgilio, gira en torno a la muerte que este insecto recibe de la mano del pastor al que, despertándole por su picadura, aseguró su salvación y que las nuevas de los infiernos que el mosquito trae en sueños al pastor le valdrán el cenotafio que llevará su memoria a la posteridad?
En verdad no se piensa al leer esas líneas en interrogarse sobre los límites del buen gusto. Son simplemente atroces por la conjunción de un duelo que insiste en renovar sus votos: la he amado y la amaré para siempre, y de la miseria de una mirada abiertos los ojos sobre lo que fue la suerte del otro y a quien no le queda más para contenerse que el estrago de una inhumana privación, surgido de la memoria con el espectro ofendido de su más tierna necesidad.
No nos encargaremos de aplicar aquí lo que profesamos sobre el deseo, precisamente en tanto que en cada uno hace recular esta necesidad. Porque no hay allí verdad que sirva a hacer justicia.
Nada del deseo, que es carencia, puede ser pesado ni puesto en los platillos, a no ser los de la lógica.
Quisiéramos que este libro conservase, para los hombres cuyo, destino en la vida es hacer pasar el surco de una carencia, es decir, para todos los hombres y para aquellos también para quienes es esto una desolación, es decir para muchos entre ellos, su incisividad de navaja.
Y es decir bastante afirmar que no somos de aquellos para quienes la figura de Madeleine, por marchita que aquí aparezca, saldría de allí, como se pretende, disminuida.
Cualquiera que sea la sombra que la rampa trágica proyecte sobre un rostro, no lo desfigura. La que Gide aquí proyecta, surge del mismo punto en que el trabajo de Jean Delay ;sitúa sus luces y de donde nosotros mismos dirigimos el esclarecimiento psicoanalítico.
Un sentimiento diferente prueba que, de inspirarse en lo respetable, puede tener un efecto menos respetuoso.
Jean Schlumberger reprocha a André Gide haber oscurecido la figura de su mujer con la negrura de las tinieblas en las que iba a su encuentro. ¿Piensa esclarecer esas tinieblas de sus recuerdos en tintes claros?
Es dificil no imputar a lo enojoso de una pretensión reparadora, cuando se esfuerza vanamente, para convencerla de rebajar sus pretensiones, contra una voz difunta.
El desafío con que se anima para proporcionarnos un defensor de las virtudes patricias (sic) se sustenta mal al proseguir en la senda de un bienestar burgués, como se debilita el testimonio de una desatención confesada a lo que se jugaba en realidad tras el arte de las apariencias.
En verdad el honor otorgado a estas virtudes nos haría más bien observar que el torneo cortés no gana nada adornándose de Courteline y que la observación de «que Gide tuvo después de todo una felicidad a la medida», pretendiendo pacificar en este contexto, puede aparecer desplazada.
En suma este testimonio restringiría por sí mismo su alcance a las susceptibilidades de un ímpetu distinguido, si no tendiera a convencernos de que Madeleine era una oca y que las ideas de su mundo a fines del siglo XIX igualaban la homosexualidad al canibalismo, a la bestialidad de los mitos y a los sacrificios humanos lo que supone una ignorancia de los clásicos a la que Madeleine escapaba en todo caso.
Y sin embargo este esfuerzo no ha sido en vano a la hora de proporcionarnos testimonios más probatorios. De ellos resulta que Madeleine, fina, cultivada, dotada- ¡pero cuán secreta!- supo no ver lo que quería ignorar, que su irradiación fuera de un círculo íntimo podía atemperarse lo bastante para no retener especialmente a una personalidad más eficiente para comunicarse; que el cristal de su juicio, que exaltó Gide, podía dejar aparecer el ángulo opaco de su refracción bajo el aspecto de cierta dureza .
Ofrecer, no obstante, la ocasión de estimar al precio de rasgos de close, la clase de una personalidad, merece quizá la imagen, de la que el verdor primero de un Bernard Frank no se hubiera perdido, del tropiezo del león.
¿Por qué no ver que la que estuvo indudablemente absorta en el misterio del destino que la unió a André Gide, se sustraería con igual tino a toda aproximación mundana, que se sustrajo -¡Y con qué firmeza gélida!- a un mensajero tan seguro de ser portador de la palabra del cielo para inmiscuirse en su alcoba?
Hasta dónde ella llegó a ser lo que Gide la hizo ser, permanecerá impenetrable, pero el único acto en que nos mostró separarse enteramente de ello es el de una mujer, una verdadera mujer en su integridad de mujer.
Este acto fue el de quemar las cartas -que son lo que tuvo «de más precioso». Que no nos dé otra razón sino que «tuvo que hacer algo», le añade el signo del desencadenamiento que provoca la única traición intolerable.
El amor, el primero al que accede fuera de ella este hombre cuyo rostro le ha traicionado cien veces la fugaz convulsión, ella lo reconoce en lo que lee sobre su cara: menos nobleza, dice sencillamente .
Desde ese momento, el gemido de Gide, cual el de una hembra de primate golpeada en el vientre y donde brama el despojo de ese doble de sí mismo que eran sus cartas, por lo cual las llama su hijo, no puede aparecérsenos sino colmando la hiancia que el acto de la mujer quiso abrir en su ser, excavándola lentamente una tras otra con las cartas, arrojadas al fuego de su alma llameante.
André Gide, revolviendo en su corazón la intención redentora que atribuye a esa mirada que nos pintó ignorando su jadeo, a esa pasajera que atraviesa su muerte sin cruzarla, se engaña. ¡Pobre Jasón partido a la conquista del vellocino de oro de la dicha y que no reconoce a Medea!
Pero la cuestión que queremos plantear aquí está en otra parte. Y pasará por la risa, diversamente modulada por las leyes de la cortesía, que acoge la nueva propagada inocentemente por Gide de su drama, porque esta risa da la respuesta a la pérdida que proclama ser la del legado más precioso destinado por él a la posteridad.
Esta risa redujo al propio Gide a sonreír por haber escrito: «Quizás no hubo jamás correspondencia más hermosa». Pero que la haya llorado como tal, que nos haya dado testimonio de este golpe asestado a su ser por este duelo, en términos que no ha vuelto a encontrar más que para la muerte de Madeleine, después que los años le devolvieron extrañamente su confianza y su proximidad, ¿no merece esto que se lo pondere? ¿Y cómo ponderarlo?
Esa risa, hay que reconocerlo, no tiene el sentido de la indiferencia con la que el autor del libro que acabamos de incluir en el expediente, nos dice haber acogido la queja de Gide en el fondo de un garito del Vieux-Colombier. Y sería vano atribuirla a la obscenidad propia de las turbas confraternales.
En esta risa, más bien escuchamos resonar el sentido humano que despierta la gran comedia y no acallaremos el eco que recibe del embrollo inimitable en el que Moliére nos figura la exaltación del cofrecillo de Harpagón por el equívoco que le ha hecho sustituirlo por su propia hija cuando es un enamorado el que le habla de ello.
Es decir: no apuntamos aquí a la pérdida sufrida por la humanidad – o las humanidades- con la correspondencia de Gide, sino a ese cambio fatídico por el que la carta [la letra] viene a tomar el lugar de donde se ha retirado el deseo.
En la última página del libro en la que, después de Et nunc manet in te, se recogen las páginas que completan el Journal sobre las relaciones de Gide con Madeleine, leemos, culminando Iíneas que rondan nuestra cabeza, esta frase: «que no ofrece, en el lugar ardiente del corazón, más que un agujero». Parece clavarnos el lamento del amante sobre el lugar dejado desierto en el corazón viviente del ser amado.
Pero leímos mal: se trata del vacío dejado por el lector, por la supresión de las páginas aquí restituidas, en el texto del Journal. Pero es leyendo mal que hemos leído bien, a pesar de todo.
He aquí, pues, donde se quiebra esa ironía de Gide que sería casi única si no hubiera habido la de Heine, para evocar ese toque mortal del que estaba afectado para él el amor, ese «No, nosotros no seremos verdaderos amantes, . amada mía», que Jean Delay encuentra sobre su cuaderno anotado el 3 de enero de 1891, para seguir su camino y sus secuencias en los papeles y en las obras .
He ahi dónde se extingue el valor de aquel que, para hacer reconocer su deseo, se arriesgó a la irrisión y hasta el infortunio, en que lo abandona también la intuición que hace de su Coridón «algo más que un opusculito», sino una asombrosa síntesis de la teoría de la libido.
He aquí en qué acaba el humor de un hombre a quien la riqueza aseguraba la independencia, pero a quien el hecho de haber planteado la cuestión de su particularidad, colocó en la postura del Amo más allá de la burguesía.
Esas cartas en las que había puesto su alma … no tenían copia. Y su naturaleza de fetiche aparecido provoca la risa que acoge la subjetividad tomada desprevenida.
Todo acaba en comedia, pero ¿quien hará acabar la risa?
¿Será el Gide que se contenta en sus últimos días con recorrer con sus manos las historias de almanaque, los recuerdos de infancia y las proezas de la buena fortuna entremezcladas, que toman de su Ainsi soit-il [Así sea] una extraña fosforescencia?
«Signora Velcha, ¿acabó tan pronto?», ¿de dónde venía a los labios de chiquillas como todo el mundo, sus primas, el encantamiento para ellas irrevocable para arriesgarse en ello, que le descubrieron una vez en esa acta de techo inaccesible en que se escondía su danza? Del mismo trío de magos fatídico que debía representarse en su destino.
Y esa mano que la transcribe, ¿es todavía la suya, cuando le llega a suceder que pueda creer que está ya muerto? Inmóvil, ¿es la mano del adolescente apresado en los hielos del polo del viaje de Urien y que tiende estas palabras que pueden leerse: Hic desperatus? Bulliciosa, ¿imita en el tecleo al piano de la agonía que le hizo a Gide otorgar a la muerte de su madre la música de un esfuerzo decepcionado hacia la belleza? Haec desperata?
El movimiento de esa mano no está en ella misma, sino en estas líneas, las mías, que aquí continúan las que Gide trazó, las de usted que serán las de ese Nietzsche que nos ha anunciado Jean Delay.
Este movimiento no se detendrá sino en la cita que usted conoce ya, puesto que va a su encuentro, en la cuestión que ofrece el verbo más allá de la comedia cuando ella misma se vuelve farsa: ¿cómo saber quién de entre los titiriteros tiene el verdadero Polichinela?