La pulsión, tal como es construída por Freud, a partir de la experiencia del inconsciente prohibe al pensamiento psicologizante ese recurso al instinto en el que enmascara su ignorancia por la suposición de una moral en la naturaleza.
La pulsión, nunca se lo recordará bastante a la obstinación del psicólogo que, en su conjunto y per se, está al servicio de la explotación tecnocrática, la pulsión freudiana no tiene nada que ver con el instinto (ninguna de las expresiones de Freud permite la confusión).
La libido no es el instinto sexual. Su reducción, en el límite, al deseo masculino, indicada por Freud, bastaría para advertirnos de ello.
La libido en Freud es una energía susceptible de una cuantimetría tanto más holgada de introducir en teoría cuanto que es inútil, puesto que sólo son reconocidos en ella ciertos quanta de constancia.
Su color sexual, tan formalmente mantenido por Freud como inscrito en lo más íntimo de su naturaleza, es color-de-vacío: suspendido en la luz de una hiancia.
Esta hiancia es la que el deseo encuentra en los límites que le impone el principio llamado irónicamente de placer, por ser remitido a una realidad que, por su parte, bien puede decirse, no es aquí sino campo de Ia praxis. Es precisamente de ese campo del que el freudismo corta un deseo cuyo principio se encuentra esencialmente en imposibilidades.
Tal es el relieve que el moralista hubiera podido observar en él, si nuestro tiempo no estuviese tan prodigiosamente atormentado de exigencias idílicas.
Esto es lo que quiere decir la referencia constante en Freud a los Wunschgedanken (wishful thinking) y a la omnipotencia del pensamiento: no es la megalomanía lo que se denuncia, es la conciliación de los contrarios.
Esto podría querer decir que Venus esta proscrita de nuestro mundo: decadencia teológica.
Pero Freud nos revela que es gracias al Nombre-del-Padre como el hombre no permanece atado al servicio sexual de la madre, que la agresión contra el Padre está en el principio de la Ley y que la Ley está al servicio del deseo que ella instituye por la prohibición del incesto.
Pues el inconsciente muestra que el deseo está aferrado al interdicto, que la crisis del Edipo es determinante para la maduración sexual misma.
El psicólogo desvió de inmediato este descubrimiento a contrasentido para sacar de él una moral de la gratificación materna, una psicoterapia que infantiliza al adulto, sin que el niño sea por ello mejor reconocido. Demasiado a menudo el psicoanalista toma ese remolque. ¿Qué se elude aquí?
Si el temor de la castración está en el principio de la normalización sexual, no olvidemos que, al tocar sin duda la transgresión que ella prohibe en el Edipo, afecta igualmente a la obediencia, deteniéndola en la cuesta homosexual.
Es pues más bien el asumir la castración lo que crea la carencia con que se instituye el deseo. El deseo es deseo de deseo, deseo del Otro, hemos dicho, o sea sometido a la Ley.
(Es el hecho de que la mujer tenga que pasar por la misma dialéctica -cuando nada parece obligarla a ello: necesita perder lo que no tiene- lo que nos pone sobre aviso: permitiéndonos articular que es el falo por defecto el que hace el montante de la deuda simbólica: cuenta deudora cuando se lo tiene -cuando no se lo tiene, crédito impugnado.)
La castración es el resorte enteramente nuevo que Freud introdujo en el deseo, dando a la carencia del deseo el sentido que había permanecido enigmático en la dialéctica de Sócrates, aunque conservado en la relación del Banquete.
Entonces la agalma del erwn se muestra como el principio por el que el deseo cambia la naturaleza del amante. En su búsqueda, Alcibíades enseña el cobre del embuste del amor, y de su bajeza (amar es querer ser amado) en la que estaba dispuesto a consentir.
No nos ha sido permitido, en el contexto del debate, llevar las cosas hasta demostrar que el concepto de la pulsión la representa como un montaje.
Las pulsiones son nuestros mitos, ha dicho Freud. No hay que entenderlo como una remisión a lo irreal. Es lo real lo que mitifican, según lo que es ordinario en los mitos: aquí el que hace el deseo reproduciendo en ello la relación del sujeto con el objeto perdido.
Los objetos que pueden someterse a provechos y pérdidas no faltan para ocupar su lugar. Pero sólo en número limitado pueden llenar un papel que simbolizaría perfectamente la automutilación del lagarto, su cola soltada en la desesperación. Malaventura del deseo en los setos del goce, que acecha un dios maligno.
Este drama no es el accidente que se cree. Es de esencia: pues el deseo viene del Otro, y el goce está del lado de la Cosa.
Lo que el sujeto recibe por ello de descuartizamiento pluralizante, a eso es a lo que se aplica la segunda tópica de Freud. Ocasión de más para no ver lo que debería saltar allí a los ojos: que las identificaciones se determinan allí por el deseo sin satisfacer la pulsión.
Esto por la razón de que la pulsión divide al sujeto y al deseo, deseo que no se sostiene sino por la relación que desconoce de esta división con un objeto que la causa. Tal es la estructura del fantasma.
¿Cuiál puede ser entonces el deseo del analista? ¿Cuál puede ser la cura a la que se consagra? ¿Va a caer en el sermoneo que hace el descrédito del sacerdote cuyos buenos sentimientos han sustituido a su fe, y asumir como él una «dirección» abusiva?
Sólo podremos aquí observar que, con la salvedad de ese libertino que era el gran cómico del siglo del genio, no se ha atentado en él, como tampoco en el siglo de las luces, contra el privilegio del médico, no menos religioso sin embargo que otros.
¿Puede el analista cobijarse en esta antigua investidura, cuando, laicizada, se dirige hacia una socialización que no podrá evitar ni el eugenismo, ni la segregación política de la anomalía?
¿Tomará el psicoanálisis el relevo, no de una escatología, sino de los derechos de un fin primero?
Entonces, ¿cuál es el fin del análisis más allá de la terapéutica? Imposible no distinguirlo de ella cuando se trata de hacer un analista.
Pues, lo hemos dicho sin entrar en el resorte de la transferencia, es el deseo del analista el que en último termino opera en el psicoanálisis.
El estilo de un congreso filosófico inclina, al parecer, a cada uno más bien a hacer valer su propia impermeabilidad.
No somos para eso mas ineptos que cualquier otro, pero en el campo de la formación psicoanalítica, ese procedimiento de desplazamiento hace la cacofonía de la enseñanza.
Digamos que en esto ligo la técnica al fin primero.
Hemos lamentado al concluir que, en conjunto, haya quedado apartada la pregunta que es la de Enrico Castelli, profunda.
El nihilismo aquí (y el reproche de nihilismo) han tenido mucho estómago para ahorrarnos afrontar lo demoníaco, o la angustia, como se prefiera.