Maurice Merleau-Ponty y la comprensión. Conservación, entropía, información. Principio de placer y principio de realidad. El aprendizaje de Gribouille. Reminiscencia y repetición.
Vamos a interrogarnos sobre la conferencia extraordinaria de anoche. ¿La tienen presente? Fue notable la escasa discrepancia mostrada en la discusión, quedé muy satisfecho con ella. Pero, ¿localizan ustedes el núcleo del problema, y la distancia en que irreductiblemente se mantiene Merleau-Ponty respecto de la experiencia analítica?
Hay un término al cual habría podido referirse la discusión si hubiésemos tenido más tiempo a nuestra disposición, a saber, el guestaltismo. No sé si lo habrán observado al pasar, pero en determinado momento del discurso de Maurice Merleau-Ponty el guestaltismo surgió como algo que para él es realmente la medida, el patrón del encuentro con el otro y la realidad. Y, efectivamente, lo que hallamos en el fondo de su enseñanza es la comprensión. A pesar de la distancia que procura tomar con respecto a lo que él llama la posición liberal tradicional, pues bien, como se le hizo notar acertadamente, no se separa mucho de ella. Porque a fin de cuentas, su único paso hacia adelante radica en comprobar que hay cosas que son difíciles de comprender, duras de tragar.
No es casual que haya tomado su término de referencia de la experiencia política contemporánea. Ustedes saben que la ruptura del diálogo con el comunismo le preocupa muchísimo. Para él se trata de una crisis histórica que atraviesa de un extremo al otro la experiencia humana. Merleau-Ponty confirma a la vez, que no nos comprendemos, y reafirma que es preciso comprender. Como enunciaba el título de uno de sus recientes artículos, publicado en un semanario: Hay que comprender al comunismo.
Título muy paradójico, puesto que comprueba precisamente que, desde su punto de vista, no puede comprender.
Anoche fue igual. Es lamentable que Merleau-Ponty no haya examinado con más detenimiento, seguramente por no estar lo bastante familiarizado con este dominio, si la comprensión tiene cabida en el campo del análisis. En otras palabras, ¿puede el campo del análisis llegar a lo homogéneo? ¿Todo puede ser en él comprendido? Es la pregunta que formulabaJean Hyppolite: el freudismo ¿es un humanismo, sí o no? La posición de Merleau-Ponty es, por su parte, esencialmente humanista. Y vemos a dónde lo lleva.
En efecto, él se aferra a las nociones de totalidad, de funcionamiento unitario, supone siempre una unidad dada que sería accesible a una captación en definitiva instantánea, teórica, contemplativa, a la que la experiencia de la buena forma, tan ambigüa en el guestaltismo, da una apariencia de apoyo. No es que esta noción no responda a hechos mensurables, a cierta riqueza experimental. Pero la ambigüedad estriba en una teorización donde la física se confunde con la fenomenología, donde la gota de agua, en la medida en que cobra forma esférica, se halla en el mismo plano que aquello que hace que invariablemente tendamos a llevar hacia lo circular la forma aproximativa que vemos.
Hay allí una correspondencia que seguramente hace imagen, pero que elide el problema esencial. Algo sin duda tiende a producir en el fondo de la retina esa buena forma, algo en el mundo físico tiende a realizar ciertas formas análogas, pero poner en relación estos dos hechos no es la manera de resolver la experiencia en toda su riqueza. Si se lo hace, en todo caso, ya no es posible mantener, como querría Merleau-Ponty, la primacía de la conciencia. La conciencia misma, al fin y al cabo, se vuelve mecanismo. Y juega, sin que él se dé cuenta, la función que aquí promuevo como primer tiempo de la dialéctica del yo. Sólo que para Merleau-Ponty todo está ahí, en la conciencia. Una conciencia contemplativa constituye el mundo por una serie de síntesis, de intercambios, y lo sitúa a cada instante en una totalidad renovada, más envolvente, pero que siempre tiene su origen en el sujeto. (Al Sr. Hyppolite) ¿No está usted de acuerdo ?
HYPPOLITE:-Estoy escuchando el movimiento que usted desarrolla a partir de la Gestalt. A fin de cuentas, se trata de una fenomenología de lo imaginario, en el sentido en que empleamos este término.
O. MANNONI:-Puedo sin embargo, sobrepasar el plano de lo imaginario. Yo veo el germen del pensamiento guestaltista en el pensamiento de Darwin. Cuando éste reemplaza la variación por la mutación, descubre una naturaleza que produce buenas formas. Pero la existencia de formas que no son simplemente mecánicas plantea entonces un problema. Me parece que la Gestalt es una tentativa de resolverlo.
Por supuesto. Lo que usted dice es un paso más, que yo no doy porque no quiero ir más allá del plano en que permanece Merleau Ponty. Pero, de hecho, si le siguiéramos, si tomáramos la palabra forma en su acepción más amplia, volveríamos a un vitalismo, a los misterios de la fuerza creadora.
La idea de una evolución vital, la noción de que la naturaleza produce formas siempre superiores, organismos cada vez más elaborados, más integrados, mejor construidos, la creencia en un progreso inmanente al movimiento de la vida, todo esto le es ajeno, y él lo repudia expresamente. Como Freud es un sujeto poco inclinado en sus elecciónes a partir de posiciones de principio, creo que lo que le orienta es su experiencia del hombre. Es una experiencia médica. Ella le permitió situar el registro de cierto tipo de sufrimiento y de enfermedad en el hombre, de un conflicto fundamental.
Explicar el mundo por una tendencia natural a crear formas superiores es lo opuesto al conflicto esencial tal como él lo ve obrar en el ser humano. Pero este conflicto supera al ser humano. Es como si proyectara a Freud al Más allá del principio del placer, que es una categoría indiscutiblemente metafísica sale de los límites del campo de lo humano, en el sentido orgánico del término. ¿Se trata de una concepción del mundo? No, se trata de una categoría del pensamiento, a la cual no puede dejar de referirse toda experiencia del sujeto concreto.
Sr. HYPPOLITE:-No discuto en absoluto la crisis descrita por Freud. Pero al instinto de muerte él opone la libido, y la define como la tendencia de un organismo a agruparse con otros organismos, como si hubiera ahí un progreso, una integración. Por lo tanto, independientemente de ese conflicto innegable que usted menciona y que no lo vuelve optimista desde el punto de vista humano, hay en él a pesar de todo una concepción de la libido, no bien definida por cierto, que afirma la integración cada vez mayor de los organismos. Freud lo dice con toda claridad en el propio texto.
Entiendo. Pero observe que la tendencia a la unión-Eros tiende a unir-nunca es captada sino en su relación con la tendencia contraria, que lleva a la división, a la ruptura, a la redispersión, y muy especialmente de la materia inanimada. Estas dos tendencias son estrictamente inseparables. No hay noción que sea menos unitaria. Retomemos esto paso por paso.
¿A qué atolladero llegamos la vez pasada? El organismo, concebido ya por Freud como una máquina, tiende a retornar a su estado de equilibrio: esto es lo que formula el principio del placer. A primera vista, empero, esa tendencia restitutiva se distingue mal, en el texto de Freud, de la tendencia repetitiva que él aisla y que constituye su aportación original. Nos planteamos, pues, la siguiente pregunta: ¿en qué se distinguen las dos tendencias?
Los medios son muy curiosos en este texto, porque son de dialéctica circular. Freud vuelve perpetuamente a una noción que parece estar escapándosele constantemente. Ella resiste pero él no se detiene, a todo precio procura mantener la originalidad de la tendencia repetitiva. Seguramente le faltó algo, en el orden de las categorías o de las imagenes, que nos la hiciera suficientemente perceptible.
Desde el comienzo hasta el final de la obra de Freud, el principio del placer se explica de este modo: ante un estímulo que llega al aparato viviente, el sistema nervioso es en cierto modo el delegado esencial del homeostato, del regulador esencial gracias al cual el ser vivo persiste, y al cual va a corresponder una tendencia a retrotraer la excitación a lo más bajo. A lo más bajo, ¿qué quiere decir esto? Tenemos aquí una ambigüedad que deja perplejos a los autores analíticos. Léanlos, los verán resbalar por la pendiente que abre ante ellos la forma en que Freud dialectiza la cuestión.
Freud les ofrece así la ocasión de un malentendido más, y la alarma es tal que todos a coro se precipitan en él.
Lo más bajo de la tensión puede querer decir dos cosas- todos los biólogos estarán de acuerdo-según se trate de lo más bajo en función de cierta definición del equilibrio del sistema, o de lo más bajo puro y simple, es decir, en lo tocante al ser vivo, la muerte.
En efecto, se puede considerar que con la muerte todas las tensiones son llevadas otra vez, desde el punto de vista del ser vivo, a cero. Pero también se pueden tomar en consideración los procesos de descomposición que siguen a la muerte. Entonces se acaba definiendo el fin del principio del placer por la disolución concreta del cadáver. Hay aquí algo cuyo carácter abusivo es imposible pasar por alto.
No obstante, puedo citarles a varios autores para quienes reducir el estímulo a lo más bajo designa sencillamente la muerte del ser viviente. Esto implica suponer resuelto el problema, confundir el principio del placer con lo que se cree que Freud nos designó bajo el nombre de instinto de muerte. Digo lo que se cree, porque cuando Freud habla de instinto de muerte designa, felizmente, algo menos absurdo, menos antibiológico y anticientífico.
Hay algo que es distinto del principio del placer y que tiende a devolver todo lo animado a lo inanimado: así se expresa Freud. ¿Qué quiere decir con esto? ¿Qué lo fuerza a pensar en esto? No la muerte de los seres vivientes. Sí la vivencia humana, el intercambio humano, la intersubjetividad. En lo que observa del hombre hay algo que le obliga a salir de los límites de la vida.
Existe, sin duda, un principio que lleva la libido a la muerte, pero no lo hace de un modo cualquiera. Si lo hiciera por los caminos más cortos, el problema estaría resuelto. Pero no lo hace sino por los caminos de la vida, justamente.
Tras esta necesidad del ser vivo de pasar por los caminos de la vida-y no puede pasar sino por ellos-se sitúa y es localizado el principio que lo lleva a la muerte. No puede ir a la muerte por cualquier camino.
En otros términos, la máquina se mantiene, traza cierta curva, cierta persistencia. Y precisamente por la vía de esta subsistencia algo diferente se manifiesta, sostenido por esa existencia que está ahí y le indica su paso.
Debemos afirmar sin tardanza una articulación esencial: cuando se saca un conejo de un sombrero, es porque antes se le puso dentro. Esta formulación tiene un nombre para los físicos, es el primer principio de la termodinámica, el de la conservación de la energía: para que haya algo al final, es preciso que haya habido por lo menos otro tanto al comienzo
El segundo principio-trataré de hacerlo perceptible de una manera gráfica-estipula que en la manifestación de esta energía hay modos nobles y otros que no lo son. Dicho con otras palabras, no se puede remontar la corriente. Cuando se hace un trabajo se gasta una parte, en calor por ejemplo, hay pérdida. Esto se llama entropía.
No hay misterio en la entropía: es un símbolo, una cosa que se escribe en la pizarra, y mucho se equivocarían si creyeran que existe. La entropía es una E mayúscula absolutamente indispensable para nuestro pensamiento. Y aunque esa E mayúscula a ustedes les importe un comino-debido a que un señor llamado Karlus Mayer, médico de marina, la fundó-es actualmente el principio de todo: un principio que no se puede dejar de tener en cuenta al organizar una fábrica, atómica o no, o un país. Karlus Mayer comenzó a pensar vivamente en él mientras les hacía sangrías a sus enfermos: a veces los senderos del pensamiento son oscuros, los del Señor son insondables. Resulta muy llamativo que por haber parido esto, que seguramente constituye una de las grandes emergencias del pensamiento, haya quedado extremadamente disminuido: como si el parto de la E mayúscula hubiera podido inscribirse en el sistema nervioso.
Errarían si creyeran que cuando tomo posiciones que comúnmente se supone antiorganicistas, lo hago porque-como dijo una vez alguien a quien aprecio mucho-el sistema nervioso me resulta un fastidio. No son razones sentimentales las que me guían. Creo que el organicismo común es una estupidez, pero que hay otro, y éste no descuida en absoluto los fenómenos materiales. Lo cual me lleva a expresarles-con la mayor buena fe, ya que no con la mayor verdad, pues la verdad exigiría buscar sus huellas en la experiencia-mi opinión de que para un desdichado individuo, el haber sido encargado por vaya a saber qué cosa, el santo lenguaje, como decía Valéry, de ser quien dio vida a la E mayúscula, esto tal vez no se produce sin ocasionar perjuicios. Karlus Mayer tuvo ciertamente dos partes en su vida, la de antes y la de después, donde ya no se produjo nada: había dicho lo que tenía que decir.
Pues bien, Freud encuentra esa entropía, y ya al final del Hombre de los lobos. Siente perfectamente que guarda alguna relación con su instinto de muerte, pero sin poder, tampoco aquí, hallar su fundamento; y sigue durante todo el artículo esa rondita infernal, como Diógenes buscando un hombre con su linterna. Le faltaba algo. Sería demasiado simple decirles-lo voy a decir-que bastaría con añadir una F mayúscula o una I mayúscula a la E mayúscula. No se trata de eso ciertamente, pues todavía no está del todo elucidado.
El pensamiento moderno está intentando atraparlo por vías frecuentemente ambigüas y hasta confusionales, y no pueden ustedes desconocer que son contemporáneos de su alumbramiento. Diré más: en la medida en que están aquí, siguiendo mi seminario, están cayendo en ese alumbramiento. Entran ustedes en la dimensión donde el pensamiento trata de ordenarse y hallar su símbolo correcto, que su F mayúscula suceda a la E mayúscula. En el actual estado de cosas, se trata de la cantidad de información.
Los hay que no se sorprenden por esto. A otros parece dejarlos patitiesos.
La gran aventura de las investigaciones en torno a la comunicación comenzó a cierta distancia, al menos aparente, de lo que nos interesa. Más bien digamos, cómo saber dónde empieza esto, que encontró uno de sus momentos significativos a nivel de los ingenieros de teléfonos.
La Bell Telephone Company tenía que hacer economías, es decir, hacer pasar el mayor número posible de comunicaciones por un sólo hilo. En un país tan extenso como los Estados Unidos es muy importante economizar algunos hilos, y hacer pasar las sandeces que por lo general se vehiculizan a través de esos tipos de aparatos de transmisión, por la menor cantidad de hilos posible. Así fue como se empezó a cuantificar la comunicación. Se empezó, pues, como ven, por algo que está muy lejos de lo que nosotros llamamos la palabra. De ningún modo era cuestión de saber si lo que la gente se cuenta tiene sentido. Además, lo que se dice por teléfono, lo han notado ustedes por experiencia, nunca tiene sentido alguno. Pero uno se comunica, reconoce la modulación de una voz humana y así dispone de esa apariencia de comprensión resultante del hecho de reconocer palabras ya conocidas. Se trata de averiguar cuáles son las condiciones más económicas para transmitir palabras que la gente reconoce. Del sentido no se ocupa nadie. Esto pone bien de relieve un hecho sobre el que hago hincapié y que siempre se olvida: el lenguaje, ese lenguaje que es el instrumento de la palabra, es algo material.
Se cayó, pues, en cuenta de lo poco que se necesitaba todo eso que se registra en la hojita de un aparato más o menos perfecciónado, que en el intervalo se ha hecho electrónico, pero que sigue siendo, a fin de cuentas, un aparato de Marey, que oscila y representa la modulación de la voz. Para obtener el mismo resultado basta con tomar una pequeña serie, que reduce en mucho el conjunto de la oscilación: del orden de 1 a 10. Y no sólo se oye, sino que se reconoce la voz del querido bienamado o de la querida Fulana, que está en la otra punta. La parte del corazón, la convicción eficaz de individuo a individuo, pasa íntegramente.
Se empezó entonces a codificar la cantidad de información. Esto no significa que sucedan cosas fundamentales entre seres humanos. Se trata de lo que corre por los hilos y de lo que se puede medir. Sólo que así empieza la cuestión de si pasa o no pasa, en qué momento se degrada, en qué momento ya no es comunicación. En psicología se llama-la palabra es americana jam. Es la primera vez que aparece, con el carácter de concepto fundamental, la confusión como tal, esa tendencia que hay en la comunicación a dejar de ser comunicación, es decir, a no comunicar ya nada en absoluto. Ya está agregado un símbolo nuevo.
Es preciso iniciarlos a este sistema simbólico si quieren ustedes abordar órdenes enteros de una realidad que nos toca di rectamente. Quien no tenga idea del manejo correcto de esas E y esas F mayúsculas, puede no estar calificado para hablar de las relaciones interhumanas. Y ésta sí es una objeción que le hubiéramos podido hacer, anoche, a Merleau-Ponty. En determinado punto de desarrollo del sistema simbólico, no todo el mundo puede hablar con todo el mundo. Cuando se le habló de subjetividad cerrada, él dijo: Si no se puede hablar con los comunistas, el fondo del lenguaje se desvanece, porque el fondo del lenguaje está en ser universal. Por supuesto. Aunque hace falta estar introducido en ese circuito del lenguaje y saber de qué se habla cuando se habla de comunicación. Ya verán que esto es esencial a propósito del instinto de muerte, que parece opuesto.
Los matemáticos calificados para manejar estos símbolos sitúan la información como aquello que va en dirección opuesta a la entropía. Cuando los hombres abordaron la termodinámica y se preguntaron de qué modo iba a pagarse su máquina, se omitieron a sí mismos. Tomaron la máquina como el amo toma al esclavo: la máquina está ahí, a distancia y trabaja. Olvidaron sólo una cosa: que eran ellos los que habían firmado la orden de pedido. Pues bien, este hecho revela tener una importancia considerable en el dominio de la energía. Porque la información, si se introduce en el circuito de la degradación de la energía, puede hacer milagros. Si el demonio de Maxwell puede detener los átomos que se agitan con excesiva lentitud, y conservar sólo los que muestran una tendencia mínimamente frenética, hará remontar la pendiente general de la energía y volverá a cumplir, con lo que estaría degradado en calor, un trabajo equivalente al que se había perdido.
Esto parece alejado de nuestro tema. Ya verán cómo lo reencontraremos. Partamos otra vez de nuestro principio del placer, y tornemos a sumirnos en las ambigüedades.
A nivel del sistema nervioso, cuando hay estimulación, todo opera, todo entra en juego, los eferentes y los aferentes, para que el ser vivo vuelva a encontrar el reposo. Es el principio del placer según Freud.
En el plano de la intuición hay, ¿no les parece?, cierta discordancia entre el principio del placer así definido y las travesuras que evoca el placer. Cada oveja corre tras su pareja, hasta ahora se lo veía así. En Lucrecio estaba claro, y era más bien alegre. Y de cuando en cuando los analistas, desesperados al fin y al cabo por tener que emplear categorías que les parecen tan contrarias al sentimiento, nos recuerdan que existe indudablemente un placer de la actividad, un gusto por la estimulación. Buscamos divertirnos, el juego nos cautiva. Después de todo, ¿Freud no introdujo en el comportamiento humano la función de la libido? ¿Esta libido, no sería algo bastante libidinoso? La gente busca su placer. Entonces, ¿por qué se traduce esto teóricamente en un principio que enuncia: lo que se busca, a fin de cuentas, es la cesación del placer? De cualquier modo todos lo sospechaban, pues se conoce la curva del placer. Pero, como puede verse, la vertiente de la teoría sigue aquí un sentido estrictamente contrario a la intuición subjetiva: en el principio del placer, el placer, por definición, tiende a su fin. El principio del placer es que el placer cese.
¿Qué sucede, en esta perspectiva, con el principio de realidad?
Por lo general se introduce el principio de realidad señalando, sencillamente, que por buscar excesivamente el placer sobrevienen toda clase de accidentes: nos quemamos los dedos, pescamos una blenorragia, damos con nuestros huesos en el suelo. Así se nos describe la génesis de lo que llaman el aprendizaje humano Y se nos dice que el principio del placer se opone al principio de realidad. En la perspectiva que hemos hecho nuestra, la cosa cobra, por supuesto, un sentido muy distinto. El principio de realidad consiste en que el juego dure, 0 sea en que el placer se renueve, en que el combate no acabe por falta de combatientes. El principio de realidad consiste en que preservemos nuestros placeres, esos placeres cuya tendencia es, precisamente, llegar a la cesación.
No crean que los psicoanalistas están satisfechos con esta forma de pensar el principio del placer, absolutamente esencial sin embargo en la teoría, y de cabo a rabo: si ustedes no piensan el principio del placer en este registro, es inútil introducirlos en Freud.
La noción de que hay una especie de placer propio de la actividad, el placer lúdico, por ejemplo, echa por tierra las categorías mismas de nuestro pensamiento. ¿Qué tendríamos que hacer entonces con nuestra técnica? Se trataría, simplemente, de enseñarle a la gente gimnasia, música y cuanto se les ocurra. Los procedimientos pedagógicos pertenecen a un registro absolutamente ajeno a la experiencia analítica. No digo que no tengan su valor, y que no se les pueda hacer cumplir un papel esencial en la República: basta con remitirse a Platón.
Se puede querer devolver al hombre a un feliz funcionamiento natural, hacerle alcanzar las etapas de su desarrollo, proporcionarle el libre florecimiento de aquello que, de su organismo, llega oportunamente a la madurez, y conceder a cada una de estas etapas su tiempo de juego, luego su tiempo de adaptación, de estabilización, hasta que sobrevenga la nueva emergencia vital. Alrededor de esto puede organizarse toda una antropología. Pero, ¿es la misma que justifica los análisis, o sea echar a la gente sobre un diván para que nos cuente imbecilidades? ¿Qué relación hay entre esto y la gimnasia o la música? ¿Habría entendido Platón lo que era el psicoanálisis? No, no lo habría entendido, pese a las apariencias, porque existe ahí un abismo, una grieta, y esto es lo que estamos buscando con Más allá del principio del placer.
No digo que los analizados sean incapaces de aprendizaje. A la gente se le puede enseñar a tocar piano-siempre y cuando éste exista-, y por ejemplo sé que habiendo aprendido a tocar en pianos de teclas grandes, saben tocar pianos con teclas pequeñas, clavecín, etc. Pero se trata sólo de segmentos determinados de comportamiento humano, y no, como en el análisis, del destino del hombre, de su conducta cuando se acabó la lección de piano y se fue a ver a su amiguita. Entonces su aprendizaje es poco más o menos el de Gribouille
Conocen la historia de Gribouille. Va a un entierro y dice: ¡Felicidades! Lo llenan de insultos, lo aporrean, y cuando vuelve a su casa: Pero es que no se dice felicidades en un entierro, se dice Dios lo tenga en su gloria. Sale otra vez y pasa una boda: ¡Dios lo tenga en su gloria! Y vuelve a tener problemas.
Pues bien, el aprendizaje, tal como lo demuestra el análisis, es eso, y ante eso nos hallamos con los primeros descubrimientos analíticos: el trauma, la fijación, la reproducción, la transferencia. Lo que en la experiencia analítica denominamos intrusión del pasado en el presente pertenece a este orden. Es siempre el aprendizaje de alguien que lo hará mejor la próxima vez. Y cuando digo que lo hará mejor la próxima vez, es que tendrá que hacer algo completamente distinto.
Cuando se nos dice, utilizando la noción de manera metafórica, que el análisis es un aprendizaje de la libertad, confiesen que suena extraño. Porque aunque sea, en nuestra época histórica, como decía ayer Merleau-Ponty, es bueno andar con cuidado.
¿Qué revela el análisis si no la discordancia profunda, radical, de las conductas esenciales para el hombre, con respecto a todo lo que vive? La dimensión descubierta por el análisis es lo contrario de algo que progresa por adaptación, por aproximación, por perfecciónamiento. Es algo que marcha a saltos, a brincos. Es siempre la aplicación estrictamente inadecuada de ciertas relaciones simbólicas totales, y ello implica varias tonalidades, por ejemplo la intromisión de lo imaginario en lo simbólico, o inversamente.
Hay una diferencia radical entre toda investigación del ser humano, incluso a nivel del laboratorio, y lo que sucede a nivel animal. Del lado del animal, hay una ambigüedad fundamental en la que nos desplazamos entre el instinto y el aprendizaje, en cuanto se intenta, como sucede actualmente, ceñirse un poco más a los hechos. En el animal, las llamadas preformaciones del instinto no son en absoluto excluyentes del aprendizaje. Además, sin cesar se manifiestan en él posibilidades de aprendizaje dentro de los marcos del instinto. Más aún, se descubre que las emergencias del instinto no podrían tener lugar sin una llamada del entorno, como se dice, que estimule y provoque la cristalización de las formas, los comportamientos y las conductas.
Hay aquí una convergencia, una cristalización que da la sensación, por escépticos que seamos, de una armonía preestablecida, susceptible desde luego de toda clase de tropiezos. La noción de aprendizaje es en cierto modo indiscernible de la maduración del instinto. En este campo surgen naturalmente, como puntos de referencia, categorías guestaltistas. El animal reconoce a su hermano, su semejante, su pareja sexual. Encuentra su sitio en el paraíso, su medio, y lo modela también, se imprime allí él mismo. El picón hace una cantidad de agujeritos que parecen gratuitos, pero bien se percibe que lo que marca es su salto, salto cuyo sostén es todo su cuerpo. El animal se encaja en el medio. Hay adaptación, y justamente una adaptación que tiene su fin, su término, su límite. El aprendizaje animal presenta, pues, los carácteres de un perfecciónamiento organizado y finito. ¡Qué diferencia con lo que las mismas investigaciones-eso creen-nos descubren sobre el aprendizaje en el hombre! Ponen en evidencia la función del deseo de insistir, el privilegio de las tareas inconclusas. Se invoca al señor Zeigarnik sin saber bien lo que dice: que una tarea será tanto mejor memorizada cuanto que en condiciones determinadas haya salido mal. ¿No se dan cuenta de que esto se opone totalmente a la psicología animal, e incluso a la noción que podemos hacernos de la memoria como apilamiento de engramas, de impresiones, donde el ser se forma? En el hombre, la mala forma es lo prevalente. El sujeto vuelve a una tarea en la medida en que quedó inconclusa. El sujeto recuerda mejor un fracaso en la medida en que fue doloroso.
No nos colocamos aquí a nivel del ser y del destino: la cosa fue medida en los límites de un laboratorio. Pero no basta con medir, también hay que tratar de comprender.
Sé bien que el espíritu es siempre fecundo en modos de comprender. Suelo decírselo a las personas que controlo: cuiden, sobre todo, de no comprender al enfermo, nada los pierde tanto. El enfermo dice una cosa que no tiene pie ni cabeza, y, al contármelo: Pues bien, comprendí-me dicen-que quería decir tal cosa. O sea que en nombre de la inteligencia simplemente hay elusión de aquello que debe detenernos, y que no es comprensible.
El efecto Zeigarnik, el fracaso doloroso o la tarea inconclusa: todo el mundo comprende esto. Nos acordamos de Mozart: bebió la taza de chocolate y volvió pará pulsar el último acorde. Pero no se comprende que no es una explicación. O que si lo es, significa que no somos animales. No se es músico a la manera de mi perrito, que se pone soñador cuando alguien pone ciertos discos. Un músico es siempre músico de su propia música. Y, fuera de las personas que componen ellas mismas su música, es decir, que tienen su distancia respecto de esa música, hay pocas que vuelvan para pulsar su último acorde.
Quisiera hacerles entender en qué nivel se sitúa la necesidad de repetición. Y, una vez más, vamos a encontrar nuestra referencia a cierta distancia.
Kierkegaard, que como saben era un humorista, habló de la diferencia entre el mundo pagano y el mundo de la gracia, introducido por el cristianismo. De la capacidad para reconocer su objeto natural, clara en el animal, hay algo en el hombre. Hay la captura en la forma, la aprehensión en el juego, el àpresamiento en el espejismo de la vida. A esto se refiere un pensamiento teórico, o teorial, o contemplativo, o platónico, y no en balde pone Platón la reminiscencia en el centro de toda su teoría del conocimiento. Si el objeto natural, el correspondiente armónico del viviente, es reconocible, esto se debe a que ya se dibuja su figura. Y para que se dibuje, es preciso que ya haya estado en aquel que va a unirse a ella. Es la relación de la diado. Toda la teoría del conocimiento en PlatónJean Hyppolite no me va a contradecir-es diádica.
Pero, por ciertas razones, tuvo lugar un vuelco. Ahora está el pecado como tercer término, y el hombre encuentra su camino ya no por la vía de la reminiscencia sino por la de la repetición. Esto es lo que precisamente pone a Kierkegaard en la vía de nuestras intuiciones freudianas, en un pequeño libro llamado La Repetición. Aconsejo su lectura a los que están ya algo adelantados. Los que no tienen mucho tiempo lean al menos la primera parte.
Kierkegaard quiere escapar a unos problemas que son precisamente los de su acceso a un orden nuevo, y encuentra la barrera de sus reminiscencias, de lo que él cree ser y lo que sabe que no podrá llegar a ser. Trata entonces de cumplir la experiencia de la repetición. Vuelve a Berlín, donde en ocasión de su última estadía había sentido un infinito placer, y vuelve sobre sus propios pasos. Verán lo que le sucede, por buscar su bien en la sombra de su placer. La experiencia fracasa por completo. Pero a consecuencia de ello nos guía por el camino de nuestro problema, a saber, cómo y por qué todo lo que significa un progreso esencial para el ser humano tiene que pasar por la vía de una repetición obstinada.
Llego así al modelo ante el cual quiero dejarlos hoy, de modo que puedan vislumbrar qué quiere decir en el hombre la necesidad de repetición. Todo está en la intrusión del registro simbólico. Pero voy a ilustrarlo.
Los modelos son cosa muy importante. No es que quieran decir algo: no quieren decir nada. Pero así somos-es nuestra debilidad animal-, necesitamos imagenes. Y, a falta de imagenes, ocurre que algunos símbolos no salen a luz. En general, lo grave es más bien la deficiencia simbólica. La imagen nos viene de una creación esencialmente simbólica, es decir, de una máquina, la más moderna de las máquinas, mucho más peligrosa para el hombre que la bomba atómica: la máquina de calcular.
Es algo que se dice, ustedes lo oyen y no lo creen: la máquina de calcular tiene una memoria. Les divierte decirlo, pero no lo creen. Desengáñense. Tiene una forma de memoria que está destinada a poner en tela de juicio todas las imagenes que hasta entonces nos habíamos hecho de la memoria. Lo mejor que se había encontrado para imaginar el fenómeno de la memoria es el sello de cera babilónico, una cosa con unos relieves pequeños y unas rayas, que se hace rodar sobre una plancha de cera, lo que llaman un engrama. El sello también es una máquina, sólo que no nos damos cuenta.
Para que la máquina se acuerde, con cada pregunta, cosa a veces necesaria, de las preguntas que se le propusieron antes, se encontró algo más ingenioso: la primera experiencia de la máquina circula en ella en estado de mensaje.
Supongan que envío un telegrama de aquí a Le Mans, con cargo a Le Mans de remitirlo a Tours, de allí a Sens, de allí a Fontainebleau, y de allí a París, y así indefinidamente. Es preciso que cuando yo llegue a la cola de mi mensaje, la cabeza aún no le haya dado alcance. Es preciso que el mensaje tenga tiempo de dar vueltas. Gira velozmente, no cesa de girar, gira en redondo.
Es curioso, una máquina que vuelve sobre sí misma. Hace pensar en el feed-back, y tiene relación con el homeostato. Ustedes saben que así se regula la admisión del vapor en una máquina de vapor. Si zumba demasiado aprisa, un torniquete lo registra, dos cosas se separan con la fuerza centrífuga, y la admisión del vapor queda regulada. Esto es lo que gobierna la marcha homeostática de la máquina de vapor. Hay oscilación sobre un punto de equilibrio.
En este caso es más complicado. Se lo llama mensaje. Es muy ambigüo. ¿Qué es un mensaje en el interior de una máquina? Es algo que procede por apertura o no apertura, como una lámpara electrónica por sí o no. Es algo articulado, del mismo orden que las oposiciones fundamentales del registro simbólico. En un momento dado, este algo que da vueltas debe, o no, entrar en el juego. Está siempre dispuesto a dar una respuesta, y a completarse en el acto mismo de responder, es decir, a dejar de funcionar como circuito aislado y giratorio y entrar en un juego general. Esto se asemeja en todo a lo que podemos concebir como la Zwang, la compulsión de repetición.
Al disponer de este pequeño modelo uno se percata de que en la propia anatomía del aparato cerebral hay cosas que vuelven sobre sí mismas. Gracias a Riguet, por cuya indicación leí el trabajo de un neurólogo inglés, me interesé mucho en cierto pulpo. Parece que su sistema nervioso es lo bastante reducido para tener un nervio aislado que preside lo que llaman el chorro, o la propulsión de líquido, gracias a lo cual el pulpo tiene esa graciosa manera de progresar. Así, se creería que su aparato de memoria está reducido poco más o menos a ese mensaje que circula entre París y París, por pequeñísimos puntos del sistema nervioso.
Recuerden lo que decíamos en años anteriores, sobre las llamativas coincidencias que Freud apunta en el orden de lo que él llama telepatía. Cosas muy importantes, dentro del orden de la transferencia, se cumplen correlativamente en dos pacientes, estando uno en análisis y el otro apenas en contacto o estando ambos en análisis. En su momento les mostré que por ser agentes integrados, eslabones, soportes, anillos de un mismo círculo de discurso, es que los sujetos ven surgir al mismo tiempo tal acto sintomático, o revelarse tal recuerdo.
En el punto al que hemos llegado les sugiero, en perspectiva, concebir la necesidad de repetición, tal como se manifiesta concretamente en el sujeto, por ejemplo en análisis, bajo la forma de un comportamiento montado en el pasado y reproducido en el presente de manera poco conforme con la adaptación vital.
Aquí reaparece lo que ya les señalé, a saber, que el inconsciente es el discurso del otro. Este discurso del otro no es el discurso del otro abstracto, del otro en la díada, de mi correspondiente, ni siquiera simplemente de mi esclavo: es el discurso del circuito en el cual estoy integrado. Soy uno de sus eslabones. Es el discurso de mi padre, por ejemplo, en tanto que mi padre ha cometido faltas que estoy absolutamente condenado a reproducir: lo que llaman super-ego. Estoy condenado a reproducirlas porque es preciso que retome el discurso que él me legó, no simplemente porque soy su hijo, sino porque la cadena del discurso no es cosa que alguien pueda detener, y yo estoy precisamente encargado de transmitirlo en su forma aberrante a algún otro. Tengo que plantearle a algún otro el problema de una situación vital con la que muy posiblemente él también va a toparse, de tal suerte que este discurso forma un pequeño circuito en el que quedan asidos toda una familia, toda una camarilla, todo un bando, toda una nación o la mitad del globo. Forma circular de una palabra que está justo en el límite del sentido y el sin sentido, que es problemática.
Esto es la necesidad de repetición tal como la vemos surgir más allá del principio del placer. Vacila más allá de todos los mecanismos de equilibración, de armonización y de acuerdo en el plano biológico. Sólo es introducida por el registro del lenguaje, por la función del símbolo, por la problemática de la pregunta en el orden humano.
¿De qué modo resulta esto literalmente proyectado por Freud sobre un plano que en apariencia es de orden biológico? Tendremos que volver a la cuestión las próximas veces. Sólo fragmentada, descompuesta queda prendida la vida en lo simbólico. El propio ser humano está en parte fuera de la vida, participa del instinto de muerte. Sólo desde ahí puede abordar el registro de la vida.