Un quod último. La máquina que juega. Memoria y rememoración. Introducción a la carta robada
Lamento que nuestro buen amigo Riguet no esté aquí hoy, porque abordaremos cuestiones sobre las que tal vez hubiese podido aportarnos alguna claridad. Volveremos a referirnos en cierta medida a los datos de eso que llaman, confusamente, cibernética, que nos interesa en grado sumo en el asuntito que estamos desarrollando desde hace dos seminarios, ¿qué es el sujeto: dado que éste es, técnicamente, en el sentido freudiano del término, el sujeto inconsciente, y por eso, en esencia, el sujeto que habla.
Ahora bien, cada vez percibimos con mayor claridad que ese sujeto que habla está más allá del ego.
Volvamos a partir del acmé del sueño ejemplar de la inyección de Irma. La búsqueda del sueño, en la medida en que prolonga la búsqueda de la vigilia, llega a la hiancia, a esa boca bierta en cuyo fondo Freud ve la imagen aterradora y heteróclita que hemos comparado con la revelación de la cabeza de Medusa.
El ejemplo de este sueño no es único. Quienes participaron. en mis seminarios el año antes de que se dictaran aquí, pueden recordar el carácter peculiar del sueño del hombre de los lobos, del cual podríamos decir que tiene, sobre el conjunto del análisis de este caso, una función análoga al punto de acmé que discernimos en el sueño de la inyección de Irma. En efecto, este sueño interviene tras un largo período de análisis, cuyo carácter sumamente intelectualizado apunta el mismo Freud el término no aparece en el texto pero corresponde cabalmente a lo que Freud quiere decir-, suerte de juego analítico que sin embargo constituye una búsqueda auténtica por parte del sujeto, aunque permanece muchísimo tiempo en la superficie y cual si fuese inoperante. Es un análisis estancado y que se anuncia interminable cuando por fin surge el sueño, reproducido a propósito de una ocasión precisa de la vida del sujeto, y que cobra todo su alcance por haberse repetido con frecuencia desde una determinada época de la infancia.
¿Qué es este sueño? Es la aparición, más allá de una ventana bruscamente abierta, del espectáculo de un gran árbol sobre cuyas ramas hay unos lobos encaramados. En el sueño y en el dibujo que el sujeto nos ha legado y que Freud reprodujo, estos lobos son suficientemente enigmáticos como para que nos preguntemos, con todo derecho, si son realmente lobos, pues tienen singulares colas de zorro de las que no hace mucho tiempo nos hemos ocupado. Como saben, este sueño revela ser de enorme riqueza, y las asociaciones que desencadena conducirán a Freud y a su sujeto nada menos que al descubrimiento puramente supuesto, reconstruido, de la escena primaria.
La escena primaria no es revivida sino reconstruida a partir de entrecruzamientos operados en el transcurso del análisis. En la memoria del sujeto tendremos que preguntarnos sobre este término, memoria – no surge nada que autorice a hablar de una resurrección de la escena, pero todo impone la convicción de que efectivamente ocurrió de ese modo. Hay, pues, al respecto, entre esa escena y lo que el sujeto ve en el sueño, una hiancia mucho más significativa que la distancia normal entre el contenido latente y el contenido manifiesto de un sueño. Y, sin embargo, en ambos casos hay una visión fascinante, que suspende por un tiempo al sujeto en una cautivación donde se extravía.
La visión del sueño se muestra ante Freud como la inversión de la fascinación de la mirada. En la mirada de los lobos, tan angustiante según el relato del soñante, ve Freud el equivalente de la mirada fascinada del niño ante la escena que lo marcó profundamente en lo imaginario y desvió toda su vida instintiva. Es una especie de revelación única y decisiva del sujeto, en la que se concentra quién sabe qué cosa indecible, en la que el sujeto está por un instante perdido, estallado. Como en el sueño de la inyección de Irma, el sujeto se descompone, se desvanece, se disocia en sus diversos yo. Asimismo, tras el sueño del hombre de los lobos presenciamos el primer comienzo del análisis, que permite disociar en el interior del sujeto una personalidad tan singularmente heteróclita que imprime sobre el caso la marca de un estilo original. Saben que los problemas pendientes de este análisis serán tan graves que posteriormente habrá de degenerar en la psicosis. Ya les indiqué que es posible preguntarse si ésta no estuvo relaciónada con las maniobras mismas del análisis.
En ambos sueños nos encontramos ante una suerte de vivencia postrera, ante la aprehensión de un real último. Lo más angustiante en la vida de Freud, sus relaciones con las mujeres, sus relaciones con la muerte, están amalgamadas en la visión central de su sueño, y ciertamente podrían ser extraídas por medio de un análisis asociativo. Imagen enigmática a propósito de la cual Freud evoca el ombligo del sueño, relación abisal con lo más desconocido, marca de una experiencia privilegiada excepcional donde un real es aprehendido más allá de toda mediación, imaginaria o simbólica. En síntesis, podría decirse que tales experiencias privilegiadas, y según parece especialmente en el sueño, se carácterizan por la relación que en él se establece con un otro absoluto, quiero decir con un otro más allá de toda intersubjetividad.
Este más allá de la relación intersubjetiva es alcanzado predominantemente en el plano imaginario. Se trata de un desemejante esencial, que no es ni el suplemento ni el complemento del semejante sino la imagen misma de la dislocación, del desgarramiento esencial del sujeto. El sujeto pasa más allá de ese vidrio donde sigue viendo, entreverada, su propia imagen. Es el cese de toda interposición entre el sujeto y el mundo. Tenemos la sensación de que se pasa a una suerte de a-lógica, y sin duda aquí comienza el problema, porque advertimos que andamos descaminados. Con todo, el logos no pierde todos sus derechos, puesto que ahí comienza la significación esencial del sueño, su significación liberadora, puesto que allí encontró Freud la escapatoria a su culpabilidad latente. De manera semejante, más allá de la experiencia terrorífica del sueño del hombre de los lobos habrá el sujeto de encontrar la clave de sus problemas.
Es también la pregunta con que tropezábamos en la pequeña reunión científica de anoche: ¿en qué medida la relación simbólica, la relación de lenguaje, conserva su valor más allá del sujeto, en tanto que éste puede ser carácterizado como centrado en un ego, por un ego, para un alter-ego?
El conocimiento humano, y por lo mismo, la esfera de las relaciones de la conciencia, está hecha de una cierta relación con esa estructura que llamamos ego y en torno a la cual se centra la relación imaginaria. Esta nos ha enseñado que el ego nunca es solamente el sujeto sino que es, por esencia, relación con el otro, que arranca del otro y obtiene en él su punto de apoyo. Desde este ego son mirados todos los objetos.
Pero sí, es desde el sujeto, desde un sujeto primitivamente desacorde, fundamentalmente fragmentado por el ego, desde donde todos los objetos son deseados. El sujeto no puede desear sin disolverse él mismo, y sin ver cómo a causa de esto el objeto se le escapa en una serie de desplazamientos infinitos estoy aludiendo a eso que llamo, por abreviar, desorden funda mental de la vida instintiva del hombre. Y de la tensión entre el sujeto-que no puede desear sin estar fundamentalmente separado del objeto-y el ego, parte la mirada hacia el objeto, de allí arranca la dialéctica de la conciencia.
Intenté forjar ante ustedes el mito de una conciencia sin ego, que podría definirse como el reflejo de la montaña en un lago. Por su parte, el ego se presenta en el mundo de los objetos como un objeto, indudablemente privilegiado. La conciencia en el hombre es por esencia tensión polar entre un ego alienado al sujeto y una percepción que fundamentalmente se le escapa, un puro perciti. El sujeto sería estrictamente idéntico a esa percepción si no existiera el ego, el cual, por así decir, lo hace emerger de su percepción misma en una relación tensional. Dadas ciertas condiciones, esta relación imaginaria alcanza su propio limite, y el ego se desvanece, se disipa, se desorganiza, se disuelve. El sujeto se ve precipitado en un enfrentamiento con algo que no puede ser confundido en modo alguno con la experiencia cotidiana de la percepción, algo que podríamos llamar un íd, y que llamaremos simplemente, para no crear confusión, un quad, un ¿qué es? La pregunta que hoy vamos a plantearnos es la de ese enfrentamiento del sujeto más allá del ego con el quad que intenta advenir en el análisis.
¿Es sostenible únicamente una interrogación sobre ese quad último, el de la experiencia del sujeto inconsciente en cuanto tal, del que ya no sabemos quién es? La propia evolución del análisis nos sume al respecto en una singular complicación, en la medida en que considera como datos irreductibles esas tendencias del sujeto que por otro lado nos muestra permeables, atravesadas y estructuradas como significantes, jugando, más allá de lo real, en el registro del sentido, con la equivalencia del significado y el significante en su aspecto más material, juegos de palabras, retruécanos, agudezas, lo cual en última instancia desemboca en la abolición de las ciencias humanas, ya que la última palabra de la agudeza es demostrar el supremo dominio del sujeto con respecto al significado mismo, puesto que le da cualquier uso, y lo maneja esencialmente para aniquilarlo.
Ahora quisiera llamarles la atención sobre una experiencia ejemplar, que será para nosotros un primer paso hacia la elucidación de aquello sobre lo cual se interroga un quis que no conocemos, en ese más allá de la relación imaginaria donde el otro está ausente y donde toda intersubjetividad aparentemente se disuelve.
Saben que la cibernética se sirve ampliamente de las máquinas de calcular. Se llegó al extremo de llamarlas máquinas de pensar, puesto que algunas son ciertamente capaces de resolver problemas de lógica, claro está que concebidos con la suficiente artificialidad como para enredar por un instante la mente de forma tal que se repone uno con menor facilidad que ellas.
No entraremos hoy en tales arcanos. No se cazan moscas con vinagre y, por evitar inspirarles una excesiva aversión hacia el ejercicio, trataré de introducirlos en este terreno en forma más amena. Jamás hemos subestimado la física amena y las recreaciones matemáticas: mucho puede obtenerse de ellas.
Entre estas máquinas de calcular o de pensar se han elucubrado otras, cuya singularidad despierta el interés: son las maquinas que juegan, inscritas en e . funcionamiento y singularmente, en los límites de cierta estrategia.
Por el sólo hecho de que una máquina puede entrar en una estrategia estamos ya en el centro del problema. Porque, en fin, ¿qué es una estrategia? ¿Cómo puede una máquina participar en ella? Intentaré hoy hacerles percibir las verdades elementales que esto trae aparejado.
Parece ser que se ha construido una máquina que juega al juego de par o impar. No respondo de nada porque no la he visto, pero les prometo que lo haré antes de que acaben estos seminarios: nuestro querido amigo Riguet me dijo que me pondría frente a ella. Estas cosas hay que experimentarlas, no se puede hablar de una máquina sin haberse metido un poco con ella, sin haber visto qué pasa entonces, sin haber hecho descubrimientos aunque sólo fuese sentimentales. Lo más increíble es que la máquina a que me refiero gana. Ustedes conocen el juego, aún conservan recuerdos de la época escolar. Uno esconde en la mano dos o tres bolitas y presenta la mano cerrada al contrincante diciéndole: ¿Par o Impar? Pongamos que tengo dos bolitas: si el otro dice impar, debe pasarme una de las suyas. Y así de seguido.
Tratemos de considerar muy brevemente qué significa que una máquina juegue al juego de par o impar. No podemos reconstruirlo todo de motu propio, parecería elucubrado un poco a propósito. En nuestra ayuda viene un pequeño texto escrito por Edgar Poe, del que no se me escapó que los cibernéticos le hicieron algún caso. El texto está en La carta robada, cuento absolutamente sensacional que incluso podríamos calificar de fundamental para un psicoanalista.
Los personajes interesados en la búsqueda de la carta robada, de la que pronto volveré a hablarles, son dos policías. Uno es el prefecto de policía, vale decir, según las convenciones literarias, un imbécil. El otro no es nada, es un policía aficionado llamado Dupin, de inteligencia fulminante y que prefigura a los Sherlock Holmes y demás héroes de esas novelas con que se entretienen en sus ratos libres. Dupin se expresa como sigue:
Conocí a un niño que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de «par e impar’ atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro: «:Par o impar? Si éste adivina correctamente, gana una (solita; si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamos que uno de estos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?». Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar». Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: «Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares». Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado
-Consiste-repuse-en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.
-Exactamente-dijo Dupin Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver que pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara». Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoncauld, La Bruyere, Maquiavelo o Campanella .
-Si comprendo bien-dije-la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.
Estamos ante un razonamiento que plantea unos cuantos problemas.
A primera vista se trata de la simple penetración psicológica, de una suerte de egomimia. El sujeto adopta una posición en espejo que le permite adivinar el comportamiento de su rival. No obstante, este método supone ya la dimensión de la intersubjetividad, en tanto que el sujeto debe saber que tiene frente a sí a otro sujeto, en principio homogéneo a él. Las variaciones a las que pueda verse sometido son mucho menos importantes que las escansiones posibles de la posición del otro. No hay otra base para el razonamiento sicológico.
¿Cuáles son esas escansiones? En un primer tiempo supongo al otro sujeto exactamente en la misma posición que yo, pensando lo que yo pienso en el mismo momento en que lo pienso. Supongamos que a mí me parezca más natural que el otro cambie de tema: por ejemplo, que pase de par a impar. En el primer tiempo creo que hará eso. Lo importante es que puede haber un segundo tiempo, donde se manifiesta una subjetividad más libre. El sujeto, en efecto, es capaz de hacerse otro, de llegar a pensar que el otro, siendo otro mismo, piensa como él, y que él tiene que situarse de tercero, salir de ese otro que es su puro reflejo. Como tercero, advierto que si ese otro no juega el juego, engaña al contrincante. Y entonces me anticipo a él, dando por segura la posición contraria a aquella que, en el primer tiempo, me pareció la más natural.
Pero después de este segundo tiempo pueden suponer un tercero, que dificulta enormemente la prosecución del mismo razonamiento por analogía. Al fin y al cabo, alguien dotado de una mayor inteligencia puede darse cuenta de que justamente lo astuto, a pesar de parecer él muy inteligente, es jugar como un imbécil, o sea volver a la primera fórmula. ¿Qué significa esto? Que si el juego de par o impar se juega a nivel de la relación dual, de la equivalencia del otro al uno, del altar ego al ego, muy pronto se percutan de que no han alcanzado ninguna especie de segundo grado, pues en cuanto piensan en el tercero vuelven por oscilación al primero. Esto no excluye la existencía, en la técnica del juego, de algo que efectivamente participa de la identificación mítica al adversario. Pero aquí se manifiesta una bifurcación fundamental.
Puede ser que se practique algo así como una adivinación del sujeto, problemática además, en determinada relación simpática con el rival. No está excluido que el niño haya existido, ése que ganaba más a menudo de lo que le tocaba: única definición posible de la palabra ganar en este caso. Pero el fondo de la cuestión se sitúa en un registro muy diferente del de la intersubjetividad imaginaria.
Que el sujeto piense al otro semejante a él, y que razone como piensa que el otro debe razonar-primer tiempo así, segundo tiempo asá-, es un punto de partida fundamental sin el cual nada puede ser pensado; pero sin embargo resulta completamente insuficiente para ayudarnos a descubrir de un modo cualquiera dónde puede residir la clave del éxito. En este caso no considero excluida la experiencia interpsicológica, pero ella se inserta dentro del frágil marco de la relación imaginaria con el otro, y está suspendida de su misma incertidumbre. En el interior de este marco la experiencia es absolutamente evanescente. No es logicizable. Remítanse ustedes a la dialéctica del juego de los discos negros y blancos, colocados sobre la espalda de tres personajes que deben adivinar cuál es su propio signo a partir de lo que ven sobre los otros dos, y podrán descubrir algo del mismo orden.
Vamos a seguir otro camino, el logicizable, que puede ser sostenido en el discurso. Se impone desde luego cuando el contrincante es una máquina.
Está claro que no tienen ustedes que preguntarse si la máquina es idiota o inteligente, si va a jugar conforme a su primero o a su segundo movimiento. A la inversa, la máquina no posee medio alguno para colocarse en una posición reflexiva con respecto a su contrincante humano.
¿Qué es jugar con una máquina? Por agradable que la supongamos, la fisonomía de la máquina no puede prestarnos en este caso ningún auxilio. No hay forma alguna de arreglárselas por medio de la identificación. De entrada, pues, nos vemos proyectados en la vía del lenguaje de la combinatoria posible de la máquina. Sabemos que podemos esperar de ella una serie de enlaces, y que juega con enorme rapidez gracias a esos sensacionales relés que son las fases electrónicas y, según las últimas noticias, los transistores de que tanto hablan los periódicos, sin duda con fines comerciales pero que no ponen en tela de juicio la calidad de estos objetos.
Pero antes de preguntarnos qué hará la máquina, preguntémonos qué quiere decir ganar y perder al juego de par o impar.
Aplicado a una sola jugada no tiene ningún sentido. Que vuestra respuesta coincida con lo que el contrincante guarda en la mano no puede sorprender más que lo contrario. Para una jugada esto no tiene sentido, salvo el puramente convencional de ganar o perder. Par, impar, no tiene realmente ninguna importancia. Acuérdense, de todos modos, que la mejor traducción del número impar es el número dos, que celebra el ser impar y tiene razón, porque si no fuera procedente celebrar el ser impar, tampoco sería par. Por lo tanto, basta con invertir el juego y transformarlo en el de quien pierde gana, para que también se ponga en evidencia que las cosas son equivalentes.
Más sorprendente es perder o ganar dos veces seguidas. Porque si para una jugada hay un 50 % de posibilidades de cada lado, la segunda vez hay únicamente un 25 % de repetir el resultado.
+ +
– –
+ –
– +
Y a la tercera jugada, no hay más que el 12,5 % de posibilidades de que sigamos ganando o perdiendo.
Esto es, por otra parte, puramente teórico, pues a partir de ahí les pido que observen que ya no estamos en absoluto dentro del orden de lo real, sino dentro del orden de la significación simbólica que hemos definido mediante esos más-menos y esos menos-más. Desde el punto de vista de lo real, para cada jugada hay siempre iguales posibilidades de ganar o perder. La noción misma de probabilidades y de oportunidades supone la introducción de un símbolo en lo real. A lo que ustedes se dirigen es a un símbolo, y las posibilidades de que disponen no se refieren más que a un símbolo. En lo real, con cada jugada tienen tantas posibilidades de ganar o de perder como con la jugada precedente. No hay ninguna razón para que, por puro azar, no ganen diez veces seguidas. Esto sólo empieza a cobrar sentido cuando escriben un signo, y mientras no estén ahí para escribirlo no hay ganancia de ninguna especie. El pacto del juego es fundamental para la realidad de la experiencia realizada.
Veamos ahora qué va a pasar con la máquina.
Lo gracioso es que se ven llevados a hacer los mismos gestos que harían con un contrincante. Apretando un botón, le hacen a la máquina una pregunta acerca de un quad que está ahí, en vuestra mano, y que se trata de saber qué es. Esto ya les indica que dicho quad no es quizá la realidad, sino un símbolo. Ustedes preguntan a la máquina por un símbolo, y la estructura de la máquina debe guardar sin duda cierto parentesco con el orden simbólico; justamente por eso es una máquina de jugar, una máquina estratégica. Pero no entremos en detalles.
La máquina está construida de tal manera que da una respuesta. En la mano tenían ustedes más, y ella responde menos. Ha perdido. El hecho de que haya perdido consiste únicamente en la desemejanza entre más y menos.
Es preciso que la máquina se entere de que ha perdido, y ustedes se lo hacen saber inscribiendo un menos. No tengo la menor idea de que esto funcione efectivamente así, pero me da exactamente lo mismo: no puede funcionar de otra manera, y si lo hace, esa otra manera es equivalente a ésta.
¿Cómo es posible que una máquina que en principio tiene que vencerme quede hecha polvo? ¿Es que jugaré al azar? Esto carece completamente de significación. Puede ser que durante las tres primeras respuestas diga siempre lo mismo, ésa no es la cuestión. Encontramos los primeros fundamentos del fenómeno en la sucesión de sus respuestas.
Supongamos que al comienzo la máquina sea tontísima-que sea tonta o inteligente no tiene ninguna importancia, pues lo supremo de la inteligencia es ser tonto-. Pongamos que, para empezar, responda siempre lo mismo. Resulta que yo, que soy inteligente, digo más. Como ella me sigue respondiendo menos, esto me pone en la pista. Me digo que la máquina debe ser un tanto inerte-también podría decirme lo contrario-y de hecho supongamos que la máquina vuelva a perder.
Aquí tiene que intervenir forzosamente, en la construcción de mi máquina, el hecho de que hemos jugado varias jugadas. Aquí comienza a entrar en acción otro organismo de la máquina, que registra el hecho de que ha perdido tres veces; no estoy seguro de esto, pero puedo suponerlo. Además, como soy muy inteligente, pero tampoco tanto, puedo suponer que la máquina simplemente cambiay que en tal ocasión yo me muestro algo lento. Esta vez la máquina gana.
1+ –
2+ –
3+ –
4 + +
Al cabo de tres veces, por haber perdido, la máquina comienza, pues, a reacciónar. ¿Qué debo hacer? Me digo que tal vez va a perseverar, y entonces invierto el truco. Supongamos que yo gane.
5 – +
No estoy forzado a hacer este razonamiento, pero quiero mostrarles sus límites. Puedo pensar que la máquina, ahora que ha ganado, va a esperar la tercera vuelta para modificarse; pienso que va a jugar más otra vez, y entonces juego menos. Pero supongan que el segundo organismo entra en acción en cuanto ha habido tres veces menos. En ese momento mi maquina Juega menos, y vuelve a ganar.
6 – –
Observen que la máquina ha ganado dos veces casi seguidas. No quiero demostrarles que así la máquina va a ganar. Pero de acuerdo a la complejidad del mecanismo elaborado, y a los organismos sucesivos en que pueden apoyarse cierto número de informaciones que son más y menos, se llevarán a cabo transformaciones que a su vez podrán coordinarse entre sí y que acabarán por producir una modulación temporal análoga a la que se produce en el enfrentamiento de los dos personajes. Basta con suponer una máquina lo bastante complicada como para tener suficientes organismos superpuestos que agrupen un número considerable de antecedentes-en lugar de agrupar tres, puede agrupar ocho o diez-, y su alcance desbardará mi entendimiento. Sin embargo, la máquina no puede superar su reproducción sobre el papel, o sea que yo también puedo probarla, a condición de rehacer yo mismo antes toda la combinatoria. En este punto me veo colocado, pues, en una suerte de rivalidad con ella.
Quiero hacerles notar que en estas condiciones no hay ninguna razón para que gane más bien la máquina y no yo, salvo mi cansancio. Al reconstituir el número de organismos que están dentro de la máquina, los conjuntos elegidos por ella en cada momento para determinar su juego, puedo enfrentarme a problemas de tal complejidad matemática que me sea preciso recurrir-aprecien ustedes la ironía-a una máquina de calcular.
Pero ahora no estoy jugando a par o impar, sino a adivinar el juego de la máquina. Comenzaré a jugar, pues, y veré qué sucede.
Podemos suponer a la máquina capaz de trazar un perfil psicológico de su adversario. Pero les hice observar hace un momento que éste sólo funciona dentro del marco de la intersubjetividad. El problema se reduce a saber si el otro es lo bastante astuto para saber que yo también soy otro para él, si es capaz de pasar por el segundo tiempo. Si lo supongo idéntico a mí mismo, a la vez lo supongo capaz de pensar de mí lo que estoy pensando de él, y de pensar que voy a pensar que él hará lo contrario de lo que él piensa que yo estoy pensando. Oscilación simple que siempre retorna. Por este sólo hecho todo aquello que pertenece al orden del perfil psicológico es estrictamente eliminado.
¿Qué sucede si, por el contrario, juego al azar? Conocen ustedes el capítulo de Psicopatología de la vida cotidiana que trata de los números dichos al azar. Esta experiencia escapa sin duda a la conocida metáfora del conejo, respecto del cual siempre se aconseja no olvidar que previamente fue puesto dentro del sombrero. Freud-secundado por el sujeto, pero si la cosa funciona es, en rigor, porque el sujeto le habla-, es el primero en darse cuenta de que un número sacado del sombrero rápidamente hará salir cosas que retrotraen al sujeto al momento en que se acostó con su hermanita, e incluso al año en que dio mal su examen de bachillerato porque esa mañana se había masturbado. Si admitimos estas experiencias, es preciso plantear que el azar no existe. El sujeto no piensa en los símbolos y entretanto estos siguen superponiéndose, copulando, proliferando, fecundándose, saltándose encima, desgarrándose. Y cuando sacan ustedes uno, pueden proyectar sobre él una palabra de ese sujeto inconsciente del que hablamos.
En otros términos, aún cuando la palabra clave de mi vida tuviese que buscarse en algo tan extenso como un canto entero de la Eneida, no es impensable que una máquina pueda llegar, con el tiempo, a reconstituirla. Pues bien: cualquier máquina es susceptible de ser reducida a una serie de relés que son simplemente más y menos. Todo, en el orden simbólico, puede ser representado con ayuda de una sucesión de este género.
No hay que confundir la historia en que se inscribe el sujeto inconsciente, con su memoria, palabra, cuyo confuso empleo no seré el primero en señalar. Por el contrario, habida cuenta del punto al que hemos llegado, importa distinguir muy claramente entre memoria y rememoración, del orden, esta última de la historia.
Se ha hablado de memoria para distinguir lo viviente como tal. Se dice entonces que una sustancia viviente, después de determinada experiencia, Sufre una transformación tal que no reacciónará ante la misma experiencia de un modo similar al de antes. Esto resulta muy ambigüo: ¿qué quiere decir reacciónar en forma diferente? ¿Dentro de qué límites? ¿No es acaso un efecto de memoria no reacciónar en absoluto? ¿Es memoria la experiencia mortal, definitivamente registrada? ¿Es memoria recuperar el equilibro dentro de los límites de una cierta homeostasis? En cualquier caso, ninguna razón justifica identificar dicha memoria, propiedad definible de la sustancia viviente, con la rememoración, agrupamiento y sucesión de acontecimientos simbólicamente definidos, puro símbolo que engendra a su vez una sucesión.
Por limitarnos sólo a él, lo que en este nivel sucede en la máquina es análogo a la rememoración con que tenemos que vérnosla en el análisis. En efecto, la memoria es aquí resultado de integraciones. El primer organismo estimulante de la primera memoria está formado por un organismo que agrupa los resultados de a tres. Este resultado, memorizado, se halla listo para intervenir en cualquier momento. Pero al momento siguiente muy bien puede no ser ya el mismo, es posible que haya cambiado de contenido, de signo, de estructura. ¿Qué sucede si en el curso de la experiencia se introduce un error? Lo que se modifica no es lo que viene después, sino todo lo que está antes. Tenemos un efecto de àprescoup-nachträglich, como lo expresa Freud-específico de la estructura de la memoria simbólica, o dicho de otro modo, de la función de rememoración.
Pienso que esta breve fábula, con su carácter problemático los introduce en la noción de que para que haya un sujeto que interroga, basta con que exista el quad al que se refiere la interrogación. ¿Debemos preocuparnos igualmente por lo que es este sujeto, y determinar en relación con qué otro se sitúa; Sería absolutamente inútil. Lo esencial es el quad simbólico; que es para el sujeto una especie de imagen en espejo, pero de otro orden: no es casual que Ulises reviente el ojo del cíclope. El sujeto, en tanto que habla, puede enteramente hallar su respuesta, su retorno, su secreto, su misterio, en el símbolo construido que nos representan las máquinas modernas, o sea algo mucho más acéfalo todavía que lo que encontramos en el sueño de la inyección de Irma.
Esto implica plantear la pregunta sobre las relaciones entre la significación y el hombre viviente.
Hace un momento evocábamos La carta robada. En este cuento no se hace más que girar en torno a los problemas de la significación, del sentido, de la opinión establecida, y precisamente porque la opinión establecida es común, en ella está en uego la verdad.
Conocen el tema del relato. El prefecto de policía recibe el encargo de encontrar una carta que ha sido robada por un gran personaje absolutamente amoral. Este personaje ha birlado la carta de encima de la mesa del tocador de la reina. La había recibido ésta de otro personaje con quien mantenía relaciones que le era preciso ocultar. La reina no logra esconder la carta con la rapidez que desea, pero el gesto que esboza hace comprender al libertino ministro, culpable y héroe, la importancia del papel. Ella finge que nada ha sucedido y pone la misiva en evidencia. En cuanto al rey, que también está allí, por definición está destinado a no darse cuenta de nada, a condición de que no se despierte su atención. Esto permite al ministro, empleando una maniobra consistente en sacar una carta vagamente análoga y en ponerla sobre la mesa, apoderarse ante las narices y las barbas-pues la barba está ahí-de los presentes, de una carta que será para él fuente de considerable poder sobre los personajes reales, sin que nadie pueda decir nada. La reina se da perfecta cuenta de lo que pasa, pero está bloqueada por la condición misma del juego de tres.
Es preciso recuperar la carta. Hay especulaciones de toda indole, en las que resuena un eco a propósito del juego de par o impar, que permiten comprender que el juego de la intersubjetividad es tan esencial que basta con que alguien esté lleno de técnica, saber y rigor, para que quede fascinado por lo real, cosa que les sucede a las personas muy inteligentes y que las hace estrictamente imbéciles. La casa del ministro es registrada pulgada por pulgada, y se numera cada decímetro cúbico. Se examinan las cosas al microscopio, se atraviesan los almohadones con largas agujas, no hay método científico que quede sin aplicar. Y la carta no aparece. Sin embargo tiene que estar en la casa, porque el ministro ha de poder utilizarla en cualquier momento y echársela al rey en las narices. Lo han hecho desvalijar y no la lleva consigo.
Aquí se juega con la atractiva idea de que los policías, cuanto más actúen como policías, menos encontrarán. No se les ocurrirá que la carta está delante de sus narices, colgada de una cinta encima de una chimenea. El ladrón se contentó con darle un aspecto gastado, con camuflarla dándola vuelta y poniéndole un sello diferente. El personaje de tan excesiva astucia, y que tiene razones para estar resentido con el ministro, no deja pasar la ocasión de tomar la carta y reemplazarla por otra que traerá aparejada la caída de su enemigo.
Pero lo esencial no es eso. ¿De dónde proviene el carácter convincente de una historia que lo es tan poco? A pesar de todo, asombra el hecho de que con tanta pesquisa los policías no hayan encontrado la carta. Para explicarlo, Poe coloca en primer plano la intersubjetividad: el habilísimo individuo llega al extremo de lo impensable para el otro, y como tal escapará. Pero si leen ustedes el cuento en su valor fundamental, advertirán que hay otra clave, que le da coherencia a todo y trae consigo la convicción, mientras que si la historia estuviese construida de una manera apenas diferente no nos interesaría ni por un minuto.
Pienso que como analistas tienen que reconocer esa clave de inmediato: es, sencillamente, la identidad de la fórmula simbólico de la situación, en las dos etapas capitales de su desarrollo. La reina pensó que la carta se hallaba a salvo porque estaba ahí, delante de todo el mundo. Y el ministro hace lo mismo, la deja a la vista, imaginándola con ello inexpugnable. El ministro no gana porque sea un estratega, sino porque es un poeta; pero gana hasta que interviene el superpoeta, Dupin.
Ninguna especie de intersubjetividad es aquí decisiva, porque una vez ajustadas las medidas de lo real, definido ya un perímetro, un volumen, no hay nada que permita pensar que al fin y al cabo hasta una carta puede escabullirse. Si, no obstante, el hecho de no dar con ella trae consigo la convicción, esto se debe a que el dominio de las significaciónes sigue existiendo, incluso en la mente de personas supuestamente tan tontas como unos policías. Si estos no la encuentran no es sólo porque se halla en un sitio demasiado accesible, sino a causa de la siguiente significación: una carta de gran valor, en cuyo derredor se acumulan furias del Estado y recompensas tan suculentas como pueden concederse en casos semejantes, por fuerza ha de estar cuidadosamente escondida. Con toda lógica el esclavo supone que el amo es un amo, y que cuando tiene a su alcance algo valioso, le echa el guante. De igual manera se supone que, alcanzado cierto punto de comprensión del psicoanálisis, se le puede echar a éste el guante y decir: Está ahí, es nuestro. Por el contrario: la significación como tal nunca está donde creemos que debe estar.
El valor de la fábula pertenece a este orden. Sólo a partir de un análisis del valor simbólico que presentan los diferentes momentos del drama puede descubrirse su coherencia, e incluso su motivación psicológica.
No es un juego de habilidad ni un juego psicológico: es un juego dialéctico.