He anunciado, en resumidas cuentas, que hoy, a modo de señuelo, hablaré de ese señuelo que es Ofelia. Y pienso que voy a cumplir mi palabra.
Ese objeto, ese tema, ese personaje, viene, aquí, como elemento a nuestro propósito, el que seguimos desde hace cuatro de nuestros encuentros, que es el de mostrar, en Hamlet, la tragedia del deseo. De mostrar que si ella puede —hablando con propiedad— ser así calificada, es en la medida en que el deseo humano, el deseo que nos ocupa en el análisis, el deseo que —según el modo de nuestro enfoque a su respecto— podríamos desviar, aún confundir con otros términos, ese deseo no se concibe, no se sitúa sino en relación a las coordenadas fijas en la subjetividad, tal como Freud ha demostrado que fijan a cierta distancia el uno del otro, el sujeto y el significante, lo que pone, al sujeto, en una cierta dependencia del significante como tal.
Eso quiere decir que no podemos dar cuenta de la experiencia analítica, partiendo de la idea de que el significante sería, por ejemplo, un puro y simple reflejo, un puro y simple producto de las llamadas relaciones interhumanas. Y tampoco es sólo un instrumento. Es uno de los componentes iniciales, esenciales de una topología, a falta de la cual se ve al conjunto de los fenómenos reducirse, aplastarse de una forma que no nos permite a nosotros, analistas, dar cuenta de los presupuestos de nuestra experiencia.
He comenzado en ese camino, tomando a Hamlet como un ejemplo de algo que nos denuncia un sentido dramático muy vivo de las coordenadas de esa topología, y que hace que sea a esto que atribuyamos el excepcional poder de cautivar que tiene Hamlet, que nos hace decir que, si la tragedia de Hamlet tiene ese rol prevalente en las preferencias del público crítico, que si ella es siempre seductora para los que se le acercan, ello tiende a algo que muestra que el poeta ha puesto allí, por algún sesgo, algunas percepciones de su propia experiencia. Y todo lo indica en la suerte de vuelco que representa Hamlet en la obra shakespeareana. Vemos también que su experiencia de poeta, en el sentido técnico del término, ha mostrado, poco a poco, el camino.
Es a causa de ciertos desvíos que pensamos poder interpretar aquí, en función de algunas de nuestras marcas (repéres), de aquellas que están articuladas en nuestro gramma, que podemos asir el alcance de ese estudio, ciertamente, muy esencial.
Una peripecia es enganchada de una forma que distingue a la pieza de Shakespeare de las piezas precedentes, o de los relatos de Saxo Grammaticus, de Belleforest, como de piezas sobre las cuales tenemos percepciones fragmentarias. Ese desvío es, ciertamente, aquí, el personaje de Ofelia que, ciertamente, está presente en la historia desde el inicio — Ofelia, se los dije, es la trampa —, desde el origen de la leyenda de Hamlet. Es la trampa donde Hamlet no cae, porque se le advirtió de antemano; también porque el señuelo mismo, a saber, la Ofelia de Saxo Grammaticus, no se presta allí, enamorada como está, desde hace tiempo, nos dice el texto de Belleforest, del príncipe Hamlet. Con esa Ofelia, Shakespeare hace otra cosa. En la intriga puede que no haya hecho más que profundizar esa función, ese rol que tiene Ofelia en la leyenda, destinada, como está, a tomar, a cautivar, a sorprender el secreto de Hamlet. Ella es, quizá, algo que deviene un elemento de los más íntimos del drama de Hamlet que nos ha dado Shakespeare, del Hamlet que ha extraviado la ruta, la vía de su deseo; o ella es un elemento de articulación esencial en ese encaminamiento que hace a Hamlet ir a eso que llamé, la última vez, la hora de su cita mortal, de cumplimiento de un acto que él realiza, en cierto modo, a pesar suyo.
Hoy veremos, todavía más, hasta qué punto Hamlet es la imagen de ese nivel del sujeto donde puede decirse que es en términos de significante puro que el destino se articula, y que el sujeto no es, en cierto modo, sino el reverso de un mensaje que no es el suyo.
El primer paso que hemos dado en esa vía ha sido, pues, articular cómo la pieza, que es el drama del deseo en su relación al deseo del Otro, cómo es dominado por ese Otro que es, aquí, el deseo en la forma menos ambigüa, la madre, es decir, el sujeto primordial de la demanda.
Ese sujeto del que les he mostrado que es el verdadero sujeto omnipotente del que hablamos, siempre en el análisis.
Eso no es la omnipotencia de la mujer, que tiene, en sí, esa dimensión de la cual ella es la omnipotencia llamada omnipotencia del pensamiento. Es de la omnipotencia del sujeto, como sujeto de la primera demanda, que se trata; y es a ella que esa omnipotencia debe ser referida siempre. Se los dije desde nuestros primeros pasos. Se trata de algo, a nivel de ese deseo del Otro que se presenta al príncipe Hamlet, es decir, al tema principal de la obra, la tragedia como tal, el drama de una subjetividad. Hamlet está siempre allí, y uno puede decir, eminentemente, más que en cualquier otro drama.
El drama se presenta de una forma siempre doble, siendo sus elementos, a la vez, ínter e intra subjetivos, pues, en la perspectiva del sujeto, del príncipe Hamlet, ese deseo del Otro, ese deseo de la madre, se presenta, esencialmente, como un deseo que está entre un objeto eminente, entre ese objeto idealizado, exaltado, que es su padre, y ese objeto despreciado, despreciable, que es Claudio, el hermano criminal y adúltero.
Ella no elige, en razón de algo que está presente como del orden de una voracidad instintual, lo que hace que, en ella, ese sacrosanto objeto genital de nuestra reciente terminología, se presente como otra cosa que el objeto de un goce que es, verdaderamente, satisfacción directa de una necesidad.
Esa dimensión es esencial. Ella es la que forma uno de los polos contra los que vacila la súplica de Hamlet a su madre. Se los mostré en la escena donde, confrontado a ella, él le lanza ese llamado hacia la abstinencia en ese momento donde los términos, por otra parte, los más crudos, los más crueles…
El le trasmite el mensaje esencial que el fantasma, su padre, le encargó trasmitir. De golpe, ese llamado encalla y se vuelve, la reenvía al lecho de Claudio, a las caricias del hombre que no dejarán de hacerla ceder una vez mas.
En esa suerte de caída, de abandono del fin de la súplica de Hamlet, encontramos e]. término mismo, el. modelo, que nos permite concebir en qué, a él, su impulso hacia una acción que arde por cumplir, que el mundo entero deviene, para él, vivo reproche de no estar jamás a la altura de su propia voluntad, esa acción cae, del mismo modo que la súplica que él dirige a su madre.
Es, esencialmente, en esa dependencia del sujeto en relación al sujeto otro, que se presenta el acceso mayor, el acento mismo del drama de Hamlet, lo que podemos llamar su dimensión permanente.
Se trata de ver en qué, de una manera más articulada, entrando en un detalle psicológico, que permanecería enigmático, si no estuviera ese detalle sometido a esa visión de conjunto que hace el sentido de la tragedia de Hamlet, cómo eso resuena sobre el nervio mismo de la voluntad de Hamlet, sobre lo que, en mi grafo, es el gancho, el punto de interrogación del «che vuoi?» de la subjetividad, constituida en el Otro.
Es el sentido de lo que tengo para decir hoy.
Lo que podemos llamar el ajuste imaginario de lo que constituye el soporte del deseo, de eso que, frente a un punto indeterminado, un punto variable sobre el origen de la curva, y que representa esa asunción, por el sujeto, de su voluntad esencial, lo que viene a ajustarse sobre algo que está, en cierto modo, enfrente y, de alguna manera, se puede decirlo, inmediatamente al nivel del sujeto consciente, el acabado, el estribo, el término de lo que constituye la pregunta del sujeto, es algo que simbolizamos con ese S/ en presencia de a, y que llamamos el fantasma que, en la economía psíquica, representa algo que ustedes conocen.
Ese algo ambigüo, aún cuando esté, efectivamente, en lo consciente, cuando lo abordamos por una cierta fase, un último término, el que hace al fondo de toda pasión humana, en tanto está marcada por alguno de esos rasgos que llamamos rasgos de perversión.
El misterio del fantasma, en tanto que es, en alguna medida, el último término de un deseo, y que se presenta, siempre, bajo una forma más o menos paradoja!, por haber motivado, hablando propiamente, el rechazo clásico de su dimensión, como sien do del orden del absurdo, y que ese paso esencial que ha sido dado en la época moderna, donde el psicoanálisis constituye el recodo primero que intenta interpretar ese fantasma en tanto perverso, y que no pudo ser concebido, a pesar de que ha estado ordenado a una economía inconsciente, más que si aparece el soporte, en su último término, en su enigma, si puede ser comprendido en función de un circuito inconsciente, donde lo que lo articula, a través de otra cadena significante, profundamente diferente de la cadena que el sujeto comanda, en tanto que es ésa la que está debajo de la primera, y al nivel que precede a la demanda.
Y que ese fantasma intervenga, y también, no intervenga, es en la medida en que algo, normalmente, no llega por esa vía; no vuelve al nivel del mensaje, del significante del Otro que es el módulo, la suma de todas las significaciónes, tal como son adquiridas por el sujeto en el intercambio interhumano, y el discurso completo. Es en tanto ese fantasma pasa, o no pasa, para arribar al mensaje, que nos encontramos en una situación normal o en una situación atípica.
Es normal que por esa vía pase, que quede inconsciente, que sea separado. Es, también, esencial que, en ciertas fases y en fases que se inscriben más o menos en el orden de lo patológico, franquee también ese pasaje.
Daremos su nombre a esos momentos de franqueamiento, esos momentos de comunicación, que no pueden hacerse, como les indica el esquema, sino en un sólo sentido — yo indico esa articulación esencial, porque es para avanzar, en suma, en el manejo de ese aparato que llamamos aquí el gramma, en que estamos aquí.
Vamos a ver, de momento, simplemente, lo que quiere decir, y cómo funciona, en la tragedia shakespeareana, lo que llamé el momento de perturbación del deseo de Hamlet, en tanto que es a esa regulación imaginaria que conviene reportarlo. Ofelia, en este examen, se sitúa a nivel de la letra a, la letra a en tanto que está inscripta en esa simbolización de un fantasma. El fantasma, siendo el soporte, el sustrato imaginario, de algo que se llama, hablando con propiedad, el deseo, en tanto que se distingue de la demanda, que se distingue, también, de la necesidad.
Ese a corresponde a ese algo hacia el que se dirige toda la articulación moderna del análisis, cuando procura articular el objeto y la relación de objeto. Quiero decir, la noción común de la relación de objeto, como lo articula cuando lo articula como lo que estructura, fundamentalmente, el modo de aprehensión del mundo.
Simplemente, en la relación de objeto, tal como nos es explicado comúnmente en la mayoría de los trabajos que le hacen un lugar más o menos grande, ya se trate de un volumen aparecido muy cerca de nosotros, al cual hago alusión como al ejemplo más caricaturesco, o de otros más elaborados, como los de Federn o tal o cual otro; el error y la confusión consisten en esa teorización del objeto en tanto objeto, que se llama objeto pregenital.
Un objeto genital está, también, especialmente en el interior de las diversas formas del objeto pregenital, y de las diversas formas del objeto anal, etc. Es eso, precisamente, lo que les es materializado sobre ese esquema, en eso que es tomar la dialéctica del objeto, por la dialéctica de la demanda.
Y esa, confusión es explicable, porque, en los dos casos, el sujeto se encuentra, él mismo, en un momento, en una postura en su relación con el significante, que es la misma. El sujeto está en posición de eclipse.
Bien que, en los dos puntos de nuestro grafo (gramme), se trate del código al nivel del inconsciente , es decir, de la serie de relaciones que hay con cierto aparato de la demanda; o que se trate de la relación que lo constituye de un modo privilegiado en una cierta postura, también definida por su relación al significante frente a un objeto a; en los casos, el sujeto está en posición de eclipse. Está en esa posición que comencé a articular, la última vez, bajo el término de fading.
He elegido ese término por todo tipo de razones filológicas, etc., y también porque se volvió familiar a propósito de la utilización de nuestros aparatos de comunicación. El fading es, exactamente, lo que se produce en un aparato de comunicación, de reproducción de la voz, cuando la voz desaparece, se desvanece, para reaparecer al capricho de cualquier variación, en el soporte mismo de la transmisión.
Es, pues, en tanto que el sujeto está en un momento de verdadera oscilación que lo carácteriza naturalmente, vamos a dar su soporte y sus coordenadas reales a eso que no es sino metáfora— , ante la demanda y ante objeto, que la confusión puede producirse y que, de hecho, lo que se llama relación de objeto es, siempre, relación del sujeto en ese momento privilegiado de fading del sujeto, no a los objetos, como se dice, sino a los significantes de la demanda.
Y que la demanda queda fija es al modo, al aparato significante, que corresponde a los diferentes tipos, oral, anal y otros, que podemos articular algo que, en efecto, tiene una suerte de correspondencia clínica.
Pero hay un gran inconveniente en confundir lo que es relación al significante con lo que es relación al objeto, porque ese objeto es otro; porque ese objeto, en tanto objeto de deseo, tiene otro sentido, porque todo tipo de cosas hacen necesario que no desconozcamos que daríamos todo su primitivo valor determinante, como lo hacemos, a los significantes de la demanda, en tanto que son significantes orales, anales — con todas las subdivisiones, todas las diferencias de orientación y polarización que puede tomar ese objeto, en tanto tal, en relación al sujeto, lo que la relación de objeto tal como es aflora articulada, desconocería, justamente, esa correlación al sujeto que esta expresada, también, en tanto que el sujeto está marcado por la barra.
Es lo que hace que el sujeto, aún cuando lo consideremos en los estadios más primitivos del período oral, tal como, por ejemplo, lo ha articulado, de una forma de otro modo próxima, de otro modo, rigurosa, exacta, Melanie Klein — nos encontramos, véanlo, en el texto mismo de Melanie Klein, en presencia de ciertas paradojas, y que tales paradojas no están inscriptas en la pura y simple articulación que se puede hacer del sujeto, como siendo puesto frente al objeto correspondiente a una necesidad, especialmente, el pezón, el seno, en la ocasión.
La paradoja aparece en que, desde el origen, otro significante enigmático se presenta en el horizonte de esta relación. Eso es puesto en evidencia perfectamente en Melanie Klein, que, en esto, no tiene otro mérito que el, de no hesitar en fundar, en ratificar lo que encuentra en la experiencia clínica, y que, carente de explicación, de contentarse con explicaciones. bien pobres. Pero seguramente, ella testimonia que el falo está ya allí como tal.
Ella hace de él desde el inicio, de ese objeto primordial que es, a la vez, el mejor y el peor, eso alrededor del cual van a girar todos los avatares del período tanto paranoide como depresivo.
No hago aquí sino indicar, recordar, lo que pude articular, antes, a propósito de ese $ por cuanto nos interesa, no en cuanto confrontado, puesto en relación con la demanda, sino con ese elemento que, este año, vamos a tratar de estrechar más de cerca, que está representado por el a. El a, objeto esencial, objeto alrededor del cual gira, como tal, la dialéctica del deseo; objeto alrededor del cual el sujeto se prueba, en una alteridad imaginaria, ante un elemento que es alteridad al nivel imaginario, tal como ya lo hemos articulado y definido muchas veces.
El es imagen, y es pathos.
Y es por ese otro que es el objeto del deseo, que se colma una función que define el deseo en esa doble coordenada que hace que no apunte, no del todo, a un objeto, en tanto que tal, de una satisfacción de necesidad, sino a un objeto en tanto que es ya, él mismo, relativizado, quiero decir, puesto en relación con el sujeto —el sujeto que está presente en el fantasma.
Esta es una evidencia fenomenológica. Volveré allí luego.
El sujeto está presente en el fantasma. Y la función del objeto, que es objeto del deseo, únicamente en eso de que es término del fantasma... diría que el objeto toma su lugar de eso de lo cual el sujeto esta privado simbólicamente.
Eso puede parecerles un poco abstracto. Quiero decir, a aquellos que no han hecho todo el camino precedente con nosotros. Digamos, para ellos, que es en razón de la articulación del fantasma, que el objeto toma el lugar de aquello de lo cual el sujeto está privado. ¿Qué es? Es del falo que el objeto toma esa función que tiene en el fantasma, y que el deseo se constituye con el fantasma como soporte.
Pienso que es difícil ir más lejos en el extremo de lo que les quiero decir, concerniente eso que debemos llamar el deseo y su relación con el fantasma, hablando con propiedad.
Es en ese sentido, y al margen de la fórmula de que el objeto de]. fantasma es esa alteridad, imagen y pathos, por donde otro toma el lugar de aquello de lo cual el sujeto esta privado simbólicamente, ven bien que es en esa dirección que ese objeto imaginario se encuentra en una suerte de posición de condensar, sobre él, las virtudes o la dimensión del ser—, que puede convertirse en ese verdadero engaño (leurre) del ser, que es el objeto del deseo humano, ese algo frente al cual Simone Weil se detiene cuando marca la relación más espesa, la más opaca que pueda sernos presentada, del hombre, con el objeto de su deseo: la relación del avaro con su cofre, donde parece culminar, para nosotros, de la forma más evidente, ese carácter de fetiche que es el del objeto del deseo humano, y que es, también, el carácter o una de las caras de todos sus objetos.
Es bastante cómico de ver, como me ha sido dado recientemente, un tipo que había venido a explicarnos la relación de la teoría de la significación con el marxismo, decir que no se podría abordar la teoría de la significación, sin hacerla partir de las relaciones interhumanas. Eso iba bastante lejos. Al cabo de tres minutos, aprendimos que el significante era el instrumento gracias al cual el hombre trasmite a su semejante sus pensamientos privados — eso nos ha sido dicho textualmente, por una boca que se autorizaba con Marx. De no referir las cosas a ese fundamento de la relación interhumana, parece que caemos en el peligro de fetichizar eso de lo cual se trata en el dominio del lenguaje.
Seguramente, quiero que, en efecto, debamos encontrar algo que se parece mucho al fetiche. Pero me pregunto si ese algo que se llama fetiche no es, justamente, una de las dimensiones mismas del mundo humano, y precisamente aquella de la que se trata de rendir cuentas.
Si ponemos el todo en la raíz de la relación inter-humana, no llegamos sino a una cosa, a reenviar e]. hecho de la fetichización de los objetos humanos a no sé qué malentendido inter-humano, que en sí mismo, supone un reenvío a las significaciónes. Del. mismo modo que los pensamientos privados de los que se trata —pienso en un pensamiento genético— están allí para hacerlos sonreír, porque si los pensamientos privados ya están allí, ¿a qué. ir a buscarlos más lejos?.
Es sorprendente que esa relación, no a la praxis humana, sino a una subjetividad humana, dada como esencialmente primitiva, esta sostenida en una doctrina que se califica de marxista, aún cuando me parece que hasta abrir el primer tomo de El capital, para darse cuenta de que el primer paso del análisis de Marx es, hablando con propiedad, a propósito del carácter fetiche de la mercancía, de abordar el problema, exactamente, al nivel propio y como tal, aunque el término no esté allí dicho como tal, al nivel del significante.
Las relaciones significantes, las relaciones de valor, están dadas, en primer lugar; y toda la subjetividad, la de la fetichización, eventualmente, viene a inscribirse en el interior de esa dialéctica significante. Eso no da lugar a dudas. Eso no es un simple paréntesis, reflejo que yo derramo en vuestras orejas, de mis ocasionales indagaciones, y del fastidio que puedo sentir por haber perdido mi tiempo.
Ahora, tratamos de servirnos de esa relación $ en presencia del a que es, para nosotros, el soporte fantasmático del deseo. Es necesario que lo articulemos netamente, porque, ¿qué lo que quiere decir ese otro imaginario?
Eso quiere decir que algo más amplio que una persona puede allí incluirse) toda una cadena, todo un escenario. No tengo necesidad de volver, en esta ocasión, a lo que el último año, destaqué aquí a propósito del análisis de «El balcón» de Jean Genet. Basta, para dar su sentido a lo que quiero decir en la ocasión, reenviar a lo que podemos llamar el desorden difuso, sin embargo, que deviene la causa de eso que llamamos, entre nosotros, el sacrosanto genital.
Lo que es importante en ese elemento estructural del fantasma, imaginario, en tanto se sitúa al nivel de a, es, por una parte, ese carácter opaco, el que lo especifica bajo las formas más acentuadas, como el polo del deseo perverso.
En otros términos, que hace al elemento estructural de las perversiones, y nos muestra que la perversión se carácteriza en que todo el acento del fantasma está puesto del lado del correlativo propiamente imaginario del otro a, o del paréntesis, en el cual algo que es a+ b+ c, etc., toda la combinación de los objetos, aún los más elaborados, pueden encontrarse reunidos, según la aventura, las secuelas, los residuos, en los cuales vino a cristalizarse la función de un fantasma en un deseo perverso. Sin embargo, lo que es esencial, y que es el elemento de fenomenología al cual hacia alusión en su momento, es contarles que, por extraño, por bizarro que pueda ser, en su aspecto, el fantasma del deseo perverso, el deseo, allí, esta siempre interesado de algún modo.
Interesado en una relación que está, siempre, ligada a lo patético, dolor de existir como tal., existir puramente, o de existir como término sexual. Es, evidentemente, en la medida en que aquel que sufre la injuria en el fantasma sádico, es algo que interesa al sujeto —en tanto que él mismo puede ser ofrecido a esa injuria—, que el. fantasma sádico subsiste.
Y de esa dimensión, no se puede decir más que una cosa. Es que no puede uno sino ser sorprendido, al menos un instante, habiendo podido pensar en eludirlo, haciendo, de la tendencia sádica, algo que, de ninguna forma, puede referirse a una pura y simple agresión primitiva.
No me extiendo demasiado. Si lo hago, no es sino para acentuar bien algo que es eso hacia lo cual nos falta articular, ahora, la verdadera oposición entre perversión y neurosis.
Si la perversión es, ciertamente, algo articulado y del mismo nivel —como verán— que la neurosis, algo de interpretable, de analizable, por lo tanto, se encuentra en los elementos imaginarios, de una relación esencial del sujeto a su ser, bajo una forma esencialmente localizada, fijada, como siempre se dijo. La neurosis se sitúa por un acento puesto en el otro término del fantasma, es decir, al nivel del $.
Les dije que ese fantasma se sitúa, como tal, en el extremo, en la punta, al nivel del final del reflejo de la interrogación subjetiva por la cual el sujeto procura sentirse, allí, en ese más allá de la demanda, en la dimensión misma del discurso del Otro, donde debe reencontrar lo que ha sido perdido por esa entrada en el discurso del Otro.
Les dije que, en último término, no es a nivel de la verdad, sino de la hora de la verdad, de lo que se trata.
Es, en efecto, esencialmente eso que nos muestra, lo que nos permite designar lo que distingue más profundamente el fantasma de la neurosis del de la perversión.
El fantasma de la perversión, se los dije, es apelable, esta en el espacio, suspende no sé qué relación esencial. No es, hablando con propiedad, atemporal. Está fuera del tiempo. La relación del sujeto al tiempo, en la neurosis, es algo de lo que se habla muy poco y que es, sin embargo, la base misma de las relaciones del sujeto con su objeto en el nivel del fantasma.
En la neurosis, el objeto se carga con esa significación buscada, en la que yo llamo la hora de la verdad. el objeto esta allí, siempre, en la hora anterior o en la hora posterior.
Si la histeria se carácteriza por la fundación de un deseo en tanto insatisfecho, la obsesión se carácteriza por la función de un deseo imposible. Pero lo que hay más allá de esos dos términos, es algo que tiene relación doble e inversa en uno y otro caso, con ese fenómeno que aflora, que puntúa, que se manifiesta de una manera permanente en esa procastination del obsesivo, por ejemplo, fundado en el hecho de que por otra parte, él anticipa, siempre, demasiado tarde.
Asimismo, para la histérica hay el hecho de que repite lo que tiene de iniciático en sus traumas, a saber, un cierto demasiado temprano, una inmadurez fundamental. Es en ese hecho que el fundamento da un comportamiento neurótico, en su forma más general, es que, en su objeto, el sujeto busca siempre leer su hora, y aún si puede decir que aprende a leer la hora, es en ese punto que reencontramos a nuestro Hamlet.
Verán por qué Hamlet puede ser gratificado, aunque se le pueda prestar al gres de cada uno de todas las formas de comportamiento neurótico, tan lejos como lo lleven, a saber, hasta la neurosis de carácter. Pero también, legítimamente, hay para ello una razón que se distribuye a través de toda la intriga, y que hace, verdaderamente, uno de los factores comunes de la estructura de Hamlet — así como el primer término, el primer factor, era la dependencia respecto del deseo del Otro, del deseo de la madre, he aquí el segundo carácter común, que ahora les ruego reencontrar en la lectura o la relectura de Hamlet.
Hamlet está, siempre, suspendido en la hora del Otro, y eso, hasta el fin. Ustedes recuerdan uno de los primeros giros en los que los detuve, comenzando a descifrar el texto de Hamlet, el que sigue a la play scene, la escena de los comediantes, donde el rey se turbó, ha denunciado, visiblemente, a los ojos de todos, a propósito de lo que producía, sobre la escena, su propio crimen; que él no podía soportar el espectáculo.
Hamlet triunfa, ridiculiza a aquel que así es denunciado. Y sobre el camino que lo lleva a la cita, ya toma, ante la play scene, con su madre, y donde cada uno presiona a su madre a apurar el final (terme). Sobre el camino de ese reencuentro donde va a desarrollarse la gran escena sobre la cual ya puse muchas veces el acento: él encuentra a su padrastro, Claudio, en plegaria, estremecido hasta el tuétano por lo que acaba de tocarlo mostrándole el rostro mismo, el escenario de su acción.
Hamlet está allí, frente a su tío, del cual todo parece indicar, también, en la escena, que no sólo está poco dispuesto a defenderse, sino que ni siquiera ve la amenaza que pende sobre su cabeza. Y él se detiene porque no es la hora.
No es la hora del Otro. No es la hora en que el Otro deberá rendir cuentas al Eterno. Esto estaría demasiado bien, por un lado, o demasiado mal, por el otro. Quizá, no vengaría lo bastante a su padre, porque ese gesto de arrepentido que es el rezo abriría, quizá, a Claudio, la vía de la salvación.
Sea como fuere, una cosa es segura: Hamlet, que acaba de lograr esta captura de la conciencia del rey —»Wherein I’ll catch the conscience of the king»— como se lo proponía, Hamlet se detiene. No piensa ni por un instante que ese momento sea su hora.
Sea lo que fuere lo que después pueda advenir, no es la hora del Otro; y suspende su gesto. Todo lo que hace Hamlet, nunca será hecho sino a la hora del Otro.
Hamlet acepta todo. No olvidemos que, al principio, y con la repugnancia que sentía ya, aún antes de su encuentro con el ghost, por el nuevo casamiento de su madre, no pensaba más que en partir hacia Wittenberg. Es con esto que alguien ilustraba, recientemente, su comentario de cierto estilo práctico que tiende a establecerse como costumbre contemporánea, al observar que Hamlet era el ejemplo más hermoso en cuanto a que se evitan muchos dramas dando pasaportes a tiempo. Si se le hubiera dado a Hamlet su pasaporte para Wittenberg, no hubiese habido drama.
Es a la hora de sus padres que se queda ahí, la hora de los otros que suspende su crimen. Es a la hora de su padrastro que se embarca hacia Inglaterra. Es a la hora de Rosencrantz y de Guildenstern que es llevado, evidentemente con una felicidad que lo maravilla a Freud, a enviarlos frente a la muerte, gracias a un toque de prestidigitación felizmente realizado. Y es también a la hora de Ofelia, a la hora de su suicidio, que esta tragedia va a encontrar su término, en un momento en que Hamlet que, según parece, acaba de darse cuenta de que no es difícil matar a alguien, y que no tendrá tiempo de pronunciar palabra.
Y a pesar de ello, viene a anunciarle algo que no se parece en nada a una ocasión de matar a Claudio. Acaban de proponerle un torneo del cual todos los detalles han sido minuciosamente apuntados, preparados, y del cual los trofeos está constituidos por lo que llamaremos, en el sentido colecciónista del término, una serie de objetos que poseen, todos, el carácter de objetos preciosos, de objetos de colección. Se trata de copadas, de dragones, de cosas que no tienen valor más que como objetos de lujo. Y ello va a brindar la apuesta de una suerte de justa, en la cual Hamlet, de hecho provocado por el tema de una cierta inferioridad por la cual se le acuerda el beneficio del retador… es una ceremonia complicada, un torneo que, para nosotros, es, ciertamente, el lazo en el que él debe caer, que ha sido fomentado por su padrastro y su amigo Laertes; pero que, para él —no lo olvidemos— no es nada menos que aceptar hacer palotes, todavía. Habrá gran diversión, sin duda.
Aún cuando siente una pequeña advertencia a nivel del corazón — hay allí algo que lo emociona. La dialéctica del presentimiento en el momento del héroe, viene, aquí, a dar su acento, por un instante, al drama. Pero asimismo —y esencialmente— es todavía a la hora del Otro, y del modo más enorme aún, para sostener la apuesta del otro, pues no son sus bienes los que están empeñados. Es en beneficio de su padrastro y él mismo, como paladín de su padrastro, con alguien que es presumido superior a él en esgrima, y como tal, va a suscitar en él sentimientos de rivalidad y de honor hacia la trampa de quienes se calculó que, seguramente, le prenderían.
Se precipita, pues, en la trampa. Diría que lo que hay allí de nuevo, en ese momento, es sólo la energía, el corazón con el que se precipita allí.
Hasta el último término, hasta la última hora, hasta la hora que es tan determinante que ella va a ser su propia hora, saber que va a ser alcanzado mortalmente antes de que pueda alcanzar a su enemigo. Es a la hora del Otro que la tragedia persigue siempre su cadena, y se cumple. Es, para concebir eso de lo cual se trata, un cuadro absolutamente esencial.
Es en eso que la resonancia del personaje y del drama de Hamlet, es la resonancia, aún metapsíquica, de la cuestión del héroe moderno, aún cuando, en efecto, algo para él ha cambiado en su relación con su destino.
Se los dije. Lo que distingue a Hamlet de Edipo es que él, Hamlet, sabe. Y eso, por otra parte, explica, ante todo, lo que acabamos de designar como siendo rasgos de superficie.
Por ejemplo, la locura de Hamlet. Hay allí héroes trágicos, en la tragedia antigua, que están locos. Pero en mi conocimiento no hay, digo en la tragedia —no hablo de los textos legendarios—, que hagan el loco como tal.
¿Se puede decir que todo, en la locura de Hamlet, se reduce a hacerse el loco?. Es la pregunta que nos vamos a plantear ahora. Pero se hace el loco porque sabe que es el más débil. Y esto no tiene interés de ser señalado. —ustedes ven que, por superficial que sea, yo lo puntúo ahora— no porque eso avance en nuestra dirección, sino solamente porque es secundario.
Sin embargo, no es secundario en esto que hay que reflejar aquí, si queremos comprender lo que Shakespeare ha querido en Hamlet, es que es el rasgo esencial de la leyenda original, la que está allí en Saxo Grammaticus y en Belleforest.
Shakespeare ha elegido el tema de un héroe constreñido a perseguir a los abominables, que lo lleva hacia el final de su gesta de hacer el loco. Es una dimensión propiamente moderna. El que sabe, está en una posición peligrosa como tal, tan designada por el fracaso y el sacrificio, que su encaminamiento debe ser, como tal —en alguna parte lo dice Pascal— de ser loco con los otros.
Esa forma de hacer el loco, que es una de las enseñanzas, una de las dimensiones de lo que podría llamar la política del héroe moderno, es algo que merece no ser descuidado, en tanto es en eso donde es asido Shakespeare en el momento en que quiere hacer la tragedia de Hamlet. Lo que le ofrecen los autores es, esencialmente, eso. Y no se trata sino de saber qué tiene ese loco en la cabeza. Que sea en el interior de eso que Shakespeare haya elegido su sujeto, es un punto esencial.
Hemos arribado, ahora, al punto en que Ofelia ha de cumplir su rol. Si la obra verdaderamente, tiene todo lo que acabo de desarrollar en su estructura, es, al fin de cuentas, a lo que viene el personaje de Ofelia.
Recuerdo que algunos me reprocharon no haber avanzado sino con cierta timidez.. No creo haber dado pruebas de una excepcional timidez. No quisiera animarlos a esa suerte de extravagancia de la cual los textos psicoanalíticos, literalmente, pululan. Sólo estoy sorprendido de que no haya dato de que Ofelia es Omphalos, porque, tan carcomidos se encuentran, con sólo abrir los Unfinished papers sobre Hamlet que Ella Sharpe pudo dejar lamentablemente inacabados, antes de su muerte, y que se ha cometido, quizá, el error de publicar.
Pero Ofelia es, evidentemente, esencial. Corresponde a eso, y ligada, para siempre y por los siglos, a la figura de Hamlet.
Quiero, simplemente —porque es bastante tarde como para que pueda terminar hoy con Ofelia— escandir lo que pasa, a lo largo de la obra. Ofelia, escuchamos hablar de ella como de la causa del triste estado de Hamlet. Eso es la sabiduría psicoanalítica de Polonio. Está triste, es porque no es feliz. «No está feliz a causa de mi hija. Ustedes no la conocen, es la flor y nata y, como es natural yo, el padre, no toleraré eso». Se la ve aparecer a propósito de algo que la hace, ya, una persona muy destacable, a propósito de una observación clínica, que es ella quien tuvo la dicha de ser la primera persona que Hamlet ha encontrado, después del encuentro con el ghost. Es decir, apenas salido de ese encuentro que tenía algo bastante trastornante’ encuentra a Ofelia. Y la forma en que se comporta con Ofelia es algo que vale la pena ser relatada. «My lord, as I was sewing in my closet…». «Mi señor, como estaba cosiendo en mi habitación», el Señor Hamlet, su jubón deshecho, sin sombrero en la cabeza, las medias enchastradas y sin ligas caían sobre sus talones…» «Pale as this shirt, this knees knocking each other…» «Pálido como su camisa, sus rodillas se entrechocan y el aspecto tan desdichado como si hubiera sido rescatado del infierno para hablar de sus horrores… he ahí que viene a mi».
«He took me by the wrist and held me the hand… , «El me toma por la muñeca y la aprieta fuerte…» «Then goes he to the length of all this arm…» «… él se aparta todo el largo de su brazo…» «… and with this other hand thus other this brow…» «con su otra mano sobre las cejas…» «the falls to such persual of my face…» cae en tal examen de mi figura, como si quisiera dibujarla. Se queda así largamente y, al fin, sacudiéndome ligeramente el brazo, y meneando tres veces la cabeza de arriba a abajo e»and thrice this head thus waving up and down…» exhala un suspiro tan triste y profundo, que ese suspiro parece conmover todo su ser y terminar su vida. Después de que él me deja, y siempre mirando detrás de su espalda, «…he seemed to find this way without this eyes…», parece encontrar su camino sin la ayuda de sus ojos fuera de la puerta, y hasta el fin los tiene fijados sobre mí.
También Polonio describe: «¡Es el amor!»
Esa observación, creo que esa interrogación, esa distancia tomada al objeto como por proceder a no sé que identificación en lo sucesivo difícil, esa vacilación en presencia de lo que, hasta entonces, ha sido objeto de exaltación suprema, es algo que nos da estratégicamente, el primer tiempo, si se puede decir.
No podemos decir más de ello. Sin embargo, creo que, hasta un cierto punto, no forzamos nada designándolo como propiamente patológico lo que pasa en ese momento, que testimonia un gran desorden de Hamlet en su aspecto, y volviéndolo a sus períodos de irrupción, de la desorganización subjetiva que sea.
Ocurre que algo vacila en el fantasma; hace aparecer allí sus componentes, los hace aparecer y recibir, en algo que se manifiesta en esos síntomas que llamamos una experiencia de despersonalización, y que es eso por lo cual los limites imaginarios, entre el sujeto y el objeto, pueden cambiar, en el sentido propio del término, el orden de lo que se llama lo fantástico.
Es propiamente cuando algo, en la estructura imaginaria del fantasma, acierta a reencontrarse, a comunicar con lo que llega más fácilmente al nivel del mensaje, a saber, lo que viene por debajo, a ese punto que es la imagen del otro, en tanto que esa imagen del otro es mi propio yo (moi).
Es algo en lo que los autores como Federn marcan con mucha finura las correlaciones necesarias entre el sentimiento del propio cuerpo, y la extrañeza de lo que llega en una cierta crisis, en una cierta ruptura, en un cierto alcance del objeto como tal, y de un nivel especificado, que encontrarlos allí.
Es posible que aquí fuerce un poco las cosas, con el propósito de interesarlos, quiero decir, en la intención de mostrarles en qué eso se relacióna a las experiencias electivas de nuestra clínica. Sin duda, volveremos allí. Ustedes dicen que es imposible, en todo caso, sin esa referencia a ese esquema patológico, a ese drama, situar bien lo que ha sido promovido por primera vez por Freud, al nivel analítico, bajo el nombre (………….). Eso no está ligado, como algunos lo han creído, a toda suerte de irrupciones del inconsciente. Está ligado a esa suerte de desequilibrio que se produce en el fantasma, y al margen de que el fantasma, franqueando los limites que le están asignados, ante todo, se descompone y viene a reencontrar eso por lo cual él reúne la imagen del otro. De hecho, no es sino un toque.
En el caso de Hamlet, la encontramos después de que Ofelia está completamente disuelta. en tanto objeto de amor. «I did you love one», te he amado antes, dice Hamlet. Y las cosas pasan en las relaciones con Ofelia, en ese estilo de agresión cruel, de sarcasmo llevado muy lejos, que no hace a las escenas menos extrañas de toda la literatura clásica.
Porque, si se pudo ver jugar sobre esa cuerda en las obras extremas, en algo que se sitúa con carácter verdaderamente central, en medio de la escena trágica de la obra de Hamlet, una escena como esa que tuvo lugar entre Hamlet y Ofelia, no es una escena banal.
Eso es lo que carácteriza esa actitud por la cual encontramos huellas de lo que, en su momento, indiqué como desequilibrio en la relación fantasmática, en tanto que vierte hacia el objeto del lado perverso.
Ese es uno de los rasgos de esa relación. Otro de los rasgos es que ese objeto del que se trata, no es tratado, después de todo, como podría serlo, como una mujer. Ella deviene, para el, la portadora de todos los pecados. Ella, que es designada para engendrar pecadores, y que es designada, luego, como debiendo sucumbir bajo todas las calumnias. Ella deviene el simple soporte de una vida que, en su esencia, deviene condenada para Hamlet.
Ahora bien; lo que se produce en ese momento es, en esa destrucción o pérdida del objeto, que es reintegrado en su cuadro narcisístico.
Para el sujeto, aparece afuera, si puedo decirlo: eso de lo cual es equivalente, según la fórmula que emplee en su momento, eso de lo que toma el lugar, y lo que no puede ser dado al sujeto más que en el momento en que, literalmente, se sacrifica, donde no es más él mismo, donde lo rechaza de todo su ser, es, únicamente, el falo.
¿En qué es Ofelia el falo en ese momento?. En esto, y aún cuando el sujeto, aquí, exteriorice el falo, en tanto que símbolo significante de la vida y que, como tal, él lo rechaza.
Ese es el segundo tiempo de la relación al objeto.
Lo avanzado del tiempo me hace dudar de darles todas las coordenadas, y volveré a ello.
Es de eso que se trata., es decir, de una trasformación de la fórmula $ (el falo) y bajo la forma del rechazo, eso es demostrado una vez que se percaten por otra cosa que no sea la etimología de Ofelia. Ante todo, porque no se trata de eso, de la fecundidad. La concepción es una bendición, dice Hamlet a Polonio, pero vigile a su hija. Y en el diálogo con Ofelia, es bien la mujer, de la mujer concebida únicamente como la portadora de esa turgencia vital que se trata de maldecir y de agotar.
Por otra parte, la actitud de Hamlet con Ofelia en la play scene, es también algo donde se designa esa relación entre el falo y el objeto. Allí, porque él está delante de su madre, y expresamente, en tanto está delante de su madre, diciéndole que «hay aquí un metal que me atrae más que vos», va a situar la cabeza entre las piernas: «Lady, shall I lie in your lap?» de Ofelia, preguntándole expresamente.
La relación fálica del objeto de deseo está también claramente indicada a ese nivel; y no encuentro superficial indicar, porque la iconografía ha hecho tanto efecto, que, entre las flores con las que Ofelia va a ahogarse, es expresamente mencionada que las «deads’men finger» de que se trata, son designadas de un modo más grosero, por el común de las gentes. La planta de la que se trata es la orchie mascula. Se trata de algo que tiene alguna relación con la mandrágora, que hace que eso tenga alguna relación con el elemento fálico. He buscado en el New English Dictionary, pero me desilusioné mucho porque, aunque eso esté citado en las referencias del término ‘finger’, no hay alusión a lo que Shakespeare alude para esa apelación.
Tercer tiempo, que es el que ya les traje muchas veces, y donde una vez mas, los voy a dejar: el tiempo de la escena decimotercera. Es la valorización entre algo que se plantea como reintegración de a y la posibilidad, en fin, para Hamlet, de anudar el nudo, es decir, de precipitarse a su destino. .
Ese tercer tiempo enteramente aludido, es absolutamente capital, ya que toda la escena de simetría está hecha para que se produzca algo que Hamlet no encontró en ninguna parte, esa suerte de batalla furiosa al fondo de una tumba, sobre la cual ya he insistido. Esa designación como una punta de la función del objeto como no siendo aquí reconquistado sino al precio del duelo y la muerte, es allí abajo donde pienso que podría acabar la próxima vez.