Miel! Intento aportarles mi miel: la miel de mi reflexión sobre lo que, Dios mío, hago desde hace un cierto número de años, pero que, con el tiempo, termina por no estar totalmente fuera de medida con el tiempo que ustedes también pasan en esto.
Seguramente si este efecto de comunicación presenta, tal vez, algunas dificultades, piensen para comprenderlo, justamente en la experiencia de la miel. La miel es o bien muy dura, o bien muy fluida. Si es muy dura, se corta mal, no hay clivaje natural. Si es muy fluida, yo pienso que todos ustedes han hecho suficientemente la experiencia de tomar miel en vuestra cama, a la hora del desayuno, hay pronto miel por todas partes.
De donde el problema de los potes, siendo el problema de los potes de miel, una reminiscencia del pote de mostaza, del cual he hecho uso en un tiempo, teniendo exactamente el mismo sentido desde que no nos figuramos más que los hexágonos, en los cuales somos llevados a hacer nuestra recolección, tienen una relación natural con la estructura del mundo. De modo que en suma, como van a verlo, la cuestión que planteamos y que es al fin de cuentas siempre la misma, es a saber, la del alcance de la palabra, y más especialmente, es la de darnos cuenta también que el problema moral, ético, de nuestra praxis está estrechamente ligado a algo que podemos entrever desde algún tiempo y es que esta insatisfacción profunda en que nos deja toda psicología, incluso aquélla que hemos fundado ya gracias al análisis se sostiene quizás en algo, justamente en que no es más que una máscara, una coartada algunas veces, de esta tentativa de penetrar los problemas de nuestra propia acción que es la esencia, el fundamento mismo de toda reflexión ética. Dicho de otra manera, se trata de saber si hemos logrado dar más que un pequeño paso fuera de la ética; y si, como las otras psicologías, la nuestra no es simplemente otro de los caminos de esta reflexión ética, de esta búsqueda ética, de esta búsqueda de una guía, de una vía, de algo que en último término se plantea así: ¿qué debemos hacer para obrar de manera recta, dada nuestra posición, nuestra condición de hombres?.
Este llamado me parece difícil de cuestionar cuando nuestra acción de todos los días nos sugiere que no estamos muy lejos de eso. Seguramente las cosas se presentan para nosotros de otra manera, dada la forma que tenemos de introducir esta acción, de presentarla, de justificarla. Seguramente hasta podemos decir qué en su comienzo se presenta con carácteres de demanda, de llamado, de urgencia, teniendo una significación de servicio que nos pone más al ras del suelo en cuanto al sentido de la articulación ética.
Pero esto no cambia nada sin embargo el hecho de que podemos al fin de cuentas, al fin del campo si puede decirse, encontrarla en su posición integral; aquélla que ha sido desde siempre el sentido y el propósito de los que han reflexionado sobre la moral, que han escrito, que han intentado articular las éticas.
La última vez, trazando para ustedes el programa de lo que deseo recorrer este año —programa que se extiende desde el reconocimiento de la omnipresencia, de la infiltración, en toda nuestra experiencia, del imperativo moral, hasta algo que está en la otra punta, a saber, paradójicamente, el placer que podemos obtener al fin de cuentas, en segundo grado, a saber, el masoquismo moral— he indicado, puntuado, en el curso de la ruta, algo que creo, será lo inesperado, lo original, la paradoja misma de una perspectiva que creo abrir, en referencia a las categorías fundamentales, de las cuales me sirvo para orientarlos en nuestra experiencia, a saber: lo simbólico, lo imaginario y lo real. Les he indicado que paradójicamente mi tesis sin ninguna duda —y aquí no se sorprendan que ella no se presente primeramente más que de una manera confusa, pues, bien entendido, es el desarrollo de nuestro discurso, el que le dará su peso— es que la ley moral, el mandamiento moral, la presencia de la instancia moral, eso en lo cual esta instancia se nos impone, y lo que representa eso por lo cual se presentifica en nuestra actividad, en tanto está estructurada por lo simbólico: es lo real. Lo real como tal; el peso de lo real.
Tesis que a la vez puede parecer una verdad trivial y también una paradoja. Nos damos cuenta de que en mi tesis la ley moral se afirma, si quieren, contra el placer. Nos percatamos también de que hablar de real a propósito de la ley moral es algo que parece cuestionar el valor de un término que integramos de ordinario bajo el vocablo del ideal. También, por el momento no buscaba calar de otra manera el corte que aporto aquí, porque también todo lo que puede dar su peso, su alcance a esta meta, es justamente el sentido, en el orden de las categorías que aquí les aporto —las aporto, lo repito, siempre en función de nuestra práctica de analistas— que se va a dar de ese término de real.
Verán que no es inmediatamente accesible, un cierto número entre ustedes lo experimenta ya, se interroga sobre el alcance último que puedo darle, y seguramente deben entrever ya, que el sentido de ese término, real, debe tener alguna relación con el movimiento que atraviesa todo el pensamiento de Freud, que le hace partir de la oposición primera entre principio de realidad y principio de placer, para, a través de una serie de vacilaciones, de oscilaciones, de insensible cambios en sus referencias, hacerlo llegar, en el fin de su formulación doctrinal, a plantear, a ubicar en el Más Allá del Principio del Placer, algo con respecto a lo cual podemos preguntar que es lo que puede ser en relación a la primera oposición. Pues en cuanto al Más Allá del Principio del Placer nos aparece esta cara opaca y oscura que ha podido parecer a algunos la antinomia de todo pensamiento, yo no diría solamente biologista, sino hasta de todo pensamiento propiamente y simplemente científico, lo que se llama el Instinto de Muerte.
¿Qué es, este último término?. ¿Esta suerte de ley, más allá de toda ley, que puede plantearse como de una estructura última, de una suerte. de punto de huida de una realidad posible a alcanzar?. ¿Qué es, si no algo como la revelación, el reencuentro de lo opuesto del acoplamiento entre el Principio del Placer y el Principio de Realidad, donde el principio de realidad sería en algún sentido como una suerte de dependencia, de prolongación y aplicación del principio del placer?. Pero que justamente en la medida que ese principio de realidad tomaría en la perspectiva de Freud esta posición dependiente y reducida, haría resurgir algo más allá que gobierna el conjunto de nuestra relación con el mundo, en el sentido más amplio.
Y en este proceso, en este progreso, lo que para nosotros, en este primer abordaje, subsiste, se mantiene, llega a nuestra mirada, es seguramente el carácter problemático de lo que Freud plantea bajo el término de realidad. ¿Se trata de la realidad cotidiana, inmediata, social? ¿Es el conformismo frente a las categorías establecidas, a las costumbres recibidas? ¿Es alguna otra cosa? ¿Pero entonces qué es? ¿Es la realidad descubierta por la ciencia, o aquélla que no lo ha sido aún? ¿Es la realidad psíquica? ¿Qué es, después de todo, esta realidad?.
Y nosotros mismos, seguramente, en tanto que analistas, estamos en el camino de su búsqueda. Esta vía nos arrastra a otra parte muy diferente de algo que pueda expresarse por una categoría de conjunto. Esto nos lleva por un campo preciso, aquél de una realidad psíquica, que seguramente se presenta para nosotros con el carácter problemático de un orden hasta aquí jamás igualado. »La Ley Moral debe ser así planteada en esta referencia —y ya ven que lo que voy primeramente a hacer, es tratar de sondear la función que ha jugado en el pensamiento del inventor del psicoanálisis, luego al mismo tiempo en la nuestra, ya que estamos comprometidos en sus vías, en su campo, este término de realidad— y ya puntúo, para que tampoco ustedes lo olviden, o no crean que me comprometo en esta vía de una manera que de algún modo comportaría sólo un vendaje, una suerte de objetivación, una suerte de referencia a lo que en la experiencia moral es la instancia imperativa como tal, en cualquier forma que se presenta, que opuestamente la acción moral misma, se presenta para nosotros de una manera que nos plantea problemas y precisamente en eso el análisis quizás prepare, pero al fin de cuentas nos deja en su puerta.
La acción moral, precisamente en la medida en que ha entrado en lo real, en que no puede concebirse de otra manera que como nuestra acción en el momento en que nos aporta en lo real algo nuevo, algo que crea una estela, algo que está en suma allí donde se sanciona el punto de nuestra presencia; eso: a saber ¿en qué el análisis nos vuelve, si nos vuelve, aptos?; ¿en qué el análisis nos lleva si se puede decir, a actuar, y por qué nos lleva así?; ¿por qué también se detiene en ese límite? es ese el otro término donde nos llevará lo que espero articular aquí.
Precisando aquí y en esta cuestión, lo que he indicado la última vez, como siendo los límites de lo que articulamos, en eso en lo cual nos presentamos capaces de articular una ética.
Esta noción de los limites éticos del análisis coincide con los limites de su práctica considerada como preludio de una acción moral como tal. Siendo la llamada acción, aquélla por la cual desembocamos en lo real.
Aquéllos que han hecho antes que nosotros el análisis de una ética; Aristóteles, para tomarlo como ejemplo, se ubica entre los más ejemplares seguramente, los más valederos —es una lectura, como se los he señalado, apasionante y no sería demasiado aconsejarles como ejercicio, hacer la experiencia, no se fatigarán ni un instante, se los aseguro; lean «La Etica a Nicómaco» los especialistas parecen considerarla como seguramente atribuible a sus tratados. Es segura y ciertamente la más legible y, sin duda, con algunas dificultades, algunos problemas que se encuentran en el texto de su enunciado, en sus giros, en el orden de lo que él discute. Pese a todo, franqueen los pasajes que les parezcan demasiado oscuros o complicados, o bien, tengan una edición con buenas notas que los remitan a lo que es necesario conocer en ocasión de la lógica de Aristóteles para comprender los problemas que él evoca. Pero después de todo no se atranquen totalmente tratando de captar párrafo por párrafo; intenten leer de punta a punta primero y tendrán seguramente la recompensa.
En todo caso se desprenderá de allí algo, ese algo que tiene en común, hasta cierto grado, con todas las otras éticas: es que en tanto ética, tiende a referirse a un orden. Un orden que primero, se presenta como ciencia, episteme, pero es en la medida en que algo en el tema mismo se supone que puede ser establecido, a saber, esta ciencia de lo que debe ser hecho, este orden propiamente ético, este orden que define la norma de un cierto carácter, éthos, con el estado propiamente ético, que es lo que se considera en ese momento en el tema, el problema se plantea de la manera en que este orden puede ser establecido en el sujeto, planteado y descubierto lo que queda, no es negado. ¿Cómo en el tema puede ser por una parte lograda la adecuación del sujeto que lo hará entrar, someterse a este orden?.
El establecimiento del ethos, de ese algo que Aristóteles plantea como diferenciando al ser viviente del ser inanimado, inerte —como lo hace notar, por mucho tiempo que ustedes tiren una piedra al aire, no tomará el hábito de esta trayectoria, pero el hombre, se habitúa. Ese es el ethos.
Y se trata de obtener este ethos conforme al ethos; lo que define al ethos, algo que tiene relación con su conformidad, con un orden o un bien, que es menester unir en la perspectiva lógica que es la de Aristóteles en último término, en un soberano bien, que es de alguna manera el punto de inserción, de ligazón, de convergencia de algo donde este orden particular se unifica en un conocimiento más universal, donde la ética desemboca en una política, más allá de esta política, en una imitación de un orden cósmico; macrocosmos y microcosmos que se suponen en el principio de toda la meditación aristotélica.
Se trata pues aquí de una orientación, de una conformización a algo que en lo real no se cuestiona como suponiendo las vías de este orden. Y el problema que es en suma perpetuamente retoñado y planteado en el interior de la ética aristotélica, es éste: el que posee esta ciencia, y bien entendido, puesto que el que está allí, aquél al que se dirige Aristóteles, el alumno, el discípulo, está reputado por el hecho mismo de que lo escucha, de participar del discurso de la ciencia. Es a él que esto se dirige. El discurso está ya introducido, el ortólogos del cual se trata, el discurso conforme al problema, por el hecho mismo que la cuestión ética está planteada.
El problema es pues llevado sin duda, al punto donde lo había dejado Sócrates, sin duda, con un optimismo cuyo exceso no ha dejado de impactar a sus más inmediatos sucesores. ¿Cómo se hace si la regla de la acción está en este ortólogos, si no puede haber buena acción más que conforme a este ortólogos, cómo subsiste lo que Aristóteles articula como la intemperancia, cómo se hace cuando en el sujeto las ramas están en otra parte?; ¿cómo esto es incluso explicable?.
Esta necesidad, esta exigencia de explicación, por superficial quizás que pueda parecernos a nosotros, que creemos saber mucho, no deja de ser gran parte de la sustancia de la meditación aristotélica en la ética. Volveré enseguida a ello y justamente a propósito de lo que podemos pensar de las meditaciones de Freud en el mismo dominio.
Seguramente el problema, para Aristóteles, debe aparecérsenos cernido por las condiciones de un cierto ideal humano que ya he brevemente ubicado al pasar, como siendo aquél del ideal del amo. Todo el problema para él es dilucidar la relación que puede haber entre esta intemperancia y algo que llama la puesta en falta; la falta manifiesta concerniente a lo que es la virtud esencial de aquél al que se dirige, a saber, al amo.
Al amo antiguo, ya se los he indicado la última vez, que no es para nada el bruto heroico que está representando en la dialéctica hegeliana para servirle de eje y de punto giratorio.
No me extenderé aquí sobre lo que representa el tipo del amo antiguo. Baste saber que es lo que debe permitirnos a la vez apreciar en su justo valor lo que nos aporta la ética aristotélica y eso tiene un doble sentido. Por una parte, seguramente esto la limita, la historiza, como podemos decir en nuestra perspectiva, pero sería un error creer que es ésa la única conclusión a sacar de esta observación. Primero porque por un lado esto la historiza de una manera que plantea seguramente toda suerte de problemas sobre lo que es verdaderamente el amo antiguo en la perspectiva aristotélica. Es seguramente alguna función, una presencia, una condición humana ligada de una manera mucho menos estrechamente crítica al esclavo, que lo que la perspectiva hegeliana nos articula y nos deja entrever.
El problema que está planteado es aquél que permanece sin resolver en la perspectiva hegeliana, aquél de una sociedad de amos. Y por otra parte hay muchas observaciones interesantes para hacer, que contribuyen también a limitar el alcance de la ética aristotélica por el hecho de que ese amo, tal como el dios que está en el centro del mundo aristotélico, del mundo gobernado por el Pensamiento, es un amo cuyo ideal parece ser el salir lo más posible del apuro del trabajo. Quiero decir, dejar al intendente el gobierno de los esclavos para dirigirse hacia este ideal de contemplación sin el cual la ética no encuentra su justa perspectiva.
Es entonces decirles, todo lo que comporta de idealización la perspectiva de la ética aristotélica. Si está localizado entonces, diría casi en un tipo social, en un ejemplar privilegiado y digámoslo, de ociosidad, ya que el término mismo skholastikós evoca esta ociosidad, es sólo más sorprendente ver cuánto lo que articula en el interior de esta condición especial, quedan para nosotros plenas resonancias de enseñanzas y después de todo, al fin de cuentas, no nos dan esquemas que sean inutilizables, recompuestos, retransportados, esquemas que no se encuentran en los mismos viejos odres en los cuales colocamos nuestra nueva miel…, no se encuentran perfectamente reconocibles al nivel en que vamos a ver ahora que se plantea para nosotros a través de la experiencia freudiana, el axioma, la primera relación.
A primera vista se puede decir que esta perspectiva es… Esta búsqueda de una vía, de una verdad, no está ausente en nuestra experiencia, ¿Qué es pues lo otro que buscamos en el análisis sino una verdad liberadora?.
Pero aquí pese a todo prestemos atención. Precisamente es ocasión de no fiarse de las palabras y de sus etiquetas, pues esta verdad que buscamos, es cierto que en su ser, en lo que la perseguimos en una experiencia concreta, no es aquélla de una ley superior, de una ley verdad. Si la verdad que buscamos es una verdad liberadora, es una verdad que vamos a buscar en un punto de ocultamiento de nuestro sujeto. Es una verdad más particular. Ya que incluso, si podemos reencontrar la forma de la articulación que encontramos en cada uno, siempre nueva, la misma en otros, es de igual modo en tanto para cada uno se presente con su especificidad íntima, con ese carácter de Wunsch imperioso, al cual nada podría oponerse, lo que de algún modo permite juzgarla desde fuera. La mejor cualidad que podemos encontrarle, una vez que lo hemos hecho actuar, es que está allí, el verdadero. Wunsch que estaba en el principio de un comportamiento extraviado, de un comportamiento atípico.
Pero es en su carácter irreductible, su carácter de modificación última, que no supone otra normativización que la de una experiencia de placer o de pena, pero de una experiencia última, de donde surge y a partir del cual se conserva en la profundidad del sujeto bajo una forma irreductible. Es a partir de allí, de este descubrimiento que está lejos de ser algo que se presente de alguna manera como teniendo un carácter de ley universal, sino al contrario, de la ley más particular, —incluso si es universal que esta particularidad se encuentre en cada uno de los seres humanos— es bajo esta forma, que hemos calificado de fase regresiva, infantil, irreal, con ese carácter de pensamiento librado al deseo, de deseo tomado por la realidad, que la reencontramos.
Y lo que seguramente constituye el texto de nuestra experiencia, si puedo decir es todo nuestro descubrimiento, ¿reside allí toda nuestra moral, en la puesta al día, en el descubrimiento como tal de este pensamiento de deseo, de la verdad de este pensamiento? ¿De su sola revelación esperamos que se haga un lugar neto para un pensamiento diferente? En cierta forma, es verdad. Es también simple en cierto modo. En cierta forma, al formularlo así, todo está verdaderamente velado.
Pues ese pensamiento, después de todo si fuera a eso que debiera limitarse el beneficio, la novedad de la experiencia analítica, no sería otra cosa, no iría más lejos que algo que ha nacido antes del psicoanálisis y que, pese a todo, está fechado de cierta manera en la historia. El pensamiento del niño que es el padre del hombre, la fórmula citada respetuosamente por Freud mismo es de Wordsworth, es decir de un poeta romántico inglés..
Y no es por nada que la encontremos allí. Que encontremos que al principio de no sé qué de nuevo, de conmocionante hasta de irrespirable, que se desencadena a principios del siglo XlX con la Revolución Industrial, en el país más avanzado en el orden de sus efectos, a saber, Inglaterra, que el romanticismo inglés se presente con esos rasgos particulares del valor dado a los recuerdos de la infancia, al mundo de la infancia, a los ideales y a los votos de la infancia, con respecto a los cuales se puede decir que los poetas de la época toman como la raíz, no solamente de la inspiración, sino de la explotación de sus temas principales. Eso en lo cual se distinguen radicalmente de los poetas que los preceden y especialmente de esta admirable poesía, que se llama no sé por qué, metafísica, del siglo XVII y de principios del siglo XVIII.
Esta referencia a la infancia, esta idea del niño que hay en el hombre, esta idea de que algo exige al hombre ser otra cosa que un niño y que sin embargo las exigencias del niño, se hacen sentir en él como tal perpetuamente, es una idea que en el orden de la psicología, es situable históricamente.
Un hombre de la misma época que vivió también en la primera mitad del siglo XlX, un victoriano de la primera época, el historiador Mcaulay, hacia notar que en su época no se podía acusarlo a uno de ser un hombre deshonesto o de ser completamente un imbécil, ya que se tenía una excelente arma en el hecho de no haber devenido un espíritu enteramente adulto, de conservar rasgos de mentalidad infantil. Esta suerte de argumento, tan datable históricamente al punto que no podemos encontrar el testimonio en ninguna otra parte en la historia antes de esta época, muestra algo que escande, que constituye un corte en la evolución histórica. En el tiempo de Pascal, si se habla de la infancia, es para decir que un niño no es un hombre. Si se habla del pensamiento del adulto, no es en ningún caso para reencontrar jamás allí los rasgos de un pensamiento infantil.
La cuestión, si puedo decirles, no se plantea en estos términos. Yo diría hasta un cierto punto, que el hecho de que la planteemos constantemente en estos términos, si bien ello está motivado, justificado por la experiencia, por los contenidos, por el texto de nuestra relación a la neurosis, por la referencia de esta experiencia a la génesis individual, es también algo que, de cierto modo, nos vela lo que hay detrás.
Ya que al fin de cuentas, por verdadera que sea, hay otra posición, otra tensión entre el pensamiento con el cual nos las vemos en el inconsciente, y aquél que calificamos, Dios sabe por qué, de pensamiento adulto. Precisamente lo que demostramos y lo que vemos, y lo que tocamos sin cesar con el dedo, es que es más bien una pérdida de rapidez, de velocidad, en relación a este famoso pensamiento del niño del cual nos servimos para juzgar a nuestro adulto, como, no diría para nada como contraste, sino como punto de referencia, punto de perspectiva, donde estos inacabamientos, incluso estas degradaciones, confluirán y concluirán.
Hay incluso allí, de manera perpetua, una suerte de contradicción en el uso que hacemos de esta referencia. Yo leía, aún antes de venir aquí, en Jones, una suerte de exclamación sobre las sublimes virtudes de la presión social, sin la cual nuestros contemporáneos, nuestros hermanos los hombres, se presentarían como vanidosos, egoístas, sórdidos, estériles, etc. Pero uno está tentado de puntuar al margen: ¿pero qué otra cosa son? Y cuando hablamos del ser adulto, ¿a qué suerte de referencia nos remitimos? ¿Dónde está ese modelo del ser adulto?.
Esto nos incita a reinterrogar la arista verdadera, la arista dura del pensamiento de Freud, cuando hace algo que sin ninguna duda ha empalmado en toda esta experiencia, en todo este material, que se ordena en términos de desarrollo ideal, y que en su principio, en el origen, en la oposición, para ponerla allí al fin designada por su nombre, entre proceso primario y secundario, entre Principio de Placer y Principio de Realidad, encuentra sus términos, encuentra su tensión, su oposición fundamental en un sistema muy diferente de referencia, en otro orden diferente de ése al cual el desarrollo, la génesis —pienso habérselos hecho sentir suficientemente, aún cuando, entiendan bien, estoy forzado aquí a hacerlo de una manera rápida— no da más que un soporte inconstante.
Cuando Freud está en el curso de su autoanálisis, escribe en una carta corta, la carta 73: mi análisis prosigue; sigue siendo mi interés principal. Estando todo aún oscuro, ciertos problemas llaman, incluso el problema de que se trata, coloca ahí algo, un sentimiento de confort. Es, dice, como si uno tuviera que tomar de una despensa y sacar las cosas de las cuales tuviera necesidad. Lo desagradable, dice, son die Stimmung, a saber, en el sentido más general que podemos dar a esta palabra que tiene su resonancia especial en alemán, los estados de humor.
Se trata, hablando propiamente, de los sentimientos, de los estados de sentimiento que por su naturaleza esencial cubren, ocultan, ¿qué?: die Wirklichkeit; la realidad.
Es en términos de interrogación sobre esta Wirklichkeit, sobre esta realidad, que Freud interroga eso que se le presenta como Stimmung. Y la Stimmung por su naturaleza, es lo que le desvela, lo que hay en su autoanálisis para buscar, lo que interroga, lo que con respecto a lo cual tiene el sentimiento de tener como en una habitación oscura, esa despensa, todo eso de lo cual tiene necesidad, y que lo espera allí, siempre en reserva, pero cuya Stimmung le está esencialmente oculta.
No es guiado hacia allí por sus Stimmung. Es ése el sentido de su frase: lo más desagradable, son los Stimmung que obstaculizan la realidad que busca. Es por el camino de una búsqueda de la realidad, que en alguna parte en el seno de sí misma, se plantea la experiencia freudiana en el origen y se explica, se siente, lo que constituye la originalidad de su punto de partida. Agrega por otra parte, en la misma línea incluso la excitación sexual es para alguien, como yo, algo, en esta vía, inutilizable. Incluso no me fío en esto para ver dónde están las realidades últimas. Conservo en todo este asunto mi buen humor. Antes de arribar al resultado debemos saber guardar aún un instante de paciencia.
Les señalo que en esta ocasión, en un pequeño libro reciente, cuya lectura no puedo, pese a todo, decir que recomiende, pues es un libro muy singularmente discordante, de Erich Fromm casi insidiosa y, en el límite difamatoria. Este libro «La misión de Sigmund Freud», formula preguntas insinuantes pero no ciertamente desprovistas de interés en lo concerniente a los rasgos sopechosos de la personalidad de Freud en el sentido evidentemente siempre desvalorizador. En particular extrae del texto las frases de Freud sobre la excitación sexual, para poder concluir que Freud ya era impotente a los cuarenta años.
Estamos pues ahora en condiciones de interrogar el manuscrito de Freud de 1895, que el azar de las cosas puso a nuestra disposición, en lo concerniente a la concepción fundamental de la estructura psíquica. Había pensado titularlo «Psicología para neurólogos». Como nunca lo publicó, el borrador quedó anexado al paquete de las cartas de Fliess y lo tenemos gracias a la recuperación de esas colecciónes.
Es pues no solamente legítimo, sino obligado que partamos de allí para interrogar qué quiere decir en su reflexión la temática del Principio de Realidad como opuesto al Principio del Placer. ¿Hay allí, si o no, algo difrente en relación a lo que constituye el sendero de su pensamiento y, al mismo tiempo las direcciónes de nuestra experiencia?.
Allí podemos encontrar esa arista más profunda que, creo, es exigible en esta ocasión.
La oposición del Principio del Placer con el Principio de Realidad fue rearticulada a lo largo de toda la obra de Freud —1895,el Entwurf— 1900 el capítulo VII de la Traumdeutung, con la primera rearticulación pública de los procesos llamados primario y secundario, el uno gobernado por el Principio del Placer, el otro por el de Realidad— 1914, lo retoma en el artículo del que extraje el sueño que destaqué tanto el año pasado, el del padre muerto, él no lo sabía, el artículo Formulierungen über die zwie Prinzien des Psychischen Geschehens podría traducirse de la estructura psíquica —1930, ese Malestar en la cultura al que llegaremos, lo prometí, como nuestro término.
Otros, antes que Freud, hablaron del placer como una función directiva de la ética. No sólo Aristóteles le presta atención, sino que no puede dejar de llevarnos al centro mismo del campo de su dirección ética. ¿Qué es la felicidad si ella no implica la flor del placer? Una parte importante de la discusión de la Etica a Nicómaco está destinada a poner nuevamente en su lugar la verdadera función del placer, es conducida como para hacer de ella, muy curiosamente por otro lado, un estado que no es simplemente pasivo. El placer en Aristóteles es una actividad que es comparada con la flor que se desprende de la actividad de la juventud —de algún modo de su irradiación. Para colmo, es también el signo de la plenitud de una acción, en el sentido propio de enérgeia, término en el que se articula la verdadera praxis como entrañando en ella misma su propio fin.
El placer, sin ninguna duda, encontró muchas otras modulaciones a través de las épocas, como signo, estigma o beneficio o sustancia de la vivencia psíquica. Pero veamos qué es en quién nos interroga, en Freud.
Lo que no puede dejar de impresionarnos primero, es que su principio de placer es un principio de inercia. Su eficacia es reglar, por una suerte de automatismo, todo lo que converge de un proceso que Freud en su primera formulación aparente tiende a presentar como el resultado de un aparato preformado, estrechamente limitado al aparato neuronal. Este regla las facilitaciones que conserva tras haber sufrido sus efectos. Se trata esencialmente de todo lo que resulta de una tendencia fundamental a la descarga donde una cantidad está destinada a fluir.
Esta es la perspectiva en la que nos es articulado, en primer término el funcionamiento del principio del placer.
Esta tentativa de formulación hipotética se presenta con un carácter único en lo que nos queda escrito de Freud —y no hay que olvidar que ella le disgustó y no quiso publicarla. Sin duda, la escribió con pelos y señales para responder a las exigencias de una coherencia de él mismo para consigo mismo ante él mismo. Pero cabe decir que ella no hace ninguna referencia, al menos aparente, a los hechos clínicos que sin duda alguna tienen para él todo el peso de las exigencias con las que debe enfrentarse. Aquí, conversa consigo mismo o con Fliess, lo cual dado el caso es casi lo mismo. Se da una representación probable, coherente, una hipótesis de trabajo, para responder a algo cuya dimensión concreta y experimental aquí está enmascarada, eludida.
Se trata, dice, de explicar el funcionamiento normal de la mente. Para hacerlo, parte de un aparato cuyos datos primeros están en máxima oposición con la culminación en la adecuación y el equilibrio.
Parte de un sistema que, por su propia inclinación, se dirige esencialmente hacia el señuelo y el error. Este organismo parece hecho enteramente para no satisfacer la necesidad, sino para alucinarla. Conviene pues, que se le oponga otro aparato, que entra en juego para ejercer una instancia de realidad, y que se presenta esencialmente como un principio de corrección, de llamado al orden.
No fuerzo la nota —Freud mismo entiende claramente que debe haber una distinción entre los aparatos, de la que confiesa no encontrar huella alguna en los soportes anatómicos.
El principio de realidad, es decir aquello a lo cual el funcionamiento del aparato neuronal debe a fin de cuentas su eficacia, se presenta como un aparato que va mucho más allá del simple control, se trata de rectificación. El modo bajo el que opera no es más que un rodeo, precaución, retoque, contención. Corrige, compensa, lo que parece ser la inclinación fundamental del aparato psíquico y, fundamentalmente, se opone a ella.
El conflicto aquí es introducido en la base, en el principio mismo de un organismo que parece, después de todo, digámoslo, más bien destinado a vivir. Nunca nadie, nunca ningún sistema de reconstitución de la acción humana había llegado tan lejos en la acentuación de ése carácter fundamentalmente conflictivo. Ninguno había extremado tanto la explicación del organismo en el sentido de una inadecuación radical, en la medida en que el desdoblamiento de los sistemas está hecho para ir contra la inadecuación fundamental de uno de los dos.
Esta oposición del sistema Fi con el sistema Psi, articulada con todo detalle, casi parece una apuesta. Pues ¿qué la justifica? Tan sólo la experiencia de las cantidades indomables con las que Freud se encuentra en su experiencia de la neurosis.
Esto es lo que constituye la exigencia de todo sistema.
Lo que justifica la colocación de un primer plano de la cantidad como tal es algo muy diferente —lo sentimos del modo más directo— del deseo de Freud de adecuarse a los ideales mecanicistas de Helmholtz y de Brücke.
Esto corresponde para él a la experiencia vivida más inmediata, la de la inercia que a nivel de los síntomas le oponen cosas cuyo carácter irreversible siente. Esta es su primera penetración en la oscuridad hacia la Wirklichkeit que es aquello entorno a lo que recae su pregunta, allí está el mecanismo, el relieve, y la acción de toda esta construcción. Aquí también yo les pido hacer la relectura, no con los anotadores, comentadores y connotadores que lo han publicado, diciendo si está más o menos cerca del pensamiento puramente psicológico o fisiológico, o si se relacióna con Herbart, con Fechner o con algún otro, sino dándose cuenta que estamos, bajo esta forma fría, abstracta, escolástica, complicada, ante un texto detrás del cual se siente una experiencia y que esta experiencia es en el fondo, en su naturaleza, una experiencia de orden moral. Y diría casi, que de eso también tenemos, incluso yo, porque se hace historia acerca de este tema, como si explicar un autor como Freud, por las influencias, por la mayor o menor homonimia de tal de sus fórmulas con aquéllas que han sido empleadas antes de él por un pensador, en un contexto diferente, fuera algo que tuviera en sí su alcance, quiero decir su alcance esencial. Por qué no haría yo mismo otro tanto ya que es un ejercicio al cual uno se libra y les diría que en ciertos momentos eso es lo que hace Freud para explicar, con la ayuda de qué se opera esta actividad de retorno, esta actividad de retención, quiero decir, cómo el aparato que soporta los procesos segundos, opera para contornear los desencadenamientos de las catástrofes que arrastran fatalmente en un tiempo demasiado o demasiado poco el dejar llevarse por sí mismo del aparato del placer; si le deja demasiado pronto, será el movimiento, y como el movimiento será desencadenado simplemente por un voto inconsciente, será forzosamente doloroso, acabará en un displacer; si interviene por el contrario demasiado tarde, es decir si este aparato no da esta pequeña descarga que tendrá el sentido de una prueba, de una tentativa gracias a la cual podrá darse en la acción un comienzo de solución adecuada, será al contrario entonces, la descarga regresiva, a saber, la alucinación misma, igualmente fuente de displacer.
Este funcionamiento del aparato en tanto soporta el principio de realidad, no es algo que les parecerá singularmente próximo a lo que en alguna parte, cuando Aristóteles se plantea la cuestión de saber cómo aquél que sabe puede ser intemperante… él da varias soluciones. Salteo las primeras que hacen intervenir elementos concernientes al silogismo, hablando propiamente, de los elementos dialécticos, que están al fin de cuentas, bastante lejos de nuestro interés en esta ocasión, pero da también en un momento, una tentativa de solución no dialéctica sino de algún modo más física. Pero es igualmente bajo la forma de cierto silogismo de lo deseable que lo promueve, a saber, bajo la forma de una cierta toma de noción universal, como por ejemplo, lo que expresa en el libro VII precisamente sobre el placer en el capítulo V de ese Iibro.
Creo que vale la pena que sea leído enteramente. Allí, en presencia de la proposición universal: es menester gustar todo lo que es dulce, habría una menor, particular, concreta: esto es dulce. Y seria en el error que hay, en el juicio particular de esta menor, donde residiría el principio de la acción errónea. ¿Por qué? ¿En qué? Justamente en que el deseo, en tanto es subyacente, evocado por la proposición universal: es menester gustar todo lo que es dulce haría surgir ese juicio erróneo concerniente a la actualidad de lo dulce, de lo pretendidamente dulce hacia lo cual la actividad se precipita.
Seguramente tenemos aquí algo de lo cual no podemos dejar de pensar que Freud, que en el ’87 había asistido al curso de Brentano sobre Aristóteles, recubre, pero de una manera puramente formal, con un acento completamente diferente, una especie de articulación del problema propiamente ético como tal, que él retranspone en la perspectiva de su mecánica hipotética, que no es más una psicología, como no importa cuál otra de las que han sido elucubradas en la misma época.
Pues no nos hagamos ilusiones, en psicología nada vale más en el presente, que el planteo de Freud. Todo lo que ha sido elucubrado sobre el funcionamiento psicológico, por más que los aparatos nerviosos podrían dar cuenta de lo que es concretamente para nosotros el campo de la acción psicológica, conserva el mismo aspecto de hipótesis bizarra.
De lo que se trata en Freud, es de retornar a articulaciones lógicas, silogísticas, que no son otra cosa que las mismas que siempre han sido puestas en ejercicio por los éticos, en el mismo campo, pero a las cuales Freud da otro alcance.
Si pensamos en esto, lo interpretarnos en su verdadero contenido, que es éste que yo les enseño: es que el or-thos-logos del cual se trata para nosotros, no son justamente proposiciones universales. El ortologos del cual se trata para nosotros, es la manera en que les enseñó a articular lo que pasa en el inconsciente, es el discurso que se mantiene a nivel del principio del placer. Y es en relación a este «orthos» entre comillas de ironía, que el principio de realidad tiene que guiar al sujeto para que llegue a una acción posible.
El principio de realidad, pues, se presenta en la perspectiva freudiana como tal, como ejerciéndose de una manera que es esencialmente precaria. Ninguna filosofía hasta ahora ha podido ir tan lejos en ese sentido, no en la puesta en cuestión de la realidad como tal, ella no fue cuestionada en el sentido en que los idealistas han podido ponerla en cuestión; junto a Freud los idealistas de la tradición filosófica tienen la cabeza pequeña, pues al fin de cuentas esta famosa realidad, no la niegan seriamente, la domestican. Esto consiste en decirnos que somos nosotros quienes damos la medida de la realidad y que no hay que buscar más allá. La posición llamada idealista, es una posición de confort. La de Freud, como la de todo hombre sensato, es una cosa muy distinta.
La realidad es precaria, y es justamente en la medida en que su acceso es tan precario que los mandatos que trazan su vía son mandatos tiránicos. Los sentimientos, en tanto guías hacia lo real, son engañosos. La intuición que anima toda la búsqueda autoanalítica de Freud, no se expresa de otro modo que en relación a este abordaje exigido del hombre hacia lo real. Su proceso mismo de abordaje sólo puede hacerse por la vía de una defensa primaria.
La ambigüedad profunda de este abordaje se inscribe en términos de abordaje de defensa, de defensa que existe ya antes mismo que se formulen las condiciones de la represión como tal.
Y para poner el acento sobre lo que llamo aquí la paradoja de la relación con lo real en Freud, quisiera colocarles esto en el pizarrón. Principio del placer de un lado, principio de realidad del otro. Para los que están versados con estos dos términos, las cosas parecen ir sobre rieles, y es bien claro que en líneas generales, aunque sepan que en líneas generales está de un lado lo inconsciente y del otro la conciencia, de los que he dado aquí al menos los polos bajo los cuales se manifestarán al nivel del conocimiento la oposición de este aparato, les ruego sin embargo detener aquí vuestra atención para seguir los puntos que voy a intentar hacerles observar.
Es a saber: ¿a qué somos llevados a articular el aparato de percepción como tal? A la realidad seguramente. Sin embargo, ¿qué es lo que la novedad misma aportada por Freud nos permite plantear de hecho, por lo menos si seguimos su hipótesis? Es que si hay algo sobre lo cual en principio se ejerce el gobierno del principio del placer, —ésa es la novedad aportada por Freud— es precisamente esta percepción. El proceso primario, nos dice Freud en la parte VII de la Interpretación de los sueños, tiende a ejercerse en el sentido de una identidad de percepción. Poco importa que sea real o alucinatoria; ella tenderá siempre a establecerse. Si no tiene la suerte de recubrirse con lo real, será alucinatoria. Y éste es todo el peligro en el caso en el que el proceso primario gana la mano.
Por otra parte, ¿a qué tiende el proceso secundario? En este libro séptimo igualmente de la Interpretación de los sueños, pero está articulado ya en el «Proyecto» a: algo, nos dice Freud, que es una identidad de pensamiento, ¿qué quiere decir eso? Eso quiere decir que todo el funcionamiento interior del aparato psíquico —volveremos la próxima vez sobre la manera en que podemos esquematizarlo— es algo que se ejerce en el sentido de un tanteo, de una puesta a prueba rectificatoria, gracias a la cual el sujeto, conducido por las descargas que se producen de las Bahnung ya abiertas, hará la serie de ensayos, de giros, que poco a poco lo llevarán a la anastomosis, al franqueamiento de la puesta a prueba del sistema de alrededor, en ese momento en la experiencia de los diversos objetos presentes en relación a lo que forma la trama de fondo de la experiencia: a si uno puede expresarse así, la puesta en erección de un cierto sistema de Wunsch o de Erwartung de placer, definido como el placer esperado, y que tiende, por ese hecho, a realizarse en su propio campo de una manera autónoma, que en principio no espera nada de afuera para producirse, para ir directamente entonces a la realización más contraria a lo que tiende a desencadenarse.
El pensamiento pues, debería parecernos, en este primer abordaje, algo que encontrándose a nivel del principio de realidad, debe ponerse, si ustedes quieren, en la misma columna. No es sin embargo así, pues este proceso tal como nos es descrito por Freud; es, nos dice, por sí mismo y por su naturaleza, inconsciente.
Entendamos que a diferencia de lo que llega al sujeto en el orden perceptivo, proveniente del mundo exterior, nada de lo que se produce al nivel de esos ensayos, de esas tentativas, en donde en el psiquismo quizás por aproximación, se realizan las vías que permitirán al sujeto una adecuación, ninguna de estas vías, es como tal perceptible. Todo pensamiento, por su naturaleza, se ejerce por vías inconscientes. Sin ninguna duda no es el principio de placer quien lo gobierna sino está en un campo que es, a primera vista, a título de campo inconsciente, que era lo que podíamos esperar como sometido al principio del placer.
De lo que sucede a nivel de los procesos internos —y el proceso del pensamiento toma parte en ellos— el sujeto, en su conciencia, no recibe otro signo, nos dice Freud, más que de placer o de pena. Como en todos los otros procesos inconscientes, sólo llegan a la conciencia esos signos de placer o de pena.
¿Cómo tenemos pues nosotros, alguna aprehensión de esos procesos del pensamiento? Aquí Freud responde todavía de una manera plenamente articulada, únicamente en la medida en que se producen palabras. Lo que se interpreta comúnmente, y seguramente con esta pendiente de facilidad que es propia de toda reflexión que permanece pese a ella y siempre, marcada, si puede decirse, por el paralelismo, lo que se interpreta ordinariamente diciendo: pero claramente Freud nos dice allí que las palabras son lo que carácteriza el pasaje al preconsciente. ¿Pero el pasaje justamente de qué?
De los movimientos en tanto ellos son los del inconsciente. Freud nos dice que nos es dado conocer sólo por palabras, lo que son esos procesos del pensamiento. Lo conocido del inconsciente es algo que nos llega en función de palabras. Y esto está articulado en la forma más precisa, más potente, en el Proyecto, bajo la forma siguiente: por ejemplo, que no tendríamos del objeto desagradable como tal, y en tanto que objeto, más que la noción más confusa, que en verdad, no se destacaría jamás del contexto, del cual sería simplemente el punto no dicho, pero que arrastraría con él todo el contexto circunstancial.
El objeto en tanto tal, nos dice Freud, no es señalado al nivel de la conciencia más que en tanto —esto está articulado plenamente— el dolor hace dar un grito al sujeto. La existencia del objeto de feindliche Objekt como tal, es el grito del sujeto. Esto está articulado desde el Proyecto, y nos muestra la función que cumple como proceso de descarga, y como este puente al nivel del cual, algo de lo que pasa puede ser atrapado en la conciencia del sujeto. Es en tanto la conciencia del sujeto atrapa algo al nivel de la descarga del grito, que alguna cosa puede ser identificada, la que quedaría como todas las otras oscuras e inconsciente, si el grito no viniera a darle, en lo que respecta a la conciencia, el signo que le da su peso, su presencia, su estructura, y que del mismo golpe con este desarrollo, el desarrollo que le da el hecho de que los objetos mayores para el sujeto humano, son objetos parlantes, que le permitirán ver revelarse en el discurso de los otros, los procesos que son efectivamente aquéllos que habitan su inconsciente.
Si el inconsciente nos es revelado, en tanto sólo lo captamos en su explicitación, al fin de cuentas, en lo que está articulado a él de lo que pasa en palabras, es a partir de allí que tenemos el derecho, y tenemos tanto más derecho cuanto que la continuación de los acontecimientos, la continuación del descubrimiento freudiano nos lo muestra, de darnos cuenta que este inconsciente mismo no tiene otra estructura en último término que una estructura de lenguaje.
Y es esto lo que da alcance y valor a las teorías atomistas. Las teorías atomistas no tienen ninguna especie de relación, no recubren absolutamente nada de lo que pretenden recubrir, a saber, lo que sería un cierto número de átomos del aparato neurónico, de elementos pretendidamente individualizables de la trama nerviosa. Pero, al contrario, toda la teoría también las relaciones de contigüidad y de continuidad, ilustran admirablemente la estructura significante como tal, en tanto está interesada en toda operación de lenguaje.
¿Qué es lo que vemos presentarse entonces con este cuadro, es decir con este doble entrecruzamiento de los efectos respectivos del principio de realidad y del principio del placer, uno sobre el otro? El principio de realidad, en tanto gobierna lo que pasa a nivel del pensamiento, es únicamente en tanto que desde el pensamiento retorna algo que, en la experiencia interhumana, halla como articularse en palabras, que puede, como principio del pensamiento, llegar al conocimiento del sujeto, llegar a la conciencia inversamente al inconsciente, es en tanto que lo que pasa a nivel de elementos que son elementos, compuestos lógicos que son algo del orden del logos, que están articulados bajo la forma de un ortólogos, si quieren, de un logos oculto en el centro del lugar por donde, para el sujeto, se ejercen esos pasajes, esas transferencias motivadas por la atracción y la necesidad, la inercia del placer, que harán valer para él, indiferentemente, tal signo más que tal otro, en tanto éste puede venir en sustitución del primer signo o al contrario transferir a aquél la carga afectiva ligada a una primera experiencia.
Vemos pues la necesidad en estos tres niveles, de ordenar tres órdenes que son respectivamente de una sustancia, digamos, de la experiencia, o tema de una experiencia que corresponde a la oposición principio de realidad, principio de placer, que un proceso de la experiencia corresponda a la oposición del pensamiento con la percepción. ¿Pero qué vemos aquí?. El proceso de la experiencia psíquica se divide según se trate de la percepción ligada a la actividad alucinatoria, al principio del placer. Es lo que Freud llama realidad psíquica. Dicho de otra manera, es un proceso en tanto es proceso de ficción. Debe distinguirse de este otro término que se llaman los procesos del pensamiento, por los cuales efectivamente se realiza la actividad tendencial, a saber, el proceso apetitivo, en tanto el proceso apetitivo, que es un proceso de búsqueda, de reconocimiento, como Freud lo ha explicado más tarde, de hallazgo del objeto, se ejerce en alguna parte. Es ésta la otra faz de la realidad psíquica, su proceso en tanto inconsciente es también apetitivo.
Al nivel, en fin, de la objetivación, o del objeto, tenemos lo conocido y lo desconocido. Es porque lo que es conocido sólo puede ser conocido en palabras (paroles) que lo que es desconocido se presenta como teniendo una estructura de lenguaje. Y esto nos permite replantear la pregunta de lo que ocurre a nivel del sujeto. Al igual que la oposición ficción—apetito. cognoscible—no—cognoscible, divide lo que sucede a nivel del proceso y del objeto, a nivel del sujeto debemos preguntarnos en qué consiste, en último término, la aprehensión, la vertiente que podemos poner desde el punto de vista de la realidad entre uno y otro de ambos principios.
Y bien, les propongo calificarla así: lo que se presenta como sustancia al sujeto, a nivel del principio del placer, es el bien del sujeto en tanto el placer gobierna la actividad subjetiva, es el bien, es la idea del bien que lo soporta, y es por ello que en todos los tiempos los éticos no han podido hacer otra cosa que intentar identificar estos dos términos, sin embargo tan fundamentalmente antinómicos como son el placer y el bien.
Desde entonces, frente a esto, no podemos colocar cualquier cosa al nivel del sustrato de realidad de la operación subjetiva, algo que es un punto de interrogación. ¿Cuál es esta nueva figura que nos es aportada por Freud en la oposición principio de realidad, principio del placer? Seguramente es una figura problemática. Freud no sueña un sólo momento con identificar la adecuación a la realidad con un bien cualquiera. En el Malestar en la Cultura, Freud nos dice: seguramente la civilización, la cultura, pide demasiado al sujeto.
Si hay algo que se llama su bien y su felicidad, no hay nada que esperar ni del microcosmos, es decir de sí mismo, ni del macrocosmos. Y hoy terminaré en este punto de interrogación.