Nuestro propósito, lo espero, va a pasar hoy delante de la coyuntura celeste por su solsticio de invierno. Quiero decir, que llevado por la órbita que él comporta, ha podido parecerles que nos alejamos siempre de nuestro tema de la transferencia. Estén tranquilos, entonces. Alcanzamos hoy el punto más bajo de esta elipse, y creo que desde el momento en que entrevimos —si esto debe comprobarse como válido, algo a aprender del Banquete, era necesario llevar al punto al que vemos a llevarlo hoy, el análisis de partes importantes del texto, que pueden parecer como no teniendo relación directa con lo que tenemos para decir.
De todos maneras, no importa. Henos aquí ahora, en la empresa; y cuando se ha comenzado en una cierta vía de discurso, es justamente una especie de necesidad no física que se hace sentir, cuando queremos llevarla a su término.
Aquí seguimos la guía de un discurso, el discurso de Platón en el Banquete, el discurso que tiene a su alrededor toda la carga de las significaciones a la manera de un instrumento de música; o aún de una caja de música, todas las significaciones que a través de los siglos ha hecho resonar.
Un cierto aspecto de nuestro esfuerzo, es acercarnos todo lo posible al sentido de ese discurso. Creo que para comprenderlo, para juzgarlo, no se puede dejar de evocar en qué contexto del discurso, en el sentido del discurso universal concreto, está este texto de Platón.
Y aún aquí, que se me entienda bien. No se trata, a decir verdad, de reubicarlo en la historia. Ustedes saben que no es de ningún modo ése nuestro método de comentario, y que es siempre por lo que nos hace escuchar, a nosotros, que interrogamos un discurso, aunque haya sido pronunciado en una época muy lejana, donde las cosas que tenemos para escuchar, no habían sido siquiera divisadas. Pero en lo que hace al Banquete, no es posible dejar de referirnos a la relación que hay entre el discurso y la historia.
A saber, no como el discurso se sitúa en la historia, sino cómo la historia misma surge de un cierto modo de entrada del discurso en lo real. Y también, es necesario que les recuerde aquí, en qué momento del Banquete nos encontramos, en el siglo II del nacimiento del discurso concreto sobre el universo. Quiero decir, que es necesario que no olvidemos que esta eflorescencia «filosófica» del siglo VI, tan extraña, tan singular, por otra parte, por los ecos o los otros modos de una especie de coro terrestre que se hace escuchar, en la misma época, en otras civilizaciones sin relación aparente.
Pero dejemos esto de lado. No es la historia de los filósofos del siglo Vl, de Tales a Pitágoras o a Heráclito y tantos otros. lo que quiero esbozar. Lo que quiero hacerles sentir, es que es la primera vez en esta tradición occidental, aquélla a la cual se refiere el libro de Russell cuya lectura les recomendé, ese discurso se forma allí, como apuntando expresamente al universo por primera vez, como apuntando a transformar el universo en discursivo.
Es decir que al comienzo de ese primer paso de la ciencia, que seria la sabiduría, el universo aparece como universo del discurso. Y en un sentido no habrá jamás otro universo más que de discurso.
Todo lo que encontramos en esa época, hasta la definición de los elementos, sean cuatro o más, tiene algo que lleva la marca, la impresión, la estampilla de este requerimiento, de ese postulado, de que el universo debe librarse al orden del significante.
Sin duda, claro, no se trata de ninguna manera de encontrar en el universo elementos de discurso, sino dispuestos a la manera del discurso. Y todos los pasos que se articulan en esa época entre los sustentadores, los inventores de este vasto movimiento interrogativo, muestra bien que sobre algunos de esos universos que se forman, no se puede discurrir de manera coherente con las leyes del discurso —la objeción es radical. Recuerden ustedes el modo de operar de Zenón el dialéctico, cuando para defender a su maestro Parménides, propone argumentos sofísticos que deben poner al adversario en una dificultad sin salida.
Entonces, en el transfondo de ese Banquete, de ese discurso de Platón, y en el resto de su obra, tenemos esta tentativa grandiosa, en su inocencia, esta esperanza que habita en los primeros filósofos llamados físicos, de encontrar bajo la garantía del discurso, que es en suma toda su instrumentación de experiencia, la aprehensión última sobre lo real.
Les pido perdón si la evito. No es este un discurso sobre la filosofía griega, que yo pueda sostener ante ustedes. Les propongo, para interpretar un texto especial, la mínima temática que deben tener en el espíritu para juzgar bien ese texto. Y es así que debo recordarles que ese real, esta captación sobre lo real, no debe ser concebida en esta época, como lo correlativo de un tema, aunque fuese universal, sino como el término que voy a tomar prestado a la letra, aquélla de Platón, donde, a modo de disgresión, se dice lo que es buscado por toda la operación de la dialéctica.
Es simplemente la misma que hube de tener en cuenta el año pasado en nuestra exposición sobre la ética y que llamé la cosa. Ico to pragma. Entiéndase, justamente en el sentido de que esto no es raro, un asunto, entiendan si ustedes quieren, el gran asunto, la realidad última, aquélla de la cual depende el pensamiento mismo, que se le enfrenta, que la discute, y que no es, si puedo decirlo, más que una de las formas de practicarla. To pragma, la cosa, la praxis esencial.
Bien dicen ustedes que la teoría cuyo término nace en la misma época, por contemplativa que ella pueda afirmarse —y ella no es sólo contemplativa, la práctica de donde ella sale, la práctica órfica lo muestra bastante— no es, como nuestro empleo de la palabra teoría lo implica, la abstracción de esta praxis ni su referencia general. Ni el modelo, de cualquier forma que se pueda imaginar, de lo que sería su aplicación. Ella es, en el momento de su aparición, praxis misma. Ella misma es la teoría, el ejercicio del poder, el to pragma, el gran asunto.
Empédocles, el único de los maestros de esta época que elijo para citar, porque él es, gracias a Freud, uno de los patrones de la especulación, Empédocles, con su figura sin duda legendaria, ya que es esto lo que importa, que sea esta figura la que nos ha sido legada, Empédocles es un todopoderoso. El se propone como maestro de los elementos capaz de resucitar a los muertos, mago señor del secreto real en los mismos terrenos donde más tarde los charlatanes, deberían presentarse con la prestancia paralela.
Se le piden milagros, y él los produce. Como Edipo, él no muere, él vuelve al corazón del mundo en el fuego del volcán y la hiancia (béance).
Esto, van a verlo, es muy cercano a Platón. Del mismo modo, no es por azar que se lo haya tomado a él en una época mucho más racionalista, que tan naturalmente le pidamos prestada la referencia del to pragma.
¿Pero Sócrates? Sería muy singular que toda la tradición histórica se hubiese equivocado al decir que aporta sobre este fondo algo original, una ruptura, una oposición. Sócrates se explica en eso, por más que pudiéramos tener fe en Platón; allí donde él nos lo presenta más manifiestamente, en el contexto de un testimonio histórico al respecto, es un movimiento de retroceso, la lasitud de asco con respecto a las contradicciónes manifestadas por sus primeras tentativas, como las que acabo de carácterizarles.
Es de Sócrates de quien proviene esta idea nueva, esencial, de que hay que garantizar ante todo el saber, y que la vía de mostrarles a todos, que no saben nada, es por sí misma una vía reveladora. Reveladora de una virtud, que en sucesos privilegiados no siempre es exitosa, y que Sócrates llama episteme, la ciencia. Lo que él descubre, en suma, lo que deduce, destaca, es que ese discurso engendra la dimensión de la verdad. El discurso, que se asegura de una certeza interna por su acción misma, asegura, allí donde quede, la verdad como tal. No es otra cosa que esta práctica del discurso.
Cuando Sócrates dice que es la verdad, no siendo él quien refuta a su interlocutor, muestra algo de lo cual lo más sólido es su referencia a una combinatoria primitiva, que es siempre la misma en la base de nuestro discurso. De donde resulta, por ejemplo, que el padre no es la madre. Y es al mismo título, y a este único título, que se puede declarar que el mortal debe ser distinguido del inmortal.
Sócrates remite, en suma, al dominio del puro discurso, toda la ambición del discurso. No es, como se lo cree, como se lo dice, más esencialmente aquél que hace volver el hombre al hombre, ni aún al hombre todas las cosas. Es Protágoras quien dio esta máxima: el hombre, medida de todas las cosas, Sócrates trae la verdad al discurso. El es en suma, si puede decirse, el supersofista y es allí donde reside su misterio, ya que si no fuera más que el supersofista no habría engendrado nada más que los sofistas, a saber lo que queda de ellos, es decir, una reputación dudosa.
Es, justamente, algo distinto de un sujeto temporal, lo que había inspirado su acción. Y aquí llegamos a la atopia, a ese lado insituable de Sócrates que es justamente la cuestión que nos interesa, cuando presentimos allí algo que puede aclararnos la atopia que es exigible por nosotros.
Es de esta atopia, de ese ningún lugar de su ser que él ha provocado — ciertamente, ya que la historia nos lo atestigua— toda esa descendencia de búsquedas cuyo destino está ligado en forma muy ambigüa a toda una historia que se puede fragmentar, la historia de la conciencia como se dice en términos modernos, la historia de la religión moral, política, en ultima instancia, cierto, y en menor escala el arte, toda esta línea ambigüa, digo, difundida y viva, para designarla alcanza con indicarles la cuestión más recientemente renovada por el más reciente imbécil: por qué los filósofos, si nosotros no sintiéramos a este descendencia solidaria de una llama transmitida de hecho, en sí ajena a todo lo que ella ilumina, sea el bien, lo bello, lo verdadero, aquello mismo de lo cual ella se jacta de ocuparse.
Si uno trata de leer, a través de los testimonios próximos así como a través de los efectos alejados próximos quiero decir, en la historia —como a través de sus efectos aún presentes aquí, la descendencia socrática, puede venirnos en efecto la fórmula de una especie de per versión sin objeto.
Y, a decir verdad, cuando uno se esfuerza en acomodar, en aproximar, en imaginar, en fijarse en lo que podría ser efectivamente ese personaje, créanme, que es cansador, y el efecto de esa fatiga, creo, no podría formularlo mejor que bajo las palabras que me vinieron uno de esos domingos a la noche: ese Sócrates me mata. Cosa curiosa, me desperté a la mañana siguiente infinitamente más gallardo.
Sin embargo, para tratar de decir cosas sobre esto, parece imposible partir sin tomar al pié de la letra lo que nos atestigua el entorno de Sócrates, y esto aún en la víspera de su muerte, que es él quien ha dicho que en suma no podríamos temer nada de una muerte de la cual nada sabemos. Y notablemente, no sabemos, agrega, si no es algo bueno.
Evidentemente, cuando se lee eso, se está tan habituado a leer en los textos clásicos sólo buenas palabras, que se les presta más atención. Pero es sorprendente cuando lo hacemos resonar en el contexto de los últimos seguidores a quienes arroja esa última mirada, un poco por debajo, y que Platón fotografía sobre documento —él no es taba allí— y que él llama esa mirada de toro; y toda su actitud durante su proceso. Si la apología de Sócrates nos reproduce exactamente lo que dice ante sus jueces, es difícil pensar, al escuchar su defensa, que él no quería expresamente morir.
En todo caso, él repudió expresamente, y como tal, toda patética de la situación, provocando así a sus jueces, habituados a las suplicaciones de los acusados rituales clásicos.
Entonces, a lo que apunto aquí en una primera aproximación sobre la naturaleza enigmática del deseo de muerte, que sin dada puede ser considerado como ambigüos un hombre que habrá tardado, en total, setenta años para obtener la satisfacción de ese deseo— es seguro que no podría ser tomado en el sentido de la tendencia al suicidio, ni al fracaso, ni a ningún masoquismo moral u otro. Pero es difícil dejar de formular ese mínimo trágico ligado al mantenimiento de un hombre en una zona de «no man’s land», de una entre dos muertes de alguna manera gratuita.
Sócrates —ustedes saben, que cuando Nietzsche descubrió esto, se le subió a la cabeza. El Nacimiento de La Tragedia, y toda la obra posterior de Nietzsche ha salido de aquí. El tono en el que les hablo, debe marcar bien cierta impaciencia personal. No se puede, tampoco, dejar de ver incontestablemente que Nietzsche ha puesto aquí el dedo encima, casi bastaba con abrir un diálogo de Platón al azar —la profunda incompetencia de Sócrates cada vez que él se acerca a este tema de la tragedia, es algo tangible.
Lean en el Gorgias. La tragedia transcurre allí ejecutada en tres líneas entre las artes de la adulación: una retórica, como tantas, no hay nada más que decir sobre eso. Nada de trágico, ningún sentimiento trágico, como uno se expresa en nuestros días sostiene esta(…) ver nota de Sócrates; solamente un demonio no olvidemos el daïmon ya que nos habla de él sin cesar —que lo alucina, aparen teniente para permitirle sobrevivir en ese espacio; le advierte agujeros en los que podría caer. No hagas eso. Y después, además, un mensaje de un dios del cual él mismo atestigua la función que desempeñó en lo que puede llamarse su vocación: el dios de Delfos, Apolo, al que uno de sus discípulos tuvo la idea descabellada, hay que decirlo de ir a consultar. Y dios respondió: hay algunos sabios, hay uno que no esta mal, es Eurípides, pero el sabio de los sabios, el fin de los fines, el sagrado, es Sócrates. Y después de ese día, Sócrates dijo: es necesaria que yo realice el oráculo del dios: yo no sabía que era el más sabio, pero ya que él lo ha dicho, es preciso que lo sea.
Es exactamente en esos términos que Sócrates nos presenta el viraje de lo que puede llamarse su pasaje a la vida pública. Es, en suma, un loco que se cree ordenado al servicio de un dios, un mesías, y para colmo en una sociedad de charlatanes, Ninguna otra carencia de la palabra del Otro (con mayúscula) más que esa palabra misma. No hay otra fuente de lo trágico más que ese destino que por un cierto aspecto bien puede parecernos, ser de la nada
Con todo eso, lo lleva a devolver el terreno del que les hablaba el otro día, el terreno de la reconquista de lo real, de la conquista filosófica , es decir científica, a devolver una buena parte del terreno a los dioses. No es para hacer paradoja, como algunos me lo han confesado — ustedes se divirtieron mucho al sorprendernos con la pregunta: ¿qué son los dioses? Y bien, les dije, los dioses, es de lo real (c’est du réel). Todo el mundo esperaba que dijera de lo simbólico. De ninguna manera. Usted ha hecho una broma, ha dicho es lo real. Y bien de ninguna manera. Créanme, no soy yo quien lo inventó. No son, para Sócrates manifiestamente, más que de lo real. Y ese real, cumplida su parte, no es nada en cuanto al principio de la conducta de Sócrates, que sólo apunta a la verdad.
El está exento de obedecer a los dioses en esa ocasión, siempre que defina esa obediencia. Se trata aquí de obedecer o más bien de cumplir irónicamente ante seres que tienen, también ellos, sus necesidades. Ya que en verdad no sentimos ninguna necesidad que no reconozca la supremacía de la necesidad interna del despliegue de lo verdadero, es decir de la ciencia.
Un discurso tan severo, puede sorprendernos por la seducción que ejerce. Sea como fuere, esta seducción nos es atestiguada en los rodeos de uno u otro de sus diálogos. Sabemos que el discurso de Sócrates, repetido incluso por los niños, por las mujeres, ejerce un encanto, si puede decirse, impactante. .
Viene el caso decirlo: «asi hablaba Sócrates». Transmite una fuerza que subleva a aquellos que se le aproximan, dicen siempre los textos platónicos. En resumen al sólo murmullo de la palabra, algunos dioses a su contacto.
Nótenlo, entonces, no hay discípulos sino más bien familiares, también curiosos, y además los embelesados, como se dice en los cantones provenzales, y también los discípulos de los otros que también vienen, que llaman. Platón no pertenece a ninguno de ellos. Es un rezagado, demasiado joven para haber visto más que el fin del fenómeno. No está entre los (…) ver nota que estaban allí a lo último.
Y es esa la razón última, hay que decirlo, muy rápido, como al pasar, de esta especie de testimonio en que se engancha cada vez que quiere hablar de su extraño héroe. Un tal lo ha recogido de un tal que estaba allí, a partir de tal o cual visita, donde mantuvieron tal o cual debate. El registro en la cabeza, aquí lo tengo en primera edición y aquí en segunda. Platón es un testigo muy particular. Se puede decir que miente, y por otra parte que es verídico aún cuando miente, ya que al interrogar a Sócrates, es su pregunta, la de Platón, lo que se abre su propio camino.
Platón es otra cosa. El no es un desharrapado. No es un errante. Ningún dios le habla, ni lo ha llamado. Y a decir verdad, creo que para él los dioses no son gran cosa. Platón es un maestro (maitre). Uno verdadero. Un maestro de la época en que la ciudad se descompone, llevada por la ráfaga democrática, preludio de las grandes confluencias imperiales. Es una especie de Sade pero más cómico. No se puede, naturalmente, como persona, no se pare de imaginar jamás la naturaleza de los poderes que depara el porvenir. Los grandes titiriteros de la tribu mundial, Alejandro, Seléucidas, Ptolomeo, todo eso es aún verdaderamente impensable. Los militares místicos, uno no se los imagina todavía.
Lo que Platón ve en el horizonte, es una ciudad comunitaria, tan indignante a sus ojos como a los nuestros. El haras (…) ver nota he aquí lo que promete en un panfleto que ha sido siempre la pesadilla de todos aquellos que no pueden reponerse de la discordancia, cada vez más acentuada, de la sociedad, con respecto a su sentimiento del bien. Dicho de otra manera, eso se llama la República y todo el mundo ha tomado esto en serio. Uno cree que es verdaderamente eso lo que quería Platón.
Repasemos algunos otros malentendidos, algunas otras elucubraciones místicas. Les decía que el mito de la Atlántida me parece ser más bien el eco del fracaso de los sueños políticos de Platón. Ella tiene relación con la aventura de la Academia. Probablemente consideren que mi paradoja tendría que ser más nutrida; es por esto que paso.
Lo que él quiere en todo caso, es sin embargo, la cosa, to pragma. El ha relevado a los magos del siglo precedente a un nivel literario. La Academia es una especie de ciudad reservada, de refugio de los mejores. Y es en el contexto de esta empresa, cuyo horizonte ciertamente iba muy lejos —lo que sabemos de lo que soñó en su viaje respecto de Sicilia, curiosamente sobre los mismos lugares donde su aventura hace de alguna manera eco al sueño de Alcibíades (éste soñó concretamente con un imperio mediterráneo con centro siciliano), llevaba un signo de sublimación más elevado. Es como una especie de atopía de la cual pensó poder ser el director.
Desde la altura de Alcibíades, evidentemente, todo esto se reduce a un nivel menos elevado. Quizás esto no iría más alto que una cumbre de la elegancia masculina. Pero sin embargo, sería despreciar ese dandismo metafísico no ver de qué alcance era capaz de alguna manera.
Creo que se tiene razón al leer el texto de Platón bajo el ángulo de lo que llamo ese dandismo —se trata de escritos para el exterior. Llegaré hasta a decir que él tira a los perros, que somos nosotros, los buenos menús o los malos trozos de un humor a menudo bastarte infernal; pero es un hecho que ha sido comprendido de otra manera. Es que el deseo cristiano, que tiene tan poca relación con todas esas aventuras, ese deseo cristiano cuya médula, cuya esencia está en la resurrección de los cuerpos (hay que leer a San Agustín para darse cuenta del lugar que esto ocupa); que ese deseo cristiano sea reconocido en Platón, para quien el cuerpo debe disolverse en una belleza supraterrestre, y reducirlo a una forma —de la que vemos a hablar enseguida, extraordinariamente descorporalizada, es el signo, evidentemente, de que se está en pleno malentendido.
Pero es justamente esto lo que nos vuelve a llevar a la cuestión de la transferencia, y a ese carácter delirante de una tal recuperación del discurso en otro con texto, que le es propiamente contradictorio. Qué es lo que se esconde allí sino el fantasma platónico, al cual vemos a acercarnos tanto como sea posible (no crean que se trata sólo de consideraciones generales), se afirma ya como un fenómeno de transferencia. ¿Cómo es posible que los cristianos —a quienes un dios reducido al símbolo del hijo, había dado su vida como signo de amor— se dejaran fascinar por la inanidad — ustedes recuerdan mi término de recién — especulativa, ofrecida como pasto por el más de interesado de los hombres, Sócrates?.
¿No hay que reconocer acaso allí el efecto de la única convergencia tangible entre las dos temáticas, a saber, el verbo presentado como objeto de adoración? Es por ello que es tan importante, frente a la mística cristiana, que no se puede negar que el amor haya producido frutos bastante extraordinarios, locuras, frutos por los cuales delinear, según la tradición cristiana misma, cuál es el alcance del amor en la transferencia que se produce alrededor de ese otro Sócrates, que no es nada más que un hombre que pretende conocerse allí, en amor, pero que deja la prueba más simplemente natural, a saber, que sus discípulos bromeaban con que perdía de tanto en tanto ante un bello joven, y como nos lo testimonia Xenofonte, de haber tocado un día (dejémoslo allí) con su hombro, el hombro desnudo del joven Critóbulo. Y Xenofonte nos dice el resaltado: esto le deja una contractura, nada más —nada menos tampoco— no es nada, es un cínico tan experimentado. Esto prueba en todo caso, una cierta violencia del deseo, pero deja, hay que decirlo, el amor en función un poco instantánea.
Esto nos explica, nos hace comprender, nos permite situar, que en todos los casos, para Platon, estas historias de amor, son simplemente bufonadas, que el modo de unión última con to pragma, la cosa, ciertamente no ha de ser buscado en el sentido de la efusión del amor, en el sentido cristiano del término. Y no es afuera que hay que buscar la razón de esto, ya que en el Banquete, el único que habla adecuadamente, —van a ver lo que yo entiendo por ese término — del amor, es un payaso.
Ya que Aristófanes, para Platón, no es otra cosa que un poeta cómico, para él es un payaso. Se ve muy bien cómo ese señor muy distante de la muchedumbre, este hombre, este Aristófanes obsceno, del cual no tengo que recordarles lo que ustedes pueden encontrar al abrir cualquiera de sus comedias — lo menos que ustedes podrían ver surgir en escena, es el caso por ejemplo, del pariente de Eurípides que va a disfrazarse de mujer para exponerse a la suerte de Orfeo, es decir a ser desollado en la asamblea de mujeres en lugar de Eurípides…se nos hace asistir en escena, a la quema de los pelos del culo, porque las mujeres, como todavía hoy en oriente, se depilan. Y paso por alto todos los otros detalles. Lo único que puedo decirles, es que supera todo lo que puede verse hoy en día en el escenario de un music hall de Londres, y no es poco decir.
Las palabras simplemente son mejores, pero no por eso son más distinguidas. El término de culo abierto (cul béant) es repetido en diez ocasiones seguidas para designar aquellos entre los cuales conviene elegir lo que llamaríamos hoy, en nuestro lenguaje, los candidatos más aptos para todos los roles progresivos. Ya que son estos los que interesan particularmente a Aristófanes.
Entonces, que sea un personaje de esta especie, y que además sea, lo he dicho ya, quien haya desempeñado el rol conocido por ustedes en la difamación de Sócrates, que fuera a él a quien Platón eligiera para hacerle decir las mejores cosas sobre el amor, esto debe, por cierto, despertar nuestra comprensión.
Para hacerles comprender bien lo que quiero decir al decir que es él a quien hace decir las mejores cosas sobre el amor, voy a ilustrarlos seguidamente. Por otra parte, aún alguien tan acompasado, medido en sus juicios, tan prudente como puede serlo él, sabio universitario que hizo la edición que tengo bajo mis ojos, el señor León Robin, aún él no puede dejar de estar sorprendido. Esto le hace soltar las lágrimas: es el primero que habla del amor mi dios, como hablamos nosotros. Es decir que él dice cosas que los acogota, que son las siguientes.
Antes que nada, este señalamiento, bastante fino, puede decirse que no es lo que se espera de un bufón; es él quien hace el señalamiento. Nadie, dice, puede creer que es et ton aphrodis ium sudotia. Se traduce: la comunidad del goce amoroso. Debo decir que esta traducción me parece detestable. Creo, por otra parte, que León Robin ha hecho otra para la Pléyade que es mucho mejor, ya que esto, verdaderamente quiere decir, no es por el placer de estar juntos en la cama que es en definitiva considerado el objeto, del cual cada uno de ellos se complace en vivir en común con el otro y en un pensamiento tan desbordante de solicitud. En griego, asti epimegales boudes. Es el mismo boudes, boudalios que ustedes encuentran el año pasado en la definición aristotélica de la tragedia. Por supuesto boudes quiere decir, solicitud, cuidado, complacencia, también quiere decir serio.
Para decirlo todo, esas personas que se aman, tienen un gracioso aire serio. Y pasemos esta nota psicológica para asimismo mostrar, designar, dónde está el misterio. He aquí lo que nos dice Aristófanes: es más bien una cosa completamente distinta que manifiestamente desea su alma, una cosa que es incapaz de expresar. Sin embargo, ella la adivina. La propone bajo el título de enigma. Supongan que mientras ellos descansan sobre el mismo lecho, Hefaistos —es decir Vulcano, el personaje con el yunque y el martillo— se alza ante ellos provisto de sus herramientas, y prosigue así: ¿no es éste — el objeto de vuestros deseos— que ustedes quieren identificarse lo más posible el uno al otro de manera que ni en la noche ni en el día, se abandonen el uno al otro? Si es verdaderamente esto de lo que tienen ganas, quiero, entonces, fundirlos juntos reunirlos al soplo de mi fragua de manera que de dos como sois, os transforméis en uno, y que mientras dure vuestra vida, viváis el uno y el otro en comunidad como no haciendo más que uno, y que después de vuestra muerte, allá en el sitio de Hades, en vez de ser dos seáis uno, tomados ambos en una muerte común. Y bien, ved si es eso a lo que aspiráis. Y al escuchar esa palabra, no habría uno solo, lo sabemos bien, que dijera que no, ni evidentemente que deseara otra cosa. Y cada uno pensaría por el contrario, que acaban tontamente de escuchar formular lo que desde hace mucho tiempo ansiaba como su reunión, su fusión con el amado «que sus dos seres no hagan más que uno».
He aquí lo que Platón hace decir a Aristófanes. Aristófanes dice sólo esto. Aristófanes cuenta cosas como ustedes saben, ustedes lo han visto, que son fuertes cosas que hacen reír, cosas que por otra parte él mismo anunció, que deben jugar justamente entre lo irrisorio y lo ridículo, si es cierto que entre esos dos términos se reparte el hecho de que el reír recae sobre aquélla a lo que lo cómico apunta, o sobre el comediante mismo.
¿Pero de qué hace reír Aristófanes? Ya que es indudable que hace reír y que hace el ridículo. ¿Hará Platón acaso que él nos haga reír del amor? Es evidente que esto ya nos testimonia lo contrario. Diremos incluso que en ninguna parte, en ningún momento de esos discursos, se toma al amor tan en serio, ni tampoco a lo trágico. Estamos exactamente en el nivel que nosotros le imputamos a este amor, nosotros los modernos, después de la sublimación cortesana, y después de lo que podría llamar el contrasentido romántico sobre esta sublimación, a saber, la sobreestimación narcisística del sujeto, quiero decir, del sujeto supuesto en el objeto amado.
Ya que es esto el contrasentido romántico en relación a lo que les enseñé el año pasado sobre la sublimación cortesana. Gracias a Dios, en los tiempos de Platón estamos todavía aquí, excepto en lo que hace a este extraño Aristófanes. Pero es un bufón. Estamos más bien en una observación de alguna manera zoológica de seres imaginarios, que toma su valor de eso que evoca, de lo que puede ser tomado seguramente en el sentido irrisorio de los seres reales.
Ya que es de esto de lo que se trata, estos seres cortados en dos como un huevo duro, uno de esos seres bizarros, como los que encontramos en los fondos de arena, una platija, un lenguado, una acedía evocadas aquí que tienen el aspecto de tener todo lo necesario, dos ojos, todos los órganos pares, pero que están aplastados de tal manera que parecen ser la mitad de un ser completo.
Está claro que en el primer comportamiento que sigue al nacimiento de esos seres que han nacido de una tal bi-partición, lo que Aristófanes nos muestra en primer lugar y lo que es el basamento de lo que de pronto aparece en una luz tan romántica para nosotros, en esta especie de fatalidad aterradora que hará buscar a cada uno de esos seres, primeramente y ante todo su mitad, y entonces, uniéndose a ella con una tenacidad, si puede decirse sin salida, hacerlos efectivamente languidecer uno al lado del otro por la imposibilidad de reunirse.
He aquí lo que nos describe, en sus largos desarrollos, lo que está dado detalladamente, lo que es extremadamente gráfico, lo que naturalmente es proyectado sobre el plano del mito, pero que es la vía por la cual el escultor es aquí el poeta, forja su imagen de la relación amorosa.
¿Pero radica aquí lo que debemos suponer, lo que palpemos que hay aquí de irrisorio? Evidentemente no. Esto está insertado en algo que irresistiblemente nos evoca, lo que todavía podríamos ver en la actualidad sobre la lona de un circo, si los clowns entraran, como se hace a veces, abrazados o enganchados de una forma cualquiera de a dos, acoplados vientre con vientre, y en medio de un gran torbellino de cuatro brazos, de cuatro piernas, y de sus dos cabezas, dando una o varias vueltas de pista.
En sí, es algo que vemos muy bien con el modo de fabricación de ese tipo de coro que hacían en otro género, las Avispas, los Pájaros, o aún las Bandadas de las cuales no sabremos nunca bajo qué pantalla aparecían en escena.
Pero aquí, ¿de qué especie de ridículo se trata? ¿Simplemente del carácter en sí bastante divertido de la imagen? Y aquí voy a hacer un pequeño desarrollo por el cual les pido disculpas si es que nos obliga a hacer un rodeo un poco largo, ya que es esencial.
Si ustedes leen ese texto, verán hasta qué punto, al punto que sorprende también a León Robin, es siempre lo mismo —no soy el único que sabe leer un texto— extraordinariamente, él insiste sobre el carácter esférico le ese personaje. Es difícil no verlo, porque ese esférico ese circular, ese sphaïra, es repetido con tal insistencia se nos dice, que los flancos, la espalda, pleuras knoton. todo eso se continúa en una forma muy redonda. Y es necesario que veamos esto como se los dije recién, como las dos ruedas empalmadas una sobre la otra y sin embargo chatas, mientras que aquí es redonda.
Y esto molesta al señor Lean Robín, que cambia una figura que nadie cambió nunca, diciendo: lo hago así porque no quiero que se insista tanto sobre la esfera. Es en el corte que está lo importante. Y no soy yo quien va a disminuir la importancia de este corte. Vamos a volver a esto dentro de un rato.
Pero de todas maneras es difícil no ver que estamos ante algo muy singular, de lo cual les diré enseguida el término, la clave, es que la irrisión de la cual se trata, aquello que está puesto bajo esta forma ridícula, es justamente la transferencia.
Naturalmente esto no les hace reír, porque la esfera no les da ni frío ni calor. Solamente, como bien dicen ustedes, durante siglos, no ha sido así. Ustedes no la conocen más que bajo la forma de ese hecho de inercia psicológica que se llama la buena forma. Y algunas personas, el señor Renfeld y otros, se dieron cuenta de que había en las formas una cierta tendencia a la perfección, de reunirse en el estado dudoso con la esfera. Que en suma era esto lo que daba más placer al nervio óptico.
Esto, por cierto, es muy interesante, y no hace más que anunciar el problema, ya que les señalo al pasar que esas nociones de gestalt sobre las cuales caminamos tan alegremente, no hacen más que reactivar el problema de la percepción. Ya que si hay tan buenas formas, es que la percepción debe consistir, si puede decirse, en rectificarlas en el sentido de las malas, de las verdaderas. Pero dejemos la dialéctica de esta buena forma en esta ocasión.
Esta forma tiene un sentido completamente diferente al de esta objetivación de interés limitado propiamente psicológico. En la época y en el nivel de Platón, y no solamente en el nivel de Platón, sino que antes que él, esta forma, sphaïros como dice aún Empédocles, cuyos versos el tiempo me impide leerles, sphaïros en masculino es un ser de todos los lados parecido a sí mismo, es de todos lados sin límites: Sphaïros kulkloteres, Sphaïros, que tiene la forma de una bola, ese sphaïros reina en su soledad real colmada por su propia satisfacción, su propia suficiencia. Ese Spherus frecuenta el pensamiento antiguo.
Es la forma que toma, en el centro del mundo de Empédocles, la fase de reunión de lo que él llama, en su metafísica, filia o filetes, el amor.
Este filotes que él llama en otra parte skelunes filotes, el amor que reúne que aglomera, que asimila, que aglutina. Exactamente, aglutinado, es atesis. Es la atesis del amor.
Es muy singular que hayamos visto resurgir bajo la pluma de Freud esta idea del amor como potencia unificadora pura y simple, y si puede decirse, la atracción sin límites para oponerla a tanatos; siendo que tenemos correlativamente y, ustedes lo notan de una manera discordante, una noción tan diferente y tanto más fecunda de la ambivalencia amor-odio.
Esta esfera la reencontramos por todas partes Les hablaba el otro día de Philolaus, él admite la misma esfera, la oposición a un mundo donde la tierra tiene una posición excéntrica (ya en la época de Pitágoras se sospechaba desde hacía mucho que la tierra era excéntrica). Pero no es el sol el que ocupa el centro, es un fuego central esférico al que nosotros, la fase de la tierra habitada, le damos siempre la espalda. Estamos, con respecto a ese fuego, como la luna esta respecto a nuestra tierra, y es por eso que no lo sentimos. Parece ser que para que no seamos a pesar de todo radiados por la radiación central, Philolaus ha inventado esta elucubración que hizo romper la cabeza ya a hombres de la antigüedad, a Aristóteles mismo: la anti-tierra.
Cuál podía ser, aparte de esto, la necesidad de esta invención, de ese cuerpo estrictamente invisible que era considerado como encerrando todos los poderes contrarios a aquellos de la tierra, que jugaba al mismo tiempo ese rol, parecería, de corta-fuego. Eso es algo, que como se dice, habría que analizar.
Pero esto sólo ha sido hecho para introducirlos en esta dimensión a la cual, ustedes saben, le acuerdo gran importancia, de lo que puede llamarse revolución astronómica, aún copernicana. Y para poner aquí definitivamente el punto sobre las íes, a saber eso que les indiqué que no es el egocentrismo, supuestamente desmantelado por el llamado Copérnico, lo que es el punto importante. Y es incluso por eso que es bastante falso o bastante vano llamarla una revolución copernicana, porque si en su libro sobre la revolución de los órdenes celestes, nos muestra una figura del sistema solar que se parece a la nuestra, a aquélla que hay en los manuales, incluso en el aula de sexto, donde se ve al sol en el medio y todos los otros que giran alrededor en orden, hay que decir que no era para nada un esquema nuevo. A saber, que todo el mundo sabía en los tiempo de Copérnico —no somos nosotros quienes lo he más descubierto— que en la antigüedad había uno llamado Aristarte de Samos, que había hecho el mismo esquema, seguramente en una forma comprobable.
La única cosa que hubiera podido hacer de Copérnico algo distinto a un fantasma histórico, ya que no es otra cosa, habría sido que su sistema hubiese sido no más cercano a la imagen que tenemos del sistema solar real, sino más verdaderas más verdadera, esto querría decir más despejada de elementos imaginarios que no tienen nada que ver con la simbolización moderna de los astros, más despejado que el sistema de Tolomeo. Entonces, él no es nada.
Su sistema está también atiborrado de epiciclos. Y los epiciclos, ¿qué son? Es algo inventado, y en lo cual nadie podía creer, por otra parte. La realidad de los epiciclos, no se imaginen que eran tan tontos como para pensar que verían lo que ustedes ven cuando abren sus relojes, una serie de pequeñas ruedas; pero existía esta idea de que el único movimiento que se podía imaginar era el movimiento circular.
Todo eso que se veía en el cielo era verdaderamente difícil de interpretar, ya que como ustedes saben, esos pequeños planetas errantes se libraban a todo tipo de jugarretas irregulares, cuyo zigzag se trataba de explicar. No se estaba satisfecho más que cuando cada uno de esos elementos de su circuito podía ser llevado a un movimiento circular. Por el contrario, si se llegaba, se estaba completamente satisfecho.
Lo singular es que no se haya llegado a más ya que a fuerza de combinar los movimientos giratorios con movimientos giratorios se podría pensar en principio que podría llegarse a dar cuenta de todo. En realidad era totalmente imposible debido a que, a medida que se los observaba mejor, uno se daba cuenta de que había muchas más cosas para explicar, aunque sólo fuera sus variaciones de tamaño, cuando apareció el telescopio.
Pero, poco importa. El sistema de Copérnico también estaba cargado de esta especie de redundancia imaginaria que lo taponaba, lo hacía más pesado, que el sistema de Tolomeo. Lo que sería necesario que lean durante estas vacaciones, y desearía hacerles ver que es posible, para vuestro placer es, a saber, como Kepler partiendo de los elementos del mismo Timeo, del cual les hablaré en Platón, es decir, de una concepción puramente imaginaria, con el acento que ese término tiene en el vocabulario que utilizo con ustedes, del universo enteramente regulado sobre las propiedades de la esfera, articulada como tal, como siendo la forma que lleva en sí misma las virtudes de suficiencia que hacen que pueda esencialmente combinar en sí la eternidad del mismo lugar con el movimiento eterno: es alrededor de especulaciones, por otra parte refinadas de esta especie, ya que él hace entrar allí, para nuestro estupor, los cinco sólidos como ustedes saben no hay más que cinco —perfectos inscribibles en la esfera; partiendo de esta vieja especulación platónica ya superada treinta veces, pero que ya al resurgir en esa vuelta del Renacímiento, y en la reintegración de los manuscritos platónicos en la tradición occidental, literalmente se sube a la cabeza de ese personaje cuya vida personal, créanme, en ese contexto de la revolución de los campesinos después de la guerra de los Treinta Años, es algo extraordinario y a lo cual, ya lo verán, les daré el medio de referirse; el mencionado Kepler, en la búsqueda de esas armonías celestes, y por un prodigio de tenacidad —se ve verdaderamente el juego de escondidas de la formación del inconsciente— llega a dar la primera captación que se haya tenido de algo que es aquélla en lo que consiste verdaderamente la fecha de nacimiento de la ciencia moderna. Buscando una relación armónica, llega a esa relación que existe entre la velocidad del planeta sobre su órbita y el área de la superficie cubierta por la línea que une el planeta al sol. Es decir que se da cuenta al mismo tiempo que las órbitas planetarias son elipses.
Y, créanme, porque se habla de esto en todas partes. Koyré ha escrito un libro muy bello que se llama (…) ver nota editado por Jones Hopkins, que ha sido traducido recientemente. Y me he preguntado lo que ha podido hacer Arthur Koestler, que no es lo que se considera siempre como un autor de la inspiración más segura. Les aseguro que es su mejor libro. Es fenomenal, maravilloso. No tienen ni siquiera necesidad de saber matemáticas elementales, para comprender a través de la biografía de Copérnico, de Kepler, de Galileo, con un poco de parcialidad del lado de Galileo —hay que decir que Galileo es comunista y él mismo lo confiesa.
Todo esto para decirles que, comunista o no es absolutamente cierto que Galileo no prestó jamás la menor atención a lo que había descubierto Kepler, porque por más genial que fuese en su invención de lo que podemos llamar verdaderamente la dinámica moderna, a saber, el haber encontrado la ley exacta de la caída de los cuerpos, lo que era un paso esencial, y bien entendido, a pesar de que sea sobre este asunto de geocentrismo que haya tenido todas sus complicaciones, no es menos cierto que Galileo era al respecto tan retardatario, tan reacciónario, tan apegado a la idea del movimiento circular perfecto, único posible para los cuerpos celestes, como los otros.
En una palabra, Galileo no había ni siquiera superado lo que llamamos la revolución copernicana, que amo bien sabemos, no se debe a Copérnico. Ustedes ven entonces, el tiempo que les lleva a las verdades abrirse camino ante un prejuicio tan sólido como la perfección del movimiento circular.
Podría hablarse de esto durante muchas horas porque es ciertamente muy divertido considerar por qué es así, a saber, cuáles son verdaderamente las propiedades del movimiento circular, y por qué los griegos habían hecho de esto el símbolo del límite como opuesto al apeïros Cosa curiosa, justamente porque es una de las cosas indicadas para volcar en el apeïron. Es por eso que sería necesario que yo les haga aumentar, decrecer, reducir a un punto, infinitesimarse un poco esta esfera. Ustedes saben por otra parte, que ella ha servido de símbolo corriente a esta famosa infinitud.
Hay mucho para decir. ¿Por qué esta forma tiene virtudes privilegiadas? Por supuesto, esto nos zambulliría en el corazón de los problemas concernientes al valor y a la función de la intuición en la construcción matemática.
Simplemente quiero decirles, que, ante todo, estos ejercicios que nos han hecho desexorcizar a la esfera, para que su encanto continúe ejerciéndose sobre los incautos, es que sin embargo, se trataba de algo a lo cual si puedo decirlo, también se apagaba la philia del espíritu y suciamente, como un fuerte adhesivo. Y que en todo caso, para Platón, y es a lo que quisiera remitirlos, en el Timeo, y en el largo desarrollo sobre la esfera, esta esfera que él nos describe con todo detalle, y curiosamente se corresponde, como una estrofa alternada, con todo lo que dice Aristófanes de estos seres esféricos.
Aristófanes nos dice que tienen patas; pequeños miembros en punta que giran. Pero hay una relación tal que por otra parte, lo que Platón, con una especie de acentuación que es sorprendente cuando se trata del desarrollo geométrico, siente la necesidad de hacernos notar al pasar, es que esta esfera tiene en su interior todo lo que necesita: es redonda, es plena, está contenta, se ama a sí misma y sobre todo, no necesita ni ojos ni oreja, ya que por definición, es la envoltura de todo aquello que puede estar vivo, y es esencial conocer todo esto que es lo viviente para captar la dimensión mental en la que podría desarrollarse la biología; y que fuera la noción de la forma lo que constituía esencialmente lo viviente, es algo que debemos tomar en un deletreo imaginario sumamente estricto.
Entonces, ella no tiene ni ojos ni orejas, ni pies, ni brazos, y sólo ha conservado un movimiento, el movimiento perfecto, aquél sobre sí misma. Hay seis movimientos; hacia arriba, hacia abajo, hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia adelante y hacia atrás.
Lo que quiero decir es que de la comparación de esos textos se desprende que, por esta especie de mecanismo de doble disparador, al hacerle hacer el bufón a un personaje que para él es el único digno de hablar de algo como el amor, llegamos a que Platón pareciera divertirse, en el discurso de Aristófanes, al hacer una bufonada, un ejercicio cómico sobre su propio concepto del mundo y del alma del mundo.
El discurso de Aristófanes, es la irrisión del sphaïros platónico, del sphaïros propio articulado en el Timeo. El tiempo me limita y, naturalmente, habría muchas cosas más para decir; que la referencia astronómica es segura y cierta se los demostraré de todas maneras, ya que puede parecer que estoy bromeando. Aristófanes dice que esos tres tipos de esferas que él ha imaginado— aquélla toda macho, aquélla toda hembra, aquélla macho y hembra— tienen, sin embargo, cada una un par de genitales, los andróginos como él los llama, tienen orígenes, y es tos orígenes son estelares. Unas, las macho, vienen del sol, las otras, las todo mujer (tout femme), vienen de la tierra, y los andróginos de la luna. Así se confirma el origen lunar de quienes, según Aristófanes —pues no se trata sino de tener un origen compuesto— tienen tendencia hacia el adulterio.
¿No se insinúa esta relación, y en mi opinión de manera suficientemente clara, esa fascinación ilustrada por el contraste de esta forma esférica que, siendo la forma que no se trata ni siquiera de tocar —no se trata tampoco de discutirla—, ha dejado al espíritu humano durante siglos en el error, de modo que nos hemos rehusado a pensar que fuera de toda acción, de todo impulso extraño el cuerpo esté o bien en reposo, o bien en movimiento rectilíneo uniforme? Se supone que el cuerpo en reposo no podía tener, fuera del reposo, sino un movimiento circular. Toda la dinámica se ha visto coartada por esto.
Acaso no vemos que en esta especie de ilustración incidental, que nos es dada bajo la pluma de agua que se puede llamar también un poeta, y que es Platón, que aquélla de lo cual se trata en esas formas, donde nada sobrepasa, donde nada se deja abrochar, no es más que de algo que tiene sus fundamento en la estructura imaginaria — les dije hace un rato que podría comentarse pero a la cual la adhesión, en lo que tiene de afectiva, se refiere a qué? a qué otra cosa sino a la Verwerfung de la castración.
Y es tan cierto, que lo tenemos también en el interior del discurso de Aristófanes. Ya que esos seres separados en dos como hemiperas, que durante un tiempo, que no se precisa bien porque es un tiempo mítico, van a morir en un vano abrazo por reunirse, y consagrados a vanos esfuerzos de procreación en la tierra —paso por alto también toda esa mística de la procreación en la tierra, de los se res nacidos de la tierra, que nos llevaría muy lejos— ¿Cómo es que la cuestión va a resolverse? Aristófanes nos habla aquí exactamente como Juanito. Se les va a desatornillar el genital que tienen en el lugar equivocado, porque evidentemente era el lugar donde estaba cuando eran redondos, en el exterior, y se les va a volver a atornillar sobre el vientre, del mismo modo que se hace con la canilla del sueño, que ustedes conocen de la observación a la que hago alusión.
La posibilidad del apaciguamiento amoroso, se encuentra referido — lo que es único y sorprendente bajo la pluma de Platón —a algo que se relacióna indudablemente, con una operación sobre el sujeto genital, ya sea que pongamos eso o no bajo el rubro del complejo de castración es evidente que aquélla sobre lo cual los rodeos del texto insisten, sobre el pasaje de los genitales a la fase anterior, lo que no significa simplemente que aparecen como posibilidad de corte, como unión con el objeto amado, sino que literalmente, vienen con él en esta especie de relación en sobre impresión, casi de sobreimposición. Es el único punto donde se traiciona, donde se traduce, y cómo no estar sorprendido en un personaje como Platón, concerniente manifiestamente a la tragedia— tenemos de ello mil pruebas —(las aprehensiones no iban mucho más lejos que las de Sócrates), cómo no estar sorprendidos ante el hecho de que allí por primera vez, por única vez, hace entrar en juego en un discurso— y en un discurso referente a una cuestión que es una cuestión grave, la del amor, el órgano genital como tal. Y esto confirma lo que les dije que era esencial del resorte de lo cómico, que está siempre en el fondo de esta referencia al falo.
No es casual que sea Aristófanes. Unicamente Aristófanes puede hablar de esto. Y Platón no se da cuenta que haciendo hablar de esto, lo hace hablar de lo que nos aporta aquí la báscula, la clavija, ese algo que va a hacer pasar todo el resto del discurso por otro lado. Es en este punto que retomaremos la próxima vez.