Una pequeña pausa antes de hacerles entrar en el gran enigma del amor de transferencia. Una pausa. Tengo mis razones para marcar a veces tiempos de pausa. Se trata en efecto de escucharnos, de que no perdamos nuestra orientación.
Desde el comienzo del año, entonces, siento la necesidad de recordarles que pienso, en todo lo que les enseño, no haber hecho más que remarcar que la doctrina de Freud implica el deseo de una dialéctica. Y aquí tengo que detenerme para hacerles notar que la ramificación está ya tomada. Y ya con esto he dicho que el deseo no es una función vital en el sentido en el que el positivismo ha dado su estatuto a la vida.
Entonces, está preso en una dialéctica, el deseo, porque está suspendido. Abran el paréntesis. He dicho bajo qué forma suspendido. Bajo la forma de metonimia. Suspendido a una cadena significante, la cual es como tal constituyente del sujeto, es por lo que el sujeto es distinto de la individualidad tomada simplemente hic et nunc. Ya que, no lo olviden, es hic et nunc es eso que lo define.
Hagamos el esfuerzo de penetrar eso que es la individualización, el instinto de la individualidad, entonces en tanto que este tendría que reconquistar para cada una de ellas, como se nos lo explica, por la experiencia o por la enseñanza, toda la estructura real. Lo que no es de todas formas concebible sin la suposición de que ella estaría allí al menos preparada por una adaptación, una acumulación adaptativa. Ya el individuo humano en tanto que conocimiento, sería flor de conciencia en el extremo de una evolución de la que ustedes saben que el pensamiento lo que pongo profundamente en duda, no después de todo porque considere que haya allí una dirección sin fecundidad, ni tampoco sin salida, sino solamente en tanto que la idea de evolución nos habitúe mentalmente a todo tipo de elisiones que son en todo caso muy degradantes para nuestra reflexión, y diría especialmente para nosotros, analistas, para nuestra ética —de todas maneras, volver sobre esas elisiones, mostrar las hiancias que deja abiertas toda la teoría de la evolución en tanto que ella tiende siempre a recubrir, a facilitar la conceptibilidad de nuestra experiencia, volver a abrir eses hiancias, es algo que me parece esencial.
Si la evolución es verdadera, en todo caso algo es seguro, y es que ella no es, como decía Voltaire, hablando de otra cosa, tan natural como eso.
En lo que se refiere al deseo, en todo caso, es esencial remitirnos a sus condiciones que son aquellas que nos son dadas por nuestra experiencia que trastorna todo el problema de los datos que consiste en lo siguiente: en que el sujeto conserve una cadena articulada fuera de la conciencia, inaccesible a la conciencia, una demanda y no una presión. Un malestar, una marca.
…creían que el cielo estaba hecho como las pequeñas esferas de Miller. Ustedes lo ven, por otra parte, ellos han fabricado sus epiciclos. He visto en un corredor del Vaticano últimamente, una linda colección de esos epiciclos regulando los movimientos de Marte, Venus, Mercurio. Eso hace un cierta número de epiciclos que hay que poner alrededor de la pequeña bola para que responda al movimiento.
Jamás nadie ha creído seriamente en esos epicilos. Y salvar las apariencias, quería decir, simplemente dar cuenta de eso que se veía en función de una exigencia de principios, de prejuicios de la perfección de esta forma circular.
Y bien, es más o menos lo mismo cuando se explican los deseos por el sistema de las necesidades, sean ellos individuales o colectivos. Y sostengo que nadie cree ya en la psicología, entiendo en una psicología que remonta a toda la tradición moralista, no más de lo que se creyó jamás, aún en los tiempos en los que se ocupaban de los epiciclos.
Salvar las apariencias en un caso como en otro, no significa nada más que querer reducir a formas supuestamente perfectas, supuestamente exigibles al fundamento de la deducción, lo que no se puede de ninguna manera con todo buen sentido, ubicar allí.
Entonces, ese deseo, de su interpretación, y para decirlo todo, de una ética racional, eso que trato de fundar con ustedes, la topología, la topología de base, y de esa topología, ustedes han visto desprenderse, en el curso del año pasado, esa relación dicha de la entre dos muertes, que no es, ni puedo decirlo, en sí misma, algo del otro mundo porque no quiere decir otra cosa que esto, que no hay para el hombre coincidencia de dos fronteras relaciónándose a esa muerte, quiero decir, la primera frontera, esté ella ligada a un vencimiento fundamental que se llama vejez, envejecimiento, degradación, o a un accidente que rompe el hilo de la vida, la primera frontera, esa en efecto donde la vida se acaba y se desanuda.
Y bien, la situación del hombre se inscribe en esto, en que esta frontera, es evidente, y esto desde siempre, es por eso que digo que no es nada del otro mundo, no se confunde con la que puede definirse bajo la fórmula más general, diciendo que el hombre aspira a aniquilarse allí, para allí inscribirse en los términos del ser. Si el hombre aspira —está allí, evidentemente la contradicción oculta, la pequeña gota a beber agua —el hombre aspira a destruirse en esto mismo en lo que se eterniza.
Esto, ustedes lo encuentran por todas partes, inscripto en ese discurso, tanto como en los otros. En el Banquete, encontrarán trazos de esto. A fin de cuentas, este espacio que tomé cuidado en ilustrarles el año pasado, mostrándoles los cuatro puntos donde se inscribe el espacio de la tragedia. Pienso que a partir de esta aclaración, no hay una de esas tragedias que no estén allí, porque algo había sido sustraído históricamente a los poetas del espacio trágico, para decirlo con todas las letras En la tragedia del siglo XVII, por ejemplo, la tragedia de Racine (y tomen cualquiera de esas tragedias, lo verán, es necesario, para que haya apariencia de tragedia, que en algún lado se inscriba este espacio del entre dos muertes. Andrómaco, Ifigenia, Bajazet, tengo acaso necesidad de recordarles la intriga de éstas, si ustedes demuestran que algo subsiste allí que se parezca a una tragedia, es porque de cualquier manera, en que sean simbolizadas, esas dos muertes están allí siempre.
Entre la muerte de Héctor y la que está suspendida sobre la frente de Astvanax, no se entiende más, no está entendido más que el signo de otra duplicidad
Para decirlo todo, que siempre la muerte del héroe, esté entre esta amenaza inminente llevada toda su vida, y el hecho de que él la afronte para pasar al recuerdo, no hay allí más que una forma irrisoria del problema de la posteridad. He aquí lo que siempre significa los dos términos siempre reencontrados de esta duplicidad de la función mortífera. Sí. Pero es claro que aunque sea necesario para mantener el marco del espacio trágico, se trata todavía de saber cómo ese espacio está habitado. Y quiero hacer al pasar esta operación de desgarrar las telas de araña que nos separan de una visión directa para incitarles tantas ricas resonancias poéticas que queden para ustedes, por todas sus vibraciones líricas, para remitirlos a las cúspides de la tragedia cristiana, a la tragedia de Racine, para que se den cuenta de esto tomen Ifigenia, por ejemplo todo lo que sucede. Todo lo que sucede allí, es irresistiblemente cómico. Hagan la prueba. Agamenón es allí, en suma, fundamentalmente carácterizado por su terror a la escena conyugal: «he aquí, he aquí los gritos que temía escuchar». Aquiles, que aparece en una posición increíblemente superficial respecto a todo lo que allí ocurre. ¿Y por qué? Trataré de puntualizárselos enseguida justamente en función de su relación con la muerte, esa relación tradicional por la cual es siempre traído, situado en primer plano por un moralista del círculo más íntimo, alrededor de Sócrates.
Esta historia de Aquiles que deliberadamente prefiere la muerte que lo hará inmortal, en vez del combate, que le dejará la vida, es revocado allí, por todas partes, en la apología de Sócrates misma, Sócrates la tiene en cuenta para definir lo que va a ser su propia conducta delante de sus jueces. Y encontramos allí el eco, hasta en el texto de la tragedia raciniana, se las citaré en seguida, bajo otra aclaración mucho más importante. Pero esto forma parte de los lugares comunes que a lo largo de los siglos no cesan de resonar, de rebotar, siempre crecientes en esa resonancia cada vez más honda y abotagada.
¿Qué le falta, entonces a la tragedia, cuando ella se prosigue más allá del campo de sus límites, límites que le daban su lugar en la respiración de la comunidad antigua? Toda la diferencia reposa sobre ciertas sombras, obscuridades, ocultaciones que se dirigen a los mandatos de la segunda muerte. En Racine, esos mandatos no tienen ninguna sombra por el hecho de que no estamos más en el texto donde el oráculo délfico puede incluso hacerse oír. No es más que crueldad, contradicción vana, absurdidad. Las personas epilogan, dialogan, monologan, para decir que hay seguramente un malentendido a fin de cuentas.
No es para nada así en la tragedia antigua. El mandato de la segunda muerte, por estar allí bajo esta forma velada, por formularse allí y ser recibido como relevante de esta deuda que se acumula sin culpable y se descarga sobre una víctima, sin que esa víctima haya merecido la punición, este «él no sabía», para decirlo todo, que les he inscripto en lo alto del gráfico, sobre la línea dicha de la enunciación fundamental de la topología del inconsciente, he aquí lo que ya alcanzado, prefigurado, diría yo, sino fuera esta una palabra anacrónica, en la tragedia antigua, prefigurado en relación a Freud que lo reconoce de entrada como relaciónándose a la razón de ser que él acaba de descubrir en el inconsciente.
El reconoce su descubrimiento y su dominio en la tragedia de Edipo, no porque Edipo mató a su padre, tampoco porque él tenga deseos de acostarse con su madre, por que esto, como un mitólogo muy divertido quiero decir que ha hecho una vasta colección, una vasta recopilación de mitos que es muy útil; es una obra que no tiene ningún renombre, pero de un buen uso práctico —que ha reunido en dos pequeños volúmenes aparecidos en Pinguin Books, toda la mitología antigua— cree poder dárselas de pícaro en lo que concierne al mito de Edipo, en el Edipo en Freud dice: ¿Por qué Freud no va a buscar su mito en la mitología egipcia, donde el hipopótamo es conocido por acostarse con su madre y aplastar a su padre? Y dice ¿por qué no lo ha llamado el complejo del hipopótamo? Y allí él cree haber lanzado una pregunta engorrosa a la barriga de la mitología freudiana.
Pero no es por eso que él lo ha elegido. Hay otros héroes además de Edipo que son el lugar de esa conjunción fundamental. Lo importante es, porque Freud encuentra su figura fundamental en la tragedia de Edipo, es el él no sabía que había matado a su padre y que se acostaba con su madre.
He aquí entonces, recordados, esos términos fundamentales de nuestra topología, porque es necesario para que continuemos el análisis del Banquete, a saber, para que ustedes comprendan el interés en que sea ahora Agatón el poeta trágico, quien venga a hacer su discurso sobre el amor.
Es necesario que prolongue aún esta pequeña pausa para aclarar mi propósito sobre este tema, de lo que poco a poco promuevo ante ustedes a través de ese Banquete, sobre el misterio de Sócrates. Misterio del que les decía el otro día, tuve por un momento ese sentimiento de eliminarme allí. No me parece insituable, sino que creo que podemos perfectamente situarlo, que está justificado que partamos de él para nuestra búsqueda de este año.
Recuerdo, entonces, en los mismos términos anotados que son los que acabo de rearticular delante vuestro, les recuerdo para que vayan a confrontarlo con los textos de Platón, los que por más que ellos son nuestros documentos de primera mano, desde hace algún tiempo remarco que no es en vano que los reenvíe a su lectura, no dudaré en decirles que deben repetir la lectura del Banquete, que casi todos ustedes han hecho, de la de Fedón, que les dará un buen ejemplo del método socrático, y es por lo que nos interesa.
Diremos entonces que el misterio de Sócrates, y hay que ir a ese documento de primera mano para hacerlo rebrillar en su originalidad, es la instalación de lo que él llama la ciencia, episteme, y de lo cual podrán ustedes controlar sobre el texto lo que esto quiere decir. Es evidente que esto no tiene el mismo sentido que para nosotros, que no estaba allí ni el más pequeño comienzo de eso que se articuló para nosotros bajo la rúbrica de ciencia. La mejor fórmula que pudieran dar de esta instalación de la ciencia, en que, en la conciencia, en una posición de absoluta dignidad, no se trata de nada más que de lo que en nuestro vocabulario podemos expresar como la promoción de esta posición de absoluta dignidad de un significante como tal.
Lo que Sócrates llama ciencia, es eso que se impone necesariamente a toda interlocución, en función de una cierta manipulación, de una cierta coherencia interna ligada, o que él cree ligada a la sola pura y simple referencia al significante.
Lo verán empujado a su último término por la incredulidad de sus interlocutores que, por más convincentes que sean sus argumentos, no llegan tampoco, como nadie, a ceder en absoluto, a la afirmación de Sócrates sobre la inmortalidad del alma. Es a lo que en último término Sócrates va a referirse y bien entendido de una forma en la que al menos para nosotros es cada vez menos convincente, es a propiedades como las de lo par y de lo impar. Es por el hecho de que el número tres no podría recibir de ninguna manera la calificación de la paridad, es sobre puntas como estas en las que reposa su demostración de que el alma no podría recibir, por lo que ella misma es, del principio mismo de la vida, la calificación de lo destructible.
Pueden ver hasta qué punto lo que yo llamo esta referencia privilegiada, promovida como una especie de culto, de rito esencial, la referencia al significante, es todo eso de lo que se trata en cuanto a lo que aporta de nuevo, de original, de tajante, de fascinante, de seductor —tenemos de esto el testimonio histórico— el surgimiento de Sócrates en medio de los sofistas.
Segundo término a despejar sobre lo que tenemos de ese testimonio, es el siguiente: es que, por el mismo Sócrates y por la misma presencia, esa fe total, de Sócrates, por su mismo destino, por su misma muerte y lo que él afirma antes de morir, aparece que esta promoción es coherente con ese efecto que les he mostrado en un hombre de abolir en él, parecería en forma total lo que yo llamaría con un término kirkegariano, el temor y el temblor, ¿frente a qué? precisamente no frente a la primera, sino a la segunda muerte.
No hay dudas allí para Sócrates. El nos afirma que esta segunda muerte, encarnada en su dialéctica en el hecho de que él da a la potencia absoluta, a la potencia del sólo fundamento de la certitud, esa coherencia del significante, es allí que él, Sócrates, encontrará sin ninguna duda, su vida eterna.
Me permitiré casi al margen, dibujar una especie de parodia, a condición bien entendido, de que no le den más importancia que lo que voy a decir, la figura del síndrome de Cotard, este infatigable cuestionador parece desconocer que su boca es carne y es en esto que es coherente esta afirmación, no se puede decir esta certitud. Estamos aquí frente, casi, a una suerte de aparición que nos es extraña, cuando Sócrates, no lo duden. de una forma muy excepcional, de una forma que para emplear nuestro lenguaje y para hacerme comprender, y para ir rápido, yo llamaré de una forma que es del orden del núcleo psicótico, despliega implacablemente sus argumentos que no lo son, pero también esta afirmación, más afirmante quizás que ninguna que hayamos escuchado, a sus discípulos el mismo día de su muerte, concerniente al hecho de que él, Sócrates, serenamente deja esta vida por una vida más verdadera, por una vida inmortal.
El no duda en reunirse, a los que, no lo olvidemos, existen aún para él, los inmortales. Ya que la noción de Inmortales no es eliminable, reductible para su pensamiento. Es en función de la antinomia, los inmortales y los mortales, absolutamente fundamental en el pensamiento antiguo, y no menos, créanme, para el nuestro, que su testimonio viviente, vivido, toma su valor.
Resumo entonces: este infatigable cuestionador que no es un hablante que rechaza la retórica, la métrica, la poética, que reduce la metáfora, que vive enteramente en el juego, no de la carta forzada, sino de la pregunta forzada, y que ve allí toda su subsistencia, engendra ante nosotros, desarrolla durante todo el tiempo de su vida, lo que yo llamaré una formidable metonimia cuyo resultado igualmente atestiguado —partimos de la atestación histórica es ese deseo que se encarna en esta afirmación de inmortalidad, de inmortalidad diría yo petrificada, triste, inmortalidad negra y laureada, escribe en alguna parte Valéry, ese deseo de discursos infinitos.
Pues en el más allá, si él está seguro de reunirse con los inmortales, está también dice, casi seguro de poder continuar durante la eternidad, con los interlocutores dignos de él, los que lo han precedido y todos los otros que vendrán a encontrarlo, sus pequeños ejercicios. Lo que, reconózcanlo, es una concepción que por satisfactoria que sea para aquellos que aman la alegoría o el cuadro alegórico, es también imaginación que siente, asimismo, singularmente el delirio. Discutir de lo par, de lo impar, de lo justo, de lo injusto, de lo mortal, de lo inmortal, de lo caliente y de lo frío, y del hecho que lo caliente no podría admitir en él lo frío sin debilitarse, sin retirarse en su esencia de caliente a un costado como nos es largamente explicado en el Fedón como principio de las razones de la inmortalidad del alma; discutir esto durante la eternidad es verdaderamente una muy singular concepción de la felicidad.
Hay que poner las cosas en relieve. Un hombre ha vivido así la cuestión de la inmortalidad del alma. Diría más. El alma tal cual la manipulamos todavía, y diría tal cual todavía nos estorba, la noción del alma, la figura del alma que tenemos, que no es aquélla que se fomentó en el curso de todas las corrientes de la herencia tradicional, dije, el alma de la cual nos ocupamos en la tradición cristiana, el alma como aparato, como armadura, como tela metálica en su interior, el subproducto de ese delirio de inmortalidad de Sócrates. Aún lo vivimos.
Y lo que quiero simplemente producir delante vuestro, es el relieve, la energía de esta afirmación socrática concerniente al alma como inmortal. ¿Por qué? No es evidentemente por el alcance que podemos darle corrientemente. Ya que si nos referimos a ese alcance, es evidente que después de algunos siglos de ejercicios, y aún de ejercicios espirituales, el índice, si puedo decirlo, de, la creencia en la inmortalidad del alma, está en todos los que tengo delante mío, me atrevo a decirlo, creyentes o no creyentes, lo que se llama ese nivel es de lo más temperado, como se dice que la escala es temperada.
No es de eso de lo que se trata. No es eso lo interesante de referirles a la energía, la afirmación, al relieve, la promoción de esta afirmación de la inmortalidad del alma en una fecha, sobre ciertas bases, por un hombre que en su trazo deja estupefactos en suma a sus contemporáneos por su discurso, es para que ustedes se interroguen, se refieran a esto que tiene toda su importancia: para que ese fenómeno haya podido producirse, para que un hombre haya podido… como se dice —así con esto (ese personaje tiene sobre Zaratustra la ventaja de haber existido)— ¿qué le hacía falta a Sócrates que fuese su deseo?
He aquí el punto crucial que creo poder señalar ante ustedes, y tanto más fácilmente precisando tanto mejor su sentido de lo que he largamente descripto ante ustedes, la topología que da sentido a esta cuestión.
Si Sócrates introduce esta posición de la que les pido abrir cualquier pasaje, cualquier diálogo de Platón que se dirija directamente a la persona de Sócrates para verificar lo bien fundado, a saber la posición tajante, paradojal de su afirmación de la inmortalidad y es eso sobre lo cual ella está fundada: esta idea, que es la suya, de la ciencia en tanto yo la deduzco como esa pura y simple promoción del valor absoluto de la función del significante en la conciencia, ¿a qué responde esto? ¿a cuál diría yo, atopía (escritura en griego) La palabra, ustedes lo saben, no es mía concerniente a Sócrates —¿a cuál atopía del deseo?
El término de utopía, de atopos, para designarlo. Atopos, un caso inclasificable, insituable. Atopia, no se la puede poner en ninguna parte. He aquí de lo que se trata. He aquí eso de lo que el discurso de sus contemporáneos murmuraba concerniente a Sócrates.
Para mi, para nosotros, esta atopia del deseo sobre la cual pongo el punto de interrogación, es que en una cierta forma, ella no coincide con lo que yo podría llamar una cierta pureza tópica, justamente, en lo que ella designa como punto central, donde en nuestra topología, este espacio del entre dos muertes está, como tal, en estado puro, y vacío el lugar del deseo, como tal, el deseo no siendo allí, más que su lugar en tanto que no es para Sócrates más que el deseo del discurso, de discurso revelado, revelando para siempre, de donde resulta claro, la atopía del sujeto socrático mismo tanto así que nunca antes fue ocupado por ningún hombre, así de purificado este lugar del deseo.
No respondo a esta pregunta. La formulo, porque ella es verosímil, que al menos nos dé una primera referencia para situar lo que es nuestra pregunta, que es una pregunta que no podemos eliminar a partir del momento en el que la introdujimos una primera vez. Y no soy yo después de todo quien la introdujo. Ella es introducida a partir del momento en el que nos dimos cuenta que la complejidad de la cuestión de la transferencia no estaba de ninguna manera limitada a lo que pasa en ese sujeto llamado paciente, a saber el analizado. Y en consecuencia se plantea la cuestión de articular de una manera un poco más pesada de lo que había sido hasta ahora, eso que debe ser el deseo del analista.
No es suficiente ahora, hablar de la catarsis, purificación, si puedo decirlo, de lo más grueso del inconsciente del analista. Todo esto queda muy vago. Hay que devolverle esta justicia a los analistas que desde hace algún tiempo no se contentan con esto. Hay que darse cuenta, también, que no para criticarlos, sino para comprender con qué obstáculo nos tropezamos, que no estamos ni siquiera en el comienzo de lo que se podría articular tan fácilmente bajo forma de pregunta concerniente a eso que debe ser obtenido de alguien para que pueda ser un analista. El sabría ahora un poco más sobre la dialéctica de su inconsciente. ¿qué es lo que sabe a fin de cuentes, exactamente sobre eso? y sobre todo, ¿hasta dónde eso que él sabe debió llegar, concerniente a los efectos del saber?
Y simplemente les formulo esta pregunta: ¿qué debe quedar de sus fantasmas? Ustedes saben que soy capaz de ir más lejos, de decir, tan fantasma, suponiendo que hubiera un fantasma fundamental, ¿si la castración es eso que debe ser aceptado en último término del análisis, cuál debe ser el rol de su cicatriz, de la castración en el eros del analista?
Diría que son preguntas más fáciles de formular que de resolver. Es por eso que no se las formula. Y, créanme, yo no las formularía tampoco en el vacío, así, simplemente como hacerles cosquillas en la imaginación, si no pensara que debe haber un método de bies, es decir oblicuo, es decir de desvío, para aportar algunas luces a esas preguntas a las cuales nos es evidentemente imposible responder por ahora de frente.
Todo lo que quiero decirles, es que no me parece que eso que es llamado la relación médico—paciente, con todo lo que ella comporta de presupuestos, de prejuicios, de melaza hormigueante de aspecto de gusano del queso, sea algo que nos permita avanzar mucho en ese sentido.
Se trata entonces de intentar articular, según las referencias que son, que pueden ser designadas por nosotros a partir de una topología ya esbozada como las coordenadas del deseo, eso que debe ser, eso que es fundamentalmente el deseo del analista. Y se trata de situarlo creo que no es ni refiriéndose a las articulaciones de la situación para el terapeuta u observador, ni a ninguna de las nociones de situaciones tales como en una fenomenología que se elabora alrededor nuestro, que podemos encontrar nuestras referencias idóneas.
El deseo del analista no es tal que pueda contentarse, bastarse con una referencia diádica. No es la relación con su paciente a través de una serie de eliminaciones, de exclusivas, que puede darnos la clave de esto. Se trata de algo más intrapersonal. Y claro, no es tampoco para decirles que el analista debe ser un Sócrates, ni un puro, ni un santo.
Sin duda esos exploradores que son Sócrates, o los puros o los santos, pueden darnos algunas indicaciones concernientes al campo de lo cual se trata. Y no solamente algunas indicaciones, sino que justamente es por eso que referimos toda nuestra ciencia a la reflexión, entiendo experimental, sobre el campo del cual se trata. Pero es a partir de esto que ellos hacen la exploración, que podemos tal vez articular, definir, y términos de longitud y de latitud, las coordenadas que el analista debe ser capaz de alcanzar simplemente para ocupar ese lugar que es el suyo, el cual se define como el lugar que él debe ofrecer vacante al deseo del paciente para que se realice como deseo del Otro. Es en esto que el Banquete nos interesa, es en esto que este lugar privilegiado que ocupa el Banquete concerniente los testimonios sobre Sócrates, en tanto que se supone enfrentar delante nuestro a Sócrates con el problema del amor, es para nosotros un texto útil de explorar.
Creo haber dicho lo suficiente como para justificar el que abordemos el problema de la transferencia comenzado por el comentario del Banquete. Creo también que era necesario que recuerden eses coordenadas, en el momento en el que vamos a entrar en lo que ocupa el lugar central o casi central de esos célebres diálogos a saber, el discurso de Agatón.
¿Es Aristófanes o es Agatón que ocupa el lugar central? Poco importa resolverlo. Ellos dos en todo caso, seguramente, ocupan el lugar central, ya que todo lo que estaba antes aparentemente demostrado, ha llegado a ellos desde este momento, ya retrocedido, desvalorizado, porque lo que va a seguir no va a ser otra cosa que el discurso de Sócrates.
Sobre ese discurso de Agatón, es decir del poeta trágico, habría para decir muchas cosas, no solamente eruditas, que nos llevarían a un detalle, aún una historia de la tragedia de la cual ustedes han visto les he dado, por otra parte, recién ciertos relieves. Lo importante no es esto. Lo importante es hacerles percibir el lugar del discurso de Agatón en la economía del Banquete.
Ustedes han leído. Hay cinco o seis páginas en la traducción francesa de Guillaume Budé en Robin. Voy a tomarlo en su apogeo. Verán porqué. Estoy aquí no para hacerles un comentario más o menos elegante del Banquete, sino para llevarlos a eso en lo que puede o debe servirnos.
Después de haber hecho un discurso del que lo menos que podemos decir, es que ha golpeado desde siempre a todos los lectores por su extraordinaria sofística, en el sentido más moderno, más común, peyorativo del término. El tipo por ejemplo de lo que puede llamarse esta sofística, es decir que el amor no comete ni la injusticia, ni la padece de parte de un dios, ni en lo que respecta a un dios, ni de parte de un hombre, ni en lo que respecta a un hombre. ¿Por qué? Porque no hay violencia de la que él sufra, si es que sufre de alguna cosa. Ya que cada uno sabe que no se pone la mano sobre el amor. Entonces, ninguna violencia, en eso que hace que sea su obra.
Es conveniente, nos dice, que todos se pongan a las órdenes del amor. Entonces, las cosas sobre las cuales la conveniencia se acuerda son esas que proclaman justas las leyes reinas de la ciudad. Moralidad, el amor es entonces lo que está en el principio de las leyes de la ciudad, y así sucesivamente. Como el amor es el más fuerte de todos los deseos, la irresistible voluptuosidad, será confundido con la temperancia, ya que la temperancia siendo lo que regula los deseos y las voluptuosidades, con derecho el amor debe entonces confundirse con esa posición de la temperancia.
Manifiestamente uno se divierte. ¿Quién se divierte? ¿solamente nosotros los lectores? Creo que estaríamos equivocados en creer que somos los únicos. Agatón esta aquí en postura que no es ciertamente secundaria, no será porque al menos al principio, en los términos, en la posición de la situación, él es el amado de Socrates. Platón, le damos crédito, se entretiene así con lo que llamaré desde ahora, y ustedes verán que voy a justificar todavía más ese discurso macarónico del trágico sobre el amor pero creo, estoy seguro, y ustedes estarán seguros de esto en cuanto lo hayan leído también, que estaríamos equivocados al no comprender que no somos nosotros, ni Platón solamente que nos divertimos aquí con este discurso.
Es claro, contrariamente a eso que los comentadores han dicho, está fuera de cuestión que el que habla, a saber Agatón, no sepa él mismo muy bien lo que hace. Las cosas van tan lejos, las cosas son tan exageradas , que ustedes van a ver simplemente, que en la cúspide de ese discurso, Agatón nos dirá: «Y por otra parte voy a improvisarles sobre esto dos pequeños versos a mi manera». Y se expresa: Eirénen mèn en anthrópois peláguei dè galénen (escritura en giego). Lo que guiere decir el amor es el fin del rififí. Singular concepción, hay que decirlo, de la que hasta esta modulación idílica, no se había siquiera dudado. Pero para poner los puntos sobre las íes vuelve a empezar: Peláguei dè galénen (escritura en giego). Esto quiere decir absolutamente, todo está inmovilizado Calma plana sobre el mar dicho de otra manera hay que acordarse lo que esto quiere decir, nada más marcha, los navíos quedan bloqueados en Aulis, y cuando esto les ocurre en plena mar es excesivamente molesto, tan molesto como cuando eso les ocurre en la cama, de manera que a propósito del amor, evocar Peláguei dè galénen es claro que estamos bromeando.
El amor es eso que los inmoviliza, eso que les hace fracasar. Y además, eso no es todo. Después él dice, no hay más vientos en los vientos. Se vuelve a empezar: el amor, no hay más amar: nenemian anémon (escritura en giego), esto suena por otra parte, como los versos para siempre cómicos de una cierta tradición. Esto se parece a dos versos de Jean Paul Toulet: sobre la blanda almohada de un… sonoro, él no es nada… y se honora. Estamos en ese registro. Y koiten (escritura en giego) además, lo que quiere decir a la cucha, cu-cucha canasta. No hay más viento en los vientos, todos los vientos están acostados. (Hypnon t’eni khdei). Cosa singular el amor nos trae el sueño en el seno de las preocupaciones se podría traducir en una primera aproximación, pero si ustedes miran el sentido de esas cadencias, de ese caios el término griego siempre rico de sustratos que nos permitirán revalorizar singularmente eso que un día, sin duda con grandes benevolencias para nosotros pero quizás dejando de seguir a Freud, a pesar de todo, en alguna cosa esencial, H. Benveniste, para nuestro primer número, ha articulado sobre las ambivalencias de los significantes.
El Kedos (escritura en giego) no es simplemente la preocupación, es también el parentesco. Hypnon T’eni kedei (escritura en giego) lo empleamos como pariente por alianza de un muelo de elefante, en algún sitio en Levis-Strauss, y este hypnos (escritura en giego), el sueño tranquilo en las relaciones con la familia política, me parece una cosa digna de coronar con versos que están incontestablemente hechos para sacudirnos si todavía no hemos comprendido que Agatón se burla.
Por otra parte, a partir de ese momento, literalmente, se desata, y nos dice que el amor,es eso que literalmente nos libera, nos libra de la creencia de que somos extraños los unos para los otros. Naturalmente, cuando se está poseído por el amor, se comprende que uno forma parte de una gran familia. Es verdaderamente a partir de ese momento que se está al calor y en la casa. Y así sucesivamente. Esto continúa durante unas líneas. Les dejo al placer de vuestras veladas, el esmero de relamerse con esto.
Sea lo que sea, si están de acuerdo de que el amor es el artesano del humor fácil, que él rechaza todo mal honor, que es liberal, que es incapaz de ser mal intencionado —hay allí una enumeración sobre la cual me gustaría detenerme largamente con ustedes ¿Es que él es llamado ser el padre de qué? el padre de Tryphé (escritura en giego) , de Abrotes (escritura en giego), de Khlidé (escritura en giego), de Kharites (escritura en giego) de Himeros (escritura en giego), y de Potos (escritura en giego).
Nos haría falta más tiempo del que disponemos aquí para hacer el paralelo de esos términos que puedan traducirse a primera vista como bienestar, delicadeza, languidez, graciosidad, pasión, para hacer el doble trabajo que consistiría en confrontarlos con el registro de los beneficios de la honestidad, del amor cortés, tal como lo había recordado delante vuestro el año pasado.
Les sería fácil, entonces, ver la distancia, y que es imposible contentarse con el acercamiento que hace en nota M’ Leon Robin con la carta del tierno, con las virtudes del caballero en la Minne.
El no evoca por otra parte más que, no habla más que de la carta del tierno. Pues lo que les mostraré texto en mano, es que no hay uno sólo de esos términos, Tryphé por ejemplo —aunque uno se contente en connotarlo como siendo el bienestar que no está en la mayor parte de los autores, no sólo de autores cómicos, utilizados con las con notaciones más desagradables.
Tryphé por ejemplo, en Aristófanes, designa lo que en una mujer, en una esposa, es introducido de pronto en la vida, en la paz de un hombre, de esas insoportables pretensiones. La mujer que es llamada Trufaros, o Truferos, es una insoportable «snobinette». Es la que no cesa un sólo instante de hacer valer ante su marido la superioridad de su clan y la calidad de su familia.
Así sucesivamente. No hay uno sólo de esos términos que no esté habitualmente, y en gran mayoría por los autores, se trate de trágicos, como así también de poetas como Hesíodo, unido yuxtapuesto con el empleo de ocafia, significando esta vez, una de las formas más insoportables del hybris y de la infatuación.
Quiero sólo indicarles estas cosas al pasar. Continúase: el amor tiene mil delicadezas para con los buenos, por el contrario, jamás le ocurre, ocuparse de los malos en la lasitud y en la inquietud, en el fuego de la pasión y en el juego de la expresión. Son esas traducciones que no significan absolutamente nada, ya que en griego ustedes tienen en ponos (en escritura en giego), en phobos (en escritura en giego), en logos (escritura en giego); en ponos quiere decir en apuros; en phobos en el temor, en logos en el discurso Kybernètes epibàtes (escritura en giego), es el que lleva el timón, es también el que está siempre dispuesto a dirigir. Dicho de otra manera, uno se divierte mucho. Ponos, phobos, logos están en el más grande desorden es de eso de lo que se trata, es siempre de producir el mismo efecto de ironía, aún de desorientación que en un poeta trágico no tiene verdaderamente otro sentido más que de subrayar que el amor es verdaderamente inclasificable, lo que viene a atravesarse en todas las situaciones significativas, lo que no está jamás en su lugar, lo que está siempre fuera de las casillas.
Que esta posición sea algo defendible o no, en rigor, no está por supuesto allí la cúspide del discurso concerniente al amor en ese diálogo, no es de eso de lo que se trata. Lo importante es que sea en la perspectiva del poeta trágico, que nos sea hecho sobre el amor, justamente el sólo discurso que sea, abiertamente, completamente irrisorio. Y por otra parte, para subrayar lo que les digo, para ocultar lo bien fundado de esta interpretación, no hay más que leer cuando Agatón concluye, él dice que ese discurso, mi obra, o Fedro, sea mi ofrenda a dios, mezcla dice, tan perfectamente mesurada, como de la que soy capaz, más simplemente dice componiendo todo lo que soy capaz de lo en broma y lo en serio.
El discurso mismo, afecta si puede decirse, por su… discurso divertido, discurso del que se divierte, y no es otro que Agatón como tal es decir como ese del que estamos por festejar, no lo olvidemos, el triunfo en el concurso trágico, estamos en el día siguiente a su éxito: hablando con derecho del amor.
Es seguro que no hay nada aquí, que deba desorientar. En toda tragedia situada en su pleno contexto, en el contexto antiguo, el amor lejos de ser el que dirige y el que corre delante, no hace allí más que arrastrarse, para retamar los mismos términos que encontrarán en el discurso de Agatón al arrastre del que bastante curiosamente en un pasaje lo compara, es decir el término que yo les prometí el año pasado bajo la función de Até en la tragedia.
Até, la desgracia la cosa que se crucifica jamás puede agotarse, la calamidad que está detrás de toda aventura trágica, y que como nos dice el poeta, ya que es a Homero al que en la ocasión uno se refiere, no se desplaza más que corriendo por sus propios pies demasiado tiernos para reposar sobre el suelo, sobre la cabeza de los hombres. Así pasa Até rápida, indiferente, y golpeando y dominando por siempre, y curvando las cabezas, volviéndolos locos.
Tal es Até, cosa singular que ese discurso sea por la referencia de decirnos que como Até, el amor tiene que tener la planta de los pies bien frágil para no poder él tampoco más que desplazarse sobre la cabeza de los hombres, y aquí una vez más, para confirmar la carácterística fantasiosa del discurso, se hacen algunas bromas sobre el hecho de que después de todo los cráneos no son tal vez tan tiernos.
Volvamos una vez más a la confirmación del estilo de ese discurso. Toda nuestra experiencia de la tragedia, y ustedes lo verán más especialmente a medida que el vacío que se produce en la obra del contexto cristiano, en la fatalidad profunda, en lo cerrado, en lo incomprensible, lo inexpresable, del mandato a nivel de la segunda muerte, no puede ser más sostenido, ya que nos encontramos frente a un dios que no sabría dar órdenes insensatas, ni crueles, verán que el amor viene a llenar ese vacío.
Ifigenia de Racine, es la más bella ilustración. Ella está de alguna manera encarnada. Era necesario llegar al contexto cristiano para que Ifigenia no fuese suficiente como trágica. Hay que doblarla con Erifila, y con toda razón, no simplemente porque Erifila pueda ser sacrificada en su lugar, sino porque Erifila es la única verdaderamente enamorada.
Un amor que se nos hace terrible, horrible, malo, trágico para restituir una cierta profundidad al espacio trágico y del que nosotros vemos también que es porque el amor, que por otra parte ocupa bastante la pieza con Aquiles principalmente, es, cada vez que se manifiesta como amor puro y simple y no como amor negro, amor de celos, irresistiblemente cómico.
En conclusión henos aquí en la encrucijada donde, como será recordada al fin de las últimas conclusiones del Banquete, no es suficiente para hablar del amor el ser poeta trágico, hay que ser también un poeta cómico. Es en este punto que Sócrates recibe el discurso de Agatón, y para apreciar como lo acucia, era necesario creo, lo verán a continuación articularlo con tanto acento como he creído hoy hacerlo.